Los antecedentes del 18 de julio
El 18 de julio de 1936 cayó en sábado, uno de esos ardientes y solitarios sábados que los militares españoles escogen para llevar a cabo sus pronunciamientos. Esos días con una fiesta por delante presentan muchas ventajas para semejantes proyectos: la burguesía a buen recaudo en sus lugares de verano, el Gobierno desperdigado y las masas obreras en sus casas, necesitando horas para agruparse y movilizarse. Desde el día siguiente de la proclamación de la República, y sin atender a sus resultados, militares y civiles adictos a la Monarquía y a las formas autoritarias de gobierno se habían propuesto derribarla, sin esperar para ello más que la ocasión propicia. Ninguna clase de escrúpulo moral o ideológico retrasó sus planes. El 10 de agosto de 1932 el general Sanjurjo dirigió un pronunciamiento en Madrid y Sevilla, que fracasó estrepitosamente a consecuencia de sus numerosas improvisaciones. Semejante experiencia fue de mayor aprovechamiento para los sublevados —quienes comprendieron que el siguiente golpe lo tendrían que preparar con mayor cuidado y efectivos— que para los hombres del Gobierno quienes no dedujeron sino una falsa confianza en las fuerzas leales ya que en aquella ocasión no fue preciso recurrir a las masas para reprimir la sublevación. (Unos años más tarde el general Franco se permitió advertir al señor Azaña, presidente de la República, sobre la inoportunidad de su propio traslado a Canarias como Capitán General y la conveniencia de retenerle en Madrid para salir al paso de un posible levantamiento contra la República. El señor Azaña que como presidente del Consejo había dado muestras de gran serenidad al contemplar fumando el tiroteo del 10 de agosto desde un balcón del Ministerio de la Guerra, se permitió desoír tal advertencia dando al general toda clase de seguridades sobre sus propios recursos.)
Ante el inesperado triunfo republicano del 14 de abril, recibido por todo el país con grande y espontáneo júbilo, la reacción se había convencido de la necesidad de reforzarse, agruparse y contraatacar. Con independencia de ello en 1928, 1930 y 1931 se habían formado los primeros grupos de extrema derecha en torno a las figuras de Giménez Caballero, el doctor Albiñana («el primer fascista español»), Ramiro Ledesma Ramos, un cierto intelectual seducido por el ideario nazi, y Onésimo Redondo, un cabecilla de Valladolid que pronto se unió al anterior para fundar las Juntas Ofensivas Nacional Sindicalistas (JONS). Por vía separada, José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador recientemente fallecido, fundó Falange Española (FE) el 29 de octubre de 1933, un mes antes de obtener un acta de diputado en las elecciones de noviembre de aquel año.
Nada más llegar al poder el Gobierno de la República había anunciado las elecciones a Cortes Constituyentes que se celebrarían en junio del 31. Cogida de sorpresa la derecha apenas tuvo tiempo de organizar Renovación Española (RE) con Pemán, Pradera, Sáinz Rodríguez y Maeztu a la cabeza y una rama militar, la Unión Militar Española (UME) que contaba con los generales Ponte, Orgaz y Sanjurjo. El 28 de aquel mes se conocían los resultados: los republicanos conseguían 377 mandatos contra 60 de sus adversarios, de los cuales sólo 19 procedían de RE. Alentados por tal triunfo iniciaron la redacción de una Constitución de corte liberal y laico —inspirada en la de Weimar de 1919— y un amplio programa de reformas (con cosas tan lacerantes e irrisorias como la ley de secularización de cementerios) que a las clases conservadoras sólo podía producir vahídos, retortijones y humores negros. Sin ninguna clase de concesiones y sin atenerse a sus consecuencias, los primeros palos fueron contra la Iglesia, el Ejército y los terratenientes, los amos inmediatamente anteriores que, por ende, conservaban en sus manos buena parte del poder. En mayo se habían producido ya en Madrid y Málaga algunos desórdenes y la quema de unas pocas iglesias y conventos, lo que llevó a la prensa conservadora a airear su conocido repertorio de frases hechas para tales ocasiones. (Esa misma derecha no vacilará luego en derribar iglesias, conventos y cuarteles cuando se trata de defender sus intereses o especular con sus solares y nada resulta más inconsecuente que los ditirambos al orden publico, cuando semejante «orden» es impuesto mediante fuerzas provistas de armas de fuego. La historia vendrá a demostrar que a la llamada derecha española no le importan demasiado las monjas, los curas y los conventos, pues lo que en verdad teme es la emergencia de una fuerza capaz de sacudir el orden impuesto por ella.)
Pero tampoco la izquierda se sentía a gusto y un levantamiento anarquista en Casas Viejas, Cádiz, hubo de ser sofocado por la Guardia Civil, que reclamando la ayuda de aviones y bombas, terminó por conquistar el pueblo y fusilar a los rebeldes. Su consecuencia fue el final del Gobierno Azaña, sustituido por Martínez Barrio hasta las elecciones de noviembre de 1933, que supusieron un considerable triunfo para los radicales de Lerroux, con 167 escaños, la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) de Angel Herrera Oria y José María Gil Robles («el Pera») con 154 asientos y un descalabro para Azaña que sólo consiguió 8 mandatos. El gobierno de Lerroux no hizo sino contemporizar, amnistió a Sanjurjo y sus amigos, compensó con un modesto sueldo a los sacerdotes, dejó en suspenso algunas medidas de los gabinetes anteriores y a todo trance buscó el equilibrio entre los poderosos y mortificados partidos de ambos lados; pero cuando en octubre de 1934 formó un gabinete con algunos miembros de la CEDA todos los sindicatos obreros declararon la huelga general y Lluís Companys, por añadidura, la República Catalana desde el balcón del palacio de la Generalitat. La llamada «Revolución de Octubre» de 1934 sólo tuvo consecuencias trágicas en Asturias donde cerca de 50.000 mineros se batieron durante quince días contra las fuerzas de la Guardia Civil, el Ejército, la Legión y los Regulares de Franco (a la sazón Jefe del Estado Mayor del Ejército), Yagüe, Varela, Goded y López Ochoa, esto es, los futuros cabecillas del 36. Tras la represión, los juicios sumarísimos y los fusilamientos, parecía haber llegado el momento para el golpe militar que tantos ansiaban y tan claro se veía ante la debilidad del Gobierno y los medios expeditivos de los militares. Pero no era verano; Lerroux cayó a consecuencia del escándalo del straperlo —una especie de ruleta que producía pingües beneficios— en que se vio involucrado su hijo adoptivo y numerosos miembros de su clique.
Las elecciones de febrero de 1936 se vieron fuertemente influidas, por si fuera poco, por el clima de recelo y hostilidad que invadía Europa como consecuencia del avance de los fascismos. La izquierda europea había montado la política del Frente Popular, con especial énfasis en Francia y España, a fin de oponerse a aquella corriente. En las elecciones francesas de mayo consiguieron un considerable triunfo que llevó a Blum a la Jefatura del Gobierno, con Delbos como ministro de Asuntos Exteriores. El Frente Popular español estaba constituido por el PSOE, Izquierda Republicana, Unión Republicana, Partido Comunista, Esquerra Catalana y otros menores y contaba además con la no beligerancia de la CNT, que en el último instante exhortó a sus miembros a votar al FP y salir al paso del Bloque Nacional creado a trancas y barrancas por la derecha, agrupando monárquicos, carlistas, agrarios y falangistas ya por aquel entonces unidos a los jonsistas. El Frente Popular obtuvo 278 escaños frente a los 134 del Bloque Nacional y 55 de los partidos del centro.
A partir de ese momento y con semejante resultado la suerte quedaría echada para la derecha que, ocultando sus intenciones tras un juego parlamentario un tanto infantil, decidiría que no cabía otra opción que la conspiración, el golpe de estado y la restauración del estado autoritario. Los Calvo Sotelo, Oriol, Goicoechea, Vallellano, Fal Conde y Zamanillo —entre muchos— intensificarían sus contactos y visitas a Italia, Alemania y Biarritz, a un «conocido financiero mallorquín de gran pujanza económica» mientras los Mola («el Director»), Fanjul, Goded, Queipo, Saliquet, Cabanellas y Varela daban los últimos toques a un plan de sublevación que debía estar totalmente listo a finales de mayo. Durante la primavera la violencia, de palabra y obra, conoció un notable incremento y a una provocación de un bando el otro respondería con represalias de mayor magnitud. En junio fue asesinado por falangistas el capitán Faraudo; el domingo 12 de julio otro oficial de los Guardias de Asalto, el teniente José Castillo, caía abatido a tiros y el lunes 13 los compañeros de este último, con nocturnidad y alevosía, tomaban su represalia sobre el cuerpo de José Calvo Sotelo, diputado a Cortes, exministro de la Corona y miembro destacado del partido monárquico. Acerca de este último asesinato la propaganda del futuro régimen vendría a afirmar que no sólo fue preparado y perpetrado por orden del Gobierno y concretamente del presidente del Consejo, Santiago Casares Quiroga, sino que fue la chispa que, al levantar la indignación de los elementos honrados que quedaban en el país, provocó el espontáneo incendio del 18 de julio. Nada más inexacto. Los hechos probados demuestran la inocencia de los altos funcionarios gubernamentales (y todo aquel que la recuse sólo demostrará su incompetencia y mala voluntad para hacer historia) y nada resulta más inapropiado que tildar de espontáneo el levantamiento del 18 de julio. Ni la ira espera cinco días para manifestarse ni un levantamiento así se prepara en tal plazo. El levantamiento del 18 de julio se habría producido con o sin asesinato de Calvo Sotelo, que al Gobierno de la República sólo creó dificultades y a los conjurados proporcionó un inesperado y preciso pretexto para justificar públicamente su acción.
Cuando los hechos llegan a tales extremos ambas partes resultan ser responsables por igual, como en los conflictos conyugales. De nada sirve recurrir al «tu empezaste» cuando a la primera falta el otro responde con un agravio mayor. En virtud de esa progresión un hecho insignificante puede tomarse solamente como el origen cronológico de una gran disputa que arranca, como siempre, de la discordia y la hostilidad de los ánimos. Y sólo cuando uno de ellos considere que la concordia debe estar por encima de su orgullo y de la reparación de la falta cometida contra él, y en consecuencia suspenda unilateralmente las acciones ofensivas de desagravio y represalia, podrá encontrar el camino para reducir a los límites del drama lo que puede degenerar con tanta facilidad en tragedia. Ninguno de los bandos en que España estaba dividida supo tener entonces esa altura de miras.