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Un día de finales de octubre o mediados de noviembre corrió la voz de que al fin Eugenio Mazón había regresado a su hogar. A pesar de que gracias a la campaña de propaganda llevada a cabo por Ventura León contaba en toda la comarca con un considerable número de incondicionales partidarios, ansiosos de verle y estrechar su mano, pasó bastante tiempo antes de que alguien pudiera presumir de haberlo conseguido. Al igual que en su primera venida, apenas vio a su madre y cambió tan sólo unas palabras con su hermano Cristino; sólo lo necesario para organizar su acomodo a conveniencia de los tres. Fiel a las costumbres adquiridas durante su primer matrimonio, Laura Albanesi a principios de octubre se trasladaba, tras el verano, a la casa de la plaza de la Colegiata, dejando la de la vega cerrada y encomendada al cuidado de unos guardas pues, como muchas personas adineradas que se pueden permitir toda clase de caprichos, era muy mirada para los gastos de calefacción.
Eugenio decidió —porque le pareció la mejor solución para no aumentar la desavenencia entre su madre y su hermano y porque tal como estaban las cosas lo consideró el campo más neutral, que no le obligaba a tomar partido por una o por otro— permanecer todo el otoño y el invierno en Región y acomodarse en la casa de la vega donde sólo de tarde en tarde sería importunado por las visitas familiares. Era una casa grandona y poco confortable en cuyo mantenimiento Laura no se había esmerado —porque nunca le tuvo apego—, amueblada con todos los desechos de sus otras propiedades. Allí Eugenio, con unos pocos traslados y las pequeñas adquisiciones que le permitieron los restos de su bolsa, instaló un gimnasio y un cuarto de duchas, el primero que se introdujo en el país —y que había de causar una cierta sensación—. Para ello tuvo que escribir a unos amigos de Bélgica por cuya mediación le fueron enviados desde Inglaterra unos equipos sanitarios para cuya instalación le pusieron en contacto con un técnico en fontanería —el señor Erskine, de la casa Adamant que ya había recorrido aquellas tierras y trabado conocimiento, en el hall del Cuatro Naciones, con Ventura León, un hombre que podía saltar la barrera del idioma para llevar adelante la conversación. Laura Albanesi corrió con los gastos de aquella instalación, segura de que era una manera —si no la mejor— de acallar las posibles demandas patrimoniales de su primogénito y de ganarle para su bando en su litigio con su segundo. Entre otras cosas, la obra obligó al señor Erskine a permanecer durante un mes en el Cuatro Naciones —que aprovechó para hacer la propaganda de los aparatos Adamant—, donde sin duda puso a Ventura León al corriente de lo que estaba ocurriendo en la casa de la vega. No podía por entonces sospechar que el enclaustramiento de Eugenio obedecía a su deseo de prepararse físicamente para el combate que, tras su victoria de Pamplona, había quedado concertado con su rival, vencido pero no humillado y decidido a cobrarse la revancha en la próxima primavera y en unas condiciones que a lo largo del invierno habían de determinar los apoderados de ambos. Demasiado bien sabía Eugenio que la victoria de Pamplona se debía en buena medida a la sorpresa, al desconocimiento de la técnica de su rival con que Ochoa había saltado al cuadrilátero —en contraste con la secreta familiaridad que desde el anonimato y la distancia Mazón había adquirido con la manera de combatir de Ochoa, facilitada en buena medida por la popularidad del navarro y las noticias que acerca de él habían propagado los reporteros especializados—, como para despreciar la anulación de tal factor con vistas a su próximo encuentro que, de acuerdo con las reglas, habría de celebrarse en el punto elegido por el vencedor de Pamplona.
Antes de su segunda vuelta a Región había decidido Eugenio que no volvería a su fábrica de Charleroi, donde solamente podía contar con recursos y tiempo limitados para dedicarse a su preparación, y que un mínimo de respeto hacia su adversario —un profesional que había encajado su derrota con una deportividad que dejaba fuera de duda su honradez y que, por lo mucho que le iba en ello, concedía al desquite la máxima importancia— le exigía una plena dedicación al próximo combate. Pero nadie podía saber, por entonces, lo que Eugenio preparaba en la casa de la vega y no porque quisiera rodearlo de un aura de misterio, sino porque, como mucho, tan sólo lo había confiado al señor Erskine, quien por un lado sería incapaz de traducirlo a cualquier parroquiano del Cuatro Naciones y por otro —siendo también aficionado al deporte, aunque lo suyo eran los caballos— no podría nunca comprender que una conducta tan sencilla aportaba una nueva dimensión a la vida regionata y quién sabe si a la española. Pues de haberlo sabido y transmitido a Ventura León —su compañero de asiento más habitual en el hall— éste no habría vacilado ni en presentarse en la casa de la vega, para ofrecer sus servicios, ni en subir sin tardanza a San Lobatón para llevarse el carro, cosa que de haber hecho aquel otoño habría cambiado la presente historia. Y, por añadidura, el señor Erskine había conseguido ya un contrato para la instalación de modernos lavabos e inodoros en el Cuatro Naciones, decidido a remozarse para las fiestas de la próxima primavera y convertirse en el mejor hotel de la provincia; un contrato que le daba pie a pensar en la conquista de un extenso mercado —era la época del redescubrimiento de la riqueza minera de la cuenca, de la pureza y abundancia de la leche del valle, de las virtudes curativas de tantos manantiales y hasta de los caballos de Mantua— y no le dejaba tiempo que dedicar a las minutas querellas familiares de una pequeña ciudad extranjera.
Muy posiblemente entre las ideas modernas que había adquirido Eugenio Mazón durante su permanencia en el extranjero, la concepción del deporte como una actividad plena del individuo —y no como una mera expansión para sus ratos de ocio— y la consiguiente acta de nacimiento del sportman, no necesariamente un hombre rico, pero sí con la holgura de medios como para costearse los gastos de una profesión todavía no valorada por el público, no ocuparían un lugar secundario. Por si fuera poco no podría olvidar que en aquellos países del Norte donde se había formado un sportman que ganara el favor del público —como era su caso tras el combate de Pamplona— se convertía de manera automática en servidor suyo, mediante un tácito contrato suscrito entre ambos y según el cual ambos se comprometían a darse mutua satisfacción en el cuadro de una recíproca fidelidad. ¿Y de qué otra fidelidad —se preguntaría Mazón, un pionero en España en estas materias— podía hacer gala un luchador —siempre obligado a buscar y a deshacerse de contendientes— sino hacia la propia lucha a la que un campeón no debería nunca engañar con una ocupación diaria en todo ajena a ella y aunque sólo fuera para corresponder a la devoción y puntualidad de un público que una vez que ha elegido su héroe no está así como así dispuesto a cambiarlo por otro cualquiera?
Cuando se supo en Región, a través de las defectuosas informaciones de Erskine y las confidencias ancilares, que Eugenio se disponía a permanecer en la casa de la vega durante todo el invierno para prepararse para el combate que había de tener lugar en la próxima primavera y cuando, por los mismos u otros conductos, también se llegó a saber que dependía de su voluntad que el combate se celebrara en Región —si así tenía a bien decidirlo— el entusiasmo que había sabido despertar por su figura Ventura León poco menos que se había de transformar en idolatría, tanto más firme y creciente cuanto más reservada era la vida del héroe y más enigmáticos y desconocidos su figura, sus costumbres y sus movimientos. Los que se habían deleitado con el relato de Ventura León empezaron a comprender que aquello no era nada en comparación con lo que podían tener —el propio espectáculo— y no faltó quien realizó un viaje furtivo a alguna capital, a presenciar la lucha o a visitar de hurtadillas (como si de un lugar prohibido y pecaminoso se tratara) un taller de gimnasia, o se suscribió a un almanaque o recibió clases por correspondencia a fin de llegar convenientemente preparado (y no como un pardillo o un patán) a su cita con la historia. Pero la fuente que más cerca tenían era Mazón, encerrado en la casa de la vega. Atrás quedaban —como si no fueran con él— los odios que había suscitado su madre a lo largo de una época de abusos o los recelos que había despertado su hermano con sus sibilinos intentos de alzarse con cualquier patrimonio —y no sólo el familiar— y escalar las cumbres locales del poder. Y a un tercer plano, en trastiendas, lechos adúlteros, garitos y reservados de mala reputación, quedaría relegado Chavico, lo bastante astuto como para comprender que ante la emersión de su hijastro —al que apenas conocía— como figura pública, lo mejor que podía hacer era abstenerse de jugar con su nombre y su parentesco, hasta el extremo de no secundar las maniobras de su mujer para atraerse al héroe a su bando, seguro como estaba por aquel entonces de que la paternidad de la pequeña Lucía le había de permitir pescar una pieza muy gorda en río tan revuelto. Y quién sabe si esa actitud de Chavico —el hombre de quien nadie tomaría ejemplo para cualquier clase de conducta o política, incluso la de alzarse con el santo y la limosna— no influyó en buena medida en su esposa y en su otro hijastro, quienes, un tanto intimidados por la recia independencia que Eugenio demostraba en su retiro de la vega, no se atrevieron a importunarle con sus respectivas demandas, sin duda por miedo a una reacción imprevista que produjera su inclinación hacia el otro bando, con consecuencias tal vez definitivas.
Sin embargo —se preguntarían ambos—, ¿en qué podía influir la popularidad de Eugenio a la hora del reparto de bienes de la fortuna de los Mazón? Un hombre público, ¿no era en cierto modo un hombre neutro puertas adentro? ¿No miraría antes que nada por la intangibilidad de su figura? Quizás el primero en ponerlo en tela de juicio fue Cristino y el primero también en desdeñar la ayuda de Eugenio —a quien, por otra parte, tenía sujeto por un documento ante notario, bastanteado para las presentes circunstancias— y por la que tanto había suspirado cuando residía en el extranjero.
Aquel invierno la vida de Cristino tomó un nuevo rumbo, gracias al cual pudo mitigar en buena medida su obsesión por recibir la herencia de su padre. Antes de que concluyera el año quedaron formalizadas mediante un compromiso matrimonial sus relaciones con acaso la más rica heredera de la comarca, Soledad García Menor, hija del más poderoso de los Atanasios, señor a la antigua usanza a pesar de su pobre prosapia, propietario de casi todas las tierras comprendidas entre Juelves y Cafarnú, las más cosecheras de los cinco términos del valle bajo. Soledad era mujer poco agraciada y nada sobrada de luces; una de esas muchachas para las que encontrar marido —a pesar de su fortuna— puede llegar a ser difícil, entre otras cosas por considerar que ninguno de los candidatos conocidos pertenece a su clase; una de esas criaturas que a los catorce años despiertan en su padre tal miedo de especie al cazador de dotes que en cada suspiro y desmayo suyos cree ver la mano de la Providencia, al tocar con su dedo esa frente inocente para inculcarle la vocación religiosa; y que consumirá dos años recorriendo conventos y hablando con superioras que, bondadosamente, tuercen la cabeza ante su demanda, y que teniendo que renunciar al momento de hundir sus lágrimas en su amplio pañuelo para no verla de bruces en el suelo de granito de la capilla, en cuya bóveda resuena el chasquido de las tijeras, la cede un día en matrimonio a Cristino Mazón, pensando que después de todo no ha salido tan mal como pensaba. Porque el físico de Soledad García Menor era lo de menos; bastante le importaba a Cristino Mazón el físico de Soledad, y a su padre menos. Lo importante eran los hombres y Soledad el mejor vínculo para unirlos.
Sabía muy bien Menor con quien casaba a su hija; no era tan sólo un buen partido que tarde o temprano terminaría por recoger buena parte de la fortuna de los Mazón, y al que sólo por eso bien se le podía conceder el crédito que necesitara para que su esposa viviese como merecía; era en segundo lugar un abogado competente —no había ningún otro en todo el valle— que le podía suministrar una excelente protección jurídica en sus transacciones dominicales, no todas muy claras; se decía que tenía vista para los negocios —y la compra de los terrenos de la vega así lo demostró— y, por último, parece ser (y aunque nunca hiciese la menor ostentación de ello, como buen profesional del sigilo) sabía ciertas cosas cuyo conocimiento debía incorporarse al patrimonio familiar. Y en cuanto a sus ambiciones, que eran muchas, allí estaba él —un hombre joven, con una salud de roble— para determinar hasta dónde podían llegar.
La boda se celebró con la llegada de la primavera y fue uno de los grandes acontecimientos de la vida regionata, tan escuálida, preámbulo de la brillante y efímera edad de oro que se habría de iniciar con la restauración alfonsina. Fue, según se dijo y escribió entonces, la más nutrida y brillante fiesta que se diera nunca en el Cuatro Naciones, tan orgulloso de ser el escenario del acontecimiento que no vaciló en remozar fachada e interior y decorar sus salones para la ocasión hasta ponerse a la altura de los más selectos hoteles europeos, necesidad que reiteradamente había predicado Ventura León, quejoso de que una ciudad como Región no contase más que con un fondaco de tercera categoría. Era en cierto modo la venganza —justa y valiente— que Región se tomaba sobre Macerta, donde para aquellas fechas se estaba construyendo la fonda del ferrocarril y con el que, gracias a la alcaldada de un político local, había entrado por la puerta grande en la senda del progreso. Ciertos hombres influyentes de Región no se habían de conformar con un trato tan desigual, con un gesto tan arbitrario como antisocial, y decidieron por iniciativa propia tomar sobre sí la obligación que Madrid no había sabido o querido cumplir: poner a su ciudad a la altura de los tiempos, con o sin ferrocarril, gracias a un espíritu regeneracionista heredero del afán impulsor del ilustrado don Gonzalo Álvarez de Buelnes, el hombre que a finales del XVIII había dotado al valle y sus municipios de caminos, casas de postas, fuentes y alhóndigas. De entonces datan el nuevo hotel Cuatro Naciones, el mercado de fundición traído en piezas de Francia, el teatro Carrión y los Jardines de la Vecina, junto al río, entre el puente y el palacio de Paya, con un templete para la música más que decoroso. Que tiempo después se complementarían con el adoquinado y alcantarillado, la verja de los jardines del Castillo y todo un barrio pequeño, pero asaz moderno, a ambos lados de la calle del Císter, una calle que nada tendrá que envidiar a la de cualquier capital; iniciativas que se continuarán con la construcción del hotel-balneario de Cártago, los hornos y las instalaciones de la cuenca minera, las fábricas de luz, los molinos e industrias de la vega y las primeras explanaciones y túneles del frustráneo ferrocarril de Cabezas, delirio de un valle incapaz de calmar sus apetitos.
Alguien llegó a afirmar que la edad contemporánea se inició en Región con aquella boda celebrada en la Colegiata y festejada en un rutilante Cuatro Naciones donde la buena sociedad regionata lo estrena todo o casi todo: desde los estucos y las escocías hasta las alfombras y los parquets; los espejos, los candelabros, la porcelana, los sanitarios Adamant, las aspidistras, el salmis de perdiz y el vol-au-vent, los cubiertos de plata, el vino de marca, las pecheras, los escotes y hasta la música. Doscientos invitados en torno a dos familias muy diferentes que con su unión, sepultando las rencillas del pasado, van a crear un nuevo tono y un nuevo poder en la comarca: una unida, dilatada y no salida todavía de los usos y costumbres del paisanaje, cuya parentela se extiende hasta los más alejados caseríos y cubre desde un carpintero de carros o un zapatero hasta un millonario —niños y abuelos tan alejados del lujo como para no prestar atención a él—, que observa con admiración y temor a los componentes de la otra: una docena de personas —entre familiares y allegados— que gozan de todos los atributos de lo desconocido y envidiado: la mentalidad moderna, el cosmopolitismo, los conflictos conyugales, las lenguas extranjeras, los estudios y las carreras superiores y —por encima de todo— la presencia en un rincón del vencedor del combate de Pamplona, embutido en una levita un poco corta, tocado con un plastrón verdoso descuidadamente anudado al cuello de una camisa de escarolados bordes con los botones a punto de saltar, y que no sabiendo moverse en aquel medio es de inmediato rodeado por oleadas de niños (sus madres no tardan en acudir para con el pretexto de tomarlos de la mano y retirarlos para que no sigan molestando, cambiar una sonrisa o una frase con el héroe) tras los que se refugia para evitar la conversación de los mayores; y que en lo mejor del baile, tras haber desoído unas cuantas insinuaciones alegando que no sabe mover los pies, desaparece —a la francesa— no sin dejar a unos cuantos jóvenes de ambos sexos admirados de su físico e impacientes por conocer la fecha y el lugar concertados para el combate de vuelta.
Un poco antes del acontecimiento se había producido la visita de Ventura León a la casa de la vega, para darse de nuevo a conocer, interesarse por la salud y preparación de su inquilino y recabar del sportman algunos detalles de su existencia que le resultaban imprescindibles para mantener sus pretensiones cerca de su clientela. En Región —y ante la perspectiva de que allí se celebrara el próximo combate— ya había pasado la avidez por su relato, pero en otros muchos puntos aún seguía haciendo estragos y agotados sus recursos o arrastrado al terreno de la pura fantasía necesitaba tanto un acopio de datos reales cuanto un trato directo con su héroe para evitar una situación o un encuentro desairado. Había acertado —gracias a Erskine— a ser invitado a la boda, acontecimiento que no podía perder si no quería ver seriamente dañado su crédito, y no podía asistir a ella sin tener previamente una larga conversación con el hermano del novio. Por eso fue a visitarle y por eso en cuanto el sportman abandonó el baile muchas conversaciones —provocadas por Ventura León— giraron en torno a la futura sociedad gimnástica y transformaron el salón del Cuatro Naciones, durante las últimas horas de la fiesta, en una bolsa de contratación.
Cuando por diversos conductos Ventura León llegó a saber la fecha de la boda debió vivir horas de verdadera congoja, resuelto a ser invitado a ella y todavía no decidido a llamar a la puerta de la casa de la vega, empero escondido en su pecho el temor a que alguien se le pudiera adelantar y trabara con aquel hombre un trato que echara por tierra su crédito y su negocio. Por lo poco que había visto y oído acerca de él, había deducido que se trataba de un hombre un tanto huraño, con una sola pasión, que bien podía despachar con un bufido al desconocido que intentara —aunque fuera por unos minutos violar su retiro y su intimidad. Si así se producía podía dar por perdidas sus pretensiones y decir adiós al mercado de la Región, así como al carro, a menos que supiera encontrar otro punto de apoyo tan firme como el que le había proporcionado, durante meses, el relato del combate de Pamplona. Pero la situación era irreversible —sobre todo con el combate de revancha a la vista— y el destino no acostumbra a regalar una segunda oportunidad. Así que, ante la fecha fija concertada para la boda y puestas todas las posibilidades sobre los platos de la balanza, Ventura León —por intermedio de Erskine, un agente neutro— se decidió un día a visitar al héroe, no sin haber vendido previamente toda su mercancía a fin de quedar ligero de equipaje si tenía que salir encopetado del lugar.
El luchador le recibió y atendió con suma educación, no sin expresar la sorpresa que le causaba su visita, completamente ajeno a la popularidad local que aquel hombre le había proporcionado. Temiendo en todo momento provocar su enojo, Ventura León se mostró muy precavido y en modo alguno hizo mención a la campaña que había desarrollado, atribuyendo el buen nombre que en la comarca había adquirido su interlocutor a las numerosas noticias que habían llegado de su hazaña, lo que al otro dejó aún más perplejo. A título de demostración, Ventura León le invitó a introducirle en un círculo de amigos que estaba muy deseoso de ser honrado con su amistad y, a ser posible, con su asistencia a sus reuniones, lo que el otro despachó con un vago gesto de la mano y una huida de la mirada, como para indicar que no era el momento de abandonar sus hábitos para llevar una vida socialmente más intensa. Entonces se habló de su entrenamiento, del próximo combate; tan sólo de pasada habló de dificultades que nada tenían que ver con su preparación física, pero a la curiosidad de Ventura León, muy interesado en conocer tales dificultades para ofrecerle sus servicios de manera incondicional (y la palabra apoderado, pronunciada una vez, le sumió en un abismo de futuriciones), respondió con vaguedad, como si estuviera en otra parte, con la cabeza ocupada en otras cogitaciones que en modo alguno llegó a mencionar. Cabe conjeturar —no es difícil hacerlo cuando se escribe una historia muchos años después de ocurrida y se carece de los enojosos datos que pueden desmentir las hipótesis que buscan las determinantes de la conducta— que en su mesa de trabajo tenía la carta del señor Cathelinau, recibida por aquellas fechas. Sin dar muestras de impaciencia ni intercalar de cuando en cuando ese gesto —una mirada al reloj o a la ventana, una suspensión voluntaria de la palabra para que la próxima frase sea forzada— con el que se viene a insinuar que el plazo ha concluido, no dejó Mazón de impresionar a su visitante por el poco interés que demostró por todas sus ofertas, su oficiosidad y su entera disposición a cuanto tuviera a bien ordenarle o sugerirle.
Ya en la despedida y ambos de pie —y como una cuestión de paso— preguntó Mazón a su visitante si, dado que parecía conocer tan de cerca a la sociedad regionata, creía que sería posible la creación de un gimnasio donde la juventud, mediante una cuota muy razonable, pudiera recibir una adecuada y moderna educación física, en casi todos los campos, y practicar cierta clase de deportes, tanto a cielo abierto como a cubierto, tal como ya se hacía en los países avanzados. Para Ventura León, el hombre que sabía sacar dinero de debajo de las piedras y suspiraba por un trabajo que estuviera a la altura de sus facultades, aquella tímida insinuación fue como un rayo de luz, el relámpago insonoro que en un instante venía a iluminar toda la inmensidad de la noche regionata. No preguntó nada, inhabilitado por la sugestión a dar salida a todo el cúmulo de cuestiones que en tropel se precipitaron en su mente. De buena gana habría prolongado la entrevista, sin más que insinuar al luchador que la cuestión revestía la importancia suficiente como para volver a la sala —si así se podía llamar— a fin de discutirla con toda amplitud; para aceptarla sin más y comenzar, aquella misma tarde, a perfilar los pormenores del proyecto. Ya lo veía poco menos que en marcha: el Gimnasio Mazón, bajo la dirección del héroe de Pamplona consagrado en cuerpo y alma a la educación física de una juventud ávida de emularle y superarle, introductora en España de los deportes más nobles y saludables, y bajo la celosa mirada de un agente y jefe administrativo, irreemplazable en su puesto: Ventura León. En un instante todas las partículas en suspensión de su compleja personalidad trashumante —su oratoria, su rigor contable, su arte para vender cualquier mercancía, su futuro carro (muy apropiado para el transporte de atletas), su talento para vender por tres lo que costaba uno, incluso el sofocado anhelo por un despacho y un hogar, inimaginables para un comerciante de la legua— se polarizarían hacia aquella magna idea que, además de redimirle del carácter un tanto gitano de su actual medio de vida y proporcionar al héroe el adecuado marco para la perpetuación generacional de su gloria, podía constituir un honorable y sabroso medio de subsistencia y una manera de enaltecer y engrandecer a la patria. Pues por encima de todo, Ventura León se consideraba un patriota a su manera (y que no le vinieran con preguntas), que no gustaba de alardear de un sentimiento cuanto más serio más callado.
Pero el otro parecía tener sus ideas puestas en otra parte (acaso en la carta del señor Cathelinau, abierta sobre el escritorio) y ni siquiera se molestó en ponderar el efecto de sus palabras sobre su interlocutor; ni le incitó a discutirlas con más tiempo ni, por supuesto, le invitó a volver a la sala para prolongar la entrevista, atento a esos imperceptibles guiños del éter (siempre frustráneo) que ha de enviar una confirmación acerca de un asunto baladí a quien por otro conducto o por otra jerarquía ha sido designado para una elevada misión que se permite desdeñar en tanto no llega la solución (no es raro ni infrecuente que una mujer se esconda tras ella) a sus problemas de boudoir.
A regañadientes fue empujado Ventura León a dar por terminada la entrevista —que a su gusto habría prolongado para entrar en pormenores acerca del futuro gimnasio— y abandonar la casa; en su impaciencia aquella misma noche —sin hacer la menor mención a la visita que había realizado— comenzó a sondear la opinión de sus amigos y conocidos de la tertulia del Cuatro Naciones respecto a un posible negocio, cuya naturaleza por el momento no podía revelar porque así lo exigía la discreción de su inspirador, «un amigo de toda solvencia, admirado por todos ustedes», una frase reveladora para el buen entendedor y que no comprometía a nadie. «Un negocio que dejará atrás al Cuatro Naciones y a cualquier otra industria, se lo puedo asegurar».
Durante aquella primavera, durante el verano y otoño siguientes (y sin amilanarse por la segunda desaparición de Mazón, tal era su entusiasmo y la confianza puesta en él) Ventura León trabajó intensamente en el proyecto, hizo numerosas visitas a la casa de la vega y sin poder presumir de un trato íntimo con el luchador, se hizo el intérprete de sus ideas. Consiguió —pese a sus pocas palabras— hacerse cargo de las necesidades del gimnasio y en cuanto pudo airear la idea logró reunir las suficientes promesas de colaboración, por parte de la familia, los contertulios, los madereros y mineros, algunos ganaderos y terratenientes, como para poder ofrecer a Eugenio Mazón, el día de la boda de su hermano, la posibilidad de poner en marcha la constitución de la sociedad, reunir un primer capital e iniciar las obras del gimnasio en cuanto otorgara su visto bueno. A tal efecto incluso había seleccionado el local: una abandonada almazara del otro lado del río y no muy lejos del puente de Aragón, con volumen más que suficiente para las instalaciones interiores y un terreno que en su día, cuando se alcanzase la prosperidad implícita en todo proyecto industrial obligado siempre a crecer, sería ocupado por las canchas deportivas y las pistas de equitación. No estuvo mal elegido: vecino a las huertas y solares que tiempo atrás adquirieron en comandita García Menor y Cristino Mazón, Laura Albanesi no dudó un instante en adquirirlo, bien para aportarlo —al valor que ella determinase— como su participación en la futura sociedad, bien para —si fracasaba el proyecto— no quedarse atrás en la revalorización y especulación de que habían de ser objeto aquellos predios.
Corría la primavera saboyarda y hasta aquel apartado valle habían llegado las noticias de toda índole sobre los trastornos políticos, sociales y dinásticos que sacudían la España de aquel momento. Aun cuando aquel siglo, tras las contagiosas convulsiones de la revolución de Francia, por primera vez en la historia había sacado la política a la calle, inaugurando así una época de indeterminismo político y poder público, todavía la participación del pueblo en los asuntos de la nación era poco más que verbal, relegada a unas camarillas y, cuando más, a unos adolescentes partidos políticos cuyos miembros se contaban por centenares en las capitales y por individuos en las villas aisladas. Desde aquel 28 de septiembre en que tras la victoria de Serrano sobre Novaliches en el puente sobre el Guadalquivir hasta la cabeza del Estado había de verse arrastrada por la marea política, la cuestión del «Estado futuro» nunca habría de dejar de estar presente —con una vehemencia desconocida desde la invención del café— en las tertulias del Casino y del hall del Cuatro Naciones, transformados de cuatro a siete de la tarde en dos centros adversarios —si no tan ternes y doctrinarios, sí tan adversarios como la Gironda y el Jacobino— que adoptarían como suyas todas las mutaciones en la ideología y el liderazgo político a fin de mantener encendida su rivalidad; y así al tiempo que el primero pasaba de isabelino a montpensiero, esparterista y hasta algo carlista en aquel fogoso julio de 1869, el hotel adoptaría la línea de Serrano y Prim que había de conducir a la discreta obediencia a la figura de don Amadeo y a un bullicioso pero corto de alas entusiasmo por el triunfo de la República.
Muy posiblemente Eugenio Mazón había, en la Pamplona posterior al combate, entrado en contacto íntimo y constante con un ambiente del todo inédito para él, exaltado y patriótico, que acertó a introducir en su cabeza unas ideas que no sabría contrastar o cotejar con cualesquiera otras, pues no en vano durante los años de su formación había permanecido en todo ajeno a las cuestiones políticas de su tierra.
Durante toda la primavera había estado don Carlos correteando por la frontera pirenaica, sin osar cruzarla, lanzando desde aquí y desde allí manifiestos y soflamas y cursando instrucciones a través de las juntas vasco-navarras para levantar a su pueblo en armas, y aun cuando en ningún momento fuera capaz de cumplir sus promesas respecto a los fondos y subsidios con que adquirirlas. En aquella fetal Guerra Civil sus sucesivos descalabros financieros y parabélicos no habían de servir, ciertamente, para apaciguar los ánimos de sus partidarios, sino más bien para levantarlos y enardecerlos con vistas a la próxima ocasión, siempre más favorable que la anterior. No cabe duda de que, como secuela del combate y para la organización del siguiente, a lo largo de todo el invierno había estado Mazón en contacto corresponsal con sus amigos de Pamplona que, con palabras lisonjeras y altisonantes, debieron ganarle para la causa de don Carlos y poco menos que comprometerle a la formación de una bandería regionata en la seguridad de que su persona —pues no en balde también por los aledaños de la plaza del Castillo había cantado Ventura León las glorias de su ídolo— podría arrastrar cuando menos a la mitad de su pueblo.
Se había constituido ya la Sociedad Regionata de Gimnasia, había adquirido ya Laura Albanesi la almazara de la vega y autorizado la iniciación de las primeras labores de limpieza y acomodación del local, cuando en una de sus visitas a la quinta de la vega, Ventura León se vio desagradablemente sorprendido por la desaparición de Mazón. En un principio temió lo peor; las dificultades a las que vagamente se había referido cuando se mencionaba el combate de revancha podían haber cuajado en su celebración de nuevo en Pamplona, circunstancia a la que muy bien podía haber sido empujado Mazón, quien en el penúltimo momento no se atrevió a confesarlo a su gente, lanzada ya a la creación del gimnasio por el señuelo de aquel encuentro. Si así era podía dar Ventura León por perdidos todos sus sueños, pues ni sus conocidos ni el pueblo regionato, en general, le perdonarían nunca tal desaire del que, sin guisarlo ni comerlo, le harían responsable. En la casa de la vega no supieron decirle gran cosa, sino que de la noche a la mañana había decidido salir de viaje, sin decir hacia dónde ni por qué ni para qué, ni si tenía pensado o advertido que volvería en tal o cual fecha, ni la más sumaria razón que permitiera a aquel hombre salir de su desconcierto y buscar una salida a situación tan desairada. Como primera medida no dijo nada a nadie —ni siquiera a Erskine que, ocupado con otras instalaciones y contratos, apenas bajaba a la vega—, protegido su secreto por la de todos conocida y respetada soledad del sportman; procuró dejarse ver lo menos posible y menudeó sus viajes comerciales a la provincia y, con sumo tacto para que nadie adivinara sus estrecheces, contemporizó con los albañiles de la almazara —a quienes pagó de su peculio— para que rebajaran el ritmo de la obra y se limitaran a terminar lo ya iniciado. En una palabra, una vez más apostó por su ídolo, convencido de que un perentorio compromiso le había obligado a salir de Región y que una vez saldado volvería a ocupar el lugar que él mismo se había buscado. Y como Ventura León era en el fondo un temperamento optimista se dijo que, a su vuelta, la prueba de confianza que había hecho durante su ausencia no pasaría inadvertida para el sportman quien, de una u otra forma, sabría retribuirle por ello.
No andaba desacertado Ventura León al pensar así pero en contrapartida —y «pour si les mouches», como había oído decir una vez a Laura Albanesi— no se decidió a adquirir el carro, que tenía previsto regalarse aquel mes, hasta tanto no volviera el tránsfuga. En efecto, Mazón, al recibo de una carta de un tal señor Cathelinau, miembro de la junta, redactada en términos muy elevados y dramáticos, decidió salir para Pamplona a finales de aquel abril, para unirse a sus amigos a punto de levantarse en armas en cuanto su joven y decidido soberano cruzase la frontera; allí debió llegar en los primeros días de mayo, con el tiempo justo para acompañar la expedición que debía saludar la primera entrada del pretendiente en el territorio español.
Tiempo después las gentes —sobre todo en el hall del Cuatro Naciones que por fidelidad a Serrano no tardaría en adoptar la línea alfonsina— se preguntarán por las razones que movieron a aquel hombre a iniciar tal aventura, impropia de un carácter liberal y progresista: el ardor, las deudas de amistad contraídas con los sportmen de Pamplona, la otra deuda contraída por dejación con su país y que ahora le regalaba la moneda con que saldarla, fueron los más frecuentes argumentos aireados en el hall para comprender y perdonar a aquel hombre con quien nadie deseaba estar a mal. Pero la absolución incondicional se obtuvo con el móvil que adujo Cristino Mazón que de vuelta de su viaje de novios, deslumbrante y pletórico, tuvo para con su hermano su primer y quizá único rasgo de generosidad; según él, con la presencia de Eugenio en Pamplona, sin acompañamiento, prescribía el tácito y enojoso compromiso de llevar consigo toda una partida regionata que otro hombre cualquiera, careciendo de toda clase de escrúpulos, se habría atrevido a formar. Así entendida, la aventura de aquel hombre cobraba ribetes de sacrificio, la inesperada pena que el destino impone a todo gesto fuera de lo común o el doble castigo —según Schelling— que el héroe ha de sufrir por distanciarse de sus semejantes. Al igual que de sus conjeturas acerca de la procedencia última del porrazo de La Tomiñera o de su moción para que su madre empleara como doncella a Daniela Gilvarey, Cristino Mazón andando el tiempo tendría numerosas ocasiones para arrepentirse de una generosidad poco previsora.
«El recibimiento que tuvo don Carlos en Vera pudo lisonjearle», dice el historiador: «repique de campanas, entusiastas aclamaciones, eran bastantes no sólo para dejar satisfecho a cualquier caudillo, sino para enloquecer a un joven que representaba por primera vez el papel de rey entre sus súbditos». No se quedó atrás el regionato en la marcha que, acompañando a su rey, emprendieron los navarros hacia el valle de Ulzama y en la mañana de aquel caluroso 5 de mayo se encontró formando parte de una avanzada de la columna de don Jerónimo García, en las afueras de Oroquieta, cuando se produjo el ataque de las fuerzas del general Moriones. Mazón apenas intervino en la batalla, pues sólo cuando comenzó la desbandada carlista pudo hacerse con una escopeta ripollesa, abandonada por un caído, más con vistas a su propia defensa que para hostigar al enemigo que lanzado en persecución de don Carlos hacia los Alduides dejó francas las salidas de Igoa por donde algunos dispersos grupos de voluntarios buscaron el camino de Leiza. En las siguientes tres semanas anduvo merodeando por la sierra y pasó a Guipúzcoa, por cuyas tierras, hasta el convenio de Amorebieta, marchó mucho y peleó un tanto, por lo general con escasa fortuna, siempre con el Aizgorri a su espalda. El desencanto que produjo el convenio entre sus amigos y compañeros debió influir no poco en su decisión de permanecer en aquellas tierras, pues los cuatro disparos de Oroquieta no bastaban —a su entender— para saldar la deuda de amistad, en espera del siempre inmediato acontecimiento que había de terminar con aquella insostenible situación. Pero con don Carlos de nuevo en Francia el acontecimiento se demoraba en el país vasco-navarro, por lo que, contagiado de la impaciencia de sus compañeros de armas, a punto estuvo de trasladarse a Cataluña, donde el levantamiento se prolongaba con mayor consistencia, con mejores pertrechos y mayor número de voluntarios y cartuchos. En Huesca, a las dos jornadas de viaje, volvió sobre sus pasos —sin abandonar su escopeta ripollesa decidido a esperar en Vizcaya la tan ansiada ruptura de la tregua. En las dos provincias debió trabajar como técnico —y a partir de la puesta de sol— en las fundiciones y fábricas de armas del Goyerri y en la cuenca del Oria a no dudar celebró buen número de combates clandestinos, organizados por sus amigos navarros, que pronto le habían de valer una cierta notoriedad entre aquellas gentes con tanta afición a las competiciones de fuerza y tan recelosas de cuanto les venía de fuera. También asistió a reuniones de índole muy diferente, pero también clandestina, y en las que a cuenta de la amistad o la camaradería fue pignorada su suerte para la inminente Guerra Civil que todos los días estaba a punto de estallar.
Por segunda vez había de volver a Región entrado el otoño, con el deseo —casi la necesidad— de pasar inadvertido y recluirse en su quinta para atender a su preparación física y olvidar la turbamulta de pasiones violentas que en aquel país se levantaban por los asuntos —para él— más nimios. No tenía nada de qué avergonzarse ni nada que justificar, pues nada había hecho, a su entender, para romper la paz de sus compatriotas. A ciertas imputaciones del hall —que tampoco alcanzarían sus oídos— sólo habría podido responder con una pregunta: ¿es que un caballero no se comporta así? No conocía la tierra ni sus gentes y en cierto modo se sentía cogido y algo amedrentado por un clima tan imprevisible como intempestivo. Y en cuanto al gimnasio y a sus compromisos regionatos —de cuyo alcance nunca tuvo una clara conciencia— poco menos que los había olvidado, tras medio año dedicado a actividades clandestinas.
Su incógnito apenas había de durar una semana; Ventura León se encargaría de despejarlo; y sus actividades durante aquel semestre serían conocidas por el hall en menos de dos, pues la conducta de sus amigos navarros —a los que ya empezaba a conocerle había convencido de que las estipulaciones del convenio de Amorebieta serían más duraderas que lo que ellos esperaban. Acogido, pues, a la amnistía, su aventura por tierras vasco-navarras, lejos de distanciarle de la afición regionata —y con excepción de unas pocas voces no conformes con su gesto—, le había adornado con un atributo más o con el mismo ya adquirido antes —el del guerrero que busca por honor el combate en tierras remotas, lejos de su gente y sin ayuda de nadie—, pero enaltecido por la dimensión trascendente que otorga la puesta en juego de la propia vida. Todavía el clima de su tierra era lo bastante rústico como para que las pasiones y facciones políticas no quedasen claramente perfiladas y su partida para combatir por un bando que no gozaba de simpatías, pero tampoco de una clara definición local, no ensombrecería para nada su leyenda.
Cuando Ventura León tras un verano (afortunadamente un verano) huidizo y tornasolado, supo que estaba de vuelta no tardó una fecha en personarse en la casa de la vega «para dar cuenta a su director de la marcha del gimnasio». Su buena educación autodidacta —derivada de su genio para ganarse al público— le dictó la conveniencia de no mencionar su desaparición, de no apremiarle con el cúmulo de problemas pendientes, de —ni siquiera indirectamente— hacerle comprender su responsabilidad en todas las demoras incurridas y la extrañeza —y hasta el enojo— de algunos componentes de la Sociedad. A los héroes se les trata así, se dijo, bastante tienen con su heroísmo. «Todo está en orden», le dijo, «aunque un poco retrasado». Días más tarde en el hall, bien informado y ansioso de volver a levantar el fervor del público tras aquel semestre desmayado, habló en tonos encendidos de los combates de Oroquieta y Garibay y de las hazañas de Mazón en el valle del Oria y la comarca de Araoz, pues tampoco podía olvidar su propio dinero invertido en las pequeñas obras del gimnasio y le comía la impaciencia por recuperarlo para adquirir de una vez el carro del paisano de San Lobatón.
Como siempre, la siguiente en bajar a la quinta de la vega fue Laura Albanesi, con el pretexto de la preocupación materna por la salud de su hijo, tras su inclemente campaña en el norte. Su salud le importaba una higa —y de sobra sabía que por el momento no había motivo de alarma—, pero estaba tan inquieta como podía estarlo León, aunque por muy diferentes razones. Tampoco el gimnasio le quitaba un minuto de sueño; hasta entonces se había limitado a adquirir la almazara —a un precio de ruina— y comprometido a cederla en alquiler a la Sociedad para la cual no había aportado el capital correspondiente. Sus razones para la inquietud iban por otro camino: sus relaciones con Chavico habían entrado en un nuevo período de disgustos, provocados por la simplista conducta de aquel hombre que en cuanto tenía el bolsillo suficientemente abastecido y el inmediato porvenir asegurado, no sabía hacer otra cosa que atender a sus más insolentes caprichos. Ciertamente, ninguno de los dos —la Albanesi y el Chavico— había hecho el menor esfuerzo por conocerse y modificarse a lo largo de su matrimonio y de sus prolongados, aunque azarosos, períodos de intimidad y armonía. Cuando el matrimonio —o cualquier otra clase de unión, tal como la amistad— descansa sobre un particular atributo de uno de los cónyuges resulta muy difícil— casi excepcional— que el resto de sus cualidades (o la persona en su conjunto, como receptáculo de todos sus caracteres) venga en apoyo del vínculo en cuanto se ve amenazado por la insuficiencia de aquel primer ligante; y quién sabe si las otras cualidades que fueron desdeñadas a la hora de la vinculación, por una hostil envidia hacia la que casi por sí sola la produjo, se convierten en los aliados más activos del divorcio cuando estalla la crisis, en obediencia a un principio del equilibrio de los sentimientos, en todo semejante y opuesto al de Le Châtelier: cuando la decadencia de un sentimiento vinculante tiende a disolver la unión, todos los demás actúan de consuno en el sentido de la ruptura a fin de precipitarla y borrar los efectos residuales de aquél.
El de Laura Albanesi y Chavico era un ejemplo casi perfecto de matrimonio plano, construido con los materiales que del uno interesaban al otro —el dinero y la prestancia de Laura, el atrevimiento de Chavico—, pero con olvido y sin intercambio de los demás. En cuanto Laura se mostraba reservada con su dinero y Chavico tan poco audaz como para conformarse con unos modestos estipendios, aquel matrimonio hacía agua por una doble vía, imposible de ser cortada por la incompetencia de cada uno de ellos en venir en ayuda del otro. Llegado ese momento —y pese a los gestos de instantánea reconciliación a fuerza de avivar, por una noche, unas brasas a punto de extinguirse— se diría que ambos buscaban la salida en el daño al otro. Por ser Laura Albanesi la más fuerte y la que contaba con más extensos y duraderos recursos, era siempre la menos apresurada, convencida tanto de que el tiempo trabajaba para ella —a pesar de las indelebles marcas de la edad y el atentado a la silueta, sacrificada en aras a su pasión por los dulces— cuanto de que los desacatos y torpezas de su marido terminarían por desarbolarle y conducirle de nuevo a casa, en busca del perdón y del refugio permanente que sólo ella podía ofrecerle; razón que, aliada a su amor propio, le impediría en cualquier momento dirigirse a Chavico en tono de súplica y olvidar sus agravios para ofrecerle una paz duradera.
En situaciones parecidas las personas consideradas fuertes reciben buena parte de su energía de la posibilidad de que gozan de aceptar cualquier solución, tanto la ruptura como la reconciliación, y Laura Albanesi no mudaría su talante, o al menos eso pensaba ella, tanto si perdía como si recobraba a Chavico. En cierto modo tal fortaleza, emparentada con una polivalencia de pseudosentimientos hacia los demás en contraste con el carácter monovalente del aprecio hacia sí mismo, encubre la escasa consistencia de unos vínculos que al poder atar o desatar a voluntad denuncian la naturaleza versátil de quien dice dominarlos; o, por decirlo de otra manera, el comportamiento casi impersonal de la recia personalidad. Es frecuente que el dominio de tales sentimientos conduzca a la misma corrupción que el del poder, pues la vida afectiva es también una costumbre; es sobre todo una costumbre. Cuando la costumbre del dominio se prolonga (como fue el caso de la nobleza) llega a ser tan innecesaria la prueba de fuerza que se transforma en un rito, cada día más ornamental y menos exigente, y cuando una circunstancia obliga a ensayarla de nuevo ya no se cuenta con los recursos para llevarla a cabo, consumidos por la corrupción. A esa clase de prueba tuvo que someterse la Albanesi con su segundo siciliano.
A su vez, Chavico, sobrecreído del dominio carnal que ejercía sobre Laura, cifraba su triunfo final sobre ella en una suerte de rendición sin condiciones, provocada por la abstención de todo trato sexual en respuesta a sus estrecheces; algo así como la fortaleza que en pleno dominio de sus armas se ve forzada a rendirse al enemigo por culpa del hambre extrema causada por el asedio. Era Chavico de esas personas que sólo interpretan al prójimo por comparación consigo mismo.
Dos formas tan distintas y heterogéneas de combatir difícilmente podían conducir a un armisticio, tanto más cuanto sus breves treguas tan sólo servirían para exagerar sus respectivas conductas, avivadas tras cada ruptura por nuevas razones y mayores motivos de pugna. La situación entre ellos se vio agravada por las circunstancias que concurrían en los dos hijos de Laura: uno convertido en figura local, aunque no compareciente, que en cualquier momento podría favorecer a uno de ellos (y tendría que mediar un milagro para que ese uno fuera Chavico) con el peso de su opinión o de su favor; el otro, casado con una rica heredera que a la vuelta de la luna de miel ya llevaba en su seno la descendencia, capaz de movilizar a su favor a las fuerzas y magistraturas interesadas en la resolución del pleito testamentario. En una situación de avenencia entre ambos cónyuges tales circunstancias —resumidas en la independencia de ambos respecto a su madre— no tenían por qué representar una amenaza de detrimento a sus comunes intereses; pero en la discordia y con ambiciones y propósitos enfrentados, la posibilidad de que cualquiera de los hijos tomase un determinado partido sólo podía ser contemplada por cada uno de los esposos con creciente aprensión y con toda clase de recelos, que en nada contribuirían al restablecimiento de la armonía conyugal, las más inocuas y naturales aproximaciones a cualquiera de los dos hermanos. En cuanto Laura Albanesi inició o insinuó un trato deferente hacia Eugenio, Chavico ensayó el suyo con Cristino, con quien —una vez aceptado que las divergencias con su mujer adquirían carácter de estado— se sentía unido por una misma codicia, por un adversario común y por ciertas particularidades que, antes del matrimonio de Cristino, hicieron de ellos un par de buenos aliados. Su patria potestad sobre la niña inducía a Chavico a abrigar la seguridad de obtener, de consuno con Cristino, un buen mordisco de la partición y cuyo usufructo le permitiría vivir con holgura e independencia hasta la mayoría de edad de la niña. Muy atrás quedaban sus sueños de recién casado, su pretensión de tener en sus manos la mitad del patrimonio del difunto patriarca; en lugar de confirmarle como su sucesor, los años de matrimonio sólo habían contribuido a llevarle poco a poco al campo de su inicial antagonista.
A la larga aquella doble moción provocaría la división de la familia en dos ramas diferentes —y que en sucesivas generaciones no harían sino separarse más, incluso en el espacio— y aun cuando los dos hermanos —en cierto modo, las cabezas de partido— poco hubieran intrigado para ello y sobre todo Eugenio, colocado en el papel de protagonista para un argumento en el que no había tenido arte ni parte. Fue una división que, aparte de formalizar las otras menores y numerosas desavenencias entre ellos, permitía ampararlas y fomentarlas, como si a la muerte del viejo don Ricardo el cisma se hubiera convertido en el distintivo emblema de la familia y bajo cuya advocación habría de desarrollarse la propagación ulterior y la historia de un apellido dominado por el rencor a sí mismo.
El primer gesto de importancia de Laura Albanesi, a la vuelta de Eugenio tras su campaña en el norte, hecho con un desprendimiento que nunca había demostrado en ocasión anterior, fue invertir en el gimnasio una bonita suma, aparte de ceder en alquiler el local en unas condiciones ventajosas para ella. Con su participación, la de Eugenio (a quien se le reconoció un capital —aparte de un futuro salario— a cambio de su iniciativa y sus servicios), la de don Luis Servodio y un paquete de un 8 por 100 a nombre de sus hijas (todos los que consideraba sus fieles y aquellos a quienes sabía imponer su voluntad), podía alinear más de la mitad del capital social y conducir la nueva industria según su criterio. Nada sabía (ni nada le importaba su desconocimiento) Laura Albanesi acerca de la educación física, los gimnasios o los deportes, pero así era su carácter: si se embarcaba en una aventura de la que el día antes no había oído hablar no sería para hacerlo a medias o a título meramente simbólico; en aquella ocasión, además, intuía que el gimnasio no sólo habría de constituir el glacis de la fortaleza familiar donde se harían fuertes los miembros que quería tener a su lado —tres de sus hijos mayores y su consejero—, sino que también estaba destinado a convertirse (por delante de la Compañía Forestal de Región, el Hotel Cuatro Naciones, la fábrica de harinas La Palentina o la industria del carbón) en el negocio más avanzado, próspero e innovador de toda la provincia. No una fábrica, pero sí una soberbia instalación en la vega —tal como ella siempre había soñado—, sin obreros ni polvo ni humos, destinada a la formación de señores. Era, por consiguiente, la mejor oportunidad que desde la muerte de su primer marido se le ofrecía para reconstruir su imagen y, desde la mayoría de edad de sus hijos, su segundo matrimonio y el comienzo de las desavenencias familiares, para volver a ser una de las personalidades capitales de Región, si no la más influyente y poderosa.
El primero en beneficiarse de su iniciativa fue Ventura León que tras más de un año de esfuerzos intensos y solitarios por primera vez podía creer que el éxito los coronaba. Convertido en el administrador (sólo bastó el visto bueno de Servodio para que Laura lo aceptase como tal) de un capital social lo bastante amplio como para abordar las obras de la instalación sin ninguna clase de restricciones y con un Eugenio pacificado por el convenio de Amorebieta, saldado su compromiso de honor y obligado a prepararse para el tantas veces diferido combate de revancha, veía ante sí un horizonte despejado por buen número de actividades lucrativas. Tal vez en el cuadro de su nueva personalidad, con un largo futuro como administrador del nuevo centro educativo, el carro había dejado de jugar un papel protagonista y al limbo de las ilusiones juveniles quedaban trasladados los ideales de una vida trashumante.
Tal vez por eso mismo nunca tuvo tanta prisa. Se conocía lo bastante bien como para saber que al cabo de pocas semanas en su nuevo acomodo ni contaría con el dinero necesario ni sería capaz de vencer la inercia impuesta por su vida sedentaria para subir hasta San Lobatón y darse el gusto de regalarse aquel capricho. Aparte de que ya había hecho esperar demasiado al paisano que bien podía haber optado por otro comprador u otra solución. Así que a los pocos días de constituida formalmente la Sociedad Regionata de Gimnasia con un capital de ciento veintiocho mil pesetas, repartidas en doscientas cincuenta y seis acciones de a quinientas pesetas cada una, en la notaría de don Fulgencio Arranz, y hecha la reposición del dinero adelantado a los albañiles, Ventura León salió en dirección a San Lobatón con el propósito de hacer el viaje de vuelta en la galera, para la que ya había escogido un cobertizo entre las dependencias de la almazara, junto a un rústico pesebre levantado de manera provisional con cuatro pies derechos y unas tejas, en espera de aquellos establos que un día la Sociedad había de construir para iniciar sus actividades como escuela de equitación. Volvió, en efecto, con el carro y las mulas —que depositó en los cobertizos— sin que por entonces a nadie mencionara un molesto encuentro que había tenido durante el viaje de vuelta. O más que encuentro una aprensión; no se sentía muy seguro de la conducción de aquel pesado vehículo como para poner el par al trote y durante dos o tres horas, ya cerca del atardecer, comprobó que era seguido de lejos por un hombre protegido por una amplia capa de pastor y que, aprovechando los atajos que parecía conocer a la perfección, no dejó de acompañarle a distancia hasta que comprobó que tomaba la carretera de Sepulcro Beltrán a Región. Pero de eso sólo habló mucho más tarde.
Durante dos días no hizo sino dedicarse a su compra; al carro, después de tres manos de aceite de linaza, una aplicación en los bujes de grasa y pintura contra la intemperie y unos dibujos policromados, de su propia invención, en valderas y radios, lo dejó como nuevo, más propio para una romería que para una vida de trotamundos; el herrero cambió las herraduras del par, el veterinario extirpó sus verrugas y él mismo las almohazó, lavó y peinó y dispuso el pienso, el agua y las bolas de sal, así como un lecho de paja nueva.
Su solaz había de durar pocos días. Hallándose jugando un solitario a la sombra del establo se persona la pareja de la Guardia Civil para hacer un registro y tras redactar sobre la mesa de los naipes el oportuno atestado (nada le maravillaba tanto al agente como la multiplicidad de funciones de los miembros del Instituto), trasladarle en conducción ordinaria hasta el cuartelillo de Borques para ser encerrado en el sótano del mismo, dispuesto como calabozo. Nunca creyó Ventura León que la vida le había de ofrecer un trago tan amargo como el cruce de todo el pueblo, desde la vega hasta Borques, en pleno día y flanqueado por los dos números que —tantas veces como le habían escuchado embargados por una emoción a la que su profesión les predisponía—, sin duda conturbados por tan duro menester, le condujeron cabizbajos y a paso procesional, acompañados por buen número de chiquillos y algunas vecinas que repetían su nombre.
En el calabozo se enteró que el Juzgado había cursado la orden de su busca y captura, como presunto autor del asesinato de Eduardo Vázquez, hallado muerto con un golpe en la cabeza y colgado de una viga de su propia vivienda. Posteriormente el juez vino a establecer que de la valdera posterior de la galera habían sido borradas, pero no perfectamente, las siglas del antiguo propietario, EV, y sobre ellas habían sido pintadas dos nuevas letras, VL, lo que unido al reconocimiento del vehículo por parte de algunos vecinos de Juelves, vino a constituir la prueba más poderosa del móvil del crimen. Trató de redargüir Ventura León que, aun no teniendo testigos de ella, la transacción se había llevado a cabo en toda regla, sin necesidad de papel ni contrato, y que a cambio del carro y del par (por cuya adquisición se había interesado desde mucho tiempo atrás, como podía atestiguar, entre otros, el señor Erskine) había entregado al finado la cantidad de mil seiscientos reales en tres plazos de doscientos, doscientos y mil doscientos, respectivamente, pero no existiendo la menor prueba de tal transacción ni rastro de aquel dinero ni indicios de un posible hurto en la vivienda de la víctima, el juez desestimó la alegación del agente y dictó su encarcelamiento preventivo y la cuantía de su fianza para su puesta en libertad, en tanto completaba el sumario. A mayor abundamiento el forense venido de Macerta dictaminó que la muerte había ocurrido alrededor de las horas en que, según la declaración del agente, había tenido lugar el acto de compra-venta.
Por segunda vez en pocos meses quedaron suspendidas las obras del Gimnasio, pues no siendo Ventura León nadie se molestaría en bajar a la almazara para dirigirlas y controlarlas. En aquella ocasión ya estaban a punto de quedar ultimadas las labores de albañilería; faltaba toda la carpintería y el mobiliario y asimismo la instalación de unos aparatos de la casa Twyfords, inglesa, encargados a la fábrica por aquel mismo señor Erskine, pasado a la competencia de la casa Adamant desde que esta firma no accediera a sus pretensiones de participar en los beneficios que su mucho celo le proporcionaba. Por segunda y —todo parecía indicarlo— definitiva vez si el agente no recobraba su libertad, pues en ausencia del alma del negocio nadie —ni siquiera Laura Albanesi, ocupada siempre con muchas cosas y siempre motivada por más de una razón—, a pesar del dinero invertido, se decidiría a terminar el gimnasio y correr el riesgo de un posible fracaso tras su apertura al público, poco menos que inadvertida si no era animada por quién podía convertirla en una fiesta. En un principio el suceso apenas despertó la atención de Eugenio Mazón, que adolecía de una cierta abulia para todo lo que no fuera su preparación física y apenas prestaba oído a lo que le venían a contar, como si no fuera con él o se tratara tan sólo de chismes. Y con toda probabilidad, ocupado por entero en sus ejercicios tan sólo por un resquicio de su mente había entrado la idea del gimnasio, como una ocupación firme y duradera para un futuro más lejano, imposible de ver por la interposición entre él y el presente del próximo combate.
Quizá fue la insistencia del señor Erskine —aquel pintoresco y algo dado al vino mancuniano que, dentro de sus limitaciones, había alcanzado un grado de intimidad con León—, quien, bien por amistad desinteresada, bien por llevar a buen término el encargo de los lavabos e inodoros Twyfords —que a punto de llegar de Inglaterra podían suponerle un grave quebranto si la Sociedad no se hacía cargo de ellos—, insistió en la necesidad de sacarle del calabozo de Borques o de la cárcel de Macerta a donde en fecha próxima iba a ser trasladado. Erskine estaba tan convencido de su inocencia que se mostró incluso dispuesto a adelantar una parte de la fianza impuesta por el Juzgado con tal de verle en libertad. Además sabía cosas; nadie comprendería nunca cómo con aquel rudimentario castellano —salpicado de eses y efes nacidas en el bigote más que en las cuerdas o los labios— podía enterarse de tantas cosas. Posiblemente otro de sus informadores fuera Cristino, que chapurreaba algo de inglés y también había requerido sus servicios para la mansión que estaba remozando en Ontiveros. Al otro Mazón, que nada sabía de la historia del carro, pues había tratado siempre al agente con tal distanciamiento que éste nunca le haría partícipe de sus íntimas inquietudes ni le confiaría otros asuntos que los relacionados con el gimnasio, le contó la extraña historia de Eduardo Vázquez, del crimen ocurrido cinco o seis años antes en el que estuvo mezclada una antigua doncella de su madre y de la existencia de una amenaza de muerte muy anterior a la compra del vehículo por parte de un ex-presidiario que estaba a punto de abandonar el penal de Santoña, si no lo había abandonado ya. Y también le contó lo que en su día había callado León: la presencia de aquel individuo cubierto con una capa de pastor que le siguió de lejos desde San Lobatón hasta la carretera y que coincidía con otra que habían denunciado algunas personas de Región y Juelves: un hombre de aspecto hosco y pocas —y muy poco reconfortantes— palabras.
Por segunda vez también había de comparecer ante el juez a prestar declaración aquella muchacha espigada, de mirada un tanto inquietante y gesto endurecido, dañada desde su primera juventud por la vehemencia e inconstancia de sus pretendientes. El juez había cambiado y ahora tenía enfrente a un hombre joven, en nada parecido a aquel que, ofendido por su declaración, la había pasado por alto, no sin insultarla. En contraste con la ocasión anterior, su declaración fue tan contundente y decisiva que obligó al juez a desatar un buen número de legajos para encontrar y estudiar un sumario instruido años atrás, por su predecesor en el puesto. Como consecuencia conjunta de la lectura y de la declaración el juez consideró más que probable la inocencia de Ventura León y lo dejó en libertad tras el pago de una mínima fianza que fue depositada en persona por Eugenio Mazón.
(Como consecuencia de la puesta en libertad de Ventura León y el de facto sobreseimiento del sumario con otra orden de busca y captura que nunca pudo llevarse a efecto, el crimen de San Lobatón jamás quedó plenamente aclarado y sus secuelas se prolongarían durante varias décadas. De tanto en tanto era remitido al Juzgado de Región un escrito cuyo firmante, desde un lugar remoto y en trance de muerte, se declaraba autor del asesinato, con la aportación de nuevas pruebas y testimonios que con frecuencia rozaban el territorio de lo fantástico; o un párroco de una aldea perdida recibiría en secreto de confesión y de labios de otro moribundo una nueva relación del crimen, con una descripción detallada de los hechos y una exacta localización del punto donde había quedado enterrada la bolsa del dinero que la imaginación popular, al tiempo que modificaba la personalidad de la víctima para transformarle en un sangriento y ambicioso avaro, incrementó hasta el punto de convertirla en un tesoro de antiguas monedas de oro y plata. Al no tener la víctima descendientes ni familiares directos, la casa quedó cerrada con un precinto del Juzgada que no tardó en saltar. En un principio fue visitada por gente ávida de buscar el tesoro entre hornacinas, mampuestos y tejas. Tras el pillaje quedó despojada de todo, ni siquiera aprovechada como refugio de cazadores y evitada por su mal nombre y por la supuesta presencia de un alma en pena, pronto se fundió con el monte. Sólo bastantes años después de aquellos sucesos un vecino advertiría al paso una salida de humos por una chimenea desmochada y si, venciendo su repugnancia al lugar, se hubiera acercado a ver qué ocurría habría advertido las huellas de una mano que poco a poco —y a hurtadillas— iría mitigando los destrozos causados por la intemperie. Algún gitano, diría, algún pobre loco que no sabe dónde se mete.)
En apariencia el carácter de Ventura León no quedaría alterado por su breve estancia a la sombra. A las inevitables suspicacias que había de despertar su presunta participación en el crimen y a la pérdida de prestigio que había de sufrir, sobre todo por su paseo escoltado por los dos números, que sería largamente comentado en el Casino como una de las maneras de salir al paso de tantas intemperancias del hall, aquel hombre que todo lo cifraba en el favor del público no podía responder con cierto retraimiento. Por fortuna, tenía las obras del gimnasio y contaba con el carro que el juez no había precintado. Jamás un carácter tan incansable desarrollaría una actividad más intensa como a las pocas semanas de salir de Borques. No sólo reanudó las obras de finalización del gimnasio, sino que —sin el menor escrúpulo en la utilización del carro, puesto que con razón aducía que su inocencia era inherente a la legítima propiedad del carro, o viceversa— emprendió de nuevo sus expediciones —más como agente que como vendedor ambulante— que en más de una ocasión desde Juelves le condujeron hasta el caserío de San Lobatón, en busca de una concluyente prueba de inocencia que despejara para siempre el equívoco de su situación. No la encontró, no la podía encontrar en aquel caserón asolado por las razzias, pero acaso sus indagaciones le llevaron a un punto un tanto alejado de sus primeros propósitos, un punto al que acaso no hubiera deseado llegar de haberlo conocido de antemano y más allá del cual no estaba dispuesto a seguir, cualesquiera que fueran los resultados que aportara su insistencia. Un punto pasado el cual se podían vislumbrar no sólo los móviles del crimen de San Lobatón, sino también los del acaecido unos cuantos años atrás en la granja de La Tomiñera (a donde había ido a refugiarse Daniela Gilvarey después de su amarga experiencia en la casa de la plaza de la Colegiata), primer capítulo de aquella atroz serie de venganzas personales que habían de ensangrentar aquella década de la historia regionata.
En una de sus visitas después de su dilatada estancia en Borques a la casa de la vega, Ventura León se vio sorprendido por la presencia en ella —no podía saber en calidad de qué— de Daniela Gilvarey, la muchacha a la que en buena medida debía su libertad. No la había visto nunca, tan sólo había oído hablar de ella, pero cuando oyó aquel nombre tan poco común ni por un instante dudó de que aquella muchacha un tanto altiva y misteriosa, que le abrió la puerta y a continuación se retiró discretamente, como una doméstica cualquiera, hasta ser de nuevo requerida para traer un refresco y una bandeja de fruta, era la antigua doncella de Laura Albanesi, de cuya historia había tenido unas vagas noticias. Su primer impulso fue darse a conocer para expresar su agradecimiento por la desinteresada moción que le había valido la libertad, pero se sintió intimidado y sólo en la puerta, antes de despedirse, farfulló unas pocas palabras casi ininteligibles, en la confianza de que Daniela sabría comprender y perdonar su embarazo.
Pero pasado aquel primer susto no pudo por menos de preguntarse qué hacía allí aquella mujer, en calidad de qué habitaba la casa, quién la había llevado hasta allá. Tanto sus largos viajes por provincias durante el verano en que Mazón estuvo ausente como su estancia en el calabozo le habían mantenido al margen de los graves sucesos que acaecieron en las tierras de Juelves y que todos los imbricados —los García Menor y los Gilvarey, empeñados en una guerra de vindictas— trataron de ocultar a la opinión y a las autoridades hasta que por sus propios excesos fueron denunciados.
Durante casi cinco años había permanecido Daniela Gilvarey en casa de su padre, muy contra su voluntad. Llegó allí, tras la imborrable escena de la casa de la plaza de la Colegiata, con el aliento tomado y sin haber podido desatar el nudo de la ira, pero con el propósito de permanecer tan sólo el tiempo necesario para despedirse —de manera definitiva— de su padre y de sus hermanos, decidida a recoger sus ahorros y abandonar para siempre aquella tierra inhabitable, donde además no tenía cabida sino en el espacio de la deshonra. Por espacio de dos días dudó si contar el trance por el que había pasado, tan sólo para tantear el apetito de una posible venganza que sus hermanos, todos ellos dados a la violencia, no vacilarían en tomarse aun sin llegar a conocer los detalles de lo acaecido. Durante el tiempo que sirvió como doncella le habían llegado noticias alarmantes acerca de sus fechorías y en más de una ocasión a punto estuvo de tomarse un permiso para acercarse a la casa y por unos días poner orden en un hogar donde se echaban de menos unas manos femeninas. Pero también le asustaba la posibilidad de que a oídos de sus familiares hubiera llegado la noticia de su breve paso por la casa de la Marcelina, poco menos que obligado en sus condiciones, antes de ponerse a servir con Laura Albanesi por mediación de Cristino Mazón, pues todo lo podía temer de la lengua de Chavico. No lo hizo, no confesó nada; bien por quedar petrificada ante el espectáculo de su casa —la mejor medicina para olvidar sus propias dolencias—, bien por considerar que una venganza tan inmediata podía traer funestas consecuencias, no hizo el menor intento por explicar su vuelta, acogida por todos —excepto por su hermano Saturnino— con la mayor indiferencia. Su padre había entontecido; arrastraba una vida de perro, se ensuciaba en los pantalones y se le caía la baba; dormía en un camastro hediondo y apoyándose en una silla acudía a comer a una alcuza donde de tanto en tanto eran vertidas unas patatas cocidas. La tierra había dejado de ser trabajada y sólo quedaban unas pocas gallinas y un cerdo en un establo abandonado; tan sólo Saturnino cuidaba un pequeño huerto con que se alimentaban su padre y él, pues los otros tres apenas paraban en la casa sino para hacer recuento de sus rapiñas, exigir un potaje caliente y echarse de nuevo al monte.
La mujer que contagiada por Laura Albanesi de la necesidad de ciertos lujos —que en su equipaje llevaba algunas piezas de seda, terciopelo o moirée, un neceser con agua de colonia, polvo de arroz veloutine y leche antefélica para la pureza del cutis—, no estaba a su salida de Región dispuesta a soportar aquel medio por más de cuarenta y ocho horas y si había de apelar a la venganza no sería para presenciarla. En sus mejores momentos había incluso llegado a bendecir para sus adentros las desdichas que había sufrido, y gracias a las cuales había tenido que abandonar La Tomiñera, y aunque de boquilla se decía unida al hombre que por su amor fue a dar con sus huesos en la cárcel —y sin duda era sincera cuando entró a servir en la casa de la plaza de la Colegiata— nada le podría parecer más insano que guardarle ausencias ni más insensato que, una vez cumplida la sentencia, convertirse en la mujer de aquel rústico. Poco a poco se fue desenganchando y las cartas que al principio menudearon se distanciaron más y más hasta que un día, al reconocer que llevaba un año sin sus noticias, consideró que bien podía prolongar el paréntesis por otro más. No, Chavico no fue el primero, pero sí el que más exaltó su imaginación y el que —de consuno con Laura— abrió sus ojos hacia el mundo al que debía pertenecer, tan distinto del de su procedencia. Aquella mujer decidida a no consumir más de dos fechas en la casa de su padre tuvo que sacrificar cinco años de lo mejor de su vida, tanto por no atreverse a encerrarle en un asilo cuanto para impedir que Saturnino —un hombre de delicada salud y enfermo del pecho— lejos de sus cuidados cayera bajo la influencia de sus hermanos y se dejara arrastrar a una vida para la que no estaba dotado en ningún sentido.
No contaba León con la suficiente familiaridad con Eugenio como para inquirir qué hacía en su casa aquella mujer que con su escabroso pasado bien podía arrojar una sombra sobre el nítido historial del sportman —e indirectamente afectar al gimnasio, cuya apertura se anunciaba para la próxima primavera, y restarle clientela—, pero nada en principio podía oponer a que Mazón, un hombre con pocas necesidades y acostumbrado a valerse por sí mismo para los más menudos menesteres, la hubiese empleado para cualquier cometido ancilar y así contar con más tiempo que dedicar a sus entrenamientos. Incapaz de preguntar la razón de su presencia tampoco podía esperar que Mazón, motu proprio, le informase de las razones que le habían empujado a acogerla y que Ventura León atribuyó a su credulidad y a la ignorancia (pues vivía en Bélgica cuando Daniela era doncella de Laura) acerca de su antigua y desdichada relación con Chavico y de su intempestiva salida de casa de su madre. Con sumo tacto y haciendo uso de numerosas circunvoluciones, Ventura León vino a saber que tanto Chavico como Laura Albanesi ignoraban la presencia de Daniela en la casa de la vega —o que al menos Eugenio no les había informado de ello ni ellos, sin tomarse la molestia de averiguarlo, habían acusado recibo de una posible delación— por lo que, haciendo acopio de todo su desinterés y de su deseo de salir al paso de posibles malentendidos y nuevas rencillas, se vio en la necesidad de ponerle al corriente del pasado de su doméstica y de las posibles consecuencias que podían derivarse de un acceso de furor de la Albanesi. Ventura León era lo bastante avispado como para entrever —a través de los discretos movimientos de la muchacha y los silencios de su presunto patrón— que bien podía ser algo más que una simple doméstica y que, por consiguiente, a la obligación de ponerle en antecedentes sobre su pasado y en guardia respecto a cualquier amenaza o represalia procedente de los Chavico —a partir del momento en que fuera denunciada su presencia— se venía a sumar la sospecha de que Mazón pudiese ser el objeto de una conjura destinada a enquistarle con su madre, urdida por su hermano, por Chavico o tal vez por la propia Daniela, deseosa de cobrarse al fin —y al cabo de los años— cumplida venganza sobre la aborrecida familia.
Al único que confió sus cogitaciones fue al señor Erskine que, sin abandonar su flema, le desaconsejó todo; le dijo que no se metiera en cuestiones de familia, que menos aún sembrara entre hombre y mujer, que todos eran mayores de edad para saber lo que hacían, que nada bueno podría salir si se metía en un enredo. El señor Erskineya había recibido el importe de los sanitarios del gimnasio y no parecía preocuparse demasiado por la reputación de sus fundadores. Ésa era al menos la conclusión de Ventura León, ignorante de su participación en el asunto. Pues, en definitiva, tanto como de la libertad de León había sido Erskine el artífice del traslado de Daniela a la casa de la vega, cuando tuvo noticia del suceso de Ontiveros y de la doble amenaza que pesaba sobre Daniela.
Pero Ventura León no se dejó convencer; algunos consejos consiguen el objeto más opuesto al deseado, según la persona y la circunstancia; los que reclaman moderación, serenidad y prudencia con frecuencia son los mejores estímulos para una acción precipitada, cuanto más rápida mejor. Abandonó sus reservas y se decidió a poner el cascabel al gato y bajar a la casa de la vega para decirle al héroe qué clase de muchacha habitaba en su casa y tal vez compartía su lecho. Esas situaciones en solitario tienden a alterar los sentimientos hacia el prójimo, aun sin la intervención del prójimo; o mejor aún, cuando el prójimo interviene de lejos y sólo indirectamente es cuando más sentimientos desata. Todo aquel paréntesis de indecisión e incertidumbre sirvió, entre otras cosas, para que Ventura León procrease toda clase de prevenciones contra la muchacha —a la que en principio había mirado bien y le debía un agradecimiento que no había sabido expresar— y, en contraste con su actitud inicial, neutra y conciliatoria, empezase a desear su salida y su alejamiento de los entornos de la casa y el gimnasio. No sólo auguraba nuevas tormentas, posiblemente estaba alimentando unos celos de la primera persona hacia la que su héroe estaba a punto —según su temor— de ofrecer su intimidad.
En la primera visita no pudo hacer nada, ninguna de sus perífrasis le llevó a la palabra Daniela. En la segunda quedó aún más cortado y mohíno, sin atreverse a mencionar el nombre semiprohibido y sin acertar a justificar el motivo de su visita, apenas sostenida con comentarios intrascendentes y asuntos que ni siquiera requerían su exposición. En la tercera, al fin, fue derecho al asunto y no se levantó de su asiento sin haberlo despachado, con la mirada hundida en el suelo —o alzada hacia el techo en los momentos apremiantes— y las palabras entrecortadas por sus vacilaciones.
Nunca llegó a saber la reacción de su amigo, si es que la hubo. Por no saber no supo siquiera si el otro sabía de antemano lo que le estaba contando y le dejaba hablar sólo por buena educación o —también podía ser— por hipocresía, para no denunciar la importancia que daba al asunto y simular que lo relegaba a la categoría de otros chismes, que poco podían afectarle. No le observó durante toda la conversación y en ningún momento suspendió el temor a sus propias palabras, para dar entrada a la curiosidad por el efecto que podían producir. Por otra parte, el otro tampoco dijo nada ni se permitió interrumpirle; se limitó a asentir, de manera muy deportiva, con breves y continuos movimientos de cabeza. Tan sólo en una ocasión —y de soslayo advirtió en él una mirada sesgada, atenta y reflexiva, exponente de una actitud en la que no intervenía clase alguna de apasionamiento, muy propia de un caballero y de un atleta consumado que fuera de su dominio, para esconder su timidez, se comporta con inquebrantable flema. Ni siquiera le dio las gracias por la información recibida, al término de la entrevista. Tal vez tampoco la dio por recibida (Ventura León se limitó a decir lo que sabía, sin complementarlo con los malos augurios que abrigaba, y ante la sequedad del otro no se atrevió a apuntar algunos remedios a situación tan delicada) y cuando presintió que su informador había soltado todo lo que llevaba dentro —y en verdad llevaba mucho más— se levantó de su asiento para indicarle la puerta en cuya dirección le abandonó a medio camino.
Por aquellos días entraba en España, por Dancharinea, el mariscal de campo carlista don Antonio Dorregaray, convertido en capitán general de la región vasco-navarra del ejército rebelde y dispuesto a reavivar aquella Guerra Civil tan súbita como insuficientemente concluida menos de un año antes; tras su triunfo en Eraul, sobre las fuerzas del coronel Navarro, consideró de nuevo don Carlos la conveniencia de volver a España para, como dice el historiador, «sacarse la espina de Oroquieta». De nuevo las juntas se pusieron en movimiento, las campanas de los pueblos tocaron a rebato y se enviaron cartas y delegaciones a cuantos fieles tenía la causa para convocarles al momento tan esperado que había de compensarles del gran desaire de Amorebieta.
En marzo de aquel año vino a saber Ventura León por un tercero (pues tras su última visita rehuía la casa de la vega, a la que no se acercaría en tanto su inquilino no suministrara indicios de su deseo de verle) que una vez más —y tras decidirlo de la noche a la mañana, sin consultarlo con nadie (al menos así lo aseguraba Erskine) ni dejar la menor razón ni encomienda sobre tantos asuntos pendientes— Eugenio Mazón había partido solo hacia tierras de Navarra, para unirse a sus antiguos compañeros de armas en su lucha contra el recientemente establecido gobierno republicano de Madrid. Cuando con los más sombríos augurios y aprensiones se acercó a la casa de la vega para confirmar o desmentir la funesta noticia, sólo pensaba que un sueño tan larga y resueltamente elaborado podía desvanecerse sin dejar otro residuo que unas obras inacabadas, un carro y un par de mulas, amén de una vista pendiente de juicio y un crimen no desvelado. Pero no podía sospechar que él mismo —también— podía correr la misma suerte que el sueño.
Con pocas palabras Daniela Gilvarey (un apellido hoy desaparecido) le hizo saber que, en efecto, Eugenio Mazón había marchado a Navarra, sin dejar explicaciones sobre su vuelta ni sus propósitos. Sin que abandonara un tirante laconismo en su respuesta creyó percibir Ventura León un tono de reproche como si, conocedora de la conversación sostenida días atrás, le hiciera en parte responsable de aquella huida hacia la guerra, dejándola sola y en difícil situación, rodeada de adversarios y acosada por las malquerencias. Un gesto gratuito provocado por él en buena parte y no por haber levantado un secreto sino, justamente lo contrario, por haber contribuido con su desgraciada intervención a romper el acuerdo de dar por secreto lo que no lo era para nadie. Y en correspondencia con su adusta respuesta, la casa —que en los últimos meses había adquirido con unos pocos objetos y un cierto confortable desorden, un tono un tanto risueño y extravagante— volvía a aparecer despojada de todo carácter con la ausencia de su inquilino, retirados sus efectos personales y todo a punto para ser desalojada.
Jamás como en aquella época debieron hacerse tan largos los días y las noches de Ventura León; tan saturados de reproches, tan consumidos en inútiles elucubraciones. Jamás sentiría tan innecesario el alimento, tan insípido el vino y tan fatigante el tabaco; tan bienvenido el sueño y tan maldecido el despertar. Por no tener no le quedaban ni ánimos para suspender por enésima vez las obras del gimnasio, que un albañil remolón prolongaría hasta la eternidad, derribando hoy lo que había levantado anteayer. Por momentos se veía como el culpable de la marcha de Mazón —el héroe hastiado de su pueblo, de su familia y de sus falsas amistades— a una guerra que no era la suya, tan sólo para poner tierra por medio y justificar una ausencia de meses, tal vez de años. No lograría León calmar su desasosiego, atormentado por la memoria de aquella funesta conversación que acaso sólo había servido para despertar el aborrecimiento del héroe a cuanto le rodeaba, a su madre, a su padrastro, a sus conocidos, a su doméstica o amante. Con la conciencia de culpa en carrera ascendente su aprecio a sí mismo alcanzaría las mínimas cotizaciones, en correspondencia con el temido desprecio con que el prófugo le habría de distinguir por el resto de sus días. No se sentía con fuerzas para soportarlo. En tal estado de degradación lo de menos sería el futuro del gimnasio, comprometido una vez más. También su actividad comercial, sus ventas, operaciones y charlas, se desvanecían para siempre; su ascendiente sobre el pueblo regionato quedaba por los suelos y la necesidad, desdibujada, pero imperiosa, de adoptar un nuevo rumbo y una nueva tierra de adopción se impondría como única salida a tal encerrona, como único paliativo a tan numerosos quebrantos. Y aun así ya no sería nunca el hombre de antes, tocado por la fortuna y señalado por la historia, colaborador cercano y amigo personal del héroe; sería un hombre con un pasado inconfesable y (miraba al carro) una señal en la frente, obligado a recorrer pueblos impertinentes y tierras ociosas, perseguido por la sombra blanca que nunca le permitiría volver atrás. Miraba el carro y las lágrimas asomaban a sus ojos, acaso para verse a sí mismo un poco más licuado, ennoblecido por el dolor.
Tal vez una situación tan extrema sea la más propicia para la concepción de una idea luminosa y salvadora; y tal vez no sea el valor o la singularidad de la idea cuanto la decisión y el coraje para adoptarla y ponerla en ejecución —con la reducción del entorno anímico a su consumación, su pupilaje como vía de síntesis moral y su exaltación a la máxima jerarquía espiritual— lo que la instruyen como única e insoslayable vía de conducta. Fuera cual fuera su resultado, decidió ponerse a ella sin más tardanza; era un todo o nada. Y una mañana Ventura León empaquetó sus más imprescindibles efectos personales, reunió todo su dinero, atalajó las caballerías al carro y —sin despedirse siquiera de Erskine, un poco a la manera de su ídolo— salió en dirección a Navarra en busca de Eugenio Mazón, para hacer la guerra a su servicio.
Tras la partida de Eugenio Mazón no podía tardar Daniela Gilvarey en abandonar la casa de la vega, donde había encontrado refugio tras la muerte de su padre. Pero sin Eugenio tampoco allí podía estar segura. Eugenio carecía de amigos de confianza y en modo alguno se atrevió a cargar la responsabilidad de su cobijo sobre los hombros de Erskine o Ventura León, dos hombres a su manera un tanto trashumantes y poco preparados para aceptarla. Pero si tenía dudas la conversación de Ventura León sirvió para sacarle de ellas y al día siguiente tenía tomada su decisión.
Los Gilvarey constituían una familia de campesinos —oriundos de Galicia, con toda probabilidad— huraños y avaros, que gracias a un tío soltero —ya difunto— habían llegado a poseer una pequeña pero buena tierra y algunas cabezas de ganado. Pero en pocos años —con la muerte del tío y de la madre, la piedra angular de toda la casa, a causa de su último parto— habían quedado reducidos a la miseria por la desvergüenza del padre y la nula dedicación al trabajo de unos hijos que, criados a su antojo y exentos de toda férula, no supieron salir de sus travesuras infantiles sino para incurrir en sus correrías adolescentes sus actos de vandalismo juvenil. Se diría que con la pérdida de su esposa el padre abandonó toda idea de conducir a su familia por la senda de la decencia y convencido de que su propiedad le permitía vivir sin tener que empuñar la herramienta, con cinco hijos que pronto se harían cargo de ellas, arrendó sus tierras en aparcería para llevar la vida del terrateniente que no era: las tabernas de Juelves o Sepulcro Beltrán, las largas sesiones de naipe, la vuelta a casa a deshoras y en estado de embriaguez. Antes de cinco años había disputado con los arrendatarios, había enajenado la mitad de sus tierras mientras la otra permanecía inculta, en tanto sus hijos aterrorizaban a las mujeres de sus vecinos y poco a poco ampliaban el campo de sus razzias hasta alcanzar las riberas del Torce o los altos de La Requerida. Eran cinco: Daniela —la mayor— y cuatro varones, Vicente, José María, Saturnino y Juan, el más fiero de ellos, tal vez por ser el más pequeño y criado en la usanza de todos los desmanes de sus predecesores.
Todos los esfuerzos de Daniela —transformada antes de la pubertad en directriz de la casa— por sujetarles resultaron inútiles. Cuando no era uno era otro y no pasaba un día sin que Daniela tuviera que pagar unos vidrios rotos. Pero delante de Daniela eran unos párvulos; una mala palabra que pronunciaran y les caía una bofetada, como primera medida. Muy raro era el día o la noche en que se sentaban todos juntos a la mesa, pero aquel que no acudía —salvo el padre— sabía que encontraría un plato de potaje frío en una repisa del establo y las trancas echadas. Mucho antes de cumplir los veinte años los dos mayores se echaron al monte, para huir de Daniela, de la autoridad y del trabajo y buscarse la vida robando gallinas y terneras y hasta salteando los caminos entre Sepulcro Beltrán y El Salvador, entre San Mamud y Bocentellas; y cuando cundió la alarma y hasta en la prensa de la provincia se llegó a decir que en la sierra de Región había surgido un brote de bandolerismo, entonces para no desprestigiar a las autoridades civiles ni decepcionar a las fuerzas del orden público, para adornarse con un título que en cualquier otro campo les sería muy difícil adquirir, se convirtieron en bandidos con jurisdicción en toda la comarca, sin respetar otros límites que los del bosque prohibido de Mantua, guardado por un sujeto de su misma o parecida condición. Cuando el tercero, Saturnino, un chico débil y apagado, el hermano que ella más quería y en quien algo podía confiar, el que cultivaba el huerto y le ayudaba a cuidar los animales, el que constituía su único escudo frente a las brutalidades de su padre, más por emulación de su hombría que por una tendencia natural a llevar aquella clase de vida, más por temor a ser tildado de cobarde que por verdadero coraje, desapareció un día para seguir los mismos pasos de sus mayores, Daniela no lo pensó dos veces y renunció a su papel y a su cometido en aquella casa, con la vista puesta en otra cosa. Cuando poco después volvió Saturnino, consumido por la fiebre, ya era tarde: Daniela se había entregado a un vecino, un hombre que podía ser su padre, que la sedujo con la promesa de hacerla su esposa y heredera de las tierras que poseía, entre otras las antiguas de su familia. Pero otro pretendiente anterior, más joven y sin otros bienes que sus manos, debió considerar que con tan unilateral resolución ni mucho menos quedaban sus amores zanjados, por lo que decidió hacer valer sus derechos, acosó a Daniela y amenazó al futuro —y pusilánime— marido con romperle la cabeza. Para amansarle, para llevar las cosas a un terreno más tranquilo, también para probar una variedad más sabrosa y lozana del fruto que ya había gustado y quién sabe si para, como consecuencia del mordisco, decidirse por uno u otro, Daniela se entregó también a él, en el mismo lugar y a la misma hora, aunque en domingo, fecha en que el prometido acostumbraba a pasear y tomar el refresco en Región. No logró nada de lo que se propuso, ni siquiera en su fuero interno, pues habiendo probado los dos nunca llegó a saber a cuál de ellos podría detestar más. Antes al contrario sólo consiguió encandilarlos más, intensificar sus acosos y apremiantes demandas. Ya estaba decidida a abandonar a los dos, a dejar para siempre la casa de su padre y ponerse a trabajar en alguna granja, cuando el prometido apareció descalabrado en una cuneta, muy cerca de la choza que había cobijado sus amores. Sus primeras sospechas, como las de todo el mundo, recayeron sobre su segundo amante; sin embargo, sabiendo que un testimonio suyo podía resultar fatal para el presunto autor, Daniela se decidió a mentir por duplicación: no sólo no confesó a nadie sus tratos carnales con la víctima, sino que sostuvo que a la hora del crimen yacía con el acusado. El acusado entró en el penal persuadido de que alojaba en su pecho dos sentimientos que eran correspondidos: de odio a su tío que le había condenado y de amor a Daniela, que no había vacilado en mentir para salvarle de una pena mayor. Y para el penado Daniela sólo lo podía haber hecho por amor.
No era exactamente así. Desde que yaciera con él, aquel hombre a Daniela le importaba poco. Tampoco le importaba mucho mentir, así que dos cosas sin demasiada importancia para ella podían convertirse en una de cierta trascendencia. En cambio, sí era sensible al halago y a la magnificencia de Región, entrevista de camino hacia el Juzgado. El primero fue provocado por el juez con su exabrupto. A la salida, alguien —una persona educada y sin duda influyente— la tomó del brazo y la llevó a un aparte; la trató con consideración, alabó su entereza y no tuvo palabras para elogiar su espíritu, la nobleza de sus sentimientos. A Daniela nunca le habían dicho nada parecido. Sin embargo —insinuó el desconocido—, acaso fuera preferible una pequeña rectificación; una nueva declaración, no en el sentido de contradecir la anterior, para aclarar ciertos extremos que habían quedado oscuros; por ejemplo, el mango de la azada, ¿acaso no podía reconocerlo? Él se encargaría de arreglarlo cerca del Juzgado y sólo necesitaba un par de fechas en que podría alojarse en la fonda o en la casa de la Marcelina, naturalmente a gastos pagados. Precisamente su madre estaba buscando una muchacha de toda confianza, una muchacha de carácter, una chica despierta.
La muerte del padre reunió a los hermanos Gilvarey en su casa, por primera vez en mucho tiempo. Los tres prófugos no tardaron en acudir, gracias a un aviso enviado por Saturnino a Aguaturca donde se habían hecho fuertes. Para Daniela y Saturnino habían emigrado, nada sabían de ellos desde meses atrás, pero el más lerdo de la comarca sabía que en todo latrocinio perpetrado entre el Torce y Mantua estaba metido un Gilvarey de por medio. Pero solamente eran conocidos de nombre, pues se habían echado tan jóvenes al monte que sólo media docena de vecinos podría reconocerlos, por su pelo rubio, según decían.
Una mezcla de temor y de respeto a la ocasión indujo al vecindario a pasar por alto las ofensas recibidas antaño por aquellos temibles hermanos y permitirles unos días de tranquilidad para honrar al muerto e inducirles, con una llamada a la razón, el apetito por volver a la senda de la ley. Un párroco fue encargado de ello, un cura con ojos inquietos y brillantes que en todo momento lanzaba miradas de soslayo, en busca de una navaja o de una bolsa de dinero pero que repitió tres veces del plato de lacón preparado por Daniela. A los postres, por reconocimiento a la buena comida o en la idea de que sólo apurando la situación puede recibir una recompensa, les advierte: «Tenéis que entregaros. No hay salida. No podréis salir del cementerio. Acudirán todos con sus armas».
Una ocasión así no la despreciaban los Gilvarey; a menos de cuarto de hora del cementerio, paso de caballo, se encontraba Ontiveros, la finca más extensa y rica de la comarca, que Cristino Mazón había empezado a remozar y, se decía, estaba alhajando con todo lo bueno que encontraba en la comarca. La incursión fue preparada con presteza pero con detalle, la noche anterior al entierro. Daniela, en previsión de lo peor, se opone, trata de llevarles a la razón, de atemorizarles con las presumibles represalias, de apiadarles con la pintura de su propia suerte y de la situación de su hermano, indefensos ambos ante cualquier clase de vindictas. Logra tener un aparte con Saturnino y entre los dos elaboran un plan para desarmarlos mientras duermen. Todo es inútil, no son unos principiantes y están decididos a todo, seguros de cobrar un botín —mientras se celebra el entierro— lo bastante cuantioso como para salir de una vez de penurias, abandonar para siempre aquella tierra y establecerse en cualquier otro lugar del país, lejos de aquellos pagos, donde su nombre no quiera decir nada.
En efecto, al tiempo que se celebra el entierro y la comitiva —encabezada por el féretro seguido del párroco, de dos hijos del difunto y un inquieto acompañamiento de hombres y mujeres que miran a derecha e izquierda en busca de los otros tres— se dirige al cementerio, los Gilvarey saltan las cercas y entran en la casa de García Menor, en aquel momento casi exclusivamente ocupada por mujeres y niños. Un carretero que intenta oponerse al asalto recibe un culatazo en la espalda y cae de bruces, con un estertor que no indica nada bueno. Vicente reduce a todos en una habitación mientras los otros dos proceden al saqueo, sin respetar una cerradura. Aunque se llevaron todo lo que había de valor —el dinero en metálico, unas cuantas joyas y objetos ornamentales, toda la plata, un par de crucifijos y un ostensorio de la capilla— no encontraron tanto como esperaban, por lo que en el último momento cambiaron de opinión y en lugar de tomar la dirección de Juelves, para seguir luego hacia tierras leonesas como era su primitivo plan, puesto que la captura no daba para cubrir sus proyectos y no estaban demasiado familiarizados con aquellos caminos, prefirieron dirigirse hacia El Salvador para eludir en sus breñas, que conocían a la perfección, la persecución de la justicia que a no dudar sería alertada aquella misma tarde.
A la mañana siguiente se personaron los alguaciles en casa de los Gilvarey para inquirir sobre el paradero de los tres hermanos y, como pago obligado al nulo resultado de su misión, llevarse preso a Saturnino, acusado de complicidad en el asalto de Ontiveros. Nada esperaba la autoridad obtener de él, pero al menos lo ensayaría como rehén, si no como anzuelo con el que atraer a sus hermanos al calabozo de Borques, donde quedó confinado. Daniela fue tras él, al día siguiente y después de cerrar la casa con la determinación de no volver a ella una vez que nadie dependía de sus cuidados. Ni siquiera mató al cerdo, no se llevó un solo enser, nada le importaba de todo aquello. Prácticamente tenía el equipaje hecho desde hacía cinco años, el mismo que había traído de Región y apenas tocado, que pacientemente había esperado el inevitable momento que un día u otro había de llegar. Hizo el viaje a pie y en carro del que saltó al llegar a la vista de las primeras casas. Detrás de una tapia se mudó las ropas y al pie de la tapia quedaron para siempre sus negras estameñas, un sufrido chal de lana, un pañuelo blanco y unos zuecos. La persona que bajó del carro no era la misma que la que entró en Región.
No tenía muchas puertas a las que llamar y no era tanto su atrevimiento como para acudir a quien en su primer viaje la había atendido y le había buscado el empleo, víctima ahora de la piratería de sus hermanos. Pero Daniela era una de esas personas que no teniendo un porvenir despejado —más bien cerrado por todas partes— sabe perfectamente lo que ha de hacer en las próximas veinticuatro horas; acaso por eso aguantó cinco años en casa de su padre, cada día con el siguiente ocupado. Y como conservara íntegros sus ahorros y como algún conocimiento de la vida regionata había adquirido durante su estancia en la casa de la plaza de la Colegiata se fue derecha al Cuatro Naciones, convencida de que no había mejor lugar para negociar la libertad de su hermano. Dos caballeros le cedieron el paso; uno se quedó mirándola —un hombre de flequillo alborotado y un tanto rubicundo—; el otro parecía demasiado apresurado como para reparar en nada y cuando ella pasó a su lado dirigió a su compañero una frase que incluía la palabra «Juelves». El primero desde la calle se volvió a mirarla mientras el otro, con un maletín de tamaño mediano, le apremiaba para que apretara el paso.
No anduvo descaminada Daniela Gilvarey durante su estancia en el Cuatro Naciones que en nada influyó para la puesta en libertad de su hermano Saturnino. Como su prendimiento no dio el menor resultado para atraer a sus hermanos —y corroborada su ineficacia con la llegada de su hermana, para estar cerca de él y asistirle con sus visitas y paquetes— alguien, constituido en sabueso, se decidió a soltarlo en la idea de que su querencia le conduciría a la guarida de sus hermanos. Salió con mucha fiebre y con un principio de congestión pulmonar contraída en el calabozo que al día siguiente de desalojar él fue ocupado por Ventura León.
Saturnino —muy posiblemente por consejo del señor Erskine, quien, tras haber puesto los ojos en ella en la puerta del Cuatro Naciones, no tardó en presentarse y trabar relación con Daniela— no salió de Región y se refugió en una casa de la vega, ya en las afueras, para reponer su salud y persuadir a las fuerzas del orden de que no mantenía ninguna clase de vínculos con sus hermanos. Muy poco después, también a sugerencia de Erskine, que así cumplía un doble servicio —por la declaración de Daniela en favor de Ventura León— y conjuraba una doble amenaza, entró la muchacha en la casa de la vega, con los mismos bultos con que había salido de la casa de la madre del inquilino, cinco años antes.
Los temores de Erskine estaban bien fundados y no se dirigían tan sólo al joven que hacía poco había salido del penal de Santoña y probablemente había matado de un porrazo a Eduardo Vázquez y no pararía hasta dar con Daniela. Tiempo atrás había hecho su aparición en Región —y apareció como todos sus predecesores sicilianos, de la manera más natural, como si se limitaran a aprovechar las facilidades de una línea directa entre Palermo y Región, tan directa y no terrenal como la de Dover y Calais o tan espiritual y antagonista como la de Roma y Moscú— un tipo llamado o apodado Tito Meneses, familiar o conocido de Chavico de sus tiempos de matón y que después de hacer unos cursos en Sicilia, se había relacionado con la Mano Negra y había operado en Andalucía, adonde, por una temporada, no podía volver. Unos decían que el Meneses no era más que la corrupción castellana de un nombre italiano mucho más complicado —no Minestrone, pero algo así—, como había ocurrido con Chavico, pero otros daban por segura que era una consecuencia más del gracejo andaluz, que así le había motejado por su afición a la pedrería y los falsos metales nobles, las muñequeras claveteadas y las pulseras de hojalata. Era el puro matón y a su lado el Chavico de los mejores tiempos sería una guirnalda de virtudes y nobleza; era tan matón que ni siquiera era jugador porque sólo apostaba sobre sí mismo y, como los poetas clásicos, nada dejaba al azar y nada hacía en demasía; sólo lo justo, lo justo para ser matón. Un tratadista moderno que ha estudiado ese tipo hasta donde se deja estudiar y ha seguido su declinante trayectoria desde los grandes matones del XIX hasta los esfarataores de hoy —un proceso más rápido, pero análogo al que de los tiranosaurios conduce a los lagartos— ha señalado el carácter técnicamente levantino de esa raza. Y si hoy sólo subsisten en la tierra donde se come la jibia, entonces era otra cosa, pues lo que los grandes helechos fue para los saurios fue el progreso para los matones.
Tito Meneses lo mismo terminaba con un baile que con un plante; lo suyo era terminar y, por supuesto, sólo se alquilaba para eso; para terminar con el orden o para terminar con el caos, la ley o el bandolerismo, pues siempre habría alguien —en la España que estrenaba República— que pensara que había que terminar con la presente situación. Poco tardó en pasar de Chavico a Cristino Mazón —liberal, mas no republicano, nunca republicano— y de la cuenca —donde pronto terminó con unos conatos de disturbios sin ninguna conexión con el Congreso de Valencia de la Internacional, tal como quería el Casino, ni vinculación precedente con la insurrección cantonal, como posteriormente querría el hall— a Ontiveros para desde allí terminar de una vez para siempre con el bandolerismo.
En cuanto supo en el hall que a los pocos días del asalto de Ontiveros Tito Meneses dormía en una de sus dependencias y acompañado de dos o tres jinetes armados recorría sus lindes y hasta se acercaba en sus rondas a los de Mantua, el señor Erskine —que en ausencia de Ventura León agudizó su ingenio, su oído y su olfato para cumplir sus funciones— intuyó el peligro y sugirió a Daniela la conveniencia de buscar un refugio más seguro que la habitación del hotel y una estancia más reservada que en pleno centro de la villa. Con todo se retrasó un poco o tal vez Eugenio Mazón —un tanto desdeñoso para los problemas externos para cuya comprensión necesitaba un tiempo que nunca regalaría— tardó en dar su consentimiento y no para pensarlo con calma, sino porque —excepto para los combates de lucha y las decisiones súbitas— era hombre lento y poco acostumbrado a dar un sí. La cuadrilla de Meneses se presentó en la casa de los Gilvarey en cuanto en Ontiveros se tuvo noticias de que había vuelto a ser ocupada; eran cinco jinetes armados con escopetas y carabinas. Meneses era un tipo inconfundible, que en invierno se protegía con una amplia capa de color tabaco que le llegaba a los tobillos, pero en toda estación del año —lo mismo en enero que en octubre se paseaba remangado, exhibiendo en sus brazos sendas muñequeras de cuero negro claveteado. La casa estaba cerrada, las contras seguras, las trancas echadas; pero al encontrar indicios de una reciente habitación —huellas de pocas horas— la forzaron y la prendieron fuego, como indudable señal y aviso de sus intenciones. Durante el expolio surgió un incidente entre ellos; dos de sus secuaces quisieron llevarse unos objetos de mínimo valor, pero Meneses —como buen profesional— se opuso a ello para eludir la existencia de pruebas del delito y en la discusión cruzó la cara de uno. En el suelo juró vengarse y para hacer consistente su amenaza hizo el camino de vuelta a Ontiveros un tanto rezagado, a pesar de los intentos de su colega por conducirle hasta el grupo. A la postre le dejaron a su paso y cuando cayó la tarde le perdieron de vista. No pudo cumplir su amenaza y no le volvieron a ver vivo; a la mañana siguiente le encontraron tendido en el camino, con el consabido porrazo en la cabeza con que terminaban su existencia todos los enemigos de aquel fantasmal y ubicuo vengador.
Era más de lo que Cristino y Meneses podían soportar. A decir verdad a Cristino no le iba mucho en ello, pero para el matón un golpe así ponía en tela de juicio su prestigio y su salario. Es lo más probable que a partir de ese incidente el matón se decide a actuar por cuenta propia, sin consultar con Cristino el siguiente paso que, naturalmente, no será en falso. Cristino no podrá aprobarlo, pero una vez ejecutado no tendrá otra opción que cubrirlo; en cierto modo, tales son los términos tácitos de su acuerdo. No tienen que molestarse mucho y no hacen falta más que tres hombres que, apostados en la vega, esperan a Saturnino de vuelta de un paseo solitario para respirar aire puro y oxigenar unos pulmones consumidos. Ni siquiera necesitan llevárselo muy lejos, hasta unos encinares en la dehesa de Bohar, donde es amarrado a un tronco y tras la aplicación de unos medidos y hábiles golpes, abandonado en estado semiagónico. Pero antes de caer, con nublado entendimiento y nula capacidad de reacción, de su boca salen unas entrecortadas indicaciones acerca de una mina abandonada, no lejos de Aguaturca.
Dos días después tendrá lugar el combate de Aguaturca, del que la autoridad no querrá tener la menor noticia —en cierto modo amparada por los fogonazos de una Guerra Civil que en aquellas tierras no había prendido—; no sólo no se dará por enterada, sino que, hasta donde su poder alcanza, desmentirá y silenciará por la fuerza —como si se tratara de un grave desacato— el relato que sobre él corre de boca en boca por todo el valle. Una partida numerosa, de unos diez o doce hombres, se enfrenta con los tres Gilvarey en las laderas cubiertas de brezo donde se sitúa la bocamina de una antigua explotación de hierro, abandonada desde siglos, en las proximidades de Aguaturca. En la guarida sólo se encontraba el mayor de los hermanos, Vicente, que —con ayuda de un chiquillo expósito que le servía de pinche— se decidió por sí solo a repeler la agresión en la inteligencia de que los otros dos, que no podían estar muy lejos, llegarían en su ayuda con el eco del primer disparo. Así fue; el combate duró varias horas y concluyó con un saldo nada favorable para los hombres pagados por García Menor y capitaneados por Tito Meneses; pues si bien en él perdió la vida el mayor de los Gilvarey, Vicente, y José María recibió un tiro en el pie que le dejó cojo para el resto de sus días, cuatro de los mercenarios quedaron en el monte. Y se dijo que cuando, ya con una luz declinante, la partida abandonó la empresa aún sonaron en el monte media docena de disparos con que Juan remató la suerte de tres mercenarios que habían de servir de carnaza a esos buitres enanos y fosforescentes que, al decir de los pastores, se han convertido en animales tan sibaritas y tan enemigos del género humano que pueden prescindir del banquete ofrecido por un ternero o un rebeco despeñado con tal de picotear en el pecho, el vientre o el cráneo de un cazador —como en Mantua es preceptivo— poco afortunado.
El combate no terminó ahí, pues el carácter de sus protagonistas —Juan Gilvarey por un lado y Meneses por otro— adquiriría un nuevo matiz con su resultado. Sin duda que con aquella efemérides gira el destino y cobra toda su envergadura la personalidad vindicativa (y carnicera) del menor de los Gilvarey, Juan, que de bandido de ocasión y salteador de caminos pasa a convenirse en ángel tutelar de la diosa de la venganza. A partir de la muerte de su hermano Vicente dejan de interesarle el expolio y las depredaciones que todavía la escuálida riqueza del valle podía ofrecer a un hombre que, por encima de cualquier otro atributo, hiciese gala de la audacia. Si asalta y roba es para subsistir y adquirir los medios con que proseguir su guerra particular y desde entonces no tendrá otra profesión que la venganza ni otro cliente que la familia García Menor, con sus allegados. Y ha jurado que matará a Meneses, aunque le cueste la vida.
Por su parte, Meneses no ha podido quedar más desairado. Ha sido humillado por poco más de un rapaz que ha puesto en entredicho su profesionalidad y rebajado su categoría. Ya no puede frecuentar los tugurios y reclamar silencio con un taconazo y, por si fuera poco, la recuperación del prestigio la tendrá que hacer por sí solo, pues Cristino —en cuanto apoderado de García Menor para todos los trabajos sucios—, después de utilizar toda su influencia para silenciar el incidente de Aguaturca, no permitirá que una vez más el matón actúe por su cuenta y riesgo; y aunque no ha recuperado uno solo de sus candelabros, ordena a Meneses que se limite a vigilar la finca —sin aventurarse fuera de sus lindes— por temor a que el precio que le cueste, si la autoridad gubernativa se decide a sacudir su pasividad, sea mucho mayor que el valor del tesoro robado por los Gilvarey y multiplicado por cinco en el correspondiente atestado. A Tito no le queda otra opción que largarse de la tierra o buscarse la revancha por sí mismo, sean cuales sean las órdenes de Cristino. Por la razón que sea —bien por amor propio, bien porque le retenga Laura Albanesi— se decide por lo segundo, y desde el camastro de Ontiveros o en el lecho de la calle de la Tercia empieza a elaborar un plan algo más refinado que el anterior y que para evitar una repetición del suceso de Aguaturca ha de pasar por Saturnino o por Daniela. Es posible que la duración de su exilio en Región fuera obligada; o que hubiera encontrado allí un campo de acción mucho más desguarnecido que en el resto de la península y en el que —salvado el escollo de los Gilvarey— faenar durante una larga temporada, o que, nada satisfecho por su resultado, el combate de Aguaturca despertara, al tiempo que el afán de revancha, la codicia por la posesión del tesoro sepultado en la mina y que, a causa de las engañosas palabras de su antiguo propietario, cree mucho más cuantioso de lo que en realidad es. Por si tenía algunas dudas sobre su inmediato futuro y sus próximos pasos, la muerte de Chavico vino a despejarlas, con una razón más —y tal vez más poderosa que todas las anteriores— para su permanencia; pues a todas ellas se venía a añadir una posibilidad, un tanto ambigua y lejana, que de llevarla a la realidad podía hacer de él el hombre clave de la situación; el que daría las órdenes —incluso a Cristino y García Menor— en lugar de recibirlas.
Estimulado con tan poderosos augurios Meneses se inclina por una simulada —o siempre amparada por una estratagema— indisciplina y en la sombra se decide a reclutar una partida de hombres descontentos, dispuestos a subir una vez más hasta Aguaturca para terminar con Juan y hacerse con el tesoro. Considera que es el primer paso que —desde el lecho del gabinete de la calle de la Tercia— le puede llevar al de la casa de la plaza de la Colegiata. El premio será de tal magnitud que no duda en arriesgar al máximo y para obtener una primera bolsa se vuelve contra García Menor, quien cree que al mercenario sólo le mueve la liquidación de un saldo, imprudentemente dejado en suspenso hasta el finiquito del contrato y su salida definitiva del valle. Se produce el atraco, esta vez en la capital, de una forma tan bien estudiada y perfecta que el propio García Menor —en una de sus postreras resoluciones, antes de caer fulminado por la hemiplejia— tiene que dudar de que proceda del joven y montaraz bandido, demasiado perdido y alejado en sus breñas como para disponer de una información tan precisa sobre los movimientos de su pagador. Pero cogido por su propia trampa, una vez más se ve obligado a levantar la acusación sobre los Gilvarey y monta con toda publicidad y ayuda de la ley una partida dispuesta a batir el monte y no regresar a Región sin las cabezas de los dos hermanos y —cosa también importante— con la prueba de sus delitos, sobre todo del último. La encomienda no tenía otro propósito que el de incluir en la partida a Meneses quien a regañadientes, pero sin la menor posibilidad de rehusar la invitación a menos de ponerse en evidencia, accedió a acompañar a sus gentes hasta Aguaturca en una expedición que, organizada de esa manera, no ofrecía para él ninguna ventaja ni le había de ayudar a la ejecución de sus planes. En muy poco tiempo el viejo García Menor —el más poderoso de todos los Atanasios— había sufrido un sensible cambio a tenor de los tiempos. Sus ambiciones se habían doblegado porque comprendía muy poco todo lo que había cambiado, el clima de abierta violencia, la participación de tantas personas desconocidas que osaban tratar de poder a poder a las antiguas potestades; nunca llegó a saber desenvolverse en aquel ambiente encarecido y sólo suspiraba por volver al antiguo régimen cuando él y dos o tres personas más, sin contacto directo con la fuerza y la coacción, podían disponer a su antojo de los intereses de toda la comarca; y creía —en uno de sus últimos momentos de energía y lucidez— que recurriendo a los antiguos procedimientos podría de un solo golpe acabar con los Meneses y los Gilvarey, y recuperar la tranquilidad del cacicato, alterada por nuevos ricos, aventureros y matones.
La partida consta de más de veinte hombres e inaugura (pues la encabezada por Meneses y que dio lugar al combate de Aguaturca jamás gozó de registro histórico) esa periódica caza del fugitivo que cada diez o veinte años se organizará en Región para sacudir su aburrimiento u olvidar la maldición del Numa por unos días, con la representación histriónica de su función. Para conceder a la acción todo el relieve que merece la encabezan el primogénito de García Menor —de nombre Atanasio también, un joven sin el carácter de su padre y que por el momento no parece molestarse en acrecentar lo que un día ha de recibir— y Cristino Mazón, su hermano político; y se acompañan de Murano y Santo Bobio, dos descendientes de antiguos señores que han tenido que pasar al vasallaje, más o menos disimulado, y son requeridos para formar el cuarteto que se distraerá con el naipe en las acampadas o con la carrera del zorro en alguna desviación cinegética de la misión. Pero Cristino Mazón, nada aficionado al caballo, pronto da media vuelta, requerido por un propio (aleccionado de antemano para ello) a volver urgentemente a su despacho de Región para un asunto que no permite demora alguna. Meneses recela de tal abandono, pero nada puede hacer situado en segunda fila, en modo alguno deseoso de tomar la dirección de la marcha. Una vez más menosprecian la astucia y diligencia de Juan, advertido de lo que contra él se preparaba —sin necesidad de espías— por el imprudente clamoreo con que García Menor quiso legalizar su empresa. Juan y José María ya sabrán cuidarse de sí mismos; son Saturnino y Daniela los que corren el mayor peligro. El primero se traslada una noche a una casa de Cafarnú, de toda confianza, en cuyo altillo se oculta. El señor Erskine —que por entonces estaba instalando en Ontiveros unos sanitarios de la marca Cascades (roto su entendimiento con la casa Twyfords, por no aceptar ésta sus proposiciones para un equitativo reparto de los beneficios) y estaba al corriente de cuanto allí ocurría y se preparaba— por temor a que se reprodujera un atentado como el de Bohar arregló y aceleró ese traslado, gracias a su amistad con un albañil, y apremió a Eugenio para que acogiera a Daniela en la casa de la vega, un lugar que ni el propio García Menor se atrevería a allanar, con o sin Meneses.
En la mina no encontraron nada, tan sólo huellas de habitación y señales de un paso reciente en dirección a Fuentes Falda y los lindes de Mantua que algunos se prestaron a cruzar (tal vez entonces no infundían tanto respeto como ahora) frente a la oposición de la mayoría más propicia a continuar la búsqueda por los piedemontes de Montayú y las Bárdenas altas. Nadie desea volver a Región con las manos vacías, pero al que menos importa es a Meneses que, convencido de que los pájaros han huido, teme que Mazón le prepare un recibimiento poco acogedor. Por las disensiones entre unos y otros y por la falta de capitanía la partida se divide en dos en Fuentes Falda; Meneses y los suyos se vuelven por el camino de Socéanos; García Menor y Santo Bobio rehacen sus pasos hacia Aguaturca y los lindes de Mantua, espiados desde lejos por un innombrable sujeto que nunca se dejará ver. Santo Bobio —imprudentemente atraído por una perdiz o un zorro más allá de una línea que sólo existe en la mente de una criatura casi supraterrenal— no volverá nunca. No sólo no volverá nunca, sino que obligará a volver al descendiente que no volverá nunca; tan pesada es la carga del apellido que todo Santo Bobio ha de dejar descendencia antes de subir a Mantua en busca de su progenitor y, por lo mismo, está obligado a subir a Mantua en cuanto tiene descendencia. Acaso por eso la descendencia por lado paterno de los Santo Bobio se hace esperar cada vez más hasta culminar en esa figura —muy propia de tiempos revueltos y republicanos— del aristócrata setentón que, entre sollozos, se cala una boina chapada para depositar en su cuna a un bebé empapado por las lágrimas y a continuación descuelga una escopeta con la que no ha disparado en los últimos treinta años.
El primogénito de García Menor apareció muerto de un porrazo en la cabeza en las cercanías de Tebus, unas horas después de que un granjero advirtiera un caballo ensillado pastando en su propiedad. Entre su muerte y la hemiplejia de su padre —y, por consiguiente, la transferencia a Cristino Mazón, como nuevo cabeza de familia, de la administración del mayor patrimonio del término de Juelves— no mediarían seis meses.
La partida no pudo, pues, tener resultados más desastrosos. Pero a título de consuelo todos los que habían intervenido en ella (menos Meneses) quedaron por unas semanas convencidos de que los dos hermanos se habían esfumado para siempre, ganando su franquicia al otro lado de la cordillera. Aquella costosa y no establecida paz no había de durar mucho. Un paisano tentado por la codicia informa a Tito del paradero de Saturnino, escondido en un altillo de Cafarnú y consumido por la fiebre. A falta de mejor primicia, la represalia no se hace esperar. Saturnino es llevado al monte y abatido por media docena de escopetazos; entre sus ropas fue encontrada una cartera que había pertenecido al pagador de García Menor, con unas pocas monedas y unos cuantos libramientos de imposible negociación, que aparentemente desgravará a Meneses de toda sospecha acerca de su participación en el atraco, pero que no hará sino aumentar los recelos de Cristino hacia su antiguo testaferro.
Por un instante se piensa que las cuentas han quedado saldadas y una tregua conseguida por el temor a la represalia se extiende por Región en los días en que Eugenio —no sin obtener a su manera garantías sobre la seguridad de Daniela— marcha hacia Navarra. Pero el espíritu de vindicta no se ha extinguido, tan sólo reposa en espera de la ocasión propicia. Tras unos meses de calma la venganza —alimentada por la meditación— se cebará de nuevo en la familia y con la más sobrecogedora e inquietante de sus manifestaciones. Tres de los nietos de García Menor —dos de su hija y el primogénito de Cristino— volvían acompañados de su aya de una merienda junto al río cuando son invitados a subir a un carro que les llevará hasta su casa; el aya ya no recordará más, aporreada en la cabeza en el momento de subir al pescante y depositada junto a una carrasca dormida con una fuerte dosis de cloroformo. Los dos pequeños aparecen en el mismo paraje y en parecidas condiciones, atados y anestesiados, pero la niña —la predilecta del cacique— presenta en la mejilla un corte desde la oreja hasta la nariz que ya nunca podrá disimular y que pondrá de manifiesto para el resto de sus días la clase de herencia de que es acreedora. En cuanto al mayor de Cristino nunca se volvió a saber de él; durante muchos días su gente rastreó el lugar y sus inmediaciones, pero sin que se obtuviera ningún resultado. Se dio en suponer que después de zafarse de sus aprehensores —un conjunto de pisadas y tierras revueltas así lo insinuaban— fue de nuevo capturado y sacrificado, escondido su cadáver en cualquier punto de aquel arenoso carrasca]. Otros —más dados a ciertas variantes del sebastianismo— apuntarían la posibilidad de que siguiera con vida, lanzado a la vida salvaje o refugiado en la compañía de algún pastor lo bastante huraño como para no devolverlo a la civilización y guardarlo consigo. Al horror suscitado por tal suceso se vino a sumar la inquietud y perplejidad provocadas por los numerosos enigmas del crimen —obra más propia de un maniático que de un bandido, por encendido que tuviese el espíritu de vindicta—, pues ¿qué sentido podía tener la ocultación del joven Mazón, el último en llevar el apellido, cuando los otros dos habían sido abandonados al borde del río?
Desde el primer momento el crimen fue imputado a los Gilvarey y ya se habló de nuevo de la organización de una partida de castigo, pero el recuerdo de la desastrosa expedición anterior estaba demasiado fresco y frenó los ánimos de Cristino, convencido por sus amigos de que en poco tiempo le llegarían por cualquier conducto unas condiciones para el rescate de su hijo. Estableció una vigilancia permanente sobre la casa de la vega y dejó pasar el dolor, enfrascado en las numerosas preocupaciones que su suegro le había legado con su hemiplejia. En menos de medio año la familia García Menor había quedado reducida a mujeres, niños e inválidos y a su trono rural se había encaramado Cristino Mazón, decidido más que cualquiera de sus precursores a convertirlo en la primera potencia regionata, tal como suele ser la norma de quienes encabezan una nueva dinastía que lleva en su sangre un doble número de pretensiones.
Al no recibirse en las semanas y meses que siguieron la menor comunicación sobre el precio y la forma del rescate, la hipótesis del rapto fue poco a poco siendo desechada y sustituida por la del simple crimen, cometido en circunstancias tan vergonzosas y agravantes como para ser ocultado para siempre. Si tenía por finalidad —además de cobrarse venganza por la muerte de Saturnino— amedrentar a los García Menor y advertirles del baño de sangre con que podía ser lustrada la familia si perseveraba en su sañuda persecución del bandidaje, cierto que lo consiguió. Como primera providencia, o como resultado de las desavenencias entre el patricio y Cristino provocada por el crimen, casi todos los García Menor abandonaron Ontiveros (unos para buscar refugio en Región y otros más lejos todavía) que quedó bajo el cuidado y la administración de Cristino quien, con el pretexto de mantener desde allí la vigilancia y el acecho en espera de la vuelta de su primogénito, tomó posesión del lugar y con él conquistaría una inapreciable cota desde la que hostigar a su madre. Pues si al usufructo de Ontiveros lograba añadir las propiedades de los Mazón en el Auge y Cabeza —y que aspiraba a obtener como herencia legítima a cambio de la cesión de sus derechos sobre las otras propiedades en Región y Bocentellas— bien podría presumir de haberse convertido en el hombre más poderoso del valle y al que hasta los bandidos de Aguaturca tendrían que rendir vasallaje. En cuanto el viejo García Menor abandonó Ontiveros en su rústico balancín, Cristino despidió a Meneses y lo primero que hizo éste en Región fue dirigirse al gabinete de la calle de la Tercia, a ponerse a disposición de aquella mujer que, viuda por segunda vez, no podía ir por el mundo carente de protección.
Cristino Mazón —al que no le faltaba el coraje— era hombre de puertas adentro, que sólo detrás de una mesa sabía despachar los asuntos; por su educación tenía verdadero horror a la fuerza física pero, con tal de no verlas, podía ser el promotor de las más extremas violencias. Ya en otras ocasiones había echado mano de Chavico —atraído a su bando como la mosca hacia la leche— para encomendarle toda clase de trabajos sucios o al aire libre o para tratar con gentes no del todo respetables. Pero Chavico era tan ligero y tan poco competente que en cuanto apareció Meneses en Región lo suplantó en casi todas sus funciones y locales, menos en el lecho de la casa de la plaza de la Colegiata, porque tenía otro mejor —o más ardiente— en el gabinete de la calle de la Tercia. A poco de su llegada a Región cobró una cierta notoriedad y por primera vez Laura Albanesi debió reconocer que se encontraba en condiciones de inferioridad y que a las amenazas y coacciones emanadas de la coalición le sería difícil replicar sólo con desdén y astucia. Las armas que desde siempre había utilizado con mayor arte y acierto —sus dádivas, sus encantos femeninos y su habilidad para con sus intrigas enfrentar a sus adversarios— bien podían resultar inútiles frente a aquellos tres hombres, contra dos de los cuales no tendría efecto su poder de seducción. Pero quedaba un tercero hacia el que, además, por el proceso de saturación que sólo puede desembocar en el hastío o la morbosidad, sentiría una cierta curiosidad sexual —ajena a la lucha de intereses en que se veía envuelta—, aderezada por la malquerencia hacia sus socios y la posibilidad de enquistarle con ellos. Una curiosidad correspondida por otra de la misma clase por parte de Tito Meneses, el matón que nunca desdeñaría la oportunidad para incluir a aquella madura emperatriz del lecho en la lista de sus conquistas. Y aún más, de simular rendirse a sus encantos, de hacerla suya, de conmover su voluntad a su capricho, de someterla a su régimen carnal y de engañarla a continuación; exactamente el mismo plan —y ejecutado a través de las mismas etapas— que ella le tenía reservado. Ciertamente entre los individuos pagados de su propio cuerpo, idólatras de su físico y convertidos en campeones del sexo capaces de obtener todos los galardones que se proponen, prima la necesidad de medirse (al igual que en la lucha) con un igual a ellos, que ostente un historial de éxitos comparable al suyo y no tanto con el propósito de extraer de la competición una experiencia inédita cuanto con la mórbida pretensión de obtener el triunfo más difícil y dejar tendido en el terreno un adversario de gran talla, con su carrera definitivamente truncada por la casi suicida voluntad de superar al más fuerte; cuántas veces el trato carnal constituye un macabro remedo del duelo que denuncia el cinismo implícito en la naturaleza al tratar de ocultar el gesto de exterminio de donde deriva, como ese alto y germinal bohordo que la pita, tras vivir veinte años estéril, erige sobre sus arruinadas y decrépitas pencas.
La mayor ventaja de la Albanesi sobre Meneses (al que entre las sábanas hablaría en jerga siciliana, para hacer más tirante el nudo de la complicidad) residía en la necesidad de éste de ocultar tales relaciones, un desacato lo bastante grave como para que hijo y marido —y por ese orden— rompieran todo trato con él al menor atisbo de ellas. A la primera fechoría podría Laura —generosa hasta el cinismo con su propia reputación— responder con una delación en previsión de la cual bien se cuidaría Tito de hacerle comprender, mediante contundentes consideraciones sobre la escasez de sus escrúpulos, lo peligroso de tal solución, sobre todo para una mujer no sobrada de hombres decididos a protegerla y completamente desguarnecida ante determinado tipo de agresiones. Tanto en el lecho como en la escena basta con que un personaje produzca una frase de cierto corte para adivinar qué clase de comedia o drama va a seguir.
Todos habían comprendido las lecciones de la guerra entre los García Menor y los Gilvarey y nadie en su sano juicio, en un momento tan revuelto, podría presumir de vivir en paz y no guardar en su arsenal las armas utilizadas por unos y otros. No podía la Albanesi sino envidiar la buena fortuna que tal guerra había deparado a su hijo menor —que tampoco había hecho grandes méritos para ganarla— y, contra toda razón, se dejaba llevar por las ensoñaciones, a la delectación que le producía la posibilidad de reunir en una misma persona las dos mayores fortunas de la comarca. Y además estaba la sangre y las desilusiones provocadas por tanto tránsfuga como había pasado por su casa; en su fuero interno sólo tenía estima por sus Mazón, despreciaba a su yerno y a su nuera, reservaba sus mejores sarcasmos para las pocas luces de los García Menor y en cuanto a los advenedizos los consideraba una plaga del momento —incluyendo al Chavico de los momentos bajos— de la que pronto se verían libres a poco que todos demostraran un poco de cordura. Con frecuencia se le oía decir que añoraba la pasada armonía familiar (sin que nadie supiera a ciencia cierta qué quería decir con eso) y que estaba dispuesta a todo con tal de ver a sus hijos y nietos unidos y contentos en torno a ella. Era la forma que un temperamento orgulloso adoptaba para confesar su miedo; todas sus quejas estaban envueltas de un falso descontento y sus buenas palabras no levantaban más que suspicacia. Inmediatamente antes de que saliera para Navarra se produjo un encuentro en el que, una vez más, Laura pidió a Eugenio que mediara en el conflicto familiar, que estableciera los términos de un armisticio y que él mismo, en calidad de árbitro, le aconsejase y ayudase en una distribución equitativa del patrimonio familiar, a la vista de lo que tenían y necesitaban unos y otros. Para Eugenio tal oferta era como el salvoconducto para Navarra que Laura Albanesi se avino a expedir con una promesa que, por una vez, se veía obligada a cumplir sin paliativos ni segundas intenciones si no quería verse a la larga sola y abandonada de todos. Con su hermano hizo cosa parecida, aunque con éste el convenio tenía el carácter de un cese de hostilidades con los Gilvarey, a los que debía dar por muertos.
El precio impuesto a su madre no era cosa de poca monta: le obligaba, por el tiempo que durase su ausencia, a permitir la estancia de Daniela en la casa de la vega, mientras que su hermano Cristino quedaba comprometido a velar por su seguridad o, al menos, a impedir que cualquiera de sus esbirros se dejase ver por sus inmediaciones. Bastaba con una insinuación para que Cristino comprendiera todo lo que quería decir y a quién hacía especial referencia. Había supuesto Eugenio que una cosa así no sería nada fácil de obtener, tanto por Daniela como por los otros dos. Cada una de las mujeres podía alegar un sinnúmero de razones —las ofensas recibidas, el orgullo maltratado, la recíproca antipatía, por no hablar de odio— para rechazar el compromiso que a ambas trató de imponer no por respeto y obediencia hacia él, sino en atención a los beneficios que podían obtener con tan forzada alianza. Con falsas protestas del sacrificio que les obligaba a realizar —y que realizarían tan sólo por cariño y obediencia hacia él— ambas aceptaron el compromiso, ambas persuadidas en secreto del provecho que podrían obtener si pasaban el trago; una porque no se viese en situación de crearse más enemigos y considerase que su plácet supondría la alianza incondicional de Eugenio y la otra porque, por muy mortificante que le resultase la estancia en aquella casa, había comprendido que con el consenso del héroe podría alcanzar la situación (tal vez la de esposa) desde la que cobrarse la diferida venganza sobre Laura.
No pudo por menos de asombrar a Eugenio la timidez de las protestas de ambas mujeres. Lo que había reputado como un dilema casi irresoluble quedaba resuelto en un par de breves charlas, salpicadas de buenas palabras, que para nada respondían al clima de violencia y rencor de las pasadas semanas. Decididamente —se decía a sí mismo— no era capaz de comprender aquel país, a ninguna escala, y se preguntaba si aquella causa que le llevaba a combatir en Navarra no vendría provocada por disensiones semejantes a las que sacudían a su familia y a sus gentes y que si un día se celebraban con sangre al siguiente se cerraban con un brindis. Era el primero en creer que al cabo de un mes estaría de vuelta —secreta confianza que compartía con Laura y Daniela, cuyas decisiones habrían sido otras —muy probablemente— de haber supuesto la duración de su ausencia—, con un saldo en su haber muy semejante al obtenido en la ocasión anterior.
Poco tiempo había transcurrido desde la marcha de Eugenio Mazón para unirse a las fuerzas de Dorregaray cuando se produjo la muerte de Chavico, en circunstancias nunca esclarecidas, pero en modo alguno misteriosas. Cayó en Macerta, fulminado de un ataque al corazón, en un lecho adúltero; una mañana despertó con la boca envuelta en baba y unos ojos fijos —semejantes a los botones de los disecadores—, sin poder hablar ni mover un miembro. En tal estado —y para evitar el escándalo— Laura se empeñó en trasladarle a Región —con muchas precauciones y misterios— donde murió al cabo de una semana en su lecho de la casa de la plaza de la Colegiata. Como el traslado no pudo ser totalmente ocultado, una vez más corrió la voz de que se trataba de la maldición siciliana y una opinión anterior a la del pueblo —la que se proclama y extiende de forma anónima para que éste la recoja y haga suya— señaló a los hermanos Gilvarey, operando desde hacía meses —y después de Aguaturca— a ambos lados de la cordillera como autores del nuevo asesinato. Por una vez todos los Mazón (menos Eugenio), perfectamente enterados de lo ocurrido, no vacilaron en salir al paso de afirmaciones extravagantes y Laura (tenía muy fresco el compromiso como para atentar contra él siquiera con una palabra inoportuna o un silencio susceptible de ser maliciosamente interpretado) no dudará en afirmar de manera resuelta que en tal caso nada tienen que ver los Gilvarey, «si es que todavía existen».
Para Laura la muerte de Chavico fue un gran alivio. Nada suponía ya para ella o, como mucho, un pobre enemigo que por falta de recursos sólo podía producir molestias. Sin embargo, quedaba rota la triple alianza y con un Meneses dispuesto a acudir a su lecho en cuanto ella levantara un dedo, desequilibrado a su favor el dispositivo de las fuerzas. Una vez más se veía con energía para pasar al ataque; un ataque por el flanco más insospechado que, si prosperaba, restablecería el antiguo orden de batalla: Cristino por un lado, Eugenio y ella por el otro.
El incentivo de la recíproca curiosidad entre Laura y Tito Meneses había dejado de surtir efecto, como ha de ocurrir siempre que ese estímulo —útil para la primera ocasión, pero rara vez para la segunda— no sea sustituido por otro con más poder de agarre; así, pues, a las pocas semanas de la segunda marcha de Eugenio, el vínculo entre ambos amantes estaría encomendado a ciertos particulares en los que se mezclaban, como ingredientes naturales, la falta de cosa mejor, el temor a la ruptura, la posible represalia y —en el caso de Laura— esa ingenua añoranza de la constancia que el amante más mudable genera para subsumir su última y enésima decepción. Hasta entonces la lid se había desarrollado —en apariencia— a su favor.
Desde hacía muchos años —pues ya lo conocía Daniela en sus tiempos de doncella— tenía dispuesto Laura un gabinete en otro inmueble de su propiedad, en barrio apartado y con puerta trasera, donde recibía sus amistades más secretas o aquellas a las que, al dictado de su capricho, se complacía en mortificar o tan sólo mantener en una segunda categoría que nunca pondría los pies en su mansión principal. Ése fue el escenario de sus amores con Meneses, incluso después de la muerte de Chavico, y en ningún momento pasó por su cabeza abandonarlo sobre todo cuando advirtió las insinuaciones de su amante por trasladarlos a la otra casa. Con el más secreto regocijo recibía Laura las muestras de inquietud que su segunda viudez obraba en el ánimo de Meneses. Una diferencia de edad de casi veinte años sólo se traduciría en ventajas para ella, siempre que supiera aprovecharse de las torpezas en que incurre todo pretendiente cuando no está seguro de ser el elegido. Y Meneses cada vez lo estaba menos, un tanto desquiciado por la parquedad de los resultados obtenidos con sus ejercicios en la cama. Comenzó por hablar más claro, por intentar imponer su ley; quería enervarla, salir al paso del progresivo desdén con que era tratado y darle a entender que, siendo viuda, nada tenía que temer porque les vieran juntos y se supieran o sospechasen sus relaciones. Y Laura callaba, esperaba y simulaba ser muy resignada, segura de que por aquel camino Meneses no tardaría en tropezar y caer. Con frecuencia había buscado refugio en la figura de Chavico para cortar las alas o salir al paso de las exageradas pretensiones de sus efímeros y a veces apasionados amantes; ora presentándole como un marido alejado, pero resentido y celoso, capaz de cualquier desmán para vengar à la sicilienne el menor insulto a su hombría, ora como un obstáculo infranqueable a la disolución de su matrimonio y a la transustanciación del adulterio. Tras haberlo utilizado —en la sombra— como un peligro, portador de unas armas más temibles y contundentes (entre ellas, la falta de escrúpulos) que las que pudieran exhibir sus posibles víctimas, ahora se serviría de él como de una reliquia, cuya memoria por un plazo prudencial sería necesario respetar si quería evitar mayores disgustos con sus hijos. Chavico fue, para todos aquellos unidos a él por lazos de familia, una figura marginal, que tras haber cumplido en su día un papel no excesivamente honorable, no había acertado a encontrar su lugar, ni siquiera como padre de Lucía, desde el momento en que Laura pudo o supo renunciar a su legítima compañía. Pero molesto y pedigüeño en la intimidad y en la intriga, en sociedad no quedaba del todo mal y llegó a hacerse querer por sus hijastros, con excepción de Eugenio, que nunca le trató. A veces esas figuras marginales, sobre las que recae más sombra que luz una vez pasado su momento de esplendor, sirven (o más bien son imprescindibles) para el equilibrio del conjunto de la composición que no puede sostenerse si todos los actores han de ser protagonistas del drama; y de ahí que su más acertado cometido sea interponerse entre aquellos que, por sus condiciones propias o por encontrarse situados en el eje del argumento, gozan de una luz propia y diferente, no susceptible de ser cotejada ni mezclada con la del vecino sin grave riesgo para los dos y para el conjunto. De ahí que la desaparición de Chavico enfrentara de nuevo —y de la manera más cruda— a madre e hijo, quienes durante diez años habían acertado a mantener su hostilidad de manera bastante discreta —y conservando cada cual su personalidad, sus maneras y sus argumentos— gracias a la interposición penumbral del interfecto. Ahora, tanto la viuda como el huerfanastro, amigo y socio del difunto, le llorarían y recordarían con palabras que nunca habían tenido para con él en vida, y ambos con el propósito velado y añadido de cargar sobre el otro la responsabilidad de sus malos pasos y su desdichado final. Por una vez los motivos secretos no prevalecerían sobre los públicos; la sorda lucha que habían de librar de nuevo madre e hijo apenas añadiría un acento a las lamentaciones de ambos, exageradas tan sólo por una suerte de emulación poética en busca del favor en las postrimerías de un indeciso y débil aliado que en vida les había servido de muy poco, tanto a una como a otro.
Con Chavico en la tumba Laura se sintió más segura y no encontrando la ocasión propicia para desprenderse de Meneses, tentada estuvo —con el pretexto de encontrar consuelo en otros aires— de abandonar Región por una larga temporada, sin arreglar nada, hasta la vuelta de Eugenio y la llegada de tiempos más serenos. Pero la codicia, o la tacañería, la retuvo, persuadida de que en su ausencia nada sería más fácil para Cristino, con la ayuda de sus matones y la colaboración de algún juez propenso al cohecho, que tomar posesión de sus bienes o de aquella sustancial parte de ellos que venía reclamando como legítima herencia desde que tenía uso de razón. Para luchar contra Cristino en aquella situación nada le servía Meneses y sólo podía contar con su talento para contemporizar y esperar la vuelta de Eugenio, tanto más decisiva cuanto mayor fuera su cuidado por Daniela y su acercamiento a ella; y si venía complementado por algunos desaires de Cristino, tanto mejor. O algo más que desaires. Si a largo plazo no tenía otro proyecto Laura Albanesi que deshacerse de Meneses, a corto ninguna idea casaba peor con sus intereses que, de la forma que fuera, hacer públicas sus relaciones con él, pues mientras permanecieran secretas no gozaría de otro título —ni de otra manera podría justificar su permanencia en el valle— que el de hombre a sueldo de su hijo. Nada le interesaba más que prolongar tal situación hasta que se consumara el tropiezo —a poder ser con perjuicio para Daniela— y Cristino se viese en la necesidad de deshacerse de él, no sin haber asumido el daño que pudiera causarle a Daniela. Aparte de eso y desaparecido Chavico, el hombre que las había separado, ¿qué obstáculo se oponía a que dos personas que en el pasado se habían entendido a la perfección volvieran a reunirse, una vez extinguida la causa de la desavenencia que —paradójicamente— ponía de manifiesto el parentesco de sus caracteres, sus tendencias y sus gustos? Como ocurre en casos semejantes, en que una rivalidad amorosa se utiliza como fiel contraste, Laura pensaba en sí misma en cuanto persona evolucionada que había superado aquel trance, en tanto el carácter de Daniela seguía anclado en él. Y una vez más se equivocaba. En virtud de ese error —y creyendo tener en las manos las palancas de todo el asunto— Laura decidió, tras una primavera llena de incertidumbre, sin una noticia de Eugenio y los peores augurios respecto a una pronta terminación de la Guerra Civil, trasladarse por la cuenta del verano a la casa de la vega, que no había pisado en más de un año.
Jamás fuera tan hipócrita la convivencia de dos mujeres bajo el mismo techo; jamás su recíproca alianza tomara una forma más *espúrea, más villana; jamás el disimulo tendría tanta necesidad de ser simulado, así como en un clima recio se precisa una doble hoja de cristal para lograr un cierto aislamiento. Jamás se dirían: «Haz esto por mí, mira lo que te ofrezco», pues ninguna de las dos reconocería su derecho a la debilidad, la posibilidad de ayuda que la otra —en su diferente y no complementario estado de indigencia— le podía prestar y que llegado el momento le prestaría nunca de forma interesada, sino (como el intrigante de la tragedia que en su carrera hacia el poder ha de pasar por la etapa servil y aparentar la más leal colaboración en la lucha de su señor —cuyo poder se propone usurpar— contra sus enemigos) en busca de ese ascendiente y esos méritos que un día la proclamarían vencedora. Ni siquiera necesitaron cambiar sonrisas (tal era el efecto del doble disimulo), ambas impuestas de la seriedad de la pugna que tenían que librar bajo un techo común y, tal vez, sin proponérselo acertaron en el tratamiento, más soportable que un continuo intercambio de ásperas delicadezas.
Con tal estratagema pretendía Laura, además, distanciarse de Meneses por tres meses y si no apartarlo definitivamente al menos incoar el expediente de su derrelicción, claramente insinuada por un cambio en sus costumbres y una vuelta a cierta vida de sociedad en la que el matón nunca tendría entrada. Daniela no quedaría ajena a ese propósito y, obligada pese a su generoso estatuto a desempeñar en la casa el papel de inferior, ninguna función recibiría con tanto agrado como la de perro guardián, disuasor de todo indeseado e intempestivo intruso. Así pues, la protección era recíproca, pero muy distinta —y para distintos momentos y distintas amenazas—, sobre todo en la manera en que ambas se la habían de conceder. Pero como dije antes, el pacto convenido de tan tácita manera encerraba toda la doblez posible y no solamente porque cualquiera de ellas considerase a la otra como el demonio, al que había que engañar, defraudar y aniquilar una vez cumplidos (con la llegada de Eugenio) los términos del mismo, sino porque cada gesto, cada hecho y cada manifestación del mismo vendrían acompañados de aquellos gestos, hechos y manifestaciones que de manera complementaria justificasen en su día la rescisión del mismo y la destrucción de la otra parte.
Aparte de los recelos suscitados entre ellas in illo tempore (y no hay que olvidar que la larga relación entre señora y camarera había dado lugar a un íntimo conocimiento entre ellas) nada enquistaría tanto el ánimo de Laura como la sospecha de que cualquier gesto de generosidad por parte de Daniela podía reforzar el vínculo que le unía a Eugenio y que a todo trance trató de averiguar, sin mucho resultado. En una situación así, y con tan pocos datos en la mano (no se recibían cartas, mensajes ni confidencias y ambas se tenían prohibido mencionar al ausente), la sospecha se dirige en primer lugar a la posible carnalidad del vínculo, pues en la mente de Laura (cuya condición de madre alimentaría todas las tradicionales suspicacias que despierta el trato de un hijo con una muchacha de rango muy inferior) no habría espacio para consideraciones más altruistas.
Por todos los medios a su alcance intentó que Daniela cayera seducida por la sociedad que acudió aquel verano a la casa de la vega. Nada habría deseado tanto como verla comprometida y corte, y a poder ser con un pecado tan grave sobre sus espaldas como para verse obligada (si no por ella misma, por su feroz mirada, pues el diálogo mudo, secreto y comprendido tanto puede referirse a la última frase pronunciada como a la última deducida y no dicha) a romper el vínculo con Eugenio. Pero aquella sociedad que pudo aportar Laura no era gran cosa, no tenían la talla de otros: administradores e hijos de administradores, vecinos, inquilinos, socios e hijos de socios que pasaron ante los indiferentes ojos de Daniela como los niños domingueros ante la amodorrada leona, incapaz de corresponder a la atracción y curiosidad que involuntariamente despierta. Su conducta sobria y altanera —en una persona de la que sabía sus pasadas veleidades y su arrebatada manera de dejarse tentar por un capricho— no pudo por menos de alarmar a Laura Albanesi y llevarle al convencimiento de que el vínculo que en secreto le unía a Eugenio era de los que obligaba a guardar ausencias; y de ahí a pensar que entre ellos existía una promesa de matrimonio no había más que un paso. Así que al régimen de las tentaciones para una noche o un paseo o un mes de vacaciones, pasó Laura al de las ofertas matrimoniales. Todo el arte de Laura —el sombrío arte heredero del encanto de anteayer, el cúmulo de sabias recetas elaboradas en la larga práctica de la hechicería y la seducción, puestas al servicio del negocio y de la conquista de otra por otro, tanto más directas y eficaces cuanto más despojadas de toda debilidad y toda inclinación a la caída— fue aplicado al intento de casar a Daniela, defendida tan sólo por el baluarte de su resentimiento. Y sin duda su imaginación voló hacia Meneses; un vuelo corto, no hacía falta mucha ala para tal recorrido, pero que ofrecía algo más que dos presas.
Y recordaría que entre ellos, en los primeros días de su pulso, entre las sábanas y en jerga siciliana habían hablado de Daniela, para hacer bromas groseras a su cargo, esa clase de bromas —con un contenido de verdad— que hacen mella en el oído de un matón. No lo pensó dos veces; era una idea tan brillante que no necesitaba de un procedimiento refinado para ponerla en ejecución y al optar por el método más burdo —llevada de su impaciencia— se equivocó. Creía que tan sólo bastaría con un encuentro —como en cierto modo había sido suficiente en su caso— y que su papel se limitaba a hacerlo posible, en el marco más adecuado, un gabinete pensado tan sólo para las citas clandestinas. Lo único que cuidó fue el pretexto, y para eso no dudó en hacer de Daniela su confidente para la ocasión; una confidencia que aunque empañase con un punto más su inmediato pasado no dejaría de tener efectos detergentes, al refrendar su pacto con un gesto de buena voluntad y al confiarle una difícil embajada que debía poner punto final a unas relaciones poco recomendables. Le entregó la llave del gabinete, recomendándole que la guardara por si tenía que volver a él, como en otros tiempos; le entregó también una carta para Meneses a quien sin duda se dirigió antes, en términos muy precisos y distintos y —posiblemente— con una tentadora oferta en metálico.
Daniela tardó en regresar, no volvió hasta el día siguiente, y aquella noche Laura apenas durmió, no por el insomnio, sino a causa de la delectación que le producía el éxito de su maniobra, que ya daba por consumada; la delectación que produce el convencimiento de haber alcanzado un objetivo largamente codiciado. Cuando volvió no pudo quedar más desconcertada; al levantarse encontró la llave sobre una mesa y cuando le preguntó qué había ocurrido, Daniela se limitó a decirle, con muy estudiada sequedad, que le había entregado la carta y Meneses se había limitado a recibirla, leerla y dar media vuelta. ¿Nada más? Su vergüenza le impedía inquirir detalles y ni siquiera indagó qué había hecho aquella noche. Al día siguiente era ella la que volvía al gabinete de la calle de la Tercia.
Había calculado mal; no era Meneses el hombre capaz de comprender tan enrevesada maniobra y, por ser posterior a la primera, había interpretado al pie de la letra la segunda carta en la que Laura se despedía, escrita en unos términos para que si la leía Daniela no dudase de su sinceridad y que para Meneses resultaron totalmente convincentes e indignantes.
Laura llegó al gabinete en un estado de nervios propicio para montarle una escena de la que se había de acordar toda su vida. El otro tampoco era una malva; hubo voces, insultos y amenazas y hasta un intento por parte de Meneses de reducirla por la fuerza del que salió arrepentido. Era Laura persona que incluso en sus arrebatos de cólera mantenía el ojo avizor, que nunca dejaba de tener presente adónde le podía conducir su apasionamiento y que, lejos de perder el control de sí misma, cuando alcanzaba el vértice de su furia sabía cómo administrarla para aprovechar a su favor las reacciones que suscitaba. Y si por un lado del portal de la casa de la Tercia salió un Meneses más sumiso, amonestado por sus pocas luces y por su torpeza y convencido de la inutilidad de los métodos broncos con aquella mujer, por otro dobló la esquina decidido a replicar a su manera a la culpable de la pérdida de sus favores. Una vez más su poca inteligencia le engañó y olvidado el contenido de las cartas con el calor y furor de la discusión, creyó que recuperaría los favores de Laura con una venganza sobre Daniela. Por su parte Laura, mucho más penetrante y dando, muy a su pesar, por fracasada la maniobra con que pretendió enlazarlos, adivinó que ése sería el camino que había de tomar la reacción de Tito y se limitó a esperar su conclusión, resguardada en su inocencia (o no participación) y recompensada por cualquier detrimento que sufriese Daniela.
También con creciente aprensión había observado Laura cómo desde la marcha de Eugenio, Daniela era cortejada —de manera discreta y caballerosa— por míster Erskine, aquel inglés ingobernable que por entonces tenía decidido asentarse en Región, abandonar la representación de unas firmas demasiado egoístas y montar una fábrica de productos cerámicos con unos procedimientos importados de su isla y unos materiales procedentes de una vieja mina de caolín, no lejos de Estragán, poco menos que abandonada y vendida como terreno de monte. Al principio fueron unos cortos paseos a la vera del río, que ni siquiera despertaron la suspicacia de Laura, advertida de la gratitud —y nada más que gratitud— que Daniela debía al extranjero. Sus recelos empezaron a cobrar entidad cuando vino a saber que Daniela estaba aprendiendo a montar a caballo, gracias a las lecciones que el extranjero, con un animal de su propiedad y en una explanada del gimnasio convertida en picadero provisional, le daba dos veces por semana. El extranjero, al parecer, tenía pasión por los caballos y, con su incomprensible manera de hablar, había entrado en tratos tanto con un granjero que le vendería toda cría que él diera por buena como con un guarnicionero que le fabricaría una silla bastante distinta de la habitual, de acuerdo con unos patrones recortados en cartón por él mismo. Y en un dorado y cairelado octubre supo Laura —de vuelta a su casa en la plaza de la Colegiata— que no era raro ver la pareja al trote, por las suaves riberas de Peluz. Por una de esas intuiciones dictadas por una mezcla de envidia, odio, rivalidad, miedo por lo peor e ignorancia de lo que está ocurriendo ante los propios ojos, Laura intuyó en seguida que no se trataba de un idilio (pues no deseando otra cosa no podía creer en tanta fortuna), sino de una amistad, tanto más peligrosa cuanto más sincera y desinteresada fuera, lo bastante firme como para echar por tierra sus propósitos respecto a Daniela, quien contaría así con un eficaz entretenimiento para soportar la ausencia de Eugenio y un medio con el que ahuyentar a los pretendientes deseosos de entrometerse en su vida. Para mayor inri, temía Laura que el trato con el inglés podía proveer a Daniela con aquel atributo que menos deseaba para ella: unas buenas maneras, para cuya adquisición ella misma había contribuido —y cómo lo lamentaría después— en no parca medida durante el tiempo que le sirvió como doncella y que constituirían el primer fundamento de una educación que, en manos del inglés, podía llevarla más lejos, hasta borrar el mayor obstáculo que se opusiera a su unión con Eugenio, ciertamente un hombre refinado y políglota, pero que nada recibiría en su casa con tanto agrado como una mujer que practicara un deporte. Por de pronto, ya sabía montar a caballo, algo que no había hecho Laura nunca, que por desidia o por tacañería o por falta de mundo tampoco había permitido hacer a sus hijas.
Quién sabe si ante los escasos resultados obtenidos con su política de boudoir y ante la independencia que confería a Daniela su amistad con Erskine, Laura decidió un día cortar por lo sano y apelar a la manera siciliana para despejar el futuro, antes de la llegada de Eugenio, y aun cuando su resolución supusiera una ruptura definitiva con el hijo ausente y un aislamiento total en la controversia patrimonial con todos sus hijos. Si fue así prevaleció la mujer celosa sobre la previsora, los instintos se impusieron a la cautela y el deseo de actuar —y de manera contundente— a la pasividad a la que se había visto empujada desde la vuelta de Eugenio al que, por uno de esos giros de los sentimientos, empezó a considerar como el principal responsable de sus males, el que por despertar falsas promesas y no cumplir ninguna —con su tendencia a escapar en los momentos difíciles— a la larga la había relegado a un papel segundón y recluido en aquella condescendiente inoperancia que tan mal convenía a su carácter y a sus intereses. Cuando comprendió que eran vanos todos sus esfuerzos para desviar a Daniela del camino que se había trazado y que, con la ayuda del inglés, nada le detendría hasta casarse con su hijo; cuando entendió que entre todos ellos le habían preparado una encerrona de la que saldría despojada de su condición de cabeza de familia y de buena parte de sus bienes, decidió aprovechar la tregua impuesta por la Guerra Civil y realizar un nuevo ensayo para restablecer su autoridad y su imperio.
Es posible que en aquel piso de la calle de la Tercia conviniera su último pacto; es posible que se aviniera a ofrecer un premio desusado, en la seguridad de que no tendría que hacerlo efectivo, bastando un pequeño adelanto, y es posible también que no hiciera nada y se limitara a recoger el fruto de la siembra de aquel verano, una única pieza en lugar de la cuantiosa cosecha que había esperado.
La escena tuvo lugar en la dehesa de Peluz, en un claro del carrascal donde acostumbraban a descansar después de su cabalgata. Fue ella la primera que los vio, sólo con tiempo para la voz de alarma que hizo volverse a Erskine; eran tres que se habían interpuesto entre ellos y los caballos; uno se quedó atrás, en actitud de vigilancia, y Meneses y el otro avanzaron, el segundo con una escopeta de dos cañones. Pero Erskine, como un profesional de la doma, jamás en sus paseos se separaba de su látigo magiar. Les dejó acercarse, al tiempo que Daniela se refugiaba tras un tronco, e intencionadamente les preguntó en inglés qué querían, qué hacían por allí. Ocurrió en un visto y no visto: cuando el de atrás alzó el cañón de la escopeta Erskine llevó su látigo desplegado —tenía más de seis metros, terminado en una trenza de acero— a su hombro izquierdo y lanzó un seco trallazo que golpeó a su adversario en el brazo y la escopeta cayó al suelo; cuando Meneses quiso darse cuenta el látigo —en el movimiento de vuelta—, tras ser recogido hacia atrás, había sido lanzado de nuevo para cruzar la cara del matón con un corte que desde su oreja hasta la boca seccionó toda su mejilla izquierda, para dejar al aire los músculos de la cara y la mitad del maxilar. Cuando recogió la escopeta el tercero ya había echado a correr; al otro le dio una patada y también se alejó, entre lamentos, sujetando con la mano izquierda un hombro que sangraba abundantemente, en tanto Meneses —caído de culo y con las piernas abiertas— observaba idiotizado la porción de suelo entre ellas, con una mano extendida y abierta como un mendigo que pidiera otra mejilla.
No se volvió a saber de él; optó por desaparecer, por buscar una tierra más agradecida —al tiempo que una nueva cara— o un refugio donde nadie pudiera relacionar una mejilla destruida con un suceso tan lamentable. Y alguien —nunca dejará de existir ese alguien— afirmará mucho después que por Juelves se había visto un hombre con dos caras o con una cara partida en dos, la sana tan irreconocible como la otra, a tal punto aquella mitad reducida y necrosada, donde se alojaba un ojo menudo y colérico, había estirado, deformado y espatulado aquella inexpresiva y lunática mejilla. Tal vez Laura supo de él, pero nada dijo; sin duda no hubo ni agradecimiento ni compensación ni finiquito del contrato. Y la tarjeta de despedida tomó la forma de un allanamiento del gabinete de la calle de la Tercia; la puerta fue violentada, los muebles aporreados, pasados a cuchillo las ropas, los colchones, las almohadas, las tapicerías, los papeles pintados —azulados y bonancibles tonos mansos y alguna pincelada dorada o carmín en los pájaros orientales, de especies pequeñas y amables— y escritas con feroces mayúsculas formadas con palotes trazados con ambas manos —que hicieron saltar unas lentejas del enfoscado, la blanca y solidificada sangre de la sibarítica diosa del confort— unas palabras denigrantes y soeces. Cerró aquel piso y no volvió a hacer uso de él, como de tantas otras cosas de las que —se diría— quedó apartada tras el latigazo de Erskine.
Faldeando la sierra de la Matanza habían alcanzado la cabeza del valle del Lerna, por el arroyo de los Sasos, los últimos supervivientes de una maltrecha brigada carlista que en lugar de optar por una huida hacia el norte, tras el combate de Abadiano, tomaron el camino del oeste para eludir el acoso de los alfonsinos por entre las breñas del piedemonte cantábrico. Su destino era la nada o el mar, pues ni siquiera la remota posibilidad de alcanzar la raya portuguesa ofrecía la seguridad suficiente como para emprender el viaje. Su propósito obedecía más bien a la idea de despegarse del enemigo, dispersarse, enterrar las armas y buscar cada cual su acomodo entre la población. O quizá esperaban —como una tribu perseguida y errante— encontrar un valle de promisión, un lugar tan apartado e incomunicado como para ofrecerles el triple beneficio de la paz, el aislamiento y el perdón, y aun cuando estuviera dominado por la celosa vigilancia de un Numa, dispuesto a proteger sus corderos siempre que no hollasen sus pastos. Sin embargo, una sección de la brigada Ciria salió en su persecución, mantuvo el hostigamiento y marchando en paralelo y por caminos más transitables, fue ocupando sucesivamente las plazas que definían aquel itinerario, obligando una y otra vez a los vencidos a buscar refugio en el monte. Para terminar con aquella migración y por consejo del brigadier Ciria el gobierno de Madrid despachó —en parte por ferrocarril, una innovación que —según se presumió entonces— había de revolucionar los sistemas de movimientos de la guerra moderna— una fuerza de 1500 hombres equipados con fusiles de aguja, y cuatro piezas de artillería Krupp, que abandonó Macerta a las órdenes del coronel don Donato Gayo de Valencia para salir al paso de los rebeldes. Tras el encuentro de Ferrellán casi doscientos de aquellos hombres fueron hechos prisioneros y conducidos a Alar, a trabajar en los canales. Los restantes lograron romper el cerco y a pie, con unas cuantas caballerías y media docena de carros ganaron Campo para remontar desde allí el valle del Formigoso, cubierto de nieve en aquella fecha.
Un último combate tuvo lugar en los caseríos de Beberino. Gayo emplazó —con considerables dificultades— sus piezas en los altos de Engañosa y persuadido de que en tal estado del tiempo su huida hacia el monte era impracticable, durante tres días —sin ahorrar munición— bombardeó los caseríos hasta reducirlos a unos montones de cascotes, de los que salió apenas un centenar de hombres que una semana después estarían picando en Alar. En el bombardeo murió Cabañes —el segundo de Mazón durante toda la campaña— y Mazón fue herido en una pierna por la metralla. Solamente le salvó el celo de dos fieles —León y Bercio— que tirando ellos mismos del carro lograron llevarlo a lugar seguro, en la falda del Malterra, donde una copiosa nevada les libró definitivamente de la persecución del coronel Gayo. De unos cuantos que también lograron escapar —con la nieve hasta la rodilla— y buscaron refugio —tras cruzar la cordillera por los Roques— en Mantua y sus aledaños, poco se volvió a saber. Algunas leyendas los convertirían en hombres rubios, con una lengua propia incomprensible y vueltos al estado semisalvaje, que con las nieves bajaban al valle del Torce y el resto del año dejaban esporádicas pruebas de su ferocidad por los montes entre el Acertino y el Polonia. Los veinte o más que se entregaron a las autoridades en Bocentellas —a donde Gayo había enviado un destacamento que después del bombardeo de Beberino tardó un mes en llegar—, convencidos de que habían prolongado la defensa de sus ideas más allá de lo soportable, no tardaron en unirse a sus viejos camaradas en Alar. Y por fin quedaban cinco que sorteando los lindes de Mantua llegaron a El Salvador y, al saber de la existencia de soldados de Gayo en Bocentellas, retrocedieron hacia Aguaturca para buscar refugio, por el resto del invierno, en unas minas abandonadas.
Aún conservaban un caballo y dos mulas. El camino lo hacían a las medias luces y parte de la noche. El día lo dedicaban a descansar y buscar alguna pieza con la que alimentarse. A la salida de los Roques cazaron una loba cuya carne les duró una semana, conservada en un cajón de hielo. El explorador caminaba delante, señalando el camino del carro; Bercio, a caballo, le seguía. León conducía el carro —un carro irreconocible, maltratado por la campaña—, más abrumado por las maldiciones de Mazón que por el mal estado del camino, sentado en cuya trasera el joven Arana —que no había abierto la boca en toda la guerra, que jamás expresó una opinión ni el menor deseo, que nunca se separó de aquellos hombres que le sacaron de un hoyo en el combate de Monte Muru— bamboleaba las piernas.
Cuando ya en la primavera Cristino Mazón fue informado de que muy probablemente su hermano Eugenio y otros compañeros de armas se habían refugiado en Aguaturca, su primer impulso fue —mediante persona interpuesta, naturalmente— denunciarlo a las autoridades de Región y pasar aviso al Cuartel General de Gayo en Macerta para prender al rebelde y, de paso, acabar con el bandolerismo que al amparo de la Guerra Civil y de las inculpaciones dirigidas a los hermanos Gilvarey había proliferado en los tres últimos años en el valle medio del Torce, entre El Auge y Burgo Mediano. Pero pronto rectificó; como epílogo local de una guerra concluida se trataba de un gesto atrasado, a pesar de las resonancias que aún despertaba el nombre de Aguaturca, que no tenía en cuenta las medidas de gracia con que el gobierno de Madrid trataba de restañar las heridas provocadas por el conflicto y de restaurar un difícil clima de concordia que en lo posible conjurase la reproducción de la guerra. No carecía Cristino de arrojo y atrevimiento —como ya he apuntado alguna vez—, pero tampoco dejaría de considerar las consecuencias de su acto que de no concluir en el resultado apetecido podía muy bien volverse contra él. Todavía su hermano gozaba de muchas simpatías, no apagadas por sus tres años de ausencia ni por su participación en la guerra en las filas del vencido. Comoquiera que fuese prefirió engañarle o ganarle de la mano al ofrecerle la casa de Otramazón, no lejos de Bivia, en el término de El Auge, para que allí aguardase el perdón real mientras curaba de sus heridas.
Alguien le debió susurrar —¿sería por una vez Daniela?— al oído: «No vayas, es una trampa. ¿Qué necesidad tienes de refugiarte allí? ¿Qué tienes allí que aquí te falte? Si estás al margen de la ley tanto lo estás allí como aquí, con la diferencia de que allí podrán prenderte en cuanto lo deseen y hacer de ti lo que quiera Cristino. No vayas». Palabras que constituyen la primera declaración expresa de la división de la familia en dos ramas, una en Región, otra en El Auge y Juelves, cuya separación se prolongará a lo largo del siglo siguiente y la siguiente Guerra Civil, sesenta años más tarde.
No era Eugenio de los que se dejaban arrastrar por consejos y confidencias de almohada y convencer por lo que otros sabían y él no había atestiguado. En cuanto se sintió repuesto de su herida (sabía con todo que su pierna derecha nunca sería la misma, que sólo con una lenta y perseverante recuperación estaría en condiciones de reanudar sus entrenamientos pero que con toda probabilidad el combate de vuelta no lo podría realizar nunca), acompañado de Bercio se dirigió a Otramazón donde solamente permaneció una noche. Más que por la suya propia temía por la seguridad de León, quien a su condición de rebelde sumaba la de prófugo de la justicia y que permaneció en Aguaturca con instrucciones muy precisas si demoraba su vuelta. Las instrucciones que recibió un par de días después le llevaron —después de numerosos titubeos— directamente a Región, a la casa de la vega, donde encontró a un Mazón taciturno, sin la menor voluntad de dar explicaciones. Allí se enteró Ventura León de que nada se oponía a su regreso, que ninguna diligencia tenía que llevar a cabo para vivir en paz y en plena posesión de sus derechos y que Laura Albanesi vivía recluida en su casa; que afectada de una parálisis consumía sus mañanas y sus tardes en una mecedora, saboreando dulces y chocolates que habían amargado su carácter, y que apenas había en el pueblo una persona que se acordara del gimnasio.
Ninguno de los dos hermanos habló nunca de aquella entrevista en Otramazón ni del precio —según algunos muy elevado— que tuvo que pagar Eugenio por un tratado de paz que incluía a unos Gilvarey que no se dieron por enterados del beneficio. Todavía se habló de un caso alarmante: un niño raptado cinco años atrás —reconocible como quiere la tradición por un lunar en la espalda— por cuyo rescate, en el supuesto de que Eugenio tuviera poder para realizarlo, su padre exigió una considerable fianza en la forma de usufructo de todas las fincas rústicas de los Mazón. Entre ellos se abrió un abismo de tal magnitud que en el curso de sus vidas sólo se verían en una nueva ocasión, y de manera casual, en la capital del reino a donde Cristino se trasladó a comienzos del siguiente decenio, empujado por sus veleidades políticas.
A la muerte de Laura quedaron también a cargo de Eugenio unas pensiones para sus dos hermanas y la tutoría de su hermanastra, Lucía, hasta su mayoría de edad. No había transcurrido un año desde la muerte de Laura cuando Daniela Gilvarey hizo su entrada en la casa donde tanto tiempo había servido como doncella, en calidad de señora de la misma, como legítima esposa de Eugenio Mazón. Parecía que tras tantos y luctuosos sucesos —y con independencia de la división de la familia en dos ramas— al fin los Mazón, alrededor de los cuales tantas cosas habían girado, con la llegada de la tercera generación —que había sufrido en su carne las pruebas del carácter violento de la primera y segunda— entraban por la vía de la concordia o, al menos, de la solución pacífica de sus litigios.
Pero indudablemente por aquella sangre corría un germen de violencia que no sólo se transmitía por ella sino que parecía contagiar a todos sus allegados. Quizá Daniela Gilvarey no llegó nunca a sentirse suficientemente recompensada como señora de la casa Mazón; o incapaz de perdonar que Laura muriese en la mecedora, con el contenido de una caja de bombones esparcido por el suelo, en su fuero interno seguía encendida la brasa de una venganza que no pudo consumar, por falta de víctima; y más vivo cada año su encono a causa de las estrecheces de un hogar de cuyas necesidades su marido no parecía apercibirse. Quizá su entrada en la casa de la plaza de la Colegiata —de la que no tardaría diez años en salir, para asentarse de manera definitiva en la de la vega— no era sino el primer acto de un vasto plan —que la poca fortuna de Eugenio en buena medida frustró— para atraer sobre Lucía la venganza que no había podido consumar sobre su madre. Y así, mediante un nuevo e injusto castigo se reanudaría la cadena de represalias que ni siquiera concluiría con la siguiente Guerra Civil, con la extinción o desaparición —real o hipotética— de todos los Mazón.
* * *
Juan de Tomé había recostado la cabeza en sus brazos, sobre la mesa, y se había quedado dormido. Mazón no parecía advertirlo, toda su atención ocupada en la lectura del mapa del club excursionista que de vez en cuando era fumigado por una bocanada y sobre el que de tanto en tanto tomaba una medida con una escalilla de cartón. O consultaba un manoseado croquis que doblado llevaba en el bolsillo superior. A su lado Kerrera trataba de acompañar su silenciosa meditación y adelantaba alguna tímida pregunta, sin preocuparse si no era contestada y sin poder reprimir un bostezo o una cabezada. Aquella noche la sierra zumbaba, un constante diapasón que levantaba protestas de la madera y agitaba el sueño de puertas y ventanas. De pronto se percibió un sonido no muy distante y el guía sentado junto a la puerta, con la carabina entre las piernas, se incorporó y abrió la hoja superior.
«Ahí están, jefe», dijo el guía. Mazón se acercó a la puerta al tiempo que los faros de los dos coches iluminaron fugazmente la carretera para perderse de nuevo en el bosque de abetos. El Lagonda iba detrás, con un faro apagado. Dieron unas voces que sólo consiguieron despertar a Juan de Tomé. «Imbéciles», dijo al tiempo que en un repecho brotaron de nuevo los dos haces de luz, dos burbujas erráticas en su ascensión hacia un inverosímil equinoccio. «Imbéciles», repitió Juan de Tomé. «Vamos a dormir, no hay nada que hacer», dijo Mazón.
Durante la noche escampó y antes de que el sol apuntara en el horizonte se levantó Mazón —los riñones doloridos por el sueño sobre el banco— y despertó a sus tres compañeros. Al mayor de los guías lo despachó a ensillar los caballos; al más joven le ordenó que permaneciera en la casa, en compañía de Kerrera (que seguía durmiendo), mientras ellos volvían a Sepulcro Beltrán desde donde les enviaría un coche para recogerlos. Por primera vez debió barruntar la fatiga que se había apoderado de todos, tras tantas jornadas de marchas, y como de vuelta a Sepulcro Beltrán tenía intención de echar un vistazo a las Bárdenas de Montayú, prefirió hacerlo sólo en compañía de los más fuertes. En Sepulcro Beltrán Juan de Tomé tenía citado a un paisano de Feltre que se había ofrecido a colaborar con ellos y señalar los caminos que debían seguir con unas piedras formando una media luna, con los cuernos apuntando a la dirección correcta.
Nadie se había levantado de la casa cuando la abandonaron, en la primera estática y vacilante luz del alba, no resuelta a traspasar las puertas del color de los labios para avanzar hacia un día desértico. Pero cuando los tres jinetes y los cinco caballos se alejaron por el incoloro camino junto al sembrado (antes de que ambos intercambiasen sus tonalidades, en el proceso de revelado de la mañana) y en dirección al bosque, se abrió una contra de la segunda planta y una mirada les siguió hasta que se perdieron de vista.
Al conductor que al volante del roadster Autoplano (uno de los coches que cruzó la cordillera por caminos de carros durante el avance nacional sobre Gijón) —de dos plazas— envió Mazón para recoger a Kerrera y al guía, le llamaban, imposible saber por qué, Carpeta. Tal vez era valenciano, recriado en Asturias. Era hombre muy popular en el Ejército de Región, de lengua afilada y una chulería que imponía respeto a pesar de su delgadez. La vieja le abrió la puerta, sin permitirle la entrada en la casa; le dijo que la pareja se había ido temprano, en dirección a Sepulcro Beltrán. Carpeta preguntó cómo se habían ido, incrédulo. La vieja respondió que habían venido a buscarles. ¿Quiénes?, preguntó Carpeta, intrigado. Unos militares, repuso la vieja, unos militares que esperaban en la carretera, no dijo más y cerró la puerta. Carpeta tardó un rato en subir al roadster, merodeando por los alrededores de la casa sin saber qué partido tomar. Se estaba echando la noche y buena parte del camino de vuelta la hizo muy despacio, ralentizando en las curvas y cambios de rasante, esperando encontrar a la pareja en cualquier lindero del bosque.
Llegó tarde y a su llegada no encontró a Eugenio Mazón en la casa que había ocupado para un improvisado Centro de Operaciones; una vez más, en compañía de Juan de Tomé, se había acercado al divorcio de las aguas para hablar con el paisano de Feltre y echar un vistazo al camino de Santa Quiteria. Algunos hombres de la brigada, anticipándose al grueso de la tropa, se habían acomodado en el pueblo y en algunas casas había cena, vino y fiesta. Carpeta decidió —no podía ser de otra manera— que Kerrera y el guía habían llegado mientras él estaba fuera y habían salido de nuevo a acompañar a Mazón. Nadie le supo dar detalles ni precisiones.
El propio Mazón le tiró del camastro para que le explicara lo ocurrido y sacara el coche. Fueron diez, cuatro en el Autoplano y seis en el Lagonda pero el Lagonda, como era de temer, se averió en el camino y a la casa solamente llegaron Mazón, Carpeta y dos más, con sendos ametralladores, ateridos de frío en el ahitepudras. La casa estaba cerrada, echaron la puerta abajo. Estaba todo recogido, no había muestras de desorden pero no había nadie, los establos vacíos. El barro de las llantas del carro indicaba que al entrar en la carretera había tomado la dirección de Sepulcro Beltrán. Nada más. Dejó a los dos hombres con sus armas en la casa y volvió a su Centro de Operaciones. Nadie tenía la menor noticia de Kerrera y ninguna fuerza había sido destacada a aquel lugar el día anterior. A la mañana siguiente una sección compuesta de medio centenar de hombres fue despachada para batir la zona y una fecha más tarde se persona en su despacho el sargento Lombardero para comunicarle que había sido encontrado un carro abandonado y vacío, más allá de Tebus, en la carretera de La Requerida.
Una razón que por entonces se guardó para sí llevó a Eugenio Mazón, tras la desaparición de Kerrera y el guía, a cancelar de inmediato el examen del terreno y a volver sin mayor pérdida de tiempo a Región, a casa de su madre, donde con un muy reducido grupo de colaboradores y sin apenas salir a la calle ni atender a otros asuntos se dedicó, en un plazo muy breve, a preparar los planes definitivos del ataque que por el sur había de llevarle hasta las puertas de Macerta.