«Por ahí no se va a ninguna parte», dijo Juan de Tomé sin apearse de su montura. Los otros habían desmontado; dejaron las cabalgaduras con las riendas sueltas, para que pastaran a su antojo, y se dirigieron a pie a un escarpado risco desde el que esperaban divisar la salida de aquel pequeño valle. Pero una vez más aquel horizonte les remitió a otro más lejano. Durante buen rato permanecieron escudriñando las alturas con sus prismáticos hasta que a un gesto de Mazón desaparecieron de su vista, por espacio de una hora, para surgir de nuevo trepando por la pared oriental de aquella irregular artesa, con la esperanza de encontrar un punto que ofreciera una vista sobre la otra vertiente. El tiempo estaba frío y el cielo a ratos cubierto y a ratos despejado. Aunque aquella parte de la sierra era la menos conocida para Tomé, como para cualquiera de Región, tenía la evidencia de que lo que con tanto afán buscaba Mazón era imposible de encontrar; pero a costa de numerosas y fatigantes jornadas de reconocimiento —que bien habrían podido ser aprovechadas para otros menesteres tan urgentes o más que aquél— no sabía de otro procedimiento para llevarle a su misma clase de convicción que dejarle que se persuadiera de la inutilidad de su búsqueda.
Habían partido en dos coches (tras dejar el Lagonda al cuidado de Recio para unas pequeñas reparaciones) de Sepulcro Beltrán, muy de mañana. Después de abandonar la carretera de La Portada, por caminos, de carros y pistas forestales habían contorneado toda la ladera septentrional de Punta Muleta, y, evitando la proximidad de La Requerida, a fin de no ser detectados ni siquiera por su propia gente, subieron a caballo a buscar un punto de paso natural que les condujera a la vertiente del Lerna sin que su presencia fuera denunciada por las patrullas o los pastores.
Habían cabalgado durante cinco horas seguidas —sin otra interrupción que la necesaria para una sucinta merienda a la vera de un arroyo de montaña—, la tarde ya tocaba a su fin y aún quedaba una hora de camino hasta el punto donde esperaban los coches con que volver a Sepulcro Beltrán, para de nuevo hacer noche allí donde Juan de Tomé tenía que recibir noticias de un paisano de Feltre adicto a la causa republicana. Ninguno de ellos, con excepción de Kerrera, era un consumado jinete y cuanto más se agudizaba su cansancio tanto menos partido sabían sacar de sus monturas, unos caballos de aldea poco acostumbrados a largas andaduras y con tendencia a seguir la curva de nivel.
Cuando regresaron de su exploración el sol ya se había puesto. Juan de Tomé no podía ocultar su mal talante y no tanto porque durante toda la excursión hubiera Mazón desestimado sus conocimientos y apreciaciones cuanto a causa de las demoras, incomodidades y nulos resultados que a lo largo de toda ella había provocado su empecinamiento. No veía el momento en que diera por terminada la búsqueda de aquel paso que cuanto más difícil (si no imposible) se demostraba más le incitaba a descubrirlo, sin regatear esfuerzos ni caminatas y sin dar por bueno de manera definitiva un primer examen que no hubiera conducido a ningún sitio.
La vuelta hacia los coches la hicieron casi de noche, con frío, sin el aliciente de una buena cena o un largo sueño o de un futuro y prometedor hallazgo que culminara o justificara las anteriores fatigas. Tal vez por eso, para desterrar esas sombrías premoniciones que aprovechan todos los silencios para imponer el clima del fracaso, trataba Mazón de ser más locuaz que de costumbre, aun cuando sus compañeros no replicaran a sus sugerencias. Incluso Kerrera, tan entusiasta siempre de sus iniciativas, se limitaba a asentir sin demasiada convicción. Desde los primeros días de febrero, antes de que el Comité trazara las líneas generales de la ofensiva, había insistido Mazón en la posibilidad de convertir Sepulcro Beltrán en la base de partida de su ataque, en su centro de operaciones, con vistas a saltar a la otra vertiente de la cordillera por un punto desguarnecido por el enemigo para de esa forma alcanzar la ribera del Lerna sin necesidad de librar un combate en la montaña, siempre lento y costoso; argumentaba sobre la ventaja de situarse con toda su fuerza intacta en el territorio enemigo y siempre a espaldas, cualquiera que fuera su posición, de Socéanos; sobre la necesidad de cortar, cuanto antes mejor, las comunicaciones más directas de Macerta por carretera y ferrocarril e impedir, durante el plazo más largo posible, la llegada de refuerzos a su guarnición una vez entablada la batalla; sobre la conveniencia de volver la punta de lanza del ataque sobre Socéanos solamente después de haber asestado a las fuerzas en el valle un golpe decisivo y someterlas a tan duro desgaste como para abortar todo intento de apoyo al frente montañero; sobre la contingente obligación, habida cuenta de la inferioridad de sus fuerzas frente a las del enemigo tanto en efectivos como en potencia de fuego, de optar por una batalla de maniobra en la que, tanto más que la caballería, la capacidad de marcha de la infantería había de jugar un papel decisivo, no sólo para envolver y esquivar al adversario, sino para elegir a su antojo los puntos donde asestar sus golpes. Eran más bien palabras que se dirigía a sí mismo mientras cabalgaba —el único que lo hacía— con la cabeza alta, apenas alterado por la esterilidad de sus esfuerzos. Tan sólo de tarde en tarde un «¿No lo crees tú así?» dirigido a Juan de Tomé y contestado por un monosílabo, tan indiferenciado como las sombras que les iban envolviendo, vendría a escandir su monólogo para pasar a la siguiente premisa.
Cuando ya entrada la noche llegaron al punto previsto los coches no estaban. Era una noche sin luna y aquella encrucijada entre abetos y hayas era tan semejante a cualquier otra que en un principio, y tras las primeras maldiciones, lo atribuyeron a un error propio. Habían tomado de vuelta una pista forestal cuyo entronque con la carretera de Sepulcro Beltrán no se hallaba lejos de un mojón kilométrico; hicieron el camino hasta el mojón para cerciorarse de que se hallaban en el punto correcto y de vuelta a la encrucijada esperaron la llegada de los coches sin saber muy bien qué partido tomar. Al cabo de una larga espera, Mazón decidió montar de nuevo para, en el peor de los casos, seguir a caballo hasta Sepulcro Beltrán, aun cuando el camino bien les podía llevar más de tres horas. Yendo a Sepulcro Beltrán, por un atajo paralelo a la pista forestal que les ahorraba una gran revuelta, empezó a caer una lluvia menuda y fría y apretaron el paso para marchar a un trotecillo salpicón, en fila india y al borde de la cuneta, con los capotes y mantas por encima de las cabezas; una imagen de anteayer que venía a demostrar que ni la guerra ni la paz habían cambiado no ya en decenios, sino en siglos. No habían hecho una tercera parte de su recorrido cuando Tomé —que cabalgaba en cabeza y bastante adelantado— distinguió una pálida luz a su derecha, en un claro del bosque, apenas más luminosa que una luciérnaga, indiferente al efímero y superficial barniz de la lluvia como un insalvable defecto o un error del impaciente autor de la noche.
No recordaba Tomé que por allí existiera vivienda alguna, que justificaría no por su propia existencia, sino por su ignorancia en todo lo relativo a aquel sector, pero se decidieron a tomar un camino que bordeando unas sernas les condujo hasta unas pilas de troncos, unos cobertizos y unos establos donde mugía el ganado —un sonido que hacía mucho tiempo que no escuchaban—, no lejos de una rústica y agazapada vivienda, con todos sus huecos cerrados, tan negra que la noche aclaraba junto a ella.
A los golpes se abrió una ventana de la planta superior —apenas situada por encima de sus cabezas— y de una opalina claridad (el secuestrado suspiro de una llama encanecida y paralítica) surgió una vieja voz femenina no dirigida tanto hacia ellos cuanto a la *espúrea emanación de una luz delatora que aún trataba de abrirse paso a través de una condena arrastrada sin dignidad hasta la incandescencia. Sonaron golpes, pasos, puertas que se cerraron y al fin con un chirrido la media hoja de la puerta se abrió para permitir que asomara la mitad de un hombre indefinido que sólo preguntó: «¿Qué hay?».
Sólo Juan de Tomé había desmontado, arrimado a la puerta para parlamentar; apenas oyeron sus palabras, acalladas por los resoplidos de los caballos, inquietos por la detención que presagiaba un descanso demasiado breve, con los sentidos puestos en un inexistente pasto que sus pezuñas no dejaban de rebuscar.
«¿Cuántos son?».
El hombre abrió la puerta de par en par y su figura se recortó en una claridad compuesta de retazos y desperdicios, dispuesta a extinguirse en rincones vacíos. De dentro llegó la airada protesta de unas brasas, sofocadas por un golpe de agua.
«Somos cinco», dijo Juan de Tomé.
«Aquí no hay sitio para tantos», contestó el hombre al tiempo que asomaba la cabeza para tratar de distinguir los bultos.
«Somos cinco», repitió Juan de Tomé, infundiendo a sus palabras un tono de amenaza.
«Aguarde un momento. ¿De dónde vienen?». Y sin esperar la respuesta entornó de nuevo la hoja. Mazón desmontó también y con paso decidido se dirigió a la casa, abrió la hoja y franqueó la entrada en el momento en que el paisano empuñaba el picaporte.
«Lo siento», dijo, «pero tenemos que hacer noche aquí; nos quedaremos hasta mañana por la mañana».
Una mujer de edad, de pie y vestida con unas sayas hasta los tobillos, le miraba desde el fondo de la habitación. Un hombre más joven les observaba también desde lo alto de la escalera.
«Comandante Eugenio Mazón, de la Brigada Mixta», dijo, con el propósito de imponer autoridad y acatamiento. «¿No les quedará algo de cena?», preguntó en un tono más humilde y conciliador.
El de arriba se había retirado; el de abajo, tras rezongar unas palabras tan indefinidas como sus otros rasgos (ya eran tres los intrusos), hizo a la mujer un gesto con la cabeza con el que puso de manifiesto toda la desgana que le merecía la petición. La mujer tomó una olla por sus dos asas y observó inclinándola su contenido; por el gesto y la inclinación se comprendía que era muy escaso. El de arriba asomó en una zona iluminada de la escalera, poniéndose la chaqueta a medias. Más robusto y definido que el de abajo, con una cabeza redonda y rapada que parecía haber surgido por extrusión a través de un cuello tenazmente abrochado con un omnipotente botón, con tres o cuatro pasos —seguidos por los de abajo— dio a entender que todas las disposiciones procederían de él. En el rellano de la escalera y con las manos en la balaustrada se asomó a preguntar:
«¿Quiénes son ésos? ¿Qué quieren? ¿Qué horas son éstas de entrar en una casa?».
El otro lo pensó antes de enfrentarse con él.
«Son militares», dijo. «Dicen que se tienen que quedar por esta noche».
El otro se desabrochó la hebilla de un grueso cinturón de cuero y se subió los pantalones de pana rubia que se volvió a ajustar.
«¿Militares?», preguntó al tiempo que descendía los últimos peldaños: «¿Qué clase de militares?».
Eugenio Mazón se volvió hacia el arranque de la escalera para enfrentarse al que por sus maneras parecía el dueño de la casa.
«Comandante Eugenio Mazón» dijo, al tiempo que entreabría su guerrera de cuero.
El otro ni siquiera se detuvo a mirarle, cruzó la estancia y fue derecho a la puerta para observar lo que había fuera. «¿Cuántos son?», preguntó.
Juan de Tomé volvió a repetir el número.
«¿Cinco?», preguntó extrañado. Luego añadió: «Aquí no queremos militares. Aquí no sabemos nada de la guerra».
«Pues no va a tener más remedio que aguantarla, amigo», dijo Juan de Tomé sin lograr recabar su atención. En todo momento el botón de su camisa —tan apretada que dejaba asomar dos lunetos de su pecho— parecía a punto de saltar. Cuando Juan de Tomé preguntó por el lugar donde cobijar los caballos, le volvió la espalda y se acercó a la pileta a echar un trago de un botijo. Tardó en contestar y al fin concedió: «Acompáñale a la cuadra», ordenó al otro, más viejo. Sonaron fuera los cascos de los caballos y entraron los tres que habían quedado fuera. La mirada del paisano se clavó en Kerrera. «¿Militares?», preguntó de nuevo con una dosis de soma (y el botón de su camisa ascendió, como un indicador manométrico) para añadir: «¿Qué clase de militares?».
Se despojaron de sus capotes, zamarras y guerreras que pusieron a secar —sobre sillas y bancos— cerca del casi extinguido fuego y a la vista de sus uniformes y sus armas la mujer se acercó a él, le llamó por un nombre que nadie entendió y le susurró unas palabras con la mirada puesta en el grupo.
El paisano hizo una mueca —más que una mueca la forzada corrección de un trazo en un boceto desafortunado, para ser sustituido por otro más incómodo y dominante— y la mujer dispuso en la mesa unas cucharas y unos platos, casi todos diferentes y todos mellados. Colocó en el centro una olla con algo de potaje frío y una alcuza con agua y, escondiendo sus manos bajo un delantal de negruzco calicó, se situó cerca de Kerrera para observar su figura y su vestimenta, como si se tratara de un ejemplar nunca visto, y estudiar de reojo sus maneras, con miradas de soslayo hacia Mazón y los demás.
No tocaron a más de tres cucharadas por cabeza; mientras las apuraban el dueño de la casa extrajo de una alacena una botella verde claro tan sucia que no permitía distinguir el color del licor que contenía; se echó a la boca un corto trago y la devolvió a la alacena que cerró con una llave que ostensiblemente guardó en su bolsillo.
«Que se echen a dormir ahí», dijo sin dirigirse a alguien en especial.
Cuando terminó su ración de potaje, Eugenio Mazón llevó su plato y su cuchara a la pileta y del bolsillo de la guerrera sacó una pitillera de cuero y ofreció un cigarrillo —liado por él mismo— a su anfitrión que, no sin desconfianza, lo llevó a sus labios y lo prendió en la mecha que le ofreció Mazón. Por la manera con que retuvo el humo en su boca y cómo expulsó la primera bocanada sin tragarla, se veía tanto que había sido fumador cuanto que hacía tiempo que se abstenía del vicio. A la segunda chupada tragó la mitad del humo que sopló hacia el techo con fuerza y cierta delectación.
«¿A cuánto estamos de Sepulcro Beltrán?», preguntó entonces Eugenio Mazón, vuelto a su taburete, un poco apartado de la mesa donde los demás se resistían a dar por concluido el potaje.
«Un par de horas largas», dijo el viejo. El otro calló, absorto en su cigarrillo.
Cuando terminaron el potaje retiraron los platos de la mesa donde Mazón extendió el mapa del club excursionista con que se guiaba en sus expediciones de reconocimiento. A ambos lados tomaron asiento Juan de Tomé y Kerrera mientras uno de los guías permanecía junto a la puerta en actitud de vigilancia. Mazón intentó sin ningún resultado que el paisano señalara en el mapa la posición de la casa; no sólo no lo entendía, sino que a cada pregunta protestaba de la impropiedad de todas sus indicaciones y a cada nombre que le dictaban respondía que aquello no estaba por allí, que aquello caía por la otra cara del monte. Por dos veces abrió la puerta para observar el estado del tiempo y comprobar que seguía cayendo una lluvia fina y silenciosa, casi carente de movimiento y dirección, en una noche que encubría su falta de cuerpo tras un dudoso, rayado y martirizado hule.
* * *
No se decidía Mazón a abandonar su propósito de encontrar un paso a la otra vertiente que reuniera todas las condiciones que exigía su plan: pues tenía que estar apartado, olvidado de la vigilancia del adversario, poco menos que desierto y situado a una altura tal que fuera transitable durante las todavía meteorológicamente histéricas semanas de marzo. Pero los puertos eran contados y no quería convencerse de que ninguno había escapado a la atención de las patrullas.
Entre los valles del Torce y del Lerna se alza la sierra de Región, cuyas más inaccesibles y elevadas cumbres y breñas se levantan hacia el meridiano del nacimiento de ambos ríos; al tiempo que desciende hacia el sur y gira hacia el oeste la sierra va perdiendo su envergadura orográfica para transformarse en una complicada sucesión de pliegues que separan los cursos medios de aquéllos, más o menos en el paralelo de Región y Macerta. A lo largo de más de cuarenta kilómetros el espinazo de la sierra sólo es atravesado por un par de carreteras (de las que el viajero se puede fiar durante seis meses al año) y media docena de caminos vecinales y forestales que no ofrecen ninguna garantía de paso incluso durante la época más rigurosamente seca a causa del estado de abandono en que se encuentran, de los numerosos obstáculos que se han acumulado a lo largo de décadas de incuria o del repentino corte por un desprendimiento de tierras o un hundimiento de la calzada que si alguien advierte nadie se preocupará de reparar. El más septentrional de los puertos es (a pesar de su porte legendario y heráldico, pues se dice que por él pasó Ruy Díaz de ida y Almanzor de vuelta) el más intransitable y arriesgado, tan solitario que a duras penas tiene un nombre unánimemente admitido por cuantos han oído hablar de él, pero sólo lo conocen de referencia: unos lo llaman el desfiladero de los Torques o las Torques y otros sencillamente Roque. Se trata de una estrecha garganta de unos diez kilómetros de longitud que discurre a todo lo largo del sinclinal fallado que separa las formaciones del Monje y del Malterra, tan distanciados y enemistados desde su tectónico origen como para no hacerse ninguna recíproca concesión y mantenerse de espaldas uno a otro, no sin haber prohibido a sus respectivas cohortes de cerros, laderas y serranías cualquier clase de trato o diálogo con sus homólogos y vecinos; y toda vez que ambos macizos se implantan en una curiosa conjugación de sus opuestos promontorios, uno a cada lado del paso y con sus armas —se diría— apuntando en la dirección del otro, el Roque se configura como una perpleja e imprevista frontera natural que no recibe de ambos colindantes sino las muestras de su arquehistórica hostilidad; apenas recoge agua, pues ambas sierras drenan en direcciones opuestas, y acaso por eso reúne y guarda con la mayor avaricia toda la nieve que cae entre enero y mayo y no para aprovecharla ni fundirla, sino para regalarla al violento septentrión que parece haber escogido ese singular cañón como lugar favorito donde hacer en cualquier época del año ostentación de sus excesos y veleidades; pues el viento —en mucha mayor medida que la carencia de agua y de vegetación, que los desprendimientos, aludes, cabras salvajes y buitres— es el verdadero dueño y señor del Roque; encañonado en un conducto trapecial de una altura tres veces mayor que la base, todo el año está presente (bien sea silbando o rugiendo) y aun cuando en cualquier fecha y cualquier hora puede suspender su sospechoso sueño y hacer una demostración de su casi dormida fortaleza, es en el mes de marzo cuando celebra sus fiestas; o más que fiestas, misterios, pues de tal modo quiere que sean secretos que la sola presencia de un inadvertido testigo basta para que despierte toda su cólera y, al tiempo que cierra las puertas de su pétreo y escabroso templo, se disponga a recibirlo tan sólo como víctima para sus sacrificios. Durante unos días de marzo la sierra suena; más allá de los rumores de las frondas y las aguas, de los ecos locales que el viento arranca de las hondonadas o los collados, durante unos días la sierra (al tiempo que muda de coloración) entre el Monje y la Muleta se convierte en el permanente diapasón de un telúrico la (más sonoro durante la noche que durante el día), un impaciente y mórbido zumbido de caracola a escala continental tal como si en el seno de esa masa de piedra un fuego negro se hubiera de nuevo encendido para revivir su catastrófico nacimiento; de sobra saben el paisano y el pastor que, cualquiera que sea el estado del cielo, en tanto la sierra suena nadie deberá aventurarse por terreno abierto, desguarnecido y fuera de los límites del bosque, más allá de los 1200 metros de altitud. Ay de él si no respeta el mandato; durante meses no se vuelve a saber de él; no dejará el menor rastro y aun cuando el cielo aclare y se funda la nieve de nada servirá buscarle en torno al punto donde fue visto por última vez; si hay suerte, ya muy entrada la primavera, un pastor guiado por las espirales de los buitres encontrará una forma anómala en el cortado de un sucio ventisquero: tal vez el esqueleto de un pie —el remate rococó de una guirnalda de hielo ocre que adorna el costero de un lambrequinado catafalco— asoma de la pared, con unas lonchas de mojama entre los dedos, inconfundible señal de que incluso para la muerte el intruso debía haber aceptado las normas establecidas para la preservación del cuerpo, en la postura del feto, de tal manera hecho un ovillo de escarcha y carne congelada que en numerosas ocasiones se le ha tenido que dar sepultura utilizando una barrica en lugar de un ataúd.
En su afán por no dejar ningún posible puerto por explorar y dentro de su plan de inspeccionarlos todos —aun en aquella época del año— siguiendo un orden de norte a sur, Eugenio Mazón, acompañado las más veces por Juan de Tomé, Emilio Beltrán, Tomás Bordón y otros, y conducido por algún vecino, se decidió a visitarlos en aquel frío y despejado mes de febrero y en ocasiones llegó a internarse en territorio enemigo, tan desierto como el propio. Guiados por un leñador que decía conocer aquellas breñas como la palma de su mano, se asomaron al Roque en la primera semana de marzo, aprovechando unos días inusitadamente claros y bonancibles. Durante toda la guerra el invierno había mostrado en aquella sierra una tendencia a llegar retrasado; los otoños fueron secos y los puertos permanecieron abiertos (y algunos transitables) hasta la llegada del nuevo año; se podía pensar que el clima, envidioso de los desastres provocados por la guerra o molesto por su desplazamiento a causa de ella a un segundo plano de importancia o cansado de una industria que obligando a todos a protegerse de la intemperie hacía más soportables sus estragos, suspendía temporalmente sus rigores para proporcionar a ambos contendientes la oportunidad de concluirla durante la época de su mandato; pero las guerras muy rara vez terminan en invierno, cuya parálisis acostumbra a aprovechar el beligerante, aun aquel que se halle en la más estrecha penuria, para reparar sus fuerzas y levantar sus ánimos con vistas a la siempre definitiva campaña de primavera. Pero viendo que ninguno de los jugadores se decidía a hacer uso de una baza tan generosamente ofrecida, el invierno perdía la paciencia y allá por enero, febrero o marzo rompía la tregua para descargar sus golpes, más furiosos cuanto más reprimidos y tardíos. Pero cada año esperaba más; el 36 nevó en noviembre sin mucha fuerza, empero la suficiente como para detener el avance de las fuerzas de Brémond sobre Bocentellas, provocar su retirada hacia sus bases de partida y suspender todo combate hasta la siguiente primavera; en la siguiente estación fría la primera nevada cayó bien entrado enero y en el 39 aún se permitió esperar hasta febrero, deseoso sin duda de precipitar la caída de Región en manos de Gamallo, pero ante la parsimonia y apatía del coronel decidió castigarle y anticiparse con su blanca y silenciosa hueste para recibirle en sus desiertas calles con la más fría de las acogidas.
Ya volvían de su inspección del Roque —llevada a cabo durante dos días y tras la cual todos los excursionistas se habían de formar, por breves horas, una impresión bastante favorable de aquel paso de no muy incómodo acceso y cuya singular horizontalidad le distingue de todos los demás— cuando, después de haberse asomado a su vertiente oriental y observado con sus prismáticos y telescopios las posibles sendas que descienden por las escarpadas laderas donde nace el Formigoso, a través de los calveros de la garganta vieron cómo asomaba la nube. Estaban poco menos que decididos a aprovechar las horas de luz para elegir entre los prados y bosques de robles que rodean la laguna de Don Pablo los puntos donde llevar a cabo la concentración de la brigada antes de su marcha sobre el territorio enemigo. Para Mazón la ventaja más sustancial que ofrecía aquel puerto era su apartamiento; era quizá la única, pero lo bastante considerable como para decidir la elección, una vez tomadas en consideración cualesquiera otras circunstancias y condiciones; de existir un camino que le permitiera situar sus tropas en la ribera del Lerna sin haber alertado al enemigo lo habría elegido sin lugar a dudas, a la manera de Aníbal, desdeñoso de cualquier otro más fácil y transitable, pero que le obligara a combatir para abrirse paso a través de él, obsesionado por la posibilidad de plantear su primer encuentro en tierras llanas y a ser posible de espaldas a las posiciones permanentes de los nacionales. Aunque todo hacía de él un guerrillero —condenado como sus ancestros a resistir en terrenos abruptos y montañosos— su máxima aspiración se cifraba en una campaña de movimiento, sugerida por las lecturas de los clásicos de la estrategia que algo le habían calentado la cabeza, y que un hombre algo más razonable y consciente de sus fuerzas y limitaciones habría sin duda desestimado como imposible.
Las llamadas posiciones nacionales se extendían por la sierra en torno a sus puertos —Roques, el más septentrional y tectónico, tan desprovisto de abrigo y tránsito como saturado de leyendas y maldiciones; Zocs, el más parecido a sus parientes alpinopirenaicos, abundante de bosque; Socéanos, el enlace común entre ambas vertientes con un perfil muy desigual, como un paso cantábrico girado 90° hacia el este y dos laderas diferentes; La Requerida, un majestuoso collado, el más geográfico y panorámico, y por último El Auriga, apenas más que un nombre, escrito de nuevo por un cultivado, escondido entre abetos— y apoyadas en una serie de puntos que delineaban un arco con centro en Bocentellas y cuyo extremo meridional en la Fuente de Santa Quiteña se situaba a unos veinticinco kilómetros a vuelo de pájaro de Región. La aproximación «púnica» soñada por Mazón y la ocupación por sorpresa de un punto en la ribera del Lerna podía hacerse al norte o al sur de Macerta, pero nunca por el centro, a través de Socéanos o La Requerida. La aproximación a Macerta por el norte era la que ofrecía las mayores facilidades, pero el menor número de ventajas; por grande que fuera la habilidad y diligencia de Mazón en las marchas[26] y el sigilo con que pudiera desarrollar la primera etapa de la operación, inevitablemente llegaría el momento en que el enemigo detectara su presencia en la vertiente del Lerna, a partir del cual se aprestaría a la defensa de Macerta, incluso retirando sus fuerzas apostadas en la montaña si se estimaba necesario para ello. Se consideraba un axioma que, por razones de toda índole, el Mando nacional lo podía permitir todo menos la caída de Macerta; pero la villa se hallaba bien comunicada por el sur —por dos carreteras en buen estado y una línea de ferrocarril— por lo que el envío de refuerzos desde cualquier acantonamiento no revestiría la menor dificultad desde el momento en que se tuviese noticia de que una amenaza por el norte se cernía sobre ella; tal configuración invitaba a pensar que un avance por sorpresa hasta alcanzar un lugar sobre el Lerna situado al sur de Macerta permitiría cortar sus principales comunicaciones —reduciéndolas a las casi impracticables carreteras del norte y del este— lo que obligaría al adversario a montar su inmediata defensa con sus propios recursos lo que aparejaría la retirada de todas las unidades distribuidas en el arco de la sierra a fin de reforzar un glacis en el alfoz de la villa. Combinadas todas estas consideraciones, en los planes de Mazón previos a la elección del paso se barajaban dos posibilidades de muy distinta índole: de un lado el beneficio táctico derivado de la llegada al Lerna por el norte atravesando la sierra por un puerto desguarnecido y nada frecuentado sin ser advertido por el enemigo; de otro la considerable ventaja estratégica obtenida con una penetración semejante realizada al sur de Macerta aun a costa de llevarla a cabo sin el concurso de la sorpresa y a despecho de una serie imposible de prever de ineludibles combates con las unidades enemigas desplegadas al sur de Socéanos.
En menos de media hora todo el cielo sobre el Roque se hallaba cubierto y tan sólo sobre un calvero, hacia mediodía, un sol de invierno que asomaba una mejilla tras el quicio de una nube —como el niño rezongón que estira el brazo de su madre sin prisa por llegar a casa donde no le espera nada comparable al suceso callejero que olvidará tan pronto como tenga entre sus manos sus trastos y juguetes— parecía resistirse a perder el espectáculo de la tormenta. Apretaron el paso, pero antes de alcanzar la mitad del desfiladero rompió a nevar con milenaria profusión con el atávico y vindicativo ímpetu con que borrar largas sequías e inviernos bonancibles con la escéptica y desalmada energía con que un viejo luchador ensaya su resurrección, una raya en su expresión y sus puños envueltos en delicadas gasas.
Pronto quedaron divididos en dos grupos y cuando los más adelantados creyeron haber alcanzado la entrada del paso toparon con una pared sin dimensiones ni color, como el escenario anterior a cualquier escenario, surgida del mismo ímpetu retrógrado de la tormenta; caminaron sin dirección, en busca de la salida y les sobrevino la noche sin que lograran verla; tan sólo acertaron a palparla, con el cuerpo encorvado hacia adelante. Caminaron aún por espacio de un par de horas, despacio y con poco provecho, hundiendo en la nieve toda la caña de sus botas. Eran cuatro; Bordón y otros dos habían quedado atrás, tres figuras pronas e imperfectas, detenidas en una pose, en un instante trascendidas bajo la nieve a los primeros bocetos que un pincel monocolor insinúa en un lienzo de impoluta, repulsiva y jaque palidez, dispuesto a devorar todo trazo disconforme con sus pretensiones. En una bauma tan profunda como para que parte de su suelo quedara al resguardo de la nieve, pero no tan alta como para que una persona pudiera entrar erguida, hicieron un alto para echar un trago de aguardiente y encender un cigarro. Tras el breve descanso se vieron imposibilitados de salir; habían perdido toda orientación en ese siempre minúsculo infierno de la tiniebla donde un paso o un palmo es la distancia que separa del abismo. Apenas podían tumbarse, sin espacio para los cuatro. Pasada la media noche cesó la tormenta de nieve, el cielo quedó parcialmente despejado (una pieza de mármol recién lavada, más brillante su pasta oscura que sus motas y aguadas) y la temperatura inició un rápido descenso. Antes de que amaneciera comenzó a soplar el septentrión; primeramente fue una ligera brisa de superficie que a falta de vegetación que tañer dio en silbar por los ventisqueros y a levantar en remolinos el inconsistente pelaje de las lomas que pronto se habían de convertir en una zarabanda de partículas en candescencia que iniciaron —con esa insulsa animación del niño al que han enseñado para la función cuatro pasos y una vuelta que repite una y otra vez— las fiestas inaugurales del invierno; una más numerosa muchedumbre se mezcló con ellos, al principio con timidez y desgana, por el prurito de impedir con su participación que el festejo decayera: turbiones de lluvia helada que la tierra devolvía al cielo en un gesto de banal restitución, efímeras nubes de polvo irisado sobre miniaturas de valles y cordilleras en un primer escenario de papel. Apuntaban las primeras luces del día cuando la fiesta se interrumpió en un entreacto para que los actores mudaran su disfraz, la escena reducida a una única superficie carente de centro, próxima y casi inexistente, una emulsión de polvo, confetti y expectación, una pizarra degradada por las rayas periféricas de inescrutables movimientos, como los pelos y defectos que surgen en los primeros fotogramas blancos durante la proyección de una película rancia. Era el aviso de que otra tormenta se acercaba y, por delante, enviaba el turbión para requerir silencio; pronto surgió un nuevo escenario —bañado en una luz carente de polos y sibaríticamente equilibrada— no del todo acabado, fruto de la improvisación o de una aviesa sabiduría propensa al malestar. Desde una hora después del amanecer hasta pasado el mediodía estuvo soplando la ventisca con tan consistente crescendo que todo momento pareciera de calma respecto al siguiente; no obedecía a ninguna dirección, revuelta en todas y contra todas y tan sólo llevada de su furia (como la alimaña acosada por una jauría que sin poder terminar su viaje hacia el enemigo más próximo ha de volverse hacia otro que le acosa por detrás), infinitos trazos que se dibujaron sobre aquella pizarra sin llegar nunca a quedar impresos por un deliberado deseo de obliteración llevado más allá de todo accidente y en busca, tal vez, del olvidado episodio original de la creación, entre nubes de irritado incienso y estruendo de desafinados tambores tan súbitamente desalojados de su sueño que olvidaron templar sus cajas antes de iniciar su redoble, sin ton ni son ni otro propósito que el de embriagarse durante los fastos de las fúnebres deidades del invierno, en la imposible búsqueda de aquella definitiva paz sin regeneración en la calma, sin descendencia ni renovación, sin otro fin que el movimiento del quimérico e insustancial polvo blanco definitivamente liberado de su larga condena en la materia sólida y los colores. Cuando con el smorzando la tormenta fue perdiendo intensidad, frente a la abertura de la bauma fue apareciendo una pared curva de hielo, semejante a la alabeada superficie de una gran pieza de acero recién salida de la fundición para ser torneada, que conservara todavía algún jirón de la delicada gasa placentaria en cuyo seno se habían desarrollado los misterios de su génesis.
Tuvieron que cavar con las manos una trinchera para salir de allí; un sol ártico apenas se atrevía a contemplar, tras un visillo de inmaterial emulsión, un lugar casi inexistente, sólo presente por sus destellos y tan fugaz como la escarcha, que sólo necesitara de un instante en la retina para metamorfosearse en hojas de cuchillo y trozos de espejo e indefinibles residuos incoloros que hubieran perdido todo nexo con el ente del que procedían, casi más allá de la audición y de la visión en el más apacible paradigma del caos. De Bordón y de los otros dos nunca volvieron a saber nada.
Al paso de Zocs no le dispensaron tanta atención. Con equipos de invierno y de montaña habrían podido atravesarlo para llegarse hasta las proximidades de Fayón —un pueblo desguarnecido, casi deshabitado y terriblemente castigado durante las represalias de 1936, por haber intentado mantener durante unos días su lealtad a la República— a condición de haber dedicado a la excursión unas pocas jornadas. El puerto no puede ser más distinto del Roque; situado en el centro geográfico de la Sierra coincide con el vértice de su curvatura y su topografía reproduce a cualquier escala todas las deformaciones y quiebros provocados por el cabalgamiento del manto de Tomasera, una formación *halóctona del cretáceo superior montada al revés sobre los residuos de la era precedente. Una montaña de abruptas pendientes y recios peldaños subverticales es interrumpida, tras una densa vegetación alpina, por un imponente cortado de caliza eocena, de casi doscientos metros de potencia, equidistantemente drenado en forma de cascadas a través de sus diaclasas y cortado de tajo, en su dimensión transversal, por cuatro valles muy parejos; la más profunda y ancha de esas fisuras es el Zocs por donde discurre el arroyo del mismo nombre (probable corrupción de una voz agarena) que alimentado de fuentes subterráneas muy probablemente se nutre en su origen de aguas caídas en la vertiente del Formigoso. Todo a lo largo del paso discurre un camino de herradura que, entre abetos y hayas, va saltando de un lado a otro del arroyo mediante rústicos pontones de troncos o piedra a hueso, pero que no es capaz de aceptar todavía hoy, cincuenta años después de aquellos sucesos, ni por su trazado ni por su piso, el tráfico rodado aun para los vehículos más ágiles y mejor adaptados a esa clase de terreno.
No era otro el objeto de Mazón que desestimar con una somera inspección la aptitud de aquel camino para llevar a cabo en pleno invierno el paso de su brigada y, por consiguiente, no se detuvo mucho tiempo en considerar las ventajas que ofrecía ni en estimar la posibilidad de aderezarlo para hacerlo practicable a sus propósitos. En cierto modo tenía de antemano adoptada una postura; le urgía dedicar toda su atención a los pasos del sur y respecto a los del norte, tras la desastrosa excursión al Roque, sólo necesitaba una confirmación de la índole que fuese para apartarlos de sus planes de manera expeditiva; esa confirmación no la tuvo y afincado en la mala calidad del camino no prestó la menor atención a los dictámenes favorables a su mejora con cuatro golpes de pico; el señuelo de la maniobra al sur de Macerta (unido a la actitud del pájaro del capitán Asián (que ya por entonces se llamaba Ordax, como apelativo más onomatopéyico de su graznido) que llevado en su jaula en el asiento trasero del Lagonda no se dignó abandonarla, simulando un córvido desinterés por aquellos parajes plagados de aves de presa de gran envergadura, en cuanto llegaron a las dehesas de Finis) fue el mayor enemigo de aquel camino que sería el de salvación para buen número de hombres, al término de la ofensiva. Sólo a regañadientes se vio Mazón obligado a reconocer que el paso a lomos de una caballería era practicable en cualquier época del año; su dominante orientación a levante, la densa vegetación y su planta en zig zag —de suerte que en todo punto parecía dirigirse a una escarpada montaña, sin atisbos de salida— contribuían a convertir aquel valle glaciar en un refugio donde no tenían entrada los vientos y donde la nieve, gracias a la inclinación de las laderas y a la moderación impuesta por aquella corriente de aguas cálidas y subálveas, tendía a fundirse antes de convenirse en hielo.
En la primera decena de marzo, cuando un Estado Mayor dirigido por los comandantes Cherclaes y Vallejo Román avanzaba en la elaboración de los planes del ataque combinado y se tomaban las primeras disposiciones para el reclutamiento y acantonamiento de las fuerzas y a los depósitos y almacenes diseminados en torno a Región empezaban a llegar pertrechos y vituallas, Mazón se dedicó a merodear por la sierra entre el puerto de Socéanos y las alturas de El Auriga, en busca de aquel subrepticio paso que le pudiera conducir hasta las riberas del Lerna sin ser advertido por el enemigo, con manifiesto descuido hacia otros asuntos más formales y administrativos que habrían requerido la atención de cualquier comandante responsable de su fuerza.
* * *
Eugenio Mazón era el menor de cuatro hermanos, nacido con el siglo y que sólo en contadas ocasiones había salido de su tierra. Doce años antes de la guerra había abandonado su residencia y su mujer en Bilbao, donde había iniciado la carrera de ingeniero que dejó a la mitad para meterse en negocios de representaciones industriales que pronto le condujeron al matrimonio. En un momento dio la impresión que lo suyo era abandonarlo todo —la carrera, la ciudad de adopción, la mujer, una situación acomodada y hasta la sociedad a partes iguales con un representante extranjero, que liquidó a cambio de un coche y un divorcio— para volver a Región a cuidar de su madre y de sus últimas propiedades, demasiado solas y demasiado abandonadas como para saber sustraerse a la rapacidad de parientes y administradores. Pero quizá aquello fue tan sólo un pretexto, un pretexto lo bastante sólido y convincente como para ocultar (a sí mismo y a quien se molestara en indagarlas) las verdaderas razones de un retiro tan prematuro. Pues durante doce años aparte de cuidar de su madre dedicó tal atención a la administración de las propiedades que a ambos quedaban (una vez hechas las partijas entre sus otros hermanos) que vivían de esas intangibles y poco menos que subálveas rentas, más invisibles que la fe, que todas las viudas que un día gozaron de una envidiable fortuna y vieron cómo se evaporaba gracias a las iniciativas de la prole, conservan para sí con el mismo apego que el retrato del difunto esposo.
Eugenio Mazón era el último vástago de una de las dos ramas de la familia, la que a lo largo de cuatro generaciones había permanecido en Región con una decidida preferencia hacia las propiedades y los asuntos urbanos, en contraste con la otra rama que encontró la estabilidad campesina a cambio de la trasposición del apellido. Porque al comienzo de la guerra todos los que llevaban el apellido Mazón en primer Jugar estaban arruinados. Su bisabuelo, Ricardo Mazón, probablemente oriundo de un caserío del Torce medio, carente de partida de nacimiento, se había establecido en Región a comienzos del segundo tercio del siglo pasado, tras haber amasado en la Argentina una fortuna con negocios de lanas e hilaturas; unos meses antes de subir al cuatro palos que le había de devolver a su tierra natal, donde había previsto una cómoda vida de hacendado, había contraído compromiso de matrimonio con una criatura casi adolescente, de grandes ojos negros y estampa dominante, hija de un emigrante siciliano. Se contaba tiempo atrás que en el momento en que ayudaba a su joven prometida a poner el pie sobre la plancha de embarque, un incidente surgió en el muelle más allá de la barrera de parientes, amigos y curiosos que habían acudido a presenciar la salida, más allá de la cadena dócilmente aceptada por la muchedumbre e indolentemente vigilada por quien con una casaca y una gorra galonada no tenía por qué dar la cara para hacerse respetar. Un grito, tal vez no lo bastante sonoro ni audible como para que la futura esposa ni su imponente prometido tuvieran que volver la cabeza, demasiado atentos ambos a los dificultosos pasos de aquellos botines —acaso calzados por vez primera a unos pies demasiado acostumbrados a caminar descalzos por una cocina de emigrantes poblada de matronas sicilianas, abuelas, esposas, novias y toda clase de niños en toda suerte de posturas menos la erecta— sobre la empinada plancha; una más entre la multitud de voces, un grito no de adiós que ambos pudieron desoír o tan sólo un nombre propio demasiado saturado de un solo diptongo como para romper la procaz deyección sonora de aquel muelle —fragmentos de voces y órdenes y desgarrones de voz, heterogéneos residuos reunidos en una única agobiante forma carente de todo salvo de propósitos— y alcanzar un oído lastimado, desentendido de su función para concentrarse con los otros sentidos en el cuidado de sus pasos. O tal vez lo oyó y sin duda lo reconoció, pero comprendió que no tenía que detenerse a atenderlo ni volver la vista atrás, convencida de su impotencia tras su claudicación, una vez aceptada la vicaria resolución que a sus expensas había sido convenida días atrás y cuyo máximo garante y celador la llevaba del brazo y, acaso, imprimió a sus implacables dedos la sobrepresión necesaria —estrictamente necesaria— para hacerle saber que no toleraría la menor vacilación. Porque con un poco más le podía haber roto el brazo, tal era la fortaleza de sus manos. Entonces (nadie lo vio salvo la instantáneamente muda y casi inexistente muchedumbre del muelle, acrisolada ya en un ayer extático y poco menos que sin prolongación en el mañana, suspendido en un instante sin temporalidad, en cuanto dio comienzo la maniobra y por encima del murmullo del muelle surgieron las voces de la tripulación) un hombre intentó saltar por encima de la liviana cadena para echar a correr por el espacio desierto entre el hemiciclo y el borde inferior de la plancha; y sin duda se oyó entonces el grito o tan sólo la última vocal o el primer diptongo de aquel nombre siciliano suspendido sobre la muchedumbre repentinamente silenciosa que había callado sus voces de adiós y detenido el flamear de sus pañuelos y abierto un corro en torno a un hombre en los últimos vacilantes pasos de un equilibrio definitivamente perdido para mantener la boca abierta, mientras eran soltadas las amarras y retirada la plancha al compás del chapoteo de los remos. Y luego ese desultorio y acromático «¡oh!» no coreado por la muchedumbre —mientras el otro se abría paso a golpes—, no formado por mil ohs salidos unánime y simultáneamente de mil gargantas diferentes, sino de la única y universal garganta de la especie carente de voz, de sorpresa y de voluntad propias (el que se eleva tanto en el muelle como en la plaza del pueblo como en el Yankee Stadium como en la explanada de Lourdes y un día (según dicen) se elevará en el valle de Josafat, en cuanto se descorra el telón celestial para que inicie el desfile la corte que allí reina), unido indisolublemente a su torpe caída sobre la cadena en un momento sintético e incomprensible del que nada cabía separar, ni carrera ni diptongo ni caída ni el desvergonzado charco de sangre sobre el pavimento, como la mancha de aceite que deja la máquina casi antes de su colisión, que hizo volver las miradas de la pareja desde su privilegiado puesto en la borda, una vez sueltas las amarras con aquella tierra de lucha, promisión y escarnio.
Fue —según se diría después, cuando un colectivo resentimiento rodeara la figura de Laura, en sus años de mayor poderío y desenfado— el arranque de la maldición siciliana de los Mazón. A su llegada a España el indiano instaló a su novia en Madrid, al cuidado de unas religiosas, antes de celebrar la boda y preparar su residencia en Región, lo que le llevó casi un año a pesar de la celeridad y lujo de medios que movilizó para ello. Compró en la plaza de la Colegiata una vieja casa de la que no aprovechó nada y en cuyo solar levantó una vivienda con tres plantas y una cuarta de guardillas —del recién estrenado y sobrio estilo isabelino; compró otra quinta en la vega —que con más tiempo por delante se propuso remozar— y un extenso monte de caza, de unas seiscientas hectáreas, con algunos cultivos y una parte de vega, en el término de El Auge; designó un administrador —con muy buen tino— y cuando comprobó que todos sus planes se llevaban a cabo con regularidad volvió a Madrid a contraer matrimonio con la siciliana en la más estricta intimidad. Y tras un viaje de novios de dos meses de duración —por Francia y por Italia, pero sin llegar a Sicilia— se instaló en su nuevo y flamante hogar para llevar una vida de patricio. En sus primeros meses en Región se permitió hacer algunas donaciones al municipio —a fin de que su nombre perdurara en lápidas, plintos y portadas—, pero también tuvo la suficiente claridad de visión como para no meter su dinero en los numerosos negocios locales que todas las semanas le proponían las amistades recién adquiridas; llevaba una vida muy sana y el mismo ahínco y perseverancia que a la gimnasia y los ejercicios al aire libre dedicaba a intentar germinar el vientre de su mujer, apremiado por idéntica falta de paciencia y mesura con que había iniciado su carrera hacia la fortuna una quincena de años antes; pues si en diez años había amasado diez millones, en los siguientes diez intentó hacer diez hijos, para verse en breve plazo rodeado de una carnada tan numerosa y, seguro de su descendencia, dedicar su tiempo patricio a los problemas del país, tan necesitado de nueva savia. No tenía para ello que contar con la anuencia de su joven esposa (casi veinte años había de diferencia de edad entre ellos), pues sin duda entre las tácitas cláusulas de su contrato matrimonial se incluía su total sumisión que a no dudar la siciliana aceptó sin reservas, en atención a las numerosas ventajas que el contrato le ofrecía y quién sabe si con la vista puesta en un desquite favorecido por la diferencia de edad, pero comoquiera que fuera la naturaleza de Laura —anticipándose a su voluntad— tomó sobre sí la obligación de reducir las ambiciones del parvenu a unas proporciones más justas, dejando la cuenta reducida a cuatro: dos varones y dos hembras.
Sólo al cabo de dos años de matrimonio —dos años de prueba para Ricardo Mazón que comenzó a sospechar en una venganza del destino al atropello de la Boca y a rumiar las primeras ideas para una venganza a la venganza— Laura quedó embarazada, lo que, antes que otra cosa, supuso su enclaustramiento en obediencia a los cuidados de su marido para evitar cualquier peligro que amenazase el normal desarrollo del tesoro que llevaba dentro. Y en cuanto nació el primogénito —un niño muy robusto que con su físico parecía justificar su tardanza— fue encomendado al cuidado de una numerosa lista civil encargada de amamantarle, lavarle, dormirle, vestirle y pasearle a fin de que la madre —sin otra obligación hacia él que besarle unas pocas veces al día y mostrarlo con orgullo a las nuevas amistades que varias tardes por semana acudían a la casa de la plaza de la Colegiata a merendar—, en contraste y compensación a los nueve meses de retiro precedentes, dispusiera de todo su tiempo libre para emplearlo según lo tenía dispuesto su marido, para mayor gloria del apellido. Antes de dejarla embarazada de nuevo la regalaba con toda clase de atenciones y la paseaba —ufano de su hermosura— por los mejores balnearios de Europa; raro era el año que no hacían dos viajes, uno obligado a París en primavera, otro a Berlín, Vichy, Carlsbad o Baden, en otoño; y tampoco faltaba la excursión de diez días a Valencia o Sevilla. Pero el viaje anual a París, entre otras razones para hacerse ropa, no podía fallar porque Ricardo Mazón, habiendo alcanzado la satisfacción de sus propósitos, empezaba a pensar que más que el de gran señor local el destino le tenía reservado un papel como político nacional, en un momento en que el país necesitaba nueva savia.
Cuando el embarazo entraba en su cuarto mes, el régimen de la casa quedaba sustancialmente alterado; don Ricardo se retiraba a dormir a una alcoba junto a su gabinete y cuatro habitaciones de la planta media quedaban al servicio de la señora que apenas debía subir o bajar escaleras; se reducían las visitas a las de los íntimos, un capellán decía la misa en el oratorio familiar, las salidas se limitaban al jardín o a la casa de la vega, en un coche doblemente almohadillado; y antes de que la madre saliera de cuentas don Ricardo a sus expensas ordenaba enarenar la plaza y los tramos adyacentes de las calles que en ella convergían para ahogar el sonido de los cascos de las caballerías y las llantas de los carros y no alterar el silencio que debía dominar la casa.
En los cuatro últimos meses del embarazo, una vez seguro de que su mujer quedaba en buenas manos, con una asistenta a su lado de manera permanente y una asidua visita del doctor y de la comadrona, don Ricardo menudeaba sus jiras por la capital y las provincias. Eran viajes políticos y de placer; no, no se trataba de visitar a las midinettes de París o las amiguitas de Valencia, como alguna gente maliciosa daba en suponer. Adoraba a su mujer de manera lo bastante incólume como para prescindir de toda carne durante aquellos cuatro meses; pero en aquellos períodos daba o trataba de dar satisfacción a su segunda pasión, de una naturaleza tal que difícilmente podía ser compartida por su mujer, consciente de que habiendo nacido en un medio rudo y nada ilustrado y alcanzado una relevante posición social, a la que en todo momento se debía, no podía permitirse la menor negligencia respecto a la delicadeza de sus sentimientos. Así que odiaba la lucha y los combates. Ricardo Mazón —lo decía él de sí mismo— había braceado mucho y se había abierto camino a fuerza de puños y maña; era fuerte como un toro y nada le fascinaba tanto —después del dinero y la belleza femenina— como la fuerza física. Una vez al año, cuando menos, hacía un viaje a Pamplona para echar un pulso con Ochoa y por el que apostaba una fuerte suma; no logró nunca ganarle, pero era uno de los contados españoles que se lo sostenía por lo que declarado con frecuencia el match nulo el dinero se consumía en las celebraciones pamplonicas y en los delicados presentes —perfumes de París, champán de Reims, caviar del Volga, sedas de Turín y Mahé, joyas de Amsterdam— con que a su vuelta de la competición regalaba a su mujer para ayudarle a sobrellevar el supino aburrimiento de sus embarazos.
Los cuatro hijos no salieron igualmente fuertes, sino que —como índice de un secreto declive que no se manifestaba en el aspecto de su persona, pero sí en su descendencia— a partir de un primogénito tan robusto y voluminoso como su padre fueron, en lo que a su condición física se refiere, cada vez más a menos hasta que la serie se cerró con una hembra flacucha y desorganizada, eternamente desganada, que desde niña desarrolló un olímpico desdén hacia los demás, una tendencia a la jaqueca, un humor algo huraño y un aire propio, con cierto aroma a papel de Armenia; en aquella «década moderada» en que el país decidió echarse a la calle a hacer cosas, ella prefirió quedarse en casa acaso para proféticamente preparar un rincón donde guarecerse en los tormentosos años que habían de seguir. Como el segundo varón no vino al mundo con una complexión parecida a la del primogénito, su padre se desentendió pronto de su educación, porque desde muy niño, por ser pálido y rubio, consideró que sería hombre de puertas adentro, apto para las cuentas o los almanaques y del que a lo más se podría sacar provecho en la administración, por lo que con gran precocidad empezó a jugar con cuentas y fichas —en lugar de bolas y pelotas— con las que pronto demostró un gran dominio y una neta superioridad sobre sus padres y hermanos, sin duda como consecuencia de su voluntaria renuncia a una dimensión. No es de extrañar, por consiguiente, que en cuanto Cristino, el segundo, ganara a su padre la primera partida de damas, el primogénito, Eugenio, se convirtiera en el favorito, el elegido desde la primera infancia para mantener el culto a la vida al aire libre y la fortaleza física en toda clase de competiciones; a los diez años ya echaba pulsos con todos los servidores y allegados a la casa, con vistas y como preparación a la celebración del gran match que habría de celebrarse el día en que cumpliera quince años y con que habría de inaugurarse el largo torneo que pautaría la convivencia con su padre.
Un postrer —y algo tardío para el patriarca, pues entre Mazón y su mujer mediaba una diferencia de edad de más de veinte años— intento de concebir un último retoño robusto, que viniera a desmentir la degeneración física que había marcado a su descendencia, pudo tener consecuencias desastrosas para la madre, a la que Mazón apartó desde entonces de toda actividad reproductora; así que se tuvo que conformar con fomentar y seguir de cerca el desarrollo y la educación de un Eugenio que por decisión paterna había de reunir en su sola persona las numerosas cualidades de todo el conjunto de atletas que había ansiado tener bajo su techo —como para formar una troupe del Medrano o una dinastía de sportmen— y que habrían de ponerse a prueba el tan esperado día de su cumpleaños. Pero a sus doce años Eugenio era un avezado cazador que podía soportar todas las fatigas e inclemencias de una partida al lobo, podía montar a pelo cualquier caballo del país y ayudar al herrero a levantar el carro para desmontar un buje; y todo parecía indicar que si su padre descuidaba su preparación muy bien podría conocer su primera derrota en Región el día que su primogénito cumpliera sus quince años. Pero el match no se llegó a celebrar nunca, Ricardo Mazón no vivió para verlo.
Antes de que su primogénito cumpliera los quince años Ricardo Mazón amaneció muerto, incomprensiblemente muerto una mañana de otoño, en el lecho de la alcoba junto a su gabinete y a los pocos días de su vuelta de un viaje a París, en compañía de su esposa, que había aprovechado para asistir al célebre banquete de los Campos Elíseos y sostener en privado una conversación con el propio Prim. Murió mientras dormía, tras haberse retirado a descansar a la hora de costumbre, bastante temprana, y sin que el más ligero síntoma denunciase una alteración de su salud; no había guardado cama un solo día en sus últimos cuarenta años y tan apacible y saludable era su aspecto aquella mañana que por unos y otros fue zarandeado —y casi arrojado del lecho— en la sospecha de que algo anómalo —cualquier cosa menos la muerte— se había apoderado de aquella naturaleza que tras su formidable aspecto escondía aquel punto de debilidad que —paradójicamente— con los años se había de demostrar más fuerte e influyente, hasta concluir en una hija enclenque y una muerte prematura.
Su muerte dio mucho que hablar por largo tiempo y como fue la primera víctima de lo que más tarde se dio en llamar la maldición siciliana de los Mazón con cada nueva víctima atribuida a ella volvía a salir a la superficie el misterio que rodeara a la muerte del viejo Mazón para en cada ocasión ver en ella la acción de una mano asesina, siempre distinta de la anterior. Pero muy posiblemente no hizo otra cosa que negarse a ser esa víctima y —en secreto y premonitoriamente— se dejó conducir por su traidora naturaleza —como un niño con los ojos vendados, hasta el punto que debe ocupar en el terreno del juego— hacia el terreno reservado para él por un destino por él desatado en un muelle de la Boca.
Algo debió ocurrir en París y no exclusivamente relacionado con el partido progresista ni con la facción que veía en Olózaga a su jefe indiscutible. Algo mucho más privado y que bien pudo tomar la forma de una incómoda visita o un ingrato descubrimiento. Meses antes de su fallecimiento había aparecido por Región un extranjero, sin oficio ni beneficio, que en su primer paso por el pueblo apenas fue advertido por media docena de personas: un mesonero, un camarero, un prestamista, un par de holgazanes borrachines y otro par de jugadores de ventaja. Tan sólo permaneció por el pueblo y por el valle un par de meses, haciendo trabajos oscuros y llegando a tener que coger la herramienta para contar con una cena y un lecho, al cabo de los cuales desapareció como había venido. Luego se supo que también había merodeado por la cuenca minera que por aquellos años empezaba a despertar de su medieval sopor, con la introducción por parte de algunos patronos de utillaje moderno y la apertura de nuevos cortes que habían de inducir aquel ilusorio auge industrial del último tercio del siglo. Pero no era minero ni bajó nunca al corte; era comerciante, traficante, suministrador de artículos raros o prohibidos, propagandista de ideas subversivas y, sobre todo, jugador, un experto jugador en cualquier clase de naipe y suerte y para quien los endomingados picadores ahítos de paseo, sidrería y bolera —y nada saturados de mujer— constituirían las más inocentes presas, la más deseable clientela. Pero no pudo durar en ningún tinglado, tal era su rapacidad, tales los rencores que suscitaba tras sus sabatinas razzias, tal el enojo que levantaba con su nada disimulado menosprecio —con un insolente acento extranjero y cantarín— por la tierra adonde inexplicablemente había ido a parar. Así que poco menos que expulsado de todo lugar donde quedaran unas pesetas sobre un montón de naipes de tanto en tanto recalaba en Región, sin otro propósito que el de recoger información sobre el próximo punto hacia el que dirigir su codicia. En verdad no sólo iba a eso; eso era tan sólo un pretexto como lo era su afición al juego al menos mientras tuviera que inscribirla dentro de las pagas de los picadores; sin duda sus ambiciones estaban colocadas en un punto mucho más elevado y, con toda probabilidad, lejos de aquella «suchia» tierra en la que se hallaba de paso hacia otra mejor, infinitamente mejor, donde conocía gran número de hermosas «muqueres».
Una noche en que tal vez abusara del licor sus confidencias fueron más allá de lo habitual y un camarero o un dueño de establecimiento al que dejara a deber una pequeña suma prestada para continuar la noche sobre la mesa de juego, vino a saber dónde podía y debía buscar la reposición del préstamo. O acaso fue un papel firmado sobre la mesa o sobre el mostrador, en cuyo dorso escribió nada más que Don Ricardo Mazón, Plaza de la Colegiata, para desaparecer a seguido por espacio de varios meses. Nadie le debió dar mucha importancia a aquel improvisado pagaré o, mejor aún, letra de cambio puesta al cobro más de diez años después de entregada la mercancía. Y si levantó alguna sospecha fue por el nombre, un nombre endiablado y más propio de un indio, que nadie tenía por qué relacionar con Albanesi. Cuando volvió ya estaba olvidada la historia de aquel papel, pero una persona al menos sabía sus antecedentes, una persona informada cabalmente por Mazón —tras la exigencia y promesa del máximo secreto— e interpuesta por él para tratar con el forastero el precio de su alejamiento definitivo de Región y de su comarca. Era lo que andaba buscando, ése era su objetivo y no los beneficios que podía levantar todas las noche de la mesa de naipes o los subsidios que podía obtener de dos mujeres que vinieron acompañándole en su segunda estancia, instaladas en una casa a la salida de Bocentellas donde también se servían bebidas, convertida en el primer salón de vicio que se había de ver en el valle y que con el nombre de «la casa de la Marcelina» —por el de la viuda que la regentaba— llegaría a ser centenario.
«Definitivo» en labios de Mazón —y en los de la persona interpuesta, aquel eficaz administrador del patriarca que uniría su destino al suyo— quería decir eso y tan sólo eso, cualesquiera que fueran las condiciones del extranjero y sus intenciones de repetir la suerte; definitivo había sido su adiós al nuevo continente y definitiva la manera con que se había visto obligado a cortar las pretensiones de un impetuoso prometido —o lo que fuera— decidido a no tolerar la salida de su novia para Europa y terminadas de manera violenta en el mismo muelle de la Boca. Ése era el trato establecido por Mazón: un precio alto, incomprensiblemente alto (esto es, la cantidad suficiente para que un hombre en lo mejor de la edad y con ganas de iniciar una carrera en la honradez pudiera establecerse donde gustase, siempre que fuera lejos de Región) y un estricto acatamiento a sus condiciones; pues de lo contrario de sobra sabía el forastero —y por experiencia propia— a qué clase de medios podía recurrir Mazón para hacerse obedecer y, en caso contrario, para castigar o terminar con el desacato.
Pero el error de Mazón en el tratamiento de aquel espinoso y sucio asunto fue múltiple; muy posiblemente había si no olvidado la clase de persona a la que pertenecía el hombre con el que se había avenido, por persona interpuesta, a negociar, menospreciado el número y la variedad de sus recursos; había olvidado también —y es muy comprensible que así fuera— que el adiós definitivo a América era el adiós, por su parte, a unos métodos que se había jurado no volver a practicar desde que pusiera los pies en la cubierta del cuatro palos y que a sí mismo se tenía prohibidos desde el momento en que, casado y propietario de una cuantiosa fortuna, se asentara en su tierra natal en calidad de hombre respetable y apacible que a nadie tenía por qué dar explicaciones sobre su pasado; por importante que fuera la suma que había destinado a su destierro sólo supo estimar por bajo las pretensiones del ex-presidiario, en el supuesto de que una entrega suficiente para montar un negocio o adquirir un útil de trabajo era todo lo que pedía y necesitaba aquel hombre; y por si fuera poco había permitido que el forastero se instalara en el valle, aún de tapadillo y no como responsable, pero sí como beneficiario de una industria tan poco recomendable como la casa de la Marcelina, que, a los pocos meses de abierta, ningún alcalde ni gobernador civil se avendría a clausurar, por cuantiosas que fueran las protestas que suscitara entre las gentes respetables, a causa de su nada despreciable contribución al mantenimiento del orden público. Cuando supo que el extranjero —se llamaba Ettore Sciavicco, era natural de un pueblo costero de Sicilia y había vivido desde niño en Argentina, sin oficio conocido, donde había consumido buena parte de su juventud como inquilino de diversos penales— en apariencia contento con la suma recibida se había decidido a acatar el pacto y abandonar el valle y la casa de la Marcelina con lo puesto, como el día de su llegada, creyó que había alcanzado la solución definitiva. Tal vez fue en París donde Ricardo Mazón sufrió su más amargo mentís, la comprobación de que lejos de haber conseguido la solución definitiva tan sólo había obtenido un compromiso provisional y que tal provisionalidad no sólo consolidaba la amenaza que pesaba sobre su buen nombre, sino también que para el futuro excluía los métodos que hasta entonces había ensayado para conjurarla. Tal vez fue un hallazgo sorprendente, un encuentro inoportuno, un desliz de aquella sumisa pero despierta mujer que hasta entonces había seguido el asunto sin decir una palabra, con sus grandes ojos esquinados, puestos en otra parte. Cuando volvió a Región su decisión estaba tomada y pensado incluso el procedimiento de ejecutarla.
Pero antes de eso, y como aperitivo a la sospecha que había de sustanciarse en París, Sciavicco había vuelto a Región, con un pretexto de poca monta que le serviría para protestar de su acatamiento al compromiso y al mismo tiempo para poner de manifiesto su libertad para pasarlo por alto en cuanto así se le antojase. Ante un hombre que había jugado limpio y persuadido de que su dictado sería obedecido y, por consiguiente, no había adoptado ninguna clase de medidas coercitivas, su vuelta no representaba para él el menor peligro. No se molestó en hacerle llegar la noticia de su llegada, seguro de que alcanzaría la casa de la plaza de la Colegiata por cualquiera de los conductos del rumor y Ricardo Mazón prefirió no darse por enterado, bien para esperarle en su feudo hasta el momento de formalizar un segundo trato, bien para darse tiempo a preparar el recibimiento que merecía si sus intenciones no obedecían a las cláusulas del primero. Así transcurrieron unas semanas en las que cada uno de ellos sabía del otro —y en secreto se espiaban— aun cuando en apariencia se ignorasen, ambos seguros del arma que guardaban para la siguiente confrontación.
Ettore Sciavicco volvió a sus andanzas por la cuenca, pero con un tono más elevado, haciendo cierta ostentación de medios. Tenía olfato; se cuenta que —sin que mediara la menor explicación— no acudió a cierta partida de altos vuelos en cuya preparación alguien que advirtió la mano del administrador de Mazón fue con el cuento al italiano que una vez más desapareció en los días del viaje de aquél a París. Ambos estuvieron ausentes por las mismas fechas —lo que dio lugar a pensar en un encuentro en terreno neutral en el que acaso se echaron las bases del segundo trato o, más probable aún, se decidió la ruptura del primero— y ambos volvieron a Región con pocos días de diferencia, uno con un humor de perros, el otro no dejándose ver más que de noche y en sus infamantes tugurios. Debía estar a punto de recoger la calderilla de la mesa de juego cuando le llegó la noticia de la súbita muerte de Mazón, una fría mañana de octubre. Posiblemente su juramento terminó por imponerse a su naturaleza y una jerarquía superior, empeñada en velar por su cumplimiento, determinó acabar con ella antes de que las circunstancias le obligaran a romperlo, para preservar intacta su corta, pero limpia carrera de patriarca regionato.
Amaneció muerto, pero sereno, sin un gesto de malestar, sin que la amenaza que había ensombrecido en secreto sus últimos meses asomara a su expresión y sin que nadie —con excepción de aquella persona que había interpuesto para llevar a cabo las negociaciones con el siciliano y que sin duda sabía a qué extremos estaba decidido a llegar su patrón para terminar con el chantaje— abrigara la menor sospecha acerca de su honorabilidad. Como consecuencia de un fallecimiento abintestato, de una declaración como gananciales de unos fondos transferidos desde América después de su matrimonio, de la minoría de edad de sus cuatro hijos, todas sus propiedades y su fortuna pasaron a manos de su mujer, nacida Laura Albanesi, natural de Palermo, quien con el luto —que además realzaba su mediocre estatura— encarnaría la más cabal representación de aquella jerarquía superior encargada de velar por el nombre de la casa y establecer el orden mortuorio.
Ettore Sciavicco tuvo el buen criterio de no asomar por Región en las fechas inmediatamente posteriores al fallecimiento de Ricardo Mazón, pero de cerca o de lejos no dejó un solo día de tener el oído atento a cuanto ocurría en la casa de la Colegiata, que para la Navidad volvió a abrir sus puertas aunque a gentes bastante diferentes a las que la habían frecuentado con anterioridad. Supo que por allí pasaron algunos parientes o conocidos de la viuda, que jamás habrían osado asomarse en vida de Ricardo Mazón, que desde tierras lejanas acudieron a su llamada o simplemente supieron olfatear la necesidad de compañía de aquella mujer un tanto aislada y enigmática, de un imponente aspecto solemnizado por el luto, que sin haber cumplido más de treinta y pocos años manejaba a su antojo —tras haber despedido al administrador de su marido y contratado los servicios de otro de más edad, casado y con familia, tras modificar la organización de la casa y rodearse de nuevos servidores y colonos, tras alejar de sí con o sin indemnización a toda persona que hubiera podido gozar de un trato confidencial con su marido— acaso la mayor fortuna de aquella comarca.
La cuenta de Ettore Sciavicco no quedaría saldada con la muerte de Ricardo Mazón, pero ya no sería el chantaje la forma de presentar la factura. En poco tiempo —ni siquiera a su viuda— a nadie importaría lo que el difunto había hecho, o mandado hacer, en un muelle de la Boca y no teniendo importancia el pasado de un hombre en cierto modo malogrado nadie daría un céntimo por la preservación de una memoria sin mancha. Pero si la factura no tenía por qué ser la misma, tampoco lo tenía que ser la cuantía, una simple aunque renovada indemnización. Tal vez Sciavicco sabía de la viuda más de lo que ella suponía y acaso el último fundamento del chantaje no fuera tanto la ocultación de un hecho luctuoso cuanto la puesta en vigor de una naturaleza furiosa y apasionada que podía aceptar unas cosas, pero no otras. O peor aún: que podía aceptar cualquier clase de cosas siempre que para unas determinadas se reservase el derecho a la venganza; o peor todavía: que podía fingir una cierta ignorancia o inocencia para tomarse la revancha el día en que alguien le sacara de ellas. Porque ella no había visto nada de lo ocurrido en el muelle de la Boca, su marido se lo había impedido con un tirón de su mano. Pero Sciavicco sabía muy bien que ella estaba al tanto de lo que podía pasar, pues por ser el compañero de fatigas y confidencias de su amante había sido elegido —mediante la primera compensación— como brazo ejecutor de los designios de Mazón. Por ende el arma de su chantaje no era tanto la opinión pública cuanto la opinión doméstica, la impetuosa reacción de una mujer a la que Mazón no tenía por qué dar por enterada del suceso del muelle.
Un día, al fin, apareció en Región transformado de pies a cabeza, haciendo gala de una estampa de caballero cosmopolita, de la permanente afectación en que se resuelven las maneras de un libertino cuando considera llegado el momento de concederse nuevos aires. Sus primeras relaciones con la Albanesi fueron sin duda ambiguas y secretas, por la puerta de atrás, y para las que acaso el libertino no tuvo necesidad de acudir a sus antecedentes, sino que ensayó una táctica nueva, en cierto modo dictada por la propia Laura; atrás había quedado el marido y mucho más atrás el chantaje, amortizada ya la puñalada en el muelle y condonados los años de penal mitigados por toda clase de atenciones dispensadas por la familia Albanesi, por encargo de un pariente que se había trasladado a vivir a España. Pero todavía había muchos ojos y oídos atentos a todo lo que ocurría en la casa de la plaza de la Colegiata como para dar por buenas ciertas cosas sin grave quebranto para el buen nombre de la misma, sin que algunos que se pudieran considerar vulnerados en sus sentimientos o en sus intereses no dieran en elevar las primeras voces de protesta o —más grave aún— pie a los más fundados rumores. Sólo al cabo de dos años de experiencia en la dirección de sus propios asuntos se decidió Laura Albanesi a cortar por lo sano y arreglar su vida sin tener en consideración otras razones que las emanadas de su soberana voluntad.
En primer lugar envió a sus dos hijos varones, lo bastante crecidos como para poder poner obstáculos a sus propósitos, a estudiar al extranjero, y durante las vacaciones les instó y ayudó a recorrer mundo y aprender idiomas; sin ser excesivamente rumbosa sabía muy bien cuándo y en qué tenía que gastar su dinero, a qué reclamaciones tenía que anticiparse a fin de que no se multiplicaran tras una primera demanda y su consiguiente negativa y qué bocas había que silenciar para poder seguir su propio juego; aun cuando en los años de su primer matrimonio hubiera estado ajena a todos los negocios de Mazón, cabe suponer que en secreto había asimilado las lecciones derivadas de ellos y, llegado el momento, sabía aplicar los métodos que tan celosa como inútilmente le habían ocultado tanto su marido cuanto sus padres y parientes de la Argentina. Las hijas, por el contrario, no le estorbaban, por lo que no las alejó demasiado a sabiendas de que para despacharlas del hogar bastaría prepararlas para un matrimonio que en aquel país y mediante una atractiva dote no tardaría en llegar; así que tan sólo las envió a un colegio de religiosas, en una cercana capital de provincias y bajo un estricto régimen de internado que había de complementarse con una estancia veraniega en una residencia de señoritas de Orthez para que adquiriesen un sólido conocimiento del francés. Cuando todo lo hubo dispuesto fue ella la que partió, con su nuevo marido, para enseñarle Europa y familiarizarle con las maneras de Vichy, Carlsbad o Baden —tan desconocidas para el antiguo libertino pese a sus nuevas apariencias— y de paso hacerle saber por la vía del agrado y la experiencia previa quién mandaba en el hogar y quién tomaba las decisiones. A su vuelta a Región sólo recibió plácemes y sumisión, tal como ella había previsto, aún envueltos en un recelo hacia su marido que las más selectas cenas y fiestas no lograron disipar.
Durante meses su nuevo marido apostó por la fidelidad y el decoro —dentro de los infranqueables límites impuestos por su naturaleza y su pasado—, convencido de que había alcanzado la meta de sus aspiraciones y dispuesto a ocupar en la sociedad regionata el puesto que había sabido adquirir; pero una vez alcanzado quizá fue ella el mayor obstáculo no para que ocupara aquel señalado sitial pero sí para que pudiera ejercer en todo su alcance su incumbencia; en verdad no tenía acceso a la fortuna de los Mazón, no tenía otros negocios propios que los anteriores a su matrimonio y de los que por el momento era mejor olvidarse aun cuando la mayor parte de su dinero de bolsillo siguiera procediendo de ellos; sólo de palabra podía ejercer de rico y su mujer tan sólo le pasaba unas asignaciones, generosas, pero limitadas; como asimismo carecía de un círculo de amistades dignas de codearse con su medio, poco a poco fue reincidiendo, al modo nocturno, en sus antiguas costumbres, en lugares y medios que un caballero de su posición jamás se habría atrevido a frecuentar. Y al tiempo que consumía buena parte de sus días en mesas de juego de trastienda y rudas cacerías y juergas de señoritos aldeanos, iniciaba cerca de su mujer una política de acoso conyugal que viniese a concluir en una descendencia que, ante notario, le redimiese de una vez para siempre de la sumisión económica a que se veía reducido.
Por segunda vez en su vida Laura Albanesi se vio sometida a las perentorias reclamaciones de un marido ansioso de tener descendencia; ni su edad, ni las dificultades y peligros implícitos en un nuevo embarazo, ni el recuerdo de los numerosos malpartos habidos en el pasado fueron capaces de frenar el impulso de aquel hombre. Con creciente suspicacia había seguido Laura Albanesi las evoluciones de su marido tras una primera época de devota dedicación al matrimonio; pero entre satisfacer sus ambiciones de gran hombre de negocios, asediado por los trepadores menos recomendables del pueblo, y permitirle embarcarse en aventuras que podían pignorar buena parte del patrimonio de los Mazón, o tolerar pequeños desacatos al sacramento matrimonial, que sólo daban lugar a salidas a deshoras, excursiones de dos o tres días, pequeñas mentiras («pues la mentira es el recurso civil del esclavo») y rumores que terminaban a la puerta de la casa, optó por lo segundo en la seguridad de que se trataba del mal menor y en la convicción de que la independencia y holgura económicas de su marido solamente contribuirían a la larga a una mayor ligereza de sus costumbres y a un más lato alejamiento de ella. Era la técnica mediterránea de atar corto al marido.
Pero a cambio de eso tenía que luchar sola; a nadie podría confiar Laura Albanesi sus temores y zozobras y de nadie podría esperar una ayuda para sobrellevar los malos momentos. Por entonces no sabía lo que eran los celos, no los había padecido nunca y guardaba en su seno la confianza en sí misma suficiente para estar convencida de poder batir, en cualquier terreno, a cualquier rival que pretendiese de su marido algo más de dos noches de amor. Porque ése era su límite: dos noches de Sciavicco fuera de casa. La tranquilidad de una persona que, dominando todos los resortes de una situación dada y no estando dispuesta a ceder parte de su dominio ni a tolerar la menor evolución de esa situación hacia otra cualquiera en la que se conceda al sometido alguna de sus tácitas reclamaciones, observa cómo aquí y allá, ahora y después, surgen esos gestos de protesta contra los cuales el ejercicio del poder tan sólo sirve para su reproducción, se cifrará en un menosprecio de la rebeldía y en una ciega remisión al futuro —para cuyo esclarecimiento nada hace— de la solución de todos los problemas por el arrepentimiento del pecador. Pero el esclavo nunca peca, bastante tiene con padecer, y si un día es cogido en falta su castigo no será otro que el que corresponde a la rebeldía. Si viola, antes ha desobedecido. Así que el estatuto de la esclavitud permite dos grados de libertad: aquel por el que le es permitido hacer cualquier cosa siempre que sea en la clandestinidad y aquel por el que todo desmán es medido por el rasero de la rebeldía.
Laura Albanesi sabía muy bien que su marido nunca abandonaría la ergástula ni rompería el vínculo por el que tanto había suspirado y luchado y su larga ejecutoria de mujer tentadora y atractiva le invitaba a pensar (más que a pensar eso a no pensar lo contrario) que ninguna otra mujer lograría usurpar el puesto que ocupaba en la vida de Sciavicco. El puesto que ella ocupaba en la vida de él no lo ponía en tela de juicio; en las mujeres más dominantes existe empero un síndrome de sumisión, una disposición trascendente a constituir la segunda persona siempre que la primera valga la pena. Pero ése no era el caso de Laura y toda su política doméstica vendría dictada por la convicción de que Sciavicco jamás ocuparía la primera plaza. Cuando Sciavicco tras una época de pequeñas correrías, habladurías y distanciamientos, volvió a mostrarse tan amorosamente recio como en los primeros meses del encuentro anterior al matrimonio, Laura Albanesi no dudó por un momento de que se había producido la conversión y la vuelta a la sensatez que en su fuero interno tan a menudo había pronosticado. Pocos meses después estaba embarazada, para su sorpresa, recluida una vez más en la planta media, atendida por las mismas manos ancilares que al cabo de doce años repetirían los mismos gestos esmerados (como si se tratara de una vuelta al trabajo, tras doce años de injusto despido), rodeada de las mismas holandas, las mismas mudas, los pañales devueltos a la luz tras doce años consumidos en un sueño de alcanfor.
Con muchos temores y precauciones, pero sin grandes dificultades nació una niña a la que bautizaron con el nombre de Lucía, de apellido Chavico —la forma que adoptó el patronímico del siciliano para su conversión al español—, y que desde la cuna dio innumerables pruebas de que venía al mundo para dar guerra. Por primera vez en años toda la familia Mazón-Chavico se congregó en la casa de la plaza de la Colegiata para celebrar el bautizo, el mismo día en que Isabel II pasó la frontera para establecerse en Pau y no volver a su tierra. Una Laura Albanesi remozada y triunfante, que con su quinto parto parecía haber adquirido mayores proporciones y una mayestática combinación de carne y plomo amalgamados en un severo pero rutilante traje de seda de color perla, una cabeza arreglada para un dilatado ejercicio del poder, flanqueada por un Chavico más alto, pero de menor envergadura, atildado como un príncipe consorte que, a sabiendas de que ha de seguir buscando su papel y su cometido lejos de las tareas de gobierno, empero sostiene ufano en sus brazos la criatura que al heredar un día la corona le retribuirá con un solo edicto del cúmulo de desaires sufridos por su procedencia morganática; un Eugenio Mazón, recién llegado de Bélgica, corpulento y un tanto desorientado y ausente, que en todo momento de la fiesta parecía husmear el modo y la oportunidad para escapar de nuevo a Charleroi, a unirse a sus amigotes y sus compañeros de trabajo y tal vez a su querida; un Cristino Mazón, prematuramente calvo y algo macerado por la edad, decidido a saber lo que allí pasaba y aprovechar la convocatoria para procurarse un largo aparte con su madre; dos jovencitas muy diferentes: una que sólo pensaba en frivolidades, en todas las vicarias y no antropomórficas representaciones del futuro varón que en forma de pañuelos, zapatos, pamelas y lazos se anunciaba ya —de la misma manera que la llegada del Mesías se anuncia con plagas, deformidades, pestes, movimientos celestiales y monstruosas alteraciones del orden natural—, y otra que sabiendo solamente quejarse de su jaqueca y de la insufrible vulgaridad de su familia aportaría a la fiesta un alma gemela en la que buscar refugio, un joven dado a la lírica que una vez introducido en la familia no sabría a quién halagar más para acertar.
Antes de volver a Bélgica, Eugenio Mazón dejó firmado un papel que con el tiempo se convertiría en el acta de división de la familia en dos ramas irreconciliables. Al papel no le dio la menor importancia y lo firmó casi de espaldas, mientras revolvía la alcoba de su padre en busca de sus elásticas y sus equipos de gimnasia, sus muñequeras, sus pesas y su calzado de goma. En verdad debió soltar una pesa para tomar la pluma. En virtud de aquel documento, suscrito después ante notario, Eugenio Mazón otorgaba poder bastante a su hermano menor para, en ausencia suya, representarle en cuantas acciones estimase convenientes para la partición del patrimonio familiar.
Pero Laura Albanesi no quería saber nada de particiones ni de legados prematuros. No había precisado demasiada habilidad —sino tan sólo unos dignos emolumentos y un presente de bastante valor— para que el letrado redactase los términos de la resolución de su contrato matrimonial de forma que revertiese a sus cuatro hijos la nuda propiedad de la mitad de sus bienes, recabando para sí el usufructo de por vida de esa mitad y la legítima propiedad y usufructo de la otra parte. Así quedaba rescindido su contrato matrimonial y así estaba dispuesta a ejecutarlo. Había cogido gusto a la administración de su fortuna y poco a poco se fue imbuyendo (y alguna participación tuvo en ello el señor Servodio, tal vez descendiente de algún Abdullah italiano asentado en Región en el siglo XVIII del convencimiento de que disfrutaba de un raro talento para el incremento de la misma; en contraste con su marido que, una vez asentado en Región, hizo oídos sordos a las tentadoras ofertas de los inversores locales de penúltima hora y se limitó a conservar su fortuna y vivir de unas holgadas rentas e intereses, a no dudar ahíto de la actividad que había desarrollado en América para amasarla y deseoso no sólo de un largo descanso y disfrute de ella, sino, como es frecuente en el nuevo rico, también de adoptar un nuevo modelo de vida, dedicar su tiempo a todo aquello a lo que había tenido que renunciar —y observar con envidia— durante sus años de lucha y representar la figura de gran señor de provincia, libre de obligaciones y tan despreocupado de las vicisitudes económicas como atento al bienestar social y progreso político de su tierra, Laura Albanesi —no bien volvió del cementerio— se lanzó a los negocios (invirtió buena parte de su dinero líquido en nuevas adquisiciones, compró y vendió fincas y cosechas, se introdujo en el negocio de la madera y con la creación de la Compañía Forestal de Región S. en C. (matriz de la posterior Minero-Forestal) llegó poco menos que a controlar toda la producción maderera de la provincia) en un principio para sacudir todo el aburrimiento que había acumulado durante su matrimonio y dar prueba irrefutable de la energía que llevaba dentro, apenas advertida mientras tuvo que representar el papel de esposa y madre y nada más, pero en poco tiempo invadida por el veneno de ir a más en todo. A los pocos meses de enterrar a su marido había olvidado toda fidelidad a su memoria, el luto quedaba plegado en un armario de la planta alta, entre bolas de alcanfor y hojas de papel de envolver (por si un día tenía que volver a utilizarlo, pues la moda no le afectaba) y para la Navidad un joven pariente de paso compartía su lecho durante su breve estancia en Región. El temperamento de la joven siciliana —seducida en una calleja de Avellaneda y arrebatada a la fuerza de los brazos de su amante para ser entregada al mejor postor— tardó poco en renacer, afianzado por el dominio de sí misma y la seguridad de que podía disponer de cualquier hombre de la comarca que se le antojase. Y por si fuera poco, con la conciencia limpia, pues ninguno de los desacatos al orden burgués compensaría a sus ojos el ultraje sufrido en el muelle de la Boca; un ultraje, por supuesto, que no se avendría a confesar, que para sí guardaba como el mejor regalo que le había podido deparar el destino y que, a la hora de saldar cuentas, le mantendría de manera permanente en la condición de acreedora moral de la sociedad; de tal manera una persona ambiciosa puede desdoblar su mentalidad, incluso en secreto.
Pero acaso tal estado de cosas y de ánimo no sea el más adecuado para una relación duradera; no era eso —ciertamente— lo que deseaba y pedía Laura Albanesi de sus sucesivos amantes que parecía atraer a su lecho tan sólo para hablar con menosprecio de ellos tres semanas después; o para utilizar para su propio provecho la información recibida entre las sábanas; o para filtrarla con ánimo de discordia en la mejor ocasión; o para provocar la ruptura de un compromiso contrario a sus intereses o perjudicar el crédito de quien tuviera la osadía de maldecirla o maltratarla.
Cuando Sciavicco apareció por Región convertido en un caballero de buenos modales, Laura Albanesi era temida por todo el pueblo y odiada por su mitad. Sin embargo, tal estado de cosas no era obra suya, sino por reacción. Si no encontró un hombre que estuviera a su altura no fue ciertamente porque sus pretensiones —antes de quedar, por así decirlo, maleada por una sociedad pacata— fueran muy elevadas; antes al contrario, fue hacia sus primeros amantes de igual a igual y tan sólo por sport, sin el menor deseo de derivar otras consecuencias del affaire; pero si eran solteros querían casarse y si eran casados… no tardaban una semana en hablar de dinero, dificultades, riesgos, el qué-dirán. Aquel que recibía los favores de la Albanesi se creía, ipso facto, poseedor de ciertos derechos y no tardaba en hacer planes que, naturalmente, no confiaba a ella; pero era aguda, mucho más aguda que la mayoría de ellos, así que con cualquier subterfugio no tardaba en ponerlos en evidencia; a continuación eran las llamadas y protestas, los deseos de reconciliación hacia los que Laura Albanesi se mostraría inflexible. Poco a poco y tras aceptar la amistad esporádica de los hombres de paso, que nunca eran muchos, tuvo que ver cómo se rebajaba la categoría social de sus amantes porque nadie, con algo propio que defender, se arriesgaría a meterse en su cama o, menos aún, ser visto en su compañía. Entre cierta burguesía apocada de Región y ella se declaró la guerra; sobre su persona se levantarían todos los testimonios posibles, verdaderos o falsos, a los que ella replicaría con el extenso e indiscriminado desprecio por aquel pueblo de gente atrasada y su revancha en los negocios que de la mano del señor Servodio nunca le fueron mal.
Sciavicco no pudo llegar en momento más oportuno, poco menos que cuando ya Laura —incapaz de soportar el aroma a cochera entre las sábanas— tenía que recurrir a los viajes o a las dádivas para atraer a un hombre que hubiera tocado el jabón aquella mañana. Si lo hubiera pensado o calculado no lo habría hecho mejor; no podía ser así porque ni calculaba ni pensaba, sino que se dejaba llevar por un olfato en tal medida y de tan animal manera atento al dinero que un puñado de duros al otro lado de la mesa le podía distraer de una fortuna al otro lado de la calle. Y al parecer todo empezó con una chica de la casa de la Marcelina con la que, para hacer tiempo y de paso no pagar una deuda de juego, escapó a Salamanca y de allí a Zaragoza donde la dueña de la casa en que se metieron se encaprichó con él y durante dos años le tuvo, como se dice, en palmitos y le vistió como un petimetre e incluso le llevó al teatro.
Un verdadero profesional de la información vertida por encima del mostrador, Sciavicco no fue directamente al grano, sino que en una primera etapa atacó de lado: la doncella favorita de la señora y que en cierto modo repetía sus rasgos, no tanto los físicos cuanto los históricos. Esbelta, de rasgos fieros y crudos —una belleza de pajar—, contaba además con unos ahorros, una buena paga y unos favores que la distinguían de todas las de su clase e incluso de muchas señoras de Región que no podían comprarse los trajes —segunda mano, retocados— que aquella sirvienta ostentaba los domingos en el paseo. Sciavicco no lo tuvo fácil, aquella mujer no se dejaba tocar un pelo. Por ella supo el italiano que Laura no toleraba que las jóvenes a su servicio cayesen en las tentaciones del amor y que en cuanto sospechaba la existencia de un novio las ponía en la calle y así lo advertía el primer día que entraban a su servicio: «Mientras estés en esta casa, nada de amores».
No se lo dijo ni con objeto de disuadirle ni de apremiarle, pero comoquiera que fuera no podía obtener otro resultado que una promesa. Ella estaba dispuesta a casarse —y no a otra cosa— y Sciavicco le prometió que la llevaría al altar en cuanto resolviera unos pequeños asuntos. «Al principio podemos vivir de mis ahorros», dijo ella. Luego lo pensó mejor; una cosa era tener amores y otra marido y tal vez la señora, en atención a ella y a la calidad de sus servicios y a su fidelidad a toda prueba, se aviniera a romper su regla y aceptar su matrimonio y, aún más, a dar un trabajo a Sciavicco bien en la casa, bien en cualquiera de las industrias de la familia. Y con tal convicción decidió ir al toro por los cuernos y explicar su situación por propia iniciativa y con toda franqueza.
Si bien no sería fácil a Laura encontrar en toda la provincia una doncella como aquélla —de buena planta y con una cabeza sobre los hombros, de las que por contagio y con el menor número de palabras adquieren una educación y unas maneras que a menudo hacen avergonzarse a algunos visitantes de la casa, de una fidelidad y una discreción tales como para que Laura pudiese confiarle muchos de sus secretos y veleidades y así atesorar un conocimiento de los hábitos y gustos de su señora que le permitía anticiparse a sus necesidades con sus servicios—, la mejor baza con que contaba Daniela para persuadirla de la calidad de su novio «un hombre donde los haya», cualquier cosa menos uno de aquellos patanes aborrecidos en el consulado regionato del buen gusto parisién.
Haciendo omisión del dudoso encuentro en París, mientras su marido asistía al famoso banquete, Laura Albanesi no había vuelto a ver a Sciavicco desde los días de Buenos Aires; y si había sabido de su vuelta no lo había puesto de manifiesto, hipócritamente relegada al limbo que su marido y su administrador habían dispuesto para ella. Y también es posible que apenas hubiera tenido relación con su compatriota en el otro continente, habida cuenta del poco tiempo que medió entre su primer y frustrado noviazgo y su subida a la plancha de embarque; fueron unos pocos y azarosos meses en los que estuvo, si no secuestrada, poco menos que encerrada en una casa y vigilada por varias matronas, mientras su novio y su compinche espiaban al otro extremo de la cuadra. Y si estaba al corriente de la participación de Sciavicco en todo el asunto —fue todo tan rápido que cuando la muchedumbre lanzó el oh el agresor podía haber desaparecido de su vista— no tenía por qué confiarlo a nadie y guardarse para sí misma y para su provecho sus propias resoluciones al respecto. Y dentro ya de las conjeturas, aunque esta última pertenece ya a otra índole, hasta no sería de extrañar que en un momento dado su temperamento fogoso se hubiera impuesto a las dificultades y hubiera llegado a tener con el compinche un trato más intenso que con el novio —poco menos que asediado por los Albanesi y los hombres de Mazón de consuno—, lo que podía explicar de manera bastante satisfactoria el renversement des alliances con que Sciavicco entró a formar parte de la conjura, pues ¿por dónde había sabido Mazón que el novio estaba dispuesto a todo para impedir el embarque?
Cuando Daniela se presentó en el gabinete de su señora para exponerle una decisión que no se alteraría fuese cual fuese su reacción, ésta no pudo o no supo o no quiso tener el acceso de furor que, sin excepción, administraba en tales ocasiones. Tal vez en sus dádivas y confidencias con su doncella había ido demasiado lejos (Daniela guardaba una llave y era la única que tenía acceso al gabinete que Laura había instalado en la calle de la Tercia, no conocido más que por ella y sus fugaces ocupantes) y lo último que deseaba era tenerla en el campo de sus enemigos; la escuchó con atención, reconoció su derecho a tener una vida propia (más aún sabiendo como sabía las dramáticas vicisitudes por las que había pasado aquella muchacha) y formar un hogar e incluso llegó a admitir que la demanda estaba formulada con tanta sensatez y discreción —como salida de aquella mujer excepcional—, que les obligaba a reconsiderar las razones que un día les movieran a dictar tal limitación concerniente a su servicio aunque sólo con vistas a ponderar su posible suspensión para tal preciso caso; y ahí, a lo mejor, su largueza les llevó a añadir un piropo. Preguntó fechas, pues necesitaba tiempo para pensarlo; entonces Daniela se equivocó y se precipitó y habló de mañana, del mes que viene, cuanto antes, sin advertir cómo el experto jugador esperaba de su contrario el arrebatado e inconsecuente movimiento previsto por su envite. «Se ve que estás muy encaprichada; no sé qué tendrá el hombre que te ha puesto en tal estado», le pudo decir, mientras contemplaba a través del visillo las últimas luces del día sobre la cúpula de la iglesia de las Carmelitas. Una persona menos aturdida por la emoción habría adivinado su despecho, cierto brillo de la mala fe que reduce la pupila a una cabeza de alfiler; pero ella no y —tal como estaba ensayado por todos los actores y actrices del siglo— bajó la vista para dar el último toque y levantarla a continuación con orgullo, persuadida de que con tal movimiento concluía la partida; en cierto modo, sí, del fondo en sombras de la habitación llegó la respuesta antes que la luz de la bujía: «No te quedes parada, mujer, ya se arreglarán las cosas».
Tres días o poco más después las cosas estaban arregladas. Tras una sumaria visita de presentación, la señora había otorgado su consentimiento, la había felicitado y hasta se permitió alargarse con unos pocos y sabios consejos. Eran «días de gabinete», como ella solía decir a Daniela cuando un amante andaba rondando; y la partida terminó acaso la misma semana que había empezado, a la hora del desayuno (ella odiaba desayunar en la cama como su marido le había obligado a hacer durante quince años de matrimonio y la primera mañana de viudez ordenó trasladar la bandeja a una mesa de la alcoba con el obligado «y que no te lo vuelva a repetir») con aquel movimiento que descubrió la pieza que remató la suerte: el doble movimiento de un embozo y el repentino tirón de las cortinas que despejó la cálida —sazonada por el aroma intenso y efímero de toda célula reproductora, el tufo de un residuo desaprovechado— penumbra por donde había avanzado con medidos pasos, idénticos a los de ayer, hasta depositar la bandeja de plata sobre el mullido cobertor blanco de la mesa; un caudal de luz —un chorro dirigido desde las sombras por una mano en alto— se volcó sobre la cama (sobre el bulto, el animal, la bestia, el instantáneamente incomprensible y odioso enemigo apenas despierto que se rebulló entre las sábanas y levantó un brazo para esconderse de la luz y de la mirada delatora de su poca hombría y replicó con un ronquido, anterior y posterior al deletéreo suspiro de amor que un día su boca fue capaz de exhalar, para proseguir su insano sueño en la más burda y avara y prostituida virilidad) después de haber topado con su invicta y desafiante silueta, envuelta en un camisón negro y aureolada de mil malignas iridiscencias, que empuñaba en alto los pliegues de la cortina en el teatral gesto de triunfo —ensayado en las tablas y repetido por todos los escultores patrióticos— de la diosa, en la matinal y turbulenta apoteosis de su triunfo y de su venganza.
Aquel mismo día Daniela volvió a su pueblo, sin puesto y sin novio, a cuidar de un padre idiota que no se acordaba que tiempo atrás la había repudiado y velar por la observancia de la ley en una casa dominada por cuatro hermanos dedicados al bandidaje. No era su intención permanecer en aquella casa sino el tiempo necesario para que enfriara su sangre y volver a la capital a cobrarse cumplida venganza; como aún es ley hoy en día, nadie que ha conocido las delicias de la capital vuelve a empuñar la azada y en el caso de Daniela, que en la casa de la plaza de la Colegiata había llegado a aplicarse perfumes parisinos y cuidarse las manos, a tal repulsión se sumaba el horror por el clima de violencia que dominaba el hogar paterno, tan arraigado en su espíritu que ni siquiera pasó por su cabeza apelar a sus hermanos para una vindicta que les habría llevado veinticuatro horas poner en ejecución. Ni siquiera mencionó el escarnio, ni pronunció el nombre de Ettore, y justificó su vuelta —que ninguno de ellos esperaba ya— para una temporada de descanso antes de aceptar un nuevo empleo que le había sido ofrecido muy lejos de aquella tierra.
Pocos meses después de la salida de Daniela, en una parroquia de Madrid, contraían matrimonio Laura Albanesi y Antonio (un primer nombre anterior al de Ettore, marrulleramente escrito en una partida de bautismo ilegible) Chavico, que regresaron a Región tras una prolongada ausencia, casi toda ella consumida en el extranjero, en la que el nuevo esposo tuvo ocasión de sentarse a las mesas de juego más sonadas de Francia y Alemania, aunque nunca con la facultad de envidar grandes sumas. Las razones que movieron a Laura para renunciar a su tan querida y cacareada independencia y unirse a un hombre que no se distinguía de tantos otros que había despreciado no son fáciles de comprender, y aun cuando se aduzcan unos y otros motivos que sobre sus actos íntimos extiende toda persona soberana y en cierto modo solitaria; sin duda el enfrentamiento con la pequeña burguesía regionata le había hecho comprender que necesitaba una protección —de índole distinta a la que le procuraban sus administradores y esbirros— y que su ascendente carrera hacia la mayor fortuna del valle sería mucho más fácil con un marido a su lado que —si no respetar— se hiciese temer; por no hablar del cansancio provocado por los amantes de paso, de la añoranza de los cuidados maritales; por no aducir la renovación de aquellas relaciones que tal vez se iniciaron —clandestinamente— en Avellaneda y clandestinamente resurgidas en la calle de la Tercia exigieron el oxígeno de la legitimidad; por no mencionar —finalmente— el despecho que tomaría su forma final con el matrimonio con el hombre menos querido en aquella tierra. A partir de aquel momento Chavico pasaría a ser, entre otras cosas, el mejor título para el menosprecio de Laura por su tierra de adopción, el contraejemplo de todos los varones que no había retenido entre sus brazos y el premio a cuya convocatoria tantos otros habían acudido.
Pero su unión trajo consigo —como no podía ser menos— un mayor aislamiento, una considerable reducción del ya estrecho círculo de amistades —cuando concluyó la ronda de plácemes y enhorabuenas— y de unas actividades que no saldrían de los muros de la casa de la plaza, de la verja de la quinta, de las tapias de la serrería o de los lindes de las fincas de El Auge.
Cuando nació la niña una nueva crisis —de orden conyugal— estaba a punto de romper el difícil equilibrio de aquella pareja aislada, rodeada del encono de muchos, que sólo se amaba de manera formal y consuetudinaria; apenas se confiaban sus cuestiones y cada cual por su lado buscaba con independencia del otro —una con la administración de sus bienes y negocios y el otro con la multiplicación de sus francachelas— la satisfacción diaria, sin esperar del mañana mucho más que la repetición del hoy. En apariencia la niña vino a cambiarlo y mejorarlo todo (al insinuar un indefinido camino a seguir, distinto para cada uno de ellos) y la fiesta del bautizo se desarrolló en un clima de sincero bienestar, de tan buenas palabras y augurios que todo (excepto las ausentes miradas de Eugenio, más allá de los cristales) parecía señalar hacia una nueva concentración en armonía de la familia, bajo el augusto protectorado de Laura Albanesi en compañía de su esposo del que nadie (ni siquiera Cristino, metido de lleno en la sociedad regionata) tenía mucho que decir. Pero si Laura Albanesi, en los días que siguieron a la fiesta, se mostró inflexible ante las demandas de su hijo Cristino, ansioso de llevar a cabo una distribución equitativa del patrimonio familiar que a satisfacción de todos estableciese de manera inequívoca la parte que correspondía y permitiese a los hijos de Ricardo Mazón mayores de edad la plena posesión de su parte, aún menos inclinada se vería poco después a disponer un legado en favor de su hija Lucía que su padre esperaba administrar en tanto no alcanzara la mayoría de edad.
La secreta aspiración de Cristino era dividir el patrimonio en cuatro partes, una para su madre, otra para su hermano, otra para él y una cuarta para las tres hijas. Con el documento firmado por su hermano en el bolsillo —y con la connivencia secreta de su hermana Margarita, que, por miedo a su madre, rehusó exponerla en documento privado del mismo alcance que el anterior— podía afirmar que ostentaba la representación de más del 50 por 100 del capital ante la que ningún juez —era tan sólo el primer anuncio de una amenazase negaría a fallar un protocolo de partición. En un principio Chavico pretendía —como poco— repartir la fortuna en dos legados, uno por cada uno de los matrimonios de Laura Albanesi que, bien apoyada legalmente en Servodio (la única persona que le demostró, tras la salida de Daniela, una constante fidelidad; conocedor en parte de los intentos de chantaje que un día iniciara Chavico, tras el segundo matrimonio tomó como cosa propia la defensa de los intereses de la familia, como si se tratara de una entidad superior a la suma de las personas que la formaban, encarnada por su actual cabeza, por arbitraria y discutible que fuera su conducta) nunca se detuvo a pensar seriamente en la necesidad de dividirla, convencida tanto de sus dotes para conservarla y aumentarla cuanto de la debilidad de todos los que la rodeaban y temerosa de que cualquier segregación de sus bienes sólo podía concluir en la evaporación de la parte separada. Y además —aunque tal prevención estuviera en contradicción con el anterior temor, pues en su fuero interno una persona puede albergar toda clase de opuestos si contribuyen al mantenimiento de su estatuto, así como un régimen puede acoger a los partidos que colaboren con él— guardaba toda clase de recelos hacia una posible competencia, una vez demostrado lo que en aquella tierra secularmente inactiva se podía todavía hacer con un capital considerable en manos de una persona ágil y competente. No contenta con la serrería, el ganado y el producto de las fincas, empezaba a albergar sueños industriales; quería tener una fábrica aunque no sabía muy bien de qué; una fábrica a la orilla del río, ordenada, recogida y limpia —como las que se veían en las pequeñas ciudades de Francia y Alemania—, que con técnicos que trabajarían a sus órdenes (como aquel imprevisible señor Erskine, siempre sonriente, que chapurreando cuatro palabras de castellano podía hacerse entender gracias al lenguaje universal de la ciencia) sería el orgullo de toda la comarca y le situaría a ella y a su familia en las alturas inmarcesibles de los grandes industriales, fuera del alcance de las intrigas de la pequeña gente de Región.
Con una carrera de derecho terminada o a punto de concluir y al menos con unos cuantos certificados expedidos por la Universidad Central, Cristino Mazón se instaló en Región como abogado, al principio en la casa de la plaza de la Colegiata y con un pequeño bufete en el último edificio de la calle del Císter y más tarde en casa propia, seguro de adquirir pronto una clientela y con el secreto propósito de plantear la batalla a su madre y obtener por cualquiera de los procedimientos ordinarios la posesión del legado que, a su parecer, en justicia le correspondía. No era hombre de carácter violento, pero sí enérgico y obstinado, de los que en modo alguno renuncia a sus propósitos aun cuando se acumulen las dificultades. Sólo como una posibilidad lejana y postrera —y una vez demostrado que cualquier otra no daba resultado— preveía recurrir a los tribunales para la solución del conflicto; así que en un principio ensayó el entendimiento con su madre, asesorándola en algunas pequeñas transacciones; el sentido común le dictó la conveniencia de mantener unas buenas relaciones con su padrastro —y más que buenas, cordiales, de las que tan necesitado estaba el otro— a quien en más de una ocasión acompañaría en sus correrías vespertinas. Pero una visión de mayor alcance le aconsejó entrar de lleno en la sociedad del pueblo, hacerse socio del Casino y amigo o contertulio de personas que no habían estrechado una mano Mazón desde la muerte de don Ricardo y que gracias a él no tuvieron inconveniente, llegado el momento, en sentar a Chavico a su lado. Ambos se prestaron un apoyo recíproco, se sirvieron uno del otro, se confabularon entre sí, siempre con la mirada de reojo puesta en la mujer que contra su voluntad mantenía sobre ellos un dominio incontestable. Como la llegada de Cristino supuso una ruptura del bloqueo que padecía la casa, con la entrada en ella de personas de la nueva generación que no tenían por qué obedecer a los prejuicios y limitaciones de sus padres, y como coincidió con el regreso definitivo de las dos colegialas —convertidas en señoritas casaderas que, al menos una, en modo alguno aceptarían las restricciones sociales de su madre—, la casa y la familia gozaron de un período de armonía y puertas abiertas que, para un observador superficial, podía suponer el arranque de una época de avenencia, con olvido de las diferencias y avatares del pasado, que de sostenerse no dejaría de sentirse en todo el pueblo.
En el mejor momento de aquella engañosa paz pasó por la cabeza de Cristino —con un hermano mayor alejado que daba tan pocas señales de vida y ninguna muestra de querer regresar un día que bien se le podía considerar definitivamente expatriado; dos hermanas que ocupadas en sus cosas no contaban a la hora de los números y una hermanastra con una larga infancia ante sí— la idea de convertirse en el hijo predilecto, el apoyo de su madre, la eminencia de la familia y futura cabeza de la misma. Esbozó todos los proyectos posibles y se trazó una estrategia a largo plazo mediante la cual, con una desinteresada ayuda que poco a poco iría evolucionando hasta transformarse en una imprescindible asistencia a su madre en todas sus especulaciones, había de terminar por tener en sus manos el control y la dirección de todo el patrimonio familiar. Y además estaba dispuesto a llegar al corazón de la fortaleza que —por las razones que fueran— su madre no había pisado nunca. O bien la segunda generación de Mazón se mezclaba con la buena sociedad regionata —los Amat, los Santo Bobio, los García Menor y sus contraparientes, los Murano— y unían sus sangres o bien el cisma se prolongaría hasta quién sabe cuándo y a no dudar para detrimento de la casa de la plaza de la Colegiata. El único que podía llevar a cabo la penetración era Cristino pues, aun dando por supuesto que una de sus hermanas (sin duda Margarita, pues sobre la otra no cabía hacer hipótesis alguna en tanto su cabeza siguiera ocupada por la tontería lírica) casara con algún vástago de buena familia, en tanto su madre no modificara su actitud su boda no tendría otra consecuencia que su alejamiento y su ingreso en las filas enemigas.
Para tal proyecto contaba Cristino con la alianza de Chavico, deseoso también de entrar en el Casino y codearse con los grandes y poder hablar de política a la hora del café para saber por qué partido tenía que decidirse (pues en ese aspecto desconfiaba de su hijastro, a quien le había oído cantar las ventajas del «pacto conmutativo, bilateral y sinalagmático» sin saber a qué carta quedarse, pero persuadido de que tenía que llevarle la contraria para hacerse oír en la casa) y lo bastante astuto como para comprender que con sus solas fuerzas, por extremados que fueran sus cuidados hacia su mujer, nunca sería capaz de romper su resistencia a dejarle suelto y económicamente pudiente.
Al parecer la paz se rompió a causa de unos créditos obtenidos por Cristino —decidido a simultanear su política doméstica con algunas aventuras extramuros que le habían de proporcionar el capital que necesitaba para codearse con la buena sociedad en tanto no le llegaba el famoso legado— y para cuya formalización el banco requirió el aval de su madre. Corrían tiempos difíciles para el país sacudido por dos guerras —una en ultramar y otra civil— y regido por un monarca de compromiso y muy posiblemente había sufrido Laura Albanesi algún quebranto no desdeñable en alguna de sus operaciones. En aquel momento las relaciones entre madre e hijo habían alcanzado el mismo grado de madurez como de hipocresía; creía estar Cristino lo bastante compenetrado con ella y con su manera de llevar los asuntos como para pedirle aquel favor, cuya concesión, además, vendría a demostrar tal hipótesis; creía haber ganado su confianza de la misma manera que ella, mediante pequeñas concesiones, creía haber satisfecho sus aspiraciones y remitido a las calendas griegas unas pretensiones de mayor alcance, sobre todo la referente a la partición de la herencia.
Más que una amarga sorpresa para todos el asunto de los créditos sirvió para poner en evidencia sus diferentes engaños; quien de manera sistemática se alimenta de lo que en principio era un voluntario engaño —o cuando menos ese wishful thinking de los ingleses— tarde o temprano ha de convertirlo en certeza, pues no hay cinismo que pueda ser extenso ni duradero; una falsa certeza como aquélla —encubierta por una mayor o menor hipocresía— al ponerse en evidencia no sólo agota las posibilidades que ofrecía, sino que incapacita a todo el género para cualquier aprovechamiento; cuando la primera falsedad se viene abajo todas sus hermanas pequeñas desaparecen y la familia en pleno es sustituida —hasta en el terreno de los sentimientos— por aquella otra que vivía a oscuras.
Laura acertó a saber que tales créditos eran destinados a una operación de compra-venta de terrenos que Cristino había montado con García Menor, un rico propietario de Juelves —hombre poco visto por Región y nada dado a las intrigas— con quien ella había tropezado en anterior ocasión con motivo de una subasta de pinos; y además a aquellos terrenos situados en la vega les había en secreto echado el ojo para el día en que el proyecto de su fábrica estuviera listo; pero no había dado un paso en aquella dirección y el solo atisbo de que su hijo —en sociedad con un rival— se le anticipara le llenó de zozobra y le hizo sospechar que la misma suerte podía correr su sueño fabril; cuanto más vago, secreto e ilusorio es un proyecto más se atesora como cosa propia y más excita el temor de que sea el objeto de la codicia y la rapiña ajenas. El aval no fue concedido, pero la operación se realizó tal como la había concebido Cristino, con dinero de García Menor y una mera participación simbólica suya que, aun así, le produjo un beneficio bastante sustancial.
Parece ser que una tarde memorable Laura Albanesi tuvo el acceso de furor que no pudiendo exhibir desde la marcha de Daniela había estado alimentando durante cinco años; hubo insultos, documentos desgarrados, un puñetazo sobre la mesa, un cacharro roto, gritos, portazos y una definitiva despedida a voces por el hueco de la escalera; hubo el tirón de manta en virtud del cual madre e hijo se presentaron como lo que eran, con olvido de las lindezas pasadas; hubo amenazas y la inmediata apelación a la ostentación de fuerzas que ha de concluir en una declaración de hostilidades; sin duda que se produjo el «un día me las vas a pagar todas juntas» seguido del «con quién crees que estás tratando» continuado por el «te olvidas de quién soy» y replicado por el «te vas a enterar de una vez para siempre», todos acompañados de alusiones personales —nunca hasta entonces mencionadas, pero una vez dichas indeleblemente grabadas y repetidas en toda ocasión propicia como prueba bastante de la irremediabilidad de la guerra— que darán el tono de la futura contienda. Tras la escena sería imposible cualquier intento inmediato de reconciliación (como el ensayado por el fiel Servodio días después) y si ésta se habría de producir al cabo del tiempo (y sólo después de que llegara a Región la noticia del resultado del combate de Pamplona) y tan sólo para conservar las formas y aparentar cierta armonía ante terceros y ante los propios hermanos, para ambos sería imposible recuperar el falaz entendimiento y la artera colaboración que habían instrumentado durante aquel insincero quinquenio.
A Chavico le llegaron, como no podía ser menos, las salpicaduras del escándalo. Fue acusado por su mujer de entendimiento con el enemigo, de conspirar contra ella y de mirar por su provecho en detrimento del suyo, y —por supuesto— de simular quererla —no queriéndola de verdad— para engañarla en todos los terrenos. Salieron a relucir sus infidelidades y correrías, sus amantes pueblerinas y sus desmedidos dispendios, acusaciones que se completarían con las subsiguientes amenazas de recortes y restricciones. Chavico demostraría que, frente a su mujer, era un hombre débil y que enfrentado a ella sólo tenía cosas que perder y apenas gozaba de recursos para sacarla de su enojo; en verdad sólo sabía poner distancia de por medio y esperar a que, necesitada de compañía y contacto carnal, le llamase a su cama una vez pasado el acceso de furor y aligerado su pecho del peso del resentimiento ansiase volver a cargarlo con el de su marido. Una espera a veces larga e imposible de saber cuándo y en qué terminará; pues libre de la plétora que impone al macho el límite de sus abstenciones, rompe sus propósitos y traiciona sus promesas, la mujer llamará a la carne sólo cuando moviliza toda su voluntad.
Cristino desapareció de la casa; por breve tiempo también lo hizo de Región. Se dijo por un lado que andaba por Castilla, con pleitos y negocios; por otro se supo que estaba pasando una temporada en Juelves, que cada día tenía más amistades influyentes y que se preparaba para presentar a su madre la batalla judicial en toda regla. Pese a su aspecto inconmovible y más firme cuanto más aislada (parecida a la rosa del soneto), los días que siguieron a la ruptura con Cristino hubieron de ser los más negros de la vida de Laura Albane si, pues ni siquiera la compañía de Chavico —que habría obtenido con sólo mover un dedo o abrir el portamonedas— le serviría para mitigar su encono contra toda su familia y toda su servidumbre, sin excepciones, cada hora incrementado por la supuesta ingratitud de cuantos la rodeaban, ese sentimiento hacia dentro tan propio de quienes habiendo hecho poco o nada que sea de agradecer se ven a sí mismos como acreedores de toda clase de gratitud por el mero hecho de existir; ni siquiera su última hija, puesta en manos de un aya, sería tratada con delicadeza, sino como la criatura que a sus cinco años todavía no había hecho nada por su madre.
Laura Albanesi y Chavico acudieron —cada cual por su lado— a los hábitos anteriores a su matrimonio; o más que hábitos, pasatiempos, incursiones en el campo de las irregularidades que se agotan antes de convertirse en costumbres y ni siquiera disipan —antes al contrario, la avivan— la añoranza de una difícil y discontinua, pero constante unión. Nada tiene de extraño que en tal situación —y rodeada de mujeres con las que no tenía cuatro palabras que cambiar— volviese su atención a los negocios y su pensamiento hacia Eugenio, el hijo ausente, quien a pesar de no haber demostrado nunca el menor interés por volver cerca de su madre, nunca le había ocasionado disgustos ni acosado con apremiantes o desmedidas demandas; el que —a distancia— cuanto más crecía su disgusto por los próximos más recordaba y mencionaba, envuelto en un halo de hombría, rectitud y desinterés. Cuando murió su padre estaba estudiando el bachillerato en un colegio de Palencia y no llegó a tiempo para el entierro. Durante la siguiente Navidad apenas apareció por la casa casi ocupada por parientes y amistades que no conocía; dos años después marchó a Francia a perfeccionar su idioma y al siguiente a Bélgica a estudiar un peritaje en electromecánica que le debía haber retenido cuatro o cinco años más al cabo de los cuales no compareció por Región, quién sabe si porque había echado lazos en aquel país o porque nadie de aquí se tomó la molestia de llamarle; a oídos de Laura había llegado la noticia de que trabajaba en una fábrica de Charleroi y que sólo esperaba ahorrar un pequeño capital para contraer matrimonio con una muchacha de aquella tierra. Una noticia bastante sorprendente para Laura y para sus hijos, que indicaba a qué grado de independencia (y recapacitando sobre ello, de desprecio hacia los suyos) había llegado aquel hombre que en circunstancias normales no habría tenido más que abrir la boca para hacerse con un dinero que le permitiera vivir de manera bastante holgada.
Pero bastó aquello para que Laura Albanesi empezase a suspirar por la vuelta de su primogénito, poco menos que convertido a sus ojos en un mártir de la vida moderna, un adelantado del progreso, tal vez el llamado a levantar en Región un imperio fabril. Eran, sin duda, suspiros tan falaces como injustificados, muy propios de la persona que al no saber mirarse con un mínimo de rigor e imparcialidad, envuelta siempre en las brumas de la autocomplacencia, nunca sería capaz de reconocerse como la principal causante del alejamiento de su hijo y de su consiguiente manera de ganarse la vida. A Eugenio Mazón, allá en Charleroi, le debieron llegar separadas por poco espacio de tiempo dos cartas diferentes, pero de muy parecida naturaleza: una de su madre y otra de su hermano, movido a escribirle en cuanto supo por una confidencia de Margarita que su madre lo había hecho; ambas cartas estaban llenas de quejas; la situación que pintaba cada una era muy distinta y tan contradictoria con la otra que obligaban a sospechar que en ninguna se decía toda la verdad, una suerte de quimérico lugar geométrico a igual distancia de dos interpretaciones; por eso dicen los chinos que la verdad la guarda un tercero inexistente; pero en ambas cartas, al amparo de unos sentimientos de añoranza y de ciertas halagüeñas expresiones relativas al vacío que hacía sentir su ausencia, se reclamaba su venida a España y su apoyo para arreglar una situación atrozmente enrevesada y espinosa. Pero ninguno de los dos se dirigía a él en cuanto árbitro que pudiera poner fin al litigio, antes al contrario ambos exigían —con exageradas descripciones de la iniquidad del otro— su alianza para luchar por su causa: una apelando a los lazos maternales y otro a los comunes intereses.
Eugenio Mazón debió quedar bastante sorprendido ante el inusitado interés que despertaba su colaboración con cualquiera de ellos, tras una separación que duraba casi nueve años, y que —con buen criterio— no prometió a ninguno de los dos, tras dejar bien clara su buena disposición para toda ayuda que se le solicitase con vistas a solucionar el conflicto a satisfacción de todos. Y escribió a ambos, no sin hacerles esperar, tan sólo para anunciar su visita en el próximo verano, sin tomar partido y sin decidirse por cualquiera de las dos residencias que le habían ofrecido. Un anuncio que tuvo efectos contemporizadores y que —sin habérselo propuesto— facilitó una tregua primaveral entre ambos contendientes, deseosos de no complicar más las cosas hasta la llegada de aquel decisivo aliado.
Llegó, en efecto, una tarde de finales de julio, sin previo aviso, y apenas vio a nadie. Nadie le reconoció, tenía ya aspecto de extranjero; ostentaba un gran mostacho, se tocaba con un sombrero blanco de grandes alas —temeroso de un sol al que ya no estaba habituado— y vestía como un cazador colonial, con leggings y una chaqueta con multitud de botones y bolsillos. Aunque en el breve paseo de la casa de postas a la plaza de la Colegiata llamó la atención, nadie le reconoció, nadie vio en él un Mazón, sino —algún maledicente— un nuevo siciliano que venía por unos días a llenar el hueco de Chavico en el lecho. Su escaso equipaje —un abultado maletín de cuero y un saco de fuerte lona casi vacío— denunciaba una estancia muy breve o unas muy sobrias necesidades y muy poco ajuar. Su estancia, en efecto, fue muy breve —tan sólo veinticuatro horas— porque, para hacer economías, había tomado billete de ida y vuelta a Macerta, cerrado para el día siguiente. Cuando llegó a la casa su madre no estaba y tuvo que darse a conocer para que una sirvienta le permitiera la entrada. Cuando al cabo de dos horas de la quinta de la vega llegaron acaloradas su madre y sus hermanas le encontraron en la habitación de su padre —conservada intacta desde su muerte— extrayendo de armarios y cajones los equipos del difunto —los maillots, los guantes, las muñequeras, las vendas, los zapatos elásticos, las pesas, los muelles, un antiguo frasco de loción de color de caramelo— que fue depositando con sumo esmero en el fondo de su saco de lona. Detrás, su madre trataba entre suspiros y lamentaciones de llevarle a su terreno y hacerle comprender las dificultades por las que estaba pasando, las ingratitudes de unos y otros, la ruindad de su hermano Cristino y la malevolencia de cuantos la rodeaban. Cuando hubo metido todo en el saco lo ató con firmeza con unas cuerdas y lo depositó junto al maletín; le dijo que no era su intención llevárselo para siempre, que lo necesitaba durante un mes, que después lo devolvería todo intacto; que por favor lo vigilase hasta el día siguiente en que pasaría a recogerlo; que le disculpase porque tenía mucha prisa, que volvería al día siguiente. Dio un beso a cada una de las tres y se fue. Al día siguiente volvió a media mañana (nadie supo nunca dónde había pasado esa noche, ni en el Cuatro Naciones ni en la Fonda Regina ni en casa conocida alguna y el testigo presencial, meses después, se atrevería a conjeturar la existencia de un misterioso compañero de viaje y preparador físico aficionado que había viajado con él desde Charleroi), se dio un largo baño (que durante días dejó el cuarto de aseo impregnado de un fuerte aroma a loción de áloe) y con un nuevo beso y la promesa de una próxima vuelta y la firme confianza en que todo se arreglaría, con sus dos bultos partió sin más dilación hacia Macerta, donde había de tomar el tren que, mediante tres transbordos, le conduciría finalmente a Pamplona para acudir a la cita a la que desde Charleroi se había emplazado. Durante cuatro semanas nada se supo de él, lo que no hizo sino aumentar el nerviosismo de cuantos le habían esperado y sobre todo el de su hermano Cristino, que no habiendo tenido oportunidad de verle empezó a sospechar que en su breve visita a la casa de la plaza de la Colegiata se habían echado las bases de un pacto entre su madre y él, para quebranto o detrimento de sus intereses, a puerta cerrada y en ausencia de Chavico o de cualquier otro testigo, y que su rápida desaparición obedecía a la vergüenza por haber actuado a sus espaldas y al temor a enfrentarse con él cara a cara.
En contraste, al día siguiente de la partida de Eugenio, Laura Albanesi no tendría la menor dificultad, una vez pasado el sofoquín, para disimular la insatisfacción —y hasta el despecho— que le había supuesto la visita de su primogénito y, protegida por la inexistencia de testigos de la indiferencia con que la había tratado (pues las dos hermanas no estaban preparadas en aquellos momentos para calibrar otros sentimientos que los propios), en numerosas ocasiones se hizo lenguas de la alegría que le había proporcionado con su regreso, de lo fuerte, sano y cariñoso que lo había encontrado, de la compenetración que existía entre ellos tras tantos años de ausencia y de lo contenta y orgullosa que se sentía por la decisión de un hijo así —su hijo preferido, lo repetía a todo aquel que quisiera escucharla— de volver definitivamente a su tierra para vivir con su madre. No tenía otra intención Laura Albanesi que protestas y afirmaciones tan aventuradas alcanzasen los oídos de Cristino y de Chavico, y no sólo para atormentarles con la sospecha de un entendimiento contrario a sus intereses, sino también con el propósito de crear en el pueblo y en las amistades y relaciones comunes un estado de tacto y un clima tan propicio a Eugenio como para que a su vuelta se sintiese de inmediato obligado a optar por el campo de su madre; luego ya se ocuparía ella —con sus encantos, con sus dádivas, con su dinero, incluso con sus promesas relativas a la herencia, con su arte para provocar la atracción hacia ella y la repulsión hacia sus enemigos— de consolidar aquella primera tendencia para alinearlo definitivamente contra Cristino y, en menor medida y sólo en una operación de castigo, contra Chavico.
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Al mes, aproximadamente, de su fugaz paso por Región se supo por un testigo presencial del acontecimiento que Eugenio Mazón había ganado en Pamplona un combate de lucha contra el hijo mayor de los Ochoa, concertado por correspondencia desde Charleroi y desde meses atrás, y con él una importante bolsa de veinte mil pesetas, constituida parte de la cual con sus ahorros durante años de trabajo en la fábrica de equipos electromecánicos y otra parte con prestaciones y aportaciones de sus amigos, colegas y admiradores de aquella tierra; que su victoria había sido recibida con asombro en Pamplona por cuanto había venido a romper —y por un desconocido, ni siquiera navarro— el monopolio de victorias en aquella clase de lucha que atesoraba la familia Ochoa a lo largo de cuarenta años y tres generaciones; que con todo los pamplonicas le habían recibido y homenajeado como corresponde a un campeón, que como buenos y limpios deportistas los Ochoa le consideraban ya como uno de la familia y que de su mano había sido introducido en las mejores familias de Navarra, donde todo el mundo se lo disputaba para enseñarle las bellezas del país y las riquezas que guardaban sus bodegas, para —como un complemento a la bolsa tan bien ganada— hacerle disfrutar de sus sanas y pintorescas costumbres y empujarle a ganar el favor de sus discretas y cálidas muchachas; dijo también que tanto se habían encariñado con él que no lo querían soltar ni a la de tres, que había bastante gente en Pamplona que pretendía que Mazón se quedara a vivir allí para siempre o, al menos, una temporada lo bastante larga como para preparar el combate de revancha y que un apasionado admirador, tratante de ganado, para hacerle llegar su reconocimiento y persuadirle a permanecer en aquella tierra le había regalado un asno —un asno muy joven y fuerte— con el que no sabía muy bien qué hacer aunque sin duda estaba decidido a aceptarlo y cuidarlo.
El testigo presencial afirmó también que había tenido la ocasión de saludar personalmente a Eugenio Mazón, en el curso de un banquete de más de doscientas personas, y que nunca había encontrado a un hombre en tal plenitud de facultades y tan bien rodeado de aprecio y cariño; que le saludaban por la calle y que yendo con él se podía entrar gratis en todas las bodegas y establecimientos del ramo. También aseguró —el testigo presencial— que en un aparte y al saber que él —el testigo presencial— al cabo de pocas fechas tenía que viajar a Región por motivos profesionales, le rogó que transmitiera sus saludos a sus compatriotas a quienes brindaba su triunfo y al tiempo les hiciera saber que no siendo por desidia por lo que no enviaba noticias, sino por falta material de tiempo, era su propósito volver a su tierra —aunque sólo fuera por urbanidad— en cuanto cumpliera con todos sus compromisos —muy numerosos y de muy diferente naturaleza— y a fin de entrenarse y prepararse allí para el combate de revancha, concertado con el hijo de Ochoa la misma noche de la victoria, para comienzos del próximo año. Que él —Eugenio Mazón estaba decidido a que el combate de vuelta se celebrase en Región, pues con la victoria había conquistado el derecho a elegir el lugar de la competición, y que nada le parecía más justo como homenaje a sus compatriotas y para el fomento de la afición casera; que también estaba decidido a practicar los aluches regionatos —una variante sui generis de los leoneses, sin duda derivada de los juegos que practicaban los legionarios de la VII en sus largos días de campamento, en la que los luchadores desnudos se cinchan con cuerdas aceitadas —sueltas unas, amarradas otras— a las que debe agarrarse el contrario— y extender por el país esa clase de competición.
Aquellas noticias llenaron de satisfacción y perplejidad a mucha gente del pueblo. No parece necesario señalar que a todas vistas el testigo presencial había añadido mucho de su cosecha. Ése era su oficio, vivía de la exageración porque sin énfasis no se vendía un peine; pero, mutatis mutandis, y aun despojando todo su discurso de los halagos cartageneros, quedaba una noticia que durante mucho tiempo fue el plato fuerte de toda conversación entre hombres. No estaba el regionato acostumbrado a que un hijo de su tierra triunfase, ni en tierra propia ni en extraña. En la memoria de los más viejos no había registro de un reciente e irrefutable éxito; los ricos y poderosos seguían siendo los ricos y poderosos de siempre, sin necesidad de éxitos para conservar o aumentar su poder y fortuna, y los que por su propio esfuerzo se habían encaramado a las cotas de aquéllos —y aun habían tratado de superarlas, intentando hacer del suyo algo más que un poder local, que trascendiese a toda la comarca o a una parte más amplia que el valle del Torce— en uno u otro momento habían tenido que inclinar la cerviz y salir pitando para otras tierras no sin dejar en casa un montón de deudas o unos pocos bienes enajenables, de un valor más que dudoso.
De repente —de la noche a la mañana— un hijo de Región triunfaba en Pamplona y —al decir del testigo presencial— ponía toda una Navarra (que para el contertulio regionato, y no digamos para el tendero que de allí recibía artículos muy apreciables, o para el mozo de labranza, siempre dispuesto a emigrar, seguiría siendo un próspero reino, con historia y reyes propios amén de un futuro prometedor) a los pies del nuevo e inesperado héroe. No será, por consiguiente, difícil de entender que en el curso de pocas semanas, tras la noticia aportada por el testigo presencial y confirmada por un suelto de prensa que algún contertulio responsable de la animación de la sobremesa buscó aquí y allá, teniendo que viajar a Macerta o escribir a Valladolid para recabar la información exigida por el caso, Eugenio Mazón se convirtiera si no en una figura sí en un nombre muy popular en todo el valle, adornado de todas las virtudes inherentes al sebastianismo. El joven héroe que en pocos días volvería triunfante a su tierra para sacarla del atraso y la dominación extranjera —los políticos y señores de Macerta—, vencer en lucha abierta al usurpador —el ferrocarril de Macerta a Palanquinos— y traer con la independencia la caída de un sistema caduco y la ruina de los viejos caciques que, sacrificando los intereses de la región en aras al beneficio de los clanes, habían pactado con el enemigo secular; en suma, el hombre que con la sola ayuda de sus brazos había luchado en tierras del infiel —una Pamplona delirante, embriagada por toda clase de fiestas populares y privadas— por la gloria de su tierra, vendría para inaugurar una época nueva, de esplendor industrial y justicia distributiva, y hasta —para algún socio defensor ardiente de los ideales federales— echar las bases del «pacto conmutativo, bilateral y sinalagmático».
Pero en Región apenas era conocido y no tenía amigos; no en balde había vivido en el extranjero por espacio de casi diez años, tan decisivos para su formación como para la creación y el fortalecimiento de vínculos personales con su tierra de nacimiento; sus compañeros de juego estaban perdidos por las alquerías y sólo se le recordaba como «el chico mayor de Mazón», pues no estando nadie tan familiarizado con él como para llamarle Eugenio desde el momento en que su hazaña despertó el interés por su persona en todos los medios —en el Casino y en el Hotel Cuatro Naciones y en las animadas reuniones en torno al testigo presencial, cada vez que pasaba por Región a vender su mercancía— se buscó la manera de olvidar que era hijo de Laura Albanesi.
Por consiguiente, al poco tiempo de la llegada de la noticia traída por el testigo presencial y confirmada por buen número de pruebas documentales, se desató una nueva guerra sorda entre Laura Albanesi por un lado y por otro los que pretendían que entre madre e hijo mediaba un abismo, demostrado por el breve paso por la casa de la plaza de la Colegiata en su camino hacia Pamplona, conocido después por confidencias de sirvientes, mozos y postillones. Hasta se llegó a especular sobre su paradero aquella famosa noche fuera de casa y no faltaría quien afirmara que había dormido en la cama de un primo de un amigo suyo —que le había rogado lo mantuviera en secreto— y al que a lo largo de la noche había confiado el terrible secreto de familia: que él no era hijo de Laura Albanesi, sino de la hija de un colono de El Auge y que Laura Albanesi, una impostora, había envenenado a Ricardo Mazón a su vuelta de París. Se llegó a decir que quien en verdad mató fue Ricardo Mazón a Laura Albanesi, cuando supo en París que le engañaba con Chavico, y que la que volvió de allí como su esposa era una sosias que pronto acabó con él a instancias de Chavico. Y también corrió el rumor de que Laura Albanesi y Chavico eran hermanos, que desde niños habían mantenido relaciones incestuosas.
Era la tercera o cuarta guerra que se libraba en una década. No podía convenir más a los intereses de Cristino que, sin embargo, no habiendo tenido intervención alguna en su desencadenamiento, prefirió abstenerse de toda participación en ella a fin de no comprometer el posible arreglo que pudiera conseguir su hermano a su vuelta; el apasionamiento provocado por su hazaña bastaba para caldear el ambiente contra su madre, sin necesidad por su parte de aportar leña al fuego, y a medida que pasaban las semanas y se demoraba su vuelta más olvidadas y empalidecidas quedaban las afirmaciones de su madre a comienzos de agosto y para mediados de septiembre, recluida en su casa y en sus posesiones y sin otros tratos que los que mantenía con su administrador, sus servidores, colonos y enfiteutas, apenas podía hacer nada contra la creciente oposición a ella que involuntariamente suscitaba su hijo con su ausencia.
Bien entrado el otoño volvió por fin Eugenio a Región, sin un céntimo, sin que su talante denunciara las vicisitudes por las que había pasado, sin que de sus palabras cupiera obtener la menor información acerca de su famoso combate, de su paseo por Navarra y de sus proyectos e intenciones para el inmediato futuro. Pero su laconismo y su incomparecencia a los centros de opinión y discusión eran ampliamente compensados —y sin duda más que compensados por las exageraciones a que son tan proclives todos los vates, y no sólo los del sector épico— por las homéricas descripciones del testigo presencial que vez que pasaba por Región y desde el acontecimiento dio en hacerlo con mayor frecuencia —lo bastante agudo como para comprender que el ángel de la historia le había rozado con su ala y sería un despropósito —y hasta un desagradecimiento— no aprovecharse de aquella oportunidad única—, abría una tertulia en el hall del Cuatro Naciones a la que acudían todos aquellos oídos ávidos de oír una vez más el relato del combate. Antes se alojaba en las otras fondas o pensiones más modestas, en la Regina o en la Orensana, pero a partir del acontecimiento decidió instalarse en el Cuatro Naciones y no sólo por la mayor capacidad de su hall, sino por el cambio de su propio status, de su público y de su industria que se había producido con él. En verdad tenía toda la razón del mundo para considerarse así; de ser un oscuro viajante de comercio había pasado a figura pública, cuya llegada era esperada con ansiedad y cuyo anuncio con alivio, cuyos retrasos eran medidos por horas no ya por días. Era también un caso de justicia y reconocimiento históricos: el del hombre que en la más estricta austeridad y con el mayor empeño ha estado afinando un arte poco menos que secundario para la industria que le mantenía y que, de la noche a la mañana, un golpe de fortuna le ofrece la oportunidad de extasiar a un público que había olvidado tales virtuosismos. Y dueño de una técnica extremada —tan extremada como para ganarse la vida vendiendo peines, batías, jabones y chucherías en una tierra tan reacia a la higiene— podía hacer con el público lo que quería, y lo hacía; y a medida que lo hacía mejoraba su técnica y más envolvía al público. Es el caso de muchos artistas y sportmen epifenomenales, por llamarlos así: durante muchos años se han visto obligados a desarrollar por sí solos una técnica muy depurada para sobrevivir de una profesión muy ruda (como la del sacamuelas) y el día que ensayan una actividad refinada, en la que todo depende de aquélla, no tienen rival posible. Era el caso del testigo presencial, que sólo gracias a la oratoria lograba vender peines y artículos de desecho, irreconocibles para el propio fabricante, y llegado el momento de narrar el combate no sería superado por el mejor cronista de la época.
El combate —según lo narraba el testigo presencial— había constituido una magistral lección de economía bélica por parte de Eugenio que sobre la balanza había pesado quince kilos menos que su adversario, y a pesar de superarle en cuatro o cinco centímetros de estatura; tenían ambos combatientes complexiones muy distintas; el navarro era todo fortaleza, con cualquiera de sus miembros —desde la frente al talón— podía hacer una demostración de supremo vigor, y sus rasgos, dentro de su limitada talla, eran los de un coloso, un coloso tan bien puesto en la tierra que jamás sufriría la suerte de Anteo y tan inconmovible que nunca caería como Titán; a su lado, Eugenio —mucho más espigado— ofrecería un cuerpo metálico y flexible, como una hoja bien templada, sin aquellas grandes protuberancias musculosas, pero sin un fallo; y con unas piernas de saltamontes. Aquellos quince kilos, unidos a la indudable mayor experiencia del profesional sobre el amateur, podían ser fatales a Eugenio en los primeros asaltos, el mejor momento para que un Ochoa fresco diese por terminada la sesión con un contundente golpe; y los mismos quince kilos podían suponer una pesada carga para su poseedor a partir del décimo round.
El combate había levantado mucha expectación —en una plaza de toros donde acababan de terminar los festejos taurinos— no por Mazón, sino por Ochoa, un ídolo popular del que era proverbial su honradez y sabido que sólo aceptaba un encuentro si adquiría garantías de que con él satisfaría a su afición. En ocasiones el testigo presencial, para prolongar su relato, introduciría alguna nota pintoresca sobre la Pamplona en fiestas con una técnica de varietés antes del número de fuerza, para intercalar también un breve intermedio, pasar al ambigú a rellenar la copa y observar por el rabillo del ojo —y a través del ventanal— cómo iban las ventas en la calle, a lo que el público —sabiamente conducido— replicaría bien con gritos «¡Al combate, al combate! ¡Al grano, al grano!» bien aprovechando el descanso para adquirir una pastilla de jabón y liberar a León de toda preocupación que no fuera el relato del acontecimiento que tuvo lugar en Pamplona aproximadamente en las mismas fechas en que Ruiz Zorrilla hizo el discurso de presentación de aquel Gobierno que había de durar setenta y cinco días.
Durante los primeros asaltos Eugenio no hizo más que estudiar, tantear y esquivar a su enemigo y apenas se dejaba atrapar se desasía como un gato. «¿Como un gato?», preguntaría alguno del público, sin duda descontento de una comparación tan poco favorecedora, que obligaría al relator a moderar sus metáforas. En cuanto a la esgrima —decía—, era supremo, no paraba un momento; más que en sus brazos, casi siempre abiertos para ofrecer menos bulto y poder replicar con un golpe de puño al fatal abrazo de Ochoa, el buen aficionado había de fijarse en el baile de sus piernas, siempre abiertas y en juego, en un espectáculo digno de admirarse en un tablado de calidad. Durante aquellos ocho primeros asaltos Ochoa se vio obligado a sostener un ritmo al que no estaba acostumbrado. El público del Cuatro Naciones (habían aportado todos los sillones de mimbre y las sillas del comedor, detrás una triple fila escuchaba de pie y algunos asomaban sus cabezas por entre los balaustres de la escalera) sabía que había pasado lo peor de la velada y reclamaba la asistencia del camarero (la servilleta hasta los tobillos y la bandeja por encima de su cabeza) para escuchar el nudo del relato con el auxilio de la copa. Obcecado Ochoa por la idea de aplicar a su adversario su temible y favorito golpe —el abrazo con los brazos recogidos, el doble codazo sobre los riñones simultáneo al golpe de pecho, rematado todo ello con el mazazo de su frente— durante el noveno asalto anduvo de un lado para otro como el perro tras el gato. «¿Qué gato?», preguntaría una voz de atrás y de a pie a la que replicaría el testigo presencial con un parpadeo. En el décimo asalto Ochoa empezó a jadear; en el decimoprimero tenía la boca más abierta que de costumbre y una innegable mirada de enojo y asombro que le impedía seguir los rápidos reflejos de Mazón para ver el camino a seguir. Estaba demostrado que Mazón —nadie podía saber cómo— había estudiado la manera de pelear de Ochoa, conocida en todo el mundo del deporte especializado, y contra su estilo uniforme y monótono había ensayado y puesto a punto una táctica basada en la movilidad, tanto en el cuadrilátero como dentro de los límites del cuerpo, para eludir la aplicación y los efectos de aquel terrible golpe del navarro. Sabía el público que se acercaban los momentos más dramáticos y había un rebullir de cuerpos, toses, ruidos de patas de silla, algunos que reclamaban silencio y otros que se levantaban de su asiento para observar mejor al narrador, como si les fuese dado seguir en su faz el desarrollo del acontecimiento que una historia desatenta les había privado de contemplar. Cuando Ochoa le abrazaba, Mazón se tiraba al suelo; cuando le aplicaba el pecho, saltaba; cuando le largaba su cabeza era para estrellarla contra su hombro. Y aquí el narrador acostumbraba a introducir una pausa, no para beneficio propio esta vez, sino —como gran conocedor de la psicología de las masas que por entonces acababa de descubrirse— para rebajar la intolerable tensión que dominaba el ambiente y conceder a su audiencia la serenidad precisa para escuchar la parte más dramática del relato.
En el decimosegundo asalto Ochoa le pilló; todo fue tan rápido que nadie pudo ver el fallo de Mazón o el acierto de Ochoa, pero el caso es que le pilló en el mismo centro del cuadrilátero y sin darle tiempo a reaccionar le aplicó sin misericordia su triple golpe; triple o tal vez cuádruple. Fue un golpe terrible que levantó del público —que ya para entonces miraba con cierta simpatía a Mazón, maravillado de su arte— un unánime grito de dolor; sacudido y atrapado, Ochoa lo llevó a las cuerdas, lo atenazó otra vez y de nuevo le aplicó su triple golpe —repetición exacta del anterior— con todo el furor que había acumulado a lo largo de un combate tan mortificante; se pudo oír el crujido de sus clavículas y el hondo suspiro de ahogo que escapó de la garganta de Mazón; parecía que estaba a punto de desvanecerse, y cuando Ochoa se disponía a aplicarle por tercera vez su mortífero golpe —y un tanto extrañado de que hubiera soportado dos, lo que constituía ya todo un récord para un luchador— sonó el gong que salvó a Mazón de una caída inevitable y seguramente fatal. Ochoa —todo hay que decirlo— se retiró limpiamente, en modo alguno intentó rebasar la cuenta del tiempo para rematar a un adversario sorprendido con su defensa desmantelada, seguro de que le sobraban dos de los tres asaltos que restaban para acabar con un enemigo tan severamente castigado.
El breve minuto de descanso apenas sirvió a Mazón para rehacerse y saltó de nuevo al cuadrilátero con una mirada perdida, dispuesto al sacrificio; o tal vez era una finta, porque un hombre que había resistido por duplicado la triple Ochoa había de tener una resistencia de la que guardara buenas reservas; el caso es que Ochoa —convencido de que lo tenía a su merced— fue derecho hacia él con los brazos abiertos como redes y el pecho descubierto, por lo que a Mazón no le fue difícil esquivarlo; de nuevo cundió la persecución de los primeros asaltos, pero en uno de sus acosos, Ochoa, de nuevo impaciente, se precipitó y cometió un grave error al colocar mal su pie izquierdo, circunstancia que aprovechó con su diabólica presteza Mazón para lanzarle con las piernas un torniquete a los tobillos que dio con el navarro en tierra, donde le golpeó en la región lumbar; rodando por la lona, por primera vez tuvo Ochoa que retirarse para erguirse de nuevo con una actitud más precautoria.
El penúltimo asalto fue una repetición de los primeros, pero a punto de terminarse Mazón descubrió un arma que hasta entonces había mantenido oculta —extremadamente arriesgada y sólo utilizable frente a un hombre lento o fatigado— y que utilizada con mucho tino hizo que Ochoa se tambalease de nuevo, un tanto perplejo. Toda la concurrencia esperaba un resultado nulo cuando, pasada la mitad del último asalto, en un momento un tanto inocuo y separados ambos luchadores, se vio cómo, sin propósito aparente, Mazón daba un descomunal salto hacia atrás que Ochoa interpretó como un intento de ruptura de su acoso —algo muy poco deportivo— para contemporizar y llegar al final del combate con un resultado nulo, muy satisfactorio para el debutante; resuelto a no tolerarlo se lanzó por él con la cabeza baja y Mazón lo recibió con un rodillazo que le colocó firme y con la guardia baja; en lugar de golpearle directamente de nuevo sacó Mazón su arma secreta: dio otro descomunal salto, esta vez hacia adelante, con las manos enlazadas y los brazos en alto, y antes de volver a tocar el suelo descargó sobre el cogote de su adversario un golpe de hacha, que sumaba la fuerza de sus músculos al peso de su cuerpo en movimiento, tan certero y enérgico que nada más recibirlo, Ochoa dobló las rodillas; pero antes de que con ellas tocara la lona, Mazón, con unos reflejos de insecto, se echó hacia atrás y arrodillado a su vez, con ambas manos enlazadas para hacer de sus brazos un mandoble, descargó un segundo golpe —simétrico del anterior— al otro lado del cogote que tumbó a Ochoa por tierra, con piernas y brazos abiertos como un San Andrés, sumido en un instantáneo y apacible sueño del que tarde despertó para ver en lo alto el brazo de su adversario alzado por el árbitro.
Así como el público de Pamplona al segundo golpe de Mazón se levantó de las gradas no sabiendo si aplaudir o llorar, el de Región no acertaba a abandonar sus asientos cuando León ponía punto final a su relato. Le sabía siempre a poco, quería volver a oírlo, no podía prescindir de esa repetición (más intensa sin duda que el primer contacto), gracias a la cual el buen relato emociona más profundamente que el mejor espectáculo: «¿Así que en el asalto número doce Ochoa le pilló y le aplicó su llave?», preguntaría uno. «¿Y por dos veces?», insistiría otro. Ah, era entonces cuando la oratoria del testigo presencial alcanzaba cotas sublimes; con el relato concluido, la audiencia ganada y sin otra cosa que hacer que cargar la suerte con brillantes y patéticas descripciones: «Sí, se puede decir que estaba todo perdido, era un hombre al que daban todos por acabado. Pero dentro de su actitud vacilante mantenía una mirada firme, alimentada por una secreta resistencia, la del hombre que conserva la fe en sus recursos…».
El testigo presencial, vez que pasaba por Región, era requerido para hacer las delicias de los aficionados con una nueva edición de su famoso relato. Lo había contado innumerables veces, pero con el pretexto de que siempre había alguien que no lo había oído de sus propios labios (sino de labios de terceros, lo que no hacía sino aumentar el interés por conocer la versión original) se imponía la necesidad de que lo contara una vez más. El relato, en esencia, era siempre el mismo, pero para cada nueva edición el testigo presencial se sentía obligado a añadir algo hasta entonces inédito y no sólo como propina, sino para suministrar a la mayoría del auditorio —que ya lo había oído en repetidas ocasiones— un nuevo ingrediente, otro detalle de interés, de renovado motivo de regocijo y una fundada razón para la sorpresa y sin otra intención que la de mantener viva la curiosidad o la adicción para la siguiente ceremonia. Con todo ello el testigo presencial demostró ser un consumado narrador que (como los buenos) tanto más partido sabía sacar de sus palabras cuanto más conocida era la historia que contaba. En la primera ocasión (de la que se arrepentiría siempre, por su estilo precipitado y aturdido) se limitó a decir que Mazón había ganado el combate, en el último asalto y con todas las circunstancias en contra suya. Poco a poco —y a lo largo de las semanas que siguieron, pues el testigo presencial era un viajante de comercio que antes de estos sucesos pasaba por aquellas tierras en un par de ocasiones al mes, cuando mucho, y que sólo por casualidad y para matar el tedio de una tarde calurosa en Pamplona, donde no tenía muchos amigos, había tenido la fortuna de convertirse en testigo presencial de la histórica velada— había ido ampliando detalles hasta dar una versión completa del combate, asalto tras asalto, en su mayor parte fruto de su retórica y en la que empero siempre cabría algo no dicho en la anterior ocasión.
El testigo presencial era hombre joven y animoso, con marcado acento palentino y aire gótico, que había tenido que bregar muy duro para abrirse paso en aquella profesión dominada por gente de Levante; nunca hasta entonces había gozado de particular relieve en Región —cuya comarca cubría más para tener un feudo propio que sus colegas tenían en olvido que por el volumen de sus ventas— ni nunca habría soñado con una oportunidad para hacer gala de sus numerosas cualidades ante una extensa y dispersa concurrencia —como la de aquel alocado y bravo postillón que sin abandonar su afición al vino llevó por toda la Inglaterra central la noticia de la victoria de Trafalgar, según cuenta De Quincey— de no haber sido elegido por el destino para llevar a las riberas del Torce la noticia del combate de Pamplona.
El mensajero —decían los clásicos de Grecia— ha de tener algo divino, y si su elección es correcta es muy posible que él mismo se convierta en héroe. Algunos teóricos de hoy —sin necesidad de recurrir a la erudición ni hacer referencia a los escritores de la antigüedad— han venido a concluir en que el vehículo y el modo de presentación de la noticia pueden ser tan interesantes y excitantes como la noticia en sí, cuando no más, y dado que en el mundo moderno éstas no faltan nunca y cubren un campo más extenso que el de la más fértil imaginación, será menester cuidar aquéllos y dotarles de la mayor vivacidad posible si se quiere conseguir el efecto sobrecogedor que se persigue con la publicación de la nueva. Así el que anuncia la llegada del nuevo Mesías o del joven Sebastián ha de estar tan convencido de ella y tan persuadido del poder del anunciado para salvar a su grey de los males que la aquejan que no podrá tolerar que alguien le aventaje en su fe y pueda propagar la noticia con más calor y convicción que él mismo; y por eso insistirá —cada vez que toma la palabra— en denostar a sus oyentes con el epíteto que califica lo que menos teme: descreídos, pues mientras muestren atisbos de cierta indiferencia hacia su profecía con más vehemencia le harán creer en ella y con palabras más arrebatadas la repetirá en cada ocasión que se le presente. De esa forma su personalidad y sus convicciones aumentan con su oratoria, su ardiente palabra no es más que un reflejo del fuego que abrasa su alma y es tal la velocidad con que el incendio consume sus entrañas —en triste comparación con la lentitud con que su fe se propaga por la muchedumbre— que pronto (en cuanto el mesías se hace esperar) empieza a personificar su mixtificación y a convertirse en lo anunciado para, mediante una sutil suplantación por nadie percibida, relegar a un plano del olvido a la criatura de su imaginación y tras sustituirla por su carne, sus huesos, su sangre y su palabra, subrogar sus actos para transformarse en salvador de la comunidad.
Pronto la saturación de su relato obligó al testigo presencial a incluir ciertos detalles sobre la vida de Mazón, anteriores al combate, que, por supuesto, no conocía ni de oídas. El testigo presencial observaba, con creciente satisfacción, que en cada visita al valle su parroquia aumentaba. Entre otras cosas, al final del verano vendía con suma facilidad todos sus artículos; si antes necesitaba dos días para colocar el contenido de una bandeja para mediados de septiembre le bastaba dejar el cajote abierto —y todos los artículos extendidos sobre una manta, con un chico contratado para controlar las ventas— en la esquina del Cuatro Naciones para liquidar toda su mercancía en una tarde, mientras se desarrollaba la tertulia, y volverse a Macerta o León sin una navaja ni un collar, pero con una extensa hoja de pedidos a sus suministradores. Pronto su fama se había de extender por el valle a varios puntos del cual fue personalmente invitado para, en el salón de sesiones del ayuntamiento o en la taberna de la plaza o en la puerta de la iglesia o en la explanada de la feria relatar a la comunidad el combate de Pamplona. Así que pronto su visita al valle pasó a ser de cuatro días cada quincena: dos en Región, uno por Bocentellas, Cerverola y Burgo Mediano y un cuarto por El Auge —donde los Mazón tenían mucho predicamento— y Cabeza del Torce; cuatro días en los que —a mediados de octubre o principios de noviembre— vendía cuatro baúles de baratijas: toda clase de artículos de cuchillería y cosmética, peines, bisutería, jabones y aceites esenciales, tijeras de esquilar y alguna que otra pieza de alta ferretería, todo ello sazonado con muestras de regalo para las mujeres y pequeñas chucherías para los niños. Y aún le quedaban vírgenes los campos de Etán, El Salvador y Juelves.
Pero, naturalmente, cuanto más aumentaba su parroquia, más se le exigía; habiendo observado que existía una proporcionalidad entre el incremento de sus ventas y el número de detalles nuevos que en cada ocasión introducía sobre el combate de Pamplona y la vida y hazañas de Mazón antes y después de él, y no teniendo por qué conformarse con la estabilización de un mercado que cada quincena se mostraba más ávido de sus productos —y ninguna muestra daba de una próxima saturación—, cualquiera que fuese la Naturaleza de éstos, se vio en la necesidad —por un lado— de preparar sus charlas con cierta anterioridad a la jira por el valle e inventar toda una vida y un anecdotario de su héroe —cosa bien fácil— y —por otro— ampliar su campo comercial con productos que hasta entonces no había trabajado nunca y nuevos suministradores que no vacilaron en designarle como representante y agente exclusivo para la comarca regionata. Así, en breve espacio de tiempo pasó de ser viajante de comercio a ser agente, y fundamental, primordial y esencialmente agente sería a partir de aquellas fechas.
En cuanto agente, la noticia de su venida era precedida del rumor de su venida que alguno traería de la estación de Macerta, a la que —dos días antes de descender su propietario del mixto de Palanquinos— llegaba facturado su cargamento, cuatro hermosos baúles de fibra de madera, con tapa curva, rejilla de mimbre y nervios y cantoneras metálicos, con una elegante chapa de bronce que ostentaba el nombre de su propietario: Ventura León. El mismo día que el factor de Macerta recibía el cargamento, la noticia salía del hall del Cuatro Naciones —pues ya antes de la instalación de la línea telegráfica los rumores y anuncios de desgracias volaban por un éter dispuesto al inalámbrico gracias a una tradición que preparaba para la tragedia antes de que se produjera, como en las costas de Noruega— para con sus cuatro palabras, «Mañana llega el agente», levantar en el valle una expectación, un entusiasmo y una sensación de alivio que con toda seguridad no se habían producido desde los días de la llamada a las armas —desde los atrios, los púlpitos y los balcones— para luchar contra el invasor francés. Ya no eran baratijas, sino artículos de primera necesidad, incluso remedios médicos y farmacéuticos y productos contra las plagas y epizootías, de suerte que el paisano asolado por una grave preocupación podría contar siempre con el consuelo de su colega: «Espera a que venga el agente, hombre, que seguro que tiene lo que necesitas». Y después de cubiertas las primeras necesidades vendrían los indicativos de un cierto bienestar (sin abandonar la cuchillería ni la cosmética, de la misma manera que el gran industrial conserva el pequeño comercio de donde nació todo) como el azul de Vergara, las cretonas y los abonos, las pólizas de seguros y los materiales para cerramientos y vallas, los papeles pintados y los raticidas, todo mediante catálogo, hoja de pedido y expedición contra reembolso. Con la ampliación de sus actividades la noticia de su llegada dejaría de ser oral y tomaría la forma de un gran cartel apaisado, de dos metros de longitud, con los colores de la enseña nacional y un lacónico: «Mañana, VENTURA LEÓN», que en los muros, en las tapias y en los tolmos aledaños a las carreteras y caminos, surgirían de la noche a la mañana con la violencia y espontaneidad de una floración de amapolas.
Con todo, el centro de aquel soleado y próspero panorama estaba ocupado por una sombra; el primer salto hacia la popularidad y la fortuna (no acumulativa, pues todo lo que ganaba en una tarde podía perderlo en una sesión de noche, tan apasionado del naipe como impenitente perdedor, capaz de montar una timba sobre la punta de una espada) lo había ejecutado durante la larga ausencia de Mazón tras el combate, y gracias tanto a la poca afición del regionato a salir de su tierra cuanto a la escasa afluencia de viajeros por el valle, no era fácil que el agente topara un día con una persona que pudiera salirle al paso, en todo o en parte de su relato, acusarle de superchería y desmontar una industria cimentada sobre tan inconsistente ventaja. No era eso lo que más temía Ventura León. Sus mayores aprensiones, una vez lanzado a la carrera del éxito y no teniendo otra alternativa para continuarla que hacer de su industria una necesidad regional, procedían de la sombra que su propio héroe proyectaba sobre su relato, el cual tenía que prodigar menos (hasta que llegara el día en que pudiera prescindir totalmente de él) a medida que se afirmara su negocio; pero aun así no veía el día en que tal relato fuera olvidado, tal había sido el entusiasmo despertado por él. Y, aun a distancia, temía a Mazón; un día u otro habría de volver a casa y encontrarse con un renombre, con toda una leyenda en torno a él, que bien podían enojarle si demostraba ser más amigo de la verdad que de sí mismo; en previsión de ello el agente no había vertido acerca de él más que lisonjas y admiración, pero ¿qué se podía esperar de un Mazón y, a mayor abundamiento, de un hombre que desentendiéndose de su familia y de su patrimonio había malvivido muchos años con el sueldo de un trabajador tan sólo con objeto de prepararse para un combate desconocido para todo su pueblo? ¿Qué venganza no sería capaz de tomarse —aquel Aquiles— si, por desgracia, no resultaba de su gusto la pintura que de él había trazado el agente?
En uno de sus momentos de euforia —y dentro de su política de consolidación de los resultados obtenidos, con vistas al mantenimiento de su negocio sin contar con las ventajas de que había disfrutado— el agente había estado a punto de adquirir un carro —un carro pesado y robusto, de los que llaman galeras, provisto de capota y cesta, y tan grande como para poder extender en él un colchón— a un paisano que estaba dispuesto a cederlo, junto con su par de tiro, en muy buenas condiciones y con el que tenía pensado dar un nuevo giro a su actividad y rehacer su economía, pues buena parte de sus gastos se iban en viáticos. Además de orador ingenioso y elocuente, hábil prestímano, jugador empedernido y recalcitrante mujeriego, el agente era un tanto trotamundos, y la posibilidad de vivir durante el buen tiempo sobre un carro propio, haciendo noche en descampados en lugar de fondas, casaba bien con un carácter poco dado a mantener vínculos fijos y casi obligatorios con casas y personas. Tras descubrir los mercados que ofrecían los burgos podridos del valle había decidido restringir la geografía de sus actividades y limitarse a viajar por aquel sector del noroeste peninsular donde la experiencia de aquel verano le había demostrado que tanto su oratoria como sus artículos despertaban un entusiasmo tal como para vivir de él, y además estaban las mujeres de los pueblos, más atrevidas en muchos aspectos que las de las villas populosas.
Parece ser que dentro de esa política Región y el valle del Torce jugaban un papel central, tras el descubrimiento del filón, y que la primera sería elegida como feudo o base de operaciones desde la que emprender sus correrías entre la Contrera y Mantua, entre Juelves y La Matanza, y aún más allá de esas sierras, aun cuando sospechara, con toda razón, que el buen recibimiento en la cuenca del Torce nunca vendría acompañado por otro del mismo orden en la cuenca del Lerna.
Pero puesto en tal tesitura no podía perder de vista la reacción que acertara a provocar en su héroe, ignorante hasta la vuelta a su casa de la manipulación de que había sido objeto por parte de un desconocido. Tal reacción era, por el momento, imprevisible, y como bien podía resolverse en un arrebato de furia o en una amenaza de palabra o de obra que le impidiera, sin aceptar ciertos riesgos, volver a poner los pies en Región, el agente estaba decidido a no correr el suplementario riesgo de una comprometida inversión y demoró la adquisición del carro hasta tanto regresara Eugenio Mazón de su larga excursión por tierras de Navarra y supiera a qué atenerse respecto a él.
Además el agente estaba seguro de que el propietario del carro podía esperar y no porque no le urgiese tener en sus manos el importe de la transacción, sino porque sabía muy bien que no existía en muchos kilómetros a la redonda, y tal vez en toda la provincia, una persona dispuesta a adquirir aquel carro, y aunque fuese a un precio muy por debajo de su valor. No es que aquel carro estuviera maldito; de haber alguien maldito lo era su propietario, marcado —por voluntad propia— por un trágico destino que a los ojos de sus paisanos y vecinos —y no así para el agente, capaz como ninguno de convertir una superstición en una operación lucrativa— se extendía a todas sus propiedades y bienes. En primer lugar había intentado vender su casa, a un precio de ganga, a fin de poder abandonar de una vez aquella tierra maldita e iniciar una nueva existencia dondequiera que fuera recibido sin recelo, es decir, dondequiera que su pasado no fuera conocido. Pero nadie, ni en muchos kilómetros a la redonda ni seguramente en toda la provincia, compraría aquella casa, perdida en una hondonada de San Lobatón, de la que rara vez salía y si lo hacía era casi con el desesperado propósito de no volver a ella.
Pues era él el primero que sufría de la superstición. La casa no ofrecía nada de particular —era una edificación lóbrega y tosca, de dos plantas que parecían una— y la tierra no valía nada, un pequeño huerto donde cultivar unos nabos y unas berzas para alimentar un par de cerdas y un erial del que a duras penas podía obtener un celemín de centeno, rodeado del bosque de hayas y abetos del que, cuando menos una vez al año y en el momento más inoportuno, surgía la alimaña para cobrar en forma de gallinas o ternero la contribución sobre la leña que beneficiaba de él. Y, por si fuera poco, devaluada y entenebrecida por el crimen —o la serie de crímenes— que en ella se habían cometido.
No le faltaba cierta razón al paisano de San Lobatón al pensar que su carro —antiguo, pero robusto, en buen estado de uso— y su par de todavía jóvenes mulas constituían un patrimonio de más fácil enajenación que la casa, a cuya propiedad estaba dispuesto a renunciar para abandonarla sin más, a merced de quien quisiera ocuparla, por lo que con cierta frecuencia bajaba a Sepulcro Beltrán o se llegaba hasta el mercado de Juelves, los primeros miércoles de mes, en busca del ansiado comprador. Fue un día de mercado en Juelves —que por primera vez se veía amenizado por la presencia, las palabras y el baúl de Ventura León— cuando el paisano —un hombre esquinado y contraído por sus propias miradas de recelo— entró en conocimiento del agente que ante la aglomeración del público y sin más expediente que un gesto de cabeza y mano, con una pequeña reverencia y una sostenida mirada de simpatía para obtener su beneplácito, optó por subirse a la trasera del carro para dirigirse a la multitud. No tenía por qué sospechar el agente que la resistencia de la multitud a arrimarse para escuchar sus palabras procedía de la repugnancia que le inspiraba el solio elegido para lanzar al aire soleado y polvoriento de la plaza sus primeras palabras. Era la primera vez que pisaba Juelves y era, por tanto, natural que atribuyese tal resistencia a la tradicional oposición con que todo nativo de aquellos pagos, sobre todo en manifestaciones colectivas, recibía cualquier novedad tanto en el campo del comercio como en el de la cultura. Así que, acostumbrado a tales reacciones y dispuesto a entrar como fuera en aquel bullicioso y suculento mercado, Ventura León afinó sus habilidades y apretó las clavijas de su oratoria o, como decía un pensador de nuestro tiempo aficionado a la mitología y algo también a la cinegética, «abrió el portón de los centauros» para echarlos a correr en medio de la plaza. Poco a poco los hombres —primero un joven, como siempre, tal vez un recluta de permiso— fueron arrimándose para observar atónitos cómo aquellas enormes y relucientes tijeras —con esos enérgicos, limitados, sucintos y casi opuestos trazos que definen el temperamento del artista, poco menos que convertido en un autómata dirigido por un poder ultraterreno cuando se halla inspirado— recortaban una silueta sobre una página suelta de La Esfera y cómo tras hacer una pelota de la parte sobrante y arrojarla lejos de sí con un gesto que aunaba munificencia y desprecio (y con olvido de que tal parte fuera tan artística como la que conservara, como el molde de la misma, complemento de ésta para formar la hoja de la publicación, algo así como el bloque cúbico del escultor) exponía con un brazo extendido el fruto de su célebre trabajo: una enorme mariposa que con sus alas y antenas desplegadas, con un doblez en su eje y un golpe de aliento en su cabeza, fue echada a volar por encima del corro de paisanos admirados que lo recibieron con ese acromático «¡Oh!», reproducción en pequeño del universal reflejo de pavor que se elevará en el Yankee Stadium o en la explanada de Lourdes y con el que (según dicen) se inaugurará un día de las postrimerías el congreso del valle de Josafat.
No será necesario añadir que en pocas horas Ventura León acertó a vender en el mercado de Juelves todo el surtido de navajas, peines, artículos de higiene y cosmética, pegamentos y cintas atrapamoscas que había seleccionado para introducirse en aquella plaza. Ni tampoco que, sentado en la trasera del carro para llevar a cabo un primer y sumario arqueo, entrara en tratos con aquel codicioso paisano ávido de emprender la fuga que no podía contemplar la pequeña caja de acero niquelado donde el agente guardaba el producto de sus transacciones sin ver en su interior la realización del reiterado sueño de sus largas noches de soledad e invierno. Muy probablemente no había visto en mucho tiempo tanto dinero junto y considerando que tardaría mucho más en volverlo a ver, sin pensarlo dos veces y sin tomar otra precaución que la de no ser observado por algún conocido, se dirigió al agente para reclamarle —con el gesto de sibilina humildad que esconde una velada amenaza— el alquiler del carro por toda la jornada.
No había pensado (o no estaba preparado para ello) Ventura León que la utilización del carro como escabel pudiera devengar una cuota y en un principio trató de eludir la demanda y compensarla con una invitación a la taberna; pero el paisano se negó a ello porque lo último que deseaba era entrar en la taberna —repleta a aquellas horas de un personal eufórico que, entre naipe y naipe y sujeto todavía a la fascinación de la novedad, intercambiaba los objetos recién adquiridos para despertar la envidia del prójimo y reafirmarse en su propio talento adquisitivo— y ser el objeto de tantas miradas de recelo y encono; así que tras una dilatada negociación el agente no tuvo más remedio que abonar una cantidad, muy inferior a la pretendida por el propietario del carro y no tanto en concepto de alquiler por aquella tarde cuanto como paga y señal de su definitiva adquisición en fecha próxima.
En su segunda visita a Juelves, un mes después, el agente ya sabía todo lo que había que saber sobre aquel hombre o, por lo menos, lo que más le interesaba respecto a la urgencia para comprar el carro en unas condiciones poco menos que únicas e irrepetibles: no que el paisano de San Lobatón podía, sino que forzosamente tenía que esperar su decisión —y aguantar el tiempo que él quisiera—, pues de ninguna otra parte le llegaría jamás una oferta parecida a la suya. En su segunda visita apenas vio al paisano que adoptó una actitud retraída y suspicaz —a pesar de su impaciencia por ultimar la venta—, poco dado a dejarse ver en público y a conceder ocasión a las miradas de reojo y los comentarios al oído que suscitaba su presencia. Antes de que un miércoles por la tarde el agente abandonara Juelves de vuelta a Región, con el producto de la venta de dos baúles de restos, el paisano apostado tras un seto le abordó. Al principio le exigió el pago de la cantidad adeudada, a cambio de la entrega inmediata del carro y las mulas que había arrendado en una era de las afueras del pueblo, a lo que el agente se resistió y negó finalmente alegando su incapacidad para satisfacerla en toda su cuantía, así como su libertad para llevar a cabo la compraventa en la fecha que a él mejor conviniera y que, si se desarrollaban como él esperaba ciertas operaciones en que estaba muy interesado, podría situarse en un plazo de uno o dos meses. Ventura León pensaba, naturalmente, en la vuelta de Eugenio Mazón. El paisano, a causa de las intencionadas noticias que habían llegado hasta él, temía que no podía esperar tanto y le preguntó por la cantidad que estaba dispuesto a entregar ipso facto; Ventura León le contestó que ninguna, puesto que la venta no había salido como él esperaba y tan sólo serviría para cubrir gastos. El paisano le miró mal, pues sabía que le mentía e insistió en su demanda, pero sin poder apelar al apremio en que se veía y que el otro, sin entrar en detalles, conocía de oídas. Ante la cerrazón del agente el paisano rebajó su oferta a la mitad, a cambio de la entrega inmediata del dinero. Era una oferta muy tentadora, que podía aceptar y ventilar en aquel mismo instante para hacerse sin más con la propiedad del carro y del par. Pero hubo algo que le retuvo —la ignorancia respecto a la vuelta del héroe, y aun cuando la adquisición del vehículo ya no supusiera la misma inversión, la vuelta a Región de noche, su impericia para manejar el trasto y los animales, la convicción de que una nueva moratoria obligaría a su dueño a rebajar más el precio—, por lo que el paisano se tuvo que volver a su casa con su carro y sus mulas, con otro pequeño adelanto en el bolsillo —que no le sacaba de apuros, tan sólo le serviría para ahogar la espera en castillaza— y la promesa en firme de que en la próxima visita del agente a Juelves, quizá antes de un mes, cerraría la operación por la cantidad convenida.
Al paisano, de vuelta a su casa, le sobraba tiempo para pensar que tal vez fuera demasiado tarde, envuelto en los más negros presentimientos. Su miedo no era infundado, ni mucho menos. Cada noche se le hacía interminable, no pegaba ojo y, como el condenado a muerte, sólo lograba conciliar el sueño, harto de castillaza, cuando la primera claridad denunciaba las rendijas de la contra. Vivía solo, a nadie podía confiar sus temores y de nadie podía esperar una ayuda. Muchas noches —insomne y embriagado por aquella mezcla de alcohol y miedo— se llegaba hasta el establo y atalajaba las mulas al carro, dispuesto a pegar fuego a la casa y abandonar aquella maldita tierra para siempre. Pero en el último instante abandonaba el intento para echarse a llorar sobre la paja. Más que cobarde era avaro y con la misma frecuencia con que le amedrentaba la amenaza que pesaba sobre él se decía que todo eran intrigas para deshacerse de él y arrebatarle sus propiedades.
Sabía, por noticias no dignas de todo crédito, que su sobrino estaba a punto de salir del penal de Santoña. No era, pues, la amenaza lo que le atemorizaba —pues la amenaza existía desde hacía años—, sino la libertad de quien había jurado cumplirla. Su sobrino, acusado de un delito de homicidio (con atenuantes) y condenado a una pena de diez años de reclusión mayor, a punto estaba de salir a la calle gracias a su buena conducta, a la amnistía del 16 de febrero y —según algún voceras— para evitar la reapertura del sumario y revisión del proceso que alguien se permitió impedir a cambio de la anticipada libertad del reo. Pero el mismo voceras aseguraba que el reo —con todo y su buena conducta— había hecho saber que no quedaría libre de su venganza —así le cayeran otros veinte años— quien, faltando a la verdad, al juramento y a la religión, con su falso testimonio, había dado con sus huesos en la cárcel, acusado de un delito que ni había cometido ni había podido cometer. Y que tardaría en tomarse su venganza lo que tardase en llegar a San Lobatón desde Santoña.
Se trataba de un sórdido crimen rural que en Región apenas recordaba nadie, que sólo se mantenía vivo en la memoria de la comarca de Juelves en virtud de las diligencias y rumores que en su día había provocado. Cuyo misterio, con el prendimiento por la Guardia Civil de un muchacho huérfano, había quedado poco menos que resuelto y a cuya definitiva sentencia, dictada por el juez de una lejana audiencia y no recurrida, nadie había prestado demasiada atención porque ni siquiera había revestido la importancia suficiente como para ser publicada en los papeles.
Un hombre que poseía bastantes tierras en los términos de Región, Sepulcro Beltrán y Juelves, soltero y emparentado con los García Menor, un hombre que no tenía familia y que se había señalado por su mala voluntad hacia su rico pariente a quien no perdonaba su encumbramiento y acusaba de deshonestidad en antiguas testamentarías, apareció un día muerto de un porrazo en la cabeza, detrás de la cerca de un camino que conducía a una de las granjas de La Tomiñera. Aquel hombre, que nunca había tenido necesidad de trabajar y consumía la mitad de sus rentas en tratos con mujerzuelas, a sus cincuenta años se había encaprichado con la hija de uno de sus vecinos del que le separaba una cerca de piedra, pero al que le unía su enemistad con García Menor. Era un pobre hombre —medio loco y cargado de hijos, todos varones menos la primogénita— que apenas podía alimentar a su familia con su parcela y arrastraba con su poderoso vecino un largo, reñido y a veces violento pleito por la posesión y el uso de las aguas de unos manantiales que nacían en las lindes. Un hombre que vio el cielo abierto con la posibilidad de casar a su hija y convertirla en heredera de unas tierras mucho más extensas que las que él y sus hijos pudieran trabajar.
Pero la hija, como acostumbra a ocurrir en los dramas rurales, tenía un novio al que había jurado ser suya y que, en rigor, se lo había tomado en serio; tan en serio como para reiteradamente amenazar de palabra al terrateniente con abrirle la cabeza si volvía a verle rondando la granja de su prometida y obsequiando a su padre para ganar su favor; un favor que, en verdad, tenía ganado de antemano sólo con la promesa de hacerla su esposa y que llevó al padre a prohibir las visitas del otro pretendiente y a predisponer contra él el ánimo de sus cuatro hijos, cuatro niños ávidos de peleas y palizas. El terrateniente, en efecto, apareció un día de invierno con la cabeza abierta como una granada madura por efecto de un golpe en la nuca que lo dejó seco, tendido boca arriba y sonriente.
A los dos días de levantado el atestado el juez dictó orden de busca y captura del prometido que, gracias a un soplo —con toda evidencia de la propia Daniela—, antes de que la Guardia Civil se personara en la casa de San Lobatón, donde vivía acogido a la caridad de sus tíos y trabajaba de sol a sol para pagar el camastro y la comida, se echó al monte en dirección a Mantua. Probablemente fue eso lo que le perdió, mucho más que las amenazas reiteradamente proferidas o de los inconsecuentes indicios de culpabilidad que el juez advirtió en su conducta antes, en y después del día de autos, pues por aquellas fechas —y en buena medida todavía en nuestros días— al monte, y sobre todo en dirección a Mantua, sólo se echaban los delincuentes, los extraviados de la razón, los marginados, los lunáticos y algún que otro aventurero irresponsable. Pero no se atrevió a adentrarse en Mantua, quizá porque no era tan arrebatado e insensato como luego se dio en suponer, y la Guardia Civil no tardó en dar con él en un aprisco abandonado, aterido de frío y muerto de hambre, empero confiado en su inocencia y convencido de que cualquier cosa era preferible a tratar de sobrevivir en aquel monte en el mes de febrero.
Todos los indicios de culpabilidad se basaron en un mango de azada con muestras de sangre, en la reiteración de amenazas de muerte proferidas en el marco de la rivalidad amorosa del difunto con el muchacho y en su incapacidad para dar cuenta de su conducta la tarde del día de autos; incluso su novia —de nombre Daniela, Daniela Gilvarey— hizo todo lo imposible para encubrirle, llegando a forjar una coartada que sólo sirvió para escandalizar al juez y obligar a su padre a intervenir cerca de él y en compañía de sus hijos, para desmontarla. Por un cúmulo de circunstancias todo se volvió contra él (el prometido) o contra ellos. Es posible que aquella tarde de amor fuera real, pero nunca sería verosímil para un juez no dado a contrastar los gestos de sacrificio con los hechos contundentes: una caseta para guardar los aperos de labranza, situada a poca distancia del lugar de autos, muy poco apropiada para una tarde de amor y donde por si fuera poco en el primer registro fue hallado el funesto mango. En cierto modo Daniela resultó tan condenada como su amante a causa de una confesión que si no lograba abrirse paso como coartada le conducía a una suerte pareja; si no la cárcel, al menos la extradición. Había despertado cierta notoriedad, más de uno repararía en su porte y en su gesto desafiante, pero tras haber perdido el mejor partido al que su familia pudiera aspirar, su padre —un bobo— se negaría a recibirla y mantenerla como mujer deshonrada, sin posible salida ya en el mercado de los matrimonios vecinales. Así que tenía que irse de casa pues, además, con aquella planta, con tal descaro (pues ni su padre ni sus violentos y deslenguados hermanos podían llamar de manera más suave el gesto de la naturaleza apasionada dispuesta a sacrificar su buen nombre de por vida) no le sería difícil encontrar —siempre que fuera lejos de Juelves— un hombre dispuesto a pagar, cada noche o de una vez para siempre, por llevarla a su cama.
El muchacho había declarado que el día de autos se hallaba fuera de su casa para llevar a cabo ciertos trabajos que su tío le encomendaba o agenciaba para ganarse unas perras, muy de vez en cuando; que había abreviado lo más posible para reunirse cuanto antes con su novia, en la caseta de las herramientas, pues sus encuentros eran cada día más difíciles; que allí había permanecido, en su compañía, las horas anteriores y posteriores al crimen y que nada había advertido ni nada sabía de aquel mango que no era suyo. Pero el sumario quedó prácticamente cerrado y listo para ser remitido a la Audiencia en cuanto Eduardo Vázquez —su tío político, marido de una hermana de su difunto padre—, casado y sin hijos, vecino de San Lobatón, pedanía de Sepulcro Beltrán, declaró que en modo alguno había encargado a su sobrino un trabajo fuera de la casa, pues bastante tenía dentro de ella, sobre todo en aquellos días y precisamente el de autos, extrañado de su ausencia, le había estado buscando por los alrededores sin lograr dar con él hasta bien entrada la noche en que llegó desabrido y un tanto fuera de sí, sin avenirse a entrar en razones.
Un abogado de oficio aconsejó al muchacho que confesara que se había producido un encuentro y una riña, que en el curso de ella se habían calentado los ánimos y que en un arrebato le había propinado un palo a su rival; con todo lo cual él (el abogado) podría aducir unas cuantas circunstancias atenuantes —la necesidad, la legítima defensa (pues el palo lo portaba la víctima hasta serle arrebatado), la provocación por estímulos tan poderosos que dieron lugar al arrebato, la posterior obcecación— que redujeran la pena a una breve y pasajera estancia en la cárcel. Le cayeron diez años. A los pocos meses de trasladado el joven a la prisión de Macerta —en espera de la celebración del juicio— la mujer de Eduardo Vázquez (el hombre que en verdad selló su suerte, que como huérfano le había acogido en su casa para, con el pretexto de la caridad, contar con dos brazos que le dieran de comer) era encontrada muerta en su casa, colgada de una viga de la cocina y con ciertas muestras de violencia en la cara —arañazos y erosiones— que para el mismo juez que dictó la suerte de su sobrino de carne, constituyeron pruebas irrefutables de un súbito ataque de locura, no infrecuente entre los campesinos, pastores y leñadores de aquellos montes. Antes de eso, a los pocos días del traslado, su prometida —una mujer de temperamento, incapaz de vivir bajo el mismo techo que un padre y unos hermanos que, lejos de secundarla y con el pretexto de la defensa del buen nombre del apellido —Gilvarey—, habían formado parte de la colusión contra la pareja— abandonaba su hogar (dejado en manos masculinas e insensatas) para buscar trabajo como sirvienta en cualquier casa de Región que pasara por alto el desdoro que había echado sobre sí misma. Y si no en Región, en Macerta; y si tampoco en Macerta, en León, Palencia o Zamora.
Sin embargo, hubo ya entonces un individuo que empezó a barajar la hipótesis de la inocencia del muchacho. Era Cristino Mazón, estudiante de derecho y con aficiones penalistas, que en sus frecuentes viajes y estancias en Región se interesaba por casos como aquél y gracias a su incipiente amistad con los funcionarios de la Administración empezaba a tener acceso a los juzgados, las notarías y los registros. Así supo que las tierras del difunto habían pasado a propiedad de su vecino y pariente lejano —Atanasio García Menor, el más poderoso de los Atanasios—, con quien la víctima, fallecida sin hacer testamento, nunca había guardado especiales relaciones de amistad. Posteriormente vino a tener noticia —nada secreta, por otra parte— de la vida desordenada y ostentosa que al poco de su viudez dio en llevar Eduardo Vázquez, que a causa de su soledad cerró la casa de San Lobatón para refugiarse en los peores andurriales de Bocentellas y Burgo Mediano. A partir de ahí poco había de necesitar (sin salir por el momento del terreno de las especulaciones) para concluir que la declaración de Eduardo Vázquez al instructor del sumario era el producto de una compra por parte de quien había preparado o cometido el crimen y llegó a suponer que la ausencia del muchacho de su casa —que nunca quedó explicada— obedecía a un plan premeditado entre su tío y el beneficiario en último término del porrazo de La Tomiñera. Muy posiblemente en un principio Cristino Mazón se dejó llevar por sus aficiones al misterio y el complot y no midió el alcance de sus palabras; pero si se condujo con ligereza en una sobremesa del Casino pronto el hombre avisado y competente (que en pocos años demostraría adónde podía llegar) comprendió el peligro que suponía la tenencia de semejante arma. Y sin duda rectificó o, por lo menos, detuvo el crecimiento de la conjetura. Pero comoquiera que fuera Eduardo Vázquez —sin duda por culpa de su imprudencia y de sus malos pasos en lugares de mala nota, donde, por poco tiempo, dio en gastar un dinero que nadie sabía de dónde le podía venir— se vio de la noche a la mañana embutido en el sambenito de la maldición, rehuido de amigos y conocidos, y señalado por el destino para un final trágico. Del que por el momento le liberó una mano más previsora que caritativa —y quién sabe si movida por Cristino Mazón— que lo sacó de un tugurio, le despejó una borrachera, lo vistió, le entregó un paquete de monedas, lo subió a un carro tirado por dos relucientes mulas y lo despachó para la vieja casa de San Lobatón, con la promesa (obtenida sin duda bajo amenazas) de salir de ella lo menos posible, no dejarse ver por los tugurios de la vega y no irse de palabras. Vuelto a su casa y desacostumbrado al trabajo, malvivió en ella —gracias a alguna ayuda que le llegaba sin puntualidad— por espacio de algunos años, pero cuando llegó a sus oídos (quién sabe si vertida por un piadoso informante que bien la pudo recibir de Cristino Mazón, el hombre más informado de Región en aquella clase de asuntos) la noticia de que su sobrino —por las razones antedichas— estaba a punto de abandonar el penal antes de cumplir la sentencia, ya no pudo conocer el descanso ni conocer otro sueño que el inspirado por el alcohol. Un primer impulso a pedir ayuda a quien, según él, estaba obligado a darla debió quedar abortado o replicado por una advertencia lo bastante seria como para coartar el más tímido intento de coacción; y cuando comprendió que nada le cabía esperar, se encerró en su casa, con las trancas echadas y la escopeta cargada siempre al alcance de la mano, en espera de que la venta del carro le permitiese escapar para siempre de aquel funesto lugar.