Conclusión

Lo que debió ser un pronunciamiento, una restauración monárquica y una vuelta al estado autoritario se convertiría en una guerra civil como no ha conocido ningún país civilizado en la Edad Contemporánea. Los historiadores y estudiosos de nuestra sociedad han visto en ello una muestra de los desastres que puede sufrir una nación cuando no marcha al compás de los tiempos y en su día no se decide a llevar a cabo aquellas revoluciones y ajustes incruentos que permiten la evolución hacia las nuevas formas que exige su sociedad. Un Estado que no había dado solución a ninguno de los grandes problemas sociales, políticos, religiosos, nacionales, regionales, culturales y de todo orden, sólo podía desembocar un día u otro en una riña de gallos. Y llegado a ese punto ya no basta el talento o el coraje para detener la tragedia que, una vez desencadenada, con frecuencia se alimenta de lo mejor de sus protagonistas —su talento, su coraje, su voluntad de lucha y su resistencia— para provocar el mayor estrago.

Cuarenta años después del conflicto las dos revoluciones extremistas que simultáneamente acabaron con la democracia española, han perdido toda su fuerza y son ahora pocos los que miran a sus ideales en busca de un porvenir social. Por eso resulta aún más paradójico que quienes con su pugna provocaron el fin de la democracia y sólo consiguieron la creación y duración de un estado híbrido que no satisfacía a ninguna teoría, constituyan de nuevo la mayor amenaza a quien ha de nacer —aún no ha nacido— tras la muerte del franquismo.

El franquismo no se podía prolongar ni se podrá repetir. Su ultima ratio era la duración y su única política la pervivencia. Como lo han demostrado los hechos tras el 20 de noviembre de 1975, Franco se llevó al otro mundo un Estado tan «atado y bien atado» que sólo podía durar el tiempo necesario para deshacer su embrollado ovillo, más pensado para disimular la desconfianza en la supervivencia que para la eficacia de sus instituciones. Pero a tal concepción vitalicia —y sólo vitalicia— de su Estado Franco llegó poco a poco y sólo a partir de septiembre del 36 empezó a ver en su propia persona el fundamento del mismo. Para completar el cuadro y afianzar la figura, la guerra era un instrumento precioso del que no se podía renunciar ni hacer un uso precario, breve e indebido; por un lado, mientras durasen y primasen las operaciones militares su autoridad no habría de ponerse en duda en su propio bando sino —antes al contrario— reafirmarse y consolidarse actuando con tacto, y por otro sólo mediante una guerra de atrición podía alcanzarse la aniquilación de un enemigo político que había movilizado a media España. De lo primero es buena prueba tanto la reacción de sus colegas y compañeros de armas a su nombramiento como «Jefe de Estado» cuanto la sumisión con que fue aceptado aquel humillante decreto de Unificación; de lo segundo, aún constituye más evidente testimonio su conducta bélica, inexplicable desde cualquier otro punto de vista.

Dejando aparte el ataque a Madrid en noviembre del 36, cuatro ocasiones tuvo de conquistar la capital y abreviar, si no concluir, la guerra radicalmente: en Guadalajara, en Brunete, en Teruel y en el Ebro y de tal manera su excesiva «prudencia» llegó a impacientar a sus colegas y colaboradores más directos que pudo encontrarse con serias dificultades de no haber prevalecido en su campo, por encima de cualquier cosa, la obediencia jerárquica. Pero aparte de eso, era el tipo de guerra que le gustaba y sabía hacer: la campaña, la reconquista del terreno, la ocupación de determinado punto. Sus ideas estratégicas no iban mucho más allá de la «toma de la cota», con el desgaste que fuera. En la segunda fase de la batalla del Ebro —la defensa de las sierras de Pàndols, Cavalls y Fatarella, de naturaleza rifeña, cabe decir— los altos mandos republicanos temían con horror un posible ataque por su retaguardia, casi desguarnecida, mientras todo su ejército, se hallaba en la bolsa al sur del río. Como el ejército republicano ni se podía despegar ni podía atravesar el Ebro en pocas jornadas un movimiento envolvente partiendo del Segre hacia la costa habría liquidado en un par de semanas una operación que costó tres meses y cerca de 100.000 bajas.

Que los militares que se habían alzado no deseaban el armisticio es cosa bien probada. Desde el 18 de julio del 36 hasta el 25 de marzo del 39, los políticos republicanos en todo momento intentaron el arreglo, bajando cada vez más su precio a medida que las cosas iban a peor. Desde la llamada telefónica de Martínez Barrio a Mola, el mismo 18 de julio, hasta los tres puntos de Figueras o los esfuerzos de Casado y Besteiro, se produce una caída del precio de una paz que sólo se conseguirá con la rendición incondicional. Ya en una ocasión Jordana le había confiado a Faupel que un compromiso con el enemigo significaría que renunciaban a los objetivos de la cruzada y ante el mismo embajador Franco no vaciló en afirmar que un armisticio seguido de elecciones era inconcebible ya que precisamente una consulta popular al país devolvería el poder a las izquierdas. Al menos hay que reconocer que los militares nunca dejaron de tener claros los objetivos que perseguían con su guerra.

Pero lo que políticamente no se podía declarar de manera expresa —esto es, el carácter antidemocrático de la guerra— lo pondrán de manifiesto las operaciones militares que constituyen así como la involuntaria denuncia con el gesto, cuando se mantiene la boca cerrada.

Pese al ensayo de nuevas armas y técnicas —por parte sobretodo de los alemanes, pioneros del arte militar en aquel entonces—, la guerra civil, situada en medio de las dos mundiales, se parece mucho más a la primera que a la segunda a causa de esa sucesión de batallas frontales de desgaste (con excepción de la campaña del Maestrazgo y el avance hacia el Mediterráneo) que concluirán en un estancamiento final, la inmovilización del frente y la guerra de trincheras. Sólo determinadas operaciones constituyen un anticipo de las grandes confrontaciones de la segunda guerra mundial; los ataques aéreos a núcleos urbanos, preconizados por Giulio Douhet —el teórico de la nueva arma— y el apoyo desde el aire de los movimientos en tierra serán una constante en el teatro europeo: la utilización de Von Thoma en Brunete de masas blindadas independientes de la infantería, en busca del schwerpunkt, representan el precedente de los blitz de Polonia, Francia y Rusia, y suponen la primera aplicación real de las ideas de Fuller, Liddell Hart y De Gaulle sobre el mejor empleo de los panzer: en buena medida Madrid será el hermano menor de Moscú y Leningrado para la poliorcética moderna, la ciudad convertida en bastión frente a un ejército avanzado en pleno campo y por último considero que la batalla del Ebro arroja un considerable parecido con la de las Ardenas, aquella concentración en un punto para crear un bulge que disloque un extenso frente enemigo y no con ánimo de alcanzar una plena victoria sino tan sólo para ganar un tiempo precioso, necesario en el caso de Negrín para hallar un arreglo en un conflicto internacional, en el caso de Hitler para poner a punto más armas secretas y buscar la desunión de los aliados.

Pese a todo ello, la española fue una guerra de atrición pensada para durar y dañar y llevada a la práctica con la técnica de la apisonadora; y por si fuera poco una guerra que tanto Hitler como Stalin, en 1938, deseaban prolongar sine die, como se desprende del Hossbach Memorandum y de numerosos documentos de procedencia soviética; una guerra en fin —permítaseme la insistencia— que se levanta como ejemplo único en la Historia de lo que un pueblo nunca debe hacer.