XXXIX
Adrián Arderius, impenitente bohemio e inadaptado, comprendía ahora que su ingreso en el Seminario, que le había robado la juventud convirtiéndole inopinadamente en un místico posmoderno, había tenido su origen en un silogismo, una inmensa metáfora que había marcado su vida desde la niñez.
Aquel falangista energúmeno y sus secuaces, aprovechando la autoridad de que gozan los vencedores y la confusión de la posguerra, había robado el valioso sagrario de oro de la ermita del abuelo, aquel sagrario repujado donde según el Catecismo moraba Dios, encerrado allí por los curas mayestáticos vestidos con su tersa sotana de luto, no fuese a ocurrir que Dios se liberase y denunciara las abominaciones que sus ministros cometían con las inocentes ovejas que pastoreaban en Su nombre. La abuela, apenada más por la humillación que le habían hecho sufrir al abuelo que por el hurto de la sagrada pieza, había enfermado y no había tardado en morir.
El hueco dejado por el sagrario, como una mella en el altar de la pequeña ermita, donde nunca más habría de encenderse aquella luminaria roja que tanto fascinaba de niño a Adrián, y que indicaba la presencia del mismísimo Dios, aquel hueco se había producido también por reflejo en su alma. Y eso le angustiaba; debía llenarlo, rescatar y liberar al prisionero de aquella caja fuerte de oro odiada y querida a la vez, no por amor de Dios, sino de su abuelo, que con la venerable y blanca barba que lucía en los últimos años de su vida era lo más parecido al Dios que figuraba en las ilustraciones del Catecismo, por mucho que el abuelo careciera del triángulo con un ojo muy abierto sobre su cabeza.
Así es como Adrián se alistó al ejército de Dios, confiando en lo más remoto de su subconsciente (ya se sabe, según Freud, el hijo pasa su vida intentando matar al padre) en encontrar a aquel Dios Padre y pedirle cuentas de todo lo malo e injusto de este mundo. Como una premonición, Adrián había escogido estudiar Física como materia complementaria a la Teología, pues ya debía intuir que según Frank Tipler, “el objetivo de la Física es comprender la naturaleza última de la realidad. Si Dios existe realmente, llegará un momento en el que los físicos lo descubran”.
Pero en aquella época, y menos aún en los Seminarios, tal asignatura no se ocupaba demasiado de la Física cuántica, y Adrián había tenido que leer posteriormente a su paso por el Seminario aquellos libros con teorías mal vistas por la Iglesia, que pretendían asociar el tiempo y el espacio al concepto de Dios mediante complejas explicaciones cuánticas. Teólogos contra físicos y nuevos filósofos, tales como Frank Tipler, Jean Guitton, Francis Crick o aquel científico neohereje que era Stephen Hawking, con su provocadora obra “La naturaleza del espacio y el tiempo”.
Todo aquello ya lo había aventurado Pierre Teilhard de Chardin y luego Frank Tipler: Dios es tiempo (pasado, presente y futuro), y así lo reconoce Él mismo en las Sagradas Escrituras cuando se califica como “Yo soy el que seré”; el futuro. Así también se consignaba en la frase final que contenía el Obeliscum: Christus heri, et hodie, et per universa aeternitatis saecula. Cristo ayer y hoy, y por todos los siglos de la eternidad. Todo estaba claro.
El futuro en un espejo mágico (una Specola) es lo que habían visto los templarios gracias a sus conocimientos, y hacia el futuro habían partido con sus naves para escapar del ambicioso Rey de Francia y del simoníaco Papa. El mismo futuro al que Adrián se había asomado gracias a ese otro espejo mágico que es la pantalla del ordenador, un futuro que ya había sido entrevisto por Jean Guitton en su teoría sobre el Metarrealismo: Afirmar que existe, como las imágenes en un espejo, una miriada de mundos paralelos al nuestro, es suponer que existe no sólo todo lo que es posible sino, igualmente, todo lo que es imaginable. Existen mundos monstruosamente diferentes, de realidades errantes, basadas en estructuras y leyes totalmente ajenas a todo lo que podemos incluso pensar.
Así pues, Dios era aquello: el espacio y el tiempo conjugados, metidos en el turmix de fórmulas y ecuaciones capaces de convertir la realidad “real” en una realidad virtual, un sinnúmero de otros mundos y universos múltiples (y ya estaba claro que uno de ellos era el Secretum Templi) repetidos a imagen y semejanza como en un juego de espejos paralelos. Quizá Henri Bergson tenía razón cuando había dicho que “el universo es una máquina de hacer dioses”. Deus ex machina.
Ya anocheciendo, Adrián ha regresado a la redacción de la revista. Se ha encerrado en su despacho con todos esos pensamientos en mente. La verdad… Para qué sirve la verdad… Recuerda los piecitos de Natalia, sidus clarum; la echa tanto de menos…; y sólo hace unas horas que no la ve.
Pone en marcha el ordenador. Abre el programa de edición de la revista El galeón de Teseo y comienza a escribir. El artículo tantas veces postergado. Le domina un arrebato beatífico, mientras teclea, en su mente oye un clamor de ángeles cantando las glorias y los misterios insondables de Dios Padre; se siente traspasado de gozo, como en aquellos días de juventud, cuando tras la confesión de la culpa que ahogaba el alma, respiraba de nuevo la luz de la mañana… la verdad… “Yo soy la verdad y la vida, el que cree en mí, vivirá para siempre”, había dicho aquel hombre crucificado que vivía encerrado en una caja fuerte dorada en medio del altar. El cuerpo de Cristo. Amén.
El Sol desciende hacia el ocaso enrojeciendo el cielo de opalescencias púrpura y místicas, mientras la luz se convierte poco a poco en sombra alrededor del mundo. Ahora Adrián escribe la verdad, el reportaje de su vida. Qué hacer con la verdad… Dejar constancia de ella, proclamarla urbi et orbi para la salvación de todos… te lucis ante terminum.