Ay, amigo mío, me dijo Yanni aquella noche de junio después de bebernos dos vasos de raki. ¿Por qué no vives con él?
El no es ciego, contesté yo.
Siempre dices lo mismo, dijo él.
Salí del bar y me acerqué a la esquina a por un souvlaki. Luego, como suelo hacer, le pedí a Vasilli, el nieto de Yanni, que me trajera una silla y me instalé en la acera, calle abajo, bastante alejado del bar, frente a unos árboles, donde los abrevaderos del silencio son más profundos. A mi espalda, un muro orientado a poniente arrojaba el calor acumulado durante el día.
A lo lejos oía a Yanni tocar una rembetiko que él sabía que era una de mis favoritas.
Tus ojos, hermanita,
me rompen el corazón.
Por alguna razón, no volví al bar. Me quedé allí sentado, recostada la espalda en la pared, el bastón entre las piernas, y esperé, como espera uno pacientemente antes de ponerse en pie para bailar. La canción terminó, supongo que sin que nadie saliera a bailarla.
No me moví. Oía las grúas cargando; cargan durante toda la noche. Luego habló una voz totalmente callada, y la reconocí; era la del ferroviario.
Federico, dice, come stai? Qué alegría oírte, Federico. Sí, salgo mañana por la mañana, dentro de unas horas, estaré con vosotros el martes. El champán lo pago yo, no lo olvides, Federico. Encarga tres cajones, o cuatro. Lo que tú veas. Ninon es mi única hija. Y se va a casar. Sì. Certo.
El ferroviario está hablando por teléfono en italiano, de pie en la cocina de su casa de tres habitaciones, en Modane, una pequeña villa de los Alpes franceses. Es guardavías, tiene el nivel 2, y el nombre escrito en su buzón dice Jean Ferrero. Sus padres eran inmigrantes italianos, procedían de Vercelli, la ciudad del arroz.
La cocina es pequeña, y parece todavía más pequeña porque en una esquina de la misma, detrás de la puerta que da a la calle, hay una moto de las más grandes. Por cómo están dispuestos los cacharros se puede adivinar que quien cocina es un hombre. En su cuarto, como en el mío en Atenas, no hay ningún toque femenino. Es el cuarto de un hombre sin una mujer, y hombre y cuarto están acostumbrados.
El ferroviario cuelga el teléfono, se acerca al mapa desplegado sobre la mesa y hace una lista con los números de las carreteras y los nombres de las ciudades: Pinerolo, Lombriasco, Torino, Ferrara, Casale Monferrato, Pavia, Casalmaggiore, Borgoforte, Ferrara. La pega con cinta adhesiva junto a los diales de la moto. Comprueba el líquido de frenos, el refrigerante, el aceite, la presión de las ruedas. Pulsa la cadena para ver si está bien tensa. Enciende el motor. Un piloto rojo ilumina los diales. Examina los faros delanteros. Sus gestos son metódicos, cuidadosos y —sobre todo— suaves, como si la moto fuera un ser vivo.
Hace veintiséis años, Jean vivía en esta misma casa de tres habitaciones con su mujer, que se llamaba Nicole. Un día Nicole lo abandonó. Dijo que estaba harta de que trabajara siempre de noche y de que se pasara todo el resto del tiempo organizando el sindicato y leyendo panfletos en la cama; ella quería vivir. Entonces dio un portazo y no volvió nunca más a Modane. No tenían hijos.
De vuelta a Atenas en el tren aquella misma noche, oí música de piano en otra ciudad.
Una escalera amplia, sin moqueta ni papel pintado, pero con un pulido pasamanos de madera. La música sale de uno de los pisos de la quinta planta. El ascensor no funciona casi nunca. No puede ser un disco, ni un CD; es una cassette normal. Todos los sonidos suenan un poco polvorientos. Es un nocturno para piano.
En el interior del piso, una mujer está sentada en una silla de respaldo recto frente a un balcón. Acaba de abrir las cortinas y contempla los tejados nocturnos de una ciudad. Lleva el pelo recogido atrás en un moño y tiene los ojos cansados. Ha pasado todo el día trabajando minuciosamente en los planos de un aparcamiento subterráneo. Suspira y se acaricia los dedos de la mano izquierda, que siente doloridos. Se llama Zdena.
Hace veinticinco años, estudiaba en Praga. Intentó hacer entrar en razón a los soldados soviéticos que invadieron la ciudad subidos en los tanques del Ejército Rojo el 20 de agosto de 1968. Al año siguiente, la noche del aniversario de la invasión, se unió a la multitud congregada en la Plaza Wenceslaus. Murieron cinco personas y cinco mil acabaron en las comisarías. Unos meses después, varios de sus amigos más íntimos fueron detenidos; y el día de Navidad de 1969, Zdena logró atravesar la frontera y llegar a Viena, desde donde viajó a París.
Conoció a Jean Ferrero en una fiesta organizada para los refugiados checos en Grenoble. En cuanto Jean entró en la habitación, Zdena se fijó en él, pues se parecía a un actor que trabajaba en una película checa sobre los trabajadores del ferrocarril. Luego, cuando descubrió que era de verdad ferroviario, supo que estaba destinado a ser su amigo. Jean le preguntó cómo se decía en checo «soy de Bohemia». Y esto la hizo reír. Se hicieron amantes.
Siempre que libraba dos días seguidos, el ferroviario cogía la moto y se iba a Grenoble a verla. Hicieron excursiones en moto. La llevó al Mediterráneo, que ella todavía no había visto. Cuando Salvador Allende ganó las elecciones en Chile, hablaron de irse a vivir a Santiago.
Entonces, en noviembre, Zdena anunció que estaba embarazada. Jean la convenció para que guardara a la criatura. Yo cuidaré de los dos, dijo. Vente a vivir conmigo a Modane; la casa tiene tres habitaciones: una cocina, un dormitorio para nosotros y un dormitorio para el niño o la niña. Creo que será una niña, dijo, súbitamente feliz.
Al bajar al andén en la estación de Atenas, alguien se ofreció a guiarme. Fingí que era sordo, además de ciego.
Cuando Ninon, su hija, tenía seis años, Zdena oyó una noche en la radio que cientos de ciudadanos checos habían firmado un manifiesto en Praga pidiendo la restitución de los derechos civiles. ¿Iban a cambiar las cosas?, se preguntó. Ocho años llevaba fuera. Tenía que saber más.
Ve, le dijo Jean, sentado en la mesa de la cocina, nos arreglaremos bien solos Ninon y yo. Tómate algún tiempo. Tal vez, incluso te prolonguen el visado. Vuelve en Navidad y bajaremos todos juntos en el trineo hasta Maurienne. No te pongas triste, Zdena. Es tu deber, camarada, y te alegrarás de haber ido. Ya nos las apañaremos.
Sin dejar de escuchar el nocturno, Zdena corre las cortinas en la habitación del quinto piso y se acerca a un espejo colgado junto a una estufa de azulejo azul y blanco. Se mira.
¿Qué pasó realmente aquella noche de hace diecisiete años cuando le preguntó a Jean lo del visado? ¿Habían acordado entonces, como los poseídos, como los locos, que ninguno de los tres volvería a reconocer el mismo lugar como su casa?
¿Cómo se deciden las cosas?
Prendido en la esquina inferior del espejo hay un billete de autobús: Bratislava-Venecia. Lo toca con la mano izquierda, la que le duele.
El sillín de la moto está cubierto con una manta. Sobre la manta duermen tres gatos.
Jean Ferrero baja las escaleras hasta la cocina vestido con cazadora, pantalones y botas de cuero negro. Abriendo la trampilla de la puerta trasera, da unas palmadas, y uno tras otro los gatos saltan de la moto y salen al jardín. Hizo esta trampilla hace quince años, cuando Ninon tuvo un cachorro al que llamó Majestic.
Entonces oí la voz que me había recordado las rodajas de sandía. La misma voz, pero ahora en una niña de ocho o nueve años. Dice: Llevo a Majestic dentro del abrigo cuando paso por delante de nuestra estación. Por nuestra estación pasan sesenta y un trenes al día. Todas las mercancías que se envían a Italia pasan por nuestro túnel. Lo tengo debajo del abrigo, y pone el hocico sobre el primer botón y mueve la orejitas contra las solapas. Es el primer animal que tengo, sin contar los caracoles, los gusanos, las orugas, los renacuajos, las mariquitas y los cangrejos. Lo llamo Majestic porque es muy chiquitito.
Jean abre la puerta de la calle. Se sube a la moto y la empuja con los pies. En cuanto la rueda trasera cruza el umbral, la moto rueda sola hasta la calzada. Mira el cielo. No hay estrellas. Oscuridad, una oscuridad visible.
Paso por delante de la estación con Majestic dentro del abrigo, y todo el mundo se para y lo señala y sonríe. Los que nos conocen y los que no. Es una criatura nueva. Monsieur le Curé me pregunta cómo se va a llamar, ¡como si fuéramos a bautizarlo! ¡Majestic!, le digo.
El ferroviario va a cerrar la casa. Gira la llave como si el acto de girarla le garantizara que va a estar de vuelta la semana que viene. Su forma de mover las manos inspira confianza. Es uno de esos hombres para quienes los gestos manuales merecen más confianza que las palabras. Se pone los guantes, arranca el motor, echa un vistazo al indicador de gasolina, mete la primera, suelta el embrague y se deja ir.
El semáforo de la estación está cerrado. Jean Ferrero espera a que se abra. No hay ningún tráfico. Podría habérselo saltado sin peligro alguno. Pero es guardavías, siempre ha sido guardavías, y espera.
A Majestic lo atropelló un camión cuando tenía siete años. Siempre fue un misterio, desde el día que fui a recogerlo, y él apoyó el hocico en el primer botón cuando me lo metí debajo del abrigo, y me lo llevé a casa diciendo: Majestic, éste es mi Majestic.
El semáforo cambia; y en cuanto hombre y moto ganan velocidad, Jean deja caer el pie derecho, al tiempo que con un suave movimiento del izquierdo mete la segunda, y cuando llega a la altura de las cabinas de teléfonos, otro golpecito más y cambia a tercera.
Lo vi ayer en una tienda al lado del Hotel du Commerce; ese vestido tiene mi nombre escrito, ¡NINON! El cuerpo es de seda china negra estampada con flores blancas. Tiene el largo exacto, tres dedos por encima de las rodillas. El cuello es de pico con solapas, pero no están cosidas, sino cortadas en la misma tela. Y va abrochado con botones de arriba abajo. Transparenta un poco, pero no es exagerado. La seda siempre es fresca. Cuando camine, mis muslos lamerán la falda, como un sorbete. Buscaré un cinturón que le vaya, un cinturón plateado ancho.
Los faros zigzaguean montaña arriba. De vez en cuando desaparecen tras las rocas y los escarpados taludes, pero la moto sigue subiendo y haciéndose cada vez más pequeña. Ahora la luz parpadea, como la llama de una lamparilla, contra una enorme pared rocosa.
Para él es diferente. Avanza por la oscuridad como un topo abriendo una madriguera; el haz de luz perfora un túnel serpenteante, conforme la carretera asciende bordeando los riscos. Cuando se vuelve a mirar atrás —como acaba de hacer—, no ve nada, salvo el piloto de la moto y una oscuridad inmensa. Aprieta el depósito de gasolina entre las rodillas. Las curvas reciben al hombre y a la máquina y luego los expulsan. Las toman despacio y aceleran al salir. Se inclinan cuanto pueden en el momento de entrar, y esperan a que el propio peralte de la curva los impulse fuera.
Mientras tanto, aquello por lo que ascienden se va haciendo más desolado. La desolación es invisible en la oscuridad, pero el guardavías la siente en el aire y en los sonidos. Vuelve a abrir el visor del casco. El aire es fino, helado, húmedo. Las rocas devuelven roto el ruido del motor.