La tregua de invierno

La decisión de Leganés del 23 de noviembre vino a suponer un cambio en la lucha tan radical que sólo a partir de la batalla de Madrid se puede hablar con propiedad de una «guerra» organizada, que por ambas partes antes de esa fecha se trató de eludir mediante una eliminación del adversario llevada a cabo por las armas pero no por los métodos bélicos. Tras aquel combate los dos adversarios comprendieron que no podían hacer mucho más, disponiéndose uno a preparar el siguiente golpe, el otro a recibirlo. La dimisión de Giral y la energía desplegada por el «Gobierno de la Victoria» de Largo Caballero, acumulando reservas para una larga campaña y decidido a crear el ejército que le faltaba, convenció a los generales rebeldes de la necesidad de orientar su revolución hacia la creación de un Estado en pie de guerra con la República. En aquellos días de septiembre, teniendo Franco en Cáceres el CG del Ejército del Centro, sus consejeros políticos —su hermano Nicolás y el general del Aire Alfredo Kindelán, por encima de cualesquiera otros— se preocupaban ya de organizar el mando de todas las fuerzas «nacionales», vacante tras la muerte de Sanjurjo. En principio se trataba de un problema puramente técnico y jerárquico —carente de todo contenido político— pues era evidente que la coordinación de las operaciones militares exigía la creación de un mando único para los tres Ejércitos en marcha. Probablemente ninguno de los generales que se alzaron lo hicieron pensando en aquella capitanía y Mola —el hombre más calificado para ello por haber sido el organizador del 18 de julio—, aparte de su carácter enigmático y reservado, por su temporal asociación con los carlistas navarros y su pasado republicano no gozaba de la absoluta confianza de la gran mayoría de oficiales monárquicos. En tales circunstancias todo señalaba a Franco para aquel puesto: su reconocido prestigio, su fama de hombre prudente y políticamente neutro, su posición central, los mayores efectivos de su ejército y el éxito del cruce del Estrecho y el avance sobre Extremadura constituían bazas más fuertes que la organización de la conjura. El 28 de septiembre, Kindelán, Mola, Cabanellas, Queipo, Saliquet, Yagüe, Orgaz y otros volaron al aeropuerto de Salamanca para la constitución de aquella «junta» que —sacada de los modelos decimonónicos— asumiría la administración del estado embrionario y establecería sin equívocos la organización y jerarquía del Ejército. Con antelación Nicolás Franco había preparado una multitud que a la llegada de Franco había de saludarle como «Generalísimo». En la reunión Kindelán leyó —ante la sorpresa de varios— la propuesta de un decreto confirmándole en tal título y con la anuencia de unos, las reservas de otros, se aceptó la publicación en un par de días del decreto con el nombramiento de Franco como «Jefe del Gobierno del Estado español». Sin embargo, cuando los más recalcitrantes llegaron a sus bases —Mola a Pamplona, Cabanellas a Zaragoza y Queipo a Sevilla— se encontraron con el decreto publicado; un propio enviado en moto especialmente por Nicolás Franco no sólo anticipó la fecha de salida sino que —en la misma imprenta— eliminó del texto las dos palabras del Gobierno para convertir a Franco en «Jefe del Estado» sin que tal modificación —aparentemente— levantase ninguna clase de protestas públicas por parte de los defraudados. Si se considera que entonces dominaban otras preocupaciones más urgentes y que todos los interesados se imponían como primer deber ineludible la disciplina ante la mayor jerarquía militar, se comprenderá que ninguno de ellos interpusiera acción alguna contra aquel verdadero golpe de Estado que más de un historiador ha calificado como el «18 de Brumario» de la España contemporánea. De esta suerte, en Burgos el 1 de octubre Franco fue «exaltado» a la Jefatura del Estado, constituyéndose una Junta administrativa que con sede en aquella capital y presidida por el general Dávila con Nicolás Franco como Secretario General, se encargaría de la administración del mismo. Asimismo Franco era nombrado «Generalísimo» de los tres Ejércitos —Tierra, Mar y Aire— y retendría la jefatura del ejército del Centro cuyo Cuartel General y Jefatura de Operaciones —bajo el mando del general Varela— pasaría de Cáceres a Salamanca. El nuevo Estado quedaba creado, con hombres fieles y devotos a Franco en los puestos clave, los dos triunviros alejados de sus feudos —de importancia militar muy secundaria— y Cabanellas relegado al puesto casi honorífico de Inspector General del Ejército.

Ahora era llegado el momento de robustecer el nuevo Estado, tanto interior como exteriormente, y prepararlo para una larga lucha. Se había acordado que Italia y Alemania reconocerían la Junta de Burgos como Estado español en cuanto sus fuerzas ocuparan Madrid pero ante la resistencia de la capital, Roma y Berlín rompieron sus relaciones con el Gobierno de Valencia el 18 de noviembre —cinco días antes de la decisión de Leganés— a fin de tener las manos libres para prestar su ayuda a Franco. El 29 de noviembre se firmaba un protocolo entre Burgos y Roma en virtud del cual Franco se comprometía a conducir su futura política mediterránea en consonancia con los intereses italianos y a cambio de ayuda no especificada otorgaba a Italia importantes concesiones industriales, comerciales y económicas. Por su parte, el encargado de negocios alemán en Salamanca, el general de reserva Von Faupel, urgía a Berlín el envío de contingentes regulares de infantería alemana para contrarrestar la amenaza de una «verosímil victoria roja» en el invierno. En Berlín existían posiciones antagonistas respecto al caso español: mientras Göring era partidario de una acción alemana directa e inmediata que diera por terminado el conflicto en pocas semanas con la victoria de la Junta, el ministro de Asuntos Exteriores Von Neurath consideraba inadmisible cualquier intervención de su país por fuera del marco creado por el Comité de No Intervención y del embargo de armas aceptado por todas las potencias en el pasado agosto. Pero por otra parte los grandes responsables del ejército alemán —los generales Blomberg y Reichenau y el gran experto en blindados, Guderian, quien había acertado a inducir en el ánimo de Hitler un extremado interés por la nueva arma— no deseaban otra cosa que contar con un campo real de experiencias donde practicar nuevas tácticas y entrenar los cuerpos especiales creados a partir de 1935 tras la denuncia del tratado de Versalles. En septiembre de 1936 el teniente coronel Ritter von Thoma fue encargado de formar un contingente de unos 600 hombres con unos 50 tanques ligeros «Krupp Mk 1» para operar en España en funciones de adiestramiento y apoyo. La unidad, embarcada en Stettin fue despachada a Sevilla, a través del Canal de la Mancha, a lo largo de octubre y pudo llegar a operar en los alrededores de Madrid en los combates de noviembre. Aun cuando logró pautar unos cuantos éxitos, la evidente superioridad de los tanques rusos y el nuevo cariz que tomaba la guerra a consecuencia del frenazo de Madrid indujo al principal observador militar alemán en España, el general Warlimont, a presionar en Berlín en busca de un sustantivo incremento de la ayuda bélica. El 30 de octubre el ministro von Neurath firmaba el documento en el que se especificaban las condiciones que habían de regir para la conducta de la Legión Cóndor que bajo el mando del general Hugo Sperrle le fue enviada a España en sucesivos fletes. Constaba esencialmente de unidades blindadas —bajo el mando de von Thoma—, artillería antitanque y antiaérea —equipada con el famoso cañón de 88 mm, el mejor de la guerra—, cuatro escuadrones de bombarderos Ju 52, otras tantas unidades de cazas He 51 —pronto sustituidos por los famosos Me 109— y el equipo auxiliar para la instrucción, el mantenimiento y las reparaciones. En total, unos 7.000 hombres, entre los cuales figuraron algunos que llegaron a ser tan famosos como von Richtofen, von Thoma, von der Planitz, Molders, Galland… También llegaban a España, mientras tanto los «voluntarios» de Mussolini que bajo el mando del general Mario Roatta («Mancini») quedaban encuadrados en el CTV (Corpo Truppe Volontarie) y acantonados en el sur de España para una futura ofensiva en aquel sector. Parece ser que buen número de voluntarios embarcaban en Italia engañados sobre su punto de destino y pocos eran los que sospechaban que habían de sufrir el bautismo de fuego. Hacia finales de año los italianos —en unidades regulares y vistiendo su propio uniforme— sumaban más de 20.000 hombres y a mediados de 1937, tras la derrota de Guadalajara, su número ascendía a 50.000.

En el lado republicano no fueron menos los preparativos bélicos durante aquel invierno. Además de la reorganización de las XI y XII Brigadas Internacionales, duramente castigadas en la defensa de Madrid, en Albacete se formaban las XIII y XIV, la primera bajo el mando del coronel Zeisser («general Gómez») constituida por tres batallones (entre ellos el famoso Chapaiev o «de las 21 naciones») y una agrupación de artillería mixta, y la segunda, al mando del polaco Swierczewski («general Walter»), con efectivos equivalentes, que jugaría un importante papel en la inminente batalla del Jarama. A principios de diciembre, conjurado el peligro de Madrid y estabilizado el frente, se fue imponiendo el criterio de Indalecio Prieto, ministro de Marina y Aire, para la creación de un Ejército regular estructurado en brigadas mixtas y el 20 de diciembre quedó disuelto el 5.º Regimiento de Milicias Regulares, debiendo pasar sus 50.000 hombres a formar parte de aquel. Asimismo la Generalitat de Cataluña publicó, venciendo una gran oposición anarquista, en su Diari Oficial un decreto por el que creaba su propio ejército, formado por doce regimientos y varios grupos auxiliares. En el norte, el presidente Aguirre crearía el Ejército vasco, al mando del general Gámir Ulíbarri, con cierta autonomía dentro del ejército de Asturias y Santander, al mando del general Llano de la Encomienda. Las medidas de Prieto pronto se hicieron sentir y al finalizar el año, al menos en el papel, existía un ejército de unos 100.000 hombres que aun cuando no aceptaran la jerarquía política del Gobierno al menos habían condescendido a formar parte del cuadro bélico centralizado que se debía oponer, de poder a poder, con el ejército insurgente.

El año se cerraba con la división de España en dos bandos irreconciliables, dispuestos a la lucha a ultranza, decidido cada uno a terminar con su adversario sin concederle ninguna clase de tregua ni cuartel. La escisión alcanzaría a todos sin excepción y hasta los niños tuvieron que tomar partido. Incluso aquellos que quisieron desentenderse del conflicto y eligieron precozmente el exilio lo hicieron a sabiendas de que ya no contarían, por la duración de su vida, con el país que habían esperado. La alta burguesía —naturalmente— se decidió por Franco y la intelectualidad —que había saludado el triunfo de la República como cosa propia— le volvió las espaldas aun cuando mirara con recelo —cuando no con repugnancia— la revolución proletaria. Cundieron las represalias de todo orden; los «paseos» estaban a la orden del día. En Granada fue fusilado García Lorca, por elementos de derechas en connivencia con el Gobierno Civil. En una imprudente declaración en Ávila a periodistas extranjeros, afirmó Mola —acuñando una expresión que pasaría a todas las lenguas— que aun cuando eran cuatro las columnas que avanzaban sobre Madrid, una «quinta columna» —la de los clandestinos partidarios del alzamiento— sería la que habría de tomar la ciudad. Ello bastó para que en la capital se desencadenara el terror rojo, con asaltos a casas de refugiados y legaciones extranjeras, ejecuciones sumarias al amanecer, establecimiento de chekas y policías paralelas e independientes, de cualquier filiación. En la zona nacional a los liberales, republicanos y hombres reconocidos de izquierdas no se les ofrecía otra opción que el paredón. El 19 de noviembre fue fusilado en la cárcel de Alicante José Antonio Primo de Rivera, tras inútiles tentativas de Prieto por canjearlo o, incluso, soltarlo en paracaídas en la zona nacional; en Burgos no se hizo pública la noticia y durante toda la guerra se le llamó «el Ausente», en un esfuerzo muy del estilo falangista para mitificar su figura. El 12 de octubre en un acto en Salamanca para celebrar el Día de la Raza, Unamuno afeó a los generales —representados por el general Millán Astray, fundador de la Legión, un inválido por heridas de campaña recibidas en África de manera casi casual— su voluntad de vencer por la fuerza y su incapacidad para convencer. El último día del año moría Unamuno confinado en su casa de Salamanca, junto a su chimenea; era un hombre destruido, que había perdido toda esperanza. Un ataque al corazón lo derribó mientras dormía, ajeno al fuego que se apoderaba poco a poco de sus zapatillas y perneras.