La retirada de Herencia se decidió para la tarde del 11 de abril y quedó consumada en una noche. El conjunto de movimientos que realizó la brigada de Mazón entre el 26 de marzo, fecha de la ocupación de Entreforte, y el abandono de toda acción ofensiva sobre la plaza de Macerta, decidida de manera precipitada y ante la posibilidad de que quedaran cortadas todas sus líneas de retirada, gira en torno a esas pocas veces explicada maniobra que había de cambiar todo el curso de la campaña de primavera de 1938 e iluminarla con un color propio, con un tono guerrillero, con el rumor de partidas vagabundas y el nocturno chasquido de los caballos sobre los vados. Fue una decisión que durante meses planearía sobre la mente de todos los responsables, que daría lugar a todos los «si entonces…», «si en lugar de…», «si se hubiera…», ese conjunto de luminosos y fugaces sis que en modo alguno sirven para despejar las tinieblas de los hechos. La historia no admite el si pero la persona o el suceso tampoco pueden ser cabalmente pintados sin ese tono de la gama fría del claroscuro, y aunque sólo sea para concluir indecisamente que otra hubiera sido la historia.

Se decidió una tarde, tras una nueva inspección de Mazón y Arderíus al estabilizado frente de Feltre y aquella misma noche —al amparo de la calma, de la lluvia y de la oscuridad— iniciaron su repliegue hacia Latonar para, tras una breve detención en ese punto para avituallarse de raciones frías para tres días y colmar las cartucheras, seguir por la carretera de Saldaña en dirección a Atroz, con órdenes de detener su marcha tan sólo cuando se encontrara resistencia enemiga, por débil y esporádica que fuera. En apariencia tal maniobra no suponía ni más ni menos que la renuncia al aprovechamiento del severo castigo que la Brigada había administrado, en los días 9 y 10 de aquel mes, a la columna motorizada que —un tanto precipitadamente— Macerta había despachado para reforzar la posición de Herencia e impedir el cruce del río y el corte de la línea del ferrocarril de Palanquinos por los republicanos. De haber optado por la línea ortodoxa y la persecución de las ligeras y desmoralizadas unidades del CTV —así opinarían más tarde no sólo los estrategas de salón sino también todos los mandos de la CCII Brigada Mixta que inmovilizados en el Puerto habrían de soportar la mayor presión de la contraofensiva— Macerta no habría tenido más remedio que responder a aquella amenaza con el envío de sus mejores y más fogueadas fuerzas, retirándolas incluso de Socéanos para defender la ciudad a costa de lo que fuera. Por el contrario, la subrepticia retirada de Herencia, el avance hacia Atroz no por la carretera de Zafra sino por la de Saldaña —para desorientar a los observadores del enemigo, tanto aéreos como terrestres— y el sorprendente e implacable choque frontal con los italianos del CTV que en todo momento de su retirada lo estaban esperando por su espalda (sin duda, un precedente con tres años de anticipación de Beda Fomm[44]), resultado de una brillante maniobra que nadie —sobre las cartas— habría reputado posible, al precio de la pérdida territorial de una veintena de kilómetros en dirección a Macerta y de la completa destrucción de una unidad en cuyo valor defensivo nadie confiaba, había proporcionado a Macerta cinco preciosos días de tregua y la más fiable y necesaria información para llevar a cabo una correcta evaluación del dispositivo republicano, a fin de afrontar la amenaza por el sur sin ceder un palmo de terreno en Socéanos ni retirar una simple compañía de su sistema de defensas en la montaña. Paradójicamente, tras quince días de presión y avance por parte de los regionatos, sin haber perdido en ningún momento la iniciativa, Macerta se hallaba en posesión de una más precisa información sobre todo el teatro de operaciones que cualquiera de las dos puntas del ataque republicano, y no sólo gracias a la observación aérea —muy dificultada a partir del día 5 de abril en que cambiaron las condiciones meteorológicas hasta impedir, por espacio de una semana, toda clase de vuelos— y las noticias que los exploradores, el paisanaje y la quinta columna acertaban a recoger y filtrar a través de las líneas, sino también por los numerosos e inequívocos indicios y signos acerca de sus fuerzas y sus intenciones que dejaban los regionatos a su paso. A pesar de los descalabros de Entreforte, Latonar y El Balsador —el más brillante y sorprendente hecho de armas de toda la campaña—, el mando de Macerta —esto es, el coronel Gamallo y su escaso y no muy compenetrado grupo de oficiales, encerrados en la casa de Las Moras— pronto llegó a la inteligencia de que cualesquiera que fueran los progresos de los republicanos en el sector sur no contaban más que con una fuerza de limitados recursos, aislada de su retaguardia y dejada a su suerte, sin posibilidad de ser reforzada, empeñada en una maniobra de diversión; un sumario análisis estratégico era suficiente para deducir su alcance y concluir que el nudo de la batalla se situaría, una vez más, en el puerto cuyo dominio en modo alguno ese mando estaba dispuesto a ceder aun a costa de pagar en otros puntos un precio aparentemente muy elevado; teniendo en aquellas fechas la seguridad de que la situación en Socéanos se hallaba de tal manera bajo su control que en breves días podría pasar al contraataque, decidió —anticipándose a las posibles críticas y reprimendas del Estado Mayor del Ejército del Centro, siempre atento a toda pérdida de terreno y celoso de su inmediata recuperación— establecer su perímetro defensivo en torno a la ciudad y sus arrabales; había recibido una amarga lección y no consideró prudente una repetición de la desgraciada maniobra que había conducido al aniquilamiento de los elementos del CTV que, acantonados desde meses atrás en el valle del Lerna para procurarse una temporada de descanso después de su activa participación en los combates de Santander, habían sido despachados sin previo aviso, sin otros recursos que su natural jactancia y sus armas ligeras, convencidos de que se trataba de una simple operación de limpieza. Así la línea Macerta-Muchavilla-La Casilla, con una fuerte apoyatura de reserva en El Tendre, con el control de todos los accesos hacia el norte y el oeste, pasaría a ser la base de todo el sistema defensivo de Gamallo, tanto de Macerta cuanto del puerto; por lo mismo que ningún punto de esa línea quedaría desguarnecido y todos bien comunicados gracias al dominio de las carreteras, pistas y caminos de la zona, no vacilaría en ceder al adversario todo el terreno al sur de ella a fin de distribuir sus fuerzas de la manera más compacta, evitando la formación de salientes, y reservar la tropa para el momento decisivo, descansada y asentada en posiciones de su propia elección frente a un enemigo asendereado por largos días de combates y marchas. Era no sólo la actitud más segura y conservadora, sino a la larga la más política; pues superado el primer ataque de furor del Estado Mayor del Centro ante el progreso enemigo, confiaba Macerta en que aquella actitud dilatoria no sólo aprovechaba al máximo sus recursos sino que le reportaría los mayores beneficios en forma de ayudas, pues al prolongar la crisis —por la mayor cesión de terreno al adversario y la demora en el contraataque— sin duda despertaría a Burgos de su sopor (hasta el punto de revocar por primera vez la mención de aquel frente en el parte diario del Cuartel General del Generalísimo), de su reserva y de su cicatería, para obtener el envío de refuerzos por el que tantas veces había piado —y tan en vano— con vistas a la ofensiva de primavera que había de terminar con aquella anacrónica bolsa de Región.

No sin cierta satisfacción había saludado Gamallo la ruptura de la tregua invernal por parte de los republicanos. Se diría que por una vez trabajaban para él y se hacían eco, con mayor diligencia y comprensión que sus superiores, de las necesidades que reclamaban sus planes; la primera de ellas exigía ni más ni menos que el olvido del pasado y el abandono de la actitud moratoria y procrastinante del Ejército del Centro hacia aquel frente, uno más entre los muchos «dormidos» a donde eran enviados aquellos cuya carrera por una razón u otra no debía conocer la promoción. El hombre seguro de sí mismo que con tanto aplomo había menospreciado, ante Ramón Vázquez Reina, la posibilidad de ser sorprendido, batido y desplazado por su adversario, no iba a cambiar de postura ante un ataque que en buena medida tenía previsto, cuyo alcance había medido y ponderado y para cuya contención estaba decidido a emplear la estrategia que mejor concertara con sus futuras intenciones —gustara o no gustara en Burgos o Vitoria—, a sabiendas de los riesgos que podía tomar sobre sí; sabía que no podía perder Macerta, a no ser que deseara desencadenar sobre su persona una reacción semejante a la provocada por Rey d’Harcourt (del que se llegaron a decir toda clase de cosas por tener un hermano de su mismo empleo en las filas de la República) cuya sombría memoria planeaba por encima de todos los mandos avanzados; pero partiendo de esa premisa fija —y contando con la lejanía del E. M. del Ejército del Centro, con su apatía respecto al envío de refuerzos y con su inveterada afición a cursar telefónicamente órdenes insensatas— podía hacer con su frente lo que le viniera en gana hasta el punto de facilitar al adversario su aproximación a Macerta para convertirla (innecesariamente) en un bastión inexpugnable, en cuya defensa se habían de alcanzar esas altas cotas de heroísmo que al parecer exigía el CGG para movilizar una fuerza de socorro; si a eso acertaba a añadir un nuevo descalabro italiano que enfureciera a Bergonzoli y Roatta, enervara a Ciano y sacara de sus casillas al propio Duce, podía estar seguro, gracias a las exageraciones telefónicas de unos y otros, de obtener unos resultados políticos que no guardaran mucha proporción con lo ocurrido en el campo de batalla.

En tanto supiera defender Macerta, Gamallo no sería relevado del mando; never to swap horses while crossing a stream, dice el proverbio inglés de extensa aplicación en operaciones militares y momentos de incertidumbre; y cuando la crisis remitiera y se aclarase la situación, ya se cuidaría él de ingresar en su cuenta los beneficios de la movilización.

Gamallo podía aceptar que la guerra se ganase en otros frentes y que otras cabezas se llevasen los laureles. Estaba acostumbrado a eso, pues su oscura carrera se había desarrollado siempre en la sombra; carecía de padrinos y no gozaba de muchas simpatías entre sus compañeros de armas, cuyas actitudes levantiscas había observado siempre con desgana. Se había unido a ellos, tras el golpe de julio, sólo por conveniencia y no podía sufrir la idea de permanecer inactivo, al mando de un frente dormido, y que la victoria le sorprendiese en la casa de Las Moras, en la penumbra de siempre, haciendo planes —a falta de refuerzos— para el ataque sobre Región, con su tropa embrutecida y agazapada en las trincheras de Socéanos. No sólo quería entrar en Región victorioso, y a poder ser a caballo; no quería tan sólo los vítores las flores de las mujeres apiñadas en los balcones tras una colgadura bicolor, el flamear de los pañuelos y el acompañamiento de la chiquillería; también necesitaba el humo, las últimas descargas, la persecución por el monte y, en una palabra, la doble cara de la paz, una de las cuales no le era suficiente. Había esperado mucho tiempo ese día y para alcanzarlo se había sumado a la rebelión. A diferencia de muchos de su colegas que desde el comienzo de la guerra presumían de haber abrazado aquella causa por un motivo patriótico y exento de todo interés particular, y bajo el que pretendían esconder sus razones lucrativas y corporativas, jamás había negado —a quien le hubiera querido escuchar— que él se movía por cuestiones personales que databan de mucho tiempo atrás; pero nadie se lo había preguntado nunca y tan sólo se lo había confiado a sí mismo, en un arranque de sinceridad que a nadie podría transmitir pero que le permitiría sentirse orgulloso —y superiormente situado— por el hecho de obedecer tan sólo en la forma a la hipocresía dominante. De haber sido distinto el panorama y haber abrazado los receptores de su encono la causa de los rebeldes, no habría dudado en unirse a las fuerzas de la República, tal era la magnitud de aquel sentimiento, en claro contraste con su indiferencia hacia las actitudes y motivaciones oficiales y políticas. Sólo pensaba en el provecho de su venganza y eso era suficiente para ser más recio, más crudo y menos servil. Despreciaba a la mayoría de sus colegas; desconfiaba de las virtudes del Mando supremo, no creía en una sola de sus palabras y desde el día en que acertó a ocupar la vacante de Brémond —un hombre simple, ingenuo y creyente— todo (sus palabras, sus gestos y sus opiniones) lo supeditó a ciertas maneras un poco más halagüeñas y aduladoras, con el único objeto de conseguir los tan ansiados refuerzos y el visto bueno del Cuartel General para lanzar el ataque a Región y perseguir a sus enemigos hasta los últimos confines de la serranía. Conservaba unos cuantos nombres indeleblemente grabados en su memoria; uno de ellos era Amat, otro Mazón, otro Ruán, otro Benzal, otro Abrantes. Cualquiera que fuera su conducta en aquellos dos últimos años, no tendrían más remedio que pagar la deuda que habían contraído con su odio tres lustros atrás.

En los críticos momentos que siguieron al desastre de El Balsador y cuando en Macerta habían comenzado los preparativos de la defensa y en ciertos sectores de la población empezaba a cundir el desánimo y, antes de quedar abierto el camino del pánico, se hablaba de negligencia, traición y cobardía, la segunda visita de Ramón Vázquez Reina a la casa de Las Moras sirvió al menos para que aquel hombre abundase en sus opiniones y se ratificase en las comprometidas decisiones de las que en buena medida dependía la suerte de la ciudad; nada de abandono, ni un paso atrás, le vino a decir. Entendió Gamallo que con aquel hombre se podía hablar con claridad —y a su calidad de combatiente falangista atribuyó su falta de prejuicios bélicos, su manera tan franca de entender la guerra y tan alejada de las posiciones oficiales y las monsergas de la propaganda— hasta el punto de invitarle a compartir su frugal almuerzo, sin incómodas compañías ni otras interrupciones que las del camarero. No se trataba —le vino a decir— de forzar un acto de heroísmo ni de batirse a la desesperada aun cuando —tomado todo ello en consideración— no podía dejar de pensar en los beneficios derivados de una situación tan crítica, a la vista de la simpleza y terquedad del Mando supremo con respecto a la necesidad de recuperar de manera inmediata todo terreno cedido al enemigo; quería eso decir que cuanto mayor terreno cediera con más insistencia se le exigiría el paso al contraataque y tanto más cuantiosos y bien equipados habrían de ser los refuerzos. Por otra parte, el alfoz de Macerta apenas reunía condiciones para la defensa y carecía de todo valor estratégico en tanto acertara a conservar en su poder la línea Muchavilla-La Casilla-Socéanos, fuertemente atrincherada y dé fácil apoyo y abastecimiento, y desde la que llegado el momento lanzaría el contraataque que —no había la menor vacilación en sus palabras— le llevaría a las puertas de Región. Tanto más se acercara el enemigo a esa línea, tanto más dura sería la réplica y más comprometido su repliegue, demasiado largo para ser desandado con una retirada elástica. Así pues, en líneas generales —vino a concluir Ramón Vázquez Reina— la operación que tenía en mente el coronel Gamallo no se distanciaba mucho de la estrategia más cara al Mando supremo y sus únicos caracteres originales se referían a ciertas particularidades en el tiempo y en el espacio que nadie como él (el coronel) estaba en situación de calibrar. En cuanto a la resistencia en el puerto el coronel no albergaba la menor preocupación: una vez más, los republicanos habían pinchado en hueso, con grave quebranto de su poder ofensivo, tras sufrir un severo castigo sin haber logrado conquistar una sola cota clave, en buena medida por culpa de su obcecada manera de intentar la ruptura en aquel sector; cosa que él (el coronel) no pensaba hacer por el momento, pues un comandante atento a los resultados en el campo no puede perder de vista los aciertos y los fallos del adversario para deducir de ellos la réplica más conveniente; y si el enemigo había demostrado las posibilidades que para una campaña de maniobra ofrecía el sector Feltre-Entreforte-Santa Quiteria, eludiendo el paso del puerto tan comprometido en un sentido como en otro, ¿por qué no había de aprovechar él tales ventajas, tanto más cuanto que tendría enfrente un adversario agotado, alejado de sus bases y tan sólo deseoso de volver a cruzar la divisoria de las aguas? Un enemigo que, marchando y disparando hacia atrás, le serviría de guía para seguir el camino más corto a Región, sin pasar por el puerto. Era la oportunidad que había esperado Gamallo desde que tomó el mando: invertir la dirección y llegar al puerto por el camino del Torce, a sangre y fuego, a caballo y con los rastreadores por delante. Así no escaparía nadie a la venganza de la injuria producida tres lustros atrás, en un balneario de tercera, en los mismos parajes.

Era toda la información que necesitaba Ramón Vázquez Reina, quien de no haber introducido una puntillosa curiosidad aquella misma noche podría haber emprendido la vuelta al «punto Antón», en los páramos de Cohul —donde Mazón había instalado el Cuartel General de la Brigada—, utilizando para el cruce de las líneas los mismos caminos y procedimientos, pero a la inversa, que le habían llevado a la casa de Las Moras poco menos que con un cambio de camisa. Pero en el momento de llevar a sus labios una taza de malta con fuerte sabor a achicoria, el falso falangista se vio en el ineludible deber —y ése era en esencia el motivo de su visita— de informar al coronel que, gracias a informaciones confidenciales recibidas de su buen amigo Ch… (y aquí con el mayor desparpajo introdujo un nombre que sonaba mucho), el Servicio del Canje había tenido conocimiento del paradero de su hija cuyo nombre había sido incluido en una lista de posibles personas que en las próximas semanas podrían beneficiarse de uno de los trueques organizados a través de la Cruz Roja Internacional; síntoma indudable, vino a añadir Vázquez Reina, de que los servicios de información del enemigo habían detectado su presencia en Región y descubierto su valor de cambio, bien para llevar a cabo un canje de su conveniencia, bien para hacerle objeto —sobre todo en las críticas horas que se avecinaban, cuando del coraje y de la resistencia del coronel podía depender la suerte de Macerta— de uno de tantos chantajes a los que (el enemigo) les tenía acostumbrados y cuyos tristes recuerdos y ejemplos estaban en la mente de todos. Una réplica reprimida, un gesto inconcluso vinieron a alterar la arrogancia del coronel que, con un suspiro de cansancio, apoyó la espalda en el respaldo del sillón y dejó la mirada perdida por el comedor, hacia una ventana impasible y hacia un jardín sobrecogido todavía por el rigor del invierno y apenas atento al de la guerra. Fue un largo momento de silencio que el falso falangista (como el actor consciente de que tras un par de intervenciones afortunadas ha ganado el favor del público y superado las dificultades de la comedia, y desde ese momento puede extremar sus facultades histriónicas para llevar adelante una actuación que hasta entonces ni siquiera se ha atrevido a ensayar) aprovechó para quebrarlo con esas frases inconclusas —«era mi deber comunicárselo y no quisiera, mi coronel…»— que suspendidas en el punto tonal más bajo demuestran mejor que la sentencia completa la emoción que las dicta. El coronel dejó que la taza de malta se enfriara. Parecía buscar un apoyo que, inesperadamente, hubiera desaparecido en aquel instante, entre las sombras amoratadas del jardín. Pero el coronel en ningún momento se dejaría arrastrar por ciertas debilidades. Como si hubiera sufrido un pasajero mareo, sabía que en un instante recuperaría la sangre. Si había sabido revestir toda su vida —incluso durante aquella larga época de ostracismo a la que se vio empujado como al purgatorio de unas ambiciones de juventud que en lugar de arrastrarle hasta el borde del vicio, le empujaron al campo del honor donde no supo, por ignorante, defenderlo— de un estudiado laconismo no sería para renunciar a él en aquel momento, por mucho que le fuera en ello, cuando mayores beneficios podía obtener de un sacrificio sobrellevado en silencio. Sin duda, pensó que ante sí tenía un joven movido por grandes ideales, fácilmente impresionable, de los que a partir de una elección casi fortuita todo lo aprovechan para reafirmarse en ella; al que no sería necesario conmover para convencerle de su aptitud para el sacrificio —un viejo conocido—, de su profesional dedicación a cualquier clase de salvación patriótica, de la seriedad con que se hacía cargo de la misión que le había sido encomendada, y no sólo para estar a la altura de los tiempos. Hay épocas —parecía expresar con su mutismo, como si solamente de un jardín en sombras pudiera obtener la aprobación a su esotérico silencio— que parecen exigir una gran cantidad de héroes y, ante la demanda, los genuinos quedarán oscurecidos por la numerosa nómina de los necesarios. Por eso mismo lo serán doblemente, porque su propia condición les obliga a no parecerlo. No sólo para el héroe su acto está por encima de la persona —en una penumbra velada por seres innombrables, un jardín abrumado por la sombra de sucesos futuros— sino que una vez consumado se negará a reconocerlo como propio, para estar en la historia desde fuera. Con la vista puesta en la ventana y tras aquel breve instante dedicado a pasajeras ensoñaciones —una evanescente estampa del héroe rejuvenecido, en un clima hastiado de prudencia—, no pensaba en su hija, carente de trazos, sino en los planes del enemigo. Si el enemigo ha incluido su nombre en la lista, le vino a decir a Ramón Vázquez Reina, será a modo de anzuelo y para que por nosotros sea confirmada la importancia que él le concede; sean cual sean sus intenciones, en modo alguno vamos a seguir su juego, colocándola por delante de otras personas cuya liberación es mucho más importante y urgente; no se trata de emular otros sacrificios ni librar un certificado de abnegación; simplemente, astucia; incluirla en la lista significa ni más ni menos que confesar al enemigo nuestra debilidad en el frente de Macerta, en tanto que pasar por alto su nombre sólo puede ser interpretado como testimonio de nuestra firme decisión de no dar un paso atrás y de resistir sus ataques y coacciones cualesquiera que sean los métodos a los que recurran para llevar adelante sus planes. El coronel se levantó para correr la cortina e impedir con el resplandor de una pantalla la invasión del comedor por la penumbra añil de la tarde. «Quiero que esta misma tarde», le dijo, «comunique usted al servicio del señor Ch… mi negativa a esa inclusión». Era ya de noche cuando abandonó la casa de Las Moras, encargado de una nueva misión que estaba muy lejos de poder cumplir. Pero su propia añagaza se volvió contra él para desencadenar su zozobra; el engaño azuza a quien no lo pudo realizar y adquiere proporciones imprevistas. «Estoy seguro de que mi hija sabrá estar a la altura de las circunstancias», eran palabras a las que hubiese deseado no prestar atención, que se repetían una y otra vez no con el tono de la amenaza sino como la advertencia de un peligro que él mismo había desencadenado con su invención y bien podía ser aprovechado por otro. El hombre que pisa dos terrenos muy diferentes y en cada uno de ellos se ve obligado a simular su conducta no puede evitar una permanente desconfianza y el estado de acecho en que vive le empuja a pensar que esa misma doblez se extiende por doquier. Iluminado por la incierta luz de esa sospecha, Juan de Tomé llegó a pensar que el coronel no había hecho sino seguirle su juego y que, conocedor en todo momento de su verdadera personalidad, lejos de intentar desenmascararle (de lo que no habría de derivar otro beneficio que la supresión de un agente enemigo) había preferido utilizarlo como su propio mensajero y devolverlo a su campo con las informaciones y confidencias que mejor convenían a sus propósitos. Esto es, una incitación al ataque. La relativa facilidad con que había entrado en contacto con él, la ligereza de todos los controles, la intimidad sin testigos con que le había distinguido, se unían a la muy probable delación acerca de su verdadera personalidad que desde Región hubiera podido llegar hasta la casa de Las Moras, por cualquiera de los informadores y conductos clandestinos habituales, para hacer más que verosímil una hipótesis que de ser confirmada había de cambiar el signo de las revelaciones. Pero en Macerta apenas podía hacer nada para confirmar o rebatir tal hipótesis a menos de prolongar su estancia allí y, con grave riesgo para su seguridad, persistir en sus tratos con el coronel hasta alcanzar un cierto grado de certidumbre acerca de sus verdaderas intenciones. Pero además, bien porque el tiempo apremiara y considerase urgente su incorporación a su puesto para advertir a Mazón sobre lo que podía esperarle en Macerta, bien porque —como aquel que en plena calle decide volver a la habitación del hotel por temor a verse despojado del pequeño tesoro que no ha dejado suficientemente resguardado— tras las últimas palabras del coronel le embargara la prisa por volver a Región para cerciorarse, tan sólo para cerciorarse, de que Marré permanecía en su escondite del arrabal y ajena al peligro que sobre ella se cernía, decidió regresar por el camino del norte, más largo pero más seguro, para visitar a su protegida antes de presentarse ante Mazón. En esa vuelta atrás la angustia va in crescendo y sus últimos pasos antes de abalanzarse sobre el cajón donde ha dejado la cartera están dominados por una cuasicertidumbre de su desaparición y la premonición del vértigo ante el vacío que ha de encontrar. Un inmediato futuro organizado de acuerdo con el «orden querido» se va a desmoronar en un instante por la falta de ese pequeño objeto —un verdadero tabernáculo donde se guarda el tiempo— cuya pérdida abre la puertas a un caos en el que ni siquiera habrá un instante primero por el que comenzar la reconstrucción del viejo orden. Hasta él «¿y qué haré yo?» sobrecoge, porque todas sus respuestas son funestas, y sólo se impondrá (ah, esa intolerable coacción de la conducta sobre la conducta) tras un preámbulo de polvo. El cajón es abierto en la casi auroral turbulencia con que ya se anuncia el caos y de repente todo el orden se restablece en cuanto la vista descansa sobre el objeto causante de toda la desazón, poco menos que flotante en un limbo acrónico que no gira con las revoluciones de las horas, incapacitado para entender que es el sujeto de la catástrofe que ha estado a punto de provocar; y a partir de ese momento será algo más que un portamonedas, algo que sin perder nada del valor que ya contenía quedará adornado por un atributo esotérico, que no sólo contiene la fortuna de su poseedor sino también la desconocida cifra de su buena suerte. Y bien, se da una proporción entre la magnitud del susto y la afección, ribeteada de atributos sagrados, a la cartera. Sin duda el susto de Juan de Tomé fue de los grandes, pues duró varios días con sus noches, lo que tardó en llegar desde Macerta a Región por el camino de Fayón y el paso de Zocs, en pleno deshielo serrano. Muchas horas con una sola idea en la cabeza; muchas horas en que la obsesión, con la única ayuda de un rasgo recordado (de manera parecida al arqueólogo que con un trozo de cerámica reconstruye una civilización), intenta extraer el objeto perfecto del distante légamo donde se halla sumergido; y lo crea a su antojo, a partir de aquel rasgo; escondido en un zaguán o en un establo y rendido al sueño tan sólo para poder despertar con un nuevo brío que le acerque más a él, o marchando contra el viento con la cabeza baja bajo la ventisca y de tanto en tanto una mirada a los pasos del guía que camina por delante, empujado por esa única y ubicua obsesión; una cara que a partir de un sobresaliente entrecejo adquiere una cierta corporeidad en cuanto asoma una furtiva y cruzada mirada sobre la que al instante se cierran las negras aguas de una retina muy pocas veces impresionada por ella. Ambas mujeres —que le hacían muy lejos de allí— levantaron al tiempo sus cabezas, sorprendidas de su intempestiva entrada en la cocina, apenas reconocible a causa de una barba de una semana, los ojos y los pómulos hundidos y tocado con un pasamontañas; no así el chiquillo —en cuya cabeza en todo instante se estaba desmoronando el «orden querido»— que no abandonaría el suelo ni su atención sujeta por el juego de las chapas, ante la llegada nocturna del intruso.

* * *

Mientras tanto, en La Mesquida pasaban las horas sin que Mazón tuviera noticia de los mensajeros que había enviado, uno a Región y otro a Macerta. Respecto al segundo podía hacer cuantas cábalas quisiera, habida cuenta de las dificultades de su misión, de los peligros que había de superar y las demoras en que podía incurrir; por otra parte, lo que le pudiera aportar tendría un valor secundario, pues solamente una información incontestable —y en todo inesperada— le haría desistir de su propósito de avanzar sobre Macerta en cuanto la Brigada se agrupase y reconstituyese tras las agotadoras jornadas de Entreforte, Latonar y El Balsador. Con mucho, eran las noticias acerca de lo que estaba ocurriendo en el puerto las que más le importaban. Hasta ese momento aparentemente había conducido la campaña sin la menor vacilación y sin siquiera tener que recurrir a un instinto que le dictara el camino más rápido y económico, pues cada paso entre Santa Quiteria y Latonar había poco menos que obedecido a un plan de antemano trazado y aprobado por el Comité. Solamente tras la difícil y costosa ocupación de Latonar, y cuando sus bajas superaban el décimo de sus efectivos y el alejamiento de sus bases y puntos de partida le había impuesto, cada día con mayor rigor, una economía cartaginesa para subsistir gracias a sus ganancias más que a sus reservas, surgieron las disyuntivas y se planteó la necesidad de proseguir el ataque según su propia inspiración, sin contar con otros datos que los suministrados por la escasa información recibida en el campo de operaciones y sin otras ayudas que las siempre razonables proposiciones de Arderíus. De haber seguido sus primeros consejos se habría atrincherado en Latonar o más aguas arriba de Herencia, en los estrechos de El Balsador, una posición inmejorable para mantener su amenaza, controlar las principales vías de comunicación del valle medio del Lerna y poder resistir con gran economía de medios, y gracias a la ventaja topográfica; cualquier ataque longitudinal procedente del norte. Había llegado por fin al ansiado Lerna, en cuyos desiertos ribazos sus hombres encontraron la amenidad para un descanso que no habían gozado en las últimas dos semanas, en cuyos prados pastaban sus hobachones caballos, en todo ajenos a sus próximos trabajos y marchas, tan rápida y plácidamente desmilitarizados que antes de que se extinguiera el eco del último disparo la ribera había adquirido, de corro en corro, el aire de una feria de ganado, tan sólo deslucida por el mal tiempo. Había, en fin, cumplido con creces el cometido que le había asignado el Comité y si toda la máquina regionata hubiera marchado a su compás aquellas horas las podrían estar celebrando ambas Brigadas con un abrazo de triunfo en la plaza de Macerta. Pero de la sierra no llegaba nada, apenas un silbido engendrado en la quietud, demasiado agorero como para proseguir con ánimo resuelto un avance tan sólo auspiciado por el corto vuelo de Ordax que a la salida de El Balsador abandonó su sitial en el asiento del conductor para evolucionar a la diestra de su jefe, en dirección a Fides.

Situada ya a una distancia de cuatro días de marcha de su base de Sepulcro Beltrán, el avance en punta de la Brigada CCIII sobre Macerta podía adquirir todos los caracteres de un suicidio si la presión de la CCII sobre Socéanos no lograba desequilibrar al enemigo y arrojarle de sus posiciones, obligándole a replegarse por la vertiente oriental de la cordillera y haciendo posible el enlace de los dos frentes que solamente unidos podrían intentar el asalto a la plaza. Por si fuera poco, la enconada resistencia de los defensores de Feltre, que al decir del Poliorceto todas las mañanas estaban a punto de sacar bandera blanca pero que mañana y tarde seguían disparando —incluso a los altavoces que les conminaban a rendirse— sin ninguna clase de reserva ni desmayo, constituía una razón más para detener la marcha y —de acuerdo con las recomendaciones de Arderíus— fortificar una posición que no debería ser abandonada hasta que en el resto de los frentes se hubieran despejado unas cuantas incógnitas y la brigada se viera reforzada con hombres y armas comprometidos en otros sectores. A punto había estado Mazón de adoptar esa táctica tras la ocupación de Herencia y la aniquilación, a costa de sensibles pérdidas propias, de su guarnición; el miércoles 6 de abril, a eso del mediodía, había concluido el combate que se libró casa por casa y cuando en el último reducto se hizo el silencio (el mortuorio silencio que en un pueblo derruido, tras la algarada y la traca que señalarán el triunfo, se acompaña de silbidos y diapasones y repiques provocados por huecos que mugen, un balaustre convertido en badajo o un letrero que se golpea contra su quicio) del polvo surgió una vega despoblada y una carretera rectilínea, abierta y desierta que sólo conducía, más allá de los campos desmochados, a la niebla. En la mañana del 9, jueves, los exploradores enviados por Ramón Alday hasta el puente de El Balsador llevaron a Latonar la noticia de que una columna motorizada —italianos del CTV a juzgar por su inequívoco armamento— se hallaba detenida a la altura del túnel de El Corno, en torno a sus dos bocas, en espera de que se incorporase a ella parte de la infantería —al menos una unidad marroquí, entre ella— que había quedado rezagada unos kilómetros luso. Avanzaban sin precauciones y no aparentaban la menor prisa por entrar en combate, gracias a lo cual la información fue completa. La columna constaría de unos 1500 hombres a lo sumo, que venían precedidos por unos motoristas y encabezados por una docena de tanquetas Ansaldo L3, armadas con ametralladora doble; estaba formada por buen número de camiones, unas cuantas piezas de campaña de 100 mm y cerraban su formación (en lugar de abrirla) dos temibles carros MII/39, dotados de un cañón de 37 mm. A todas luces —según los observadores— el comandante de la columna debía ignorar que Latonar se hallaba en poder del enemigo.

La presencia de la aviación que desafiando el mal tiempo sobrevoló el sector, por poco tiempo, vino a confirmar la inminencia del ataque; una formación de nueve aparatos Fiat CR 42 —monoplazas de dos planos—, de la aviación legionaria, despegados del aeródromo de Saldaña, se limitó —a juzgar por la prisa con que toma ron el camino de vuelta, tras unas pasadas de exhibición— a constatar el avance de sus compatriotas por la carretera y sin otro objeto, se diría, que recibir sus aclamaciones. Pero uno de los pilotos debió advertir, en el camino de vuelta, las columnas de humo y señales del combate de Latonar que tuvo a bien comprobar con otros dos compañeros que desviaron su ruta a tal efecto. Una hora después, una formación cerrada de Savoias no dejaría en pie un solo muro de Latonar, aquel pueblo de adobes y tapiales, ora para allanar el avance de la columna, ora para de manera tan ostensible señalar la presencia de su enemigo y sacarla de su indolencia.

La imprudente y difícilmente explicable detención de la columna motorizada a la altura de Fides proporcionó a los hombres de la CCIII, tras reponerse de los efectos del bombardeo, un plazo precioso para preparar y articular su defensa. Entre Fides y La Glez la vega del Lerna se estrecha y cierra por las hoces que el río ha abierto a través de las formaciones secundarías del Martín y del Sarrión; el valle discurre a lo largo de tres kilómetros encerrado entre dos suertes de pétreos médanos, con sus cuernos apuntados, que en su centro dejan una fértil y llana elipse flanqueada por las peladas laderas de la arenisca cretácea; la más septentrional de las hoces es la más cerrada y hacia la que apuntó Arderíus como la más adecuada para montar sobre ella la primera línea de defensa y escalonarla en la segunda. Pero en esa ocasión (y una vez más la decisión de Mazón se vio influida por su desconfianza hacia su jefe de Operaciones) el comandante optó por la postura dinámicamente más conservadora y posicionalmente más arriesgada y decidió hacerse fuerte en los estrechos de La Glez, el menos alejado de Herencia y Latonar, empero donde la línea de posiciones transversales al río podía ser fácilmente desbordada por unos flancos que presentaban pocas dificultades para el movimiento de los blindados y la artillería de campaña. Tales consideraciones debieron escapar al precipitado análisis del comandante italiano, sin duda espoleado por el bombardeo aéreo e infatuado del poder y cuantía de sus motores, tanto como por la premura de llevar el punto de encuentro cuanto más al sur, a fin de acompañar su victoria con la reconquista de la mayor cantidad de terreno posible. Aparte de todo eso, la visión del valle es muy distinta según proceda en dirección norte o en dirección sur que, dominada esta última por la presencia solitaria e imponente del Martín, da lugar a un efecto perspectivo falaz que induce a pensar que el valle es tanto más estrecho y cerrado cuanto más se aproxima a Latonar.

Así pues, decidió Mazón que solamente los hombres de la Columna Pambley y el Asturias Libre, bajo el mando único del capitán Plácido García, con una discreta dotación de máquinas y morteros, quedaran apostados y emboscados en los escarpes de El Balsador y no tanto al objeto de hostigar y retrasar el avance de los italianos cuanto con miras a exacerbar su confianza con una resistencia poco más que simbólica y desdeñable e inducirles a pisar a fondo sus aceleradores en dirección a Latonar. Por el contrario, en la cerrada de La Glez la defensa se preparó con todo esmero a lo largo de aquel día 9; todo el tramo de la carretera en un kilómetro de extensión, entre el cruce de la comarcal de Tuer y el puente sobre el Guadalán, quedó centrado en las miras de cuantas armas disponía la Brigada. En lugar de una línea de defensa escalonada optó por otra poligonal, y en esa ocasión no tuvo más remedio que ceder al convincente planteamiento de Arderíus, apoyado de manera decidida por Alday. Tras el terraplén del ferrocarril, utilizado como parapeto paralelamente convergente con la carretera, se apostaron los del Dominó y el Batallón número 2, al mando del camarada-señor Pou, encargados de abrir el fuego en cuanto el centro de la columna enemiga llegara a su alcance; el Batallón número 1, los del Torce y los Carrilanos, bajo el mando de Blanco Barragán, se escalonaron a lo largo de la carretera de Félix, en torno al paso superior sobre el ferrocarril y casi ortogonalmente a la línea anterior; del otro lado del río se emplazó toda la artillería del 10,5 y la de campaña a la cota 1020 con las miras a cero; en fin, los dos escuadrones de caballería tomaron posiciones en las choperas entre el río y la carretera de Saldaña, dispuestos a vadearlo en cuanto se hubiera conseguido la inmovilización de los motorizados y la dispersión de la columna a ambos lados de la carretera, bien para acudir en apoyo de la fuerza destacada en El Balsador y cerrar la bolsa por su retaguardia, bien para cortar el paso de Herencia en el caso de que esta última fuera superada y rebasada; sin tiempo para cavar trincheras, se dispusieron los nidos de morteros y ametralladoras a cubierto de cualquier observación y casi siempre en línea, rara vez en forma escalonada. En suma, apoyada en la cerrada y resguardada tras dos terraplenes y una ladera densamente arbolada, la fuerza de Mazón quedó distribuida en una sola línea que formaba una irregular U, con un brazo —el derecho— adelantado sobre el otro, en cuyo interior quedaba encerrado un tramo de carretera de un kilómetro de longitud y por cuya abertura debía introducirse el comandante italiano como una anguila en una nasa.

Y se metió; para darse de bruces con su propio material. Cuando sus avanzadas rebasaron el puente sobre el Guadalán, más o menos a las 10.15 del día 10 de abril, domingo, los primeros shrapnels comenzaron a caer a ambos lados de la carretera para aun sin alcanzar ningún móvil, crear la confusión en la cabeza de la columna en tanto su cuerpo era implacablemente ametrallado por las máquinas del Batallón número 2. Un primer camión de tropa, a causa de la falta de visibilidad en un tramo muy estrecho, derrapó y fue a caer y volcar por el terraplén del estribo y fue abandonado por sus ocupantes con los brazos en alto, entre voces y lamentos, en tanto las tanquetas sin saber hacia dónde dirigirse salían del asfalto en busca de su propia seguridad, antes de haber localizado al enemigo. Era un punto bien elegido, pues la carretera, sin el ancho necesario para poder girar 180° sobre ella, se estrechaba aún más y adquiría una súbita pendiente para negociar los accesos al viejo puente de piedra sobre el río Guadalán en cuyo cauce terminó la primera tanqueta; se trataba de vehículos muy inestables y bastaba que una oruga pisase un mojón para provocar su vuelco. Una segunda fue alcanzada por un tiro directo del 7,5 que la dejó instantánea y totalmente inutilizada; otra se incendió, quién sabe por qué, y al cuarto de hora de iniciado el fuego ya había cinco abandonadas, dos caídas de costado y una hundida de morro en una sima.

En cuanto el fuego quedó concentrado sobre la carretera los hombres del destacamento corrieron a desplegarse a ambos lados de ella —dejando a su suerte el material móvil—, sin esperar las órdenes de sus jefes y, menos aún, de su comandante que de pie en su propio vehículo, en el centro de la columna, metido a agente de tráfico tardó en darse cuenta de lo que ocurría en su vanguardia y en lugar de detener el avance se empeñó en acelerarlo, provocando en torno al puente el embotellamiento que tanto deseaban sus adversarios; tenían éstos órdenes de no moverse de sus puestos y concentrar su fuego sobre los motorizados, lo que en cierto modo permitió el despliegue de los italianos y la formación de una posición erizo, en torno al puente y con la protección de sus pretiles, desde la que replicar al fuego del Batallón número 2 y cubrir la maniobra de retirada de todos aquellos elementos —la tercera parte de la columna— que aún gozaban de libertad de movimientos. Tras el descalabro inicial, la maniobra del italiano fue ágil y acaso por la cuantía de los blancos, el fuego de los republicanos fue disperso y no muy eficaz; por añadidura, abusaron de su confianza y una vez convencidos de que habían detenido en seco el avance enemigo y atrapado entre sus líneas el grueso de sus fuerzas sin posibilidad de recular—, optaron por mantenerse en sus posiciones en la seguridad de que habiéndole clavado al terreno acabarían con él sin abandonarlas. El italiano no lo dudó: a costa de sacrificar todo el equipo de sus avanzadas y un considerable número de bajas, decidió reforzar su posición en el puente para atraer toda la atención del adversario y ensayar un asalto al terraplén del ferrocarril, en tanto su segunda línea no sin dificultades buscaba la salida por los caminos de herradura y atajos hacia la carretera de Tuer. Un segundo asalto al terraplén, acompañado de fuego de morteros y un apoyo artillero desde una batería apresuradamente emplazada en las dehesas de Ferradal, tuvo un cierto éxito y obligó a los del Dominó a replegarse y solaparse con el Batallón número 2. Tanto Pou como Ruán, por temor a un desbordamiento que podía resultar fatal para el mantenimiento de su delgada y alargada línea, picaron el anzuelo y obligaron a Blanco Barragán, vía Alday, a desplazar hacia su espalda al número 1, a fin de taponar la brecha. El alivio de la presión en el eje de la bolsa, entre el puente del Guadalán y el cauce del Lerna, fue al punto aprovechado por el italiano, reforzado ya con infantería marroquí, para ensanchar su posición y retirar sus elementos mecánicos hacia Ferradal y la carretera de Tuer. Hacia las 15.30, tras cinco horas de continuo combate, y aunque de manera muy precaria había estabilizado su posición, a pesar de haberse visto obligado a fragmentar sus fuerzas en tres núcleos diferentes y separados: la posición erizo en torno al puente del Guadalán, a la que se habían acogido los hombres de su vanguardia; el sector de Ferradal donde desordenadamente había logrado reunir los restos de sus motorizados, fuera del alcance y la visual de las baterías de Lavaiz; y, por último, la retaguardia de la columna paralizada desde el comienzo del combate en las proximidades de la boca de entrada del túnel de El Corno. De los tres, tan sólo el primero oponía una eficaz resistencia al acoso de los republicanos que, una vez restablecida la continuidad de las líneas, no demostraron el menor celo por abandonar sus bien resguardadas posiciones para cobrar su presa en campo abierto. Con la situación totalmente bajo su control aquella tarde decidió Mazón movilizar los dos escuadrones de Caballería para, conjuntamente con el Batallón número 1, desencadenar un ataque por el sector de Ferradal, totalmente desguarnecido y escaso de potencia de fuego, que además de ocuparlo traería consigo un copioso botín y el aislamiento completo de los defensores del puente. Pero una sugerencia de Arderíus (recibida en principio y como tantas otras con todo género de reservas) y tan sólo insinuada como un divertimento nacido de la euforia del incipiente y fácilmente consolidable triunfo, habría de trocar aquel gesto casi de pizarra y oficio en una maniobra de mayor estilo de la que surgiría el más brillante hecho de armas de toda la campaña. En principio se limitó a susurrarle al oído una de aquellas frases que en su difícil y nunca bien concertada colaboración sólo entre ellos tenía sentido; vertida por uno como un intento más de ganar, mediante el halago y la complacencia, aquella confianza que desde su llegada a Región había tratado por todos los medios de conquistar y a la que no había de renunciar tras el fracaso de la misión Lamuedra; escuchada por el otro con la mezcla de interés y suspicacia que le merecían todas las palabras de un hombre al que tenía por competente y desleal al mismo tiempo. Tal vez una combinación tan inmiscible sólo se tolera diacrónicamente y el espíritu se avendrá a ella —y se reconfortará en su propia prudencia— si en cada momento decide aceptar uno u otro de sus elementos simples, pero nunca todos a la vez. Es muy posible que le hablara de su ilustre homónimo y modelo, el príncipe Eugenio. Por recomendación del viejo Ricardo Ruán, Arderíus había leído extensos fragmentos de una obra en cuatro volúmenes que se hallaba en la biblioteca de Escaen[45] y, en una ocasión anteriormente descrita, había repetido la lectura en voz alta, seguida de comentarios. Es muy posible que le recordara la retirada hacia Rovigo, el avance sobre Turín al sur del Po y la liberación de esta plaza por la espalda de sus sitiadores, en septiembre de 1706, y la resonante victoria del príncipe sobre los ejércitos de Orléans, Marson y La Feuillade, uno de esos modelos —al igual que la campaña de Shenandoah de Stonewall Jackson— que una vez aprendidos se quedan grabados en la mente y, para quien lo sabe, puede ser esgrimido como un motivo de seducción y un argumento decisivo para el compromiso.

Le insinuó que con la maniobra sobre Ferradal, si la columna detenida en el túnel daba media vuelta nada le impediría volver a su base de Macerta —sin duda tras haber perdido casi la mitad de sus efectivos—, pero si lograban retenerla en la olla de El Balsador nada resultaría tan fácil como situarse por delante de ella en su retirada, para repetir con la segunda mitad de la columna, invertido el sentido de la marcha y a la altura del azud, la misma lección que habían administrado a la primera. Es obligado y necesario señalar que en aquel primer momento de la propuesta, el más reacio a llevar a cabo una operación tan atrevida fue el propio Mazón, el hombre que durante meses había estado pregonando la conveniencia de practicar una campaña de maniobra, que al respecto había estudiado y aprendido todo lo que estaba al alcance de su mano (y en dos ocasiones bajo el pupilaje del tío Ricardo, aquel hombre tan culto como hablador), que en la medida de las posibilidades de todos había con tal ahínco promovido la instrucción y preparación física de sus hombres para adiestrarlos a grandes desplazamientos y la formación de unidades montadas capaces de alcanzar una gran movilidad; que había hecho de tal postura un dogma tan fervorosamente mantenido que había llegado a amenazar con su retirada del mando activo si el Comité no avalaba sus procedimientos o no le concedía carta blanca para llegado el momento poner en obra sus ideas. Y por si fuera poco, aquella concepción de la ofensiva en dos frentes —uno fijo y otro móvil— se debía a él y a él había sido encomendada la parte aventurera, por así decirlo, por la que tanto había clamado. Cuando Arderíus desplegó el plano para señalar con el dedo la maniobra estaba a su lado Ramón Alday que inclinó la cabeza y sacó la lengua para, a continuación, dirigir a Mazón una mirada interrogante y algo impertinente. Una vez más, fue convocada una reunión de la máxima urgencia, todos con prisa de volver a sus puestos con órdenes de abandonar la posición para caer sobre el enemigo. En el momento en que Arderíus —plenamente secundado por Alday por Ruán, pero no tanto por los demás capitanes, sobre todo los de extracción pueblerina, mucho más sumisos a Mazón que los profesionales y los cultivados— insinuó la posibilidad de poner en práctica aquella táctica tan atrevida, con un enemigo encerrado en una bolsa y un campo abierto donde moverse con libertad, Mazón se retrajo y durante un plazo demasiado largo se resistió a discutir una proposición bajo el alegato de que no comprendía muy bien lo que su jefe de Operaciones quería decir, un intento un tanto pueril de sobreseer el sumario por el procedimiento menos dialéctico. Era justamente lo que el otro —Arderíus— no podía comprender: que alegase incomprensión a una idea tan meridiana, tan simple, que ni siquiera necesitaba del plano para ser expuesta y que, por añadidura, concertaba con todas las concepciones y planes de campaña que había prohijado la Brigada. Pero Arderíus no discutía; tras su breve exposición se limitaba a fumar y —un observador que se hubiera agachado por debajo de la mesa de la sacristía de la iglesia parroquial de Herencia, donde se celebraba la reunión, lo habría observado— agitar su pie derecho, de manera nerviosa pero no impaciente, indolentemente colgado de su pierna cruzada. La solución urgía; Chacón esperaba, con la mano sosteniendo el pomo de la puerta entreabierta, la orden de marcha.

Al llegar aquí cabe hacer una especulación sobre las razones que bullían en la mente de Mazón para permitirse tanta indecisión en momentos tan apremiantes. Por una parte, es menester considerar el ejercicio de la responsabilidad para ponderar el peso de la prudencia práctica en contraste con la audacia teórica y para reconocer que, cumplidos con generosidad y amplitud los objetivos que se había asignado, otras razones muy distintas —y algo más humanitarias y económicas— a su predilección por un cierto tipo de guerra podían prevalecer en su decisión final. Por otra, cabe aducir su ya varias veces mentada y harto justificada desconfianza hacia toda iniciativa procedente de Arderíus; pero habiéndose producido ésta en un momento tan adelantado de la campaña, en que una decisión errónea podía traducirse en una completa debacle (y hasta entonces no había sido tan considerado hacia la merma de sus fuerzas y hacia las dificultades para asegurar una retirada no calamitosa a Sepulcro Beltrán), esa desconfianza podía haberse trocado en verdadero temor. Por entonces ya empezaba a lamentar la decisión de haber retenido a Arderíus a su lado. A medida que progresaba la campaña y la Brigada avanzaba hacia la capital del enemigo, más crecía la importancia de Arderíus y más decisivo y terminante podía resultar el esfuerzo de su deslealtad; o lo que es igual, más inquietud le producía a Mazón la compañía y la asesoría de su subordinado y hasta el extremo de empezar a considerar por aquellas fechas —una decisión que se deja siempre para el día siguiente, a menos que un acontecimiento fortuito y funesto la precipite y justifique— la conveniencia de acabar con él, antes de dar el siguiente paso. Pero no era sólo desconfianza, pues en una situación como la suya —con cierto paralelismo a una crisis conyugal— rara vez un solo sentimiento, no necesariamente compartido, se erige en motor de todos los actos. Nada podía aborrecer tanto Mazón como que Arderíus se adelantara a sus ideas. Desde su punto de vista era —quizá— la forma más refinada de la traición; no se trataba tan sólo de debatir una propuesta cuya finalidad última —por estar envuelta en las brumas de una intención inconfesada, si procedía del capitán— era difícil prever sino más bien de adivinar en qué medida, y gracias a una intervención espuria, los propósitos de la propia estrategia podían resultar de la máxima conveniencia para el adversario que, previamente informado de ellos, podía trazar a su antojo su plan de contrarrestación, a fin de llevarlos al fracaso y obtener las máximas ventajas de tales iniciativas. Atormentado por tan justificados temores, no podría Mazón descansar ni confiar en actitudes previamente tomadas, ni siquiera en su propia doctrina públicamente expuesta y que en poder de Arderíus podía convertirse en un arma más del enemigo. Con independencia de toda defensiva precaución, no podía por menos que reaccionar como el marido que, en plena desavenencia, ha de asentir en público a las afirmaciones que una mujer desleal, conocedora de sus costumbres y gustos, hace ante una concurrencia ignorante de su íntimo divorcio, para ganar su favor, para cubrir una nueva infidelidad o, llegado el caso, para arrojar sobre su cónyuge la responsabilidad del posible desastre. Ante muchos no podía Mazón, claro está, denunciar un estado de cosas que él mismo había propiciado con su imprudente celo por mantener al capitán a su lado y atribuirle el papel de jefe de Operaciones, máximo responsable del trazado de la campaña sobre el papel. O bien tenía que seguir el juego o bien romper la baraja, a la vista de todos. O simular un accidente. Cuando a media tarde estaba poco menos que decidido el envío de los dos regimientos hacia las dehesas de Ferradal y a punto estaba Chacón de abrir la puerta y abandonar la sesión para cumplir la orden, lo último que esperaba Mazón era que Ruán —siempre tan callado— desde el extremo opuesto de la mesa preguntara si había que conformarse con eso; si no sería aconsejable aceptar la sugerencia de Arderíus en el sentido de dar por resuelta, a falta de una liquidación, la situación en La Glez y despachar una fuerza considerable, tanto infantería como caballería, hacia El Balsador y no para cubrir aquella posición y hostigar al enemigo en su retirada sino, contando con una considerable potencia de fuego, impedir ésta en las cerradas de Congosto mediante el mismo tratamiento administrado a la punta de lanza italiana aquella misma mañana. Mazón clavó la vista en Ruán, de extremo a extremo de la mesa, un tanto perplejo. Era la mirada cesárea que sólo él podía interpretar; de reproche no por su disensión sino por aprovechar su compartido secreto para colocarle en una situación retrógrada y desventajosa. Tras unos instantes de indecisión Mazón levantó la mirada que paseó por toda la concurrencia para medir el efecto de las palabras de Ruán. No parece que Arderíus tuviera nada que añadir —acaso consciente de que una palabra suya de más podía saturar el ambiente y precipitar una respuesta mayoritariamente negativa— y se limitó a aplastar con ahínco el cigarrillo en el cenicero; Ramón Alday, mordiéndose el índice derecho, ladeó la cabeza y arqueó las cejas para dar a entender que compartía el deseo de llevar a cabo una operación tan arriesgada y la incertidumbre que suponía; Ruán calló, con la vista clavada en el tablero de la mesa; el camarada-señor Pou levantó los hombros y Joaquín Lavaiz adelantó su mentón queriendo tal vez significar que por él no se había de abortar la aventura; y en esa expectante y no comprometida situación estaban todos los reunidos cuando desde la puerta —casi desde las sombras, aprovechándose de su marginación y del olvido en que había permanecido— las nítidas, lentas y arrastradas palabras del gitano, cargadas con su más persuasivo acento: «No lo piense más, jefe, es lo que hay que hacer», obligaron a todos a abandonar sus respectivas actitudes para volver hacia él sus miradas, en cierto modo aligeradas del poder y del deseo de contradecirle.

En numerosas ocasiones como aquélla, Mazón respondía con la surenchére; rara vez se volvía atrás —aunque a veces lo hiciera— y al envite replicaba con otro más fuerte. Por un lado, no podía conformarse con una iniciativa que llevase el apellido de Arderíus —y que de conducir al éxito quedaría registrado en la mente de todos como un acierto exclusivo de su jefe de Operaciones— y por otro, la incipiente ansiedad que se iba apoderando de su ánimo —motivada por otra parte por la falta de noticias acerca de lo que estaba ocurriendo en los otros frentes y la incertidumbre que la incomunicación arrojaba sobre el conjunto de la ofensiva— le empujó (y fue uno de los más conspicuos ejemplos de aquella imprevisible manera de actuar en los momentos decisivos) a adoptar una línea de conducta que condujese al desenlace más rápido y a resultas de la cual su suerte quedase inexorablemente echada. Posteriormente se barajará la idea de que a aquellas alturas ya sólo deseaba la retirada, la vuelta a casa y a la inacción, cansado de tantos días de brega y, sobre todo, acuciado por problemas personales (y es de suponer que sobre su ánimo planeaba la inexplicable desaparición de Kerrera). La desidia que delataba la falta de noticias le había convencido de que, una vez más, se había roto la difícil unidad de las fuerzas regionatas que enfrentadas a suertes muy diferentes —unas al fracaso más rotundo, otras adornadas con victorias locales de escasa trascendencia, unas terceras, por último, condenadas a la inactividad resultante de tantos abortos y decepciones— volverían a la inveterada práctica de la guerra por facciones, tras echar a barato las duras lecciones que les habían conducido a aquella espuria y efímera unanimidad. En la víspera de sus más señalados éxitos se comportará como un hombre vacilante, que para mantener el tipo ha de exigir la devolución de la confianza que un día repartió a manos llenas; que por eso mismo huirá de las medias tintas, por temor a denunciar un talante dubitativo y para aparentar una fortaleza que, paradójicamente, se había en parte esfumado con el éxito; que adopta decisiones audaces, casi desesperadas, para superar las sugerencias que le vienen de fuera y que, tanto por el afán de imponer su autoridad cuanto por el temor a embarcarse en una larga campaña de desgaste, en todo momento menosprecia el camino más sensato. Sin duda los éxitos que se sucederán desde la toma de Entreforte hasta la llegada a los suburbios de Macerta, pasando por la brillante jornada de El Balsador, serán cada vez más pesados y más duros de soportar para los hombres de la CCIII —cada vez menos numerosos y más fatigados—, pues uno tras otro les van empujando hacia el vacío, hacia una nublada meta que ninguno de ellos (y a medida que continúa su avance sus rostros se van demacrando, sus cuerpos se cubren de llagas, sus prendas y uniformes se convierten en harapos, sus semblantes se ensombrecen (pues con un detrás cada día más lejos no apuntan hacia un delante)) será capaz de vislumbrar.

Entonces Mazón se recostó en su asiento y hundiendo las manos en los bolsillos del pantalón, al tiempo que estiraba las piernas por debajo de la mesa de la sacristía, dijo que puesto que estaba claro cuál era el sentir de todos, era de razón que todos, o la gran mayoría, participasen en la aventura; que por consiguiente durante toda la noche y el día siguiente la Brigada se limitaría a ejercer un «limitado hostigamiento» de las posiciones enemigas para hacer creer al comandante italiano que se conformaban con lo conseguido, que se mantenían en la actitud defensiva y que en modo alguno deseaban o podían pasar al contraataque; y si el comandante italiano acertaba a interpretar tal mensaje renunciaría a forzar la defensa y ordenaría la retirada, para salir cuanto antes de aquella ratonera; así, pues, antes de que cayera la noche del día siguiente, lunes 11 de abril, todas las unidades distribuidas en torno a los estrechos de La Glez debían escalonada y subrepticiamente abandonar sus posiciones (de acuerdo con un orden de marcha que Arderíus y Ruán se encargarían de redactar) para retroceder hacia Herencia, seguir por caminos paralelos a la carretera de Saldaña y volver a cruzar el río a la altura de Atroz para situarse a suso de la cerrada de El Balsador, a retaguardia de toda la columna italiana, para impedir su retirada y asestar el gol pe frontal insinuado por el jefe de Operaciones y preconizado por Ruán y Chacón, con el tácito consenso de todos los demás; solamente en calidad de retén quedaría en La Glez el Batallón número 1, apoyado por toda la artillería dispuesta en una simple barrera, a las órdenes de Joaquín Lavaiz que tomaría el mando de todo el sector para actuar a modo de yunque en cuanto se produjera el choque. En cierto modo la reunión fue una copia de la celebrada el 27 de marzo en el molino de Flójar. La propuesta era tan abrumadora que nadie se anticipó a discutirla. Era todo o nada, no valían términos medios. Las palabras de Mazón, tal vez pensadas y dichas para suscitar la polémica y engendrar una fuerte oposición a tan aventurada maniobra, a pesar de provocar un cierto estupor no levantaron la menor protesta; quién más quién menos habiéndose pronunciado en aquella dirección no demostró el menor deseo de volverse atrás, aunque tuviera que aceptar el nuevo envite a regañadientes y en contra de sus apreciaciones acerca del próximo combate que todos, casi sin excepción, debían de considerar como el último de la campaña, con el que —al menos— debía concluir su cometido en aquella ofensiva cuyo peso, en lo sucesivo, habría de recaer sobre otros hombros.

En tanto que dueños de la iniciativa, los republicanos se limitaron durante todo el día 11 a mantener un fuego demostrativo, a tenor de las instrucciones cursadas por su comandante, que los italianos tuvieron a bien agradecer y corresponder. Tan sólo una compañía marroquí intentó —a eso del mediodía— abrir un frente de ruptura hacia el río, en busca de la carretera de Saldaña; pero enérgicamente rechazado por los Carrilanos desde sus confortables posiciones, indudablemente su fracaso debió colaborar a la renuncia del comandante italiano a toda clase de gestos agresivos que no estuvieran dictados por el proceso de la retirada.

Al atardecer del mismo día se inició la retirada, más bien la subrepción, de la Brigada de sus posiciones de La Glez. Las unidades más avanzadas lo hicieron en último lugar. Fue una noche de intensos trabajos y movimientos, siguiendo las directrices cursadas por Arderíus y Ruán, supervisadas por Mazón y vigiladas por Alday y Pou. Los hombres abandonaron sus puestos para caminar encorvados, sin levantar una voz, sin encender un cigarrillo, transmitiéndose la vez con el codo, bajo una lluvia suave pero pertinaz. Por la margen derecha del río y a ambos lados de la carretera de Saldaña se organizaron siete columnas, en fila india. Cada cincuenta minutos de marcha descansaban diez, con prohibición de formar corros y hablar en voz alta y si alguno se extraviaba debía permanecer en el sitio, hasta ser encontrado por sus compañeros de la zaga. En Herencia se les distribuyó raciones frías para tres días, a base de latas de atún, galleta y vino aguado, y se les recomendó que no probaran bocado hasta llegar al punto de destino que Ramón Alday, despachado previamente, secundado por Toribio Cárdenas y otros oficiales de la Pambley, oportunamente les señalaría. Aquella noche caminaron más de quince kilómetros bajo la lluvia y hasta los de caballería lo hicieron desmontados, sin otras luces que las luciérnagas de los vivacs italianos del otro lado del río.

El choque se produjo el día 13 de abril, víspera del aniversario de la República, a primeras horas de la mañana. Una vez más el comandante[46] italiano fue cogido por sorpresa y absolutamente desprevenido, convencido de que tenía franco el paso de Congosto que unos exploradores y enlaces, despachados antes de que apuntara el nuevo día, se encargarían de reconocer y que la punta de lanza —muy avanzada respecto al resto— debía clarear en el caso de que encontraran la débil resistencia guerrillera con que habían topado en el camino de ida. El comandante no podía por menos de sentirse satisfecho del comportamiento de sus hombres en la posición erizo durante los días 10, 11 y 12 y persuadido de que Macerta hacía oídos sordos a su petición de socorro, decidió iniciar el repliegue en la noche del 12 al 13, gratamente sorprendido de la inactividad de su enemigo e íntimamente convencido de su falta de recursos y ánimo para lanzar un ataque nocturno desde sus dominantes y cómodas posiciones en las lomas y terraplenes. Para proteger la retirada de sus dos núcleos más valiosos ordenó el estado de la alerta en el box del puente sobre el ferrocarril, el más avanzado, ocupado por tres compañías de infantería y dos mías marroquíes, en todo momento dispuestas a saltar los parapetos a una orden suya para ocupar un tramo de la carretera y distraer sobre sí la atención de los republicanos mientras la columna se ponía en marcha en dirección a Macerta. Un sacrificio imprescindible y, si todo salía bien, un precio extremadamente bajo por la salvación del resto. Bajo una mansa lluvia y en la oscuridad más completa ordenó formar de nuevo la columna en dirección a Macerta y empujar y girar las máquinas a brazo para no encender los motores hasta el mismo momento de emprender la marcha, una hora antes del amanecer y a fin de escapar de la trampa con las primeras luces del día, después de despachar una avanzada hacia El Balsador, punto elegido para la nueva concentración, fuera ya del peligro y del alcance de las piezas republicanas. Para evitar embotellamientos y tropiezos, los dos —el de Ferradal y el de la boca de entrada del túnel de El Corponerse en movimiento al mismo tiempo y una vez sobre marchar a la máxima velocidad de caravana. La organización no tuvo un fallo y la maniobra se inició sin otras dificultades que las provocadas por el barro que obligó a abandonar media docena de coches y armones enterrados hasta los ejes. A las 6.40 del día 13 de abril la columna emprendió su repliegue hacia Macerta, con las luces apagadas y poco menos que morro contra trasera, dirigida por unas pocas culebreantes linternas de mano.

El plan Arderíus-Ruán había previsto atacar la columna en movimiento, en cuanto su cabeza rebasara el paso bajo el ferrocarril no lejos de la boca de salida del túnel. En el dispositivo republicano el Asturias Libre y la Columna Pambley ocupaban la posición más avanzada. La primera unidad debía ocupar el paso antes citado y la segunda la trinchera del túnel y entre ambas, con un ataque sincronizado, debían cercenar la cabeza de la columna por la línea férrea al tiempo que el Batallón número 2, el Alerta Carrilanos y el Dominó se lanzaban al asalto de la carretera un kilómetro más atrás para proceder a continuación en la dirección de Macerta y, conjuntamente con las fuerzas anteriormente citadas, aplastar al tercio anterior de la formación italiana. Una vez alcanzado este objetivo, todas las unidades agrupadas girarían para tomar la dirección sur, siguiendo el eje de la carretera para paso a paso demoler a un enemigo formado en línea e inmovilizado.

Tras dejar pasar a las unidades de cabeza, sin dar lugar a la alarma, el teniente Fueyo del Alerta Carrilanos abrió el fuego sobre la columna a las 7.20 de la mañana, en una curva a media ladera no lejos del promontorio de El Corno. Bastó con ametrallar un primer coche con las máquinas más pesadas, las Nordenfelt de 8 mm, y rematar con morterazos y granadas la suerte para que la columna quedara inmovilizada, taponada la carretera y detenida toda la línea, con varios topetazos, incapaz de moverse fuera del asfalto a causa del barro. Por el contrario, en la cabeza las cosas no marcharon tan bien; el asalto de asturianos y carrilanos al puente y la trinchera fue enérgicamente rechazado por una guarnición apostada allí —y despachada con antelación a través del túnel, a pie— que dotada de armas automáticas y aprovechando su ventaja topográfica no tuvo apuros para repeler tres sucesivas oleadas de atacantes. Sin embargo, semejante revés tuvo a la larga consecuencias muy beneficiosas, pues el responsable en cabeza, suponiendo que tenía ante sí el grueso del ataque republicano, no dudó en imprimir a la columna una mayor velocidad para lograr su evacuación en tanto tuviera bajo su control el paso sobre el ferrocarril; con lo cual no consiguió sino desgajarla y salvar la cabeza a costa de perder el resto.

Siguiendo órdenes indudablemente transmitidas por radio, en cuanto se produjo el encuentro en El Balsador los italianos y marroquíes encerrados en el box del Guadalán se lanzaron hacia la carretera de Macerta en una dirección desviada que cogió por sorpresa a los hombres de Lavaiz y Marzo Mediano. A punto estuvieron de rebasar la defensa que, casi agotados sus cartuchos de fusil, hubo de recurrir al tiro rasante de las piezas del 7,5 para hacer recular al moro. Cuando en la caída de la tarde en El Balsador se había consumado la destrucción de la columna y los hombres de uno y otro bando por primera vez después de doce horas salían de sus abrigos para ponerse de pie, aún se seguía disparando en La Glez —los cañones al rojo, la mitad de las armas encasquilladas— contra unos hombres que como conejos buscaban su salvación de mata en mata.

El éxito de la acción se debió al certero golpe en el centro, iniciado por el teniente Fueyo y ejecutado por el Batallón número 2, el Alerta Carrilanos y el Dominó. Detenida la columna, a causa de la topografía sus hombres no tenían mucho terreno para desplegarse tal como lo hicieron tres días antes. Tan sólo podían saltar de los coches para buscar refugio detrás de sus ruedas, en las encharcadas cunetas o en los poco acogedores matorrales del lado del monte. Pero la vanguardia del grupo de Ferradal, bastante retrasada respecto a la retaguardia del grupo de El Corno, debió adivinar (o ser informada por un enlace) que algo ocurría en la carretera a pocos hectómetros por delante y en evitación de un atasco semejante al sufrido en La Glez, decidió avanzar sobre el río para cubrir el flanco izquierdo, aun a costa de dejar sobre el terreno parte de su equipo. Los temibles M11/39, el resto de las tanquetas y una infantería generosamente pertrechada de armas pesadas y automáticas constituía una fuerza demasiado considerable para el castillo de naipes republicano. «Si en aquel momento no hubiera saltado por los aires un camión cargado de municiones, lo que desmoralizó por completo a los italianos y les indujo a rendirse[47]», la jornada podía haber tenido muy distinto signo. La explosión produjo a su alrededor un considerable vacío seguido de la confusión de quienes no sabían si agruparse de nuevo o acudir al punto de la catástrofe para atender y rescatar los heridos. Fue el momento del gitano, el que muchos habían estado esperando desde los días de la recluta y la instrucción. Siguiendo a cierta distancia una línea paralela a la de la columna inmovilizada, por entre los sotos, los viñedos y los carrascales de la ribera, los cuatrocientos jinetes de Región[48] hicieron al galope la distancia entre la boca de salida del túnel y el estrecho de Congosto, toda la dehesa de El Balsador, sin disparar un tiro. Allí giraron para cargar sobre un destacamento que encabezado por su teniente en correcta formación avanzaba al paso gimnástico y que al ver como la caballería se venía encima, rompió la formación, arrojó las armas al suelo y echó a correr, cada cual por su lado. Allí desmontaron los regionatos, echaron cuerpo a tierra y tomaron sus fusiles tan sólo para apuntar a numerosos hombres que se dirigían hacia ellos con los brazos en alto, algunos de los cuales no se libraron del disparo en el pecho. Fue su primera y última carga tan fogosa como eficaz; y tan inédita como extempórea; la última demostración de un arma que allí se desvaneció, en una estampa ligeramente trémula donde la victoria se yuxtapone a su propia inmolación para en una hora o veinticinco años volver a lo que siempre fue y será: un campo de patatas por el que ha avanzado un oficial, en una mano la pistola y la otra en jarras, en cuya linde sus hombres esperan arrodillados, con las armas montadas; y entre los álamos una línea de caballos inquietos y sudorosos que resoplan y piafan para encontrar de nuevo el sitio que su ciego amor a la guerra les había arrebatado.

Hacia las cuatro de la tarde estaba concluido el combate y se había entregado el último italiano que había intentado buscar refugio en el monte, huyendo del infierno en que los hombres del Batallón número 2, los del Dominó y los carrilanos convirtieron el kilómetro 9. Los vehículos inutilizados fueron pronto arrumbados pero aún quedaron 11 delicados SPA y cuatro tanquetas L3 con los que los indisciplinados vencedores pronto empezaron a jugar. Y por si fuera poco, un impecable Lancia descapotable, pintado de camuflaje, sobre el que en seguida cayó la adúltera mirada de Mazón decidido en su euforia a adornar la victoria con tan codiciada prenda, sus oídos sordos a la fidelidad que le debía al Lagonda que hasta allí le había acompañado sin un desmayo, aunque con excesivos achaques por su mucha edad. Fueron tan numerosos los casos de indisciplina que resulta necesario pasarlos por alto; eran demasiados pertrechos y armas como para que se impusiera una limitación a la rapiña; era demasiada comida, demasiado tabaco, incluso chocolate vitaminado —áspero y terroso, de un sabor acre— pero chocolate al fin. Eran también demasiados prisioneros cuya manutención y vigilancia supondría una carga nada desdeñable para la Brigada cuyas bajas ya superaban —entre muertos, heridos y desaparecidos— los cuatro centenares, casi un 20 por 100 de sus efectivos iníciales.

Inquietos, esperando en cualquier momento lo peor, los voluntarios tratan de buscar la vía de la clemencia. Se desprenden de sus capotes y con peor ánimo trocan sus abrigadas botas por el miserable calzado de los regionatos. En cuanto a los gorros y cascos, nadie los quiere y pronto la carretera quedará sembrada de ellos, excedentes de una inútil y sobreabundante cosecha que solamente los chiquillos se molestarán en recoger después. Todos los ojos se vuelven sobre los SPA, las joyas del botín. Se trata de unos coches de primorosa y delicada mecánica, con conducción a la derecha, motor de cuatro cilindros —que producen un pistoneo lento y arrullador—, cárter de aluminio y radiador formado por elementos independientes, para mantener la refrigeración en caso de ruptura de uno de ellos en los frecuentes topetazos que provocan las caravanas. Se ordenó no tocarlos y unos cuantos voluntarios —que ahí vieron el camino de su salvación— fueron designados como instructores de aquellos que decían saber conducirlos. Algunos italianos se avinieron al cambio de obediencia, todos en busca de un trato de favor, con pueriles protestas: amigos del pueblo español que fueron engañados por sus jefes; hijos del pueblo que odian la guerra y sólo desean luchar por la libertad. Pero sus palabras apenas serán tenidas en consideración si no vienen acompañadas de obsequios que a aquellas alturas del pillaje ya pocos pueden ofrecer; pero aun así hay quien se desprende de un reloj, de una cadena, de un encendedor o de un cinturón que sustituirá por una soga, con tal de agradar a su nuevo dueño. En pocas horas la derrota se ha cebado en ellos y la flamante tropa en columna de a tres —casi cuatrocientos hombres[49]—, tras enterrar a sus muertos en una fosa común, emprende la marcha hacia Herencia bajo una lenta lluvia, arrastrando el paso; algunos con los pies envueltos en bandas, sin capotes y casi sin uniformes, tocados de esas pocas prendas personales extraídas de un misterioso escondrijo y con que el soldado, desde el mismo momento en que se convierte en prisionero, con arte de prestidigitador intenta zafarse de su condición para reincorporarse —con una bufanda, una boina, una camiseta o un jersey— al orden civil. A los italianos se vinieron a sumar en Herencia los marroquíes, procedentes de una unidad identificada como la Mehal-la de Gomara número 4, unos parientes aún más pobres que, en correspondencia, aún recibirán un tratamiento más drástico. Algunos de ellos, bien para ganar clemencia bien para buscar una oportunidad que les devolviera a sus antiguas filas, se ofrecieron a tomar las armas de nuevo, ahora contra sus antiguos colores. Sólo tres de ellos, sid Embark Ben Messaud, sid Abselan Cabo de Agua y sid Maimón Ben Hamú Mazuza, tomaron efectivamente las armas para perder sus vidas, en diferentes circunstancias, en los combates de Muchavilla.

* * *

Declinaba la tarde, una tarde instantáneamente devuelta al tiempo de paz por un par de mulas, la columna de humo que despedía un montón de hojarasca y el golpe de azadón del aparcero que abría y limpiaba de vegetación un regato. El cielo había levantado, el crepúsculo era un velo de higiénica, barata e inane gasa en torno a las alturas evanescentes de Montayú, dos chiquillos lejanos y ocultos se llamaban a voces y dos urracas remontaban su corto vuelo para de nuevo en la rama lanzar su mecánico graznido, como dos juguetes italianos de un siglo de grandes inventos. Nadie atendía a la guerra, como si aquel fuera un día de fiesta por la tarde und fern noch tönet der Donner.

Una sirvienta mal vestida asomó en la terraza para preguntarle si deseaba tomar algo. Era una terraza rectangular, pavimentada con losas de pizarra y circundada por un pretil con sus machones coronados con copas de cerámica verde —las más de ellas desportilladas— donde se cultivaban unos geranios; del otro lado, más allá de un terreno vago atravesado por el camino, lindaba con el secano que en aquel momento entregaba el primer brote de la avena, más clarividente que el destino que ignoraba. Se había quedado solo y, muy contra su voluntad, sin otra cosa en qué pensar que las decisiones para el día siguiente o, como muy tarde, para dos días después. Ignoraba que muy lejos de allí, en las playas de Vinaroz, en aquellas mismas horas se estaba definitivamente sellando la suerte de la República, partida en dos y conminada a seguir combatiendo y no en el inútil intento de dominar a un adversario que la superaba en todos los órdenes del combate sino con el vano propósito de conmover a un público que había observado su lucha con exaltada pasión, una manera de disimular su poca voluntad a intervenir en ella y mezclarse en un enredo que siempre quiso eludir. Había abandonado Región en los últimos días del mes anterior, cuando de los partes de guerra de ambos bandos —apenas completado el propio con informaciones más precisas, con el pretexto de que a toda costa en los momentos de crisis había de respetarse el silencio telegráfico y telefónico— cabía deducir una retirada republicana al sur del Ebro, de Alcorisa hacia Calanda y Mas de las Matas, pero no tanto como el hundimiento total de aquel frente que se había de consumar en el plazo de dos semanas con la llegada al Mediterráneo, el 15 de abril, de las fuerzas de la 4.ª División de Navarra. Ignoraba también —cosa aún más grave para su destino particular, exponente de la falta de conexión entre los dos frentes de Región—, y por culpa en parte de la ineficacia de los correos despachados al Comité para recabar noticias, que el ejército de Socéanos apenas había dado un paso adelante en su intento de desalojar a su adversario de las posiciones del puerto y que tras doce días de infructuosos empujones no sólo había consumido toda su capacidad ofensiva sino que en su seno se había producido una nueva crisis que en última instancia fue resuelta por Constantino Marcos con el apartamiento del mando de Estanis y otros cabecillas —casi todos confederados, poco amigos de Julián Fernández— que no supieron aportarle las mieles del triunfo. El mismo día en que Constantino y Fernández se trasladaron a El Salvador para, tras una somera visita a los puestos avanzados, mover sus peones con vistas a una reorganización de todo el sector, se habían de producir las consabidas defecciones que anticipaban o precedían a tales cambios, observados por los interesados con la natural sospecha de que obedecían siempre más a motivos políticos que militares y, por consiguiente, en muy pocas ocasiones aceptados con estricta obediencia a una jerarquía siempre discutida. Durante tres días el frente estuvo a merced del enemigo que si no se decidió a tomar la iniciativa y montar el contraataque y prefirió observar el decaimiento del ímpetu regionato tranquilamente asentado en sus bien fortificadas y defendidas posiciones, fue porque también en su campo se produjeron algunos cambios (entre ellos, el del irascible capitán Ruiz Lancáster trasladado al sector de Macerta) para el mejor cumplimiento de las instrucciones cursadas por Gamallo en el sentido de no extender las líneas ante los progresos de la Brigada CCIII por el sector sur. Ruiz Lancáster había visto, con certero instinto, abierta la posibilidad de lanzar un contragolpe que le llevara directamente a Región para terminar la campaña en una semana o diez días a lo sumo, a sabiendas de que la mitad de las fuerzas regionatas se hallaban descolgadas en la otra ribera y sin otra posibilidad perdida su capital, que rendir las armas. Pero tal propósito no casaba en ningún modo con las intenciones de Macerta que presintió el peligro de una victoria fulminante —y además sin necesidad de refuerzos— por parte del capitán al que de manera urgente llamó a su lado para encomendarle la defensa del sector El Tendre-Muelas. Y por otra parte, no hay duda de que de haber contado en aquellas horas con la doble información, no habría tenido Mazón más remedio que ordenar el repliegue general hacia sus bases, por grande que fuera su atrevimiento y acuciante su deseo de terminar la campaña y culminar su obra con la entrada en Macerta, al precio que fuera, incluso el holocausto de su fuerza. Pero una vez más la ignorancia respecto a lo que el presente ya había despejado constituía el mejor recurso, en aquella campaña, para adelantar una apuesta a lo que reservaba el futuro.

Le dijo que no deseaba tomar nada, que prefería esperar hasta la hora de la cena. A las numerosas inquietudes que asediaban su ánimo se venía a sumar un cierto malestar que le producía aquella casa desde el mismo momento en que hizo su entrada en ella. La habían localizado en la tarde del día 14 cuando a falta de cosa mejor habían situado la «posición Antón» en un punto que a nadie satisfacía, cuando tras ordenar la reagrupación de la Brigada en Herencia, la distribución del botín y la instrucción de la tropa con el nuevo armamento, tras enviar unas patrullas para reconocer el sector de Ullano con vistas a establecer una reserva disimulada (del tipo Bocentellas-Riazán, que gozaba de tanta predilección) para actuar en el caso de un segundo contraataque, fue descubierta a poca distancia de Atroz desde la carretera de Zafra, en el centro de una extensa dehesa de encinas y carrascas, situada sobre una loma y dominando toda la vega del Lerna desde los piedemontes orientales del Martín. Era sin duda una de las mejores propiedades de toda la comarca, cuyo nombre —La Mesquida— no era desconocido en Región, propiedad de una familia que de haber sido sorprendida en la guerra en el bando de la República no habría dejado de contribuir a la lista local de mártires con unos cuantos nombres. La carga política de aquel nombre no era nada desdeñable; lo ostentaban algunas fábricas de harinas y durante medio siglo había alimentado las listas de los candidatos conservadores de la ribera del Lerna.

Cuando un teniente llegó a la «posición Antón» —una casa de labradores en cuya era aparcaron los mejores coches de la Brigada— para comunicar el hallazgo, una suerte de postre al banquete de la víspera, todos los presentes aceptaron la sugerencia de trasladar el Cuartel General a una gran casa confortable, con numerosas habitaciones bien amuebladas, dotada de buenos corrales y una despensa bien surtida y que, por si fuera poco, ofrecía la posibilidad de un baño. En cuanto a la familia, dijo, no habría problemas. Omitió decir que habían sido sorprendidos haciendo los preparativos para la evacuación y encerrados en una habitación, con una guardia. Entre los primeros en llegar fueron Arderíus, Ruán y Mazón, al volante del Lancia del comandante italiano, pasado por las armas tras juicio sumarísimo. De lejos le seguían un SPA, con el conductor, Pou y Asián en la cabina y un pelotón de carrilanos designado como guardia del Cuartel General. Cuando el SPA abandonó la carretera para, siguiendo la indicación de un soldado apostado en el cruce, tomar el camino de la finca —un camino de tierra en buen estado, que al poco cruzaba una cerca de piedra a través de un portillo flanqueado por dos pilones de granito, con el nombre de la casa tallado en uno de ellos y el símbolo de una ganadería en el otro— en la memoria de Asián vino a formarse la molécula primera de una revelación imprevista que en cada nuevo accidente del breve recorrido, por un proceso de ilegítima asociación, agregaba precisos y repentinos detalles y datos inéditos para llegar a formar el inesperado núcleo de una evidencia; como si cada encina, cada revuelta, cada nuevo escorzo que presentaba la casa y los establos, las dependencias, los graneros, almacenes y barracones —hasta el peón que con una azada abría un regato y apenas alzó la cabeza para verlos pasar— formaran las encadenadas sentencias de una página leída mucho tiempo atrás que el olvido, sin borrarla plenamente, hubiera dejado en suspenso, tan sólo adherida a la memoria por la leve posibilidad de ser recordada y revivida en el caso poco probable de que el azar volviera a abrirla ante los ojos que un día la leyeron con desprevenida pasión, ignorantes de que la huella que había de quedar impresa en su espíritu jamás le podría conducir, por más que lo intentara, al no buscado objeto que la imprimió. Al igual que el cuerpo, el espíritu alimenta gérmenes que lo sustentan pero que excitados un día por un factor casual se revuelven contra su poseedor para provocar la enfermedad; y que con su acción vienen a demostrar que el espíritu no es más que un momento fortuito y continuado que en cualquier momento puede caer en el vacío sobre el que levita gracias a un baile de partículas que escapan a sus órdenes. Quizás el recuerdo de una anónima página que no se conserva es lo que de manera más acuciante remite a un pasado que por no haber sido preservado, por no estar ya al alcance de la verificación, con furia y desgana señala el vacío presente. Nunca había estado allí el capitán; nunca había pisado aquellas tierras y nada podía recordar de aquel camino que por breves momentos le transportaron a un tiempo envolvente (la unidad hipostasiada de pasado, presente y futuro que no toma cuerpo en ninguno de los tres y cuando se manifiesta es para anularlos) que en cada una de sus revueltas le llevó a reconocer el párrafo que nunca había leído sino en el fluido papel de una obsesión. Cuando el conductor del SPA —ufano de su recién estrenada pericia— detuvo el coche ante la entrada principal de la casa, saltó de la cabina para una somera inspección de su juguete y cerró de un golpe la portezuela, el capitán Asián, que en dos kilómetros de pista de tierra había atravesado, en sentido inverso, toda la distancia que separa al hombre de su finalidad para agradecido recuperar la fatiga acumulada en un asiento tan poco confortable, sabía a la perfección dónde se hallaba, íntimamente agradecido a la guerra por haberle deparado aquella oportunidad que a no ser por ella nunca se habría producido, ni, con toda probabilidad, se había de producir de nuevo.

Cuando llegó hacía rato que los otros habían tomado posesión de la casa que compartían con sus propietarios. Fue Ruán el encargado de pedir excusas por la rudeza con que habían sido tratados por los primeros ocupantes y que fueron aceptadas sin la menor cortesía, con el miedo hasta los huesos. Pero en toda la tarde no se dejaron ver —refugiados en el piso más alto, cuchicheando—, bien fuera por temor, bien porque como señores de un cierto tono se limitaran a observar desde lejos las libertades que se tomaban los intrusos y, mientras durara su estancia, se permitieran seguir marcando las diferencias. Tan sólo un hombre todavía joven, aunque no en edad militar, vestido con ropas camperas y de aspecto robusto y saludable, con el pelo corto y un semblante rojizo, tras interesar de un soldado quién era el jefe se presentó a Mazón, en nombre propio y en el de su padre, con objeto de parar el primer golpe. Mazón replicó con un gesto de asentimiento, un «nada tienen ustedes que temer» y con un movimiento de cabeza señaló a Arderíus para que repitiera de oficio la letanía de costumbre, que poco menos que recitaba de memoria, palabra por palabra, para hacerle saber que la casa quedaba ocupada en nombre del Ejército de la República y que en tanto durase la ocupación se regiría por las normas establecidas al efecto, quedando terminantemente prohibido que persona alguna la abandonase ni se aventurase más allá del perímetro de guardia. Era poco más que la declaración del principio de hostilidad, pues bastaba ver la casa —y el porte de aquel individuo— para adivinar hacia qué bando se inclinaban los sentimientos de los propietarios.

Cuando llegó Asián, Mazón se había acomodado en un balancín de la terraza; Pou en compañía de un furriel y un soldado se dedicó a la inspección, el censo y la apreciación de los bienes requisables y Ruán y Arderíus se habían encerrado en un comedor, decorado con numerosas piezas de cerámica, para extender sus mapas, en tanto la soldada intentaba confraternizar con la servidumbre para acceder a sus hogares, a sus secretos y a sus reservas alimenticias. Pero la división entre ocupantes y propietarios, impuesta por Mazón como una imprescindible medida precautoria, se rescindió en cuanto Asián pisó la casa.

Nadie estaba en condiciones de saber —tan sólo Mazón, gracias a la intimidad que le unía al capitán desde los tiempos de Barcelona— a qué se debía la transformación. La familia, con una prematura mentalidad de secuestrados, se había refugiado en el piso de arriba y su presencia tan sólo era denunciada por el ruido de sus pasos, de las puertas cerradas quedamente, por el eco de conversaciones asordinadas, por alguna mirada furtiva a través de una rendija o por alguna cabeza que de tanto en tanto asomaba en las sombras del rellano de la escalera. Estaba ya anocheciendo —y había aclarado la deprimida luz del crepúsculo a través de un desgarrón en las nubes— cuando Asián salió a la terraza en compañía de una pareja, el caballero que les había recibido y su mujer, para hacer las presentaciones. «Ya nos hemos presentado», fue la seca respuesta de Mazón, tras inclinarse levemente a estrechar la mano de la señora. «¿Cómo puede usted seguir aquí en una tarde tan fría? ¿No quiere pasar adentro?», fue la respuesta conciliadora de ella. Era una mujer joven, de poco más de treinta años, de facciones amables un tanto anodinas, tan sólo animadas por una dentadura superior prominente; vestía con suma sencillez, de acuerdo con una moda un tanto pasada —y no a causa de su sustitución por otra sino por la desaparición de toda moda en aquellos días, a causa de una economía que debía conformarse con lo existente, a veces teñido y reconfeccionado— de antes de la guerra; una silueta femenina con forma de bolo, con una cabeza redonda unida a un largo cilindro a través de un gollete y una moldura.

En una sala decorada con numerosos trofeos de caza y comunicada con el comedor mediante una puerta cristalera, habían encendido un fuego y preparado un aperitivo con unas lonchas de chorizo casero, unos trozos de pan un tanto amarillento, una botella de vino y otra de vermut. Arderíus se había sentado en uno de los extremos del sofá y Ruán, de pie junto a la chimenea y con las manos vueltas hacia el calor, no pudo reprimir un gesto de circunstancias para reclamar la indulgencia de su jefe. Uno a uno fueron llegando los otros miembros de la familia —otras dos mujeres, hijas del propietario, un hombre de más edad, primo carnal suyo, y un joven de unos diez años, hijo de una de las primeras—, no sin poner de manifiesto con su adustez el malestar que les producía la convocatoria, y la conversación derivó hacía ciertos tópicos —los lugares de nacimiento, las amistades comunes, un posible parentesco— a fin de eludir por un tácito consenso cualquier comentario sobre la guerra y las circunstancias que les habían reunido allí. Nada más cumplir el trámite una de las mujeres, la mayor, disculpó su retirada alegando una ligera jaqueca, no muy bien acogida por sus familiares, despojados de tan buen pretexto antes de tiempo. Giraba la charla en torno a la familia de Enrique —pues tanto su padre como su tío Ricardo eran personas de cierto renombre local— y con educación y tacto la nuera del patriarca, llamada Aurora, se había interesado por las condiciones de vida en Región, sin mencionar los horrores de toda índole que allí habían ocurrido, cuando un leve ruido de porcelana obligó a todos los de la casa a ponerse en pie e invitar a los de fuera a pasar a cenar. Los cuatro republicanos (Pou se había organizado por su cuenta) cogidos un tanto por sorpresa, no hicieron la menor protesta y siguieron el ejemplo de Mazón que se limitó a abrocharse la guerrera y esperar a que pasaran las señoras; Ruán se subió hasta el cuello la cremallera de su cazadora de cuero oscuro; Arderíus se sacudió el pantalón y las mangas, desprendió un hilo de su castigado chaquetón kaki —más presentable, empero, que lo que llevaba debajo— y con las maneras de un aristócrata arruinado (que practica un gesto que ya no sirve para nada) sopló por encima de su hombro para hacer saltar unas motas de polvo, y Asián —que se quedó el último— esbozó una no artificial sonrisa y pidió excusas, en nombre de todos los suyos, por no venir adecuadamente vestidos para la cena y que el marido de Aurora, desde la jamba de la puerta cristalera, no recibió con agrado sino como una broma de mal gusto que las circunstancias obligaban a pasar por alto.

En la cabecera de la mesa ya estaba sentado el jefe de la familia, con la cabeza gacha y repasando con la punta del cuchillo los dibujos a cuadros del mantel. A su lado una sirvienta —de bastante edad, bigotuda y malvestida— esperaba junto a una gran sopera. No hubo presentaciones y el patriarca apenas levantó la cabeza: Aurora se sentó a su derecha y a su izquierda lo hizo su hija menor, la madre del chico. Antes de que terminaran de sentarse —Asián lo hizo a la derecha de Aurora y Mazón a la izquierda de su cuñada; el chico y Ruán quedaron en los extremos; Arderíus, el primo y el marido de Aurora en el centro— la sirvienta —siempre boquiabierta, con acusado jadeo— llenó de sopa el plato del patriarca que sin levantar la cabeza ni esperar a nadie dio en engullirla con sonoros y espaciados sorbos que cortaron la conversación general para fragmentarla en cuchicheos entre cada dos vecinos de mesa. Cuando concluyó su plato, que la sirvienta —cuya única misión, además de aportar la comida, consistía en vigilar al viejo— retiró al punto, y después de frotar enérgicamente sus blancos bigotes y dejar la servilleta sobre su regazo, se reclinó sobre su asiento y por primera vez paseó su mirada sobre la concurrencia, satisfecho de su hazaña y atento al ritmo que cada comensal se tuvo que imponer para no demorar el servicio del segundo cuya fuente ya humeaba sobre el aparador. Su mirada se posó sobre Mazón, el segundo a su izquierda, cogido entre dos fuegos: la inquisitiva atención del patriarca y la premura por terminar la sopa. «¿Y qué?», preguntó, «¿ahora a Macerta?». «Si nos dejan», repuso Mazón un tanto confundido, en un intervalo entre dos cucharadas, todavía demasiado calientes para su gusto. El viejo tomó un pequeño sorbo de agua y volvió a pasar la servilleta por sus labios, decidido a no dejar en paz a su invitado: «¿Y quién se lo va a impedir? ¿Ese gandul de Gamallo?».

El segundo plato era un guiso de patatas y zanahorias con escasos trozos de carne de buey que el patriarca recibió con muestras de disgusto. «Estas patatas están heladas», dijo, al tiempo que dejaba el tenedor en la mesa. Su nuera se reclinó solícita sobre su plato para partir una patata. «Papá, ¿quiere que le hagamos una tortilla?», le preguntó al tiempo que le hacía una seña a la sirvienta que, buena conocedora de los caprichos, gustos y manías de su señor, no le retiró el plato y esperó sus órdenes sin poner atención a las de su nuera. «Tráeme la leche», dijo al fin el patriarca, al tiempo que extraía del bolsillo del chaleco un frasco y depositaba una pastilla sobre el mantel, mientras todos los comensales se aplicaban al estofado. «¿Y cuándo esperan ustedes llegar a Macerta?», preguntó al tiempo que revolvía la pastilla en el vaso de leche. «Depende mucho del tiempo», intervino por primera vez Arderíus, para atraer sobre sí la mirada del viejo y descargar a Mazón del acoso al que se hallaba sometido. El viejo, con la mirada puesta en el vaso de leche, se quedó cabeceando y dijo: «Se lo tienen merecido, partida de gandules». «Papá, no empieces», abrevió su hija menor, de manera tajante, para abortar el sesgo que tomaban las palabras del viejo y que, de seguir su independiente curso, podían terminar en comentarios poco convenientes para el buen nombre de la familia. «Se lo tienen merecido; por idiotas, por gandules», musitó para sus adentros el patriarca, entre dos buches de leche con los que enjuagó la boca; luego permaneció tieso contra el respaldo hasta que despachó un sonoro eructo, tras el cual indicó a la sirvienta que le acercara su bastón. Ya de pie, y sin esperar a que los demás dieran fin a un potaje que se resistía a ser saboreado, volvió a repetir algo sobre el correctivo que se habían merecido los gandules de Macerta y con un hosco «buenas noches» dirigido al suelo se retiró del comedor.

«Esta guerra», sentenció su hija menor en busca de una justificación, «es una desgracia para todos». «Para todos no», replicó el marido de Aurora, en una de sus escasas intervenciones y con un cierto tono de resquemor. Durante toda la cena el capitán Asián no había dejado de ofrecer una sonrisa, una sonrisa incomprensible, incompetente y algo anacrónica; parecía dar a entender que estaba por encima de aquella espinosa situación, que sólo él poseía la clave interpretativa de las palabras y actitudes de unos y otros y que a partir del momento en que hiciera uso de la palabra volvería a reinar la concordia, los ánimos apaciguados por una sabiduría que estaba por encima de todos los partidos; «Esta guerra», dijo mirando a Aurora con convicción; luego se dirigió a su marido y luego a Mazón, para reunir a todos en su homilía: «Esta guerra es lo que a cada uno le ha tocado», y se calló, bastante satisfecho y seguro del efecto que iba a producir. No produjo el menor efecto, sus palabras apenas fueron tomadas en consideración y por un rato el capitán permaneció silencioso y perplejo, considerando para sus adentros que si la sociedad cultivada se mostraba tan incomprensiva e incoherente, la guerra tenía más de una razón de ser, lo que le llevó a decir todo lo contrario con el buen propósito de concluir la velada, junto al fuego y con unas copas de coñac barato, de la misma manera en que había comenzado. Pero el chico, antes de que su madre lo despachara hacia la cama, quiso conocer algunos detalles del combate con los italianos para confirmar aquellas conclusiones acerca de su escasa eficacia guerrera que constituían un lugar común en las conversaciones patrióticas de ambos bandos. Mazón se dirigió al chico, con un acento un tanto apologético, y sólo a él: «A los que pierden les toca ser los menos valientes». El chico le miró embobado e inició una protesta y Mazón lo acompañó hasta puerta, estrechamente vigilado por su madre. «La victoria lo concede todo», dijo, con intención de ser mal interpretado.

«No acierto a comprender qué es lo que ustedes persiguen», dijo el marido de Aurora, cuando se encontró sólo con su mujer en medio de los republicanos. Parecía haber esperado aquel momento para enfrentarse a ellos en desigual combate, sin más ayuda que sus firmes convicciones. Al parecer de toda la familia su hermana mayor era la más vehemente y envenenada por aquella humillante situación, pues —como después se vino a saber— su marido, el padre del chico, gozaba en Burgos de un cargo de resonancia política y su mujer más que participar en sus ideas las enardecía. «No creo que puedan ustedes llegar muy lejos y aun cuando consigan entrar en Macerta —cosa que dudo— en pocas horas se les echará encima medio ejército nacional, sobre todo ahora que ha quedado despejado el frente de Aragón». Ninguno de los cuatro hizo la menor objeción o pregunta, simulando estar al corriente de cuanto decía y resueltos a no cometer la menor indiscreción. «La guerra está resuelta —añadió— y parece absurdo todo intento de prolongarla. O peor que absurdo: ¿es que nadie puede convencer a Negrín para que arroje la toalla? ¿Es que no hay nadie con sentido común?». Como ninguno de los otros respondía, se veía obligado a prolongar su soliloquio, en tono cada vez más elevado. «No van a conseguir nada con todo esto; nadie les va a agradecer este esfuerzo. Antes al contrario, una rendición a tiempo no sólo puede salvar muchas vidas inocentes sino que en su día, a la hora de exigir responsabilidades, para muchos podrá ser esgrimida, con toda justicia, como una atenuante». «Responsabilidades ¿políticas?», preguntó Mazón, hundido en un sillón y pese a su evidente cansancio (no podía reprimir de tanto en tanto un bostezo) en un tono algo jaque. «La tragedia, la tragedia», dijo el otro sin perder su calma y observando el fuego. Luego, volviéndose a Mazón: «Sí, también políticas ¿por qué no? No pretenderá usted suponer que esta tragedia se ha desencadenado sola, que no hay responsables políticos de ella». Con calma Mazón respondió: «No pretendo decir eso sino justamente todo lo contrario. Los responsables políticos de esta tragedia —como usted la llama— los hay en ambos bandos pero sobre todo en el suyo, señor mío». «Que yo sepa no me he pronunciado por ninguno de los dos bandos hasta ahora», repuso el otro sin darle tiempo a seguir. «Usted perdone si le he ofendido pero me parece que no hay que ser un lince para saber hacia qué lado decantan sus simpatías, además de por el sentido común. Pero eso no quita nada, por nuestra parte, para que podamos mantener esta conversación con toda franqueza, se lo aseguro». «También yo estoy seguro», repuso el otro, para añadir a continuación un cumplido, «por venir de donde viene. No le voy a negar que mi causa es la de sus enemigos y es posible —aunque lo dudo— que entre ellos haya alguno tan responsable de esta tragedia como el que más. Pero tenga usted presente que responsabilidad y culpa no son nada si no son juzgadas y castigadas y ellos, los vencedores, no lo serán». A sus espaldas oyó la respuesta de Arderíus que hasta entonces, como los demás, había permanecido callado: «Precisamente, usted nos da la razón. A estas alturas, la única forma de juzgar y condenar es combatir; una forma que nosotros no elegimos, desde luego, sino que nos vino impuesta por sus amigos —que al parecer conocen otra manera de hacer justicia— y que hemos tenido que aceptar al tiempo que renunciamos a la propia nuestra». El otro se volvió, un tanto extrañado y airado por el cambio del tono pausado de Mazón al puntilloso de Arderíus. «¿Y cuál es la forma propia de ustedes, si puede saberse?», preguntó adoptando para sí el mismo cambio. «Una forma pacífica que restauraremos en el mismo momento en que consigamos la victoria, no lo dude usted». «Hasta ahora no han dado ustedes prueba de tales intenciones». «No nos han dado tiempo», respondió Arderíus sin alterar su expresión; «pero ésa es la diferencia esencial que nos separa de sus amigos pues estamos convencidos —y buena prueba han dado de ello— de que la ley de las armas que han impuesto desde el primer día será mantenida en el caso de que triunfen, en tanto nosotros sólo luchamos para poder revocarla al día siguiente de la victoria». «¿En cuál de los bandos cree usted que hay más paz?», preguntó el otro, convencido que por ahí tenía una vía de argumentación. «En ninguno de los dos, pero en el de ustedes ni la hay ni la habrá. No es poca la diferencia; se trata de dos concepciones diferentes del Estado, una basada en el modelo militar y la otra en el civil; una referida en último término al uso permanente de las armas —un estado de alerta, ustedes lo proclaman con orgullo— y otra decidida a limitar su uso al mínimo indispensable. Y le diré más y espero que no se ofenda: ésta no es una lucha entre dos clases de civilizaciones en pugna por motivos irreconciliables sino una lucha entre un señor y un criado que se cree con derecho y facultades, cuando carece de uno y otras, para administrar la hacienda común. El Estado de ustedes —o el de sus amigos— no es más que una parte del nuestro y por eso es tan limitado, tan estéril y tan poco atractivo; pero además es la parte encargada del trabajo sucio y tenebroso, imprescindible para que el resto de la sociedad tenga un poco de decoro y bienestar; de forma que ese Estado resultante de la hipertrofia del ejército y de la policía sólo puede ser sucio y tenebroso en su totalidad. Sus amigos se han arrogado un papel que nos les corresponde y presumen de un señorío que no tienen. En nuestros días no hay más señor que el ciudadano que se gana la vida y paga y todo aquel que cobra de él, como el militar, no debe hacer otra cosa que obedecer y callar. Dígales a sus amigos que abandonen las armas y que se pongan a servir que es lo suyo, y entonces hablaremos, incluso de culpas y responsabilidades». En ningún momento levantó la voz ni alteró el ritmo pausado de su perorata, aunque sí subió a un tono agudo, dueño de una altanería que apenas tenía réplica y que sorprendió al otro, maltratado en su amor propio. Incluso Mazón, acostumbrado como estaba a sus demostraciones de arrogancia, se dejó arrastrar por sus palabras y aun cuando no dejara de considerarlas como una argucia más de aquel hombre que disponía de tantos recursos para dar una imagen de sí mismo tan distinta de la auténtica, en su fuero interno había de reconocer la excelencia de aquella representación y de aquel irreprochable alegato, sin duda mucho más eficaz que otro que hubiera intentado cualquiera de los otros tres. También Aurora y el capitán Asián que, en el fondo de la sala y lejos del fuego, habían iniciado aparte de todos una sonriente conversación sobre sus propias cosas, suspendieron su cuchicheo, atentos a las palabras del capitán Arderíus que solo y en el centro, hundido en un sillón, parecía recrearse en su propia compostura (se había despojado de la zamarra para exhibir una camisa kaki en bastante mal estado y con las piernas cruzadas de tanto en tanto disparaba su dedo índice para sacudir una mancha de polvo en su pantalón o levantaba su copa hacia la luz) para dejar bien patente la correspondencia entre sus opiniones y su persona. «No podemos entendernos», dijo —sin perder su aplomo— su interlocutor, al tiempo que se levantaba del sofá y hacía una profunda inspiración con la vista puesta en el fuego. «Está visto que no podemos entendernos. Son ustedes los que han abandonado toda ley, toda norma de civilización…». «Por favor, eso no», le interrumpió Mazón: «No nos pongamos a discutir con las razones de nuestras respectivas propagandas. Para eso están las armas; sería ridículo que habiendo llegado a ellas pretendamos también mantener la lucha con las palabras. O unas u otras». «Tiene usted razón», dijo aquel hombre: «Más que ridículo sería insultante. Un insulto a los combatientes. Buenas noches. Buenas noches, querida», añadió al pasar junto a su mujer que le ofreció la mejilla. «Buenas noches, en seguida voy», dijo ella, junto a un Asián que ya no pudo volver a sonreír en toda la velada.

Cuando los republicanos se quedaron solos se produjo un largo paréntesis, pautado por el chisporroteo de los leños que Ruán intentó, sin lograrlo, reunir en una pila con la punta de la bota. Y cuando Aurora se despidió también de ellos hasta el día siguiente, tras una breve prolongación de la velada con la que sin duda quiso dar a entender hasta qué punto en aquella casa dominaban las actitudes liberales y, dueña de sus actos, no se limitaba a seguir los pasos de su marido, Eugenio Mazón con la mirada puesta en el agonizante fuego y sin dirigirse a nadie en particular, pero con la intención hacia Arderíus, dijo: «Verdaderamente, todo un caballero que no merece figurar en las filas de nuestros enemigos». «No diría yo tanto», replicó Arderíus. «Bien, que merecería figurar en las nuestras», intentó rectificar Mazón. «Tampoco», insistió Arderíus que no parecía dispuesto (lanzado ya por una noche a la libre exposición de sus opiniones sin ninguna clase de reserva ni acatamiento a una posible censura, consciente tanto de que entre los cuatro existía un clima de confianza que permitía por una vez pasar por encima de las afirmaciones habituales, cuanto de que en tal situación los peligros ya no podían proceder de unas palabras indiscretas) a dejar pasar la ocasión para exponer una manera de pensar que durante mucho tiempo se había visto obligado a silenciar. «Tampoco, no nos engañemos. Tampoco somos nosotros lo que decimos que somos. Somos mucho peor. Qué más quisiéramos que corresponder a la imagen que tratamos de dar de nosotros mismos: amantes de la libertad, enemigos del tirano y hasta un poco heroicos. Bah. Ellos tampoco son lo que dicen ser, por supuesto, pero al menos cuentan con el recurso a la hipocresía y, por consiguiente, para muchos el disfraz resulta más acertado, más convincente. Pero somos todos de la misma calaña y bajo los estandartes de los grandes principios luchan dos clases diferentes de matones. De otra suerte la guerra inexplicable, pues las razones que alegan uno y otro bando sólo calan hasta cierta jerarquía, por debajo de la cual hay otra cosa, otras razones inconfesables y más fuertes. Yo creo que no somos nada y sólo representamos lo que en todas partes ha sido vencido. Por fortuna hemos perdido esta guerra, así no seremos responsables de la paz canalla que vendrá a continuación, obra de nuestros enemigos, y más indeseable, si cabe, que la guerra. Pero estoy seguro de que la nuestra no sería muy distinta, no nos engañemos. Todo lo que hemos acumulado durante tres años —todo lo malo, quiero decir— no se desvanecerá en un día y queda demasiado rencor para que sea posible el perdón. La verdadera paz tardará mucho en llegar y lo más seguro es que no será nuestra generación quien la traiga. Ya no servimos para eso: la nuestra es una falta que sólo se purga con la desaparición. Nuestro papel ha concluido o a punto está de ello, afortunadamente. Sólo deseo —de verdad, sólo deseo eso— que termine de una vez esta guerra para desaparecer de esta tierra». Se hizo un silencio; con la mirada puesta en las últimas brasas y la espalda vuelta hacia el capitán, Mazón dijo: «Desde luego, no es la mejor actitud para dirigir una campaña», para añadir al poco: «Ni siquiera para entrar en combate». «Te equivocas», replicó Arderíus, «no conozco otra mejor». Asián se levantó de su silla para desperezarse, estirar los brazos y ocupar un asiento cerca del fuego: «¿Acaso porque nadie combate como aquel que nada tiene que perder?», preguntó de manera un tanto evasiva. «Todo lo honorable está de más», fue la respuesta de Arderíus; «pero, por añadidura, todavía hay algo que perder; entre otras cosas la vida. Fuera de eso me va a costar mucho trabajo encontrar lo que nos queda por perder». Ruán le miraba fijamente, apretando con los dientes el labio inferior. Asián quiso aligerar el tono con una pequeña gracia: «Si lo has de perder ¿para qué lo quieres encontrar?». Arderíus replicó: «No es un juego de palabras, ni mucho menos. Por eso, precisamente por eso, insisto en que es la mejor postura para encontrar la salida». «No sé a qué te refieres», dijo Mazón. Dijo Arderíus: «Esa salida, Mazón, no está sólo en la victoria». «Está en la lucha hasta el último cartucho», repuso éste. «Sin duda», contestó Arderíus, al tiempo que se ponía en pie: «No se puede desperdiciar ninguno».

* * *

A la mañana siguiente un enlace en un coche llevó a La Mesquida la noticia de que a primeras horas del día, a consecuencia de los disparos de unos emboscados, el camarada Waldo había caído en las afueras de Feltre y que algunas fuerzas a su mando, al conocer su muerte, habían abandonado su puesto para replegarse hacia Entreforte; y, por si fuera poco, había corrido el rumor de que un fuerte destacamento de tropas enemigas, con artillería y motorizados, avanzaba desde el sur por la carretera de Saldaña con propósito evidente de restablecer su dominio en toda su longitud y desalojar a los republicanos de la vega del Lerna.

Sin pensarlo dos veces, Mazón decidió trasladarse a Feltre sin la menor tardanza, en compañía del camarada-señor Pou; encomendó a Ruán y Arderíus que permanecieran en La Mesquida hasta nuevas órdenes y ocuparan su tiempo en preparar un plan de emergencia para concentrar la Brigada en un punto cualquiera entre Latonar y Zafra, en una posición desde la que fuera posible rechazar el posible ataque procedente del sur, sin perder el dominio de la carretera y sin levantar la amenaza que habían creado sobre Macerta. Tal vez pedía demasiadas cosas. Abrigaba la incómoda sospecha de que, tras la acción de El Balsador, sus fuerzas se habían desperdigado y amodorrado un tanto; cada compañía había buscado por su lado su acomodo en granjas y caseríos, para procurarse un descanso bien ganado y un plato algo más atractivo que la lata de bonito o la «carne de mono» italiana; temía que el impulso y el espíritu combativo se hubieran esfumado —en parte por la extendida y bastante justificada creencia de que la Brigada había hecho más de lo que se podía exigir de ella, tras tres semanas de incesantes combates y marchas, en tanto la de Socéanos no había salido de su pasividad, penúltima expresión de una rivalidad siempre latente— y que sería preciso un esfuerzo suplementario para aprestar a sus hombres a la defensa a ultranza, para la que nunca se habían mostrado tan aptos como para el avance y el ataque. Al cabo de dos años la experiencia le había demostrado lo funesta que para su tropa podía ser toda detención; toda pausa y toda alteración en el sentido de la marcha o de la tipología del combate suponía poco menos que un cambio en el deber, para aquellos hombres en los que tan fácilmente calaban los incentivos de la victoria como la desgana y el desánimo en cuanto la culminación de ésta se perdía de vista. No eran profesionales de la guerra y —a pesar de una instrucción acelerada— en ningún momento se les había dejado de animar con el ardor revolucionario; por consiguiente lo suyo estaba siempre delante y detrás no había nada más que la traición.

Una vez más le insinuó Mazón a Ruán que ni por un momento perdiera de vista a Arderíus; que no dejara de tener bajo su control todos sus movimientos y contactos, pues afincado en un medio propicio y rodeado de gentes que de sobra habían demostrado sus simpatías por el otro bando, sin duda no dejaría escapar la ocasión de conectar con el enemigo, tan cerca como lo tenía, o incluso para desertar, sin más que pedir ayuda a los propietarios de La Mesquida y procurarse un guía de confianza que le condujera hasta Macerta. Pero al mismo tiempo le exhortó a que no hiciera uso de la fuerza si había de enfrentarse a una situación en desventaja y que antes que otra cosa mirase por su seguridad, pues a aquellas alturas tampoco Arderíus merecía el menor sacrificio, una vez que habían obtenido todo lo aprovechable suyo y de sobra podían presumir su utilidad para el resto de la campaña. Acaso en el fuero interno Mazón empezara a germinar una idea que no podía transmitir a su subordinado que, muy posiblemente, podía ser el único en obtener alguna ventaja de la traición de Arderíus —tanto por la devoción que en un principio le había demostrado como por el interés que éste abrigaba hacia su hermana a la que, aprovechando los correos de Mazón, había escrito cartas de encendido «buen tono»— en caso de salir las cosas mal.

Pero no deja de ser extraña la naturalidad con que Mazón abandonó a Ruán y Asián en un lugar tan hostil, sin otra protección que unos pocos hombres más atentos al esparcimiento, el sueño y la comida que a la vigilancia. Acaso Mazón había llegado al límite de su paciencia o de su resistencia y, sin confiarlo a nadie, deseaba de una vez desembarazarse de Arderíus, agotado por la constante tensión que imponía su acecho y, más aún, la reconsideración de todas sus opiniones y sugerencias y el permanente esfuerzo de adivinación de los fines que persiguiera. Quizá cuando Mazón abandonó La Mesquida ya no creía en muchos fines, más que alarmado, aleccionado por la falta de noticias de Socéanos; y sabiendo que estaba muy próximo el término de su acción, a pesar de los recientes triunfos, tal vez se sentía en la obligación de pensar en el destino individual de quienes de manera más conspicua habían colaborado en ello. La traición de Arderíus podía al menos servir para que alguno salvara la piel.

Por su parte Arderíus, en cuanto el Lancia de Mazón se ocultó tras la primera revuelta, se encerró en el comedor de La Mesquida con sus mapas Michelin a escala 1:500 000, las dos hojas del Instituto recompuestas con esparadrapos y las guías para excursionistas, para estudiar la elección de aquel punto solicitado por Mazón. No podía pasarle inadvertido el trato especial que Mazón le había dispensado durante toda la campaña que si a la larga se había desarrollado según las líneas maestras dictadas por él, a poco que lo pensara habría de reconocer que tal obediencia se había impuesto por sí sola, y hasta de manera algo subrepticia, pues en todo momento decisivo Mazón había optado de primera providencia por la solución contraria a la sugerida por él, bien para rectificar después, cuando ya había sido olvidada la paternidad de la iniciativa, bien para dejar que los acontecimientos condujeran a ella tras unos cuantos pasos en falso. La larga experiencia de Arderíus en toda clase de escenarios y teatros de operaciones le había enseñado que en la milicia popular (y el ejército actual, pese a todas las reorganizaciones, seguía teniendo mucho de eso) el amor propio, el prestigio personal —sobre todo de los nombres que habían salido de la nada—, la rivalidad y el recelo hacia el compañero de armas ejercían una influencia mucho mayor —y más funesta— que en una organización militar jerarquizada. Estaba tan acostumbrado a que los cabecillas se atribuyesen todos los éxitos y descargasen sobre sus rivales las responsabilidades de los fracasos, que no concedía la menor importancia al mérito o a la culpa que en cada caso se le pudiera atribuir, habiendo desde hacía mucho tiempo optado por llevar a cabo su cometido de acuerdo con sus propios principios y sin pensar en el laudo, en el beneficio o en la aprobación que podría obtener de un mando siempre voluble, costare lo que costare tal actitud. Para sus adentros se había dicho, en numerosas y repetidas ocasiones que desgraciadamente siempre venían a corroborar una experiencia precedente, que ésa era la forma más sublimada del cumplimiento del deber: impuesto por un yo convencido de que no sería el beneficiario de su resultado, cualquiera que fuera. Pero no quería oír hablar de sacrificios y con mucho prefería, si le daban la ocasión, volver al pentagrama en los ratos de ocio.

Había empezado a sospechar que recelaban de él; que desde el mes de febrero algo había cambiado en Región, con independencia de la marcha de la guerra, y que algunos miembros del Comité y en particular los más allegados a Mazón no se sinceraban con él y mantenían una prudente distancia, tanto en el trato como en la exposición de sus opiniones y sentimientos. Había advertido que en las últimas semanas su propio ánimo tendía a defenderse con una reacción colegial: la del alumno recién ingresado que se incorpora a una clase formada desde años atrás y que, tras una acogida animada por la novedad de su llegada, poco a poco comprende la distancia que le separa de unos compañeros que no le conceden así como así la camaradería ni le entregan su plena confianza ni le permiten entrar a formar parte de sus complots. Esa reacción acostumbra a ser una mezcla de oficiosidad y reserva; la primera dictada por el instinto social y la segunda por el amor propio que, como primera medida, pondrá en explotación todas las diferencias con sus compañeros de clase. Sin duda que no lo había contado todo a nadie cuando, formando parte de la misión Lamuedra como uno más, llegó a Región desde Madrid, pues ése era uno de sus cometidos. Era por consiguiente muy posible que, sin quererlo, hubiera despertado ese intuitivo recelo que provoca quien, por muy hábil que sea, se ve obligado a guardar un secreto profesional al tiempo que tiene que hacerse con toda la información que puede llegar hasta él. Aquel que desde el SIM le había encomendado tal misión —en el ambiente enrarecido y fraccionado de comienzos del 38—, y de quien no tenía noticias desde mediados de febrero, bien podía haber sido desplazado de su puesto en cualquiera de los cambios que habían tenido lugar en el Ejército del Centro, sin que tal remoción saliera a la luz pública ni llegara a conocimiento de ciertos mandos a causa precisamente de la índole de su cargo. Era, por tanto, posible que sin tiempo ni medio para comunicar con él hubiera optado por dejarle solo y con un comprometido pasado detrás, fácilmente deducible por quien le hubiera sustituido en el cargo, a los pocos días de ocupar su despacho. Pero tales aprensiones no eran comunicables aunque sólo fuera porque desde lejos podían dar lugar a las interpretaciones más inesperadas. Así que prefería, el capitán Arderíus, no pensar en eso sino consolarse con la seguridad de que de haberse producido aquel temible cambio, la noticia difícilmente viajaría a Región en aquellas circunstancias, y atribuir su delicada y un tanto espinosa situación a los vicios e inficiones que aquella maldita y plebeya guerra inoculaba hasta en los espíritus más abiertos y generosos.