El único que podía aportar noticias frescas y fidedignas acerca de lo que estaba pasando y se estaba urdiendo en el otro bando era Juan de Tomé. Más de uno le acusaba, no sin cierto fundamento, de hacer la guerra por su cuenta, de aplicarse a ella con una mentalidad aventurera y propósitos de especulación, de malgastar su tiempo y sus efectivos en operaciones que no rendían el menor fruto y de extremar su afición a las incursiones en territorio enemigo, difícilmente justificables por lo que el Comité obtenía de ellas, unas cuantas noticias y algunos artículos de lujo que ya era imposible encontrar en la plaza. Pero cuando se trataba de obtener información sobre lo que ocurría al otro lado de las líneas —y hasta en Macerta— todo el mundo recurría a Juan de Tomé, aun cuando en primera instancia nunca se supiera dónde encontrarle ni fuera fácil dar con él. Casi todo el año lo consumía en la montaña, incluso los días más crudos, entre un puesto y otro y sin dejar nunca noticia de su siguiente paradero. Sólo en contadas ocasiones bajaba a Región, y aun así prefería hacer noche en la clínica del doctor Sebastián, no lejos del cruce de la carretera de El Salvador, de forma que cuando el Comité —del que no formaba parte— o cualquiera de sus miembros deseaba hacerle llegar algún despacho o instrucción tenía que contar con una semana, por lo menos, para que estuviera en sus manos. En cuanto a la respuesta, podía volver al cabo de un mes, cuando ya el interesado desesperaba de recibirla, cuando había desarrollado sus planes con independencia de la información requerida, pero que una vez recibida acostumbraba a ser tan valiosa que obligaba invariablemente a modificarlos para adecuarlos a una situación muy distante de los supuestos sobre los que habían sido trazados. Nadie le preguntaba cuáles eran sus fuentes de información, sus contactos, sus posibles agentes, sus métodos de infiltración y los caminos de paso que utilizaba —él o sus hombres— para cruzar las líneas y pasar al otro lado. No era hombre que estaba libre de toda sospecha y periódicamente tenía que ver cómo se levantaba contra él, desde uno u otro ángulo del descontento, el derrotismo o la desconfianza, cualquiera de las muchas acusaciones parásitas relativas a la parte oculta de su doble personalidad. Se sabía de cierto que había cobrado dinero por pasar gente al otro bando, que había traficado con joyas, valores, noticias y vidas y se daba por seguro que cualquiera que fuera el resultado de la guerra tenía garantizada —y de manera segura y desahogada— la supervivencia. Y como colofón se decía que gentes así eran necesarias en cualesquiera circunstancias. Era pequeño y rubicundo, que por su expresión redonda y cara de gato desde siempre se había ganado fama de hombre astuto y de pocos escrúpulos, acaso también porque siempre se le veía de paso; así que nada raro tenía el que de tanto en tanto se le acusara de especulador, enemigo del pueblo, agente del capital, confidente del rebelde y hasta representante en Región de los intereses de la Banca Rothschild; todo un currículum que para sí hubiera querido Juan de Tomé.
Con ser tan distinto de él, compartía con Estanis dos caracteres: que no se aliaba con nadie y que solamente Eugenio Mazón parecía gozar de cierto ascendiente sobre él; como contrapartida casi siempre procedía de Mazón la defensa de Juan de Tomé, tras la acusación casi invariablemente formulada por el lado de Julián Fernández, y que por una razón desconocida para él y para muchos —y que daría lugar a toda clase de conjeturas (la mayoría de las cuales hacían referencia a secretos negocios entre ambos)— encontraría la muda réplica o la manifiesta repulsa del viejo Constantino, siempre lo bastante seguro de su poder como para blandirlo solamente en casos extremos, cuando la importuna insistencia de su hombre de confianza le obligaba a hacerle callar, para que no siguiera adelante, con un simple gesto de la mano. La ayuda que en momentos comprometidos le podía prestar un aliado tan fuerte no podía ser más preciosa, sin duda, pero la convicción compartida por muchos de que entre ellos existía una relación secreta que a todo trance Constantino trataba de ocultar o disimular, no dejaba de acarrearle serios inconvenientes, no tanto en los momentos críticos cuanto para la consecuencia diaria de unos asuntos envueltos siempre en cierta penumbra. El más afectado sería él mismo, por ser el primer beneficiario de la confianza del viejo; era el único que sabía que tal confianza no respondía a ningún entendimiento ni pacto secreto ni podía atribuirla al pago de una vieja deuda; tiempo atrás le había hecho un servicio —ciertamente un servicio confidencial y no demasiado limpio, un asunto en el que se mezclaron faldas y dinero—, pero no de tal importancia como para asentar sobre él una definitiva devoción o ese constante apoyo que en más de una ocasión pondría en entredicho sus limpias intenciones; por eso sería Juan de Tomé el primer sorprendido ante las enérgicas intervenciones del viejo para cortar las habladurías o las veladas acusaciones basadas en testimonios poco fiables y el primero en comprender que semejante actitud le obligaba —en mucha mayor medida que las suspicacias que pudiera levantar en otros peor dispuestos hacia él— a vigilar su propia conducta y tener siempre a punto una justificación que le ganase el laudo del viejo. En su ignorancia llegó a suponer en ocasiones que el viejo tenía la certidumbre —en contraste con otros, que sólo abrigaban sospechas— de que mantenía tratos regulares con gente del otro bando y que su, con frecuencia tácito pero a veces manifiesto, apoyo no era sino su velada manera de jugar al otro paño, es decir, la desesperada opción de ganarse un aval en el campo de los vencedores para la eventualidad de perder la guerra y caer en sus manos[3]. ¿Sería aquello suficiente para que por la cabeza de Juan Tomé pasase aquella idea y se decidiese a aceptar los riesgos que traería consigo el primer y más tímido intento de iniciar tales tratos? ¿O tal idea sólo tomó cuerpo de intención cuando averiguó el paradero de Marré Gamallo y se convirtió en su tutor primero, más tarde en su protector y por último en su perseguidor?
En Región, como en cualquier otro punto del territorio dominado por la República, nadie se atrevería a mencionar la terrible eventualidad que, sin embargo, pesaba —y de manera muy abrumadora— en el ánimo de todos, aunque de muy distinta manera. No en balde la guerra a lo largo de año y medio y tomada en su conjunto constituía una larga serie continua de retrocesos y reveses, atemperados por algún que otro éxito local en ningún caso lo bastante considerable como para cambiar su tono y su sino. Tan sólo los más altos responsables, ejecutivos y dirigentes mantenían —a tenor de sus palabras y alocuciones públicas, y sin duda sus puestos, cargos y compromisos les impedían expresar unas opiniones privadas en contradicción con aquéllas— una fe en la victoria a prueba de cualquier contingencia, pero para aquellos que no tenían por qué dar a sus opiniones otra importancia que la derivada del miedo a la represalia y se limitaban a cumplir órdenes y atenerse a los rigores de la disciplina bélica, para aquellos que aún sabían observar con alguna imparcialidad el curso de los acontecimientos, aun cuando sus creencias y deseos se mantuvieran del lado menos favorecido por éstos, en aquel su tercer año de calendario la guerra no presentaba otra salida que la derrota republicana, una vez roto el precario equilibrio inicial tras la liquidación de la bolsa del Norte con la caída de Gijón. Ni siquiera ese tan cantado milagro que puede obrar la voluntad de un pueblo revocaría el anticipado veredicto que condenaba a la República tras aquella caída; es más, cuando se empieza a airear la palabra milagro es que el fin ya está a la vista.
Aun cuando en Región hubiera altos responsables, ejecutivos y dirigentes no lo eran a escala peninsular. Tampoco la llegada de la delegación encabezada por el teniente coronel Lamuedra (formada por hombres de rango medio, sin ninguna clase de notoriedad) les indujo a incrementar sus ínfulas y a creer que con ello se ampliaba el territorio de su influencia. La geografía y algunas vicisitudes les habían empujado a emprender una guerra local, y aun cuando estuvieran uncidos al carro de la República y ya no les quedara otra opción que sufrir su misma suerte, todos sus actos estarían dictados por un destino de su exclusiva incumbencia y del que Madrid o Valencia serían testigos —amistosos sin duda—, pero difícilmente partícipes. Así pues, podían pensar y hablar (los responsables y dirigentes) con otro grado de libertad que sus colegas en el Gobierno y no tenían por qué sentirse atados a ese voto de silencio (de silencio íntimo, esa decisión de ahogar la palabra en cuanto trata peligrosamente de aparearse con otra) que exige una lucha por la supervivencia ni coartados por esa abnegada e intransigente credulidad que impone una doctrina rigurosa. Pero es que además por ser local la guerra en Región era muy distinta a como la pensaban y consideraban los responsables y dirigentes. Salvo muy pocas excepciones —salvo las revueltas campesinas, en último término—, la guerra en una comarca apartada y atrasada viene siempre de fuera, es un regalo más del gobierno y la capital, una irrupción de lo moderno en el reino de la anacronía; sin que nada nuevo haya ocurrido dentro de sus límites de repente la comarca, una mañana de julio, se encuentra en guerra; la palabra es demasiado gruesa como para que se pueda restar su importancia aun cuando no haya recuerdo de la anterior, y el inmediato precedente se reduce al lamento de unas madres en una estación, cuyos hijos marchan para servir en Marruecos; nadie sabe qué se debe hacer en tal caso ni cómo se presentará, por detrás de las tapias: picas enhiestas y metales empavonados, un gallardete, el chirrido de las llantas sobre el golpe manso de los cascos de un escuadrón en la dura membrana del adoquinado, más allá de una esquina, y un cornetín; la guerra sin muchedumbre ¿cómo toma cuerpo? Las huertas, las fachadas, los cantiles, los caminos ¿acaso sin mudar su semblante no han comprendido que desde hace pocas horas se hallan en guerra?
La guerra en Región comenzó con la voz de la radio; luego dos camionetas, atiborradas de hombres (y alguna mujer) que agitaban banderas rojas, salieron del barrio de las Ollas; al mediodía se habían sumado en la plaza de la Colegiata unas cuantas más, procedentes de la cuenca, y el viejo autobús Saurer, que hacía la línea de El Puente, repleto de mineros que enarbolaban sus picos y algún mosquetón requisado al guarda jurado; primero pareció una feria del motor de ocasión, luego un carnaval colorado con el que se proclamó el triunfo de la República que aquellos que hubieran podido y querido impugnar prefirieron aceptar para esconderse y huir cuanto antes. El comienzo de la guerra fue la salida de los guardias del cuartelillo, hermanados de grado o por fuerza con el pueblo para recorrer de nuevo las calles, con los tricornios ladeados y cogidos por los brazos, sus miradas frontales animadas de la gélida y alelada alegría de quien acaba de transponer de vuelta el umbral de la muerte; el comienzo de la guerra fue la salida de los padres escolapios, de uno en uno y de esquina a esquina —como en los tiempos de Montecristo, cubiertos con extrañas gabardinas y guardapolvos y tocados con gorras y boinas caladas hasta las orejas tan sólo para confundir a la oscuridad— a una hora alta de la noche, mientras en el extremo de la calle bullía la fiesta y el agrio flamenco subía un semitono en torno a una farola encendida; fueron las contraventanas cerradas de las mansiones de la calle del Císter, una tras otra, y el súbito y definitivo silencio con que concluyeron los insistentes ejercicios de unas manos que nunca más volverían a ensayar una sonatina de Hummel, que no volvieron a aporrear el teclado, sino para acompañar con brío y torpeza, tres años más tarde, un himno piadoso o una marcha legionaria, ensayados con sordina por un tímido índice rebelde durante las interminables tardes de tres años de claustro; fue la retirada apresurada de las palmas de los balcones y los Sagrados Corazones de las puertas, los ecos nocturnos de descargas lejanas, mientras en la esquina batían palmas, y el sofocante calor de un salón rigurosamente cerrado: la alfombra recogida en un rollo tras el sofá y todos sus tresillos, sus vitrinas, sus dos germánicos guerreros de bronce, su piano, su araña y sus inocentes paisajes enfundados en blancos lienzos, quién sabe si para preservarlos durante el largo interludio, para ahorrar a sus cándidas miradas los horrores de la guerra, para ocultar su magnificencia a la siempre temida visita de los milicianos o —premonitoriamente— para cubrirlos definitivamente con su último sudario, que lejos de protegerlos en su viaje al más allá y permitir su fácil reconocimiento al guardián de la puerta del ámbito de los bienaventurados, había de encubrir su transformación en cenizas, vestigios y residuos de una época incomprensiblemente borrada tras el mismo tirón que intentara su resurrección, tres años después; porque ya nada contendrían; porque sin que nadie supiera cómo durante el plazo de la guerra alguien —una mano sin músculos o ese tránsfuga paso de una peste enigmática que no deja más huella de sí que el despojo— les había hurtado sus pertenencias y devorado sus materiales: no sólo el hueso de las teclas y las lágrimas de cristal de roca y las porcelanas de las vitrinas y hasta el tapizado y la gutapercha de los sillones para mostrar su esqueleto y dar salida a unos lunáticos muelles sin disciplina, que encontrarían su estupefacto y alabeado fin en su primera efusión, sino todo aquello (sobre todo palabras) que allí debería haber vuelto para recuperar su medio y su acomodo, tres años después. Hubiera podido ser de otra manera, de la manera más opuesta (porque la guerra en Región sólo podía ser civil), pero fue así a causa de la agitación provocada por una radio y un par de camionetas, y la pusilánime inhibición de quienes hubieran preferido que fuera de otra manera.
Menos de diez días después se cruzaron los primeros disparos en torno al puerto de Socéanos. En contraste con Región y toda la ribera del Torce, el contiguo valle del Lerna y su capital natural, Macerta, abrazaron la causa de la rebelión porque así lo quisieron los mandos del Regimiento de Ingenieros allí acantonado. Un comandante y dos capitanes que se declararon leales al Gobierno legalmente constituido y trataron por unas horas de disuadir de su locura a sus compañeros de armas, fueron encerrados en sus respectivos despachos, con una pistola de reglamento y una bala para cada uno, que ahorraría no sólo a sus familias y apellidos la mancha de la traición, sino también a sus colegas la repugnancia por el derramamiento de sangre a propia mano y el necesario arresto de oficio de las armas —en un momento en que todas eran necesarias— con las que llevarlo a cabo. Mientras el coronel y sus próximos colaboradores, una vez firmemente asido y retenido el mando de la tropa, corrían a sus despachos para ordenar y ejecutar las numerosas actividades de una jornada tan intensa y completa (y entre ellas la redacción y transcripción a máquina, con varias copias, del bando que debía ser leído aquella tarde desde el balcón del Ayuntamiento, el inventario de los bienes de cocina por el capitán de semana, el estado de aplicación de todas las armas, el recuento de la munición, las órdenes a la tropa para encontrarse en todo momento en perfecto estado de revista, la eventual ocupación por diferentes destacamentos del Ayuntamiento, la casa de Correos y Telégrafos, la centralilla de Teléfonos y la estación de ferrocarril, la vigilancia de todas las carreteras y accesos, así como la preparación de la misa de campaña del día siguiente, domingo, y el posterior desfile con escuadra de gastadores y música), tres retenes permanecieron en los pasillos en espera de los tres fatales disparos. Los dos primeros sonaron pronto, pero el comandante se hizo esperar. Ya habían retirado los cadáveres de los dos capitanes cuando el grupo de oficiales y clases empezó a impacientarse ante la demora del comandante. Acudieron a la puerta de su despacho más oficiales y clases y cundieron las discusiones sobre la decisión a tomar, a la vista de una situación que no podía prolongarse sin grave daño para las actividades de la jornada en las que todos estaban empeñados. Sin embargo, los partidarios de tumbar la puerta y tomar sobre sí la responsabilidad de despachar al otro barrio al moroso comandante fueron contenidos por los más prudentes, quién sabe si los más tímidos también, los que todavía confiaban en haberse embarcado en una aventura que apenas haría correr la sangre. Al fin un brigada de O. M., no forzosamente el más fanático, sino tal vez el que tenía por delante una más apretada jornada de trabajo y veía con aprensión cómo se le escapaban las horas, se decidió a aporrear la puerta para, sin faltarle al respeto, suplicar al comandante una mayor diligencia: «Mi comandante», dijo con la oreja arrimada a la hoja de la puerta y metiendo la voz por el ojo de la cerradura, «que es para hoy». Algunos —como reconocieron más tarde en las discusiones que siguieron al suceso, antes de que la máxima autoridad de la plaza prohibiera todo comentario sobre el mismo bajo pena de arresto mayor— percibieron los ruidos de unos pasos y unos prolongados suspiros. «Mi comandante…», quiso insistir el brigada de O. M. Una voz apagada, pero firme, replicó al otro lado de la puerta: «No pretenderéis que me vaya de este mundo sin haber concluido mis oraciones». En el nutrido grupo que esperaba en el pasillo surgieron los murmullos, se cruzaron diferentes y mudas miradas, y a la postre todos terminaron por asentir y conceder al comandante el plazo para ultimar sus oraciones, empero nadie se retiró hacia sus ocupaciones; incluso acudieron más oficiales y clases, curiosos por presenciar el desenlace. Ante una segunda espera más larga que la primera los más impacientes empujaron al brigada a que repitiera su instancia (con palmadas en la espalda, codillazos en los riñones) y así lo hizo: «Mi comandante, ¿a qué clase de oraciones está usted aplicado?». La respuesta se hizo esperar, sin duda para no interrumpir la plegaria. La misma voz apagada —y más lejana—, pero entera contestó: «Un rosario que le tenía prometido a Santo Domingo desde el día que senté la plaza actual y una salve a Santa Áurea cuya festividad celebramos hoy». «¿Le falta mucho, mi comandante?», preguntó el brigada. «Un par de misterios nada más, hijo mío, y la salve», contestó el comandante con esa familiaridad que en los momentos supremos sabe suprimir las distancias jerárquicas y apea a los interlocutores de los tratamientos. Unos minutos después se oyó un sonoro Amén y al poco tiempo el disparo, un tanto apagado y lejano, por lo que los asistentes dedujeron que el comandante había enguantado el cañón de la pistola antes de aplicárselo a la sien o a la boca. Entraron en tropel, obstaculizándose unos a otros; la mesa había sido arrimada a la pared y despojada de todo papel y utensilio, como un altar; tan sólo en su centro un crucifijo dominaba todo el ámbito; el archivador y la silla habían caído bajo la ventana y la pistola yacía en el centro del suelo de baldosín, rodeada de unas desiguales gotas oscuras, pero sin charco de sangre. La ventana estaba cerrada. Lo que no encontraron por ningún lado fue el cuerpo del comandante; se precipitaron detrás y debajo de la mesa y el archivador y luego volvieron sobre sus pasos, para mirar hacia atrás con incredulidad como siempre que delante ha quedado frustrada una expectativa; allí no estaba el cuerpo del comandante. Luego se asomaron al pasillo y al patio, a través de la ventana, sin ningún resultado.
El enigma no se resolvió nunca a pesar de que sus compañeros de armas pretendieron zanjarlo haciendo pública la noticia de su suicidio, cosa que no hicieron con los que realmente se suicidaron. Durante toda la guerra se hablaría (por lo bajo) de aquel comandante fantasmal, ubicuo y decidido a cobrarse venganza sobre sus compañeros de armas que le habían encerrado en su despacho y obligado a despojarse de su vida; se le llegó a llamar, en ambos bandos, El Furtivo y a atribuirle algunas acciones (irrupciones inesperadas, escaramuzas, venganzas de sangre, misteriosas desapariciones y hasta ataques a la retaguardia) que nunca quedaron suficientemente explicadas; y hasta se dijo que colaboraba con la causa de la República desde el más allá, quizá la única colaboración de esa clase providencial con la que contó[4]. La autoridad militar prefirió echar tierra sobre el asunto que —aparte de la vergüenza— produjo un cierto retraso en el abigarrado programa de actividades de aquellas jornadas, una cierta desorganización y alguna dispersión de fuerzas, así como la pérdida de buen número de horas en la infructuosa búsqueda del Comandante Furtivo; y aunque oficialmente reconocida su desaparición —la cual en cierto modo no podía ser más conveniente para quienes la motivaron—, el enigma no dejó de pesar durante mucho tiempo en la mente de todos los causantes, sobrecargado con ese plus de inolvidable agravio con que se reviste toda injusticia que no ha podido ser consumada.
Un comienzo tan poco halagüeño no podía dejar de tener fatales consecuencias para otros sospechosos. Con prioridad a cualquier otra diligencia —y tras el desfile del domingo— el mando decidió consolidar su posición y convertir Macerta y el valle del Lerna en un bastión de su causa, sin ninguna clase de enemigo interior, mediante una campaña de limpieza que empezando por el barrio de la estación y el perímetro trabajador se extendería hasta las más fermentantes alquerías y los más hirsutos caseríos de la montaña. Más de dos meses había de durar la represión —y el consiguiente éxodo— al término de los cuales hubo de ser frenada por la merma de fuerzas ocasionada por su envío a otros sectores del noroeste, urgentemente reclamado por jerarquías superiores al coronel con mando en plaza. Por todo ello solamente en la primera decena de septiembre empezaron a lanzarse y oírse los primeros gritos macertanos en pro de la «liberación de Región», una aspiración que no dejaba de estar emparentada con una vieja rivalidad local auspiciada por la oportunidad única de cobrarse esa clase de gratuita venganza, que no responde a ninguna afrenta anterior, sino que se alimenta de un despecho que ni siquiera es histórico, sino meramente verbal. Un banderín de enganche organizado por falangistas —multiplicados en dos meses a una tasa conejera, acogidos a todos los tonos posibles del azul oscuro y a todos los géneros capaces de soportar el tinte en veinticuatro horas— y supervisado por las autoridades militares, inició la formación de una insolente Columna que henchida de ardor patriótico se dispuso a liberar a la tierra hermana (o prima hermana) de su martirio a manos de la horda roja.
Tras la algarada camionera que comenzó el 18 de julio, la revolución en Región hubiera quedado en nada, de no ser por la llegada de un caravana de coches —pintarrajeados con todas las siglas proletarias y anarquistas— procedente de Asturias, con una veintena de verdaderos revolucionarios decididos a enardecer los ánimos un tanto tibios de la clase trabajadora local. En realidad fueron a saquear; para empezar, se instalaron en las oficinas de La Forestal, donde instaló su sede un llamado Comité Revolucionario —precursor antinómico del Comité de Defensa— decidido a limpiar el pueblo de fascistas y restituirle sus bienes robados durante siglos de propiedad privada. Pero tenían prisa, porque emporios mucho más ricos que Región esperaban impacientes su visita antes de su regreso a su tierra para poner fin al sitio de Oviedo. Así que se limitaron a efectuar una docena de saqueos —en las casas más notables—, unos cuantos paseos y un par de incendios. En el último momento, casi con los pies en los estribos de los coches y encendidos los motores de las camionetas cargadas con su botín, un soplón les informó del tesoro de la Colegiata, formado por unos cuantos cálices y ostensorios de plata, algunas casullas y un valioso crucifijo de marfil de la mejor época. Las puertas de la Colegiata habían sido cerradas y cuando se supo que los asturianos estaban dispuestos a echarlas abajo faltó poco para que se formara un cordón de protección. Pero cundió el miedo; un muchacho del pueblo, que había acompañado con gran entusiasmo a los asturianos en sus correrías, se presentó en el taller de Recio para llevarse aquel pesado marlo con que de un golpe se cortaban redondos y pletinas; el encargado se negó a ello, hubo golpes, lo dejaron malherido y, al fin, se llevaron el marlo, con el que reventaron la falleba de la puerta principal de la Colegiata, donde no encontraron un solo cáliz ni objeto de valor. En vista de eso, prendieron fuego al retablo del altar mayor, de madera policromada del siglo XVII, de autor anónimo, y, con el incendio, parte de la cubierta del ábside se hundió. Media hora después la caravana se alejaba por donde había venido, llevándose las mejores riquezas del pueblo y los cuatro o cinco regionatos que habían colaborado en el saqueo[5]. Pocos días después, a instancias del señor Rumbal, profesor del Instituto de Enseñanza Media, y en un aula de éste, se procedió a la creación del Comité de Defensa de Región, una de cuyas misiones, según la carta fundacional redactada con cierta altisonancia por aquél y escrita a mano por su mujer, sería «la defensa del patrimonio regionato contra cualquier intento foráneo de expropiación». Así pues, una vez cometidas sus primeras y más innecesarias depredaciones, una vez liquidados unos cuantos terratenientes y administradores, un encargado de minas, un ferretero de mucha solvencia, el dueño de una imprenta y, allá en una aldea privada, un cura, una vez confiscados los bienes de La Forestal y colectivizadas las granjas de la vega, una vez averiadas seriamente —y sin posibilidad de una rápida reparación chapucera— las seis camionetas y los cuatro coches requisados (pues el de Eugenio Mazón, en contraste con su propietario, hacia quien debía guardar un muy justificado rencor a causa del inapropiado trato que había dispensado a semejante querubín —empero un tanto añejo— de la manufactura manual automovilística europea —nada menos que un Lagonda descapotable de la mejor época saxofónica—, desde el primer momento rehusó toda colaboración con el Gobierno del Pueblo y apenas alteró su continente —impertérrito ante las amenazas— para poner bien claro de manifiesto que no andaría un solo metro, ni siquiera a empujones, para dar el servicio que fuera a los incalificables patanes que le habían echado la mano encima, para permanecer inmóvil en aquel rincón de la antigua huerta, rodeado de altos hierbazos y hojas de virulentos nabos silvestres, como dando a entender que ante el desorden que imperaba en aquellos días, o incluso en aquellos años, también él optaba por el contrasentido de retirar su metálico, mecánico y casi espiritual organismo a vegetar en aquellos ancestrales pastizales donde antaño se habían alimentado sus precursores, aquellos seres de tiro pertenecientes a una edad que, al nacer él, debía haber quedado definitivamente sepultada), y una vez recogidos los piquetes de milicianos a sus verdaderos menesteres de taberna y flamenco, una vez convenientemente reducida la vida de Región a la escasez, el miedo (el miedo moderno sobre el miedo antiguo, albarda sobre albarda) y el rumor, la actividad de la horda roja se reducía poco más que a las reuniones del Comité de Defensa en su sede del colegio de los Escolapios, más confortable que el Instituto, y a la parcial y paulatina puesta en ejecución de las sucesivas medidas tomadas por dicho organismo.
El Comité de Defensa —como queda dicho— había sido creado por inspiración de Aurelio Rumbal, catedrático de Física y Química del Instituto, en los últimos días de agosto y en plenas vacaciones, tras aprovechar una siesta del portero, que amenazó con llevar la queja hasta las autoridades académicas si volvía a producirse el desacato. Ante la actitud poco amistosa de aquel portero —que además amenazó con soltar unos perros mudos y temibles que criaba en una dependencia del patio y que, al parecer, sólo emitían un tenebroso amago de ladrido, precursor de grandes desgracias, cuando olfateaban el grisú, por lo que seguían siendo muy apreciados en las pocas minas que se mantenían en producción en el valle—, se decidió, en cuanto se supo que los frailes habían abandonado subrepticiamente su caserón, trasladar el Comité al Colegio de los Escolapios, con la esperanza de convertirlo en el Smolny regionato. Allí también había otro portero (mucho más amable, que vivía con su mujer y una hija atrasada mental), que dispensó a los revolucionarios una acogida muy favorable y de inmediato les dio a conocer su plan, elaborado durante muchos años y con gran esmero, para incendiar el edificio, una robusta pieza de cuatro plantas, de piedra, ladrillo y estructura metálica en las cubiertas, bien diseñado y construido como para resistir los embates de un fuego de aficionados. Las primeras sesiones del Comité —al que asistía un número de personas que oscilaba entre cinco y quince— se consumieron y dedicaron a las sucesivas ponencias de aquel hombre humilde y servicial, que mantenía el edificio en orden y limpieza intachables, y sabía atender al Comité con unos cafés de malta y achicoria, unos bizcochos y unas galletas que los frailes, en su huida, habían abandonado en la despensa. Pero en cuanto había servido a cada miembro su taza de café, repartido las cucharillas y pequeñas servilletas y distribuido el azúcar, trataba de colocar sus planes para, empezando por el Colegio de los Escolapios, incendiar el barrio viejo para luego pasar a incendiar el barrio de las Ollas, luego terminar de incendiar la Colegiata y, por último, incendiar el barrio bajo, y por ese orden consumar el completo incendio de Región de manera científica y en un plazo no mayor de diez días. Hacerlo en menos tiempo —explicaba— suponía la renuncia a la seguridad de incendiarlo todo, pues si en medio de una ciudad incendiada quedaban algunos edificios sólo parcialmente incendiados y rodeados de cenizas ¿quién se habría de preocupar luego de incendiar unos restos que habiendo resistido a un primer fuego poco menos que se habrían convertido en incombustibles? No —explicaba de pie ante un Comité sentado que no abría la boca y, con pesadumbre, trataba de vislumbrar los secretos del futuro en los posos de achicoria en el fondo de las tazas—, era preciso seguir su plan si se deseaba obtener un resultado plenamente satisfactorio: empezar por el barrio alto para luego seguir por el de las Ollas. El fuego ¿no tiene tendencia a subir, no será mejor empezar por abajo para luego, por sí mismo, consumir toda la destrucción?, preguntaría algún imprudente. En absoluto, replicaría el portero con mucho énfasis, y en eso estriba todo el arte del incendiario: «Al fuego, señores, hay que dominarlo porque es menor de edad, un niño maleducado que devora lo primero que apetece para dejar el plato salpicado de bocados que no le han atraído». El primer deber del incendiario —decía el portero, sin hacer grandes gestos, como quien explicara unas elementales normas de profilaxis ante un respetuoso auditorio— es saber educar y dominar el fuego, enseñarle a devorarlo todo, y eso lo puede hacer tan sólo —añadía— el hombre frugal y casto, que a sí mismo se impone lo que no necesariamente desea para los demás. Durante aquellas primeras sesiones ni siquiera el señor Rumbal, catedrático de Instituto y el más locuaz —sin lugar a dudas— de todos los miembros del Comité, acertó a hacer callar a aquel hombre visionario que ya veía llegado el momento de purificar por el fuego una tierra y una civilización malditas. «Cuando todo Región no sea más que un montón de pavesas —decía el portero— seguiremos por la vega y pegaremos fuego a los huertos, los molinos y hasta los caballos». «¿Y las cabras?», preguntaría alguno, hecho a la idea de dedicar toda la sesión a aquel asunto. «Las cabras también; lo primero de todo las cabras. Pienso que deberíamos quemar las cabras incluso antes que el colegio». «Podríamos quemarlos a la vez», insinuó otro. El portero debió entrar en trance: «Excelente idea, muy acertado, señores; naturalmente —musitó—, el colegio y las cabras al mismo tiempo ¿cómo no se me había ocurrido antes?». Su mirada quedó transfigurada. «Ya veo…», comenzó, y todos los miembros del Comité —incluso los más recalcitrantes y los menos dispuestos a perder su tiempo— retuvieron su aliento ante la visión escatológica del portero: vio, en primer lugar, la conventual fachada del colegio envuelta en llamas y oyó cómo el rugido tempestuoso del incendio concertaba con el balido de miles de cabras arrejuntadas en la cuarta planta que, subidas unas encima de otras sin dejar de mirar hacia atrás, observaban con sus ojos amarillos el vacío a sus pies antes de optar —las más atrevidas y convertidas en tizones— por el salto mortal con el que, por una desesperada extrapolación de su confianza en su agilidad, creyeron encontrar su salvación para toparse en el pavimento con la muerte que siempre habían desafiado en los riscos, mientras las cerchas metálicas de las cubiertas, retorciéndose de dolor, se abatían sobre un torbellino de chispas y una humareda negra que despedía un sofocante e insoportable tufo a lana cruda quemada; luego vio cómo, reunidos ante su vista en un solo diorama, todos los molinos del Torce escupían lenguas de fuego por sus ventanas al tiempo que el fosforescente caudal del río manaba por sus socaces, como para dar a entender que investidos de aquel sacerdocio ni siquiera con su sacrificio llegarían a consumar la concordia y las nupcias de los dos elementos enemigos, y paseó luego su mirada por el Hurd y por Mantua para contemplar cómo sus montes ardían y ardían los pastores y se elevaban al cielo con los brazos en cruz, animados por el impulso volátil de sus pellizas convertidas en alas de fuego que los transportarían hasta la sede de sus padres los Titanes y después, con decencia, decoro y cierta vergüenza, recogió el servicio del café, las cucharillas y las servilletas y se retiró a las cocinas del colegio para permitir, una vez más, que el Comité deliberara sobre los asuntos del día y tomara las medidas que creyera oportuno tomar.
Esas medidas sólo empezaron a tener efectividad cuando se tuvo noticia, en la última decena de septiembre, de la ocupación por los rebeldes del puerto de Socéanos. Inmediatamente el Comité inició la organización de una fuerza —mediante la adquisición de armas en Asturias, la recluta de hombres a lo largo de todo el valle y la incorporación a filas de cuantos tránsfugas en edad militar procedían de tierras ocupadas por el enemigo—, que había de recuperar el puerto y arrojar al invasor a la otra vertiente. Los primeros combates en el puerto de Socéanos tuvieron lugar en los primeros días de noviembre, entre dos heteróclitas columnas que, habiendo salido de Macerta y Región, se enfrentaron en los altos de la sierra que las separa. Los hombres de Región, a las órdenes de Eugenio Mazón y Luis I. Timoner, apenas sumaban el millar, pues la mayoría de la milicia, a las órdenes directas de Julián Fernández en el momento en que todavía el viejo Constantino rumiaba sus dudas, permanecería en la ciudad en calidad de guarnición y en previsión de un ataque enemigo por el oeste, más organizado que el dirigido desde Socéanos. Salieron en dos columnas, una madrugada cubierta de nubes, la primera mandada por Mazón, la segunda por Timoner; desde el punto de partida optaron por itinerarios diferentes: la primera tomó la carretera de Asturias, por la margen derecha del río, para alcanzar cuanto antes el puente de Doña Cautiva y hacerse fuerte allí, a fin de controlar el empalme de la carretera que, por El Salvador, asciende al puerto de Socéanos, el más probable eje de penetración del enemigo; la segunda debía tomar el camino de montaña que, pasando por Sepulcro Beltrán, enlaza directamente Región con El Salvador. Las últimas noticias que en Región se habían recibido de aquel pueblo eran muy confusas; según unos, estaba en poder de los falangistas; según otros, por allí habían pasado un par de días para llevarse todas las existencias alimenticias y un par de paisanos cogidos como rehenes; según unos terceros, en El Salvador —aquel pueblo semiabandonado y en ruinas— no había asomado la guerra ni se habían escuchado otros disparos que los que delataran el despertar primaveral del Numa. La primera columna salió de Región de madrugada, precedida de una camioneta con unos veinte hombres del Batallón de Estanis y un blindado de fabricación arrabalera —sobre el chasis de un histórico Hispano— que, abriendo la marcha, debían actuar como punta de lanza en caso de toparse con las patrullas enemigas. La lanza quedó pronto mellada; en su segundo día de marcha el Batallón de Estanis —que pronto sería el Batallón Metalúrgico— adelantó al blindado —una mastaba metálica sobre ruedas, una pirámide de chapas mal cortadas y peor soldadas, unas rejillas carcelarias que protegían los grandes ojos abiertos de la muerte mecánica—, con sus cubiertas acuchilladas y el radiador ametrallado por si caía en poder adversario que, por el momento, no acudió a la cita. Llegados al puente, transportados y aprovisionados con otros vehículos y unas cuantas caballerías, los hombres del Batallón decidieron atrincherarse en torno a él hasta el momento de tener noticias fidedignas sobre la situación en El Salvador.
La segunda formación partió unas horas después que la primera y tomó la carretera comarcal C-610, de Región a El Quintán, que enlaza con la anteriormente citada mediante un camino forestal sólo transitable para carros, caballerías y esos vehículos de las explotaciones —que unos llaman vagonetas y otros motonetas—, de ejes muy altos y una peligrosa tendencia al vuelco. Si todo había de salir de acuerdo con lo previsto —y ninguna de las dos columnas encontraba oposición—, ambas debían converger en el puerto o sus proximidades en la misma mañana del tercer día, tras establecer un contacto de patrullas en una cota vecina a El Salvador y con visión sobre la arruinada torre de la iglesia. Si cualquiera de las dos formaciones topaba con el enemigo, en el mismo punto de encuentro debería hacerle frente y esperar la llegada de la otra, que, tras coronar o circunvalar el puerto —dependiendo una u otra cosa de las fuerzas que allí encontraran—, tendría que recorrer en su mismo sentido el camino andado por aquél para caer sobre sus espaldas y acosarlo entre dos fuegos. Era un plan sencillo y astuto que, sin embargo, dependía para su éxito tanto de la obediencia del enemigo a las previsiones hechas sobre su conducta cuanto de la magnitud de sus fuerzas, pues si —como llegó a afirmar algún derrotista— podían contar con más de dos mil hombres bien armados y pertrechados, no habría astucia que pudiera detenerlos ni fuego cruzado que lograra aniquilarlos. Sin embargo, las previsiones se cumplieron en parte y el plan se desarrolló, no sin ciertas demoras, desviaciones y faltas de entendimiento, hasta el encuentro con el enemigo, que no demostró ningún interés por verse envuelto entre dos fuegos. Sin bajas ni oposición alguna la columna falangista había ocupado el puerto de Socéanos un par de semanas antes, con ánimo de proseguir su avance por la vertiente occidental y alcanzar la ribera del Torce en la dorada mitad de octubre, con buen tiempo y todo un invierno por delante para consolidar aquella brecha que, además de aislar Región, cercenaría una comunicación más de la fluida burbuja cantábrica. Sin embargo, por la razón que fuera —y muy probablemente por la falta de recursos y de apoyo—, los falangistas no pasaron del puerto, se atrincheraron allí, organizaron como pudieron su apoyo y avituallamiento —tras conocer las mismas dificultades que sus adversarios con los vehículos y medios de transporte, viéndose obligados a abandonar media docena de coches en la subida del puerto, más suave por su vertiente occidental que por su portillo oriental— y comenzaron un hostigamiento local con el doble fin de tantear el terreno antes de su descenso hacia el valle del Torce y emplear en algo su tiempo mientras aguardaban los siempre prometidos y diferidos refuerzos. No había mucho que hostigar por aquellas alturas; unos cuantos caseríos semiescondidos en sernas y barrancas, unos pocos pastores y unos escurridizos guardas forestales —enemigos declarados de los anteriores— constituían toda la población de una sierra que, de entre todas sus hermanas y vecinas, se distinguiría siempre por su pobreza y sequedad. Pero —efectivamente— en una de sus incursiones alcanzaron el caserío de El Salvador, una suerte de minúscula capital del piedemonte occidental, donde pernoctaron una noche. No era tanto la táctica como el saqueo lo que les llevó allá; y más que el saqueo en sí el cobro de alguna cabeza de ganado, un ternero o un cerdo con el que interrumpir la dieta de sardinas en aceite.
Si no es justo decir que tal capital había venido a menos es porque nunca había tenido más, a excepción de la cubierta de la iglesia —de la que solamente quedaban en pie los muros, el ábside y los cinco arcos fajones del cañón, como la osamenta torácica de un animal muerto patas arriba en una de las históricas sequías— y la aguja del chapitel de la torre, convertido en su desplome en la misma hoja de loto sasánida que inspiraba la decoración de sus modillones; agazapado en la barranca donde nace el arroyo Polonia, a un par de hectómetros de distancia, su caserío solamente se distingue por la torre de la iglesia —sobre todo en verano, gracias a la cigüeña— y unas motas de añejo ocre que denuncian las cubiertas de tejavana escondidas entre los castaños y nogales. Todas las casas —todo el pueblo, en su mejor momento, nunca contó más de veinte fuegos— son de una planta, con un sobrado superior donde cobijar el grano y la paja y donde cuelgan las ristras de pimientos secos; todas son de rajuela colocada a hueso, a veces armada con una tosca armazón de troncos sin desbastar que sostiene la cubierta; todas están aisladas, rodeadas de altas cercas de piedra, de la misma clase de fábrica, que encierran esos minúsculos huertos de altura donde sólo se cultiva la berza, el nabo, una patata muy chica y un tomate verdelón, sombreados por un corpulento nogal; no parece que entre sus habitantes —a juzgar por la manera con que protegen sus recintos— reine la armonía y sus relaciones, a pesar de la contigüidad y el aislamiento, deben ser muy escasas; ni siquiera se ve a esos cuatro viejos juntos, sentados en un banco al sol de una tarde otoñal o a la sombra de una parra en verano; no se suele ver a nadie; a lo más —y casi siempre de espaldas—, al fondo de una calleja (si así se puede llamar una calzada pavimentada de guijarros rejuntados con cieno negro y estiércol, salpicada de charcos pestilenciales y flanqueada por dos cercas, que conduce a un soto de olmos), una vieja encorvada y cubierta con sayas negras desaparecerá en un instante por un claro de la fronda, para situar entre los espejismos cualquier noticia sobre unos habitantes que desde siempre viven y laboran detrás de algo, sujetos a un voto de reclusión tan ancestral que ni siquiera lo tienen presente. Así pues, sólo de tarde en tarde se oye un rebuzno lejano —sin duda un asno al sol que no protesta por su abandono, sino que ese día le ha dado por cantar— o un alto maullido, cuando no el gemido de un gozne, el golpe de abanico de una cola que quiere alejar un enjambre de moscas de un umbral o ese, mucho más solemne, mugido de un buey en un establo en sombras, ese negro resplandor del devenir atrincherado en la economía sedentaria; y, con mucha más frecuencia —y casi siempre en los arranques del verano o en las más glaucas madrugadas del otoño—, los disparos del Numa, para avisar de su presencia y anunciar a quien sepa escuchar que no ceja en su empeño de guardar Mantua libre de todo intruso.
Allí llegaron, a la caída de una tarde fresca que amenazaba lluvia, unos veinte o treinta falangistas, tan pobremente armados como inadecuadamente vestidos. No conocían el monte y tardaron todo un día en encontrar el pueblo. Tras varias horas de marcha perdida una columnilla de humo les condujo hasta un miserable chozo, donde una mujer ya de edad se hallaba alimentando unas cuantas gallinas; no había nadie más; la mujer les acogió con una breve mirada de soslayo y continuó distribuyendo el alpiste, mezclado con pan duro; alrededor de su choza todo estaba sucio y descalabrado, y un perro de majada, que dormía bajo las oxidadas rejas de un arado, tan sólo abrió los ojos para al instante volver a su sueño ante la poca importancia de la visita. Los que venían en cabeza traían un mapa para excursionistas, hecho a mano, y le preguntaron por la situación del pueblo. «¿Qué pueblo?», preguntó la vieja sin volver la cara. «El Salvador, tiene que estar cerca». «Eso está ahí —dijo la mujer, señalando con el palo un punto no muy distante—, a la vuelta de ese cerro». Le preguntaron si había visto soldados o paisanos armados, si había visto a alguien en los últimos días, gentes de fuera, y dijo que no. Le preguntaron cómo estaba el pueblo, y no contestó. Le preguntaron cómo era el pueblo, y dijo que no lo sabía, que nunca había estado allí. Retrocedieron. Se sumaron unos cuantos más que venían rezagados y repitieron las mismas preguntas. Uno, un tanto impaciente, sacó la pistola, pero sus compañeros lograron tranquilizarle. Alguno propuso inspeccionar la cabaña, y un par de ellos echaron un vistazo a su penumbra, desde la puerta entreabierta, sin que la mujer protestase. Volvieron a inquirir sobre la situación del pueblo, y ella de nuevo la señaló con el palo, para repetir que «estaba allí mismo, a la vuelta del cerro», y como uno de los jóvenes insistiera con muestras de incredulidad por saber si había estado allí recientemente, la vieja —habiendo concluido ya su labor y cerrado la puerta de malla del corral— les dijo que «no había ido nunca ¿para qué iba a ir allí?».
Los falangistas llegaron a la vista de El Salvador a última hora de la tarde, pero no se decidieron a entrar en él hasta cerciorarse de que no estaba ocupado por las milicias del pueblo. El jefe y tres hombres —un matón, ya cuarentón, y dos muchachos que portaban el ametrallador— escalaron un pequeño risco para inspeccionar y vigilar el pueblo desde aquel punto, con ayuda de unos prismáticos. Durante un buen rato no lograron ver nada que se moviera. «Me parece que allí veo un centinela», dijo el jefe, que se ayudaba con los prismáticos. «Déjame ver», dijo el matón. «Allí, detrás de aquella cerca al fondo», dijo el jefe, al tiempo que señalaba el punto y le pasaba los prismáticos. «No veo nada», dijo el matón. «Detrás de la cerca; mira bien; yo lo distingo a simple vista», repuso el jefe, haciendo un conducto con las manos ante sus ojos. «Ahí se ve algo, pero no parece que se mueve», dijo el matón, alternando las miradas con los prismáticos y sin ellos. Los cuatro se habían echado cuerpo a tierra sobre una lancha de roca en cuyo borde crecían unos tomillos que les servían de pantalla; el matón respiraba ruidosamente, el jefe le observaba con desagrado. «Allí, hombre, allí; te digo que se está moviendo», dijo, una vez más, el jefe. «Vamos, Amadeo, allí no se mueve nada», repuso el matón. «Trae», ordenó el jefe, exigiéndole la devolución de los prismáticos, «déjame a mí, tú mira por allá». Uno de los jóvenes tuvo un escalofrío. «Ahí está, ahí lo tienes; con el mosquetón al hombro», dijo esta vez el jefe, con mayor seguridad que en anteriores ocasiones. «Te digo que eso no se mueve», replicó con suficiencia el matón. «Tú, ven acá», ordenó el jefe a uno de los jóvenes, «¿qué ves allá?», le preguntó, al tiempo que le cedía los prismáticos. El chico se aplicó los prismáticos a los ojos, con mucha fuerza, para despojarse de ellos en seguida y observarlos con extrañeza. «¿Qué te pasa?», preguntó. «Yo no veo nada, jefe». «¿Es que no sabes mirar? Gradúalo con esto». El voluntario lo hizo así, pero tardó un rato en ajustar el foco. Al fin dijo: «Ahora sí que se ve; vaya que sí se ve; sucio pero se ve, se ve muy bien». «¿Qué ves? ¿No ves allí un hombre de guardia? ¿No ves que se mueve con el fusil al hombro?». «Aquello es una cuerva, jefe», repuso el joven. «¿Una cuerva? ¿Qué coño es una cuerva?». «Aquello es una cuerva, jefe», es todo lo que supo decir. El jefe se impacientó: «Pero ¿qué coño una cuerva?». «Una cuerva para los pájaros, para que no se coman la fruta, jefe». «¿Qué dices? Trae. Y te he dicho que no me llames jefe; que me llames camarada». «Aquello es una cuerva, camarada», repuso el voluntario. «Ya te dije que no se movía, Amadeo», dijo con suficiencia el matón. Cuando el jefe se dispuso, una vez más, a observarlo, un roce a sus espaldas y una voz ronca —«eeno»— les hizo volverse a los cuatro para contemplar el paso de un burro cargado de fajina y un paisano con una vara que caminaba detrás y apenas les miró. Le dejaron alejarse sin tomar una decisión, hasta que el jefe, un tanto desconfiado, comprobó que entraba en el pueblo entre dos cercas de piedra, tras el paso cupletero del borriquillo. Entonces ordenó a los dos muchachos montar el ametrallador y disparar una ráfaga sobre el espantapájaros. No lo consiguieron a causa de un mal funcionamiento del percutor que el jefe, en su impaciencia, golpeó con el pomo de su mano hasta que, con un imprevisto sonido, brotaron unos pocos proyectiles que solamente agitaron las hojas de una higuera próxima. Entonces se oyó en el pueblo el angustiado rebuzno de un asno, siempre consciente de su soledad, siempre atento al vacío del éter para llenar con su lamento el límite inferior de la tragedia. Le contestó la ráfaga, que no alcanzó al espantapájaros, tan sólo levantó el polvo a unos pocos pasos y provocó un insólito y rotundo eco, como el de una botella al ser descorchada. Esperó el jefe, y cuando comprobó que en el pueblo sólo un par de voces de mujeres y una agitación de gallinas replicaban a sus disparos, ordenó la formación de las dos columnas que habrían de ocuparlo por dos caminos distintos, uno alto y otro bajo. Aun cuando en aquellos primeros días de la guerra ninguno de los militantes tomaba demasiadas precauciones y sus incursiones estaban más dominadas por el afán de alardear de su presencia que por el deseo de llegar a un enfrentamiento con un adversario al que se le debía despreciar más que temer, el jefe falangista que ocupó El Salvador lo hizo con sumo tiento, aprovechando las primeras sombras de la noche, acaso porque tras una semana en el puerto de Socéanos, esperando una emboscada en cualquier momento, no había hecho otra cosa que estar al acecho y escudriñar todo el tiempo a derecha e izquierda. Todo el pueblo estaba recogido en sus casas y una solitaria bombilla alzada en un poste y sólo capaz de darse luz a sí misma, en el cruce de la calzada con una calleja que se perdía hacia el monte, sería el único testigo de una conquista que sólo reportaría un cúmulo de aprensiones, un cierto temor a los umbríos muros que por no haber replicado más amenazas parecían ocultar. Al primer paisano con que toparon le preguntaron por el alcalde. Le costó entender lo que querían decir. Se metieron en casa. «Preguntan por Agustín, el de la Manuela», dijo la mujer sin abandonar el fogón, pero el marido —sentado a la mesa y en espera de la pitanza— no se dio por convencido. «¿Agustín? ¿Y desde cuándo es el alcalde? ¿Y quién te ha dicho a ti que es el alcalde? ¿El alcalde de qué?». «¡Pues de qué va a ser, hombre, de qué va a ser! Digo yo que será de la alcaldía», protestó la mujer, sin abandonar el fogón. Un par de hombres se habían acercado a la cocina al olor del guiso: «¿Qué tiene usted ahí?», preguntó uno. «Patatas y nabos, y un poco de corteza», respondió la mujer. «Aquí no hay de eso», dijo el marido, con evidente disgusto. El jefe inquirió sobre su voto en las últimas elecciones y el hombre farfulló unas pocas palabras no comprometedoras, dictadas más por su ignorancia que por su cautela. El jefe le preguntó acerca del Frente Popular y el hombre, con la mirada puesta en la olla, dijo que sí, que eso, que el Frente Popular. «A buena parte van ustedes a preguntar», intervino la mujer, sin abandonar el fogón ni dejar de remover la olla; «éste no sabe lo que es eso», les vino a decir no para salir en defensa de su marido, sino para dejar bien claramente establecida, ante desconocidos, la clase de estimación que le merecía en cuanto hombre público. «A ver si te callas», dirá el marido, «¿no voy a saber yo lo que es el Frente Popular?». Las miradas de los cuatro convergieron sobre él, y el jefe abandonó su posición ante el fogón para arrimarse a la mesa. El jefe se llamaba Amadeo, Amadeo Calonge, y a lo largo de los meses anteriores se había labrado un cierto renombre por su animosidad, por el implacable ardor con que había jurado vengar los crímenes contra la patria. «¿Así que tú sabes muy bien lo que es el Frente Popular, verdad?». «Ése qué va a saber», intervino de nuevo la mujer, con la cuchara de palo en la mano al tiempo que se secaba con el paño, «ése no sabe ni dónde tiene la mano derecha». «¿Te quieres callar de una vez y servir ya la cena? Yo no sé lo que te pasa hoy», protestó el marido. «Venga, arriba», dijo el jefe, «que te vas a enterar de lo que es el Frente Popular». «Digo yo que tendrán que cenar antes», interrumpió la mujer. «Patatas y nabos», comentó uno de ellos. «Pues ¿qué esperabas?», intervino otro, «¿ternera en su salsa?». La mujer dispuso cuatro platos en la mesa y, como si obedecieran a una señal previamente convenida, se sentaron a ella una anciana y un chaval de pocos años, que hasta entonces no habían sido advertidos. «Abuela», dijo el chaval, «que se lo está echando todo fuera». «Anda ya, leñe», dijo la abuela, al tiempo que con ambas manos aplicaba al plato un intenso temblor. Cuando el padre de familia metió la cuchara en el plato una mano retuvo su brazo. «Vamos», le dijo. «Vamos… ¿adónde?», preguntó un tanto estupefacto y con la cuchara metida en el sopero. «No preguntes nada; vamos», le dijeron. El hombre dejó la cuchara, se levantó y por primera vez asomó a su expresión esa combinación de miedo y extrañeza que anula los sentidos acaso para intensificar una colapsada respiración. «¿Adónde lo quieren llevar a estas horas?», preguntó la mujer. «¿Adónde?», volvió a preguntar ya en la puerta. «Anda, leñe», dijo la abuela sin levantar la vista de la sopa y en el momento en que uno de ellos se echaba al cuerpo un poco de sopa del plato del chico, utilizando la cuchara del padre. «Nos vas a llevar a casa de Agustín», le dijeron, con un empujón en la espalda. Uno de ellos se quedó de guardia a la puerta de la casa, los otros siguieron al jefe y al rehén hasta la vivienda del llamado Agustín; cuando desaparecieron por la calleja, el de guardia volvió a la casa a tomarse la sopa del jefe de familia.
Sacaron de su casa al llamado Agustín; era de la misma estatura que el primero, de la misma edad, de la misma parentela. Sacaron también unas mantas, unas cuantas perolas con comida, unas brazadas de leña para el fuego y ocuparon un granero donde hacer noche, todos juntos, mientras tres de ellos se turnaban en una guardia de dos horas. A los dos rehenes les ataron las piernas por los tobillos y los brazos a la espalda, y los sentaron en el fondo del granero, de donde no se movieron ni abrieron la boca en toda la noche. Tampoco Amadeo pegó ojo en toda la noche, y cuando la primera claridad denunció las rendijas y grietas de la cubierta se levantó de un salto, remetió los faldones de su camisa dentro del pantalón y se abrochó la correa con un gesto de mucho dominio. La columna, tras requisar una pareja de asnos y tres cerdos, dos docenas de pollos —que fueron decapitados y desplumados in situ—, unas talegas de garbanzos y alubias y —por obediencia a uno de esos incomprensibles actos de la rapiña— la garrucha de madera de un pozo, se disponía a emprender el regreso a sus bases, con los dos rehenes caminando por delante con las manos atadas a la espalda, cuando alguien advirtió a Amadeo que no podían abandonar el pueblo sin dejar prueba manifiesta de su ocupación. Encontraron una brocha vieja pero ni pintura ni cal por lo que decidieron grabar a punta de bayoneta el símbolo de su pertenencia, las letras FE, sobre la puerta de tablas de la vivienda del llamado Agustín (la familia había abandonado la casa) y sobre uno de los muros de la iglesia. Les llevó tiempo. La columna se vio obligada a esperar, sentados todos sobre una cerca con el primer sol de la mañana en sus frentes mientras consumían el tabaco, a que uno de los más jóvenes voluntarios —llamado Emilio Ruiz—, manejando la bayoneta con ambas manos, grabara de forma indeleble las dos letras. Cuando al fin emprendieron su regreso hacia el puerto, con los dos rehenes por delante, estaba bien entrado el día, una mañana despejada que había de iniciar ese verano otoñal, breve e ilusorio, tan intenso como para consumirse en promesas que remitirían al día siguiente el disfrute de su benignidad. En una revuelta de la senda del puerto, no lejos del caserío donde la vieja les había indicado el camino de El Salvador y en lugar muy apartado de la carretera, fusilaron a los dos rehenes. Allí cerca se extendía un reducido collado flanqueado de olmos jóvenes entre cuya fronda reverberaba aquí y allá el valle del Torce, un pecho cubierto de plateadas lentejuelas agitadas por la invisible respiración de una mañana decidida, como una fregona, a interpretar en una hora todo su repertorio. Hasta el último instante no supieron o no comprendieron que iban a ser fusilados. No sabían lo que era eso. Todavía no habían dado salida a su asombro de la noche anterior, cuando fueron aprehendidos en sus casas. Quizá se habían acostumbrado a sus ataduras y sólo esperaban, en cada revuelta de la senda, el gesto de liberación y despedida. No hablaron entre sí. Los ataron a dos troncos, muy semejantes. Apenas se miraron. Entonces, sin duda, al verse abandonados de aquella manera el estupor sucedió al asombro; pero no protestaron, como esos perros incapaces de comprender la ley que les impide acompañar a sus amos al interior del establecimiento, pero demasiado bien amaestrados como para manifestar su desolación en la acera, sino que esperaron pacientemente su vuelta al cabo de unos pocos pasos. La vuelta fue una descarga cerrada, a seis metros de distancia, sobre el presunto alcalde que cayó de rodillas, con la barbilla hincada en el pecho. El otro apenas tuvo tiempo de volver su mirada sobre sus asesinos, absorto en la muerte de su compañero y pariente; la descarga le cogió de lado, y fue tan cerrada que debió segar las cuerdas que le ataban al tronco porque se desplomó sobre tierra, con manos y pies juntos, la mirada extraviada hacia el cielo y el estupor —como si en el último instante, anticipándose a la conciencia, al tratar de manera precipitada de abandonar el cuerpo que lo cobijaba, hubiera encontrado todas las salidas cerradas— aferrado definitivamente a las facciones. Y sin más expedientes, los verdugos se dirigieron al puerto de Socéanos, veinticuatro horas más tarde de partir de él para llevar a cabo su primera incursión por las tierras de la vertiente regionata.
Así fue la ocupación de El Salvador por los falangistas de Macerta que, con ser tan efímera, tanta importancia había de tener para todas las operaciones militares que ulteriormente se desarrollarían en aquel sector. Aquel menudo acontecimiento no haría más que crecer, a los ojos de unos y otros, hasta constituir una piedra de toque de todos los planteamientos ofensivos de ambos bandos. Los unos porque, a partir de aquel suceso, considerarían la conquista de El Salvador como el primer paso imprescindible para la invasión del valle, pues a las consideraciones topográficas que avalaban tal apreciación se vendría a sumar la prueba de aquella incursión que, convertida en dato histórico —por la ampliación retrógrada de todo hecho irrepetido—, nadie se atrevería a devaluar; y los otros porque, habiendo olfateado el peligro que suponía semejante penetración, realizada con toda facilidad a pesar de la pobreza de los medios movilizados, se jurarían a sí mismos no volverla a tolerar, aun a fuerza de sacrificar la defensa de otros puestos igualmente vulnerables por los que el enemigo bien podría iniciar su conquista de ser capaz de liberar su imaginación de una idea fija compartida por ambos adversarios.
Unas cuantas horas después del abandono del pueblo por la columna falangista llegaron a sus aledaños, por el camino de Sepulcro Beltrán, las avanzadillas de la columna Timoner, que supo cubrir su itinerario, a pesar de desarrollarse por pleno monte, con más diligencia que la de Mazón. Con posterioridad a ello, y con toda la cautela posible, unos cuantos hombres del pueblo habían salido en busca de sus paisanos y sus animales; pronto encontraron los cadáveres —con lo que desistieron de la persecución—, que transportaron en unas angarillas y se dispusieron a enterrar en un pequeño cementerio situado, precisamente, a la salida de aquel camino. Cuando los milicianos, desenfilados y corriendo de tronco en tronco, iniciaron la entrada en el pueblo se encontraron con la procesión de frente; diez o doce hombres que transportaban los féretros, seguidos de las plañideras, seguidas de los familiares, seguidos de todo el pueblo. No habían podido dar con el cura de El Puente y decidieron proceder al rito en ausencia suya, cosa a la que estaban acostumbrados. Un primer miliciano se echó el fusil al hombro y trató de detener la procesión con un gesto de la mano, cubierto por dos compañeros desde atrás. Pero la procesión no se detuvo y el miliciano no sólo hubo de echarse a un lado, sino que recibió también las maldiciones y mensajes de las plañideras, los murmullos de las mujeres y los gritos de un varón que clamaba venganza. Cuando habían depositado los féretros unto a las fosas abiertas de antemano, se presentó Timoner, advertido por un miliciano de la situación, para inquirir los detalles de lo ocurrido y conocer la situación probable de los falangistas. Las noticias que recibió fueron las más confusas y contradictorias y hasta hubo algún paisano que se atrevió a acusarle de las muertes; para calmar los ánimos y hacer una demostración de disciplina, amistad y respeto a los muertos formó una guardia ante los féretros y cuando estaban a punto de introducirlos en las fosas mandó disparar una salva (cosa de la que había oído hablar y hasta había visto en alguna película de la Legión francesa) con la que rendir homenaje a los difuntos y ganarse la confianza de aquel pueblo que sólo mostraba recelos hacia él y su tropa. Aquella salva o salvas tuvieron su importancia; en primer lugar, los cadáveres cayeron de golpe al fondo de las fosas y el pueblo entero se dispersó entre alaridos, para correr a encerrarse en sus casas, dejando tan sólo a las cuatro plañideras que, sin duda, consideraron que debían terminar sus oficios si querían cobrar sus emolumentos; o quizá siendo mujeres más sabias y experimentadas en aquellos ritos que las del común, sabían lo que era una salva; eran cuatro, enlutadas desde el moño hasta las alpargatas, todas muy distintas, que se turnaban en sus quejas conducidas por la más baja de ellas, que actuaba de solista, con un pequeño trozo de papel ordinario en su mano derecha: «Finado, le dirás a Santiago Menéndez que su hija se habla con el hijo de la Paca; el viejo Antón, que ya tiene biznieto, un niño la mar de fuerte, rubio como su padre; la cuitada de la Andrea se dejó perder la vaca. Finado, ¿cómo te fuiste así, qué te hicieron esos malvados?». A lo que las otras tres, más delgadas y de mayor estatura, corearon: «Por las espinas del Señor que no se fue por sus pies». Dijo la pequeña: «Cuando estés en presencia del Señor le besas la mano izquierda, que es la de los pobres. Y Él te reconocerá, finado». Timoner ordenó romper la formación y dejar las armas para tirar de pala y cubrir las dos fosas y cuando la primera palada cayó sobre la tapa de madera —un golpe de tambor que llegó hasta las cumbres—, las cuatro plañideras dijeron a coro: «Del Señor es la tierra».
Aquellas dos descargas fueron oídas por la gente de Estanis que, siguiendo instrucciones de Mazón, había iniciado aquella mañana la subida hacia El Salvador, con una fuerza de unos doscientos hombres armados con carabinas, algún Mauser del modelo 1891, un buen número de granadas —algunas caseras— y ocho ametralladoras Maxim —de una partida que, por intermedio de Juan de Tomé, un transportista había agenciado en Asturias y puesto a disposición del Comité en los primeros días del mes anterior— cargadas sobre acémilas, con unas cuarenta cintas de doscientos cincuenta cartuchos, de los que ya entonces había gran escasez. Estanis caminaba al frente de la columna y, al escuchar el eco de las salvas, vino a suponer que el combate entre la gente de Timoner había comenzado ya, por lo que, sin pensarlo dos veces, envió un despacho a Mazón advirtiéndole de lo que, según él, sucedía e invitándole a, sin más demora, unirse a su marcha para desarrollar el plan trazado en el Comité para atraer al enemigo y —cualquiera que fuese su número— atraparlo entre dos fuegos. También las descargas pudieron ser oídas por los falangistas que se dirigían al puerto en su retirada, para sacarlos de la siesta y el sopor después de sus largas caminatas, para ponerlos sobre aviso, redoblar su vigilancia y amartillar sus armas. Sin embargo Estanis, un hombre echado para adelante que no se aprovechaba nunca de las ocasiones para contemporizar, no sólo no detuvo su marcha sino que la apretó, ansioso de unirse al supuesto combate y aliviar una posiblemente apurada situación de la columna de Timoner e impacientado por el largo silencio que siguió a las descargas, ese silencio que en tales circunstancias sólo provoca los más sombríos augurios. Cuando alcanzó un punto —situado a una distancia parecida pero a menor cota de la de aquel desde el cual los falangistas habían realizado sus observaciones— en el que con sus prismáticos pudo estudiar la situación del pueblo, su desconcierto no pudo ser mayor. Por desventura desde aquel punto no gozaba de una visual sobre el cementerio donde en esos momentos acampaba la columna de Timoner, todos sus hombres tumbados en torno a las tapias, un tanto agotados tras doce horas seguidas de marcha y en espera de que su jefe tomara una decisión ante un pueblo encerrado en sus casas, no dispuesto a permitirles ni el calor de un fuego. Entre Estanis y sus hombres había surgido toda suerte de divergencias de opinión y discusiones acerca del lugar de procedencia de las descargas y, por consiguiente, sobre el camino a tomar. No contaba con efectivos lo bastante numerosos para desdoblarse y la evidencia de aquel eco —aunque a él hubiera seguido un silencio de varias horas— le obligaba a sospechar que el enemigo tenía que estar muy cerca. A mayor abundamiento —y mientras consideraba la situación—, uno de los grupos, que fue tomando posiciones en torno al pueblo, encontró las huellas del fusilamiento —algunos casquillos y colillas, las cuerdas, unos jirones de ropa, las pisadas en uno y otro sentido, manchas de sangre— que fue, en último término, lo que movió a Estanis, siempre decidido a pesar de sus vacilaciones, a dirigirse sin más tardar al puerto, dejando de lado el pueblo y aun contrariando las instrucciones que había recibido. Además no se cuidó esta vez de informar a Mazón de su cambio de itinerario. A decir verdad, la mayoría de su gente opinaba que las descargas se habían producido en la dirección del puerto, lo que unido a la tranquilidad que reinaba en el pueblo (alguna columnilla de humo, no se oía ni un cacareo) vino a confirmarle unas sospechas que se convirtieron en convencimiento cuando a la media hora de marcha, por si fuera poco, escucharon delante de ellos un breve pero inconfundible repique de fusilería. Nadie acertó a explicar después el origen de aquellos disparos, pero es muy posible que procedieran de un grupo rezagado de falangistas alertados por las descargas del entierro y ora abrieran fuego sobre cualquiera de los movimientos y ruidos sospechosos que el monte siempre produce para los que están en estado de alerta, ora hubieran reanudado una práctica de tiro que desde días atrás habían suspendido para ahorrar munición, ora quisieran replicar —de forma ruidosa y para ellos intimidante— a la fanfarronada que les había sacado de su siesta, ora quisieran señalar su posición a los que tenían delante, el caso es que durante un cuarto de hora o más cundió un fuego sin orden, sin otra consecuencia que el más rápido paso que imprimió Estanis a su avance. Lo organizó en dos columnas en fila india, de unos cien hombres cada una, la primera con las acémilas y pertrechos apoyada en la carretera —que ya en aquellas alturas deja de serlo para transformarse en una pista de tierra que conserva algunos tramos de firme levantado por las heladas— y la otra separada unos trescientos metros, caminando por pleno monte por delante y a su derecha. Por la vertiente regionata el bosque se detiene a la altitud de 1200 metros y los últimos cuatro kilómetros de carretera hasta el mismo collado —a la cota de 1665, según el aviso allí situado— se desarrollan en unas laderas exentas de arbolado, formados por grandes y mansos bulbos de suelos oscuros sobre un detritus primario de color del albero, cubiertos por la retama, la aulaga, el brezo y el helecho, una vegetación pardoverdosa que llega hasta la cintura del hombre pero que —se diría— constituye el mejor fondo para que a lo lejos destaque la camisa blanca del pastor, poco menos que inmóvil. Serían las cinco de la tarde cuando las dos columnas empezaron a salir del bosque para proseguir su ascensión por aquel terreno. A medida que subían las columnas se iban disolviendo, los hombres se espaciaban más, caminando a distinto paso en busca de puntos cubiertos, y la formación se rompió. Estanis había quedado en un puesto del lindero, para observar el despliegue, y pronto le habían de asaltar las primeras dudas sobre la efectividad del mismo. Además la tarde declinaba en el falso y precoz crepúsculo de las vaguadas; si sus hombres se fragmentaban para llegar aislados o en pequeños grupos hasta el alcance de las armas de los del puerto, nada habían de lograr; era preferible —pensó— esperar a las primeras sombras de la noche para ejecutar el despliegue y la última ascensión sin ser advertidos por el enemigo, para tomar posiciones en las dos laderas que flanqueaban el collado y a una cota superior a la de éste y poder hostigarle desde las primeras horas de la mañana y así mantenerlo inmovilizado hasta la llegada de Timoner o Mazón o los dos. Para aquel entonces ya había olvidado el enigma de las descargas del mediodía y, situado en aquellas alturas, tan sólo ansiaba ser el primero en entrar en combate, aprovecharse en lo posible de la sorpresa y verse envuelto en él con una sustancial ventaja sobre sus seguidores y, por encima de todo, a poder ser, sobre Timoner, a quien detestaba. Pero precisamente tales acicates le impulsaban también a hacer uso de una cierta prudencia, pues nada le podía repugnar más que la idea de que se invirtieran los papeles y, a causa de una precipitación o de un movimiento desafortunado, encontrarse de hoz y coz en una situación apurada de la que Timoner se encargara de librarle.
A la vista de todo ello —y sin tener por testigo un sol ya oculto—, decidió pasar la orden, de hombre a hombre, de suspender el avance y detenerse allí donde cada cual hubiera llegado e incluso —si el punto alcanzado no reunía condiciones mínimas de protección y resguardo— volver al abrigo del bosque para pasar las horas más duras de una noche que se anunciaba despejada y fría. No se permitieron los fuegos, se montaron las guardias a lo largo de toda la línea y se distribuyeron unas botellas de coñac barato y castillaza, a falta de bebidas calientes. Tenía entonces Estanis intención de levantar el campo y reanudar el avance y el despliegue hacia el puerto un par de horas antes de que alborase el nuevo día, un plazo que estimó más que suficiente para que sus hombres, al amparo de la oscuridad, alcanzasen por ambas laderas las alturas que dominaban el collado y cuyas defensas esperaban tener a tiro de fusil antes de que tocasen diana.
Ignoraba Estanis que su avance había sido observado, desde que se detuvo en el soto del fusilamiento, por el grupo de falangistas rezagados que cerraba su retirada; ignoraba también que los del puerto mantenían un puesto de observación en uno de los apriscos de la vertiente del ocaso, que dominaba una revuelta de la carretera; que no sólo habían sido los del puesto advertidos por los rezagados, sino que habían esperado la llegada de las columnas al lindero y observado su primer despliegue por el monte bajo; que se cuidaron de no denunciar su presencia, aun cuando en un momento estuvieron a punto de ser descubiertos o quedar rodeados, y que —bien entrada la noche—, cuando los cinco hombres destacados allí convinieron en que nada les quedaba por hacer, con gran sigilo abandonaron el aprisco y fueron a unirse a los defensores de Socéanos para confirmarles lo que ya sabían. Así pues, no fueron tomados por sorpresa; por el contrario, tuvieron tiempo para preparar sus armas, desplegarse por las laderas que flanqueaban el collado, fortalecer sus flancos, parapetados tras sus rocas, redoblar sus guardias y, turnándose en el sueño, esperar lo que la mañana les había de deparar, seguros de la ventaja de su posición.