Carta 22 Lady Susan a la señora Johnson
Churchill
Esto es intolerable! Mi querida amiga, nunca antes me había sentido tan furiosa y tengo que desahogarme escribiéndote a ti, que sé que comprenderás mis sentimientos. ¿Quién se presentó el martes? ¡Sir James Martin! Imagínate mi asombro e irritación. Bien sabes que no deseaba verle en Churchill. ¡Qué lástima que no hubieras podido conocer sus intenciones de antemano! No satisfecho con venir, se invitó a sí mismo a quedarse unos días. ¡Le habría envenenado! Reconduje, sin embargo, la situación como mejor pude y le conté mi historia con gran éxito a la señora Vernon quien, fuera cual fuera su auténtico sentir, no se opuso a mis opiniones. Obligué, asimismo, a Frederica a que se comportara cortésmente con Sir James y le di a entender que estaba absolutamente decidida a su matrimonio con él. Ella murmuró algo sobre su desgracia, pero eso fue todo. Últimamente, he creído que esa unión era la mejor decisión, especialmente al contemplar cómo el afecto por Reginald avanzaba rápidamente y al no estar completamente segura de que ese afecto no termine siendo correspondido. A mis ojos, un apego fundado en la compasión me hace menospreciar a ambos, pero no tengo la seguridad de que no vaya a producirse este desenlace. Es cierto que Reginald no se ha distanciado de mí ni un ápice, pero últimamente ha mencionado a Frederica con espontaneidad y sin que fuera necesario. En una ocasión, dijo incluso algo halagando su persona.
Él fue quién mostró más asombro al aparecer mi visitante y, al principio, observaba a Sir James con atención. Ello me complacía, aunque también intervenían los celos, pero, desafortunadamente, me ha sido imposible atormentarle ya que Sir James, aunque muy caballeroso conmigo, muy pronto dio a entender a todo el mundo que su corazón estaba dedicado a mi hija.
No tuve grandes dificultades en convencer a De Courcy, cuando estuvimos a solas, de que estaba perfectamente justificado mi deseo de casarles. El asunto parecía quedar zanjado cómodamente. Ninguno de ellos pudo evitar darse cuenta de que Sir James no es ningún Salomón, pero prohibí expresamente a Frederica que se quejara a Charles Vernon o a su mujer. Así, ellos no podrían intentar inmiscuirse. Mi impertinente hija, sin embargo, no deseaba otra cosa, según creo, que encontrar la oportunidad de acudir a ellos.
Todo transcurría con calma y, a pesar de que yo contaba las horas hasta la partida de Sir James, mi mente estaba completamente satisfecha con el estado de las cosas. Imagínate, pues, lo que sentí cuando todos mis planes se alteraron. Y, además, por la persona que menos razón me había dado para recelar. Reginald ha venido esta mañana a mis aposentos con un semblante excepcionalmente solemne y, después de algunos prolegómenos, me ha informado con mucha verborrea que deseaba discutir conmigo sobre lo inadecuado y cruel que sería el permitir que Sir James Martin obtuviera a mi hija en contra de la opinión de ella. Me he quedado muda de asombro. Cuando he visto que no podía tomarme a broma sus comentarios, le he exigido con serenidad una explicación y le he rogado que me dijera los motivos de esa actitud y el nombre de la persona que le había encomendado que me amonestara. Entonces, me ha dicho, añadiendo a sus palabras unos cuantos cumplidos insolentes y muestras de ternura fuera de lugar que yo he escuchado con perfecta indiferencia, que mi hija le había informado de algunos hechos que la implicaban a ella misma, a Sir James y a mí, que le habían intranquilizado muchísimo.
En resumen, he descubierto que ella le había escrito una carta, solicitándole que interviniera y que, al recibirla, él había ido a hablar con ella sobre la cuestión, para enterarse de los particulares y para confirmar sus verdaderos deseos.
No me cabe la menor duda de que la chica aprovechó la oportunidad para tratar de enamorarle. Estoy convencida de ello por la manera en que él hablaba de ella. ¡Mucho bien le hará un amor así a él! Despreciaré siempre al hombre que puede contentarse con una pasión que nunca estuvo en su ánimo inspirar, ni solicitar. Los detestaré a ambos para siempre. No puede ser que sienta verdadero apego por mí; si así fuera, no habría escuchado a mi hija. Y ella, ¡entregarse a la protección de un joven con el que apenas había intercambiado un par de frases! Igualmente humillada me siento por su insolencia y su credulidad. ¿Cómo se ha atrevido a pensar lo que le dijo a Reginald en mi contra? ¿No debería haber mostrado confianza en que yo debía de tener motivos inconfesables para todo lo que he hecho? ¿Dónde está su fe en mi buen juicio y bondad hacia ella? ¿Dónde la desconfianza que el auténtico amor habría opuesto a una persona que me difamaba más aún tratándose, no de una persona, sino de una niña descreída, sin talento ni educación, y a quien yo le había enseñado a despreciar?
Mantuve la calma, pero aún la paciencia más extrema acaba por ceder y espero haber sido lo bastante punzante. Se esforzó, se esforzó con vehemencia, para apaciguar mi resentimiento, pero es inepta la mujer que, habiendo sido insultada por una acusación, se deja influir por los halagos. Finalmente, se fue, tan alterado como yo, habiendo mostrado, sin embargo, su irritación de modo más patente que yo. Yo me mostraba serena, pero él dio rienda suelta a la indignación más agresiva. Eso me hace pensar que se apaciguará aún más rápidamente y, tal vez, desaparezca para siempre, mientras mi indignación la encontrará fresca e implacable.
Se ha encerrado ahora en sus aposentos. «¡Qué amargos deben de ser sus pensamientos!», podría pensarse, pero los sentimientos de algunas personas son incomprensibles. Aún no me he tranquilizado lo suficiente como para ver a Frederica. Ella no ha de olvidar con facilidad lo que hoy ha ocurrido. Se ha de dar cuenta de que ha expuesto su tierna historia de amor en vano y que se ha expuesto para siempre al desprecio del mundo entero y al rencor más estricto de su ofendida madre.
Atentamente,
S. Vernon