IV
Al otro día Adrián había bajado al pueblo para acercar a Natalia, que se había citado allí con una amiga (“¡qué coche más guay tienes, mis amigos se morirán de envidia si me ven contigo!”, había exclamado ella al subir al automóvil, sin saber que se lo había regalado su madre), un hombre le abordó en el bar-pensión de la plaza, a donde había entrado para tomarse una cerveza mientras esperaba que la chica regresara.
--Buenos días; bonito coche, ¿eh?
--Sí, gracias, ¿quiere tomar algo? --invitó Adrián cortés.
--Oh, bueno, pues ya que lo dice, sí, tomaré yo también otra cerveza; ¡hay que ver el calor que está haciendo ya a estas alturas de la primavera!
El hombre, de avanzada edad y con el pelo ya cano y escaso, que se le había acercado a la barra espontáneamente como hacen las gentes de pueblo con los forasteros, conscientes de que están en su terreno, reunía en su figura y en su talante el conocido arquetipo también muy de pueblo de el cura, el alcalde y el boticario, los tres juntos en la misma persona, como una especie de santísima trinidad lugareña, pensó Adrián con su mentalidad de ex seminarista.
Sin embargo, Prudencio Cotarelo, tal era el nombre del vecino, tenía a pesar de su aspecto bien conservado, más de 60 años, según él mismo confesó en seguida con esa especie de delectación que exhiben las personas mayores por alardear de su edad, sin duda porque creen que la veteranía es un grado. Parecía ingenioso, dicharachero (pero no deslenguado; hacía honor a su nombre), avispado, estudioso de todo, según volvió a confesarle en tono de confidencia…, era en fin uno de esos jubilados imprescindibles en todo pueblo a los que uno acude a consultar cualquier cosa, y quizá a fuerza de eso, ellos terminan por saber de qué pie cojea cada parroquiano.
--¿Le ha gustado nuestra ermita? --preguntó Prudencio a bocajarro, tras darle un buen trago a la cerveza.
--Ya veo que aquí las noticias vuelan.
--No más que en todas partes. Pero no se inquiete, lo que sucede es que el otro día estaba yo también por esos andurriales y le vi.
--Es una bonita edificación gótica.
--Y con mucha historia y mucho valor.
--¿Sí?
--Sí, bueno, es que en otoño se celebra una romería a la que acuden gentes de toda la comarca, ¿qué digo?, de toda la provincia. Y ese día se nota en la caja de todos los negocios del pueblo, ¿sabe?
--Ya.
--Pero en fin, mejor me callo, no sea que luego el cura me diga que soy un hereje, que confundo la fe con el dinero, como si ellos no fueran los primeros que lo hacen…
--Ya no estamos en aquellos tiempos de la Santa Inquisición –indicó Adrián siguiendo el tono de broma a su acompañante.
--Yo no estaría tan seguro de eso…
Adrián se despidió de Prudencio Cotarelo, pues había llegado Natalia y ambos se habían marchado juntos en el llamativo Jaguar descapotable, sin percatarse de que algunos de los parroquianos se habían quedado murmurando y haciéndose cábalas sobre la naturaleza de la relación que mantenía esa pareja de forasteros que se alojaban en una de las villas cercanas.
Poco antes de la cena había llamado a Adrián su amigo Félix Bajona, el director de la revista.
--Adrián, hombre, no me hagas esto. ¿Quieres decirme dónde estás que no me devuelves las llamadas que te dejo en el buzón de voz; ¿para eso te compré un móvil, para que lo tengas siempre desconectado?
--Cálmate, Félix, es que he estado de mudanza.
--¡¿Cómo que de mudanza?! ¿Es que te marchas; pero a dónde? Si ahora que lo pienso tú nunca estás quieto más de tres días en el mismo sitio; parece que tengas el baile de San Vito, como decía mi abuela. Pero bueno, Adrián, no me jodas, ¿eh?, ¿cuándo te vas a poner en serio a escribir ese reportaje?
--Estoy en ello Félix. Déjame pensar algo; la inspiración llegará en su momento, no hay que forzarla.
--¡La inspiración, la inspiración; los articulistas siempre estáis con la misma monserga, excusas; más sudoración y menos inspiración.
--Gracias por lo de articulista, pero yo no soy uno de esos plumillas tuyos a sueldo, Félix.
--No, ya lo sé, y eso es lo malo. Tú eres un intelectual, y encima medio cura. ¿Habrá peor mezcla que esa?
Hacía calor aquella noche. Adrián se había quedado después de cenar en su improvisado despacho de la biblioteca, buscando algunos datos por Internet. El tal Prudencio Cotarelo le había dicho vagamente que la romería de la ermita se celebraba en honor de una reliquia antigua, el “auténtico” velo de la Verónica, que se conservaba allí. Adrián le había preguntado a Prudencio su opinión sobre esa reliquia, pero el viejo había eludido una respuesta clara.
Ahora estaba buscando en la Red alguna referencia al paño con el que según la tradición católica una mujer había enjugado el rostro sudoroso y sanguinolento de Jesús cuando iba camino del Calvario. Mientras tanto, Natalia estaba en su habitación, vestida únicamente con sus impolutas braguitas blancas de primorosa puntilla, sentada frente al espejo, cepillando su melenita de color castaño claro que no le llegaba a los hombros. Se miraba sin saber que alguien, al otro lado de la puerta entreabierta, la miraba a ella desde la oscuridad del pasillo. Al cabo de un rato de muda observación, la sombra espía se perdió por los rincones de la casa deslizando en silencio aquellas zapatillas negras de felpa.
Sería de madrugada, pero aún faltaba para que comenzaran, como siempre, a cantar los gallos de las casas de campo cercanas, cuando Adrián, que se había quedado dormido frente al ordenador, sentado en una gran silla frailera de la biblioteca, no se dio cuenta de que se abría la puerta y alguien entraba. Los hermosos y tibios pies desnudos dejaban a su paso, sin hacer el más leve ruido, una huella tenue de humedad en el parqué de madera barnizada, una huella que desaparecía al instante, nada más elevarse el bien cincelado talón para dar el siguiente paso.
Adrián tenía el sueño ligero por el calor y la incomodidad de la postura. Notó la tirantez del cuello y el dolor abotargado al final de la espalda. Abrió los ojos justo cuando vio deslizarse a alguien por la puerta hacia la oscuridad que reinaba fuera de la biblioteca, iluminada por el flexo del escritorio. Fue un instante apenas, una visión fugaz entre la somnolencia y la vigilia… ¿un sueño quizá? No lo sabía, pero Adrián acababa de ver salir por la puerta el culo más bello, rotundo y firme que jamás hubiera imaginado.
No había encontrado mucho en Internet que pudiera servirle para conocer más datos sobre el presunto velo donde la Verónica había enjugado el martirizado rostro de Jesús. Cuando al día siguiente acudía al salón comedor a desayunar, algo decepcionado por su infructuosa búsqueda, se tropezó de golpe con la sorpresa. Natalia, que seguramente hacía rato que andaba levantada (estaba vestida, peinada y se diría que hasta se había maquillado levemente), se afanaba en preparar la mesa de mimbre con el desayuno en el porche, al frescor de la mañana. Había dispuesto café, que esparcía por la atmósfera su delicioso aroma, leche humeante en una bonita jarra de porcelana a juego con el azucarero, mantequilla, bollos, tostadas, servilletas y mantel también a juego.
--Venga, a desayunar; tienes que reponer fuerzas, que trabajas mucho –le abordó ella en tono cantarín.
--¿Es el santo o el cumpleaños de alguien? --preguntó aturdido él al observar la primorosa mesa, en la que no faltaban unas flores silvestres, cortadas en la campiña cercana, seguramente no hacía mucho.
--¿Te pongo mantequilla en la tostada? --preguntaba ella, y sin esperar la respuesta, comenzaba a hacerlo.
--¿Y mermelada…? --volvía a preguntar solícita.
Iba en efecto a ponerle mermelada, cuando él, sorprendido por esas muestras de amabilidad, la atajó:
--No, no, así está bien, gracias.
Adrián disimulaba y se hacía el despistado, y para mayor eficacia en ello le estaba echando una ojeada al periódico, que ella había puesto también sobre la mesa. A su lado.
--¿Hay algo interesante? No creo, aquí nunca pasa nada –se preguntó y se contestó Natalia, jovial. Se le notaba de buen humor. Él no sabía a qué achacar tal cambio de actitud. Era cierto que se lo habían pasado bien la otra noche cenando juntos, pero lo de esta mañana… ¿Qué mosca le habría picado a la chiquilla?
Adrián hacía tiempo que no mantenía contacto con jóvenes, así que desconocía cómo comportarse con ellos, o qué pasaba por la cabeza de los chavales de hoy. En eso estaba pensando mientras ojeaba el diario, cuando llegó Dolores con un gran cesto al hombro.
--Si no me necesitan –dijo con clara referencia a la primorosa mesa con el desayuno preparado, un trabajo que le correspondía a ella y que hoy le había suplantado Natalia--, me voy a hacer la compra.
Se dio media vuelta y se marchó sin esperar respuesta, evidenciando así su incomodo.
--Está loca –murmuró Natalia acercándose al oído de Adrián, tanto que le rozó el pelo levemente, y él pudo oler un perceptible aroma a agua de colonia un poco infantil.
Tras el desayuno Natalia se había marchado con su bicicleta al pueblo, y Adrián andaba trasteando por la gran casa sin hacer nada de particular, recorriendo todos los rincones de la villa, cuando tropezó con Paco.
--Buenos días, ya veo que se ha adaptao mu bien a la vida de campo; tiene mejor la color que el día en que llegó. Se nota que le ha dao el sol.
--Sí, fue el otro día que di un paseo hasta la ermita, la de la loma, ya sabe, la del velo de la Verónica –remarcó Adrián con intención.
--Ya, bueno…, pues na, me voy a mi faena, si necesita argo ya sabe –se zafó el aparcero, claramente afectado al oír nombrar la ermita.
--Pues ahora que lo dice, sí que necesito algo –dijo Adrián elevando el tono para detener a Paco, que ya se marchaba.
--Necesito, Paco, que me aclares por qué motivo todos eluden hablar de esa ermita.
A Paco le mudó el semblante; y aunque chaparro, forzudo y renegrido por el sol, la expresión que adoptó en ese momento su rostro y su cuerpo le hicieron parecerse a un animal atrapado.
--Bueno… --balbuceó si saber dónde mirar, mientras se frotaba las callosas manos en las perneras del gastado mono de color azul, lleno de manchas de tierra y de grasa--. Yo no entiendo na de esas cosas, casi que no sé más que leer y escribir; y las cuatro reglas… El caso es de que hay por ahí una historia que cuentan…
--¿Una historia?
--Sí, bueno, ya sabe usté, cosas de viejos… --Paco quería marcharse, pero Adrián no le dejaba.
--A ver, cuéntamelo.
--Yo no sé mucho de eso.., es argo misterioso… Dicen que si allí hay enterrao un muerto, algún rey o conde…, vaya usté a saber…, vamos, de la época de los moros… y que, bueno.., ya le digo de que son cuentos, vamos, que dicen que se aparece…
--¿Que se aparece quién, dónde?
--Sí, hombre –recalcó incómodo el aparcero--, el rey ese, o quien sea; se aparece como un fastasma por las noches. Algunos dicen que lo han visto, pero yo no, ¿eh?, yo no me dedico a esas cosas, aquí uno es probe pero honrao, yo como las gallinas, ¿eh?, cuando se pone el sol a mi casa, y como yo digo, y Dios en la de tos, que no…
--¿Un fantasma?
--¡Un fastasma, sí, releches, un fastasma! --exclamó azorado por tanta pregunta--, ¿es que en la ciudad no tien ustes fastasmas?
--Muchos.
--Pues eso. Dicen que si se aparece algunas noches.., que sale de la ermita y que pasea por ahí dando sustos.
--¿Y dónde va?
--¡Y cómo quie usté que yo lo sepa?, ya le digo que yo no lo he visto!
--¿Y sabe de alguien que lo haya visto?
--Bueno, alguno sí; pero no diga que se lo he dicho yo.
--No lo diré.
--Pues dicen que si lo ha visto alguna vez uno al que llaman el Cotarelo.
--¿Prudencio Cotarelo?
--El mismo. Y también creo que lo ha visto el cura, aunque él lo niega y dice que eso son patañas…
--Patrañas.
--Eso será. Mire si no lo habrá visto que una vez hasta hizo venir un obispo desde la capital para que estudiara el asunto.
--¿Un obispo?
--Bueno, no sé, un cura era, pero mu alto y serio y elegante, con pinta de ser importante, un jerifalte, creo que venía de Roma. Llevaba mucha pompa y tenía una maletica llena de cosas raras, según dijo después un monecillo que lo vio.
--¿Y qué pasó?
--No sé, pero parece que se fue preocupao, y le recomendó a don Arturo, el cura, que cuanto menos se hablara del fastasma mejor, digo yo que pa que la gente no cogiera miedo y no dejara de acudir a la romería de septiembre, en la que se saca en procesión el velo de la Verónica. Pero ca, lo que hace es que viene más gente atraída por eso del fastasma.
--¿Usted lo ha visto?
--¡Y dale, leñes, ya le he dicho que no!
--Me refiero al velo.
--No, no se pue ver, está metío en una gran cruz dorá…
--Una custodia, será.
--Eso será. Y cuando lo sacan en procesión lo lleva el cura bien agarrao con las manos envueltas en la capa esa fluvial, como si pensara que le va a quemar o dar la corriente.
--Pluvial.
--¿Cómo dice?
--Se llama capa pluvial –corrigió Adrián bien al tanto de los paramentos sacerdotales, y añadió--. ¿Y nunca lo sacan de la custodia?
--Lo sacaron una vez como cosa mu sagrá y lo expusieron a la gente en la iglesia del pueblo, pero mu lejos y mu alto, que casi ni se veía. Eso fue poco después de la guerra, pa celebrar el milagro.
--¿Qué milagro?
Paco dio un bufido de cansancio. No estaba acostumbrado a que le sometieran a aquel tercer grado.
--Pues el milagro de que no robaran la reliquia los milicianos.
--¿Y eso es un milagro?
--¡A ver!, los rojos lo saquearon to y le pegaron fuego a las imágenes, a to menos a la reliquia –bajó el volumen de la voz y agregó--. Dicen que el fastasma les salió al paso la noche que iban a quemar la ermita.
Inesperadas nubes negras y espesas se cernían sobre los campos como un presagio. Primero el cielo se endureció y se tiñó con el color del plomo, oscureciéndose hacia poniente como cubierto por un catafalco de bruma. Luego, gruesas gotas cayeron en aumento mientras ráfagas de aire traían del horizonte aromas de tierra mojada. El trueno fue de improviso y acabó con la conversación que mantenían Adrián y Paco. Retumbó de golpe y luego su eco fue trotando y desgranándose entre las lomas de la comarca. Al fin, imparable, aquel Armagedon de relámpagos, truenos y agua se desató entre dramático y jovial como corresponde a las tormentas primaverales.
El campo se llenó de aromas, contrastes, claroscuros…, pero también de barro y de torrenteras. Tras la conversación con el fámulo, Adrián había pensado en acercarse al pueblo para indagar a Prudencio Cotarelo sobre el presunto fantasma de la ermita. Pero la tormenta decidió por él, y hubo de quedarse en casa. ¿Por qué no?, se dijo con un punto de resignado optimismo; una bella tarde de lluvia en el campo, ¿cuánto hace que no la veía? Trataba de ilusionarse con la idea. Lo cierto es que de niño le gustaban esas tormentas que llegaban de improviso, trepidantes en medio de un día soleado y lo ponían todo patas arriba.
Pero ahora la lluvia le dejaba algo triste, por lo demás como así era siempre un día lluvioso en la ciudad. La gente corre nerviosa de aquí para allá, sin saber por qué ni a dónde va. Los conductores tocan el claxon nerviosos y aceleran sin pararse a pensar en los charcos. Está claro, la ciudad acaba con todos los recuerdos agradables de la infancia. Quizá porque aunque no quieras, está pensada para recordarte que eres mayor; en cambio, el campo es ideal para sentirse eternamente niño. Y para poder asombrarse, como ahora, por una tormenta.
Lo mejor en estos casos es aplicar el protocolo. Los adultos disponemos para estas situaciones de una buena serie de rituales que nos sacan del aprieto. ¿Qué se hace cuando nada puede hacerse en una tarde de lluvia? Una copa, una butaca y un buen libro. Del mueble bar sacó una botella de brandy francés. En cuanto a los libros, la cosa estaba fácil. Con la copa en la mano se dirigió a la espaciosa biblioteca de la casa. Al entrar le pareció otra habitación, incluso otro mundo. Por aquella especie de claraboya que iluminaba las oscurecidas paredes atestadas de libros y realzaba las tallas del artesonado del techo, se esparcía ahora una luz mortecina, acuosa, semejante a la numinosidad de esos haces sagrados que, en los cuadros religiosos, parten abriéndose paso desde el cielo y van a coronar la cabeza del correspondiente santo.
Miró su alrededor. ¿Por dónde empezar cuando se tiene tanto? Fue por casualidad. Adrián extrajo al azar uno de los volúmenes que había a la altura de sus manos. Era un grueso libro muy bien encuadernado, con el lomo reforzado por nervaduras y las letras impresas en oro en un bello estilo gótico. Pero al retirarlo de la balda había arrastrado con él un pequeño librito con tapas de cartón, que había caído al suelo. Cuando recogió aquel casi insignificante folleto comparado con el noble ejemplar que tenía a pulso en su otra mano, reparó de pasada en la cubierta del exiguo librito. Contenía uno de esos títulos largos que se estilaban en el siglo XIX: “Historia de la muy sagrada reliquia del Santo Velo de la Verónica que se venera en la ermita de San Antonio”.
¡El velo de la ermita! Adrián acababa de encontrar justo lo que en ese momento andaba buscando. Se trataba de una obra seguramente autoeditada hacía casi un siglo por algún párroco con ínfulas de escritor. Porque el texto era cargante, rebuscado, a veces obtuso y grandilocuente, como una bula papal o una sentencia judicial. Por eso de momento optó por dejarlo a un lado y prefirió el ordenador para entretener la tarde. Primero revisó los mensajes que habían llegado por correo electrónico, luego se sumergió en Internet saltando de una página Web a otra sin orden ni intención alguna, al mismo tiempo que saboreaba la copa mientras seguía lloviendo y poco a poco oscurecía. Lo sabía porque aunque las pesadas y opacas cortinas cerraban toda claridad de las ventanas, en el tenue recorte de luz que se dibujaba en el suelo de la biblioteca, proyectado desde la alta claraboya, se veía el discurrir constante de sombras lejanas como las de un caleidoscopio gigante, provocadas por las gotas y los hilillos de agua que resbalaban allá arriba sobre el tragaluz del tejado.
A eso de las nueve, el cielo, no por falta de sol, que a estas horas y en este mes aún no ha oscurecido, estaba totalmente negro por los nubarrones densos de la tormenta, aunque ya había cesado la lluvia. Casi al mismo tiempo reparó de nuevo en el libro que había dejado sobre la mesita auxiliar junto a la copa vacía de brandy, y pensaba abstraído en la extraña historia de esa reliquia local. En eso entró Dolores para consultarle si servía ya la cena.
--¿La cena? --preguntó saliendo de golpe de su ensimismamiento--. Ah, sí, sí; bueno, no. ¿Y Natalia?
Natalia no había llegado aún, ni había llamado desde que se marchara después de comer. ¿Dónde estaría? ¿Dónde habría pasado la tormenta? Adrián se descubrió a sí mismo inquieto como un padre preocupado por su hija. Pero tal sentimiento duró poco, sólo un instante, hasta que el recuerdo del precioso culo que había visto la otra noche en el duermevela, saliendo de la biblioteca, le inundó la conciencia de la misma forma que se esparce la tinta en el agua.
--No, no sirva aún la cena, Dolores, esperaremos a que llegue Natalia.
--Como quiera –masculló la vieja alzando los hombros, sin entender por qué razón aquel señorito de ciudad se tomaba tantas atenciones con una mocosa antipática, arisca y rebelde.
Adrián seguía debatiéndose extrañado ante la persistencia de su propio pensamiento por la prolongada ausencia de la joven. ¿Era la preocupación de un padre, la responsabilidad de un tutor, o el celo de… Pero no, ¡absurdeces! Para tranquilizarse y espantar esas reflexiones decidió salir fuera y echar un vistazo. La noche se había quedado fresca y serena, incluso recordaba las de invierno. Estaba aspirando el reconfortante aroma de la tierra y la hierba mojada cuando distinguió como un coche se acercaba allá a los lejos. En la oscuridad, sus faros se percibían trazando zinzagüeantes la sinuosa carretera que discurre a casi un palmo de los acantilados de la vieja cantera abandonada. El haz de luz apareció y desapareció en medio de la negrura varias veces, hasta reaparecer de nuevo ya por el camino de tierra que conducía hasta el sendero flanqueado por árboles de la villa; lo atravesó con el ruido al pisar los charcos formados y se detuvo frente a él, a cinco metros. Natalia descendió del automóvil cargada con su mochila, libros, CD’s y otras cosas, y el coche partió.
--¡Hola!, ¿me estabas esperando? --saludó la chica con su voz cantarina.
Él estuvo a punto de contestarle que sí, y preguntarle que de dónde llegaba a esas horas, pero en lugar de eso dijo:
--¿Quién te ha traído, por qué no ha bajado del coche?
--Ah, ése –contestó ella despreocupada, como si acabara de olvidar que no hacía ni medio minuto que había descendido de un coche--, es el chófer del marqués.
--¿El marqués?
--Sí, el marqués de Oriol, es uno de esos vejestorios que viven por aquí, el que tiene el caserón que parece un castillo.
Cenaron, él en silencio, casi ceñudo, asaltado todavía por sentimientos contradictorios que no sabía cómo espantar, y ahora más aún que tenía a la muchacha delante. Natalia, indiferente a todo, contaba medio atragantada, mientras comía y bebía de una lata de coca-cola casi a la vez, las diversas cosas que había hecho esa tarde con un amigo.
--¿Qué amigo?
Norberto se llamaba el amigo, y no pudo saber Adrián nada más de él, porque Natalia seguía su atropellado e insustancial relato de banalidades.
--Lo hemos pasado que te cagas.
Hay que ver cómo hablaban ahora las crías –casi refunfuñó él.
--Tiene un equipo de música superguay.
Lo dicho, parece que hablan en chino.
--Y una piscina que mola mogollón. ¡Me ha dicho que puedo ir cada vez que quiera!
Pues vaya una gracia, estaba pensando molesto Adrián, más que nada por el hecho mismo de sentirse molesto sin aparente razón.
--¿Llover? No, no he visto llover, ¿por qué lo dices? --preguntó ella dándole un sorbo ruidoso a la coca-cola.
--Porque, ya te lo he dicho, ha llovido –contestó él, casi sorprendido de que eso a ella no le sorprendiera lo más mínimo.
--Pues no me he enterado; bueno sí, al salir y ver los charcos. Es que hemos estado toda la tarde escuchando música en el equipo de Norberto, que…
--Ya, que es superguay.
--Eso.
Cuando terminaron de cenar Adrián dio protocolariamente las buenas noches, subió a su habitación y se metió en la cama. Ella aún puso el televisor y estuvo sentada un rato con las piernas cruzadas, mientras se acababa a sorbos el bote de coca-cola. Ninguno de los dos se percató de que la sombra silenciosa, arrastrando sus zapatillas de felpa negra, entraba en la biblioteca para apagar la luz del escritorio, que Adrián había dejado encendida al salir. La sombra se detuvo frente a la mesita redonda. Alargó el brazo. Parecía que iba a coger la copa de brandy, pero en su lugar la sarmentosa mano tomó el libro de la reliquia. Luego todas las luces de la villa quedaron apagadas y el silencio se abatió en ella con su manto de noche.
Serían las tres de la mañana cuando comenzó de nuevo la tormenta, y regurgitaron otra vez los truenos resquebrajando con chasquidos de luz la negrura de las estancias. Por la oscuridad del pasillo corrieron dos piececitos suaves, luego subieron las escaleras trotando sobre los mamperlanes de madera, abrieron la puerta de la habitación de Adrián, entraron en tromba y, los piececitos y su dueña, Natalia, se zambuyeron sin previo aviso en su cama, arrebujándose después debajo de la sábana.
Él, que ya estaba dormido, se despertó de golpe sobresaltado por la repentina invasión del lecho.
--¡¿Pero qué…, quién…; qué significa esto? ¿Se puede saber qué estás haciendo…, qué demonios haces aquí?!
Ella, encogida debajo de la sábana, en posición fetal, balbució:
--Me dan miedo los truenos.
--¿Cómo que te dan miedo…? Anda, no seas niña –le estaba reprochando, mientras tiraba de la sábana para dejarla al descubierto.
Lo hizo. La descubrió. La habitación estaba a oscuras, pero a la intermitente luz de los relámpagos, que entraba por los portillos entornados de la ventana, Adrián vio su cuerpo núbil en candorosa ropa interior. De golpe, en un acto reflejo, volvió a cubrirla. Le pareció que no había visto a una niña, sino a una mujer. Pero ¿qué tonterías estaba pensando?, Natalia no era más que una chiquilla, y aquello que acababa de hacer lo demostraba.
--Déjame quedarme aquí, por favor, no te molestaré –le suplicó ella desde debajo de la sábana con voz queda y opaca por el sueño.
Luego se escuchó un bostezo y Adrián ya no oyó nada más. ¡Se había dormido!
A él le costó un poco más recobrar el interrumpido sueño. Notaba el calor del cuerpo de Natalia, además, uno de aquellos bonitos pies se quedó rozándole la pierna. Estaba tibio y suave. Él se hizo a un lado y se quedó al borde de la cama, casi con peligro que caerse. Desde allí oía la pausada respiración de ella, incluso podía oler su suave aroma juvenil.
Al otro día, al despertar, ella aún estaba en su cama durmiendo. Adrián la estaba mirando furtivamente a la luz amarillo pálido de la mañana que entraba por la ventana, cuando de pronto ella abrió los ojos, se incorporó de golpe, y sentada en la cama le miró con expresión de sorpresa.
--¡¿Qué haces aquí?! --gritó.
--¿Cómo que qué hago aquí? Duermo aquí –contestó él divertido.
Ella miró a su alrededor como reconociendo el lugar, le miró de nuevo a él, se miró a sí misma, se vio en bragas y sujetador, y de un tirón se cubrió; luego salió disparada escaleras abajo envuelta en la sábana.