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Los Allen llevaban seis semanas en Bath, y, con gran pesar por parte de Catherine, empezaban a preguntarse si no convendría dar por terminada su permanencia en el balneario. La muchacha no lograba imaginar mayor desastre que una interrupción de su amistad con los Tilney. Así, mientras el asunto de la marcha quedaba pendiente, creyó en grave peligro su felicidad, que sin embargo quedó a salvo cuando los Allen decidieron prorrogar la temporada quince días más. Y no es que a Catherine le preocupase lo que pudiera resolverse en ese tiempo; le bastaba con saber que aún podría disfrutar de vez en cuando de la presencia y la conversación de Henry Tilney. De vez en cuando, y desde que las relaciones de James le habían revelado la finalidad que puede tener un amor, había llegado al extremo de deleitarse con la consideración de cierta secreta esperanza, pero, en definitiva, se contentaba con ver al muchacho unos días más, por pocos que fuesen. Asegurada su felicidad durante dicho tiempo, no le interesaba lo que más tarde pudiese ocurrir. La mañana del día en que Mr. y Mrs. Allen decidieron posponer la marcha hizo una visita a Miss Tilney para comunicarle la grata nueva, pero estaba escrito que en esta ocasión su paciencia sería puesta a prueba. Apenas hubo acabado de manifestar la satisfacción que le producía aquella decisión de Mr. Allen, se enteró, con enorme sorpresa, de que la familia Tilney pensaba marcharse al finalizar la semana. ¡Qué disgusto se llevó! La incertidumbre que antes había sufrido no era nada comparada con el presente desencanto. El rostro de Catherine se ensombreció, y con voz de sincera preocupación repitió las palabras de la señorita Tilney:
—¿Al finalizar esta semana?
—Sí. Rara vez hemos conseguido que mi padre consintiera en tomar las aguas lo que a mi juicio es el tiempo prudencial. Por si esto no fuera bastante, resulta que un amigo a quien esperaba encontrar aquí ha suspendido su viaje, y como se encuentra bastante bien de salud, está impaciente por volver a casa.
—¡Cuánto lo lamento! —exclamó Catherine, desconsolada—. De haberlo sabido antes…
—Yo deseaba —prosiguió, un tanto azorada, Miss Tilney— rogarle que fuera tan amable y me proporcionara el inmenso placer de…
La entrada del general puso fin a una solicitud que Catherine creía estaba relacionada con un natural deseo de comunicarse con ella por carta. Después de saludarla con su cortesía habitual, Mr. Tilney se volvió hacia su hija y dijo:
—¿Puedo felicitarte, mi querida Eleanor, por haber convencido a tu bella amiga?
—Estaba a punto de pedírselo cuando tú entraste.
—Prosigue entonces con tu petición. —Se volvió hacia Catherine y añadió—: Mi hija, Miss Morland, ha estado alimentando una ilusión excesivamente pretenciosa quizá. Es posible que le haya dicho a usted que nos marchamos de Bath el próximo sábado por la noche. Mi administrador me ha informado por carta que mi presencia en casa es indispensable, y como quiera que mis amigos el marqués de Longtown y el general Courtenay no pueden encontrarse conmigo aquí como habíamos planeado, he decidido marcharme del balneario. Puedo asegurarle que, si usted se decidiera a complacernos, saldríamos de Bath sin experimentar el menor pesar, y es por ello que le pido que nos acompañe a Gloucestershire. Casi me avergüenza proponérselo, y estoy convencido de que si alguien me oyese interpretaría mis palabras como una presunción de la que únicamente su bondad lograría absolverme. Su modestia es tan grande… Pero ¿qué digo?, no quiero ofenderla con mis alabanzas. Si aceptase usted honrarnos con su visita nos consideraremos muy dichosos. Verdad es que no podemos ofrecerle nada comparable con las diversiones de este balneario, ni tentarla con ofrecimientos de un vivir espléndido; nuestras costumbres, como habrá apreciado, son extremadamente sencillas; sin embargo, haríamos cuanto estuviese en nuestra mano para que su estancia en la abadía de Northanger le resultara lo más grata posible.
¡La abadía de Northanger! Tan emocionantes palabras llenaron de gozo a Catherine. Su emoción era tal que a duras penas logró expresar su agradecimiento. ¡Recibir una invitación tan halagüeña! ¡Verse solicitada con tanta insistencia! La propuesta del general significaba la tranquilidad, la satisfacción, la alegría del presente y la esperanza del porvenir. Con entusiasmo desbordante y advirtiendo, por supuesto, que antes de dar una respuesta definitiva debería pedir permiso a sus padres, Catherine aceptó encantada participar en aquel delicioso plan.
—Escribiré enseguida a casa —dijo—, y si mis padres no se oponen, como imagino será el caso…
El general se mostró tan esperanzado como ella, sobre todo después de haber visto a Mr. y Mrs. Allen, de cuya casa regresaba en aquel momento, y de haber obtenido su beneplácito.
—Ya que estos amables señores consienten en separarse de usted —observó—, creo que tenemos derecho a esperar que el resto del mundo se muestre igualmente resignado.
Miss Tilney secundó con gran dulzura la invitación de su padre, y sólo quedaba, pues, aguardar a que llegase la autorización procedente de Fullerton.
Los acontecimientos de aquella mañana habían hecho pasar a Catherine por todas las gradaciones de la incertidumbre, la certeza y la desilusión; pero desde aquel momento reinó en su alma la dicha, y con el corazón desbocado ante el mero recuerdo de Henry se dirigió a toda prisa hacia su casa para escribir a sus padres solicitando de ellos el necesario permiso. No tenía motivos para temer una respuesta negativa. Mr. y Mrs. Morland no podían dudar de la excelencia de una amistad formada bajo los auspicios de Mr. y Mrs. Allen, y a vuelta de correo recibió, en efecto, autorización para aceptarla invitación de la familia Tilney y pasar con ellos una temporada en el condado de Gloucestershire. Aun cuando esperaba una contestación satisfactoria, la aceptación de sus padres la colmó de alegría y la convenció de que no había en el mundo persona más afortunada que ella. En efecto, todo parecía cooperar a su dicha. A la bondad de Mr. y Mrs. Allen debía, en primer lugar, su felicidad, y por lo demás era evidente que todos sus sentimientos suscitaban una correspondencia tan halagüeña como satisfactoria.
El afecto que Isabella sentía hacia ella se fortalecería aún más con el proyectado enlace. Los Tilney, a quienes tanto empeño tenía en agradar, le manifestaban una simpatía que superaba todas sus esperanzas. Al cabo de pocos días sería huésped de honor en casa de dichos amigos, conviviendo por espacio de algunas semanas con la persona cuya presencia más feliz la hacía, y bajo el techo, nada menos, de una vieja abadía. No había en el mundo cosa que, después de Henry Tilney, le inspirara mayor interés que los edificios antiguos; de hecho, ambas pasiones se fundían ahora en una sola, ya que sus sueños de amor iban unidos a palacios, castillos y abadías. Durante semanas había sentido ardientes deseos de ver y explorar murallas y torreones, pero jamás se habría atrevido a suponer que la suerte la llevaría a permanecer en tales lugares en apenas unas horas. ¿Quién hubiese creído que, habiendo en Northanger tantas casas, parques, hoteles y fincas y una sola abadía, le cupiese la fortuna de habitar esta última?
Sólo le restaba esperar que perduraría en ella la influencia de alguna leyenda tradicional o el recuerdo de alguna monja víctima de un destino trágico y fatal.
Le parecía inconcebible que sus amigos concedieran tan poca importancia a la posesión de aquel maravilloso hogar; sin duda, esto se debía a la fuerza de la costumbre, pues era evidente que el honor heredado no producía en ellos un orgullo especial.
Catherine hacía a Miss Tilney numerosas preguntas acerca del edificio que pronto conocería, pero sus pensamientos se sucedían tan deprisa que, satisfecha su curiosidad, seguía sin enterarse de que en tiempos de la Reforma la abadía de Northanger había sido un convento que, al ser disuelta la comunidad, había caído en manos de un antepasado de los Tilney; que una parte de la antigua construcción servía de vivienda a sus actuales poseedores y otra se hallaba en estado ruinoso, y, finalmente, que el edificio estaba enclavado en un valle y rodeado de bosques de robles que le protegían de los vientos del norte y del este.