No era una mañana. No era un mediodía ni siquiera una tarde de un día cualquiera, ni un domingo ni un día de semana, en la neutra soledad rural anterior a los días festivos y laborales. Era una hora neutra y carente de luz propia, bajo un cielo encapotado y un sol a media altura, como una mancha de ácido en la gastada franela de una mesa de plancha.
Desde su observatorio, tras la ventana, observó el descenso de los tres hombres por la colina, por encima de las copas de los manzanos. Uno de ellos caminaba rezagado respecto a los otros dos y, observado con los prismáticos, creyó reconocerlo. Parecía tener dificultades para caminar y se apoyaba en un grueso cayado. Pronto se ocultaron en el fondo de la vaguada al fondo de un prado allende la pomarada, y cuando reaparecieron un rato después ya no eran los mismos, yuxtapuestos a su momento por una gratuita sobreimposición, obra de un artista sin ideas claras, en modo alguno consecuencia de sus anteriores pasos. Cuando se acercaron al arroyo ya no eran los mismos; uno se arrodilló a beber y el que caminaba rezagado se unió a los otros dos para formar una estampa casi inexistente, un previo esbozo de una composición más longeva, ensayada desde tiempo atrás y nunca cabalmente concluida. No procedía del inmediato antes y tal vez ni siquiera de la espera. Porque antes apenas habían existido como si el alejamiento los hubiera engendrado de nuevo no para devolverlos a su puesto sino para señalarles el nuevo, mucho más cerca del destino final, tan sólo emparentado con el anterior por la quimérica continuidad de un tiempo ausente, como un grupo de colegiales tras un corto período de vacaciones que ha borrado todos los avatares del curso anterior, reunidos por un vínculo sobreimpuesto al alfabético, que reanudan su trato sin pararse a pensar en las pruebas que se avecinan. Habían salido tres días antes, con la orden expresa de volver; pero no debían haber vuelto, podía pensar desde su observatorio. Entonces eran más, pero el número ya era lo de menos. No tenían que haber vuelto, ni siquiera tenía que pensarlo desde su observatorio, al tiempo que reanudaron su marcha por una estrecha senda al borde del arroyo, sin necesidad o sin deseo de dar forma a un pensamiento que a fuerza de permanecer en el silencio, sin licencia alguna para ser expresado, no encontraría el camino hacia las palabras. A fuerza de impedirle la salida, no le abandonaría nunca, en tanto los tres hombres avanzaban por la senda, apenas más visible que un hilo en una alfombra; ya habían cambiado pero pronto el que se apoyaba en un palo quedó rezagado de nuevo, como si obedeciera a regañadientes a la orden recibida días antes para así acomodarse a su voluntad. No se había arrepentido de aquella orden ni tampoco había esperado que la desoyeran; tan sólo había confiado en la imposibilidad de que fuera cumplida y a sí mismo se había dado un margen —demasiado extenso, podía reprocharse— para sentirse liberado del compromiso y abandonar la casa. La noche tenía que haber llegado antes para apoderarse de aquella hora sin luz ni sombra, sin ayer ni hoy ni mañana, tan sólo colmada por una lenta caminata sin finalidad, en los límites inferiores del movimiento, ni progreso. Con su regreso todo un secreto quedaría definitivamente sepultado, sin posibilidad alguna de volver a él ni siquiera en el tono de las confidencias intrascendentes, una vez de vuelta a casa. Pero antes de despertarle decidió tomarse un breve plazo para que avanzaran más, para que su llegada fuera tan inminente como para renunciar a cualquier alternativa; un infinitesimal incremento marginal de aquel otro plazo que tres días antes se había concedido para dar entrada a la impostura del azar; o tal vez todo menos eso pues sin poder sentirse hastiado de él había abusado de tal manera de sus dádivas en las últimas semanas que bien podía suponer que había agotado su repertorio y nada que le aportara —en el penúltimo cuarto de hora— podría sacarle del estado de depauperación a que le había conducido el mal uso de tantas oportunidades. Paulatinamente el cielo había empezado a oscurecer, sujeto a un acelerado proceso de oxidación, mientras toda la luz de aquella no-tarde se concentraba en el horizonte, con rápidos y extensos brochazos, a fin de situarle fuera del alcance de la vista; más allá de la imaginación también, hacia una tierra ignota y despejada, donde ni siquiera el azar tenía entrada, una tierra no acogedora, indiferente al regreso de los vencidos. Se diría que con el éxodo de la luz hacia el encapotado poniente, todo el valle ante su vista se estiraba y empalidecía —como constituido por una sustancia elástica— hasta alcanzar el límite de su resistencia en un momento incoloro, tenso y vibrante, un instante antes de romperse en imperceptibles fragmentos milagrosamente reunidos de nuevo por el torcido y esquinado graznido de una urraca, como una ejecutiva y violenta orden del director de escena salida desde fuera del escenario que obligara a detener y repetir el ensayo. Y todos volvieron sobre sus pasos, algunos hasta detrás de los bastidores; e incluso para una mejor entrada repetirían las últimas frases de la escena inmediata anterior, para lograr el tono. Un zumbido incesante se mezcla al hollín, un polvillo imperceptible que no oculta nada pero rebaja todo color y disuelve las rayas, en la sofocante y amanerada agonía de una mala copia de un día de agosto firmada por la pólvora. Entonces la campana de una iglesia del pueblo alto se puso a tañer, no movida por un brazo sino por el mismo mecanismo solar que a esa misma hora —en el verdadero día de agosto— provocaría el rebuzno de un asno, y la calle quedó despejada: despejada, desierta y asiática detenida para siempre y para siempre así, como una tarjeta postal, envejecida tras un torbellino de instantes y explosiones y poco después eternizada, devuelta al fue enclaustrado en una cartulina que sólo fue un es un momento en una retina sin memoria. En cuanto calló el asno la calle recuperó la marcha de las horas (hacia la pulverización), tras haberse detenido un instante en una parada del no-tiempo. Pero antes de que asomaran por la senda, ocultos tras un reducido soto, se acercó al catre para sacudirle por el hombro y tratar de despertarle. Contaba todavía con un recurso, una pequeña estratagema. Cuando se separaron convinieron en que esperarían allí cuarenta y ocho horas, exactamente cuarenta y ocho horas —ni una más ni una menos— al término de las cuales cada cual quedaría libre de buscar su camino de vuelta por sus propios medios, con independencia de los demás y sin otra obediencia que al olfato para encontrar la senda más segura. Un breve plazo durante el cual —empero— cada cual se comprometía a respetar los compromisos adquiridos durante tantas semanas de una campaña cuyo resultado ya nada ni nadie sería capaz de alterar. Un plazo de cuarenta y ocho horas para mantener la fidelidad, preservar los lazos de amistad y conservar la decencia; no esa inútil prórroga de cuarenta y ocho horas que el acreedor concede al deudor para que le entregue la suma que ha sido incapaz de reunir durante dos años de pesadilla, sino la otra —más cáustica— que el propio deudor a sí mismo se otorga para despedirse en toda regla de su vida civil y prepararse para su nueva y arruinada condición. O tal vez ni siquiera eso porque todos los contrayentes sabían, antes de cerrar el pacto de la espera, que la nueva condición que se abriría ante ellos al término del plazo no requería preparación ni entrenamiento alguno. O si requería alguno sería de la más elemental naturaleza, ni siquiera aprendido o heredado sino simplemente recibido desde el día de su nacimiento o desde su primera dentición, el legado biológico —como las uñas y los dientes— replegado sobre sí mismo en aras a otro más poderoso o más fiable o más adecuado a una nueva forma de combate, pero de nuevo devuelto a su insolente prioridad en cuanto aquella forma degenerase hacía otra más arcaica, necesitada de sus armas, apéndices y atributos. En cualquier momento podía empezar a nevar pero daba igual, nada que hiciese el cielo podía alterar el curso de los acontecimientos, decididos en otras instancias, y por más que ahora pretendiese con sus mutaciones favorecer u obstaculizar una u otra solución tendría que conformarse a la simple condición de espectador o, como mucho, decorador del escenario donde se habían de desarrollar las escenas finales del tosco drama cuyo desenlace ya había tenido lugar, tan sólo para quedar concluso a falta de unas frases postreras no dictadas por el argumento sino por el arte de la finitud; ese mismo cielo que días o semanas atrás había podido jugar un papel decisivo en la pieza y —tal vez ofuscado por su responsabilidad o refugiado en una actitud neutral o justificado en la intangibilidad de esa neutralidad tan demostrable como abandonable por cuanto su ruptura se había de producir por la clandestina violación de las leyes a las que se atenía —y que en todo momento podía airear— en cuanto otras leyes más fuertes y secretas así lo exigiesen, sin alterar en nada la fachada de la legalidad, o solamente desconcertado por el sesgo de una querella cuyas partes apelaban por igual a sendos sectores de su contradictoria naturaleza y, decidido, por consiguiente, a esperar el momento en que pudiese, sin vacilaciones, decidir la vertiente por la que había de derramar sus favores, se había entonces limitado a suspender su intervención o a dosificarla en la imprescindible medida que salvaguardara todas las apariencias y permitiese a ambas partes abrigar la creencia de que, lejos de desentenderse del conflicto seguía tan atento a él que en el instante más imprevisto podía volcar todo el peso de su influencia en favor de una de ellas— había permanecido sordo a las llamadas de unos y otros, veía ahora cómo no sólo nadie precisaba su apoyo para resolver el combate —acostumbrados todos a soportarlo con sus propios medios— sino que doquier podía ser recibido con toda clase de recelos e interpretado sin más como la cobarde e interesada decisión de subirse a última hora al carro de los vencedores para gozar de las mieles del triunfo y participar en el lucro de la victoria. El cielo, sí, el cielo. Por eso a principios de mayo amenazaba nevar, una tardía nevada que pusiera punto final a su apatía de meses atrás, que compensara con creces su neutralidad anterior con una precipitada y entusiasta beligerancia y librara al vencedor del último e indigno epílogo de las armas, impropio de un guerrero; que tomara sobre sí la limpieza de los últimos reductos de resistencia, la rendición de los vencidos, la persecución y captura de los fugitivos, la sumaria ejecución de los recalcitrantes y la extensión a todo el territorio de la paz con que la nevada, como la segunda mano de una capa de pintura, había de sellar y cubrir hasta los poros más insignificantes y recónditos. Acaso por eso el enemigo había desaparecido, desentendido de una función que ya no le correspondía, encerrado en sus acantonamientos para disfrutar del rancho especial de la victoria con carne picada y buena copia de licores baratos. En verdad desde hacía dos semanas apenas había sido visto, tan sólo sentido y sufrido, parapetado y oculto tras los muros y tapias de Macerta, en su alto, inviolado y arruinado sitial; pues siempre había estado por encima y más allá de su alcance, como una bestia semidormida que sin abandonar su sopor de tanto en tanto cede a los reflejos de sus miembros la tarea de alejar a las moscas que le acosan; pero ahora que en campo abierto había desaparecido pareciera que había dejado la tierra sin orientación, despojada además del sol y las estrellas, reducida a un escenario. Había desaparecido el enemigo pero no había concluido la guerra, una estupefacta destemporalizada y desarraigada guerra sin dirección, sin avance posible, sin final. Tal vez el enemigo no ha sido más que una ficción, le dijo, un objeto de reclamo para atraernos a aquel punto sin más allá, sin otro adversario que el yo, alimentado por el resentimiento hacia el futuro. Ahora podían —le dijo— librar el combate para el que el enemigo no había sido sino un estorbo, un comparsa. «No te puedes quejar», le había dicho, «¿no era esto lo que andabas buscando?». Cuando perdieron de vista al enemigo, cuando quedó atrás oculto en sus posiciones —tras sus acribilladas tapias y ventanas, sus desplomados campanarios, sus afilados vidrios, sus tumefactas zanjas y arpilleras, sus asordinados gritos de triunfo—, ante ellos se abrió el eviterno escenario de la guerra, devuelto a su ubicuo propietario después de dos años de alquiler al vicario inquilino que no había hecho sino maltratarlo. Volvieron sobre sus pasos, sin ser seguidos por nadie. Desperdiciaron tres días en c turas e inútiles deliberaciones; se fragmentaron y dividieron en busca de diversos caminos de vuelta, a cual más arriesgado y dudoso, y sólo con gran renuencia y un sinnúmero de dificultades se decidieron a levantar aquel campo que ya no les ofrecía ninguna posibilidad, ni siquiera el sacrificio. Dos jornadas después el enemigo estaba lejos, cómodamente asentado en unas posiciones que no abandonó para salir en su persecución.
Era más que un desaire, casi una traición porque el triunfo no concedía el derecho a abandonar la partida; tenían que seguir hasta el final, no otra cosa esperaban de ellos pues así estaba tácitamente acordado cuando iniciaron el juego con obediencia a una única regla: que aquel que perdiera no podría sobrevivir. Por consiguiente su decisión de permitirles sobrevivir, tras vencerles, carecía de todo fundamento y venía a romper la única ley que ambos tácitamente habían impuesto y obedecido y por cuya observancia habían luchado, hasta la extenuación, por espacio de dos años. Una lucha doblemente inútil, por cuanto no desembocaría en ninguno de los finales previstos: ni en la victoria ni en la muerte. O triple o múltiplemente inútil, si el superviviente recababa para sí el legado de los muertos aquellos a quienes el destino obligaba a aceptar la sentencia a cambio de transmitir su voluntad de alcanzar cualquiera de los dos fines y cuya satisfacción (o cuyo saldo) vendría a incrementar la deuda de quien no la hubiera obtenido. El otro se había levantado de la mesa con todas las ganancias, para desaparecer en un instante y dejar su silla vacía, una mesa desierta y una partida tan inconclusa como interminable, a falta no sólo de un jugador sino también de un dinero que envidar. Y en cuanto a ellos ¿debían asimismo abandonarla, aun cuando no tuvieran donde ir ni nada que hacer, ni siquiera esperar?, ¿podían hacer otra cosa que aceptar aquella situación tan desairada como inapelable, tan insoluble como insostenible?
Entonces, cuando desapareció el enemigo, le dijo, «comprendí que en el fondo tal vez no habíamos luchado contra él, pues sólo era una representación, poco más que una noticia, ni siquiera directa, adornada con caracteres grotescos». «Ah, sí, tan sólo una representación y ni siquiera buena pero ¿se necesitaba algo más? ¿No bastaba una representación, cuanto más exagerada mejor, para sacarnos de esa invertebrada atonía de los sentidos llamada paz?». Esa soltería, esa virginidad incontinentemente retenida por el miedo, ni tan siquiera dulcificada por la continuidad de los días, antes bien atormentada por la posposición de la anhelada metamorfosis que le abrirá las puertas a un estado adulto siempre visto más allá de la prueba pero nunca experimentado. ¿Acaso lo habían visto sus padres o sus abuelos? Acaso sí y por eso no habían guerreado. Le dijo, «sólo se entiende la guerra si es civil». «Durante tres días», le contestó; «porque en cuanto se prolonga tiende a hacerse incomprensible».
No; no lo habían visto sus padres ni sus abuelos y acaso por eso no supieron legarles otra cosa que una enemistad latente, un enemigo siempre en potencia; acaso fue su más generosa y magnánima herencia, aquella arcana propiedad que nunca quisieron aprovechar y explotar para sí a sabiendas que quedaría expoliada e inutilizable para futuras generaciones que, carentes de la posibilidad de guerrear, consumirían sus días en el impúdico celibato de la paz, en el matrimonio rato con el incompetente marido al que la naturaleza, en el reparto de funciones, decidió no dotar con una razón a fin de consagrarle tan sólo al sueño, al intelecto y a la guerra. Pero tampoco lo vieron ellos oculto tras el marco de una ventana o un saco terrero, encaramado a un campanario o agazapado en una trinchera o, menos aún, desfigurado por la rabia en una caricatura de página interior.
Cuando desapareció se hizo más presente y necesario, más opresivo también. Como el invitado que es esperado durante toda una velada y ensombrece con su ausencia los colores de la misma o ese incompareciente jugador imprescindible para formar una partida que al no poderse celebrar abre sobre la tarde el abismo cada minuto más profundo del ocio —y que sólo se cerrará con la llegada de la noche y la promesa de una mañana siguiente ocupada por el trabajo—, el enemigo, abandonado tras las tapias y muros de Macerta, cobró con su ausencia la estatura que nunca había tenido. Al evaporarse creció y se expandió, ocupó el horizonte y extendió su hálito hasta el más sombrío y apartado rincón, debajo de un catre. En tanto había luchado, siempre oculto tras una tapia o en el fondo de una trinchera, había confinado su existencia a una silueta con su centro en el punto de mira; pero en cuanto triunfó perdió todo contorno para sublimarse en la comburente combinación de la posguerra; porque no hubo armisticio; no lo habría nunca, ni siquiera una rendición de armas, abandonadas en una cuneta o enterradas bajo un castaño, con el quimérico propósito de volverlas a la luz y al uso una mañana precursora de la revancha y de la no ilusoria voluntad de negar no ya la derrota propia o el triunfo del otro sino el fin de la lucha. Porque una vez comenzada no debía terminar, como toda cosa engendrada en el azar (y de la misma manera que la célula viva (por ejemplo) iniciada en una infinitesimal probabilidad de conjunción de elementos azoicos que en cierto momento constituyen una estructura con capacidad combinatoria, ya no cejará en sus intentos de preservarse buscando su regeneración en todas direcciones y mediante toda clase de fórmulas), acaso consciente de que no constituye un sólido y digno de confianza principio generacional al que mejor será renunciar (sin siquiera un reconocimiento de los servicios prestados) para encomendar su preservación y continuidad a otra potencia nacida asimismo de una fortuita circunstancia pero para siempre asentada en el espíritu de la lucha; no la injusticia tanto como el rencor y menos la supervivencia que la revancha. «Habían luchado contra nadie», le dijo —al tiempo que de manera desganada barajaba el sucio y manoseado mazo de naipes sobre una mesa que no invitaba a hacer nada sobre ella, junto a una ventana que no invitaba a la menor contemplación—, a menos que se llame alguien una figura levemente móvil más allá de una tapia, un completo desconocido, venido nadie sabe de dónde para terminar nadie sabe cómo. «No hemos luchado contra nadie», le replicó. «Querrás decir todo lo contrario», le contestó al tiempo que apartaba el mazo de naipes y con un gesto de hastío volvía al catre para tumbarse de cara a la pared. Y lo comprendió cuando ya no quedó ninguna figura movediza, ni una tapia ni un parapeto, tan sólo un campo abierto cerrado por un cielo encapotado y una nube sustentada por las copas de los abetos, como una malsana excrecencia de la vegetación; entonces quedó demostrado que sólo a fuerza de creer en él habían tenido un enemigo enfrente y oculto, un inmaterial, burlón y fumífero comparsa que les había engañado hasta hacerles creer que luchaban por una justa causa, la más sibilina superchería. No habían luchado sino consigo mismos o contra sí mismos, le dijo, los únicos actores visibles de la comedia; y no porque se hubiera ocultado o protegido detrás de una tapia o un parapeto sino porque no había existido jamás, una malsana exhalación del torpe espíritu hereditario de generaciones de impotentes luchadores sin otro enemigo que su impotencia. «Compréndelo», dijo al tiempo que se rebullía en el catre. «Ahora es cuando de verdad debe empezar la campaña. Contra ti», contra esa entelequia que sólo reside en ti, en el solitario espíritu necesitado de un enemigo a fin de expulsar (o extralimitar) ese sibarítico andrógino atormentado por la incapacidad del otro sexo para concederle un gemelo, el doble capaz de enfrentarse a su amanerado espíritu y el único que le podría otorgar la corona del triunfo sobre su hastiado y replegado yo. Su herencia era un campo de operaciones, todo lo que tenían, todo lo que habían tenido siempre y que un aventajado enemigo había hollado con su presencia, instándoles al combate y arrebatándoles de su milenario reposo. Apenas había actuado unos pocos días, unas breves horas, no sólo para despertarles sino para hacerles comprender que la lucha era lo único que tenían, lo que habían desaprovechado durante indolentes generaciones y lo único que podían y debían conservar, incluso sin enemigo. Que no podían morir en paz puesto que nunca habían vivido en ella sino en el olvido de la guerra. En una desdeñosa, sibarítica e irreflexiva indiferencia a su única razón de ser, no sin haber confundido distintas clases de rumores: los de la mañana con los del despertar y los de la casa con los de la calle. Habían tenido tiempo, siempre habían tenido mucho tiempo por delante en tanto el pasado —como una multitud cuyo movimiento se detiene justamente en el hombre que está detrás, en un difícil y atónito equilibrio a punto de venirse abajo en cualquier momento— se limitara a presionar a un casual y un tanto ausente hoy, siempre algo ignorante de lo que ocurre en su momento. Pero ya no; ya se había roto el equilibrio y varios cuerpos habían rodado por los suelos. «Estaba seguro de la traición», le dijo. No estabas seguro de nada, le contestó, con la cara contra la pared, en el áspero e inútil gesto de llamar al sueño contra su voluntad. «¿Acaso era yo su guardián?» le preguntó. El otro se volvió para permanecer boca arriba, con la mirada en el techo, en su semblante la neutra confusión de un buen número de palabras sin jerarquía ni orden de prioridad, poco menos que reducidas a sílabas por sus recíprocos golpes. «Sí», dijo al fin, «por supuesto que sí; y algo más que su guardián».
De repente había oscurecido, había tenido lugar un instantáneo eclipse que apenas se prolongó el lapso necesario para atestiguar el reconocimiento de la luz que siguió, en todo igual a la anterior pero separada de ella por una intolerable cortadura, tanto más inquietante por cuanto no dejó ninguna huella de su paso, colgada en un incomprensible y harapiento cenit. Ya era entonces otro momento y hasta otro escenario, un ahora precedido por un antes que había concluido con un cambio de luz o ni siquiera eso, tan sólo un instante opaco —como en una película— para permitir el tránsito a otro tiempo y otro lugar, igualmente remoto y faltos de sostén mientras no acudiesen las palabras que explicaran el cambio. Ya había ocurrido antes, casi dos semanas antes, pero no en aras de la luz sino del sonido. De repente la mañana había callado en las postrimerías del combate no por una orden cursada desde un esotérico y mezquino centro y obedecida al instante sin necesidad de ser transmitida sino por un fallo de la misma proyección —al igual que después lo provocaría el haz de luz— producido por un corte de la banda sonora tras el que seguiría una escena muda durante ese instante de perplejidad antes de la protesta, cuando se pronuncian ciertas frases capitales que al perderse confunden un argumento abierto en lo sucesivo a intranscendentes interpretaciones. Un argumento roto, incompleto e invicto, risueñamente hipostasiado en el misterio y con desdén desprendido de toda su trivialidad a sabiendas de que ya nunca sería reconstruido. Ya ha ocurrido y sin embargo en virtud de tales fortuitos hiatos no sólo no sucedió sino que estará siempre —un siempre fragmentario— en trance de suceder. «Ya ha pasado todo», dice con la cara vuelta a la pared y con la mirada puesta en los accidentes del maltratado enfoscado rayado a punta de navaja o de uña por todos los que le han precedido en el catre. No lee nada pero piensa que es lo único que queda, las únicas inscripciones permanentes de una guerra concluida por un fallo de la banda sonora. No era a todas luces la paz —ni abiertos, sembrados ni frentes tostadas, ni serenas convocatorias al toque de las campanas, ni filas de niños precedidos de sus maestros, ni chimeneas humeantes, ni cualquiera de los esquemáticas formaciones de una paz de cartel— sino a lo más la suspensión del combate, la amputación de aquel único órgano que durante centenares de días había animado la carrera del sol, iluminado días y declinado tardes. Ya no hay combate, ha cesado el fuego —había dicho el silencio, o lo que luego sería confirmado por la luz, la jerarquía superior que ratificó la decisión de su subordinado en el campo de operaciones— para añadir a continuación: todos a casa.
* * *
En una hora caería la noche y en la ladera opuesta, al fondo del valle, surgirían las luces de los vivacs enemigos, cada día más lejanos. Casi ni siquiera eran luces sino cuasi marinos, titilantes e inconstantes destellos que observados con los prismáticos dibujaban un tímido oscilograma siempre a punto de extinguirse. Ya no se oían sus voces ni sus cantos ni sus toques de cornetas, antes tan próximos. Como si su victoria no fuera otra cosa que su alejamiento, como si aquellos pocos kilómetros que los separaban se hubieran dilatado para dar origen a un terreno virtual sin extensión ni anchura, desprovisto de sustancia y tan sólo aireado por el quimérico soplo de la destinación. Haber vencido suponía eso: estar ya fuera de su alcance, separados de ellos por un terreno que absorbía y frustraba todos sus gestos, acallaba sus voces, borraba sus huellas y —de haberlos hecho— acogía sus disparos con la misma indiferencia con que el mar recibe las pedradas de un colegial desde la playa; un antiterreno que cada hora les separaba más de su tierra, empujándoles a un merecido destierro. Poco a poco había aumentado la distancia entre ellos y un día aquella distancia se había transformado en otra cosa, otro clima: si era la paz sin duda no era a todas luces, sumida en la epicena tiniebla de un cielo forrado de una sola nube inconsútil. Tampoco las noches tenían luna y sin un ladrido en el horizonte —una cóncava aguada de inestable coloración, como un reflejo en el pomo de una escalera a oscuras— ni siquiera redimían de la opresión de la luz, tan sólo ausente para hacer más severo su reglamento. La marcha había empezado diez días antes y en un principio no con idea de alcanzar una meta o seguir un itinerario trazado de antemano sobre las cartas sino tan sólo con el único objeto de romper el contacto con el enemigo; todavía entonces estaba allí, todavía se sabía quiénes eran e incluso en ocasiones eran capaces de verlo en un pueblo en ruinas, un bulto que corría tras una empalizada, medio perfil que asomaba en el cuadro de una ventana destruida; y sobre todo una serie de rayas de lápiz y borrones de tinta sobre una deteriorada carta cuyos pliegues empezaban a abrirse de tantas veces como era abierta y desplegada cada día, en busca del camino de salida que unas horas después de elegido era desestimado por el informe de las patrullas de reconocimiento. Era también un periódico shrapnel, un estampido inicial no siempre seguido de su silbido y el esperado y sorprendente desgarrón final de su mudo curso concluido con el temblor de los muros y el intolerable diapasón del cristal, la clandestina protesta de todas sus moléculas anhelantes de la ruptura y su liberación en forma de mortíferas agujas y astillas; el golpe sincrónico que un histriónico jefe de ceremonias había ordenado al timbal para hacer saber a toda la ciudad que había cesado el combate entre dos facciones y que el nuevo acto, tras la conclusión del penúltimo, cuando el destino aparece en escena para representar el único papel que le permite su mucha edad y sus muchas tablas, decide suplantar a la primera para dirigir a la segunda a un desenlace de acuerdo con las reglas.
Ni siquiera tuvieron que correr mucho; fueron unas pocas carreras agazapados tras tapias, fachadas desplomadas, pretiles y montones de escombros, con la cabeza agachada y bajo la parabólica protección del polifémico shrapnel. Una calle salpicada de adoquines y lienzos de pared abatidos, ropajes, colchones y muebles diezmados que salieron a la intemperie para entregarse a un efímero e insípido libertinaje. Ya no era una calle pero durante unas largas horas fue algo más que eso, el único lugar fijo y visible de un mundo pulverizado, quintaesenciado en una decapitada palomilla al extremo de una tapia arrabalera y desprovista de su lámpara y más allá de la cual tal vez todavía era posible encontrar no ya una promesa sino una disyuntiva; más allá de la cual sería posible de nuevo sentir algo a espaldas y recuperar el Zwischenraum trasero —y con él el breve transcurso de lo pasado, dictado de manera demasiado rápida como para ser recogido en la taquigrafía de las grietas y boquetes— perdido de tanto mar al frente a través de un alza, un anteojo o una rendija. Una palomilla ajena desde entonces al paso de las horas y de los días, desconectada del mecanismo regular del tiempo para quedar fija en una memoria sacudida por un golpe de viento que se lleva las pocas hojas restantes de un dulzón y rancio otoño en tanto permanece enganchado en la rama un sucio harapo que aguantará incólume todo el siguiente invierno sin caracteres ni colores; única reliquia involuntaria y tenazmente absorta en sí misma que preserva, esconde y cobija la unidad cuando se produce la intolerable invasión del caos al que se entregan madres, tapias y materia, como una escarpia en un montón de ceniza. Le detuvo un grito cuando estaba a punto de remontar la pequeña cuesta para alcanzar el extremo de la tapia, un grito subrayado por todo el silencio del arrabal cuando habían callado las bocas de fuego, en el intervalo entre dos obuses; un grito salido de las posiciones enemigas pero demasiado familiar como para no ser escuchado y obedecido, quién sabe si por un reflejo inmediato hacia la llamada que hasta en sueños llegaba a sus oídos. «¡Valbuena!» se oyó en toda la calleja, de un extremo a otro, con un prolongado calderón recibido con asombro, como una intolerable yuxtaposición de la voz a la desconcertada murmuración de las partículas tras el postrer estruendo, el lacayo griterío que pretendió interrumpir la jaculatoria de las sombras y los escombros. Se detuvo, se incorporó y se volvió, con el mosquetón en la mano para cerciorarse de la llamada que fue repetida dos veces, en un tono más elevado, y coreada por otras voces que le instaron a reanudar la carrera hasta el extremo de la tapia. Otra vez se agazapó y arrimó a la pared, acuclillado para echar de nuevo a correr sin hacer caso de la voz que llamándole por el apellido le urgía a pasar al otro lado, por un boquete que cruzó de dos saltos al tiempo que dos balazos se incrustaban en el muro, los golpes de compás emitidos por un invisible coreógrafo. Un poco más allá fue alcanzado por un disparo y renqueando y arrastrando un pie se echó al suelo para tratar de seguir su camino a gatas pero a los cuatro pasos recibió de lleno una descarga en el costado y en la espalda, en tanto la voz le seguía llamando; dejó caer el mosquetón, adelantó las rodillas y entre ellas hundió la cabeza, cogida con ambas manos. Entonces la voz y el disparo se unieron en un solo acorde al compás del cual su cuerpo se fue recogiendo con los minúsculos y espasmódicos movimientos de un insecto moribundo que recoge sus patas y antenas y las encierra en su caparazón como quien retira y guarda los trastos y herramientas al cabo de la jornada de trabajo, para a la postre acudir a su fin con la misma plegada postura fetal en que había iniciado su breve existencia.
* * *
Apenas fueron hostigados por los de enfrente, que agotados por aquel largo asedio no se tomaron la molestia de salir en persecución de sus sitiadores; no abandonaron aquellas encaramadas e inexpugnables posiciones desde las que acertaron a resistir su embestida y cuando ésta cedió y dejó paso a un cansado forcejeo de casa a casa y de ventana a ventana no se arriesgaron a lanzar el contraataque, en la confianza de que la columna que remontaba el río se encargaría de la liquidación de todos los focos de resistencia, desperdigados por los barrios bajos del pueblo a ambos lados del río. Todas las mañanas de todos los días de aquella primera semana de mayo se anunció en Macerta la llegada de la columna y la ruptura y el fin del asedio. Pero la columna tras haber alcanzado y ocupado Herencia sin apenas haber encontrado oposición detuvo su marcha cuando sus avanzadas se encontraban a pocas horas del perímetro de Macerta y a sus oídos llegaba el eco de un cañoneo cada hora más débil y distanciado, dictado por la economía que ya no disponía de recursos sino para mantener la atención de un languideciente fin de fiesta, antes de la traca final. Fue un gesto inexplicable —como señalaría más tarde un comentarista poco ortodoxo, no satisfecho con el laconismo de los partes y menos aún con la apologética crónica de la campaña extraída del diario de operaciones de un oficial de Estado Mayor y redactada por un corresponsal de elevado y acendrado patriotismo— que prolongó la operación durante diez innecesarios días, con cuantiosas bajas por ambas partes, y hubo de permitir a los restos de las unidades republicanas que habían sobrevivido a la prueba y se hallaban todavía en condiciones de combatir, reagruparse y buscar mediante un rodeo el camino de vuelta a Región a través de los pasos septentrionales. Sin embargo, y por paradoja, tal demora se había justificado por la conveniencia de limpiar de enemigos toda la zona meridional de la sierra, la comarca entre Herencia y Feltre, y de ocupar sus pasos para impedir la retirada republicana, antes de proseguir el avance final hasta Macerta cuya guarnición, con alto espíritu de abnegación, había comunicado por telégrafo su voluntad de resistencia, animada por los ideales que habían inspirado la cruzada, y su disposición al sacrificio por una España mejor. Con un objetivo común —que mediante una reiteración de abstracciones se podía resumir en aquella «España mejor»— se trataba de dos voluntades no opuestas pero tampoco coincidentes, ninguna de las cuales deseaba vender a la baja su victoria en el teatro de operaciones o ceder a su colega, del otro lado de las líneas republicanas, una considerable participación en ella. Sin duda en Herencia se había llegado a considerar que, concluida la campaña con una victoria sin paliativos, ninguna entrada triunfal en Macerta sería mejor que la recibida por una escasa guarnición de hombres barbudos y demacrados, ninguno de alto rango, dispuestos a conformarse con una medalla colectiva, un discreto ascenso en la escala y unas bien ganadas semanas de permiso para ver a la familia, en tanto la pacificación de la región y su gobernación militar era asumida por la oficialidad de más alta graduación de la columna. Por su parte en Macerta, mientras la atención se dirigía sobre todo a la caída de los cascotes y los muros y cubiertas que amenazaban ruina, y para acompañar la degustación de los severos ranchos y los últimos paquetes de hebra y cigarrillos, pensando en la suerte de la columna que había alcanzado Herencia sin otras bajas que las causadas por enfermedad se hacían votos para que la Providencia le concediera la misma fortuna hasta el cumplimiento de su objetivo final y a fin de abreviar también y hacer más sencillo el trabajo de quienes tenían que redactar sus hojas de servicio. Entre una y otra actitud las patrullas de reconocimiento de Arderíus habían acertado a descubrir la presencia de unidades enemigas en toda la margen derecha del río, entre Zafra y El Jarif, así como una retracción de la guarnición de Macerta hacia el inexpugnable glacis de la ciudad alta, convertida en una formidable trinchera gracias a la acumulación de escombros en torno a la Colegiata. Lo primero tenía a la fuerza que ser interpretado en el sentido de renunciar a aquel camino —el que habían traído— para su vuelta a la vertiente regionata, a menos que se decidieran a hacer lo abriéndose paso con las armas contra un enemigo superior que contaba además para su ventaja con la elección del campo de batalla y su eventual fortificación; lo segundo significaba la prudente y ahorrativa decisión de la guarnición de Macerta de olvidar la custodia de los terrenos situados al este y al norte, apenas afectados por la campaña, para concentrarse en la defensa de la plaza. Por consiguiente ambas bandas de terrenos ofrecían la posibilidad de trazar sobre ellas un itinerario de retirada que en comparación con uno cualquiera en la dirección oeste o en la dirección sur, a cambio de esquivar la presencia del enemigo y en una primera fase eludir su acoso, sólo presentaba desventajas; era más largo porque incluso el más corto de todos los posibles, aquel que consistía en una primera retirada a Lodares para desde allí optar por el cruce de la cordillera por cualquiera de los puertos, los Roques o el paso de Zocs, según el estado en que se hallaren, exigía cuando menos cuatro días de marcha más que el camino de La Requerida; se desarrollaba por terrenos desconocidos, mal comunicados, posiblemente habitados por una población, aunque muy escasa, hostil o cuando menos poco hospitalaria y sin duda inficionada por la propaganda enemiga; podía ser atajado en numerosos puntos por una columna que salida en su persecución y dotada de elementos de transporte, mecánicos o animales, se decidiera a cortar la retirada en cualquiera de las dos vertientes de la sierra, poco menos que desguarnecida desde la cancelación del ataque de la CCII Brigada Mixta y el repliegue de la mayoría de sus efectivos al perímetro defensivo de Región; por último había que contar con el estado de los puertos septentrionales que en años como aquel —de nevadas y temporales tardíos, acompañados de una primavera inclemente— sólo se abrían dos o tres semanas después que los meridionales.
Al parecer la última de aquellas reuniones, convocadas por el comandante de la Brigada, en las que se sentaban y tenían voz los jefes de las diversas unidades y secciones para discurrir sobre las posibles disposiciones tácticas que debían ser tomadas en los siguientes días para alcanzar el objetivo propuesto, tuvo lugar uno de los primeros días de mayo en el refectorio del convento de las Clarisas que por sus recios muros y su orientación hacia el poniente y el río —separado de él por un tapiado huerto a resguardo del fuego enemigo— había sido elegido para alojar en él al Estado Mayor, la administración y la mayoría, en tanto la sala capitular había sido utilizada como despacho de comunicaciones. De aquella reunión no se ha conservado el menor documento escrito y comoquiera que ninguno de los asistentes a ella sobrevivió a la contienda del transcurso de la misma tan sólo han quedado relaciones verbales transmitidas a terceros que a su vez sólo las airearon, meses o años después, en un lenguaje impreciso, para descargo de alguna conciencia o el alivio de alguna responsabilidad. Parece ser que, en contraste con las convocatorias anteriores —celebradas en cualquier improvisado cobertizo y en momentos de relativa euforia— aquélla se desarrolló bajo el signo de la obediencia a las formas y a las jerarquías; había desaparecido el espíritu de camaradería y la franqueza que se adueñaron de las anteriores, cuando cualquier comandante de batallón podía tomar la palabra, sin que nadie se la concediera, para rebatir la opinión de un superior —a veces con términos malsonantes— y tratar de hacer prevalecer la suya; cuando la ocurrencia más espontánea e inesperada podía abrirse paso a través de los planes y las consignas a poco que estuviera expuesta con algo de entusiasmo y mucho de persuasión. Por el contrario en aquella reunión se habló poco —acaso porque la historia del lugar imponía mayor dosis de silencio que de voz—, en aquella sala ojival mal iluminada por unas pocas bujías y candiles; y los asistentes, menos de la mitad que en la reunión anterior a causa de las bajas que nadie se ocuparía de reponer, un tanto desinteresados todos de la función de mando, en lugar de concentrarse en torno a la cabecera prefirieron distanciarse y sentarse en rincones y sombras, tal vez deseosos de hurtar su presencia en una asamblea que, todo hacía sospecharlo, terminaría por imponerles unos cometidos que contravenían sus intenciones personales y cuyo cumplimiento nadie estaría en condiciones de garantizar. Acaso aquella actitud inicial impuso el tono en que se desarrolló la sesión que se abrió con un informe de Arderíus en el que resumía la situación de la Brigada a la vista de los últimos informes recibidos desde todos los puntos de observación acerca de los movimientos de las tropas enemigas. Pasó luego a analizar la situación de la propia Brigada, sus efectivos reales y sus bajas, el estado de sus almacenes tanto de sus bastimentos como de sus municiones para entrar luego en una disquisición un tanto pormenorizada sobre el inminente ataque del adversario, sobre los ejes y las fechas en que era más verosímil esperarlo y sobre las posibilidades propias para contenerlo y rechazarlo. Pero antes de llegar a ese punto, una voz en el extremo de la larga mesa y protegida por las sombras que ocupaban los contornos de la nave[57], le interrumpió para preguntarle sobre la situación en Región y sobre la posible intervención de las dos brigadas allí acantonadas, así como para precisar un detalle sobre el que deseaba tener más información si era posible. «Perdona, camarada», parece que empezó a decir para justificar su intervención, «pero si te he entendido bien…». Aquel «perdona» no se había oído en los últimos años, no había sido pronunciado en ninguna ocasión desde que se iniciaran las hostilidades. Era un latiguillo olvidado, una fórmula que pertenecía a un lenguaje que la guerra presuntamente había sepultado en un rincón de la historia léxica como muestra casi arqueológica de un uso que había dejado de estar vigente en fecha fija; de repente aquel «perdona» involuntario, poco menos que expulsado intacto por el espasmo muscular de un órgano forzado a aceptar más cosas que las que podía soportar y digerir, llenó la sala en sombras con todo el poder retroactivo de una imperdonable omisión; con la instantánea, certera y desolada convicción de la necesidad de repetir cuantos actos hubieran sido ejecutados pasando por alto el olvido; con todo su poder de revocación; con la equívoca sensación de que había transcurrido un lapso imaginario y doble, enfrentado a su impostora imagen en un espejo temporal, en el que no había ocurrido nada de lo que había ocurrido, como si lo ocurrido hubiera de tener la aprobación administrativa de una memoria que no podía dar por bueno ni por ocurrido cuanto careciera de aquella póliza, de aquel sello o aquella firma inocua que garantizara su validez. La voz «perdona» había sido incomprensiblemente emitida. Quizá comprendieron que faltaba aquella póliza y todo el trámite había sido en vano, la aventura de una alocada noche de fiesta que no pudo llegar a la madrugada por un olvido, tan colectivo como el entusiasmo. Por tanto no había pasado, la historia no lo recogería y sería preciso volver atrás para rectificar la omisión. Habían creído correr en la dirección principal del tiempo y se vieron de pronto —no por las bajas ni por el cañoneo ni por la amenaza de la columna que avanzaba desde Herencia ni por la tardía y casi improvisada llegada de una primavera que nada les aportaba, como un cartero que pasara de largo yendo derecho a la puerta vecina, sino por una imprudente y grávida palabra que aún oscureció más la nave, ocultando sus bóvedas— haciéndolo en la ilusoria imagen reflejada en su engañosa y cristalina superficie, capaz de desdoblar todos los hechos. No se trataba de retirarse sino de volver. Unas oscuras palabras de Mazón —dirigidas hacia abajo a su pecho, que parecían pronunciadas con un ánimo expiatorio— sobre el cumplimiento de los objetivos y el éxito de la campaña, que contemplada en el conjunto de la estrategia peninsular había obligado al adversario a suspender una ofensiva de gran estilo en los frentes centrales y distraer importantes contingentes hacia una zona que consideraba neutralizada, trataron de llevar al ánimo de todos una cierta confianza en la victoria final y en la capacidad del mando para concluir como había previsto una operación que, como no podía ser menos, tenía que concluir con la vuelta a casa tras el severo castigo infligido al enemigo. Había sonado la hora de volver; aun cuando no hubieran conquistado la ciudadela habían cumplido lo que se habían propuesto y ya nada les retenía allí; era preciso cancelar el combate, romper el contacto con el enemigo y poner tierra por medio con lo que se alcanzaría un doble beneficio: su propia escapatoria y la distracción de la fuerza enemiga en una estéril labor de limpieza que podría prolongarse varias semanas cuando su presencia era tan necesaria en otros frentes. Todo apuntaba —volvió a tomar la palabra el capitán Arderíus— hacia la conveniencia de dispersar las propias fuerzas para intentar la sortie —de forma escalonada y en diferentes direcciones y por distintos caminos— sin provocar una enérgica reacción del enemigo. La propuesta era en sí misma una declaración de impotencia, la confesión de que se habían vuelto las tornas y de que el sitiador se había convertido en asediado. Podía y tenía que haber sido replicado y tal vez rebatido —pues tal era la tónica de cuantas reuniones de ese carácter se habían celebrado en vísperas de una decisión que afectaba a la conducta y el destino de todos los presentes— pero no se levantó ninguna voz, acaso en espera de una explicación más circunstanciada del plan. Pareció que al llegar a ese punto poco o nada le quedaba por decir al capitán Arderíus o tal vez sufrió una transitoria fuga de memoria, tanto más elocuente en aquella tenebrosa nave, las sombras cambiantes de las cabezas en las paredes, y ante el expectante silencio de todos los capitanes, ninguno deseoso de hacerse oír o notar. En el extremo de uno de los brazos de la mesa y casi en oposición a la cabecera había tomado asiento Enrique Ruán (quien tenía por costumbre hacerlo cerca de Mazón), que afectado de una fuerte congestión pulmonar, a causa de haber permanecido durante horas en una comprometida posición con los pies en el barro —en los momentos del combate en torno al puente y el asalto al convento—, había preferido distanciarse de los demás para hacer menos ostensibles sus frecuentes ataques de tos. Uno de los más intensos le sobrevino apenas hubo terminado Arderíus con su sumaria exposición y cuando poco menos que con la palabra en el aire esperaba el turno de réplicas y controversias y la revalorización de su dispositivo mediante la discusión de las posibles objeciones, tuvo que conformarse con un paréntesis de forzado silencio que de manera imprudente abrieron todos hasta la remisión de aquel convulsivo ataque que obligó al enfermo a levantarse del asiento y refugiarse en un rincón en sombras, con una manta agujereada sobre los hombros, golpeándose el pecho y con la cara contra la pared, como si estuviera llevando a cabo un acto de penitencia. Cuando de nuevo tomó asiento, con las mejillas enrojecidas y la respiración entrecortada, todas las miradas entre susurros y musitaciones se dirigieron a él pero nada le salvó de una salida de tono de Mazón que, con malos modos, le afeó su estado, la incapacidad en que se hallaba para atender a una reunión que no podía verse sujeta a tales interrupciones si se deseaba tomar una decisión aquella misma noche para iniciar los primeros movimientos a la mañana siguiente. Cuando Ruán abandonó la sesión, como un chico expulsado de clase, se produjo ese momento de consternación que siempre acompaña a un sentimiento velado, disimulado por una espontánea complicidad. Nadie quería ser el primero en tomar la palabra, nadie ni siquiera Arderíus deseaba dirigirse a Mazón, repentinamente aislado en su cabecera por la censura latente y la tácita y unánime reprobación de su actitud. Pero para aquellas fechas Mazón ya no se consideraba falible, se diría que había atravesado las fronteras que limitan el terreno de la aventura —y tal vez de la acción— para introducirse en un acrónico y fatídico limbo habiendo dejado tras sí su historia como quien abandona un empleo para en lo sucesivo dedicar sus ocios a una colección de sellos. Con demasiada frecuencia tenía la cabeza puesta en otra parte, sólo obedecía a lo inmediato y un callado designio le obligaba a aceptar cualquier eventualidad con el mismo talante con que hubiera recibido una contraria. Había dejado de mandar y tan sólo ejercía el mando cuyas directrices al venir impuestas por las circunstancias más perentorias ya no procedían de ninguna cabeza, ni siquiera de la de Arderíus poco menos que convertido en hechicero de aquella diezmada tribu, tan sólo apto para interpretar augurios, indicios y premoniciones. Pero todavía no había llegado el momento de la rebelión y apenas se había incoado —con las toses de Ruán— el expediente que diera lugar a las murmuraciones.
Con desgana volvió a tomar la palabra Arderíus para explicar que puestas así las cosas había tres caminos —marcados por tres direcciones— para intentar la salida. Hacia Lodares en dirección norte o hacia el valle del Guadalán en dirección este (si la primera vía era cerrada u obstaculizada por el enemigo) para girar luego hacia el oeste y alcanzar la cabecera del Torce incluso cruzando la divisoria por la falda septentrional del Monje; la tercera vía —la más deseable si se hallaba expedita— consistía en retomar el camino de llegada por Feltre y La Requerida por cuanto nadie podía considerar posible forzar el paso a través de las posiciones enemigas de Socéanos que de manera tan competente y sin ceder un palmo de terreno habían aguantado el ataque de la CCII. Sólo la lejana posibilidad de coordinar un doble ataque contra ellas en direcciones antagónicas y reuniendo los efectivos en condiciones de combatir de ambas Brigadas podía inducir al lanzamiento de una empresa semejante; pero más que lejana tal posibilidad resultaba inalcanzable por las dificultades impuestas por las comunicaciones que ni siquiera había permitido llevar a cabo una acción simultánea y cronométricamente concertada en el inicio de la ofensiva, con todas las circunstancias a su favor, como muy bien sabían todos; y por si fuera poco había que contar con la escasa voluntad de lucha de la CCII tras su revés en Socéanos y el ulterior repliegue a sus bases en Región que difícilmente abandonaría —hallándose al mando de Julián Fernández, con un Constantino en la sombra del abatimiento— para salir en defensa de sus hermanos de lucha al otro lado de la Sierra. Conscientes de que para abrirse paso hasta Región no tenían que contar con la colaboración de su guarnición sino tan sólo con sus propias y debilitadas fuerzas —y prácticamente sin vehículos ni animales de tiro— el paso por La Requerida con ser el más directo y rápido podía muy bien resultar poco menos que infranqueable si el enemigo en su avance en dirección aguas arriba por el valle del Lerna había decidido ocupar sus accesos y controlar los caminos. En tal situación unos optaban por caminar; otros, los menos, todavía preferían luchar pero nadie se veía con fuerzas y ánimos para hacer ambas cosas a la vez.
A fin de despejar la tercera incógnita —y a sugerencia de Arderíus y del propio interesado— Mazón había despachado dos días antes al camarada-señor Pou, con el capitán Avelino Martínez como segundo, para que al mando de una fuerza que reunía los restos del Alerta Carrilanos, el Batallón Dominó y el Asturias Libre reconociera el estado de la línea Muchavilla-Zafra-Feltre, reuniera los destacamentos apostados en las diversas posiciones, tratara de definir un camino libre de la presencia enemiga y consolidara una posición en aquel último punto que sirviera para franquear el paso de todo el resto de la Brigada en su marcha hacia la Sierra. Pou había prometido, si las cosas se desarrollaban con normalidad, estar de vuelta para la reunión de aquel día para si su informe era favorable iniciar el repliegue de las primeras unidades antes de la madrugada siguiente, al cobijo de la noche. La reunión convocada para el mediodía había sido retrasada hasta las seis de la tarde ante la incomparecencia de Pou, para dar tiempo si no a su llegada al menos a la de algún enlace que informara acerca del resultado de su exploración pero la falta total de noticias, la extraña calma que se percibía desde los puestos de observación de Muchavilla —que no presagiaba nada bueno, invitaba a sospechar un agravamiento de la situación al sur del pueblo e introducía la posibilidad de que Pou hubiera caído en una celada, sin posibilidad de avanzar ni retroceder— indujeron a Arderíus a convencer a Mazón de que no retrasara la segunda convocatoria, en la seguridad de que era preferible celebrarla con toda la incertidumbre posible antes que bajo el peso de un nuevo fracaso que de ser confirmado —o tan sólo maliciado por el silencio— podía reducir a dos las tres alternativas y rebajar la moral de la tropa, bastante mermada. Por añadidura la teoría de Arderíus —en un principio observada con desconfianza por Mazón, como era habitual— consistía en procurar la máxima dispersión de las fuerzas para llevar a cabo el repliegue. Si quedaban abiertas tres direcciones menester era —según él— dividir la fuerza en tres grupos autónomos y que cada uno de ellos se las arreglara como pudiera para abrirse paso hasta Región. Incluso cabía examinar la posibilidad de pensar en un cuarto que se sacrificara por los otros tres; que permaneciendo en Macerta, el barrio de Abajo y Muchavilla actuara como cebo para atraer sobre sí el ataque ora de la columna de Saldaña ora de la guarnición ora de las dos, en tanto los otros grupos abandonaban el campo. Una solución sin duda un tanto cruel —en apariencia— y que sólo podría ser considerada si un cierto número de voluntarios se ofrecía para cumplirla. «Muchos más de los que te imaginas», le dijo por lo bajo aun cuando nadie les oyera; «si alguien se molestara en contar todos los que tienen intención de rendirse en cuanto se les deje solos». «Será una manera de saber cómo piensa la tropa acerca de la rendición», replicó el comandante. Hasta entonces por todos los medios se había tratado de conjurar que de los labios menos responsables surgiera la palabra rendición. «El único que la puede pronunciar soy yo», había dicho el comandante, «si queremos que no se produzca». Sospechando que la misión de Pou podía concluir con un desenlace funesto, Arderíus urgió a Mazón a no retrasar por más tiempo la reunión del refectorio, por el miedo a recibir en cualquier momento la confirmación de aquel fracaso que, al reducir las alternativas, podía alterar de raíz sus planes y trocarlos por una solución decididamente combativa a la que no veía ninguna probabilidad de éxito dada la desigualdad de las respectivas fuerzas. En eso coincidía con Mazón, con Pou, con Ruán y Asián, con Cárdenas y Serapio Sánchez, los últimos regionatos que lo menos que deseaban era entregar las armas en la plaza de Macerta y, con toda probabilidad, terminar ante un pelotón de fusilamiento en las tapias del cementerio. No era tan sólo cuestión de bravura o de miedo a un enemigo que no estaba dispuesto al perdón. Contaba también el encono —apenas manifiesto en los días de euforia y triunfo que siguieron a los combates de La Glez y El Balsador— hacia el nuevo enemigo que había surgido en casa, aprovechando la ausencia del guerrero y su marcha hacia tierras extrañas. Era el primer resultado imprevisto de la guerra porque la derrota había estado en el ánimo de todos desde la ruptura de las hostilidades. Pero no aquella proliferación del enemigo, aquella constante transformación —y a veces súbita, de la noche al día— del amigo y aliado en el traidor a la causa, infiel usurpador del lecho conyugal; ocupante sin derecho del hogar propio; habían tomado las armas en la creencia de que al cabo de unos meses sabrían y podrían deponerlas, de que la guerra era un estado transitorio —porque la paz era lo permanente— que sería clausurado de la misma inesperada e impersonal manera con que había sido iniciado, concluido en sí mismo y sin que dejara otras secuelas que unas cuantas pérdidas, bajas y cicatrices; pero nunca habían sospechado que constituía un nuevo estado del que no volverían jamás, la forma adulta, trágica e irreversible que ni siquiera podría añorar la no precoz inocencia de una juventud larvada, formada y mantenida en una templada y temblorosa gasa e incapaz de comprender su naturaleza intermedia y colmada en la complacencia de su no generativa quietud. Pronto habían comprendido que la inocencia no es un carácter de la acción, sino de la inactividad, y que quien actúa, peca, y que quien actúa «est aux prises avec le mal». En cuanto emprendieron la lucha —con una llamada a filas y una instrucción y una marcha y una guardia en la trinchera, sin siquiera todavía utilizar el arma— supieron que estaban por primera vez emborronando las páginas que hasta entonces habían conservado y pasado en blanco y que ya nunca en lo sucesivo posarían su mirada sobre un texto no escrito con sus propios caracteres. Pero no era sólo eso; ya tenían el mal dentro y ni siquiera el contagio sería bastante para calmar su ansia por transmitirlo y universalizarlo. La guerra la tenían que llevar hasta casa más aún estando lejos de una casa que con la distancia había adquirido rasgos confusos, no todos amables. Más aún, la guerra la tenían que llevar a casa y dentro de casa y tal vez contra la casa, pasada a las filas del enemigo tras el inevitable rapto, pues no otra cosa quería decir la Guerra Civil, una idea incomprensible y propia de un alienado y que al alojarse en todos y cada uno de ellos les había inoculado la enfermedad y la locura «aux prises avec le mal». Ya nunca tendrían paz, ni siquiera consigo mismos, eso era lo que quería decir la Guerra Civil, imprudentemente iniciada contra un histriónico, folletinesco, arremangado y apechugado enemigo del pueblo para derivar pronto en la cruzada hacia el alma propia soberana todavía no exorcizada de la idolatría al yo; un yo incorrupto desdoblado para perder la batalla, el nuevo andrógino con su elemento femenino victorioso y reducido al dorso viril a fin de poder exhibir la puñalada en la espalda.
Tenían que volver a casa para seguir la guerra, poco importaba ya el enemigo que tenían enfrente, tan sólo vencedor en el campo de batalla pero poco más que una caricatura en el largo curso de la historia. Tras veinte meses observándole de frente —aun a través de rendijas y ramas, residuo de una disposición cinegética anterior a la conciencia enferma— podían confiar en él pues no tenía otra intención que vencerlos o matarlos; no había dolo y si un día había traicionado ya era cosa sabida, un gesto que al ser ventilado con las armas no exigía más palabras ni explicación ni juicio. Había iniciado el proceso, eso era todo; demasiado poco para una conciencia enferma que no podía conformarse con una justificación cronológica de patio de colegio o de liviana mujer adúltera. La guerra se había iniciado con la traición que tras engendrar su criatura parecía haberse esfumado, contenta de haber obtenido dos organismos en pugna a partir de uno solo. Pero era tan sólo una apariencia para engañar a la historia y seguir su camino a escondidas, alojada en la conciencia de todo combatiente ya para siempre portador del virus de la traición, de la enfermedad de Ulises o de Coeur de Lion o del hermético príncipe de Dinamarca, interesado en ver a su difunto padre en todas las barbacanas del castillo para poder ser infiel a sí mismo, contra lo que predicara. La guerra es la astucia y el disfraz de la traición y a todos engañó a excepción de aquel maduro capitán Asián —que ya la había hecho en la última campaña de África—, demasiado experto y caprichoso como para quedar seducido por sus encantos. Ni la tomó en serio ni la repudió; no la maldijo ni la bendijo, se limitó a tratarla como a un inesperado y pasajero huésped, incómodo en los momentos de solitaria y apacible rutina y aceptable en las horas de fastidio; y como nunca se avino a tener tratos íntimos e intensos con ella pudo calificarla —en una de aquellas veladas de La Mesquida, antes del avance final sobre Macerta y cuando ya estaban pulsadas todas las teclas determinantes de los acontecimientos venideros (pero antes de hacerse presentes, en ese instante plenamente ocupado por la incertidumbre pautada por inasequibles, inconmovibles y mecánicos signos, como las señales de una llamada telefónica)— de la manera más certera y aviesa: «La guerra es menor de edad», dijo con el tono de un tío solterón, abrumado por la presencia de numerosos sobrinos. Todos los demás en cambio habían caído víctimas de la epidemia, de ese transconsciente desdoblamiento donde en los momentos más negros el luchador se refugia para no darse por vencido: de nuevo aparece la traición como la causa de la derrota y hasta el yo busca dentro de sí algo a lo que inculpar del fracaso, separado del propio devenir, aislado en su momento de flaqueza y separado del futuro.
Mazón tuvo buen cuidado de no expresar abiertamente sus censuras hacia la conducta de los hombres que habían quedado en Región —y en especial hacia Julián Fernández y Estanis— en el muy limitado círculo de sus íntimos que para determinados propósitos incluía a Arderíus, aun cuando con Ruán y el camarada-señor Pou se despachara a su gusto acerca de la doblez del capitán y una y otra vez denunciara ante ellos la índole sospechosa de sus más inanes sugerencias. Tras los combates de Muchavilla y cuando hasta los más recalcitrantes se habían convencido de la futilidad del forcejeo por la posesión de la plaza, de que podían dar por concluida la misión ofensiva que les había conducido hasta sus arrabales y de que había llegado el momento de pensar en el repliegue, la solución de Arderíus que propendía a la mayor dispersión de fuerzas posible y a la búsqueda del camino de vuelta por diferentes itinerarios y pequeños grupos que no despertaran la atención del enemigo, fue considerada en principio por Mazón como la más inaceptable, la que había de conducir al mayor número de pérdidas y la que mejor ofrecía al enemigo la posibilidad de concluir la campaña con mayor economía de medios, con unas pocas operaciones de persecución y acoso en tanto fuera (como él suponía que lo sería) advertido de los propósitos de los restos de la CCIII para volver a Región. Con toda probabilidad aquella reacción primera de Mazón no estaba motivada tanto por la posible conducta del enemigo de Macerta —de quien bien podía sospechar que estaba muy lejos de obedecer a sus temores— cuanto por su interés en llegar a Región con una fuerza unida, decidida a imponer su ley y a cobrarse la reparación por las pérdidas y agravios sufridos en la campaña a consecuencia de la pusilanimidad o la inacción de la CCII. Pero curiosamente sus reservas no llegaron muy lejos y —un dato curioso y poco explicable de su carácter— en ningún momento se permitió hacer uso de su jerarquía para desautorizar o desmontar el plan de Arderíus. Le criticaba a hurtadillas, entre sus más íntimos, pero le dejaba hacer y nunca se encaraba con él en presencia de los comandantes y jefes de las diversas unidades y menos aún en las reuniones preparatorias de aquella sesión del refectorio convocada para tomar la decisión, unánime o no, con la que había de quedar definida la maniobra del repliegue. Es posible que, una vez más, se convenciera en su fuero interno de que las sugerencias de Arderíus eran —mal que le pesaran— las más acertadas para resolver la situación y salir del impasse si se prescindía o se hacía caso omiso de las posibles delaciones al enemigo del plan escalonado. Por otra parte, nadie sería capaz de aventurar de qué medios se podía servir para llevar a cabo tales comunicaciones más allá de las líneas, encerrados como estaban dentro de las tapias del convento, carentes de correos y aparatos y sujetos bien a su pesar a una estrecha vigilancia recíproca a causa de su escasa, por no decir nula, libertad de movimientos. Es probable que Mazón si no había olvidado el delito de alta traición en que incurriera Arderíus desde los días del Comité de Defensa, al menos se había acostumbrado a convivir con él y ya que en su ánimo le había condenado a muerte y tan sólo esperaba el momento más oportuno para ordenar la ejecución de la sentencia, cuando sus servicios no fueran ya necesarios o cuando a causa de un desliz él o el propio inculpado se viera ante una situación insostenible ante los demás mandos de la Brigada —circunstancia que Mazón había esperado que se produjera para librarse de la completa responsabilidad de su fin—, podía permitirse la licencia de confiar parcialmente en él, como quien confía en las habilidades de un estafador profesional para resolver las complicaciones de un asunto enmarañado pero estrictamente legal. Esa confianza puede llegar a ser total, aunque limitada; desprovista de los vínculos de amistad y respeto, que pueden sobreimponer en las personas caracteres no probados de virtud y eficiencia, y a sabiendas de que el sujeto no es digno de crédito para ciertas actividades, para otras que no tienen fronteras con estas últimas puede ser entregada con una seguridad —de carácter técnico, cabe decir— que rara vez ofrece el hombre sin ninguna mancha. Pero aparte de ello está el contagio, el nuevo orden anímico de naturaleza sintética que el bien adquiere con su familiaridad con el mal —y viceversa— o, si así se prefiere, la pasión por un mundo desconocido y velado por el misterio que germina en el espíritu de quien oye hablar de él a un exiliado o un derrelicto que no puede visitarlo. Cabe suponer que el prolongado y estrecho contacto con Arderíus durante toda la campaña, obligado en buena medida por la vigilancia de sus pasos que con frecuencia había tomado a su cargo, había despertado en Mazón una cierta añoranza por la sociedad y las gentes cultivadas que de manera tan fugaz había tratado en los meses que precedieron y siguieron a su matrimonio y que tan dolorosa y permanente impresión le llegaron a producir que una vez disuelto éste buscó refugio en el tosco y cerrado medio familiar para negarse en lo sucesivo a tener tratos con unas costumbres y maneras que en nada convenían a su carácter. Su instintiva y premeditada aversión hacia Arderíus —anterior al descubrimiento de su villanía— procedía en buena medida de la suspicacia con que observaba a las personas procedentes de cierta sociedad educada de la capital, como si todas estuvieran cortadas según el mismo patrón y adolecieran de los mismos vicios y la misma hipocresía que había adivinado entre los miembros de su familia política y sus allegados, y los hechos que siguieron a su incorporación al Comité de Defensa sólo sirvieron para robustecer sus prejuicios y confirmarle las sospechas que alimentaba hacia el individuo que incorporaba casi todos los caracteres que más le mortificaban. Sin embargo, un prejuicio sustentado sobre consideraciones un tanto axiomáticas tiende poco a poco a modificarse con el trato, al igual que las posteriores pinceladas pueden alterar el carácter incoloro de un boceto al carbón, suavizando unos rasgos excesivamente marcados y sobresalientes, y aún sin afectar a las reglas del mismo impuestas por aquél abren la posibilidad de encontrar ciertos resquicios por los que se comunican dos humores afines a hurtadillas de la moralidad, las normas y los sentimientos a que se atienen sus dueños. Un espíritu abierto está permanentemente engañándose a sí mismo y desmintiendo la definición de su Yo suministrada por la propia conciencia moral; y tan consciente es en ocasiones de semejante doblez que no se la confiesa a sí mismo —ni reconoce los hechos que la confirman, o si lo hace les resta importancia— para rehuir una segunda y menos restringida definición de ese Yo que permita aceptar las enmiendas sin contravenir las cláusulas primeras. Pues por un lado el Yo está tan necesitado de esa definición que repugna sus posibles mutaciones al conjuro de sus cambios afectivos y sentimentales, dando por supuesto que todo individuo admite una pluralidad de manifestaciones contradictorias sin alterar su inmutable y biológica entidad, y por otro y en virtud de ese principio puede en cada momento pasar por alto las determinaciones de su modalidad y contravenir sus reglas cuando le venga en gana y sin dejar de hacer patente su respeto a las mismas. El yo cree que con tales subterfugios puede caminar con un alto grado de libertad práctica y positiva —en tanto su entidad racional está inexorablemente determinada— y escribir la historia al dictado de su propio gusto, engañando a todos menos al destino. Porque ése es precisamente el campo de cultivo del destino, el fraude que castigará no con la aplicación de la ley sino con un fraude mayor, como corresponde a jugadores sin escrúpulos. «No hemos luchado contra nadie», le había replicado con razón, para añadir: «Pero no sabíamos que había otro enemigo. Un enemigo para siempre». Lo había comprendido al contemplar una noche oscura y despejada —fue una sucesión de días cubiertos y noches despejadas, una indescifrable alegoría de formas nacaradas o de apresurados preparativos para una próxima fiesta, decorados inconclusos y fragmentarios e inconexos recitativos— por el ventanuco de aquel aposento bajo el trascoro, mientras en aquel rústico órgano interpretó, tras unas primeras improvisaciones, unas piezas de su predilección. Si la suerte estaba echada desde mucho atrás ¿qué podía añadir el arrepentimiento?, ¿y qué el encono? Nada se debía al azar; todo había obedecido a ciertas órdenes no escuchadas en su momento y que sólo resultan comprensibles tras sus consecuencias. Lo había reconocido antes pero sólo en aquel momento, con la pálida orla de la silueta de la sierra como un espejo oscuro empañado por el aliento de la montaña, supo anticipar la conclusión final, la imagen refleja, simétrica e inversa del primer gesto de voluntad, el signo de cierre del paréntesis elevado en el firmamento con la imperturbable y muda y délfica insolencia con que el prodigio celestial ratifica la sangrienta noticia mundana. El destino no deja huellas ni pruebas, de nada se le puede acusar, no es responsable; tan sólo se opone a la voluntad en cuanto ésta pretende cualquier desviación respecto a la determinación primera, como un acérrimo defensor de una legitimidad cronológica que no acepta sin lucha las intrusiones del cambio en el curso dado de antemano; que en todo momento sospecha y denuncia el ilegítimo deseo de la voluntad de adueñarse del terreno de la libertad, como si se tratara de una finca sin poseedor; que le suministra los recursos para esa adquisición, le oculta sus últimos fines, se muestra generoso con sus dádivas, celebra sus ganancias y se permite aplaudir sus éxitos para que ella misma se convenza de la magnitud de ese poder recientemente adquirido que puede propiciar el cambio de su condición. Pues se trata siempre de eso, del paso a una nueva condición a la que el destino, en secreto y con todas sus fuerzas, se opone. Tal vez su único acto de perfidia, en esa secreta lucha entre lo manifiesto y lo secreto y vedado, consista en hacer olvidar a la voluntad los términos de la determinación primera para que el paso a la condición tercera no se haga desde la necesidad y la inocencia sino desde la voluntad de poder. Borra de su memoria la primera condición, le engaña sobre la fuerza adquirida en la segunda y le hunde en su intento de alcanzar la tercera. De la misma manera que un párrafo o un extenso texto, por muchas que sean las enmiendas, supresiones y añadidos, está determinado de una vez para siempre por su primera redacción y opone su denodada reluctancia —cuando las sibilinas e individuales palabras se unen por clandestinos vínculos sintácticos para formar una agresiva y coherente legión, al igual que un pueblo arisco y tribal se pone en pie y amalgama en una cerrada defensa ante el invasor— a una corrección de fondo que altere el primer diseño y pretenda concluir en un dictado en todo diferente al inicial. El destino insiste en el respeto al diseño original, los primeros caracteres y rasgos, la obediencia a la trayectoria insinuada por los primeros pasos de la criatura incipiente, cuya madurez en esencia debe consistir en la confirmación de las esperanzas que ha despertado. Y si algo rompe o desvía esa trayectoria el destino no se ocupará de corregirla, antes bien dejará que se movilicen las fuerzas individuales y sociales empeñadas en tal flexión y procurará forzar el giro hasta que su súbdito, y a poder ser mediante el desastre, vuelva al punto que le tenía reservado. Pues de no actuar así no puede presumir de haber ejercido influencia alguna sobre él.
Hasta entonces había gozado Mazón de numerosas ocasiones para comprobar el buen sentido que informaba las propuestas e iniciativas de Arderíus, a lo largo de toda la campaña. Había tenido que reconocer, con frecuencia de manera explícita y hablando en términos confidenciales con sus más íntimos, que en muchas ocasiones en que se habían seguido sus directrices se habían alcanzado los resultados apetecidos y que en otras en que había sido desoído se habían encontrado con amargas consecuencias, algunas previstas por él. Y a mayor abundamiento, a fuer de ser justo con él tendría que reconocer no sólo la dificultad del trabajo de un hombre que para trazar sus planes se movía en un mar de incógnitas y contra un oleaje de gratuitas suposiciones sino la responsabilidad en que incurría —y que asumía de frente— cada vez que proponía una operación —como la famosa retirada hacia adelante de La Glez y el combate sin la espalda cubierta de El Balsador— que podía decidir la suerte de la campaña y cobrarse el tributo de muchas vidas. En los comienzos de la campaña, cuando —se puede decir— mayor era la desconfianza de Mazón hacia el traidor, no había tenido inconveniente en seguir sus dictámenes para pequeñas maniobras locales, de escaso relieve y ninguna trascendencia, con el oculto propósito de descubrir sus arteras intenciones aún al precio de un pequeño sacrificio. Pero a partir de la maniobra sobre Ferradal y los combates de La Glez y la caldera de El Balsador todo cambió porque entre los mandos y la tropa de la Brigada —siempre predispuestos a entregar su confianza al hombre que sepa resolver la situación y al que progresivamente irán adornando con caracteres providenciales— pronto se extendió la creencia nada inexacta, de que toda la operación había salido de la cabeza de Arderíus, confirmada posteriormente por la ausencia de contradicción y más todavía por la escasa reclamación que para sí hizo del triunfo aquel hombre poco dado al halago y menos a la exteriorización de sus virtudes y de sus éxitos. Pero para Mazón, lejos de constituir no sólo una prueba de eficacia sino también de lealtad, que bien le podía llevar a revisar la sentencia que sobre él había dictado a raíz de la detección de las filtraciones de las actas del Comité de Defensa hacia el campo enemigo, tal conducta le empujaba a incrementar su culpabilidad con nuevos cargos, como si descontento del crimen cometido aún aspirara a hacer otro mayor y a poder ser definitivo. Bien es verdad que Mazón en aquellas latitudes y circunstancias carecía de los medios para revisar tal sentencia basada, como hacen los juristas, en esos hechos probados que una vez que han adquirido esa categoría no son reconsiderados con el paso de una instancia a otra superior que a lo más investiga la adecuación de aquélla a éstos pero nunca la naturaleza de unas pruebas poco menos que irrefutables una vez que el primer magistrado las da por inconcusas. Ni siquiera Mazón podía concebir que Arderíus —al que consideraba lo bastante sagaz como para haber maliciado las sospechas que despertaba, si es que no estaba convencido de haber sido descubierto, puesto en cuarentena y sometido a una estrecha vigilancia, para ser ejecutado en cualquier momento propicio— hubiera optado por el arrepentimiento y la redención de su pena mediante la afanosa y superlativa dedicación a sus deberes que borrara su pasada felonía de la más insobornable memoria y compensara los daños causados por aquélla con unos servicios del más alto valor. En Mazón no había espacio para tal arrepentimiento. Trataba a las personas como materias primas de las que no esperaba obtener otra cosa que lo que su naturaleza ofrecía —como del azúcar la dulzura o del carbón el calor— y en ningún momento se hallaba dispuesto a rectificar un juicio —que para él tenía la firmeza de una prueba de laboratorio, de un análisis llevado con el rigor necesario como para considerar superfluo cualquier otro ulterior— por más que la persona en cuestión le ofreciera pruebas más que suficientes de la insuficiencia de sus criterios, muchos de los cuales adolecían de prematuros —y él así lo reconocía— hasta la obtención de aquel definitivo que una vez en su poder tenía todo el valor de un documento oficial, con firma y sello de la autoridad competente. Para una mente gobernada por cierto despotismo de la razón, determinadas manifestaciones que tanto pueden afectar a un espíritu liberal han de ser sofocadas con un gesto autoritario —de más alcance que aquel que fue desvalorizado o ridiculizado por los hechos— que restablezca la ley y el orden y ponga término a la insensata búsqueda de una nueva legitimidad o una distinta jerarquía en el imperio de las ideas. Mazón no volvía atrás; un día se había demostrado de manera irrebatible que Arderíus era un traidor que colaboraba con el enemigo y ninguno de sus servicios a la causa republicana podría indultar aquel delito que tendría que pagar con la única pena establecida para el caso en el código de la guerra, el día que él considerara oportuno ejecutar la sentencia poco menos que unánimemente dictada por todos los miembros activos del Comité y conocedores del hecho. Si en un principio había demorado la ejecución de la sentencia fue para aprovechar los servicios y la información que indirectamente podía suministrarle el traidor en tanto permaneciera en la ignorancia de que su doblez había sido descubierta y siguiera manteniendo contactos con el enemigo. Pero aquella fuente apenas proporcionó caudal alguno bien porque tras la famosa reunión del 15 de febrero se tomaran las precauciones pertinentes y se limitaran las convocatorias del Comité al despacho de cuestiones administrativas y civiles sin el menor interés para el espionaje, bien porque un mínimo de prudencia hubiera aconsejado a Arderíus a cancelar sus contactos —tras obtener y remitir por vía aérea sus más valiosas informaciones— al menor atisbo o sospecha de que su negocio era conocido por sus superiores; y sin embargo se demoró indefinidamente la ejecución de aquella sentencia que Mazón se reservó para sí mismo y mediante cuya retención se convirtió en señor de los destinos de Arderíus; había sido lo bastante cauto como para confiar su descubrimiento sólo a las dos personas más allegadas a él —y que además estaban bajo su mando directo— y por consiguiente solamente de él podía emanar la orden de ejecución. Estrechamente vigilado y mantenido en cierta franquía respecto a las disposiciones ejecutivas en el seno de la brigada, lo había de utilizar en la redacción de aquellos planes de campaña para los que había demostrado una espontánea y singular disposición —en cierto modo explicable en un hombre adiestrado en buscar las más sutiles combinaciones con un número discreto de fichas, notas o unidades—, con la cruel severidad y displicencia del señor que obliga al esclavo a ejecutar sus gracias bajo la tácita promesa de una manumisión. Pero había más; para Mazón no se trataba tan sólo del aprovechamiento de una inteligencia singular, espoleada por la conmutación de la pena de muerte; eso era tan sólo la justificación ante los otros —que tampoco le exigieron nunca el cumplimiento de la sentencia— y que ante sí mismo tenía tan sólo un valor secundario. En realidad, lo necesitaba vivo y a su lado, lo más cerca posible y todos los días. No podía evitar que le embargara la inquietud de su ausencia en cuanto se distanciaba y desaparecía por unos días y no sólo por temor a que, aprovechando un descuido, lograra contratar los servicios de uno de tantos pastores y guías para cruzar las líneas y pasarse al bando enemigo, una operación poco menos que de rutina en el primer año de guerra, al alcance de personas con menos recursos y astucia que el capitán; era a causa de un sentimiento más extenso y más personal también, más oscuro e independiente de los móviles políticos y de la conducta de la guerra.
Tras el descubrimiento de su traición Arderíus se había convertido a los ojos de Mazón en el enemigo real, tan diferente de aquel un tanto nominal al que conocía por la letra impresa, por las fotografías, semblanzas y caricaturas o por las voces de la radio. En Arderíus había resucitado el enemigo del patio de colegio, de la noche de baile bajo un emparrado, del otro lado de la mesa de un despacho, galvanizado con toda la inquina que la propia sangre aporta para el fortalecimiento del adversario, hipostasiado a una figura nacional. Ni siquiera el enemigo entrevisto al otro lado de las líneas, y dispuesto al combate, podía medirse con él; con éste tal vez la divisoria había sido trazada por el azar o por un conjunto de circunstancias tan mezquinas que bien podrían olvidarse en el curso de la guerra para restablecer en la inevitable paz que un día habría de llegar en una convivencia sin consecuencias, sustentada en la recíproca altivez que con la guerra ha aprendido a no salir de casa. Pero no con Arderíus; con él no habría paz ni tregua ni derrota ni victoria. No habría ni siquiera muerte. No podía matarle a fin de que la guerra tuviera un sentido, aquel sentido que sin poder ser convertido en frases ni expresado ni publicado digiere todos los principios, slogans y razones para mover al hombre a la guerra, al igual que ese orden de bacterias alojadas en el aparato digestivo del insecto —y que nunca verán la luz— hacen posible su nutrición mediante la transformación química de una celulosa inasimilable. Lo tenía, pues, que conservar a su lado y tan íntima era su convicción de que sólo junto a Arderíus podría conducir la campaña con mano firme, sin temor al fracaso, al desfallecimiento o al retroceso, que en ocasiones y sin necesidad de ello había despachado a Arderíus en ciertas comisiones lejos del Cuartel General de la brigada a fin de probarse a sí mismo durante su ausencia, a fin también de proporcionarle una oportunidad para la evasión, con la que concluiría aquella tortuosa historia sin recurrir a una ejecución que supondría —para su inquieta sentimentalidad— tanto un fracaso personal como una aceptación previa de la derrota, y todo ello para comprobar en su propia carne las consecuencias de su ausencia y tratar de convencerse de que estaba lejos de vivir una obsesión y contaba con unos recursos que se demostrarían más que suficientes para remediar su desaparición y reconstituir la historia de su espíritu, en la que el paso de Arderíus no sería más que una amarga anécdota. De esa suerte el hombre fatalista que sin haberse esforzado demasiado en ello se encuentra en un momento recompensado y atado por una circunstancia muy favorable de su vida, trata de representarse ésta en el caso de que esa condición fallara y tuviera que reanudar su carrera no tanto desde una penosa situación anterior cuanto desde la pérdida de su mejor sostén; y paradójicamente desde esa sombría anticipación es capaz de sentir una cierta euforia del instante, resultado de la acumulación de los intereses de una vida entregada al ahorro de los recursos a la que se vienen a añadir el premio de un presente involuntariamente más desahogado, aún no desaparecido. Pero aquellas estratagemas no eran de gran utilidad para Mazón porque en el fondo estaba convencido de que Arderíus jamás abandonaría sus filas y llevaría el juego hasta el final que no podría ser otro que la ejecución de la sentencia por sus propias manos, en una guerra ya concluida o carente de sentido, tan carente de sentido como para cancelarla con aquel privado holocausto. Pero además cada día sentía la necesidad de reafirmarse (cuando en apariencia era el hombre menos vacilante) y de obtener nuevas pruebas en su secreto laboratorio; las pruebas de la traición de Arderíus habían sido en su día consideradas tan inconcusas e irrefutables como para no ser necesaria ninguna confirmación de su doblez y nadie, entre los informados del caso —ni siquiera Ruán, que desde el primer día de trato le había distinguido con un apego rayano en la admiración, un tanto ofuscado por su juventud cosmopolita—, había tomado sobre sí la defensa del capitán, condenado de antemano por una silenciosa unanimidad. Pero para Mazón, descubridor del secreto, responsable directo de su conducta desde aquel momento y suspenso brazo ejecutor de la sentencia, el caso seguía abierto pero no para su revisión, rectificación de la sentencia y posible indulto sino para su confirmación con una nueva prueba aún más acusatoria que la primera. De la misma manera, el hombre que ha sido sorprendido por un acontecimiento inesperado, como el descubrimiento de la primera cana o el paso de un meteorito que cruza buena parte de la bóveda nocturna —esa visión que siempre remite al alma cosmogónica y toca la fibra del sentido del destino—, no puede quedarse conforme con la primera y única prueba y permanece absorto con toda su atención puesta en aquella parte del firmamento en espera de la repetición que si no se produce le obliga a retirarse —con molestias en el cuello— embargado por una combinación de asombro, fascinación y fastidio porque ha sido regalado con un prodigio de los cielos pero no han sido atendidos sus deseos; y al día siguiente volverá a remover la misma zona de su cabellera o a tomar asiento en la misma silla del jardín, en busca de la codiciada prueba cuya expectativa introduce al alma en un estado completamente diferente de aquel que despertó la visión precedente; y tan distinto también —porque se trata de una atención diferente, sostenida por lo que no aparece y donde lo existente no es sólo el fondo donde ha de surgir aquello sino su oposición y contraste, como los cabellos negros o las estrellas quietas— a la abismada y paciente contemplación de la repetición, como la que empujaba al rey Canuto a consumir las horas sentado en la playa. En esas condiciones —y sin confiarlo a nadie—, y con las mayores aprensiones Mazón había encomendado a Arderíus algunas funciones alejadas de su competencia, tan sólo con la finalidad de ponerle a prueba y adquirir aquella segunda evidencia de la que estaba tan ávido. Había llegado incluso —a espaldas de Ruán y de Lavaiz— a compartir con él alguna secreta intención que había ocultado a los demás y hasta es posible que, culminando la serie de desatinos en que incurrió durante el asedio, le hubiera informado con anterioridad de la orden de división de la brigada en dos grupos equivalentes, que tanta importancia había de tener para el destino de unos y de otros, para alcanzar Región por vías diferentes, que sorprendió a todos y a todos endosó como si se tratara del fruto de una noche de insomnio y profundas meditaciones, avalada por la conveniencia o, mejor, la necesidad de distraer la atención del enemigo con la retirada por un punto del perímetro para buscar por otro la vía de escape. Era una falacia que no podía resistir un análisis de detalle de la situación del perímetro pero que nadie se atrevería a discutir en aquella hora avanzada de la batalla, cuando ya ni siquiera contaba la defensa sino el despegue y la vuelta. A punto estuvo de argüir Ruán ¿Vas a buscar la división del enemigo con la nuestra?, ¿es que acaso somos más fuertes que ellos?, pero se calló porque una cuestión idéntica se había planteado en la preparación de la ofensiva y en la mente de todos seguía vivo el recuerdo tanto de la agria respuesta de Mazón cuanto de la diferente suerte que en el curso de la misma habían sufrido los dos brazos que habían de llevarla a cabo. Aquel plan elaborado en una noche de insomnio era un calco —a una escala mucho menor, como correspondía a la menor magnitud de las fuerzas involucradas— de aquel otro que resumía el esquema dinámico de la ofensiva en dos ataques distantes y simultáneos, en una larga aproximación indirecta por el sur y un empuje frontal por levante. Ahora se trataba de lo mismo pero retrocediendo: una larga retirada combatiendo por el valle del Torce, bajo el acoso de un enemigo no satisfecho con haber levantado el asedio y deseoso de perseguirles, rodearles y cortarles toda vía de escape, con la ayuda de la columna que lentamente progresaba por la carretera de Saldaña, y una áspera huida por la Sierra para cruzarla en pequeños grupos por los pasos entre Socéanos y Los Roques. Pero cualquiera que fuera la decisión final y la división de las fuerzas en dos columnas diferentes, Mazón sabía que guardaría a Arderíus a su lado hasta alcanzar Región o ser alcanzados por el fuego enemigo.
Cuando adquirió la certeza de que la guarnición enemiga encerrada y encastillada en el barrio alto no izaría la bandera blanca (y sin duda a aquel inflexible capitán Lancáster, en aquellas fechas promovido muy probablemente a un empleo superior, le bastaría el ejemplo del coronel Rey d’Harcourt para saber resistir, informado ya de la marcha de la columna de Saldaña), Mazón no acertó a hacer otra cosa que disimular la apatía en que había caído su espíritu de lucha. Convencido de que nunca podría conseguir su objetivo final y que carecía de fuerzas y de artillería para asaltar aquel reducto inexpugnable, tal vez su mirada bélica se apartó de aquel enemigo para volverla hacia aquellos otros que habían surgido cerca de sí, en obediencia a esa desordenada y voraz floración de desavenencias, intrigas, rencillas, enemistad, rivalidad y despropósitos que brota en todo estado de guerra. Aquella lista la encabezaba sin duda Arderíus, mediante hechos probados, pero la completaban muchos nombres más (desde los jefes y oficiales de la CCII que no se habían movido un metro en sus posiciones de Socéanos, hasta las autoridades civiles y militares que habían permanecido en Región) a los cuales pensaba enfrentarse con unas intenciones tan inconfesables como los sentimientos que abrigaba hacia ellos. En secreto, aquel estado de ánimo tenía trazado —aunque con las tintas más borrosas y las líneas más confusas— todo un plan de retirada que consistía en la preservación bajo su mando, y a costa del sacrificio que fuera, de un grupo de compacta fidelidad y lo suficientemente fuerte como para presentarse en Región a exigir cuentas a los responsables del desastre. Por supuesto, ni él ni ninguno de sus hombres serían incluidos en tal calificación y no estaban dispuestos a aceptar el menor cargo ni por la manera con que habían conducido la campaña ni por las resoluciones que hubieran de tomar tras la pérdida de la iniciativa y la suspensión de la ofensiva, amparados por la cadena de éxitos que habían cosechado desde la captura de Entreforte hasta el asedio de Macerta, habiendo obtenido mucho más de lo que habían anticipado las previsiones más optimistas y sin duda acreedores de un triunfo total a poco que hubieran contado con la colaboración de las fuerzas desplegadas en Socéanos. Es posible[58] que en secreto se regocijara Mazón de tal desenlace; que habiendo concebido desde el principio muy escasas esperanzas acerca del resultado final de la ofensiva, considerara una prerrogativa suya la posibilidad de imputar a sus colegas la culpa del fracaso; que le agradara la situación en que había quedado, victorioso en su terreno, aislado de sus bases, desasistido por su retaguardia, olvidado por su República, igual que Aníbal en Italia; que pudiera hablar de traición en voz alta, después de tanto tiempo en que había tenido que comerse la palabra; que no contara sino con los verdaderamente suyos para volver a Región y, por último (con el apetito más insaciable), es posible que considerara que la posición en que había quedado le otorgaba la facultad de llevar la guerra hasta su más trascendente conclusión, sin tener que pasar por una humillante y barata claudicación. Había olvidado las anteriores controversias y las alternativas que el curso de los acontecimientos le había ofrecido para acomodar la marcha de la brigada con los resultados obtenidos; había olvidado también las sugerencias de Alday y Ruán (que buen número de sus mandos y subalternos habían señalado) en los días de estancia en La Mesquida en el sentido de desviar la ofensiva de su objetivo final, Macerta, para dirigirla directamente hacia Socéanos, remontando el puerto. (En aquellas fechas ya estaba palmariamente demostrado que la CCII se limitaría a sostener su posición, sin llevar a cabo ninguna acción ofensiva de importancia, y comoquiera que la CCIII no había sufrido todavía un serio desgaste (que poco después soportaría en el estéril asedio de Macerta), un ataque directo a las defensas del puerto, coordinado con una acción semejante por parte de la CCII, podría alcanzar los objetivos previstos sin tener que pasar por Macerta y gracias al avance conseguido por aquella primera desde su despliegue en Santa Quiteria hasta su llegada a La Mesquida). Pero Mazón se opuso a tal proyecto, alegando la dificultad de llevar a cabo la operación bajo la amenaza constante de una sortie de la guarnición de la villa, más que probable en cuanto al contumaz Lancáster le llegaran noticias de los movimientos de Mazón. Si bien era indudable que existía tal amenaza —que se había de sumar a la procedente de la carretera de Saldaña—, en todas aquellas deliberaciones Mazón no hacía sino acumular dificultades para todo plan que se apartara del previamente trazado, en tanto presentaba la conquista de Macerta poco menos que como una operación de limpieza, de unos pocos días de duración; Macerta le atraía de tal manera que apenas ocupaba sus facultades en el análisis de cualquier plan alternativo, por atrayente que fuera; se limitaba a desdeñarlo y era incapaz de advertir las ventajas que se derivaban de él; cabe pensar que sufría una verdadera avidez por entrar en su Casa Consistorial y dictar sus primeras órdenes del día, una vez cesado el fuego, con lo que concluiría su vida trashumante asentado en una capital que en lo sucesivo le pertenecería de pleno derecho y a la que dedicaría unos desvelos y cuidados —con una población proletaria exultante, con un cuantioso botín— que no merecía la alevosa, mezquina y pacata Región, a la que —es de sospechar— trataría de dictar su ley desde la ciudad rival. Pero aún había más; en aquella ocasión, en La Mesquida, la sugerencia de Alday (que la mayoría consideró la solución más brillante y económica del conflicto) no fue apoyada por Arderíus que, sin poner de manifiesto su opinión, se limitó a desoírla con un expresivo y torcido gesto y un más elocuente silencio, en claro contraste con la locuacidad y la precisión de ideas de que había hecho gala en otras ocasiones anteriores y semejantes. Quizá no sabía tolerar que una persona por cuyas dotes intelectuales no tenía el menor aprecio ingeniase una salida que no se le había ocurrido a él —que en definitiva era el encargado de trazar las líneas directrices de los planes de campaña— o quizá aquella desviación respecto al plan original convenía muy poco a sus secretas intenciones, que bien podían consistir en estrellar la fuerza de la brigada contra la fortaleza de Macerta, tanto para cumplir su propósito destructor cuanto para, en la confusión de los combates casa por casa y cuerpo a cuerpo, buscar la ocasión de una huida que no le sería tan fácil en una ordenada retirada por el monte, inseparablemente acompañado de sus celosos y desconfiados compañeros y vigilantes. Tantos esfuerzos había hecho Mazón, en aquellas ocasiones anteriores, para asimilar e imponer las ideas de Arderíus —en las que de entrada todos los que estaban al corriente de su doble personalidad, veían gato encerrado— que con el mayor alivio recibió su silencio, abrumado de antemano por la posibilidad de que Arderíus apoyase la moción de Alday, le moviese por ende a alterar sus ideas y le obligase a imponer aquella variante a los mandos de la brigada, muchos de los cuales compartían con él el deseo de atacar Macerta y entrar en la ciudadela a sangre y fuego.
Las categorías verbales y lógicas pierden sus contornos y se tornan espurias cuando se aplican a los sentimientos. En ese terreno no existe la certidumbre ni el error, la identidad o la negación mudan, la extensión no tiene límites precisos y el número no cuenta. No existe una certidumbre amorosa que numerosas veces al día se ve sometida a minúsculas pruebas de las que con frecuencia sale airosa no tanto por la fuerza del sentimiento cuanto por la convicción de que cualquier muestra de debilidad del mismo puede resultar desastrosa. Y si los sentimientos primarios obedecen a una climatología desigual y difícilmente pronosticable —dominada por fuerzas que estando más allá de la observación no son reductibles a leyes y se las conoce tan sólo por sus costumbres—, qué duda cabe que los compuestos —y los inconscientes— adolecen de la misma indeterminación en virtud de la cual el individuo es capaz de pregonar un amor a la libertad —que no es exclusivo de su especie— de la que no se sentiría tan ávido si fuera firme su apego a determinadas sujeciones. Pero el alma no se apacigua porque la razón le asegure que determinados vínculos son electivos —aceptados desde su propia libertad— y sobre ella planeará siempre la sospecha de una decisión que tuvo algo de acierto y algo de error. Cuando la decisión se revoca los términos se invierten, el error se convierte en acierto y viceversa, pero subsiste la combinación con una alteración de la proporción, a lo sumo. Por consiguiente el individuo está constantemente practicando un doble juego consigo mismo —que no aflora al orden verbal, dominado por una razón que sólo admite sus reglas y le exige no ser contradictorio— del que sólo exhibe una parte aunque en secreto guarda el cúmulo de jugadas desechadas que le servirán para restablecer la unidad binaria de su conciencia cuando así lo requiera una legislatura agotada, de manera parecida al sistema de rotación mediante el que dos partidos se turnan en el gobierno de una nación. Muy atrás había quedado un conflicto (o mejor, un montón de conflictos) que la guerra —cualquiera que fuera su desenlace— ya no resolvería por el momento. Ni siquiera se ocupaba de ellos; la guerra había creado sus propios conflictos, mucho más urgentes que aquellos que la suscitaron y quedaron suspendidos en un tiempo en el limbo comprendido entre dos sentencias, una condenatoria y otra absolutoria que tardaría en producirse, y sólo concluiría cuando uno de los beligerantes considerara llegado el momento de zanjarlos para dedicarse a continuación al uso y abuso de la victoria y a la administración de la venganza. Pero el vencido no tendría participación en esos negocios —sino como víctima— ni en ningunos otros (salvo la hambrienta degustación de la derrota) y comoquiera que la República no se ocupó de conceder a su soldado aquel reconocimiento civil que le librara de toda responsabilidad, al menos jurídicamente, por su participación en la guerra al término de la cual no tendría otra condición que la de forajido y sólo tras el castigo podría volverse a considerar ciudadano, a la postre se encontró indisolublemente unido a la causa de la guerra que para él no finalizaría nunca, aun careciendo de medios y oportunidades para prolongarla si no con el mismo fervor al menos con la contumacia del discípulo que en los más sórdidos rincones de la sociedad pretende mantener viva la doctrina del maestro malogrado. La doctrina era la guerra y poco más que la guerra; la guerra congelada, preservada y clandestina y cada día más íntima y próxima pues había de extenderse hasta el antiguo compañero de armas y hasta el vecino. Un estado de guerra que por no haber sido reconocido por las magistraturas prevalecería en el espíritu de muchos sobre las ofertas de aquella avara, mortificante y vocinglera paz que era el patrimonio de los otros.