La salida de Región de las dos columnas que marcharon al frente de la sierra supuso la apertura de una época de atropellos, persecuciones, asesinatos e intrigas. El Comité de Defensa había tomado a su cargo el gobierno de una ciudad pacífica, tan sólo alborotada en los primeros días de la revolución; tras la salida de los asturianos, para garantizar el orden y evitar ulteriores desmanes, el Comité —carente de expertos y profesionales— había designado una comisión formada por cuatro hombres, que había de ejercer el control y mando de las milicias populares que habían tomado sobre sí las labores de policía. Cuando dos de ellos partieron para el frente, el tercero —Julián Fernández— no tuvo la menor dificultad para imponerse sobre el cuarto (un hombre de más edad apellidado Espejo, que en África había llegado al empleo de sargento y había montado, con dudosa fortuna, un almacén de materiales de construcción con el que apenas había trabajado el viejo Constantino, que tenía el suyo propio) y convertirse, por el tiempo que duraron los combates del 36 en el puerto, en un déspota de barrio. Cuando a mediados de noviembre se supo que el cuerpo de Espejo había sido encontrado acribillado a balazos, en una cuneta de la carretera de Juelves, en compañía de otros tres hombres —uno de los cuales nunca fue identificado—, todas las primeras sospechas apuntaron como causante al viejo Constantino y no hacia el Manchado, que públicamente juró vengar aquel asesinato perpetrado por los pistoleros fascistas y sus simpatizantes emboscados entre la población civil[6]. Mucha gente suponía aún, con bastante fundamento, que era el viejo quien movía la mano del Manchado; que no deseoso el viejo de jugar papel alguno en la escena pública, utilizaba a su lugarteniente para, con cualquier pretexto político, aligerar el ambiente de sus adversarios, competidores, acreedores y cualesquiera otras personas —que no eran pocas— que tuvieran que ver con él algo poco conveniente para sus intereses. Era una opinión burda y callejera, propia de quien solamente conocía a Constantino de oídas y, para curarse en salud, no dudaba en hacerle responsable de todos los desórdenes y desmanes que se habían producido en Región desde que el Comité se encargara de su gobierno; pero tal clase de opinión es la que más rápidamente se acepta y extiende —acaso porque, detentándola, no es necesario tener muchas más al respecto—, y así, por espacio de unos meses, el Viejo Constantino —con mayúsculas, para hacer más grandes sus crímenes— pasó a convenirse en el enemigo número uno de la religión, de la clase pudiente y de la clase media, el azote del honrado campesino y del pequeño industrial que aquel verano no pudo acompañar a su familia por permanecer al frente del negocio, el verdugo de la calle Císter y del barrio de la Colegiata, el desmantelador de La Forestal. Sin embargo, tan detrás estaba de todo lo que el proceso revolucionario significa para sus enemigos —esto es, el pillaje, el asesinato, la venganza de sangre, el expolio, la huelga, la insurrección, el bandolerismo, la confiscación, el poder ilegítimo, el abuso de la fuerza, la falta de respeto hacia todo lo sagrado— que no estuvo presente en ninguno de sus actos o demostraciones, salvo en las sesiones del Comité de Defensa, a las que acudía con manifiesta desgana y, en un principio, tan sólo para observar la conducta de su antiguo encargado y poner un tácito freno, con su sola presencia, a sus impetuosas iniciativas. Es probable que durante aquel otoño y parte del invierno el viejo Constantino abrigara toda clase de dudas acerca del desarrollo de la Guerra Civil y de su participación en ella, dudas que —despejadas o no— tan sólo acertó a dejar de lado antes del comienzo de la primavera del 37 cuando, obediente a su costumbre de no dar cuenta a nadie de sus actos, decidió tomar parte activa en la contienda y convenirse en el máximo dirigente y responsable de unos hombres que, conservando su fidelidad hacia él, durante varios meses sólo habían obedecido a su antiguo encargado, autonombrado capitán y rebautizado Andrés para hacer bien patente el cambio operado en su persona o en su jerarquía. Pero lo cierto es que, sin abandonar su desgana ni su talante taciturno, durante todo aquel período Constantino solamente predicó la disciplina y la templanza, bien porque, como hombre de mando y capitán de una cierta industria, supiera que sólo mediante ellas se podrían alcanzar los objetivos propuestos, bien porque creyera que tal actitud —en mucha mayor medida quela pasividad— un día sería merecedora del agradecimiento de propios y extraños[7].

Posteriormente había de quedar demostrado de manera incontrovertible que el viejo Constantino no aprovechó en nada la posición privilegiada en que —casi involuntariamente— le situó el levantamiento de julio; no ajustó ninguna cuenta atrasada (al menos en Región, el enigma de los responsables de su cantera procedía de otras tierras) ni buscó la venganza personal y es muy posible que, conocedor como nadie de la personalidad de su encargado, se decidiera a abandonar su pasividad tan sólo para someterle a una jerarquía que no habría aceptado de ningún otro. Al Manchado le habían llegado noticias de que en Madrid y en otras capitales muchos hombres lanzados a la revolución habían adoptado nombres de guerra, nombres sonoros y un tanto épicos que, en ocasiones, eran los mismos que habían utilizado en sus actividades revolucionarias o clandestinas y que tras el 18 de julio se decidieron a airear, complementados con un grado militar tanto más elevado cuanto más larga y notoria hubiera sido su lucha en el anonimato y la ilegalidad, donde también corre el escalafón; y se le ocurrió a sí mismo denominarse y ser denominado «capitán Andrés», nombre por el que le conocieron tan sólo por un breve período —cancelado con el fin de la crisis de las casas de Borques y la restauración del Comité como suprema autoridad regionata— sus más obedientes y cercanos subordinados, pues para todos aquellos que le habían tratado de antes nunca dejaría de ser el Manchado. Como capitán Andrés, fue uno de los protagonistas de aquellos sucesos y, como capitán Julián Fernández, se incorporó de nuevo al Comité de Defensa, en cuanto comprendió que el viejo Constantino tomaba asiento en una de las cabeceras de la mesa del claustro como algo más que como un escéptico espectador. Todavía tras la crisis de Borques —que el viejo resolvió de un plumazo para a continuación retirarse a su casa de Bocentellas, a rumiar sus dudas, convencido de que después de tal demostración no volverían a producirse desórdenes imputables al Manchado— y durante los combates de El Puente y Congosto se siguió llamando capitán Andrés, pero a partir de aquel día de marzo de 1937 en que el viejo, nada más tomar asiento a la cabecera de la mesa, preguntó de la manera más inesperada qué se había pensado para el momento en que el puerto de Socéanos quedara despejado de nieve, optó por volver al nombre que siempre había ostentado. Entre los colaboradores y agentes del capitán Andrés pronto adquirió una cierta notoriedad un sujeto llamado Anastasio Agulló, oficial administrativo de la Compañía Minero-Forestal, que el mismo 20 de julio, lunes, ocupó los locales y naves que la sociedad poseía junto a la ribera del Torce, no lejos del puente de Aragón, y con el concurso de una asamblea de obreros y empleados de la misma —muchos de los cuales bajaron de la cuenca armados de picos y palas y alguna carabina arrebatada a un guardia jurado— la declaró colectivizada, socializada y devuelta a su único legítimo propietario, el pueblo. Ninguno de los directivos locales, técnicos superiores o altos empleados de la Compañía apareció por su despacho en el curso de los siguientes días, a excepción de un viejo contable, el señor Ponce de León, casi retirado, que gozaba de toda la confianza de la familia Guillén y que desde el primer asiento y con voz de flauta se opuso de manera terminante a la colectivización. Con la excepción de aquel hombre —que no sólo acudía puntualmente al trabajo, sino que seguía llevando con todo rigor los libros de la Compañía aun cuando hubiera cesado toda su actividad industrial y sus locales se hubieran transformado en el Cuartel General de las Milicias Populares, en sus patios y muelles se hacía la instrucción, en salas y despachos se impartían clases de doctrina revolucionaria, sus almacenes se habían transformado en barracones y arsenales, todas sus dependencias ocupadas por una organización paramilitar volcada al pillaje con la llegada de los asturianos, hasta que alguien lo llevó al colegio de los Escolapios para que se hiciera cargo desde una Secretaría General del control de todo el papeleo del Comité, que llevó a cabo con exquisita pulcritud e incomparable eficacia, sin levantar una protesta, hasta el final de la guerra[8]— todos los responsables de la firma optaron por no aparecer por sus locales y poner a resguardo sus vidas antes que arriesgarlas en un inútil y desesperado intento de rescate; de esa suerte, la Compañía Minero-Forestal —la sociedad más poderosa de todo el valle— se convirtió pronto en el verdadero corazón de la revolución, dirigida desde un despacho con ventanas de cristales esmerilados por aquel Agulló que, tras la salida de los asturianos —de los que aprendió no poco—, se erigió en cabecilla de los elementos más radicales, no quiso enterarse de la creación del Comité y, en un principio, hizo oídos sordos a las directrices emanadas del claustro de los Escolapios, siempre informado a deshoras de las acciones directas emprendidas por sí y ante sí por la gente de La Forestal. Entre las dependencias de la Compañía, el tal Agulló eligió un pequeño almacenillo de útiles y enseres en desuso, con una serie de celdas provistas de puertas metálicas, para montar su propia oficina de información política, obligado apéndice de toda revolución desde 1917. Pronto en Región —en las cocinas y trasteras todavía habitadas de la calle Císter, en las dependencias de la servidumbre del barrio de la Colegiata, en las trastiendas del pequeño comercio mesocrático— empezó a hablarse de celdas de castigo, de interrogatorios a altas horas de la madrugada, de cámaras e instrumentos de tortura; de un chino sin escrúpulos que todavía dos meses antes vendía collares a peseta y otras chucherías en el arranque de la Gran Vía madrileña y, a cambio de cualquiera sabe qué prebendas, había puesto al servicio de los representantes del pueblo sus refinados conocimientos acerca de los métodos físicos de la persuasión; de una bombona metálica que, tras ser convenientemente calentada y aplicada su boca al ano del reo, contenía una rata que, al buscar su salida a través del recto de éste, devoraba sus entrañas en medio de indecibles dolores; de los excesos de todo orden que una miliciana, apodada La Bisbal, gustaba de cometer con los reos o en presencia de ellos para protagonizar las más desenfrenadas y desvergonzadas orgías; de un collar de tres vueltas que ostentaba un verdugo que antes de acabar con su víctima le arrancaba con unas tenazas las uñas de manos y pies con las que formaba las cuentas; del macabro gusto de otro que todas las noches se embriagaba con el vino más espeso y peleón, bebido en un cráneo que había limpiado con lejía; del fusilamiento del cura de Etán, a manos del propio Agulló, que le prometió que salvaría el pellejo si abjuraba de su Dios y repetía con él las más horribles blasfemias[9].

Era un pequeño edificio apartado y gris, rodeado de los corpulentos álamos del vivero y envuelto en las mañanas de invierno en la niebla ribereña, con unos sótanos y unos tragaluces que permanecían iluminados hasta muy entrado el día, transformado en prisión y sumaria corte de justicia —de esas que los ingleses llaman kangaroo—, donde se desarrollaron unos cuantos juicios que terminarían, la mayoría de ellos, en un paredón no muy lejano. A aquel edificio que tan siniestra fama había de cobrar en las últimas semanas del verano y primeras del otoño, se retiraban después de cenar el Agulló y los suyos, pues por alguna herencia o tradición demoníaca al parecer la clase de oficios que practicaban sólo puede comenzar después de la medianoche; también debe haber alguna razón por la cual la ejecución de las sentencias —por fusilamiento— debía llevarse a cabo con las primeras horas del día, en esa glauca claridad que aún tolera el vigor de las linternas, cuando los muros no aciertan aún a desprenderse del cielo. Un poco aguas abajo de sus locales La Forestal poseía y explotaba una fábrica de luz —situada en la margen derecha del río, la opuesta al pueblo— rodeada de un vivero de álamos, que todavía suministraba energía a la mayor parte de Región. En el muro del socaz de aquel molino se ejecutaban las sentencias, en la pretensión de que el clamor de la corriente acallase el eco de las descargas que todas las samaritanas de Región —desde los desvanes y sobrados del barrio de la Colegiata— se apresuraban a escuchar, en cuanto rompía el alba. ¿Era tal vez el alimento necesario para los rumores y murmuraciones vespertinas, tal vez el asiento diario de una deuda acumulativa que se cobraría el día de la revancha o tal vez el ansia al fin satisfecha por escuchar la incomparable primer nota de una imaginaria melodía con la que sólo los asistentes a las ceremonias en la torre de la iglesia de El Salvador, y en muy pocas ocasiones al año, eran regalados y agasajados? Con la costumbre, el rito termina por sustituir a la función que cumple; de la misma manera que el intercambio sexual deja de estar soportado por la función reproductora —hasta el punto que se puede pensar que un día la función reproductora se introdujo de matute en un intercambio sexual preexistente e inconsecuente, tras seleccionarlo como el acto más idóneo para cobijar su hasta entonces sujeción al azar, al igual que el indefenso bernardo se introduce en una concha deshabitada para hacerla suya y a sabiendas de que e siempre y en cualquier circunstancia encontrará esa clase de refugio, en virtud del mayor número de seres que la fabrican y desalojan en comparación con el de su especie— y de la misma manera que el sacrificio, en cuanto sustituye a la víctima por un objeto simbólico y deja de ser oneroso a la hacienda, se puede repetir cada día y, puesto que nada cuesta, nada inmediato se exige de él, el aparato policíaco durante el terror tendrá que ritualizarse y, bajo la añagaza de la seguridad del Estado o la Revolución, perpetrar sus actos diarios aun cuando poco o nada obtenga de ellos. Así que durante el terror todos los días hay detenidos, pero cada día serán de menor personalidad política y si se empieza con un diputado o con un terrateniente será para seguir con un pobre panadero, cogido con las manos en la masa, declarado enemigo del pueblo por una corte sólo iluminada por flexos, con el zumbido de un transformador al fondo. Pero nada de eso detuvo a don Tertuliano; no se movía mucho —era un hombre corpulento y pesado de movimientos—, pero cuando lo hacía no lo detenía nadie. En épocas de paz y de buen tiempo acostumbraba a viajar a Macerta una vez por estación, al menos, con tres o cuatro amigotes que alquilaban un taxi o se dejaban invitar por Antonio de Mena o, cuando las vacas flacas, tomaban el ordinario. El pretexto consistía en aprovechar los sábados y domingos para visitar los prostíbulos de Macerta —donde eran recibidos con mucho cariño—, pero la verdadera razón que llevaba a aquellos hombres a realizar periódicamente un viaje tan fatigante estaba situada en la estación del ferrocarril, el terminal del ramal de vía estrecha de Palanquinos. Medio siglo después de trazada la red ferroviaria del país, los ilustrados de Región (y para tal ceremonia se reunían en el despacho de don Tertuliano o en el hall del Cuatro Naciones, para preparar entre aspidistras el viaje de peregrinación) seguían lamentando su suerte, menos instantánea pero más cruel que la de Cartago, divorciada paulatina pero progresivamente del curso de la historia por el gesto imprevisor y desatento de un técnico o un politicón que, sin pensarlo dos veces, decidió de un plumazo apartarla del progreso y mantenerla alejada del sonido vivificante del silbato de vapor. Quien más lo lamentaba, sin duda, era don Tertuliano y no porque viajara mucho, sino porque se sentía despojado más que de un placer y de un signo de modernidad y progreso, de toda una familia de emociones relacionadas con la vía férrea. Sin embargo —y aunque parezca contradictorio—, don Tertuliano y sus amigos jamás se alojaban en Macerta en el Hotel Terminus —en el mismo largo edificio de la estación, del más puro estilo artes industriales que combinaba ladrillo cerámico, sillería blanca y columnas de fundición, en el que las habitaciones de los huéspedes ocupaban la segunda planta, contiguas a la vivienda del jefe, y el comedor se abría a través de una teoría de puertas cristaleras al andén principal bajo la marquesina, por lo que bien podía identificarse con aquel paraíso entendido a la manera del sabio Reggiomontano, esto es, como ese único lugar —en contraste con un mundo terrenal donde todo placer está aislado y divorciado de sus hermanos— donde cabe disfrutar al mismo tiempo y en concordia de esas dos pasiones —cualesquiera que sean (y que tantas veces dimanan una de la carne y otra del espíritu)— que todo hombre lleva consigo (construido en el mejor momento y al mejor gusto de aquella época en que los balnearios parecían estaciones y las estaciones, balnearios, cuando tras soleadas pilas de lujosos baúles y maletas asomaba siempre una conspicua floración de hortensias azules e incluso el borde craquelado de una maceta de loza ornada con un orgulloso escudo y una leyenda sanitaria latina del mismo color que la flor)— sino en el Regina situado en la esquina de la calle Mayor con la plaza que tantas veces había de cambiar de nombre. Precisamente se alojaban en el Regina para poder hacer el recorrido a pie hasta la estación —un par de veces el sábado y otra por la mañana del domingo, en dirección contraria a la gente que salía de misa— con el reloj en la mano y con paso rápido, siempre con poco tiempo y a veces escasos minutos para llegar a tiempo a contemplar el paso de la composición. «Está entrando en agujas», diría uno de ellos —al tiempo que arrojaba la faria a la alcantarilla— para que los demás apretasen el paso. No se alojaban en el Terminus porque desde que Región fuera dejada a un lado de la red ferroviaria nacional, su amor por el sistema sólo tenía cabida en el concubinato; como regionatos no podían sino sentirse ligados al objeto prohibido por un amor que jamás sería legítimo; no podían alojarse en el Terminus porque sería aparentar una unión legal de la que les había apartado el mismo imperio de la ley; no podían dormir en el Terminus por la misma razón por la que no dormían en el burdel; lo suyo era una aventura que conocería sus momentos más excelsos en las veraniegas cenas del sábado o en las comidas del domingo en el restaurant, con todos los ventanales abiertos al andén. A veces durante un almuerzo llegaban a ver el paso de tres composiciones, o una máquina haciendo maniobras, que saludaban con generosos brindis y un entusiasmo aderezado —para que la mezcla fuera más excitante— con unas gotas de espanto. Era un placer demasiado intenso como para convertirlo en costumbre, como para tenerlo al alcance de la mano, como para disfrutarlo tras un breve paseo de casa a la estación. Era justo que fuera escaso, que tuvieran que esforzarse y pagar. Cuando el jefe tocaba la campana para anunciar que la composición había salido de la estación inmediata —Cabrera—, información que tenía a bien repetir por vía oral a aquellos caballeros que habían realizado un viaje tan fatigante tan sólo para admirar una vez más el buen funcionamiento del sistema, los comensales acostumbraban a dejar sus platos a medias y con la servilleta y el vaso de vino en la mano saldrían al andén para saludar la entrada de la composición. Con la misma intensidad gozaban de las composiciones que tenían parada en la estación de Macerta como de las que pasaban de largo; eran cosas diferentes que inspiraban diferentes sentimientos, que casi exigían otros órganos de percepción. Cuando la composición se detenía —una vez consumados todos los frenazos y chirridos, los crujidos de la madera y los lamentos de la chapa, las salidas de vapor, los golpes de los topes y las sacudidas de las cadenas, una vez extinguido ese breve y siempre inesperado movimiento hacia atrás casi propio de un moribundo, como si la composición, tras su último trayecto, se resistiera a la parada por una obediencia a la ley de la inercia tomada al pie de la letra y a la detención replicara de manera automática e irreflexiva con un reflejo hacia la moción retrograda a fin de subrayar su disgusto— respiraban hondo con la reconfortante sensación que suministra todo acto bien concluido. Porque para ellos —para don Tertuliano y para don Severo, el notario cojitranco, para don Antonio de Mena y para don Ramón Cachafeiro (que ya por entonces sólo sabía protestar para hacerse querer) y, a veces, en verano hasta para don Ricardo Ruán, que presumía de estar por encima de aquellas cosas y tener el gusto atento a cosas más modernas, a nuevos medios de transporte— aquella composición y aquella parada eran poco menos que cosa propia, obra suya, obra mucho más suya que de la ingrata, beata y desafecta gente de Macerta, que no sabía apreciar lo que tenía en casa. Una vez detenida la composición y comprobado su buen estado, nada les congratulaba tanto como acercarse a la máquina, con la servilleta en una mano y el vaso de vino en la otra, para cambiar impresiones con su conductor y conocer las vicisitudes del último viaje y, en corro en torno a la escalerilla, formulaban sus preguntas, en un tonillo técnico y un tanto taraceadas de una cómplice solemnidad: «¿Los ejes bien?». «Hemos observado una pequeña pérdida en la caja de grasas del primera,». «¿Con qué presión hemos coronado el puerto?». «¿Dónde ha dejado usted la Mallé?», hasta que volvían a su cena —casi siempre satisfechos— cuando el jefe levantaba la bandera, tocaba el silbato y, tras numerosos topetazos, la composición (vacía y sin demasiada emoción) se ponía en marcha hacia los depósitos de Caladrones. Cuando no se detenía era muy distinto; no salían al andén con el vino y las servilletas, sino que se mantenían en la línea del ventanal para observar el punto donde había de asomar el noble escudo negro de la máquina o el haz luminoso —no comparable a ningún otro— del fanal frontal que tras negociar la curva —como si saliera de un largo momento de aturdimiento en la noche— colocaría sobre ellos todo el peso de su insostenible mirada, alta e impasible, seguida del trepidante cortejo de metal y madera, de luces fugaces y torbellinos de papeles y nubes de polvo, vapor y arena que recibirían de espaldas, en el fondo orgullosos de sentir sus cuerpos golpeados por la correlación física de aquella inmensa fuerza del espíritu. «Va a conectar con el ascendente de Galicia, el 2015», dirá uno de ellos en el momento de volver a la mesa para proseguir la cena; «Hoy ha pasado como una exhalación», comentará don Tertuliano antes de llevar la copa a los labios. Solamente la visita nocturna al burdel (en uno de cuyos gabinetes celebraban una previa tertulia y solían cantar a coro, balanceándose en compañía de algunas chicas, Flor de té, entre copas de un champán de un precio más que razonable), les devolvería la seguridad de que la excursión no obedecía solamente a motivos inconfesables, y además de suministrarles un pretexto no susceptible de discusión, la adornaría con ese gusto por la virtud con que el pecador se recrea a la salida de sus desmanes.

En cuanto don Tertuliano supo que un tal Yarza había sido detenido y conducido al almacén de La Forestal, no lo pensó dos veces. Con el tal Yarza, un hombre que no vivía en Región y sólo estaba allí de paso un par de veces al mes, estaba asociado en unos negocios de camiones, graveras y otros suministros y transportes, pero su participación en ellos debía ser bastante exigua, motivada tan sólo como abono o recompensa por los servicios profesionales que le había prestado en algunos asuntos litigiosos con unos cuantos paisanos y pequeños propietarios con quienes Yarza comerciaba. Tertuliano Herencia era una de las personas más conocidas y respetadas de todo el valle; un hombre que tenía acceso a todos sus pueblos, caseríos y rincones, que gracias a una memoria fuera de lo común conocía todas las propiedades, las relaciones familiares, la manera de vivir de sus habitantes, sus fortunas y buen número de sus secretos; era una suerte de viviente registro de cuanto allí acontecía; doctor en leyes, ejercía su profesión apenas sin salir de su casa de dos plantas que habitaba desde antes de enviudar —hacía mucho de eso, una delicada mujer que trajo de fuera apenas gozó de cuatro años de un matrimonio que él nunca intentó ensayar de nuevo—, en compañía de un ama de llaves que cumplía todos los menesteres femeninos y un criado —al que decía odiar con toda fidelidad— que por las tardes actuaba como secretario, mecanógrafo, recadero y mayordomo. Su despacho en la planta baja era la mejor expresión de un caos que se puede conseguir tan sólo con papel. Cubiertas las paredes con estanterías donde se alineaban los Espasas, los Aranzadi, los Alcubilla, los Anales y los Manresa —en la más anárquica y lujuriosa miscenegación, en las más heterodoxas posturas—, todo lo demás estaba tapizado de papeles. Los folletos, los expedientes, los recortes, los escritos, oficios y sentencias cubrían todo el suelo, las dos mesas, un sofá chester con numerosas erosiones, los dos asientos de rejilla para los clientes y hasta su propio sillón, pues don Tertuliano, para mantener un punto del orden de las prioridades, acostumbraba a sentarse sobre sus papeles más urgentes y no era raro que estando despachando tuviera que levantarse para rebuscar bajo sus posaderas el escrito —arrugado por su peso— que un propio venía a requerirle, tal como estaba anunciado. O de debajo de las posaderas del cliente, obligado a levantarse por un momento con un educado «Usted me permite». En una comarca aficionada al pleito, Tertuliano Herencia gozaba del máximo prestigio entre los paisanos porque, como abogado, lo ganaba casi todo; debía ser tan competente que la última década había significado un cierto declive para su bufete, a causa de la desconfianza de algunos propietarios —los más aficionados al litigio— hacia quien no sólo lo ganaba casi todo, sino que, con un arte propio y ciertamente intransferible, todo lo simplificaba mediante una doctrina muy simple —la de «cualquier cosa antes que el Juzgado»— y un indiscutible talento para llevar la concordia a las partes querellantes, lo que con frecuencia no coincidía con sus deseos.

Hombre culto y cáustico, tenía verdadero gusto por la pluma y —haciendo uso de palabras como albalá, anticresis, hetría, torticero o acollonado— escribía en el más picante castellano —envidia de los Ruán y de don Severo, que difícilmente se expresaba con la palabra escrita— de aquella parte del país. Y, naturalmente, era aficionado, muy aficionado, a la política, que constituía el tópico mayoritario de su tertulia en el Club de Tenis, en los bajos adjuntos al Cuatro Estaciones. Y, naturalmente, en su juventud había sido admirador de don Alejandro, de cuya política estatal se sentía un tanto decepcionado en tanto mantenía íntegra toda su fidelidad a su política social. En cuanto don Tertuliano supo que aquel Yarza había sido detenido y se hallaba incomunicado en una celda de La Forestal, se presentó en el almacén sin más propósito que sacarle de allí, fuera como fuere y pesara a quien pesare. Agulló no podía sospechar que sus hombres se levantaran de sus asientos ante la presencia de don Tertuliano y le abrieran las puertas y le condujeran por los pasillos, incluso con saludos respetuosos. Todo su dispositivo se vino abajo ante la arrolladora entrada del tribuno que, sin siquiera tomar asiento, le dijo sin ambages qué le llevaba por allí. Ni siquiera Agulló acertó a encajar su cigarrillo en la boquilla de carey, un detalle imprescindible para que el visitante perdiera su aplomo. Pero don Tertuliano no podía olvidar que —a pesar de mantener con el reo una relación muy discreta y ser consciente de su catadura derechista— en un par de ocasiones Yarza se había unido a la excursión a Macerta y, de consuno con los demás, había admirado el paso de la Mallé. Eso bastaba; había oído de algunos desmanes perpetrados por la gente de Agulló —a la mayoría de la cual conocía y había ayudado en las huelgas del 34—, a los que no había dado demasiado crédito ni concedido mucha importancia, pero cuando adquirió la certeza de que en Región estaban ocurriendo cosas imperdonables (más o menos cuando salieron las dos columnas en dirección a Socéanos) y no perpetradas por gentes de fuera ni provocadas por un momento de arrebato, sino conducidas por una mano decidida a marcar todo el pueblo con su encono, no vaciló en poner de inmediato todo el peso de su influencia para restablecer un orden alterado por unos irresponsables. Lejos de quedar impresionado por la boquilla, don Tertuliano exigió la inmediata entrega del reo, así como una relación detallada de todos los inquilinos del almacén por si alguno de ellos podía ser considerado como su cliente y exigirle la prestación de sus servicios profesionales. Anastasio Agulló apenas pudo articular unas frases o unas palabras sin demasiada ilación: «Una investigación a fondo…, la Delegación de Orden Público…, el examen de responsabilidades…, el enemigo…». Agulló depositó la boquilla sobre el cenicero e hizo intención de consultar unos papeles que extrajo del cajón. Don Tertuliano desprendió el cigarrillo de la boquilla y, ante la mirada incrédula de Agulló, aplastó su brasa contra el cenicero. «Déjate de tonterías y entrégame a ese hombre», dijo, «y no me hagas perder más tiempo». Trajeron al reo, que tiritaba de frío, con una camisa abierta por el cuello, el pelo alborotado y una barba de cuatro días. Agulló, para al menos salvar algo de su prestigio, encendió otro cigarrillo que encajó de nuevo en la boquilla, sacó del cajón un folio cortado por la mitad, con unos encabezamientos y tres líneas escritas a máquina que, tras rellenar con su pluma un espacio en blanco, ofreció al reo para que firmase al pie. Don Tertuliano leyó el boletín —mientras el otro sostenía la pluma—, que dejó de nuevo en la mesa, para a continuación ordenar a su amigo: «No firme usted nada». Cogió del brazo a Yarza y se dirigió por última vez a Agulló: «Mañana quiero tener esa relación en mi despacho»; luego, y sin más, abandonó el almacén, no sin que los milicianos de guardia se levantaran a abrirle las puertas y desearle buenas noches[10]. Cuando después del incidente Agulló recapacitó sobre lo sucedido, decidió aprovechar la primera ocasión que se le presentara para aprehender a don Tertuliano, encerrarlo en una celdilla del almacén, vengar la afrenta recibida y restablecer un prestigio y una autoridad supuestamente lesionados por la incursión del abogado. Pero el abogado sabía a qué atenerse. Le aconsejaron que se escondiera, que como tantos otros buscara refugio en el campo, que, en última instancia, intentara pasarse por el monte al otro bando, pues de otra forma podía dar por seguro que sus días estaban contados. Pero el abogado sabía a qué atenerse. Optó por quedarse en casa, a la espera de la llegada matutina de la gente de Agulló, y ni por un momento cruzó por su cabeza la idea de hacerse con un arma. Si las suyas propias —dijo— no bastaban para defenderle, bien podía dar por terminada su carrera. Dos días después del incidente tuvo la osadía de enviar a su criado, Mariano[11], al almacén de La Forestal, provisto con un oficio sellado por el Comité y una carta propia, exigiendo a Agulló la entrega de la relación requerida. Mariano, como bien se puede imaginar, volvió con las manos vacías, pero con aquella añagaza don Tertuliano acertó a poner en un compromiso al cabecilla y a obligarle a refrenar sus impulsos como consecuencia del respaldo del Comité, fuera poco o mucho, que demostró tener. Un par de semanas después del incidente (por entonces las noticias que se recibían en Región acerca de los combates en la sierra no podían ser más confusas y ya empezaban a correr toda clase de rumores sobre la inminente entrada de las tropas de Macerta) se presentó en su casa Juan de Tomé, que también había sido detenido y llevado a La Forestal, de donde logró evadirse, tras permanecer allí cuarenta y ocho horas, gracias a una de sus astucias. La pintura que le hizo Juan de Tomé de la situación no pudo ser más tenebrosa; según él, a la vista de los rumores que corrían, Agulló estaba decidido a sacar a todos sus presos, con el pretexto de evacuarlos, y fusilarlos en una noche; se había propuesto, con la anuencia del capitán Andrés, liquidar el Comité y, tras hacerse con todos los resortes de la ciudad, establecer sobre ella un dominio incontestado que se iniciaría con una serie de razzias que no era difícil presumir por dónde habían de empezar. Aquella noche, entre don Tertuliano, Juan de Tomé, el señor Rumbal y el capitán Asián montaron la réplica a aquella amenaza. A la mañana siguiente don Tertuliano fue detenido, pero no por la gente de Agulló, sino por unas milicias al mando del capitán Asián y Juan de Tomé y trasladado, no al almacén de La Forestal, sino a las casas de Borques, junto al Fielato, donde, con su llegada, quedó inaugurada la segunda cheka de Región, rival de la primera. Cuando llegó a oídos de Agulló que una segunda cheka bajo el autoritario nombre de Servicio de Información y Censo del Comité de Defensa, se decidía a competir con su monopolio policíaco y contaba con armas y efectivos propios, tentado estuvo de resolver la rivalidad mediante una confrontación directa y cruenta en el momento en que los dirigentes más enérgicos del Comité y sus mejores fuerzas se encontraban en la sierra empeñados en la lucha con el enemigo común. Pero Agulló no era hombre de coraje ni sabía cómo manejar sus hombres en la calle y a pleno día; y en cuanto a la noche, una cosa era presentarse en un domicilio particular y llevarse una persona para justificar la rapiña y otra muy distinta tratar de forzar las casas de Borques, repletas de hombres armados a lo que le habían dicho. El capitán Andrés pareció no querer enterarse del asunto o, por lo menos, no quiso concederle la importancia que tenía, a pesar de que Agulló trató de convencerle por todos los medios de la suplantación de la personalidad del Comité por parte de unos individuos que no estaban acreditados para actuar en su nombre. Pero ¿por qué estaba acreditado Anastasio Agulló? Con creciente inquietud había venido observando el capitán Andrés las actividades de su lugarteniente y su ascendiente influencia, ganada gracias a una cierta licencia para el pillaje y a una total libertad de conducta, sobre unos hombres que lejos del campo de batalla se habían acostumbrado a sentirse los dueños de la ciudad a partir de la caída del sol. Una parte de ella —una parte exigua, aunque la más lujosa, por falta de tiempo para llevar a cabo un saqueo concienzudo— había sido expoliada por los asturianos; pero a pesar de tratarse de un pueblo pobre aún quedaban un par de relojerías (que hasta las de portal parecen de manera muy especial despertar, y en ocasiones satisfacer, el instinto predatorio de la masa alborotada, ansiosa de saldar con relojes la larga deuda de tiempo perdido en la miseria), unos cuantos comercios y almacenes, media docena de mansiones del barrio de la Colegiata y todos los pisos de la calle Císter y sus aledaños que recibieron las reiteradas visitas de las milicias del pueblo, tantalizadas por unas riquezas que no sabían disfrutar ni gobernar, nunca contentas con lo que se había llevado en la ocasión anterior. En julio los milicianos se dirigieron, en primer lugar, a los garajes, ofuscados por los coches, lo más codiciado de todo, de suerte que los primeros parados que provocó la revolución fueron chóferes y mecánicos que, salvo los que se sumaron a ella, pronto se vieron plantando patatas en pequeños huertos recoletos hasta que, llamados por los mismos que habían usurpado su oficio, de nuevo tuvieron que dejar la azada para reponer un palier o limpiar un delco. Cuando amainó la erupción automovilística, allanaron los pisos en busca de joyas y radios; no había en Región por aquel entonces más de cincuenta aparatos —casi todos de estilo ojival y dos botones, con un locutorio central gótico tardío que discretamente ocultaba al pequeño doppelganger con una pieza de terciopelo marrón—, un censo presidido por la gigantesca Waterkahn de doce lámparas, con gramola, orgullo de la casa Ruán, que en volandas salió de la casa de la calle del Potro y en volandas fue paseada —rodeada de fusiles— como una imagen de culto o como un aristócrata en su último viaje hacia la Concordia, demasiado ofuscado por la luz del día para reparar en los trompicones del carromato o en el griterío de la muchedumbre. (Su propietario, Ricardo Ruán, la vería alejarse calle abajo sin ninguna clase de pesar y acaso con cierto regocijo porque ¿contaba así con un irrecusable pretexto para retirarse por toda la duración del verano a Escaen, donde seguiría las vicisitudes de la revolución a través de su aparato de galena, tan aficionado a recibir toda clase de noticias ominosas?). Luego le tocó el turno al metal: de los candelabros (esa multitud de candelabros que como los prisioneros de guerra tienden a agruparse con los brazos en alto, que cobran una insólita envergadura en cuanto testimonios del expolio y ofrecen sus trabajados receptáculos en homenaje al sacrificio que aceptan como vicarios de un señorío fugado), ufanos del mal trato con que unos milicianos sin afeitar les sacarán del largo sueño en la penumbra de las vitrinas, de las cuberterías, de las bandejas y centros de mesa, reunidos por primera vez veinte años después de la boda; para terminar en los días de la porcelana y el cristal, las lágrimas de Bohemia enjuagadas en la cruda lana y las figurillas de Sévres prolongando su innecesario diálogo entre los cajones de un archivador, indicio de que para ellas —solidificadas en un ayer epigramático— ningún cambio de medio significará una alteración de la ridícula, risueña y complacida compostura, ni tampoco la amputación de un miembro.

Bastaron dos meses para que Agulló —empujado al mando al socaire de los asturianos, cuyos métodos aprendió a la perfección durante su estancia de cuatro días— se distanciara de los hombres del Comité y tanteara su propio camino —y el de unos pocos adictos— a través de la revolución; ninguna clase de amistad, afecto o fidelidad le unía al Manchado, de quien se decía subordinado tan sólo para contar con su protección ante una posible intervención del Comité en sus actividades y al que tenía tácitamente sobornado con una participación en su botín de guerra; muy probablemente nunca habló de ello, y ni siquiera lo insinuó, pero ya para aquel entonces se había fraguado la leyenda del tesoro que Agulló había acumulado con sus correrías y que había escondido en una granja custodiada por sus hombres y que —cómo no— llegó a oídos del capitán Andrés. El afán de mando que desde siempre había marcado el carácter del capitán Andrés, que le llevó a mantener las distancias con sus superiores y subordinados (hasta la llegada de la misión Lamuedra, cuyos hombres representarían a sus ojos el poder total), a no mezclarse sino muy encima en las actividades del grupo de La Forestal y a —por temor a la mirada del viejo Constantino, que desde lejos podía seguir sus pasos y pedirle cuentas de cualquier abuso— aparentar desinteresarse del famoso botín, en la seguridad de que cualesquiera que fueran las añagazas de Agulló seguiría bajo su férula y control siempre que él supiera conservar el poder de las armas, había de concluir en un cierto aislamiento en los días en que salieron para la sierra las dos columnas y quedó poco menos que dueño absoluto de la ciudad. Sabía que una ocasión como aquélla no se le presentaría dos veces; que afianzándose en el mando y manteniendo junta a su gente, unido eso al inevitable desgaste que habían de sufrir los hombres y las fuerzas despachadas a Socéanos, podía convertirse en la primera fuerza de Región, no sólo la más numerosa y coherente, sino la que por estar ocupando la posición central gozaba de las mejores oportunidades para subordinar a las demás y adquirir el control del Comité al que aspiraba a convertir en un órgano consultivo, sin mando directo sobre los diversos organismos apresuradamente bosquejados aquel verano. Sabía también que no gozaba de un tiempo ilimitado, pues cualquiera que fuera el resultado de los combates en Socéanos la llegada del invierno había de imponer un alto en las hostilidades y la vuelta, antes de la Navidad, de las unidades allí destacadas; para sus adentros, tenía que reconocer que nada sería tan contrario a sus propósitos como una decisiva victoria en la sierra y el regreso de los capitanes —y en particular Mazón— con tan cualificado ascendiente, por lo que las primeras noticias que llegaron a Región acerca de unos resultados nada reconfortantes no hicieron sino incrementar su confianza y desdeñar la rivalidad —simultánea con aquéllas— que había surgido entre dos sectores de la guarnición a su mando; y, por último, empezaba a comprender la irreversibilidad de las situaciones de hecho, la necesidad de abandonar los mandos colegiados, la obediencia voluntaria e involuntaria que inspira la fuerza armada y la imposibilidad en tiempo de guerra (y tal vez en tiempo de paz también) de oponerse a ella si sabe sujetar y manejar sus armas con firmeza. No era un hombre romo el capitán Andrés, después capitán Fernández y antes el Manchado. En contraste con otro tipo de capitanes que en aquella contienda surgieron espontáneamente del pueblo y, sin mucha o ninguna preparación, al mismo tiempo que las armas tomaron el mando y lo ejercieron con el ejemplo de un coraje y una resolución en pocas ocasiones acompañados de ingenio y destreza, el capitán Andrés no era un hombre echado para adelante. Era ambicioso pero no atrevido, y conocía mejor la meta a la que quería llegar que el camino que tendría que recorrer para alcanzarla; de esa suerte, si en la previsión de los acontecimientos inmediatos se situaba por lo general por delante de sus colegas y compañeros de armas, en cambio, su consumación le sorprendía siempre un poco detrás de ellos, en el momento de tomar una decisión un tanto tardía y con frecuencia innecesaria. No se atrevió a suplir la vacante de Espejo, que él mismo había provocado, con uno o dos hombres de su entorno, Barroso o Agulló, tanto porque el resto del Comité pudiera revolverse contra tales designaciones y posteriormente contra él, como abusos de un hombre lanzado a la adquisición del poder y dispuesto a coparlo con su camarilla personal, cuanto por recelos hacia aquellos dos hombres que a su sombra habían adquirido un relieve considerable y que, llegado el momento, podían tratar de equipararse a él desde sus respectivos puestos o de eliminarle por cualquiera de los procedimientos que había practicado contra sus adversarios o vecinos incómodos. Se ve, una vez más, que en tales circunstancias y con vistas a la resolución de los propios propósitos el pensamiento ha de ser simple y la acción rápida y concluyente; que no se puede nadar y guardar la ropa; que el tiempo consumido en medir las ventajas o inconvenientes de un cierto acto puede ser tiempo perdido, cuando bajo el artificioso equilibrio del balance bulle el futuro; que toda opción es una aventura y que no prevalecerá quien anteponga su seguridad y pretenda embarcarse en ella sin correr grandes riesgos; y que quien se lanza a la conquista —sea del poder, sea de lo que sea— lo hará tanto mejor si no cuida sus espaldas.

La presencia de Tertuliano Herencia y otros hombres muy significativos en las casas de Borques, detenidos por la recién nacida brigada de Juan de Tomé, vino a levantar toda clase de sospechas en las oficinas de La Forestal, donde la influencia de las juventudes socialistas y comunistas se hizo más evidente en las primeras semanas del otoño. A medida que se fueron perfilando las tendencias y afiliaciones políticas de unos y otros —y que más que proceder de antiguas militancias se produjeron, en la mayoría de los casos, como consecuencia de la necesaria asociación a un partido de todo individuo dispuesto a participar en la beligerancia (y por la misma razón que todo individuo deseoso de disfrutar del espectáculo de un deporte difícilmente puede dejar de ser partidario de un club o un as), o del abandono a regañadientes de una neutralidad a duras penas conservable en tiempos tan comprometedores, o como refugio en el mal menor ante el crecimiento de un grupo o una ideología vistos con desagrado, o para salvar con un carnet un pellejo contrariado e indeciso, o a causa también de una sincera conversión, transmutación frecuente en una atmósfera ozonizada por tantas descargas doctrinarias de uno u otro signo— se fue impersonalizando la tragedia, encomendada no a héroes, sino a representantes de las diversas facciones, pero sin que en el reducido escenario de una pequeña ciudad de provincias semejantes libreas acertaran a encubrir plenamente a las personas que con ellas se cobijaban. Un cierto autor ha venido a describir la Guerra Civil en Región como una reproducción a escala comarcal y sin caracteres propios de la tragedia española. Sin embargo, ha olvidado o desdeñado el hecho de que toda reducción, como toda ampliación, concluye, se quiera o no, en un producto distinto de la matriz, no sólo formado a veces de una sustancia diferente, sino en el que —a causa de la diversa elasticidad de sus ingredientes en el momento de ser dimensionalmente alterados, aun conservando la homotecia general entre los dos todos— ciertos componentes ejercen sobre el conjunto un influjo que es distinto según sea su dimensión. Si a ello se añade que cuanto más reducido y menos poblado es el campo de la tragedia, mayor influencia tendrá el héroe o el individuo (aun cuando la propaganda montada en torno al líder pretende hacer creer todo lo contrario), se admitirá que la transformación homotética de un fenómeno histórico nacional para la representación del mismo a escala local provocará las suficientes deformaciones como para proveer una imperfecta e inexacta composición. De la misma manera que el grano de la película sólo brota en la fotografía a partir de cierta ampliación, el individuo sólo es perceptible en un campo reducido; en el paso siguiente sólo se verán granos o sólo individuos, desvanecidos los vínculos de luz y sombra que los unen o separan en la visión de conjunto. Se pensará, por tanto, que la elección de la distancia focal es esencial para obtener el cuadro que se desea; se concluirá, sin embargo, que cualquiera que sea esa distancia —y tal vez elegida al azar— se obtendrá un cuadro y sólo uno, ni más exacto ni falso que cualquier otro, más o menos satisfactorio para el ojo que lo contempla y más o menos concordante con la curiosidad que le llevó a contemplarlo. Hacia el final de verano todos los protagonistas de la lucha tenían un apellido político, para la beligerancia toda independencia había quedado anegada por la afiliación, pero aun en Región prevalecían los nombres propios cuyo historial había de ejercer tanta influencia como la de los vectores ideológicos. O quizá más, mucha más. Ciertamente don Tertuliano podía ser considerado como un antiguo y abierto simpatizante del partido radical cuya representación pública y cuyas cabezas más conspicuas se habían desvanecido con el primer gobierno socialista que tomara sobre sí las cargas y responsabilidades de la guerra; de ahí cabía colegir que el partido radical —y todos sus simpatizantes— habían abandonado la causa republicana para elegir la neutralidad o el exilio o ambos a la vez, cuando no su alineación con la pequeña burguesía pendular que tras la algarada del Frente Popular se inclinaba —cada día con mayor ángulo— hacia la restauración monárquica; y de ahí a buscar, perseguir, encarcelar y a veces ejecutar a todo miembro o abierto simpatizante del partido radical, no había más que un paso; el mismo tratamiento recibirían no sólo los miembros o abiertos simpatizantes de cualquier partido que no hubiera entrado a formar parte de la coalición formada a principios de septiembre en torno a Largo Caballero, sino todos aquellos ciudadanos con una cierta notoriedad —aunque sólo fuera la de su desahogo económico— que no hubieran entrado a formar parte de los partidos u organizaciones que habían otorgado su apoyo o habían entrado a formar parte del Gobierno de Largo Caballero. Si una revolución social obliga a todo ciudadano a entrar en la política activa, lo quiera o no, ¿a qué no obliga una doble revolución como la que sacudió el país en julio del 36? Pero así como la revolución permite —y más que permite, impone, pues hasta en los momentos de mayor agitación social la política será cosa de unos pocos que no toleran así como así la entrada de advenedizos en el club de los dirigentes— la pasividad de todo el cuerpo popular cuyos intereses dice defender, con todo ahínco extorsiona la indiferencia política de las clases adversarias, en pos de una movilización total que no deje espacio alguno a la neutralidad. Tal es el desiderátum de una revolución, una vez asentada: las clases propias deben volver al trabajo, con toda normalidad, en tanto las enemigas deben agitarse a fin de ser hostigadas; y así sólo en los tiempos de agitación social proliferan los enemigos del pueblo, hundidos en el sopor de la siesta y en las poltronas de los casinos en tiempos de paz, o atentos al naipe de la cuñada en torno a la mesa camilla. Tertuliano Herencia podía presumir de constituir un caso límite de la acusación: hombre que no poseía grandes bienes ni intereses, que toda su vida había hecho gala de una encomiable independencia respecto a los poderes públicos y las fuerzas vivas, había dedicado el ejercicio de su profesión —el más activo en su especialidad en toda aquella tierra— a la defensa de los intereses de los más débiles; se sabía de numerosas ocasiones en que se había negado a prestar sus servicios a determinados clientes para determinadas causas que no se acomodaban a sus puntos de vista, con la consiguiente renuncia a unos satisfactorios honorarios, y de su costumbre de pasar tan sólo una factura simbólica a quien se viera en la necesidad de hacer un sensible sacrificio para abonar el baremo; hombre cáustico y a su manera vividor, bienhumorado, no hacía ningún alarde de ello y dotado de un envidiable pudor hacia toda clase de patetismo no renunciaría al cinismo para ocultar, bajo la capa del provecho, su vocación y sus afinidades: «Porque no hay como los pobres —decía— para pagar a punto y bien». Republicano de toda la vida, hijo de un campesino hacendado que lo había puesto todo en la educación de su hijo y que si hubiera sabido lo que era la república, habría sido republicano: «Con lo cual yo habría salido monárquico, monárquico de toda la vida, como lo era mi padre que, afortunadamente para mí, no sabía lo que era la monarquía; porque nada podía ser más estimulante que llevarle la contraria a mi padre», acostumbraba a decir. A pesar de sus simpatías por el partido radical —y más que por el partido radical por la figura bigotuda de don Alejandro—, siempre había mirado con una especial ternura a los jóvenes que intentaron revitalizar —movidos por cualquiera sabe qué capricho— el partido federal y con sumo agrado —y un cierto apoyo— había seguido la campaña que como candidato de ese partido emprendió Eugenio Mazón para los comicios del otoño del 33, acompañado de aquellos decadentes amigos que lograron por espacio de unos meses poner y mantener en marcha aquel Lagonda que nadie se explicó nunca de dónde había salido. Aquellos jóvenes le hicieron gracia a don Tertuliano y no dudó en sumarse a algunas de sus correrías, a los insensatos actos con que intentaron animar el valle aquel otoño predicando doctrinas tan poco apropiadas al lugar y a la época como aquellas de la «futilidad del padre» o la «imperiosa necesidad del desengaño». Tampoco dudó en tomar la palabra en algún mitin o en algún banquete, antes de que el capitán Asián echara a volar su pájaro que dondequiera que fueran era el número más aplaudido; no dudó en lanzar al viento algunas frases arrebatadas, siempre en defensa de la belleza; no dudó en salir en defensa de la mujer, y no en busca —venía a decir— de un reconocimiento tardío ni en pago de una antigua deuda cuyos intereses estaban por ver. No dudó a la hora de poner de manifiesto sus predilecciones ni a la hora de acusar, de denostar y de ironizar. Para aquel grupo de jóvenes un tanto decadentes que optaron por abandonar Región al final del bachillerato y corrieron a Salamanca, Madrid, Barcelona y hasta París (y sólo uno había de volver con el título de licenciado), que sabían todo lo que pasaba en el mundo y lo último que se llevaba aquí o allá y todo lo ignoraban acerca de su tierra, a la que volvieron con la llegada de la República a recabar fondos familiares para iniciar y financiar sus heterodoxos y poco recomendables proyectos (uno quería montar un taller de fotografía, otro pretendía rodar un documental, un tercero se dedicaría a la peletería, sólo uno de ellos decidió quedarse en casa y sumarse al negocio familiar), don Tertuliano no sólo era una fuente inagotable de conocimientos que les abrió los ojos respecto a los secretos de todo orden que su tierra escondía, sino que —un año después de aquellos famosos comicios— les introdujo en los medios, sobre todo en la cuenca minera, que trataron de hacer causa común con sus hermanos cisregionatos para reproducir en Región la revolución de Asturias. La cosa no pasó de una explosión de palabras ruda y rápidamente sofocada por la contundente actuación de la Guardia Civil que se llevó a alguno al cuartelillo, a la salida del cual decidió volver a Madrid o a Barcelona donde al menos se podía respirar. El movimiento no se reprodujo en el 36, sin duda, porque la mayoría comprendió que en aquella ocasión la sanción no se limitaría a una breve estancia en el cuartelillo y, por esa razón, la segunda (o tercera) revolución de la década se tuvo que llevar adelante sin la cooperación de sus hijos más cosmopolitas y, por consiguiente, sin excesiva exaltación lírica[12]. Pese a su sagacidad, el primero en caer en la trampa fue Anastasio Agulló, demasiado seguro del poder que ostentaba y del miedo que inspiraba para vislumbrar el cerco que se estaba montando en torno a La Forestal desde la ciudadela de Borques. Allí habían quedado confinados Tertuliano Herencia, Antonio de Mena, Julián Burgos, otros hombres bastante conocidos y otros más cuyos nombres nada significaban para La Forestal. Pocos días después —y con lo que a todos había de parecer una evidente desgana y por un procedimiento nada apremiante— el capitán Andrés exigiría la disolución de la milicia, la entrega de los reclusos y su traslado a las dependencias de La Forestal, a lo que desde Borques se le replicó —con un lenguaje asaz firme— que solamente se accedería a ello si así lo disponía el pleno del Comité de Defensa y a cuyo efecto se propuso una convocatoria del mismo que habría de celebrarse a la vuelta de unos días, habida cuenta de la ausencia de tres de sus miembros. No sólo querían ganar tiempo. El capitán Andrés no tenía el menor deseo de ver aparecer por Región a los ausentes y aceptó la condición, convencido de que mediante un pucherazo en el colegio de los Escolapios podía ahorrarse el asedio o el ataque a las casas de Borques —una elección que correspondía con su carácter exigente e indeciso— y dispuso la fecha para la celebración de la reunión al mismo tiempo que tomaba a su cargo el envío de las citaciones a los miembros ausentes de Región, incluido el viejo Constantino. Sus adversarios contaban con que con cualquier subterfugio evitaría tales comunicaciones, así como con el corte y control de las carreteras y el bloqueo de todas las salidas en dirección a la sierra. En previsión de ello, Enrique Ruán fue apresuradamente despachado a Bocentellas con una carta de Herencia para Constantino, en la que el abogado le instaba a acudir a Región a la mayor brevedad para asistir a la mencionada reunión, donde podía ponerse en juego la suerte de varias personas, amigos suyos algunos de ellos, y la misma existencia del Comité; también había recibido Ruán instrucciones para seguir hasta el puente de Doña Cautiva para establecer un contacto directo con Mazón y explicarle la gravedad de la situación, no sólo la de los hombres reunidos en torno a Tomé y los reclusos de La Forestal, sino la de cualquier persona no adicta a Agulló si el pueblo entero caía bajo la férula de su camarilla. Pocas horas después de que Ruán abandonara Región subrepticiamente, la gente del capitán Andrés había dispuesto controles en todos sus accesos, lo que no impidió que dos hombres burlaran su vigilancia para tomar el camino de Sepulcro Beltrán por la dirección de Juelves y a fin de llevar a Timoner la misma clase de mensaje. Aun cuando por otra vía el mensaje llegó a su destinatario, con notorio retraso y cuando éste, enzarzado en el combate, bastante tenía con cuidarse de sí mismo y de su tropa, de aquellos dos individuos nunca se volvió a saber nada, pero si fueron aprehendidos por el enemigo, muy posiblemente despertaron la curiosidad y activaron la vigilancia de sus patrullas, lo que para Agulló y sus secuaces había de tener unas consecuencias definitivas.

Ruán no encontró al viejo Constantino en su refugio de Bocentellas; su mujer le hizo pasar al comedor y, con una niña en brazos, le explicó que su marido había salido aquella mañana de madrugada y que no le esperaba hasta el día siguiente; no supo decir hacia dónde se había dirigido, pues no era su costumbre dar cuenta cabal de sus viajes; aun cuando hubiera aceptado la casi paralización de sus canteras, serrerías y obras, no dejaba de visitarlas periódicamente como en tiempos normales, a fin de mantener su orden y conservar lo que era digno de ser conservado; su mujer suponía, con todo, que había ido a Región, pues algo había oído de que necesitaba ver al Manchado. Una vez en la puerta, Ruán dudó sobre el camino a seguir; acudieron a su mente todos los rumores que tiempo atrás habían circulado acerca del apoyo de Constantino Marcos a su antiguo encargado, de su doble juego en el Comité y de la neutralidad que había simulado para encubrir su complicidad con la política emanada desde La Forestal, y vino a pensar que la crisis provocada por los hombres fortificados en las casas de Borques le hubiera decidido a quitarse la careta para hacerse con el mando en aquel preciso momento, pasado el cual, si los vientos soplaban a favor del Manchado, bien podría vaticinar que habría perdido toda posibilidad de mantener su dominio o su ascendiente sobre él; o sin llegar a tales extremos, podía muy bien acudir a Región a prestar su decisivo apoyo al Manchado, a instancia de parte, para resolver a su favor el cisma. Por entonces no pasó por su cabeza la idea de que Constantino fuera a Región movido por una idea muy distinta. Si eso era así —pensó Ruán—, de nada le había de servir volver a Región en busca de Constantino, un hombre lo bastante obstinado, artero y equilibrado como para rehacer sus pasos una vez tomada una decisión de tal trascendencia; si eso era así, la gente de Borques podía despedirse de la ayuda del viejo y, con tal convicción, decidió obedecer el plan previsto y seguir hacia el puente de Doña Cautiva para, al menos, recabar y conseguir el apoyo de Eugenio Mazón, cualquiera que fuese su situación. En el puente —a donde llegó ya de noche— se encontró con una guarnición cuyo jefe, un hombre al que no conocía, el camarada-señor Pou, no sólo tenía instrucciones de no revelar el paradero de su superior y del grueso de la columna, sino que, sin tomar en consideración las escasas referencias y credenciales de Ruán se permitió detenerlo e incomunicarlo mientras no recibiera otras instrucciones al respecto.

Entretanto en las casas de Borques hasta don Tertuliano iba de aquí para allá con un mosquetón al hombro, requiriendo a unos y otros explicaciones sobre su manejo. Se había calado una boina negra hasta las cejas, al cuello se había anudado un pañuelo verde, se había abrochado un cinturón de reglamento con dos cartucheras y con su ostentórea presencia pronto todo el pequeño arrabal adquirió una tonalidad garibaldina. Hasta se hicieron una foto de grupo, con don Tertuliano sentado en el centro y los más jóvenes subidos a las sillas del fondo o tumbados en el suelo en ambos extremos, obedientes a ese inevitable mimetismo al monumento patriótico de que adolecerá la estampa más revolucionaria[13]. Habían adelantado un poco sus líneas hasta ocupar las casas de la revuelta de la carretera desde donde podían observar toda la ciudad y detectar cualquier movimiento procedente de ella y dirigido hacia el arrabal del Fielato. Pronto llegaron los primeros avisos, el anuncio de que los hombres de La Forestal estaban ocupando los balcones y terrazas del barrio de la Colegiata, el campanario de ésta, los sobrados y tejados del barrio de las Ollas y el piso alto del colegio de los Escolapios, donde habían emplazado telémetros, ametralladoras y morteros. Aun con todo eso, para alcanzar las casas de la revuelta les sería preciso ascender en descubierta a lo largo de unos doscientos metros una media ladera que no ofrecía otros abrigos que los olmos de la carretera; desde aquel punto el asalto final a las casas de Borques podía ser más comprometido aún: un monte raso sin ninguna clase de vegetación ni accidente, con una fuerte pendiente, convertía el Fielato y las casas aledañas en un glacis inexpugnable al ataque de la infantería, batida en toda su carrera por los Mausers apostados tras las ventanas, con sus minas caladas al 6. Contaban, además, con un par de ametralladoras Vickers enfiladas hacia la revuelta de la carretera, desde donde era más corta la carrera del asaltante, y unas docenas de bombas y granadas de fabricación casera, así como unos cuantos bidones de gasolina, y con todo ello esperaban poder resistir el asalto de los forestales por espacio de unas veinte o treinta horas, pasadas las cuales solamente podría salvarles la gente de la sierra venida en su rescate.

Aquella noche —y tras mil vicisitudes, tanto para escabullirse del cordón de vigilancia de los forestales como para franquear el paso a través de las guardias de las casas de la revuelta— llegó a Borques el capitán Asián, con malas noticias. Según había oído decir por el pueblo —y de labios de personas que lo habían escuchado directamente del Manchado— en la sierra se estaban desarrollando combates muy encarnizados, sin que hasta el momento pudiera aventurarse su resultado. De acuerdo con la experiencia y el olfato del propio Asián eso quería decir, sin más ni más, que las cosas estaban muy posiblemente tomando muy mal cariz para Timoner, Estanis y Mazón, por lo que no parecía razonable esperar ayuda de ellos más allá de un plazo prudencial. Según su cómputo, en aquel momento Ruán tenía que haber localizado ya al viejo e incluso había dispuesto del tiempo necesario para llegarse hasta el Puente, por lo que si no llegaban noticias de los interesados tras un lapso equivalente al consumido, tendrían que dejar de contar con la asistencia requerida. Las próximas horas serían críticas, y antes de cruzar el primer disparo —pensaba Asián— era preciso reconocer que si los acontecimientos tomaban aquel sesgo, su resistencia en las casas de Borques dejaría de tener sentido y no contribuiría sino a agravar la situación, pues a un Manchado (de nuevo empezaba a evaporarse el nombre de capitán Andrés) advertido del descalabro en la sierra le bastaría mantener aquel no declarado asedio para obtener su rendición, y con ella todo el dominio y control de la ciudad. Entre los cuatro de Borques —Tomé, Herencia, Asián y de Benito, que pronto comprendieron que era mejor no mezclar al señor Rumbal en el pleito— surgieron aquella noche las consabidas diferencias sobre el partido a tomar. A todos se había adelantado don Tertuliano, quien, sin abandonar el mosquetón, insistió en que no habiendo sido confeccionado por su madre con carne de mártir en modo alguno se sentía dispuesto a entregarse para salvar a los demás, gesto por otra parte inútil, pues no hacía falta ni ser un lince ni haber parido a Agulló para comprender que si entraba en Borques allí no se salvaba ni el apuntador. Por lo cual, vino a sugerir, o se definían por la defensa a ultranza, pasara lo que pasare, o cargaban los trastos y se iban con la música a otra parte, esto es, salían de escotillón para escapar de allí hacia Sepulcro Beltrán, y desde este punto seguir a El Salvador, para reunirse con la gente de Timoner o de Mazón o la que quedare… No parecían los otros tres muy dispuestos y conformes con aquella doble propuesta que, en cualquiera de sus dos variantes, se traducía en una entrega de Región al Manchado, si bien la primera requería una previa inmolación que a nadie apetecía demasiado. En éstas surgió la cuestión —planteada por Juan de Tomé— previa: la pregunta que durante toda una vida asolará a un filósofo y por unos instantes sosegará al cazador; la que se hace el hombre que persigue un objeto y, tras un giro desconcertante, se detiene a preguntarse si se habrá enterado (el objeto) de que es objeto de tal persecución y —por ende— si vale la pena emprender una persecución que al perseguido no afectará tal vez jamás. Con ello sólo quería decir que acaso las diferencias —vistas desde el lado del Manchado, Agulló y Barroso— no hubieran llegado hasta el punto de tener que dirimirlas con las armas; que quizá valiese la pena intentar una embajada cerca del Manchado con vistas a llegar a un acuerdo para restablecer la autoridad del Comité y crear conjuntamente una comisión con mando sobre todas las fuerzas de Región, en tanto se incorporasen los miembros ausentes. En tales discusiones se hallaban cuando oyeron los primeros disparos, bastante lejanos, un picado de fusilería sin acompañamiento de otras armas. Dijo don Tertuliano: «Cada uno a su puesto», y todos corrieron a ocupar el suyo correspondiente, con esa firmeza de última hora que empaña y deja atrás la confusión de la que nace.

No había para qué. En sus puestos permanecieron por espacio de varias horas, atentos a los guiños de las tinieblas y los susurros del silencio, en ese larvado estado de la espera y envueltos en el algodón de sus voces quedas; de la misma manera que el individuo aquejado de un incipiente dolor (y todo dolor que se abre paso poco a poco esconde tras su aparente benignidad la amenaza implícita en su larga y oculta gestación, la gravedad de un proceso que sólo se manifiesta y despliega cuando está cierto de provocar daños irreparables) para desmentirlo o restarle importancia a sí mismo se dice que los síntomas se producían desde siempre y el nuevo estado no es consecuencia del nacimiento de un mal, sino de una agudización de la sensibilidad que agiganta los fantasmas que rodean a todo estado de salud, y a ese fin sin llegar a recrear el pasado aporta del ayer los testimonios que necesita para esa prueba, pero cambiados de signo, para dar importancia a lo que antes no la tenía y apreciar una magnitud que hasta entonces era insignificante, se decían que aquellas descargas de fusilería procedían de grupos incontrolados de forestales que no sabían ni estarse quietos ni divertirse de otra manera que jugando con sus armas y se producían todas o casi todas las noches —a la hora en que sube la fiebre del enfermo— sin que hasta entonces se hubieran molestado en percibirlas, en cierto modo acostumbrados a aquel crónico y nocturno malestar que al adquirir una intolerable proporción les reafirmaría —por si tuvieran necesidad de hacerlo— en su decisión de hacer cuanto estuviera en su mano para conjurarlo y devolver al pueblo la salud y la fortaleza precisas para luchar contra aquel segundo mal. Habían instruido a los hombres apostados en las casas de la revuelta, que en caso de que se produjera el asalto no intentaran una defensa a todo trance; que abrieran fuego sobre los asaltantes desde el primer momento, pues en cuanto éstos abandonaran sus posiciones en el arrabal se encontrarían al alcance de sus fusiles; que sólo disparasen a tiro hecho y ahorrasen munición y que, antes de sufrir bajas, en cuanto considerasen que el ataque tenía una cierta consistencia se replegasen al amparo de la carretera hasta el Fielato donde se les esperaría, presta la defensa. Recibieron las primeras luces del día en aquel estado de alerta, con la sobria y tiritante embriaguez de una vigilia inútil y un corazón que late en el vacío, demandando más sangre. A duras penas sabían dónde estaban, qué tenían que hacer salvo calentar algo, comer algo, hablar lo menos posible para conservar el calor, el valor y el candor de una recién adquirida supervivencia adiestrada por una suplente de la muerte. No fue tanto la mañana (una mañana plomiza, de cristales empañados y goterones negros) la que abrió un nuevo paréntesis de paz y sosiego, sino las sedantes e inexpertas columnas de humo de las chimeneas de Región que quemaban sus reservas de carbón y leña ajenas a la guerra, obedientes tan sólo a una antigua costumbre. Uno de ellos —tal vez Jorge de Benito— que tras sacudirse la modorra decidió ceñirse el correaje para recorrer los puestos y comprobar el buen estado de las guardias, encontró a don Tertuliano tumbado en un pequeño y desvencijado sillón, con el mosquetón entre las piernas estiradas y abiertas, la cabeza caída y la boca entreabierta, sumido en un sueño acompasado por ese ronquido despreocupado del viajero que dormido sabe que su destino está todavía lo bastante lejos como para turbar su reposo. Con cuidado de Benito retiró el mosquetón de entre sus piernas, lo dejó en un rincón de la estancia y cubrió las piernas y el pecho de don Tertuliano con una de tantas mantas que había por allí.

No consideraron conveniente discutir sus próximas decisiones en tanto durmiera don Tertuliano. Ni siquiera lo mencionaron. Cada cual se mantuvo en su puesto (sin duda ocupado en esas minúsculas divagaciones que aprovechan los momentos de impuesta soledad y espera para introducirse en la mente de todo guerrero) y no relajaron la vigilancia. No les despertó la fusilería. El ronquido de unos motores y unos golpes de puertas les sacaron de su sopor y cuando unos y otros quisieron darse cuenta de lo que ocurría ya estaba el zaguán del Fileato ocupado por unos cuantos hombres armados que abrieron paso al viejo Constantino, seguido del capitán Fernández. Su propósito no era otro que la inmediata convocatoria, en aquel mismo local, del Comité de Defensa para las deliberaciones concernientes a la evacuación y defensa de la ciudad, a la vista de las noticias que se estaban recibiendo de la sierra sobre los combates que allí se estaban desarrollando. De acuerdo con tales noticias, no confirmadas, los nacionales se encontraban ya a tiro de fusil de la casa del Perdón y el Puente de Doña Cautiva, donde se estaba reorganizando la defensa del valle con todos los elementos operativos de las columnas de Mazón y Timoner, reagrupados bajo el mando del primero; un despacho del propio Mazón, recibido a primeras horas de la tarde, exigía el inmediato envío de refuerzos a fin de concentrar entre el Puente y Congosto, el punto más apto para la contención del avance enemigo, la mayoría de los recursos disponibles aun a despecho de dejar materialmente indefensa una ciudad demasiado vulnerable como para hacerse fuerte en todo su perímetro. Aunque el despacho no lo decía, era opinión de Mazón —transmitida verbalmente— que si la defensa en el sector elegido cedía ante la presión enemiga, las tropas de Brémond (un coronel al mando de una fuerza mucho más considerable que la que se había supuesto) podían entrar por la calle Císter en las próximas cuarenta y ocho horas.

En un alarde de cierto civismo, el viejo Constantino había decidido pulsar la opinión de todos sus colegas antes de acceder al envío de tales refuerzos, maniobra que sería llevada a cabo por el capitán Fernández con todos sus hombres en pie de armas, con excepción de una compañía retenida en Región en funciones de policía. No porque significara el fin de la crisis, que en buena medida habían protagonizado, ni porque trajera consigo el alejamiento del Manchado y sus elementos más agresivos, todos los allí presentes —sin siquiera detenerse a sentarse, sino al paso y de pie por pasillos y rellanos— se mostraron conformes con el envío de los refuerzos al Puente de Doña Cautiva, y entre otras razones porque semejante solución les había de ahorrar, después de tres días seguidos de agitación, zozobra y vigilia, el trabajo de los preparativos de la defensa de su pueblo, dejada en manos de un destino libre de representar su comedia en una ribera del río Torce. Hay ocasiones en que la historia adopta un cierto itinerario a causa del cansancio de unos protagonistas que no se molestarán ya en leer el letrero del poste de la encrucijada, cuando el sueño o la fatiga del jinete dejan a la cabalgadura la elección de un último rumbo que se acepta de antemano, cualquiera que sea el punto al que conduce; ocasiones en que, en un postrer instante decisivo, la dejación pasa a ocupar el puesto que ha dejado vacante el denuedo, con su cuenta saldada en la indiferencia.

Uno de los hombres del Manchado le contó a Juan de Tomé cómo el viejo Constantino se había presentado en Región alarmado por las noticias que directamente del frente le habían llegado a su refugio de Bocentellas y que él cuidó de detener para transmitirlas personalmente en evitación de que cundiera un posible pánico; cómo la noche anterior se habían producido las primeras deserciones, unos pocos actos de violencia y algún derramamiento de sangre; cómo en cuanto llegaron a sus oídos aquellas alarmantes noticias, los primeros en abandonar Región —en dirección a Juelves—, en dos coches, fueron Agulló, Barroso y unos pocos secuaces[14], sin posibilidad de llevarse consigo aquel quimérico y comprometedor tesoro, escondido, según la leyenda, junto a la encina de una alquería próxima a Etán, que daría lugar a numerosas pesquisas y búsquedas hasta muchos años después; cómo el Manchado ante la nueva situación dejó a un lado sus aspiraciones y se puso de manera incondicional a las órdenes del viejo Constantino y cómo éste, como primera medida, tomó posesión de las oficinas de La Forestal, en pleno desbarajuste, donde solamente trabajaba el señor Ponce, como si allí no hubiera pasado nada, y donde tuvo las primeras noticias del estado de cisma surgido en las casas de Borques y al que, sin pérdida de tiempo, decidió poner fin.

Cuando sin necesidad de reunirse en una sala a deliberar, por consenso de todos se resolvió proceder aquel mismo día a la concentración de todos los hombres aptos para las armas en el campo de La Forestal, a la inmediata requisa de bastimentos y pertrechos y a las primeras disposiciones para la evacuación de la ciudad y su gobierno tras la partida de la columna, prevista para el día siguiente, alguien se acordó del viejo alcalde republicano, alejado de sus funciones y recluido en su casa desde los sucesos de julio, a fin de que volviera a asumir su función y devolviera a la villa el carácter de ciudad abierta, el más conveniente ante una posible entrada del invasor. Y se decidió también que nadie mejor que don Tertuliano —amigo, contertulio y compañero de toda la vida del viejo alcalde— podía encargarse de tal embajada que debería hacerse a la mayor brevedad para que el mandatario recogiese el encargo —de los mismos que le habían alejado del poder— y de una vez apartara la villa de los horrores de una guerra cuya suerte se había de jugar lejos de su circunscripción. Don Tertuliano seguía dormido. Fue Constantino a despertarle y le sacudió el brazo; entreabrió los ojos en un lugar que no reconoció, como el fraile aragonés que despertó tras tres siglos de sueño para encontrar su convento como lo había dejado, pero no así su memoria; acaso como resumen de una de tantas visones escatológicas de que debió gozar durante su breve soñarrera, antes de abandonar para siempre las casas de Borques y recluirse para el resto de la guerra en su vivienda de dos plantas, colmado de una experiencia a la que nada podía añadir y de la que extraería su inesperada profecía (que alguno recordaría con estupor dieciséis meses más tarde), saturada del esoterismo que destila una fórmula constituida por dos sentencias heterogéneas que tal vez se unen en un punto fuera del entendimiento, en esa tierra de nadie entre el impenetrable misterio y la razón práctica por donde discurren los sueños y hacia donde —con los cautelosos pasos con que se dirige el cazador hacia el escondrijo de su futura presa, temeroso de levantarla antes de tiempo— se encaminará la ciencia del alma, y sin incorporarse del sillón y mientras se desabrochaba el correaje, dijo: «Lástima de música; se acabó el papel de la caballería».