La belicosa primavera del 37

Debido a sus dificultades internas, el gobierno de la República, aun cuando contara con un ejército suficientemente pertrechado, no había tenido tiempo de elaborar planes ofensivos de gran alcance para la primavera, limitándose a preparar ciertas acciones de alivio en los frentes de Aragón y Madrid. Por el contrario, el ejército «nacional» se hallaba dispuesto para llevar a cabo tres ofensivas de largas miras cuyos objetivos, una vez alcanzados, le habían de suponer una notable consolidación territorial, una apropiación de reservas de todo orden y un fuerte respaldo para hacer frente a cualquier reacción de sus adversarios. Cronológicamente la primera de estas acciones consistiría en la ocupación de Málaga y de la extensa banda de litoral mediterráneo que corriendo entre esta capital y Estepona, seguía en manos republicanas. La principal finalidad estratégica de esta acción residía en la captura del puerto de Málaga, único del Mediterráneo a menos de 100 km de las lineas propias, que permitiría el desembarco de los pertrechos italianos sin tener que pasar por el estrecho, siempre baja la amenaza de las unidades de superficie republicanas con base en Cartagena. Pero por otra parte, además de activar al perezoso Ejército del Sur se intentaba dar una satisfacción a los impacientes italianos del CTV ansiosos de poder ofrecer a su Duce el trofeo que con tanta urgencia reclamaba. El Ejercito del Sur, al mando del coronel Francisco María de Borbón, duque de Sevilla, se concentró frente a Estepona e inició su marcha el 17 de enero para progresar en dirección noreste por la carretera de la costa mientras los Camisas Negras de Roatta, distribuidos al norte de la capital entre Colmenar, Loja y Antequera, equipados con tanques ligeros y motorizados hasta un grado hasta entonces desconocido en nuestro país, impedían la salida por aquella zona ante la presión en el oeste. Era la conocida técnica del tubo dentífrico; bloqueados y cañoneados desde el mar —por los cruceros Canarias y Baleares bajo la elegante sombrilla del acorazado alemán Graf Spee, el del humillante final en Montevideo—, cerrados por el norte y alanceados por el oeste, no quedaría a los defensores de Málaga otra opción que la defensa a ultranza o el pánico y la huida por la larga y tortuosa carretera de Almería. Sin embargo el avance de Borbón no fue tan rápido como esperaba y el 3 de febrero atacó Roatta; el 6 se libró una sangrienta y desigual batalla en las Ventas de Zafarraya, entre milicianos armados con escopetas —auxiliados por alguna pasada de los aviones de MaIraux— y tanquetas italianas a partir de la cual cundió el pánico; tan solo le bastaba a Roatta descender las escarpadas laderas de la subbética para llegar el día 7 a los suburbios de una devastada y horrorizada ciudad que aún había de conocer, con la entrada de los españoles sus peores momentos. Se ha afirmado que solo en la primera semana tras la ocupación fueron pasadas por las armas más de 4.000 personas.

La primera consecuencia política de la perdida de Málaga fue la destitución de Asensio, la mejor cabeza militar de la República, como subsecretario de Defensa, exigida por los comunistas, que en su lucha por el poder conseguían privar a Largo Caballero de uno de sus mas firmes apoyos pues el general había sido el brazo ejecutor de la reforma del ejército republicano iniciada en el pasado octubre.

El mismo día 7 de febrero comenzó la ofensiva nacionalista —preparada por el general Orgaz— al sur de Madrid y que había de desembocar en la famosa batalla del Jarama, en el mismo escenario del primer contraataque republicano de septiembre. La ofensiva tenía por objeto, en esencia, cortar la carretera N-III de Madrid a Valencia a fin de privar a la capital de su último enlace de primera categoría y completar un cerco que hasta entonces se había demostrado insuficiente para estrangularla. No es posible presumir ahora cuál habría sido la suerte de la capital de haber tenido pleno éxito la ofensiva de Orgaz pero lo cierto es que el ataque no se planeó para la conquista indirecta de la ciudad sino tan solo para hacer más difícil su situación, y tal vez con la vista puesta en los resultados conseguidos en Málaga. La batalla de Guadalajara librada muy pocos días después demostrará con un argumento muy distinto que el Mando nacional debía considerar prematura la conquista de Madrid y que en sus cálculos no entraba la posibilidad de vencer al adversario y concluir la contienda sin extenuarlo totalmente. Por otra parte la batalla del Jarama vino a poner de manifiesto, en el ámbito local, lo que en lo sucesivo constituiría un principio permanente de la estrategia nacional en el ámbito total: la elección del camino indirecto y el ataque de flanco, con gran capacidad de maniobra, en busca del punto débil del adversario y el aprovechamiento de su desequilibrio local. Si esta, según la mayoría de los expertos, es la gran lección de la estrategia de todos los tiempos —acomodada a cada época y cada circunstancia— es porque en general las grandes lecciones bélicas las suministran las acciones entre dos ejércitos igualmente potentes que, en general, han de rehuir el choque frontal si no quieren verse de entrada sometidos a un desgaste y un castigo cuyas consecuencias el mejor estratega no será capaz de prever. Toda victoria es consecuencia siempre de una superioridad —sea de la índole que sea— y lo más frecuente es que tal superioridad radique en la mayor potencia y fortaleza física; así pues, el mayor ingenio estratégico será aquel que partiendo de una inferioridad o cuanto menos una paridad global logre en un punto de concentración una superioridad local que desequilibre y desorganice al adversario; que permita ulteriormente explotar y extender aquella superioridad a todos los puntos del encuentro y que, en definitiva, sepa transformar la ventaja táctica en una victoria estratégica. De ese carácter han sido todas las victorias de los grandes de la guerra y no otro ha sido —en diversas modalidades— el legado de Epaminondas, Aníbal, Belisario, Gustavo Adolfo, Turena, Nelson, Rommel o Wingate. Todo conocedor de la Guerra Civil española ha de convenir que a partir de la primavera de 1937, y hasta el fin de la contienda, todos los encuentros de importancia vienen timbrados por una cara —y a veces abrumadora— superioridad nacional y que su desenlace —favorable siempre, sin excepción, a la causa del más fuerte— jamás es explotado hasta sus últimas consecuencias. En un guerra entre extraños —y sobre todo en una conflagración moderna— rara vez una parte busca el exterminio de la otra, conformándose con una paz negociada que le rinda los frutos que no pudo alcanzar con la política no bélica. Los países se necesitan unos a otros y todos —de una u otra manera— admiten su convivencia; es la modificación del estatuto de esa convivencia lo que puede introducir un casus belli, pero nunca la convivencia en sí. No siendo ese el caso de los españoles que se lanzaron a la guerra por no admitir la existencia del otro y dispuestos, por ende, a suprimirla por la fuerza de las armas, nada tiene de extraño que el espíritu que animó la actitud guerrera —que rehuía la victoria si no venía acompañada del exterminio— tenía que traducirse militarmente en una serie de campañas de insólitas y ambiguas características.

La noche del 6 de febrero el ejército de Varela, bajo la alta supervisión de Orgaz, atacó en un frente que se extendía desde Vaciamadrid a San Martín de la Vega, con objeto de cruzar el Jarama, consolidar una cabeza de puente en su margen izquierda y cortar la carretera de Valencia. La masa de maniobra incluía unos 40.000 hombres distribuidos en cinco brigadas mandadas por los coroneles Rada, Sáenz de Buruaga, Barrón, Asensio y García Escámez, unas 30 baterías y 3 regimientos de carros. El sector republicano se hallaba defendido por una fuerte agrupación del Ejército del Centro entonces al mando del general Pozas, que comprendía varias brigadas gubernamentales, apoyadas por las XI y XII Internacionales. Aun con los golpes de mano iniciales con que los marroquíes se apoderaron del puente del Pindoque y Rada del vértice de La Marañosa, el ataque no supuso una sorpresa táctica y pronto ambos ejércitos se vieron envueltos en toda la línea, con toda la fuerza de sus efectivos. La ofensiva nacional se prolongó hasta el 15 habiendo alcanzado una penetración máxima de 15 km, cortando la carretera de Chinchón, colocando la bandera bicolor en la cima del Pingarrón y llegando a tiro de fusil del puente de Arganda a pesar de la enconada resistencia del adversario. El 17 se produjo el esperado contraataque republicano movilizando una masa de 14 brigadas distribuidas en cuatro divisiones al mando de Swierczewski («Walter»), Gal (un interbrigadista probablemente húngaro, bastante incompetente y enigmático, cuya personalidad continúa siendo un misterio), Líster —secundado por Rodión Malinovski («Malinó»), futuro héroe de la Segunda Guerra Mundial y ministro soviético de Defensa— y Güemes. Gracias a «Douglas» los gubernamentales se habían adueñado del cielo y de nuevo los T-26 se mostrarían muy superiores a los Krupp pero los furiosos ataques no conseguirían desalojar a los nacionales de la Marañosa ni el Pingarrón. Los internacionales sufrieron terribles pérdidas; aun cuando ningún batallón contaría más de 300 supervivientes —de un efectivo inicial de 600— el British, el Lincoln, el André Marty, el Thälmann y el Dombrowski quedarían reducidos a unos 120 hombres. El día 27, tras 16 jornadas de combates ininterrumpidas, exhaustos ambos ejércitos —contabilizando unas 20.000 bajas cada uno— suspendieron el fuego a todo lo largo de un frente que ya no se movería por el resto de la guerra. Ambos bandos reclamarían para sí la victoria que, en verdad, no fue para ninguno de los dos.


Convoy italiano en la Batalla de Guadalajara

Enardecidos los italianos por sus triunfos en Málaga, aspiraban a una victoria de carácter definitivo y —tras abandonar la idea de un desembarco en Valencia— lograron que Franco les autorizase a organizar un ataque a Madrid por el noreste, con participación de unos 15.000 españoles al mando de Moscardó, acantonados entre Sigüenza y Hiendelaencina. Al mando del general Roatta los italianos del CTV («¿Cuando Te Vas?») quedaban agrupados en las divisiones Llamas Negras (Coppi), Camisas Negras (Rossi), Flechas Negras (Nuvolari) y Littorio (Bergonzoli, el aparatoso general apodado barba elettrica, responsable de la vergonzosa derrota de Cirenaica, ante Wavell), equipados con 2.000 ametralladoras, 250 cañones, 150 tanques ligeros y autos blindados, 5.000 camiones y unos 120 aviones de combate de la aviación legionaria, con el famoso Ettore Mutti, el prototipo del héroe fascista. Partiendo de dos puntos distintos, el primero en la carretera de Soria, en las proximidades de Jadraque, y el segundo en Algora, en la de Barcelona, el ataque se proponía un blitz por ambas vías para dislocar el frente enemigo hasta alcanzar Brihuega y desde este último punto converger en un tridente hacia Guadalajara para desde esta capital avanzar sobre Madrid en lo que se suponía sería un paseo final de 50 km. Si se tiene en cuenta que el sector republicano se hallaba defendido tan sólo por la XII División de Infantería al mando del coronel Lacalle, con 10.000 hombres, 85 ametralladoras y 15 piezas de artillería, mientras el resto de las fuerzas de Miaja apenas se habían recuperado de la embestida del Jarama, se comprende que los italianos no considerasen una fanfarronada su pronóstico de desfilar por las calles de Madrid el 15 de marzo, cantando el «Giovinezza» tras una exclusiva victoria italiana que podría rematarse con la coronación del duque de Aosta como rey de España. El ataque se inició el día 8 de madrugada lo que, pese a las numerosas afirmaciones en sentido opuesto, supone una tal falta de coordinación con la ofensiva del Jarama que obliga a pensar que por parte del Mando nacional nada se deseaba menos que un triunfo de sus aliados; no cabe duda de que de haberse realizado los dos ataques con simultaneidad y unidad de propósitos, Madrid habría caído ineluctablemente ya que en esencia fueron las mismas unidades republicanas las que —hasta el límite de sus fuerzas— lograron parar ambos golpes uno tras otro. En dos días los italianos rompieron el frente, alcanzaron Brihuega, y los alrededores de Trijueque a menos de 20 km de Guadalajara, y todo parecía preludiar la catástrofe cuando, in extremis, el mando republicano del sector fue confiado al teniente coronel de Artillería Enrique Jurado y despachadas desde el frente del Jarama —por las carreteras que circundan Madrid, algunas tras marchas nocturnas de 20 km— la II División de Líster, la XII Internacional de Lukacz —con el famoso batallón Garibaldi que se enfrentaría a sus compatriotas en los combates de los palacios de Ibarra—, la 14.ª División de Cipriano Mera y la Brigada 72, acompañada de la XV Internacional (Copic) para cubrir todo el flanco derecho. En conjunto, y de la noche a la mañana surgió de la nada el IV Cuerpo de Ejército que a las órdenes de Jurado alineaba 30.000 hombres curtidos, dotados con 400 ametralladoras, 50 piezas de campaña, 60 carros de combate y el apoyo aéreo de toda la fuerza aérea de Smushkiévich con base en los aeródromos de Madrid. El tiempo había empeorado, se habían producido grandes temporales de lluvia, excepto las carreteras asfaltadas todos los caminos de la región se hicieron difícilmente transitables y en contraste con la fuerza de «Douglas», la aviación legionaria ni siquiera podía despegar de sus pistas de tierra. Se diría que por una vez el clima se mostró republicano. El día 11 los italianos quedaban detenidos y el día 12, lanzándose El Campesino y sus dinamiteros contra Trijueque, se iniciaba el contraataque republicano cuya punta de lanza la constituiría el avance de Mera por el alto Tajuña hasta reconquistar Brihuega, batiendo a Coppi y Rossi, mientras Líster avanzaba por la carretera de Barcelona hasta lograr el total descalabro del CTV ante la impavidez de los españoles que situados en las laderas septentrionales que dominan La Alcarria no movieron un dedo por venir en socorro de sus amigos; Mussolini —furioso— se quejaría posteriormente de que los españoles no habían disparado un tiro en los días decisivos. En el campo de batalla dejaban los italianos 2.000 cadáveres, 1.200 prisioneros y un botín de 70 cañones, 500 ametralladoras, 3.000 fusiles, 10 tanques, 200 camiones —aquellos SPA con que El Campesino haría su guerra— y cinco millones de cartuchos, sin contar con —tal vez lo más valioso de todo— la baza propagandística que la República —con ayuda de Koltsov, Ehrenburg, Hemingway, Dos Passos, Spender— supo explotar hasta la saciedad. No parece que en el bando nacional el revés fuera recibido con gran consternación: en su CG de Valdemoro, cuando se tuvo cabal noticia del desastre, Monasterio invitó a cenar a altos oficiales —de coronel para arriba— del frente de Madrid y a los postres, con gran algazara, se brindó por el triunfo español «fuera del color que fuera».

Por su parte el ejército del Norte inició su campaña de Vizcaya el 31 de marzo; las fuerzas de Mola, mandadas por el general Solchaga con Vigón al frente de su EM, sumaban unos 60.000 hombres, agrupados en seis brigadas navarras (García Valiño, Cayuela, Latorre, Alonso Vega, Bautista Sánchez y Bartomeu) y dos italianas (Rossi y Nuvolari) —recompuestas en Palencia tras lo de Guadalajara— intercaladas entre aquellas. Contaba con 50 baterías y el apoyo aéreo de los tres grupos de combate español (Gallarza), italiano (Bernasconi) y alemán (Sperrle), totalizando 120 aviones. Las fuerzas de Llano de la Encomienda apenas alcanzaban a 50.000 hombres con unas 20 baterías, 12 carros y 25 aviones anticuados. Y por si fuera poco no sólo Moreno llevó a cabo el bloqueo por mar —que sólo unos cuantos intrépidos capitanes de cabotaje intentaron y a veces acertaron a romper— sino que se pasó al bando de Mola el ingeniero Goicoechea, futuro proyectista del tren Talgo, con los planos de las líneas de fortificaciones —el cacareado «Cinturón de Hierro»— que a lo largo de 70 km envolvían toda la ría del Nervión, hasta ambos lados de la costa, una pequeña Maginot tan fantasmal y expugnable como su meretricio modelo. En tales condiciones —y sin otra ayuda del resto del territorio republicano que unas esporádicas pasadas de los aviones de «Douglas», obligados para ello a atravesar 300 km de territorio enemigo— era de esperar que la primera parte de la ofensiva, la conquista de Bilbao, quedara concluida en un par de semanas. El ataque comenzó casi en el límite entre Guipúzcoa y Vizcaya, en direcciones norte y este, pero tanto en Ochandiano como en las peñas de Ambote y alrededores de Durango los vascos ofrecieron una tenaz e inesperada resistencia que de tal manera despedía un inequívoco olor a holocausto que varios embajadores extranjeros trataron de negociar una paz para Euzkadi. El asunto también lo tomó de su mano el inevitable Pacelli (futuro Pio XII) quien escribió a Aguirre una carta en términos conciliatorios, para persuadirle a que se aviniera a una paz… pero el tan hábil religioso como devoto diplomático envió la carta a Valencia a cuyo recibo el Gobierno de la República —reunido en secreto con excepción del miembro vasco— creyó que Euzkadi negociaba una paz separada, creando un malentendido entre ambos gobiernos que prevalecería durante muchos años. En esta angustiosa situación, los ejércitos de la República ensayaron dos operaciones de alivio, la primera contra Huesca llevada a cabo por el general Pozas con el ejército de Aragón apoyado por la XII Internacional y la segunda (narrada con su habitual falta de gracia y rigor por Hemingway en Por quien doblan las campanas) contra Segovia por la línea Navacerrada-Valsaín-La Granja pero ambas fueron detenidas por los nacionales sin tener que recurrir a fuerzas ajenas a su respectivo sector.