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Catherine estaba demasiado apenada para sentir miedo.
El viaje en sí no encerraba temores para ella, y lo emprendió sin preocuparse de la soledad en que se veía forzada a recorrer tan largo trayecto. Echándose sobre los cojines del coche, prorrumpió en amargas lágrimas, y no levantó la cabeza hasta después de que el coche hubiese recorrido varias millas.
El trecho más elevado del prado había desaparecido casi de la vista cuando la muchacha volvió la mirada en dirección a Northanger. Como quiera que aquella carretera era la misma que diez días antes había recorrido alegre y confiada al ir y volver de Woodston, sufrió terriblemente al reconocer los objetos que en estado de ánimo tan diferente había contemplado entonces. Cada milla que la aproximaba a Woodston aumentaba su sufrir, y cuando, a cinco millas de distancia de dicho pueblo doblaron un recodo del camino, pensó en Henry, tan cerca de ella en aquellos momentos y tan inconsciente de lo que ocurría, lo cual no hizo sino incrementar su pesar y su desconsuelo.
El día que había pasado en Woodston había sido uno de los más felices de su vida. Allí el general se había expresado en términos tales que Catherine había acabado por convencerse de que deseaba que contrajese matrimonio con su hijo. Diez días hacía desde que las atenciones del padre de Henry la habían alegrado aun cuando la hubiesen llenado de confusión. Y ahora, sin saber por qué, se la humillaba profundamente. ¿Qué había hecho o qué había dejado de hacer para sufrir los efectos de un cambio tan radical? La única culpa de que podía acusársela era de tal índole que resultaba del todo imposible que el interesado se hubiese dado cuenta. Únicamente Henry y su propia conciencia conocían las vanas y terribles sospechas que contra el general ella había alimentado, y ninguno de los dos podía haber revelado el secreto. Estaba convencida de que Henry era incapaz de traicionarla adrede. Cierto era que si por alguna extraña casualidad Mr. Tilney se hubiese enterado de la verdad, si hubieran llegado a su conocimiento las figuraciones sin fundamento y las injuriosas suposiciones que la muchacha había abrigado, la indignación manifestada por aquél habría estado justificada.
Era lógico y comprensible que se expulsara de la casa a quien había calificado de asesino a su dueño, pero esta disculpa de la conducta de Mr. Tilney resultaba tan insoportable para Catherine, que prefirió creer que el general lo ignoraba todo.
Por grande que fuese su preocupación acerca de este asunto, no era, sin embargo, la que por el momento más embargaba su espíritu. Otro pensamiento, otro pesar más íntimo la obsesionaba cada vez más. ¿Qué pensaría, sentiría y haría Henry al llegar a Northanger al día siguiente y enterarse de su marcha? Esta pregunta, sobreponiéndose a todo lo demás, la perseguía sin cesar, ya irritando, ya suavizando su sentir, sugiriéndole unas veces temor de que el joven se resignara tranquilamente a lo ocurrido y otras dulce confianza en su pesar y su resentimiento. Al general seguramente no le hablaría de ello, pero a Eleanor, ¿qué le diría a Eleanor de ella?
En ese constante trasiego de dudas e interrogantes acerca de un asunto del que su mente apenas lograba desprenderse momentáneamente, transcurrieron las horas. El viaje resultaba menos fatigoso de lo que había temido. La misma apremiante intranquilidad de sus pensamientos que le había impedido, una vez pasado el pueblo de Woodston, fijarse en lo que la rodeaba, sirvió para evitar que se diera cuenta del progreso que hacían. La preservó también de sentir tedio la preocupación que le inspiraba aquel regreso tan inopinado; mermaba el placer que debería haber sentido ante la idea de regresar, después de tan larga ausencia, junto a los seres que más quería. Pero ¿qué podría decir que no resultara humillante para ella y doloroso para su familia, que no aumentase su pena y no provocara el resentimiento de los suyos, incluyendo en un mismo reproche a culpables y a inocentes? Jamás sabría dar justo relieve a los méritos de Eleanor y de Henry. Sus sentimientos para con ambos eran demasiado profundos para expresarlos fácilmente, y sería tan injusto como triste que su familia guardase rencor a los hermanos por algo de lo que sólo el general era responsable.
Tales sentimientos la impulsaban a temer, en lugar de desear, la vista de la torre de la iglesia que le indicaría que se hallaba a veinte millas de su casa.
Al salir de Northanger sabía que la primera parada era Salisbury, pero como desconocía el trayecto se vio obligada a preguntar a los postillones los nombres de cuantos lugares dejaban atrás.
Por fortuna, fue un viaje sin incidentes. Su juventud, su generosidad y su cortesía le procuraron tantas atenciones como pudiera necesitar una viajera de su condición, y como quiera que no se perdió más tiempo que el preciso para cambiar de tiro, once horas después de haber emprendido el viaje entraba Catherine sana y salva por las puertas de su casa.
Cuando una heroína de novela vuelve, al término de una jornada, a su pueblo natal, rodeada de la aureola de una reputación recuperada, de la dignidad de un título de condesa, seguida de una larga comitiva de nobles parientes, cada uno de los cuales ocupa su respectivo faetón, y acompañada de tres doncellas que la siguen en una silla de posta, puede la pluma del narrador detenerse con placer en la descripción de tan grato acontecimiento. Un final tan esplendoroso confiere honor y mérito a todos los interesados, incluido el autor del relato. Pero mi asunto es bien distinto. Mi heroína regresa al hogar humillada y solitaria, y el desánimo que esto provoca en mí me impide extenderme en una descripción detallada de su regreso. No hay ilusión ni sentimiento que resistan la visión de una heroína dentro de una silla de posta de alquiler. A toda prisa, pues, haré que Catherine entre en el pueblo, pase entre los grupos de curiosos domingueros y descienda del modesto vehículo que hasta su puerta la conduce.
Pero ni el pesar con que la muchacha se acerca a su hogar, ni la humillación que experimenta la biógrafa al relatarlo, impiden que los seres queridos a cuyos brazos se dirigía aquélla sintieran verdadera alegría.
Como quiera que la vista de una silla de posta era cosa poco corriente en Fullerton, acudió toda la familia a las ventanas de la casa para presenciar el paso de la que Catherine ocupaba, alegrándose todos los rostros al ver que el vehículo se detenía ante la cancela. Aparte de los dos últimos vástagos de la familia Morland, un niño y una niña, de seis y cuatro años respectivamente, que creían hallar un nuevo hermano o hermana en cuantos coches veían, todos sintieron intenso placer ante la inesperada detención del vehículo. Felices se consideraron los ojos que primero vieron a Catherine. Feliz la voz que anunció el hecho a los demás.
El padre y la madre de la muchacha, sus hermanos, Sarah, George y Harriet, echaron a correr hacia la puerta para recibir a la viajera, con tan afectuosa ansiedad que ello bastó para despertar los más nobles sentimientos de Catherine, que sintió gracias a los abrazos de unos y de otros tranquilidad y consuelo. Ante tantas muestras de cariño se sentía casi feliz, y hasta se olvidó por un instante de sus preocupaciones. Por otra parte, su familia, encantada de verla, no mostró en un principio excesiva curiosidad por conocer la causa de su inesperado regreso, hasta el punto de que se hallaban todos sentados en torno a la mesa, dispuesta a toda prisa por Mrs. Morland para servir un refrigerio a la pobre viajera, cuyo aire de cansancio había llamado su atención, antes de que Catherine se viera bombardeada por preguntas que exigían una pronta y clara respuesta.
De mala gana y con grandes titubeos ofreció lo que por pura cortesía hacia sus oyentes podría denominarse una explicación, pero de la que, en realidad, no era posible desentrañar los motivos concretos de su presencia en el hogar.
No padecía la familia de Catherine esa exagerada forma de susceptibilidad que lleva a algunas personas a considerarse ofendidas por la más leve descortesía, olvido o reparo; sin embargo, cuando tras atar no muchos cabos quedó plenamente claro el motivo del regreso de Catherine, todos convinieron en que se trataba de un insulto imposible de justificar o perdonar, al menos en principio.
No dejaban de comprender Mr. y Mrs. Morland, sin detenerse a un minucioso examen de los peligros que rodeaban un viaje de tal índole, que las condiciones en que se había verificado el regreso de su hija habrían podido acarrear a ésta serias molestias, y que al obligarla a salir de aquella forma de su casa, el general Tilney había faltado a los deberes que impone la hospitalidad, y que su conducta era más de extrañar en quien, como él, no ignoraba los deberes de un caballero. En cuanto a las causas que pudieron motivar su conducta y convertir en mala voluntad la exagerada estima que por la muchacha sentía, los padres de ésta no acertaban a descifrarlas, y después de reflexionar por unos instantes convinieron que aquello era muy extraño y que el general debía de ser un hombre incomprensible, dando así por satisfechas su indignación y su sorpresa.
En cuanto a Sarah, continuó saboreando las mieles de aquel incomprensible misterio hasta que, harta de sus comentarios, le dijo su madre:
—Hija mía, te preocupas sin necesidad. Esto obedece a causas que no merece la pena tratar de averiguar, créeme.
—Yo me explico —respondió la niña— que el general, una vez que se acordó del compromiso contraído, deseara que Catherine se marchara, pero ¿por qué no proceder con cortesía?
—Yo lo lamento por sus amigos —dijo Mrs. Morland—. Para ellos sí ha debido ser un contratiempo. En cuanto a lo demás, con que Catherine haya llegado a casa sin novedad me doy por satisfecha. Por fortuna, nuestro bienestar no depende de Mr. Tilney…
Catherine suspiró y su filosófica madre continuó:
—Celebro no haber sabido antes la forma en que estabas realizando el viaje, pero ya que éste ha concluido felizmente, no creo que el daño que se nos ha hecho sea tan grande. Conviene que de vez en cuando los jóvenes se vean obligados a pensar por sí mismos y a obrar con libertad. Tú, mi querida Catherine, que siempre has sido una criatura atolondrada, te habrás visto en figurillas para atender a lo que implica un viaje de esta naturaleza, con tanto cambio de tiro y tanto ir y venir de unos y de otros. ¡Conque no te hayas dejado algo olvidado en el maletero…!
Catherine hubiera querido demostrar su conformidad con aquellas esperanzas maternales e interesarse en su enmienda, pero se sentía muy deprimida, y como quiera que todo cuanto deseaba era encontrarse a solas, accedió con gusto al deseo manifestado por su madre de que se retirase a descansar lo antes posible. Los padres de Catherine, que no atribuían el semblante y la agitación de su hija más que a la humillación sufrida y al cansancio del viaje, se separaron de ella seguros de que el sueño remediaría sus males, y aun cuando al día siguiente la muchacha no daba muestras de encontrarse mejor, siguieron sin sospechar la existencia de un daño más profundo. Ni por casualidad pensaron en achacarlo a asuntos del corazón, y esto, tratándose de los padres de una joven de diecisiete años, recién llegada de su primera ausencia del hogar, no deja de ser bastante extraño.
Tan pronto como hubo terminado de desayunar, Catherine se dispuso a cumplir la promesa que había hecho a Miss Tilney, cuya confianza en los efectos que el tiempo y la distancia habían de operar en el ánimo de su amiga estaba plenamente justificada. En efecto: Catherine ya se hallaba dispuesta, no sólo a reprocharse la frialdad con que se había separado de Eleanor, sino a creer que no había apreciado bastante los méritos y la bondad de ésta, ni sentido la debida conmiseración por lo que debido a ella había tenido que soportar. La intensidad de sus sentimientos no sirvió, sin embargo, para estimular su pluma. Nunca en su vida había encontrado tan difícil escribir un carta como ahora. Desde luego, no era nada fácil imaginar siquiera una misiva que hiciera justicia a su situación y a lo que sentía, que expresara gratitud, pero no pesar servil, que fuera prudente sin ser fría, y sincera sin mostrar resentimiento. Una carta, en fin, cuya lectura no apenase a Eleanor y de la que no necesitara sonrojarse ella si por casualidad caía en manos de Henry. Después de reflexionar largamente, decidió ser muy breve; era el único modo de no incurrir en falta alguna. Tras meter en un sobre el dinero que Eleanor le había facilitado, lo dirigió a su amiga acompañado de una concisa nota en la que expresaba todo su agradecimiento y le deseaba lo mejor.
—Pues de verdad que ha sido ésta una extraña amistad —dijo Mrs. Morland una vez que su hija hubo terminado la carta—. Apenas iniciada y ya interrumpida. Siento que haya sido así, porque, según me informó Mrs. Allen, se trataba de personas muy amables. Tampoco has tenido suerte con tu amiga Isabella. ¡Pobre James! Pero, en fin, hay que vivir para aprender. Es de esperar que las amistades que consigas en el porvenir resulten más merecedoras de tu confianza que éstas.
Catherine, ruborizada, contestó:
—Nadie tiene mayor derecho a mi confianza que Eleanor.
—En ese caso, hija mía, más tarde o más temprano volveréis a encontraros, y hasta entonces no te preocupes. Es casi seguro que en el curso de los próximos diez años el azar querrá unir de nuevo vuestros destinos, y entonces, ¡cuan grato os será reanudar vuestro trato!
No tuvieron gran éxito, a decir verdad, los esfuerzos de Mrs. Morland para consolar a su hija. La idea de no volver a ver a Eleanor y Henry Tilney hasta después de transcurridos diez años sólo consiguió inculcar en la muchacha un temor aún mayor. ¡Podían ocurrir tantas cosas en ese tiempo! Ella jamás olvidaría a Henry, ni podría dejar de quererle con la misma ternura que entonces sentía; pero él… La olvidaría quizá, y en ese caso, encontrarse de nuevo… A la muchacha se le llenaron los ojos de lágrimas al imaginarse una tan triste renovación de su amistad, y al observar Mrs. Morland que sus buenos propósitos no producían el efecto deseado propuso, como nuevo medio de distracción, una visita a casa de Mrs. Allen.
Las viviendas de ambas familias distaban sólo un cuarto de milla la una de la otra, y en el trayecto la madre de Catherine manifestó su opinión acerca del desengaño amoroso sufrido por su hijo James.
—Lo hemos sentido por él —dijo—, pero, por lo demás, no nos preocupa el que hayan terminado esas relaciones. Al fin y al cabo, no podía satisfacernos ver a nuestro hijo comprometido a casarse con una chica completamente desconocida, sin fortuna alguna, acerca de cuyo carácter nos hemos visto obligados a formar un concepto bien pobre. La ruptura le parecerá a James muy dolorosa en un principio, pero con el tiempo se le pasará, y el desengaño que le ha producido esta primera elección lo llevará a ser más prudente de aquí en adelante.
Tan somera cuenta del asunto favoreció a Catherine, pues de tal modo se había apoderado de su mente la consideración del cambio operado en ella desde la última vez que había recorrido aquel camino, que una frase más de su madre habría bastado para turbar su aparente serenidad, impidiéndole contestar acertadamente a las observaciones de la buena señora. No habían transcurrido aún tres meses desde que la última vez, animada por las más risueñas esperanzas, había recorrido aquel camino. Su corazón se hallaba entonces inundado de alegría, despreocupado e independiente, ansioso de saborear placeres aún desconocidos y libre de toda culpa. Así era ella antes, pero ahora… estaba completamente cambiada.
Catherine fue recibida por los Allen con la bondad que su inesperada aparición, unida al sincero afecto que le profesaban, podía desear. Grande fue la sorpresa manifestada por estos buenos amigos al verla, y mas grande su disgusto al conocer la forma en que había sido tratada. Y eso que Mrs. Morland no exageró los hechos ni trató, como hubieran procurado otros, de despertar la indignación del matrimonio contra la familia Tilney.
—Catherine nos sorprendió ayer por la tarde —dijo—. Hizo el viaje en silla de posta y completamente sola. Además, hasta el sábado por la noche ignoraba que debía salir de Northanger. El general Tilney, movido por no sabemos qué extraño impulso, se cansó de repente de tenerla allí y la arrojó, o poco menos, de la casa. Su conducta ha sido bastante descortés, y no podemos por menos de creer que debe de tratarse de un hombre bastante extraño. Por otra parte, celebramos tener a Catherine una vez más entre nosotros y estamos satisfechos de ver que no es un criatura tímida e incapaz de manejarse por sí sola, sino que sabe, cuando llega la ocasión, resolver las dificultades que se presentan.
Mr. Allen se expresó acerca del asunto con la indignación que el caso y su buena amistad exigían, y su esposa, que estuvo de acuerdo con sus razonamientos, no titubeó en utilizarlos por su cuenta. El asombro del marido, sus conjeturas y explicaciones eran repetidas por la mujer, quien se limitó a añadir una observación, «realmente, no tengo paciencia con el general», con la que llenaba las pausas intermedias. Aun después de salir de la habitación Mr. Allen, repitió ella por dos veces la frase «no tengo paciencia con el general», sin que pareciese, por cierto, más indignada que antes. Aún pronunció la frase un par de veces, antes de decir de repente:
—¿Sabes que antes de salir de Bath conseguí que me zurcieran aquel rasgón que sufrió mi encaje de Mechlin? El remiendo está hecho de manera tan primorosa que apenas si se advierte. Cualquier día de estos te lo enseñaré. Bath es, después de todo, un lugar muy agradable. Te aseguro, Catherine, que sentí marcharme. La estancia allí de Mrs. Thorpe fue muy conveniente para todos. ¿Verdad, Catherine? Recordarás que al principio tú y yo estábamos desoladas.
—Sí; pero no duró mucho tiempo nuestra soledad —contestó la muchacha, animada por el recuerdo de lo que por vez primera había dado vida y valor espiritual a su existencia.
—Es cierto. Y desde el momento en que encontramos a Mrs. Thorpe puede decirse que no nos faltó nada. Oye, querida, ¿no encuentras que estos guantes de seda son de excelente calidad? Recordarás que me los puse por primera vez el día que fuimos al balneario, y desde entonces casi no me los he sacado. ¿Recuerdas aquella noche?
—¿Que si la recuerdo? Perfectamente…
—Fue muy agradable, ¿verdad? Mr. Tilney tomó con nosotras el té, y ya entonces comprendí que su amistad sería muy ventajosa para nosotras. ¡Era un hombre tan agradable! Tengo idea de que bailaste con él, pero no estoy completamente segura. Lo que sí recuerdo es que aquella noche yo llevaba mi traje predilecto.
Catherine se sintió incapaz de contestar, y después de iniciarse otros temas, Mrs. Allen volvió a insistir:
—Realmente, no tengo paciencia con el general. Un hombre que parecía tan amable… No creo, Mrs. Morland, que en todo el mundo pueda encontrarse un hombre más educado. Las habitaciones que ocupaban fueron alquiladas al día siguiente de que se marchase con su familia. Claro, no podía ser de otro modo tratándose de Milsom Street.
Camino nuevamente de la casa, Mrs. Morland trató nuevamente de animar a su hija diciéndole la bendición que suponía tener unos amigos tan formales y bienintencionados como los Allen, tras lo cual añadió que la descortesía y la negligencia manifestadas por unos meros conocidos como los Tilney no deberían preocupar a quien, como ella, conservaba el afecto de sus amistades de tantos años. Tales manifestaciones se basaban, sin duda, en el sentido común, pero como quiera que existen momentos y situaciones en que el sentido común tiene poco ascendiente sobre la razón humana, los sentimientos de Catherine fueron rebatiendo una a una todas las consideraciones expuestas por su madre. La felicidad de la muchacha dependía de la actitud que de allí en adelante adoptaran sus nuevas amistades, y en tanto Mrs. Morland procuraba confirmar sus teorías con justas y bien fundadas razones, Catherine, dando rienda suelta a su imaginación, imaginaba a Henry ya de regreso a Northanger, enterado de la ausencia de su amiga y, quizá, emprendiendo con el resto de la familia el viaje a Hereford.