XII

 

Basílica de San Pedro. El Vaticano (Roma)

 

Los pasos del hombre de mediana edad, vestido con sotana negra y alzacuello, resonaban con eco mientras atravesaba aquellos pasillos y salones del Vaticano repletos de arte, silenciosos como un museo en su día de cierre. Pasó de largo por las estancias más recargadas de muebles, estatuas, cortinajes y óleos gigantescos, y cuando bajó hasta a la zona restringida mediante un moderno ascensor oculto tras un gran y espeso tapiz, se acercó a un muro gris con aspecto de acero inoxidable que había en uno de aquellas estancias subterráneas desnudas de todo adorno y mobiliario. En la pared, y a la altura del pecho figuraba un cuadro metálico con una superficie vítrea, una pantalla LED que parpadeaba unas cifras acuosas de color verdoso y una serie de botones. El hombre de la sotana pulsó el rojo, más grande que el resto.

--Prepárese para identificación digital –sonó al instante una voz femenina pregrabada con tono metálico y artificial procedente de aquel chisme.

El hombre se sacó del dedo un anillo de oro con una piedra engastada y colocó su mano derecha en la superficie vítrea, poco menor que una cuartilla; y entonces una luz fría barrió su palma de punta a punta.

--Identificación completada y correcta. Puede pasar –sonó de nuevo la mecánica voz, y el hombre se puso de nuevo el anillo.

Al instante, con un ruido de tren, el muro de acero que tenía frente a sí comenzó a desplazarse hacia un lado, dejando al descubierto un sólido pasillo descendente de cuatro por cuatro metros realizado en hormigón, iluminado por una desagradable luz procedente de tubos fluorescentes. El hombre de la sotana entró y la puerta de acero se cerró automáticamente a su espalda. Luego cubrió los cerca de 20 metros que tenía de largo el desnudo corredor, y llegado al fondo se detuvo delante de una nueva puerta metálica, ésta mucho más pequeña que la anterior, pero visiblemente blindada. Aguardó allí de pie unos segundos hasta que la cámara de vídeo situada arriba a la izquierda le hubo tomado con su ojo de cristal negro. Alguien abrió desde dentro. Traspasó el umbral y se encontró en una sala muy espaciosa iluminada por tenues luces halógenas y cubierta casi toda ella por una especie de pupitres grises y funcionales llenos de pantallas, teclados, visores, luces, dígitos luminosos y botones; y al fondo de aquella gran pieza fría y aséptica, por donde discurrían con aspecto de funcionarios oficinistas varios hombres en mangas de camisa y corbata, portando papeles, tecleando en las consolas, hablando entre sí a media voz, había, a modo de uno de esos modernos minicines, una gran pantalla plana adosada al muro, de frente y por encima de los pupitres, que mostraba diversas imágenes del planeta tomadas desde el espacio y segmentadas por zonas.

El hombre de la sotana acababa de entrar en una cámara oculta, una especie de observatorio secreto en manos de la Compañía de Jesús desde su creación en tiempos del Papa Pablo VI. Por lo tanto, aquel lugar oficialmente no existía.

--¿Dónde está monseñor Manzini? --preguntó el recién llegado a un hombre que se había acercado a recibirle.

--¿El jefe?, está en el oratorio.

--Bien.

--No creo que debas molestarle… --insinuó aquel hombre joven, con el pelo rubio rapado por detrás a lo militar, vestido con impoluta camisa blanca ceñida por corbata negra y los puños remangados.

Pero el hombre mayor de la sotana no le hizo caso. Atravesó con paso seguro la sala de pupitres informatizados, entró por un pasillo tan aséptico como todo lo demás y fue a detenerse frente a una puerta de color gris, donde una plaquita dorada indicaba: Capilla. Tocó dos veces con los nudillos y abrió con cuidado. Dentro le recibió la cálida luz de la pequeña flama de unas velas dispuestas en un diminuto pero bello altar con varias imágenes de la Virgen y de Cristo. Era una recoleta estancia, con no más de siete metros de largo, amueblada con algunos bancos de madera, y delante de ellos un reclinatorio antiguo de nogal, forrado en terciopelo rojo. Sobre él había un hombre alto, mayor pero de aspecto atlético. Estaba de espaldas a la puerta, de rodillas, apoyados los antebrazos en el reclinatorio, y portaba en sus manos un breviario de tapas de cuero negras con las letras de la cubierta y el canto de las hojas doradas. Tenía la cabeza algo caída en actitud orante. Iba vestido con un impecable traje de Pierre Balmain gris marengo, como un director general de una empresa multinacional.

--Monseñor… --avisó con un ligero carraspeo el hombre de la sotana.

--¿Qué sucede? --contestó tras dos o tres segundos el hombre alto levantando algo su testuz, pero sin volverse hacia quien le había interrumpido--. ¿Han estabilizado ya las coordenadas de posición orbital del satélite?

--Creo que no, monseñor, pero…, no es eso…

--Entonces…

--Malas noticias –carraspeó de nuevo el recién llegado, sin atreverse a continuar.

--¿Peóres aún? --preguntó en tono irónico el orante, todavía sin dignarse en volverse a su interlocutor.

--Me temo que sí, monseñor. Nos han avisado de que alguien, en el pueblo español donde se guarda el Mandylión está últimamente indagando de forma extraña por allí…

--¡¿Quién es, quién le envía?! --ahora el del traje elegante se volvió raudo hacia atrás con las manos crispadas en el breviario de oraciones.

--No lo sabemos aún. No le hemos identificado; debe ser un agente nuevo de alguna potencia occidental desplazado sobre el terreno especialmente para averiguar que nos traemos entre manos. No sabemos…, CIA, MI-6; o quizá pertenezca a Israel, ya sabe monseñor que esos judíos siguen empeñados en que el Nombre de Yavhe es cosa suya, y no quieren que descubramos y propaguemos la naturaleza de Dios…, es decir, si es que llegamos a descubrirla.

--¿Acaso dudas, hombre de poca fe?

El hombre de la sotana no supo qué contestar. En su lugar completó su información:

--Sólo sabemos que ese hombre se llama Adrián, y que estuvo a punto de ser ordenado sacerdote, pero lo dejó.

--Un renegado… Son los peores –suspiró el hombre del reclinatorio, volviéndose hacia el altar.

Luego dejó pasar un momento de silencio, y elevando un poco la voz para subrayar su enfado, preguntó:

--¿Y para eso me molestas? Ya sabes lo que tienes que hacer… Que ese individuo se reúna cuanto antes con el Supremo Hacedor. No queremos interferencias en nuestro plan, mucho menos cuando estamos precisamente a punto de necesitar traernos el Mandylión español para contrastar la vieja ciencia que quizá contiene con nuestra moderna tecnología.

--Sí, monseñor, tranquilícese, ya hemos enviado al pueblo a uno de los jóvenes sacerdotes de nuestra Compañía; él sabrá eliminar “el problema”.

Luego, el hombre del reclinatorio se levantó, no sin antes persignarse devotamente, se volvió y examinó con mirada severa al que había osado interrumpirle en su meditación diaria.

--Padre Paolo Luigi, nadie puede entrometerse ni mucho menos pretender tener acceso al Mandylión, que se custodia en ese villorrio del Mediterráneo ni al manuscrito que se ha descubierto en el Sinaí, no hasta que comprobemos si la información de ambos coincide, ¿está claro?

--Sí monseñor, descuide; el sacerdote que le he indicado está muy bien adiestrado, sabe que nuestra principal consigna es la obediencia ciega al superior.

--Espero que tú tampoco lo olvides.

--No monseñor.

--Bien. La primera fase es hacer las comprobaciones sobre el antiguo documento del monasterio de Santa Catalina, pues según tengo entendido ese experto francés que hemos contratado lo tiene ya en su poder, ¿no?

--Sí, monseñor, hace una semana que el profesor Claude Lousteau se hizo con él.

--Bien, ¿y qué espera para regresar?, aquí ya estamos listos para iniciar el experimento, ¿no?

--Sí, monseñor, pero la zona del monasterio es inestable. Hace unos días hubo un nuevo atentado de los integristas en El Cairo, murieron varias personas…

--¡Esos judíos sólo pretenden impedirnos nuestra investigación!

--Sí, monseñor, eso pensamos, aunque estén haciendo creer que actúan contra Egipto por apoyar los intereses de los palestinos. Tenemos noticias de que el aeropuerto del Sinaí está vigilado por guerrilleros de Hamas, así que en realidad el profesor Lousteau está sitiado en el monasterio de Santa Catalina, y si no lo atacan y lo asaltan es porque como usted sabe, por tradición antiquísima, está vigilado por los beduínos, y contra esos no quieren tener nada.

--Tenemos que sacar a ese profesor de allí, nuestos técnicos afirman que las coordenadas terrestres y meteorológicas son ahora las propicias para el experimento. Bien, avisaré al Secretario de Estado para que hable con los Estados Unidos. La Sexta Flota está cerca de allí, quizá puedan echarnos una mano.

--¿Piensa usted que el Vaticano se va a arriesgar a pedir ayuda militar al Ejército de los Estados Unidos?; es una opción que va en contra de nuestra diplomacia y nuestra política internacional.

--Lo realmente importante es que el profesor se haya hecho de verdad con ese manuscrito del monasterio de Santa Catalina. Por lo demás, padre Paolo, ya sabes, el fin justifica los medios…

--Sí, monseñor.

--Bien, pues una vez que hayamos introducido, con la ayuda del profesor Lousteau, en el ordenador conectado al satélite los datos y coordenadas que según creemos han de contener el manuscrito y el Mandylión, ya no nos servirán, se los devolveremos a los frailes ortodoxos y a esa ermita española que lo veneran como al verdadero rostro de Cristo. Para entonces ya habremos establecido conexión…

--Si Dios quiere.

--Tiene que querer.

 

 

 

Secretum templi
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