8

A pesar del interés absorbente de la lectura del Udolfo y de la falta de formalidad de la modista, el grupo de Pulteney Street llegó al balneario con puntualidad ejemplar. Dos o tres minutos antes se había presentado en él la familia Thorpe, acompañada de James e Isabella; después de saludar a su amiga con su acostumbrada amabilidad, y de admirar de inmediato el traje y el tocado de Catherine, tomó a ésta del brazo y entró con ella en el salón de baile, bromeando y compensando con pellizcos en la mano y sonrisas la falta de ideas que caracterizaba su conversación.

Pocos minutos después de llegar todos al salón dio comienzo el baile, y James, que, mucho antes de que Catherine se comprometiera con John, había solicitado de Isabella el honor de la primera pieza, rogó a la muchacha que le hiciera el honor de cumplir lo prometido; pero al comprobar Miss Thorpe que John acababa de marcharse a la sala de juego en busca de un amigo, decidió esperar a que volviera su hermano y sacase a bailar a su amiga del alma.

—Le aseguro —dijo a James— que estoy resuelta a no levantarme de aquí hasta que no salga a bailar su hermana; temo que de lo contrario permanezcamos separadas el resto de la noche.

Catherine aceptó con enorme gratitud la propuesta de su amiga, y por espacio de unos minutos permanecieron allí los tres, hasta que Isabella, tras cuchichear brevemente con James, se volvió hacia Catherine y, mientras se levantaba de su asiento, le dijo:

—Querida Catherine, tu hermano tiene tal prisa por bailar que me veo obligada a abandonarte. No hay manera de convencerlo de que esperemos. Supongo que no te molestará el que te deje, ¿verdad? Además, estoy segura de que John no tardará en venir a buscarte.

Aun cuando a Catherine la idea de esperar no le agradó del todo, era demasiado buena para oponerse a los deseos de su amiga, y en vista de que el baile empezaba, Isabella le oprimió cariñosamente el brazo y con un afectuoso «Adiós, querida», se marchó a bailar. Como las dos hermanas de Isabella tenían también pareja, Catherine quedó con la única compañía de las dos señoras mayores. No podía por menos de molestarle el que Mr. Thorpe no se hubiera presentado a reclamar un baile solicitado con tanta antelación, y, aparte esto, le mortificaba el verse privada de bailar y obligada por ello a representar el mismo papel que otras jóvenes que aún no habían encontrado quien se dignara acercarse a ellas. Pero es destino de toda heroína el verse en ocasión despreciada por el mundo, sufrir toda clase de difamaciones y calumnias y aun así conservar el corazón puro limpio de toda culpa. La fortaleza que revela en esas circunstancias es justamente lo que la dignifica y ennoblece. En tal difíciles momentos, Catherine dio también prueba de su fortaleza de espíritu al no permitir que sus labios surgiese la más leve queja.

De tan humillante situación vino a salvarla diez minutos más tarde la inesperada visión de Mr. Tilney, el ingrato pasó muy cerca de ella; pero iba tan ocupado charlando con una elegante y bella mujer que se apoyaba en su brazo, que no reparó en Catherine ni apreciar, por lo tanto, la sonrisa y el rubor que en el rostro de ella había provocado su inesperada presencia. Catherine lo encontró tan distinguido como la primera vez que le habló, y supuso, desde luego, que aquella señora sería hermana suya, con lo que inconscientemente desaprovechó una nueva ocasión de mostrarse digna del nombre de heroína conservando su presencia de espíritu aun en el difícil trance de ver al amado pendiente de las palabras de otra mujer. Ni siquiera se le ocurrió transformar su sentimiento por Mr. Tilney en amor imposible suponiéndolo casado. Dejándose guiar por su sencilla imaginación, dio por sentado que no debía de estar comprometido quien se había dirigido a ella en forma tan distinta de como solían hacerlo otros hombres casados que ella conocía. De estarlo, habría mencionado alguna vez a su esposa, tal como había hecho respecto a su hermana. Tal convencimiento, desde luego, la indujo a creer que aquella dama no era otra que Miss Tilney, evitándose con ello que, presa de gran agitación y desempeñando fielmente su papel, cayera desvanecida sobre el amplio seno de Mrs. Allen, en lugar de permanecer, como hizo, erguida y en perfecto uso de sus facultades, sin dar más prueba de la emoción que la embargaba que un ligero rubor en las mejillas.

Mr. Tilney y su pareja se aproximaron lentamente, precedidos por una señora que resultó ser conocida de Mrs. Thorpe, y tras detenerse aquélla a saludar a la madre de Isabella, la pareja hizo otro tanto, momento en que Mr. Tilney saludó a Catherine con una amable sonrisa. La muchacha correspondió el gesto con infinito placer y entonces él, avanzando más aún, habló con ella y con Mrs. Allen, quien le contestó muy cortésmente.

—Me alegra verlo de nuevo en Bath; temíamos que hubiera abandonado definitivamente el balneario.

El joven agradeció aquel cumplido y le informó de que se había «visto obligado» a ausentarse de Bath algunas horas después de haber tenido el placer de conocerlas.

—Estoy segura de que no lamentará el haber regresado, pues no hay mejor lugar que éste, y no sólo gente joven, sino para todo el mundo. Cuando mi marido se queja de que prolongamos demasiado nuestra estancia aquí, le digo que hace mal en lamentarse, pues en esta época del año el lugar donde vivimos es de lo más aburrido, y, al fin y al cabo, supone una suerte mejor poder recobrar la salud en una población donde es posible distraerse tanto.

—Sólo resta, señora, que la gratitud de verse aliviado haga que Mr. Tilney le tome afición al balneario.

—Muchas gracias, caballero, y estoy segura de que así será. Figúrese que el invierno pasado un vecino nuestro, el doctor Skinner, estuvo aquí por padecer problemas de salud y regresó completamente restablecido y hasta con unos kilos de más.

—Pues imagino que su ejemplo debe servirles de aliciente.

—Sí, señor; pero el caso es que el doctor Skinner y su familia permanecieron aquí por espacio de tres meses, lo cual demuestra, como le digo yo a mi marido, que no debemos tener prisa en marcharnos.

Tan grata conversación se vio interrumpida por Mrs. Thorpe, quien les rogó que dejasen lugar para que se sentasen junto a ellas Mrs. Hughes y Miss Tilney, que habían manifestado deseos de incorporarse al grupo. Así hicieron, y al cabo de unos momentos de silencio Mr. Tilney propuso a Catherine que bailaran.

La muchacha lamentó profundamente no poder aceptar tan grata invitación, y de haber reparado en Mr. Thorpe, que en aquel preciso instante se acercaba a reclamar su baile, le habría parecido exagerado y mortificante el que su pareja se mostrase pesarosa de comprometida.

La indiferencia con que Mr. Thorpe disculpó su ausencia y retraso aumentaron hasta tal punto el mal humor de Catherine, que ésta ni siquiera fingió prestar atención a lo que aquél le contaba, y que estaba relacionado, principalmente, con los caballos y perros que poseía un amigo a quien acababa de ver y de un proyectado intercambio de cachorros; todo lo cual interesó tan poco a Catherine que no podía evitar dirigir una y otra vez la mirada hacia el lado del salón donde había quedado Mr. Tilney.

De la amiga entrañable con quien tanto deseaba hablar del joven no había vuelto a saber nada; sin duda estaría bailando en un cuadro distinto. Catherine y su pareja se vieron obligados a entrar en uno compuesto por personas a quienes no conocían, deduciendo la muchacha de tanta contrariedad que el hecho de tener un baile comprometido de antemano no siempre es motivo de mayor dignidad y placer. De tan sabias reflexiones vino a sacarla Mrs. Hughes, que, tocándola en el hombro y seguida muy de cerca por Miss Tilney, le dijo:

—Perdone usted, Miss Morland, que me tome esta libertad, pero no conseguimos encontrar a Miss Thorpe, y su madre me ha dicho que usted no tendría inconveniente en permitir que esta señorita bailase en el mismo cuadro que ustedes.

Mrs. Hughes no habría podido dirigir sus ruegos a persona alguna más dispuesta a complacerla. Ambas muchachas fueron presentadas, y en tanto Miss Tilney expresaba su agradecimiento a Catherine, ésta, con la delicadeza propia de todo corazón generoso, procuraba restar importancia a su acción. Mrs. Hughes, libre ya de la obligación de ocuparse de su bella acompañante, volvió de nuevo al lado de las otras señoras.

Miss Tilney poseía un rostro de facciones agradables y una bonita figura, y si bien carecía de la arrogante belleza de Isabella, resultaba, en cambio, más distinguida que ésta. Sus modales eran refinados y su comportamiento ni excesivamente tímido ni afectadamente fresco, con lo cual resultaba alegre, bonita y atractiva como para llamar la atención de cuantos hombres la miraban sin necesidad de hacer vehementes demostraciones de contrariedad o de placer cada vez que se presentaba ocasión de manifestar cualquiera de estos sentimientos, Catherine, que se mostró sumamente interesada en la joven por su parecido con Mr. Tilney y el parentesco que la unía a éste, trató de fomentar aquel conocimiento hablando con animación apenas encontraba algo que decir y la oportunidad de decirlo. Puesto que ambas circunstancias no se daban, hubieron de contentarse con una conversación banal, limitada a mutuas preguntas acerca de su estancia en Bath, a dedicar frases elogiosas a los monumentos de la población y a la belleza de los alrededores y a indagar sobre los gustos pictóricos, musicales y ecuestres de ambas.

Apenas hubo terminado la pieza, Catherine sintió que alguien le oprimía el brazo; se volvió y comprobó que se trataba de la fiel Isabella, quien con gran regocijo exclamó:

—¡Por fin te encuentro, querida Catherine! Hace hora y media que te busco. ¿Cómo se os ha ocurrido bailar en este cuadro sabiendo que yo estaba en el otro?, ¿no sabes cuánto deseaba encontrarme cerca de ti?

—Mi querida Isabella —repuso Catherine—, ¿cómo querías que me reuniese contigo si no tenía ni idea dónde estabas?

—Lo mismo le dije a tu hermano, pero no quiso hacerme caso. «Vaya usted a buscarla, Mr. Morland», le pedí, y él sin querer complacerme. ¿No es cierto, Mr. Morland? Pero los hombres son tan holgazanes… advierto que he estado riñéndolo todo el tiempo; ya sabes que en ciertos casos suelo prescindir de toda etiqueta.

—¿Ves a esa muchacha con la tiara de cuentas blancas? —musitó Catherine al oído de Isabella, en un aparte—. Es la hermana de Mr. Tilney.

—¿Qué dices? ¿Es posible? A ver, deja que la mire. ¡Qué chica tan encantadora! Jamás he visto una mujer tan bonita. Y su conquistador y todopoderoso hermano, ¿dónde está? ¿Ha venido al baile? Enséñamelo; me muero por conocerlo. Mr. Morland, le prohíbo que escuche lo que hablamos; entre otras cosas, porque no se refiere a usted.

—Pero ¿a qué viene tanto secreto? ¿Qué ocurre?

—Ya está. ¿Cómo era posible que no pretendiera usted enterarse? ¡Qué curiosos son los hombres!, y luego tachan de curiosas a las mujeres… Ya le he dicho que lo que hablamos con mi amiga a usted no le interesa.

—¿Y cree acaso que semejante argumento puede satisfacerme?

—Es el colmo… Jamás he visto cosa igual. ¿Qué puede importarle a usted nuestra conversación? Además, como podría ocurrir que mencionásemos su nombre, será preferible que no escuche, no sea que oiga alguna cosa que no le agrade.

Tanto duró aquella discusión insustancial que el asunto que la provocó quedó relegado al olvido, y aun cuando Catherine se alegró de ello, no pudo por menos de asombrarse ante la falta de interés que por Mr. Tilney mostró repentinamente Isabella. Cuando sonaron las primeras notas de un nuevo baile, James pretendió sacar a danzar de nuevo a su bella pareja, pero ésta, resistiéndose, exclamó:

—De ninguna manera, Mr. Morland. ¡Qué cosas se le ocurren! ¿Querrás creer, querida Catherine, que tu hermano se empeña en bailar otra vez conmigo? Y eso a pesar de haberle dicho que su deseo es contrario a lo que manda la costumbre. Si ambos no eligiéramos a otra pareja todo el mundo nos criticaría.

—Le aseguro —insistió James— que en esta clase de bailes y en salones públicos uno puede bailar con cualquiera.

—¡Qué disparate! Es usted tozudo, de verdad. Cuando un hombre se empeña en una cosa no hay quien convenza de lo contrario. Catherine, ayúdame a pedir a tu hermano, te lo ruego. Haz el favor de decirle, incluso a ti te sorprendería verme incurrir en semejante incorrección. ¿Verdad que te parecería mal?

—Pues lo cierto es que no; pero si para ti es un problema, puedes cambiar de pareja.

—Ya ha oído usted a su hermana —dijo Isabella dirigiéndose a James—. Imagino que habrá bastado para convencerlo. ¿Que no? Está bien, pero medite sobre ello y piense que no será culpa mía si todas las viejas de Bath nos censuran. Catherine, no me abandones, te lo suplico.

Y con estas palabras Isabella se marchó acompañada de James. Como poco antes John Thorpe había hecho lo propio, Catherine, deseosa de ofrecer a Mr. Tilney ocasión de repetir la agradable petición que poco antes había dirigido, se encaminó hacia donde se hallaban Mrs. Allen y Mrs. Thorpe, con la esperanza de encontrar allí a su amigo, pero se llevó una desilusión.

—Hola, hijita —le dijo Mrs. Thorpe, que quería oír elogiar a su hijo—. ¿Te ha resultado agradable la compañía de John?

—Mucho, sí, señora.

—Lo celebro; es un muchacho encantador, ¿no te parece?

—¿Has visto a Mr. Tilney, hija mía? —intervino Allen.

—No… ¿Dónde está?

—Hasta hace un momento estaba aquí, pero dijo que se cansaba de mirar y que iba a bailar. Supuse que había ido en busca tuya.

—¿Dónde estará? —se preguntó en voz alta Catherine buscando por todas partes, hasta que al fin lo vio acompañado de una hermosa muchacha.

—¡Ay!, ya tiene pareja —exclamó Mrs. Allen—. ¡Qué lástima que no te haya invitado a ti! —Hizo una pausa y añadió—. Es un chico encantador, ¿verdad?

—Sí que lo es, Mrs. Allen —comentó Mrs. Thorpe.

—No lo digo porque sea su madre, pero en el mundo no existe muchacho más amable y simpático.

Semejante afirmación habría dejado confusas a otras personas, pero no desconcertó a Mrs. Allen, quien, tras titubear por un instante, dijo luego en voz baja a Catherine:

—Por lo visto ha creído que me refería a su hijo.

Catherine estaba desolada. Por retrasarse unos minutos había perdido la ocasión que desde hacía tanto tiempo aguardaba. Su desengaño la impulsó a tratar con desdén a John Thorpe cuando éste, acercándose poco después, le dijo:

—Bueno, Miss Morland, supongo que estará usted dispuesta a que bailemos juntos otra vez.

—No, muchas gracias —contestó ella con tono áspero—. Se lo agradezco mucho, pero estoy cansada y por esta noche no pienso bailar más.

—Vaya… En ese caso nos pasearemos y nos reiremos de los demás. Cójase de mi brazo y le indicaré las personas más bromistas que hay aquí esta noche. ¿Sabe cuáles son? Se lo diré. Me refiero a mis hermanas más pequeñas y sus parejas. Hace media hora que me divierto observándolas.

La muchacha se excusó de nuevo y, al fin, logró que Mr. Thorpe se marchara a bromear con sus hermanas. El resto de la velada fue para Catherine extremadamente aburrida. Mr. Tilney tuvo que ausentarse del grupo a la hora del té para acompañar a su pareja. Miss Tilney no se separó de allí, pero no tuvo ocasión de cambiar con ella frase alguna. En cuanto a James e Isabella, se veían tan enfrascados charlando, que ésta no pudo dedicar a su amiga del alma más que una sonrisa, un apretón de mano y un «Querida Catherine».