El 18 de julio
El alzamiento se inició el 17 de julio, a las cinco de la tarde, una hora con tradición trágica en la arena española. Estaba previsto que con simultaneidad al ejército de África se levantaran las principales guarniciones de la península y que en pocas horas todos los centros neurálgicos de la nación caerían en poder de los militares conjurados. Debido a circunstancias muy diferentes en cada lugar, se puede decir que en ninguno se produjo a la hora señalada, sucediéndose escalonadamente a lo largo de todo el día 17, la noche del mismo y la mañana del siguiente. En África se anticipó y en casi todos los puntos de la península se retrasó. (Un oficial que prematuramente salió con parte de su tropa en una ciudad levantina dando gritos patrióticos fue abucheado por la multitud y hubo de refugiarse en su cuartel consternado y confuso, creyendo que todo se debía a un mal vapor de cabeza. Su disgusto debió ser tal que horas más tarde desoyó las órdenes de sus compañeros, para ponerse a disposición del Gobierno). El Alzamiento apenas tuvo dificultades en las guarniciones africanas y plazas de soberanía donde Yagüe, Asensio y Beigbeder se hicieron pronto con el mando, arrestando al alto comisario, Álvarez Buylla, y a los oficiales adictos a la República.
En Sevilla la sublevación corrió a cargo del general Queipo de Llano (Don Gonzalo), jefe de carabineros, hombre anticlerical, valleinclanesco y parlanchín que con inusitado y desvergonzado arrojo y empuñando una pistola casi conquistó la capital con sus propias manos, encerrando a los oficiales leales bajo llave —despacho tras despacho— y encarándose a continuación con una populosa población sindicalista que fue dominada sin salir de su asombro. A continuación ocupó Radio Sevilla y durante toda la contienda se dedicó a sus famosas «charlas» radiofónicas, inventando aquella guerra psicológica de la que tanto uso se haría posteriormente. Tan personal fue aquella acción que cabría sospechar un curso totalmente distinto al alzamiento si alguien se hubiese atrevido a desarmar al general, pues Sevilla fue la clave —el único enlace entre el ejército de África y el del Norte— sin la cual muy probablemente se habría desmoronado el edificio de la sublevación. (Al viandante madrileño le sería dado contemplar en la posguerra la espigada figura del general, Virrey de Andalucía, sentado en el sillón de un casino de la calle de Alcalá, con una mano apoyada en un bastón y la otra atusándose el bigote, lanzando en voz alta improperios contra Franco, no lejos de aquel otro casino, en la acera de enfrente, donde se sentaba el orondo general Aranda para lanzar en voz baja maldiciones contra Franco).
Asimismo el Alzamiento triunfó con facilidad en Pamplona, gracias a Mola y los requetés venidos de toda la provincia que se congregaron a una voz en la Plaza del Castillo para salir a continuación en cualquier dirección, y en Valladolid, un islote falangista, en Burgos, en Zaragoza, en casi todas las capitales de Castilla la Vieja y, tras algunas tropelías y asesinatos, en Galicia. Pero fracasó, no sin combatir, en Madrid y Barcelona, y sólo pudo insinuarse en Valencia, Levante, Castilla la Nueva, Extremadura y Andalucía Oriental, en el País Vasco, Santander y Asturias y en las regiones poco pobladas de la cordillera Ibérica, desde Huesca hasta Málaga. Es decir, contando con el golfo de Extremadura y los enclaves del Norte, favorables a la República, y de Mallorca donde Goded apenas tuvo trabajo para dominar la isla, se puede decir grosso modo que el meridiano de Madrid vino a definir la frontera geográfica de las «dos Españas»: la occidental abrazó la causa del alzamiento y la oriental se pronunció por la República.
En los cuatro regimientos acantonados en torno a Madrid las órdenes fueron tan imprecisas y dudosamente ejecutadas que no llegaron a alzarse y la sublevación se limitó a la breve e ineficaz defensa del Cuartel de la Montaña cuando el general Fanjul cerró sus puertas al negarse a entregar al pueblo, movilizado espontáneamente al tener noticia de los sucesos, 60.000 cerrojos de fusiles allí almacenados. El 20 de julio la ciudad estaba en poder de las milicias del Frente Popular que con coches requisados y heterogéneo armamento recorrían los barrios burgueses a la caza de los «pacos» fascistas que con armas de fuego, desde sus terrazas, trataban de sembrar el pánico. Estaba previsto que el general Fernández Burriel se alzara en Barcelona y que Goded, capitán general de Baleares, volara a Valencia desde Palma de Mallorca pero los acontecimientos indujeron a Mola, a la vista de la gran movilización sindical en esta región, a sacrificar Valencia y a apoyar a Burriel con la presencia de Goded y otros pocos oficiales que le acompañaron en su vuelo. Los sublevados llegaron a ocupar el centro de Barcelona y la lucha se centró en torno a la plaza de Cataluña, donde aquellos emplazaron algunas piezas de artillería, el edificio de la Telefónica, el hotel Colón, el palacio de Capitanía y el cuartel de Atarazanas. Las fuerzas populares —que agrupaban militantes de la CNT, UGT, Esquerra y JSU (Juventud Socialista Unificada)— diestramente dirigidos por el general Aranguren, de la Guardia Civil, pronto cercaron a los sublevados; hubo piezas de artillería que fueron tomadas por avalanchas de anarquistas abalanzándose sobre ellas en pleno fuego y al cabo de 24 horas de lucha breve pero intensa la ciudad quedó también en poder de las milicias del Frente Popular. Una vez capturado, el general Goded lanzó una alocución por la radio exhortando a sus compañeros de rebelión a deponer las armas —razón por la cual su figura conoció poca gloria después del triunfo de la España Nacional— y tras un juicio sumarísimo tanto él como sus compañeros fueron pasados por las armas. También el general Aranda consiguió consolidar el Alzamiento en Oviedo mediante una estratagema. En principio se pronunció como partidario de la República y no debió tener demasiadas dificultades oratorias en convencer a los mejores cuadros mineros para que se trasladaran por ferrocarril hacia León a fin de ganar la meseta para la revolución proletaria. La Guardia Civil, advertida por el general, se encargó de aquellas expediciones y Aranda, libre de tan enojosas compañías, se alzó en Oviedo y pudo resistir con cierto lujo de medios un improvisado y caótico asedio que se había de prolongar durante más de un año, hasta la liquidación del frente Norte.
El patio del Cuartel de la Montaña después de su
ocupación
Así pues el Alzamiento triunfó sin paliativos en África, Andalucía Occidental, León, Castilla la Nueva, Galicia, Navarra, Mallorca, Canarias y parte de Aragón, región limítrofe para las dos tendencias antagonistas y que se convertiría a lo largo de toda la guerra en un permanente y decisivo teatro de operaciones. Por el contrario, su fracaso fue el acicate para la revolución proletaria en las grandes ciudades y en las zonas industriales así como en las regiones levantinas y cantábricas más excitadas por su nacionalismo.
Mención aparte —no sólo por su personalidad sino por la singularidad de su postura— merece el general Francisco Franco que no se alzó. El 18 de julio ocupaba —no de buena voluntad, al parecer— la Capitanía General de Canarias, con sede en Santa Cruz de Tenerife. Aun cuando se hallaba perfectamente informado de los planes de la sublevación, en ningún momento supieron los conjurados si podrían contar con él, dada la cautela y evasividad con que eludió todo compromiso. En las fechas del alzamiento se estaban realizando unas maniobras militares en la isla de Gran Canaria y Franco solicitó de Madrid un permiso para trasladarse allí por vía aérea. El permiso le fue denegado pero el mismo día 17 a causa de un accidente al parecer fortuito murió en dichas maniobras el gobernador militar de la isla, general Balmes, y Franco, considerando excusada su asistencia para asistir a las honras fúnebres e inspeccionar la situación creada por el suceso, abandonó el archipiélago en un avión Dragon Rapide, alquilado en Londres por los conjurados y pilotado por un capitán inglés, en compañía de su familia. En África hizo una escala y se dio por enterado de la amenaza que pesaba sobre la República, a cuya salvación dedicó la proclama que lanzó cuando se hizo cargo del ejército de Marruecos —por su superior jerarquía— y que terminaba con los habituales vivas a la Libertad, Igualdad y Fraternidad.
En el lado republicano pronto se comprendió que la carga era lo bastante fuerte como para hacer vacilar todo el edificio estatal. Casares Quiroga, presidente del Consejo, se negó empero a entregar las armas que le requerían sindicatos y delegaciones obreras y se limitó a ordenar que una agrupación de destructores bombardeara Ceuta y bloquease el estrecho. Apodado «Civilón» en memoria de un famoso toro que no quería arrancarse, ante la intensa presión política y social dimitió la noche del 18 de julio y fue sustituido por Diego Martínez Barrio, cuyo mandato duró veinticuatro horas. El 19 se hizo cargo del Gobierno José Giral, catedrático de Farmacia y hombre de Azaña, quién asumió el cargo con la convicción de que le esperaba un largo y dudoso combate. Aun cuando el Alzamiento no hubiera triunfado con la amplitud y rapidez deseada y prevista por los conjurados, la mayor parte de los efectivos y cuadros del Ejército y de la Armada habían desertado del campo de la República, volviendo contra ella el brazo armado de la nación. Los expertos estiman que tras el 18 de julio, de 15.000 oficiales del Ejército y los institutos armados, sólo 200 obedecían al gobierno de la República que, inerme, para repeler la agresión tuvo que buscar improvisadamente un ejército allí donde sólo podía encontrarlo: en los contingentes sindicales y obreros, en las milicias populares y en la compra de armas y reclamo de voluntarios en el extranjero y aun cuando semejante paso supusiera la revolución proletaria que el Gobierno de la República trataría a todo trance de domeñar durante su breve y agitada existencia en pie de guerra.
Un último acontecimiento vino a entenebrecer aún más el ya de por sí sombrío carácter de aquel alzamiento. Estaba previsto que el general Sanjurjo, que debía asumir el mando de la sublevación exiliado en Estoril, volara a España tan pronto como los rebeldes contaran con un campo de aterrizaje seguro. Su jefatura había sido aceptada por todos los conjurados quienes habían elaborado un plan técnico ya que no político pues en el ánimo de todos se configuraba una restauración monárquica en la persona de Alfonso XIII tras el necesario período de pacificación bajo la jefatura provisional del general. Era este un hombre de la antigua escuela, cuyo modelo aceptado para tales casos lo constituía la figura del general Primo de Rivera. Debido a ciertas precauciones de las autoridades portuguesas, el avión —un biplano de dos plazas— pilotado por el conocido aviador monárquico Juan Antonio Ansaldo debía despegar de una pista deportiva. Ansaldo —que contará después el suceso en un libro saturado de amargura y decepción— quedó aterrado ante el equipaje de Sanjurjo, un baúl cargado con todos sus arreos, uniformes, botas, gorras y medallas, que el general se negó a aligerar, alegando la necesidad de presentarse en Burgos con todas sus guerreras y medallas. Al despegar el avión rozó unos árboles, capotó y fue a estrellarse —muy propiamente— en la Boca do Inferno, donde el general fue a encontrar la muerte, envuelto en llamas, carbonizado entre sus guerreras y medallas. Así pues no solo la jefatura quedó vacante sino que el Alzamiento se vio desposeído del viejo contenido político de la restauración y sujeto por ende a ser utilizado y ocupado por un ideario muy distinto, sin duda más enérgico, moderno y ambicioso, y más imprevisible también para aquellos que se pronunciaron con la vista puesta en los ideales del antiguo régimen.