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Todavía es de noche cuando los doce caballeros a lomos de sus monturas de guerra atraviesan a galope tendido la puerta del castillo de Castro Marim y enfilan hacia el río Guadiana, la frontera natural con España. Al llegar al enorme pontón de madera que lo cruza los cascos de los caballos resuenan huecos, impacientes, mientras se deslizan obligadamente lentos por el lecho de agua hacia la otra orilla. Pero el veloz trote arranca de nuevo al llegar a tierra firme, y poco después atraviesan Ayamonte a toda velocidad, sin que la adormilada guarnición española de frontera pueda detenerlos para preguntarles el motivo de esa incursión en suelo ajeno.

A la misma hora, un marino experto en cartografía, ya maduro y con los cabellos apuntando canas, Cristóbal Colón se hace llamar, se dirige a vivo paso hacia el puerto de Palos desde el monasterio de la Rábida, donde se ha despedido no hace ni quince minutos de sus amigos los monjes franciscanos, que tanto le han ayudado estos últimos meses para preparar el largo viaje que hoy está a punto de emprender. Respira el aire fresco de la mañana en esa zona de marismas donde el río Tinto se mezcla con el mar dentro de la tierra. Sabe que muy pocas horas después hará calor…, pero para entonces ya estará en mar abierta.

En esos mismos instantes un muchacho, no tendrá más de 16 años, dormita apoyado en un pino sobre un pequeño promontorio del pueblecito de Moguer, a una legua del puerto de Palos. Su capitán, maese Colón, le ordenó anoche que se apostara allí vigilante por si llegaba alguien sospechoso por el camino de Huelva durante la noche o el amanecer. ¿Pero quién va a transitar los caminos a estas horas?, se había preguntado el mozalbete vencido por el sueño; y casi seguidamente había apoyado su cabeza sobre el pino y se entregaba ahora a un dulce duermevela. Soñaba con mares inmensos poblados de misteriosas islas por descubrir, llenas de aves raras, animales extraños, especias y oro. Es grumete de la carabela Santa María, y maese Cristóbal Colón, el aventurero del que nadie conoce a ciencia cierta su patria, ése que ha hablado cara a cara con sus católicas majestades Isabel y Fernando, es su capitán. El silencio lo envuelve todo, y él dormita con la bendita paz de su joven alma.

El ruido que causa el galopar de los doce caballos, que pifian espoleados envueltos en sudor, atruena el aire como si se acercara una tormenta cuando cruzan por Lepe sin detenerse. Los caballeros ya distinguen allá a lo lejos la línea del horizonte. Principia el día. Dos leguas después entran en el pueblo de Cartaya, se detienen jadeantes en una posta del camino, hacen trato con el ventero y cambian sus monturas, que han corrido hasta allí al límite de sus fuerzas, por otras de refresco. El ventero mira sin preguntar nada a aquella compañía de guerreros cargados de armas. Todos llevan la cabeza casi oculta en un yelmo de hierro, pero es su sobreveste blanco, en cuyo pecho figura la cruz roja de la Orden de Cristo, lo que a esas horas de penumbra les hace semejar a una terrible Santa Compaña, como la que dicen que se aparece por la noche allá arriba en la Galicia del Finis Terrae. Pero éstos no son fantasmas, sino soldados, y bien dispuestos a la batalla. Sobre sus anchos cintos cuelga una enorme espada de casi metro y medio de larga. Hirustos y en silencio montan de nuevo, espolean sus caballos con furia y se pierden en la negrura del camino. El retumbar de las doce monturas vuelve a resquebrajar a su paso el silencio del amanecer.

Mientras tanto, en las tres carabelas que hay fondeadas en el centro de la desembocadura del Tinto, frente a la marisma de Palos, ya comienza a notarse una ligera actividad. Todo quedó listo para zarpar ayer por la noche. Un grumete de una de las naos canta las seis de la mañana después de consultar la ampoyeta de arena. Su juvenil voz despierta a los rudos marineros.

La fuerza armada de los doce caballeros se ha desviado del camino principal casi dos leguas después de Cartaya. Entran a la derecha por una senda y al galope sin tregua llegan al villorrio de Alijaraque, que dista poco más de legua y media de Huelva. Son las 6’30 de la mañana y la luz del amanecer ya permite ver a lo lejos las torres más altas de la ciudad aún dormida.

Sentado en el suelo, el joven grumete se despereza al escuchar cantar a los pájaros que saludan alegres la llegada del día. Nadie ha pasado por allí en toda la noche, tal como él suponía. Se dispone a regresar al puerto de Palos.

Los doce caballeros frenan sus monturas casi desbocadas por la comezón de las espuelas a la orilla de la marisma, para cruzar con cuidado por uno de los vados pantanosos que conducen entre senderillos de cañas y charcos hasta Palos de la Frontera. Han evitado el camino que llevaba directamente hasta Huelva; allí el destacamento de soldados españoles es mucho mayor.

El muchachuelo se ha levantado y se despereza con ganas. Va a darse media vuelta para marcharse cuando de repente le ha parecido escuchar algo. La ligera brisa ha traído algo así como el sonido de un trueno lejano. Otea. Lo único que percibe es que los pájaros han dejado de cantar. Silencio total.

Colón atraviesa a esa hora el todavía desierto pueblo en dirección al puerto.

El grumete escucha inquieto el extraño silencio que se cierne alrededor como un presagio. Entonces los ve. De entre un alto cañaveral, allá en la otra orilla del río, surge un grupo de jinetes armados. La luz del amanecer hace reverberar sus blancas vestiduras y poderosas armas, que destacan radiantes sobre el pelo negro de los caballos. Se acercan veloces como el rayo en un fragor de cañonazo en dirección al río.

--¡Soldados! ¡He de avisar a maese Colón!

El muchacho echa a correr loma abajo y enfila por el camino que va a Palos de Moguer como una liebre perseguida por lebreles. Los caballeros ya están cruzando el río. Levantan torres de agua y espuma, pero los caballos negros como bestias infernales apenas detienen el raudal de su diabólica carrera.

El grumete corre y corre. Hay dos leguas hasta su objetivo. Jadea. Le parece que el aire se espesa y no entra suficiente en sus pulmones. El pecho está por reventarle. Nota el corazón retumbar en todo su cuerpo. Pero sigue corriendo.

El marino cartógrafo va calle abajo. Ya distingue las carabelas con sus banderas, pendones y oriflamas filigraneando con la brisa.

El muchacho corre envuelto en sudor.

A las 7’30 comienza a aparecer el disco radiante del sol inflamando de golpe con albores anaranjados todo el cielo azul. En ese momento los jinetes están a un paso de entrar como una exhalación en el pueblo de Palos de Moguer. Algunos vecinos pescadores ya levantados se apartan arrojándose a un lado para no ser arrollados por ese vendaval del averno que ha aparecido de repente cargado de hierro. El que va delante de la fuerza empuña la espada, hace un giro en el aire y la saca de la funda. El acero refulge como la lumbre. Debe pesar más de cinco kilos, pero el guerrero la lleva enarbolada con una sola mano como si fuese una caña. Los otros caballeros sacan también sus armas, y en unos segundos, toda la hueste se convierte en un siniestro ariete negro y blanco erizado de espadas de doble filo lanzado a toda velocidad calle abajo.

El muchacho ha llegado al pueblo y atraviesa corriendo la calle de la Rivera, que desemboca en la pequeña ensenada de la Fontanilla. Allí, sentado en la barca, le está esperando Colón; pero no le ve, el marino mira hacia el mar embelesado por el amanecer.

El grumete no puede más. Se dobla por la cintura mientras sigue corriendo. Tose. Llora.

--¡Maese Colón, maese Colón… jinetes! --es todo lo que puede gritar con las últimas briznas de aire en sus enfebrecidos pulmones.

El marino se vuelve y ve venir en ese estado a su joven grumete. Salta de la barca y la empuja hacia el agua para liberar su quilla de la arena, mientras le vocea al muchacho:

--¡Corre, vamos, corre! --le alienta con cariño y urgencia.

Se escucha el trueno de los caballos y el chasquido de los correajes y las espuelas retumbar al otro lado del pueblo.

Colón se vuelve hacia las carabelas. Ha hinchado su pecho; en su semblante se dibuja la extraña determinación de un hombre que no conoce el desaliento, y el rictus severo de un general de la mar se incendia en sus ojos. Pleno de autoridad y alarma grita hacia los barcos:

--¡Levad! ¡A de las naos! ¡Levad!

El muchacho llega a la barca y se derrumba. Colón  empuja el esquife dentro del agua y rema con la furia de un galeote fustigado por el látigo. El grumete vomita. Colón ordena de nuevo mientras se acerca al casco de las carabelas:

--¡A mí, Pinzones, largad vela! ¡Partimos!

Dos marinos ayudan a subir a su capitán y al grumete a la Santa María. Colón sube al puente y vocea al piloto:

--¡Un tercio a estribor¡, ¡marcad el rumbo! ¡Vamos, sacadnos de aquí!

Y al contramaestre:

--¡Largad la mayor!

--Largad la mayooooor! --se oye repetir en las otras dos naos, la Pinta y la Niña, gobernadas por los expertos hermanos Pinzón.

Los marinos trepan como insectos por las jarcias. Al momento, la enorme vela cuadrada se despliega con un ensordecedor ruido de drapeados y deja al descubierto una gran cruz roja pintada en el centro. ¡La cruz roja de la Orden del Temple!

Los jinetes ya arrasan a toda velocidad calle abajo hacia el puerto. Las naos comienzan a crujir y bambolearse al quedar libres del ancla. Colón sigue gritando órdenes a diestro y siniestro:

--¡Aprestad la bolina, tensad la rolinga!

Un marino grita desde la cofa:

--¡Soldados! ¡Vienen calle abajo al galope tendido!

La gavia se retuerce al recoger la brisa del estuario y muestra orgullosa el emblema de la cruz. Al tensarse hace crujir el bauprés y se encrespa como un leopardo que concentra su fuerza para el salto. El viento presiona y los barcos comienzan a moverse en dirección a la bocana.

--¡Sobresaliente, al cañón de popa. A mi orden disparad contra esos soldados si se adentran en el estuario!

Los jinetes han frenado en el pequeño muelle y los caballos se alzan nerviosos sobre sus patas traseras relinchando y haciendo remolinos. Parece que quisieran seguir su loca carrera a través de las aguas.

--¡Timonel, dos tercios a estribor; asegurad la caña! ¡Tensad bien ese gratil! ¡El trinquete en línea, asegurad la verga! --sigue gritando Colón desde el puente.

Las naos ya salen del estuario empujadas con fuerza por el viento de costado.

--¡Un tercio a estribor!

--¡Un tercio a estribor, señor! --contesta el segundo confirmando las órdenes.

La gavia y la mesana se abomban de repente, y la carabela, lanzando un crujido espantable, se impulsa hacia adelante ligera sobre las aguas más oscuras del Atlántico. Desde la bocana los marinos jalean a los jinetes que se han quedado mirando impotentes, pues la presa se les ha escapado.

Aupado en el alcázar de la Pinta, grita su capitán hacia la nao Santa María cuando ya surcan mar abierto.

--¡¿Quién eran esos hombres, mi señor Colón?!

--¡Ya os lo contaré, maese Pinzón! ¡Ahora, rumbo a las Canarias, nos espera un mundo por descubrir!

Pero Pinzón no había entendido el verdadero sentido de esas palabras.

 

--Perdone que se lo haya contado como una película –dijo el marqués interrumpiendo aquí su relato--. Quería que captara usted el trasfondo del asunto. Ya habrá entendido que esos caballeros tan enfurecidos son miembros de la Orden de Cristo, que al enterarse de la inminente salida de una expedición marinera oceánica desde el cercano Puerto de Palos, comandada por su antiguo compañero Cristóbal Colón, se dan cuenta de pronto de que sus sospechas de traición y robo del secreto templario son ciertas. E intentan detenerle.

--No sabía todo eso –confesó Adrián, todavía embriagado por el relato que acababa de escuchar.

--Hay cosas que los libros de historia no reseñan. Quizá por eso es bueno que gentes como usted expliquen tales hechos en los medios de comunicación. El periodismo tiene más difusión que la escolástica. De una forma o de otra, todo esto debe saberse para entender bien el por qué de los acontecimientos presentes. Por eso yo le quiero ayudar en su proyecto periodístico.

--Ya veo –indicó Adrián sin saber por qué no muy convencido.

--Bien, pero deje que le cuente como acaba todo. Después de más de un mes de navegación arriban a las costas del continente americano, pero todos, incluidos los hermanos Pinzón, creen que han llegado a las Indias. Sólo Colón y los dominicos que lleva a bordo por orden de la Santa Inquisición están al tanto del secreto del nuevo mundo, por cuya conquista el navegante ha cobrado por adelantado de los reyes de Castilla y León, según consta en las Capitulaciones de Santa Fe, los títulos de Almirante de la Mar Oceana y Virrey de las Indias.

“A partir de ese momento, el velo del secreto se cierne sobre el descubrimiento. La Santa Inquisición intoxica, oculta datos, filtra errores, prohibe textos, manipula las pruebas y a las personas. Pero poco a poco el rumor de que se ha arribado a un nuevo continente se extiende por Europa. Los reyes de España confiscan el diario de Colón, y ya no se lo devuelven. Al parecer, la expedición no ha encontrado a los templarios. Se organizan nuevas salidas. La Corona española y la Santa Inquisición se alían para que el asunto no se les vaya de las manos. Prohiben que se editen libros sobre el descubrimiento del nuevo mundo, por eso aún se empeñan en seguir llamándole las Indias durante algunos años, y tiene que ser un extranjero, Américo Vespucio, quien desmonta el espejismo y proclama abiertamente que se ha llegado a nuevas tierras desconocidas. En su honor, tales tierras iban a llevar desde entonces la toponimia de su nombre: América. La Inquisición ordena la requisa de los libros ya editados sobre el viaje de Colón, castiga con severas penas a quien los venda, y pone esos textos en su lista de libros prohibidos.

--¿Pero por qué todo ese follón, si el presunto secreto de las Indias ya ha sido desmontado?

--Tenga en cuenta que no han encontrado a los templarios ni a su flota, ni tampoco, de momento, las minas de plata que explotaban los de la Orden del Temple. Los españoles intentan proteger su descubrimiento frente a las expediciones de los demás países, sobre todo los portugueses, que pronto comienzan a llegar también a las nuevas costas.

--¿Pero para qué todo eso, no ha dicho usted que Colón no descubre a los templarios, que era el mayor secreto y objetivo de su viaje? Si no hay templarios ya no hay tal secreto, vamos digo yo.

--Puede pensarse así, o quizá en los viajes sucesivos que realizó sí encontró pistas. Porque los Dominicos van también detrás del secreto templario, pero puede que a esas alturas del siglo ya hayan perdido el rastro, incluso la memoria, de qué tipo de secreto era aquel por el que los templarios de Francia se dejaron quemar sin oponer resistencia. Mientras que ahora, por contra, el asunto parece estar en manos de los Franciscanos, que son sus acérrimos enemigos y que mira por dónde fueron los que ayudaron a Colón en su proyecto. El mismo año en que muere el almirante, en 1506, un peregrino desconocido llega a este pueblo con el lienzo que contiene las anotaciones secretas de la Orden del Temple, el mismo que había usado el navegante para arribar a América. Y desde entonces se guarda allí arriba en la ermita, bajo la advocación de ser el velo de la Verónica, una hábil treta de la Iglesia para protegerlo bajo la acusación de anatema y excomunión a quien se atreva a insinuar otra cosa o intente hurgar en el asunto. Y de ahí viene el secreto y la opacidad que usted ha notado en lo referente a esa reliquia, presunta faz de Cristo.

 

Había dejado de llover, aunque en la lejanía aún retumbaban los truenos. Se había hecho muy tarde de nuevo, y Adrián sentía que había cedido una vez más al poderoso influjo que emanaba de aquel hombre enigmático.

--Confío en que la historia que acabo de contarle le resulte interesante para escribir su primer reportaje; en lo que a mí concierne puede utilizar todo lo que le he contado –dijo el marqués acompañándole hasta el umbral del palacio.

Adrián se despidió del aristócrata sin saber qué contestarle, pero pensando desde luego en el extraño contenido de toda aquella narración. El tema merecía seguir investigándose, se dijo mientras caminaba hacia el coche.

Cuando llegó a la villa se encontró con Natalia sentada en la cama de él. Se había echado una sábana por encima, y unas lágrimas le resbalaban por las mejillas.

--¿Dónde estabas? --preguntó entre suspiros y sollozos—. He estado esperándote mucho rato; los truenos me dan miedo… y tú no venías.

Adrián se acercó y ella se alzó sobre sí misma para rodearle el cuello con sus brazos y besarle. La sábana resbaló de sus hombros. Estaba desnuda.

 

 

 

Secretum templi
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