7

Medio minuto más tarde llegaban las dos amigas al arco que hay enfrente del Union Passage, donde súbitamente su andar se vio interrumpido. Todos los que conocen Bath saben que el cruce de Cheap Street es muy concurrido debido a que se encuentra allí la principal posada de la población, además de desembocar en esta última calle las carreteras de Londres y de Oxford, y raro es el día en que las señoritas que la atraviesan en busca de pasteles, de compras o de novio no quedan largo rato detenidas en las aceras debido al tráfico constante de coches, carros o jinetes. Isabella había experimentado muchas veces los inconvenientes derivados de esta circunstancia, y muchas veces también se había lamentado de ello. La presente ocasión le proporcionó una nueva oportunidad de manifestar su desagrado, pues en el momento en que tenía a la vista a los dos admiradores, que cruzaban la calle sorteando el lodo de las alcantarillas, se vio de repente detenida por un calesín que un cochero, por demás osado, lanzaba contra los adoquines de la acera, con evidente peligro para sí, para el caballo y para los ocupantes del vehículo.

—¡Odio esos calesines! —exclamó—. Los odio con toda mi alma.

Pero aquel odio tan justificado fue de corta duración, ya que al mirar de nuevo volvió a exclamar, esta vez llena de gozo:

—¡Cielos! Mr. Morland y mi hermano.

—¡Cielos! James… —dijo casi al mismo tiempo Catherine.

Al ser observadas por los dos caballeros, estos refrenaron la marcha de los caballos con tal vehemencia que por poco lo tiran hacia atrás, saltando acto seguido del calesín, mientras el criado, que había bajado del pescante, se encargaba del vehículo.

Catherine, para quien aquel encuentro era totalmente inesperado, recibió con grandes muestras de cariño a su hermano, correspondiéndola él del mismo modo. Pero las ardientes miradas que Miss Thorpe dirigía al joven pronto distrajeron la atención de éste de sus fraternales deberes, obligándolo a fijarla en la bella joven con una turbación tal que, de ser Catherine tan experta en conocer los sentimientos ajenos como lo era en apreciar los suyos, habría advertido que su hermano encontraba a Isabella tan guapa o más de lo que ella misma pensaba.

John Thorpe, que hasta ese momento había estado ocupado en dar órdenes relativas al coche y los caballos, se unió poco después al grupo, y entonces fue Catherine objeto de los correspondientes elogios, mientras que Isabella hubo de contentarse con un somero saludo.

Mr. Thorpe era de mediana estatura y bastante obeso, y a su aspecto vulgar añadía el ser de tan extraño proceder que no parecía sino temer que resultase demasiado guapo si no se vestía como un lacayo y demasiado fino si no trataba a la gente con la debida cortesía. Sacó de repente el reloj y exclamó:

—¡Vaya por Dios! ¿Cuánto tiempo dirá usted, Miss Morland, que hemos tardado en llegar desde Tetbury?

—¿Qué distancia hay? —preguntó Catherine.

Su hermano contestó que había veintitrés millas.

—¿Veintitrés millas? —dijo Thorpe—. Veinticinco, como mínimo.

Morland pretendió que rectificase, basándose para ello en las declaraciones incontestables de las guías, de los dueños de posadas y de los postes del camino; pero su amigo se mantuvo firme en sus trece, asegurando que él tenía pruebas más incontestables aún.

—Yo sé que son veinticinco —afirmó— por el tiempo que hemos invertido en recorrerlas. Ahora es la una y media; salimos de las cocheras de Tetbury a las once en punto, y desafío a cualquiera a que consiga refrenar mi caballo de modo que marche a menos de diez millas por hora; echen la cuenta y verán si no son veinticinco millas.

—Habrás perdido una hora —replicó Morland—. Te repito que cuando salimos de Tetbury sólo eran las diez.

—¿Las diez? ¡Estás equivocado! Precisamente me entretuve en contar las campanadas del reloj. Su hermano, señorita, querrá convencerme de lo contrario, pero no tienen ustedes más que fijarse en el caballo. ¿Acaso han visto ustedes en su vida prueba más irrefutable? —El criado acababa de subir al calesín y había salido a toda velocidad—. ¿Tres horas y media para recorrer veintitrés millas? Miren ustedes a ese animal y díganme si lo creen posible…

—Pues la verdad es que está cubierto de sudor.

—¿Cubierto de sudor? No se le había movido un pelo cuando llegamos a la iglesia de Walcot. Lo que digo es que se fijen ustedes en las patas delanteras, en los lomos, en la manera que tiene de moverse. Les aseguro que ese caballo no puede andar menos de diez millas por hora. Sería preciso atarle las patas, y aun así correría. ¿Qué le parece a usted el calesín, Miss Morland? ¿Verdad que es admirable? Lo tengo hace menos de un mes. Lo mandó hacer un chico amigo mío y compañero de universidad, buena persona. Lo disfrutó unas semanas y no tuvo más remedio que deshacerse de él. Dio la casualidad que por entonces andaba yo a la caza de un coche ligero, hasta le tenía echado el ojo a un cabriolé; pero al entrar en Oxford, y sobre el puente Magdalen precisamente me encontré a mi amigo, quien me dijo: «Oye, Thorpe ¿tú no querrías comprar un coche como éste? A pesar de que es inmejorable estoy harto de él y quiero venderlo». «¡Maldición!», dije, «¿cuánto quieres?». ¿Y cuánto le parece a usted que me pidió, Miss Morland?

—La verdad, no lo sé…

—Como habrá usted visto, la suspensión es excelente por no hablar del cajón, los guardafangos, los faros, y las molduras, que son de plata. Pues me pidió cincuenta guineas; yo cerré el trato, le entregué el dinero y me hice con el calesín.

—Lo felicito —dijo Catherine— pero la verdad es que sé tan poco de estas cosas que me resulta imposible juzgar si se trata de un precio bajo o elevado.

—Ni lo uno ni lo otro, quizá hubiera podido comprarlo por menos, pero no me gusta regatear, y al pobre Freeman le hacía falta el dinero.

—Pues fue muy amable por su parte —dijo Catherine

—¿Qué quiere usted? Siempre hay que ayudar a amigo cuando se tiene ocasión de hacerlo.

A continuación los caballeros preguntaron a las muchachas hacia dónde se dirigían, y al contestar éstas que a Edgar's, resolvieron acompañarlas y de paso ofrecer sus respetos a Mrs. Thorpe. Isabella y James se adelantaron y tan satisfecha se encontraba ella, tanto afán ponía en resultar agradable para aquel hombre, a cuyos méritos, añadía el ser amigo de su hermano y hermano de su amiga; tan puros y libres de toda coquetería eran sus sentimientos, que cuando al llegar a Milsom Street vio de nuevo a los dos jóvenes del balneario, se guardó de atraer la atención y no volvió la cabeza en dirección a ellos más que tres veces. John Thorpe seguía a su hermana, escoltando al mismo tiempo a Catherine, a quien pretendía entretener nuevamente con el asunto del calesín.

—Mucha gente —dijo— calificaría la compra de negocio admirable, y, en efecto, de haberlo vendido al día siguiente habría obtenido diez guineas de ganancia. Jackson, otro compañero de universidad, me ofreció sesenta por él. Morland estaba delante cuando me hizo la proposición.

—Sí —convino Morland, que había oído a su amigo—. Pero, si mal no recuerdo, ese precio incluía al caballo.

—¿El caballo? El caballo lo habría podido vender por cien. ¿A usted le agrada pasear a coche descubierto, señorita?

—Pocas veces he tenido ocasión de hacerlo, pero sí, me gusta mucho.

—Lo celebro, y le prometo sacarla todos los días en el mío.

—Gracias —dijo Catherine algo confusa, ya que no sabía si debía aceptar o no la propuesta.

—Mañana mismo la llevaré a Lansdown Hill.

—Muchas gracias, pero… el caballo estará cansado; convendría dejarle descansar…

—¿Descansar? Pero ¡si sólo ha hecho veintitrés millas hoy! No hay nada que eche a perder tanto a un caballo como el excesivo descanso. Durante mi permanencia en Bath pienso hacer trabajar al mío al menos cuatro horas diarias.

—¿De veras? —dijo Catherine con tono grave—. En ese caso correrá cuarenta millas por día.

—Cuarenta o cincuenta. ¿Qué más da? Y para empezar, me comprometo desde ahora a llevarla a usted a Lansdown mañana.

—¡Qué agradable proposición! —exclamó Isabella, volviéndose—. Te envidio, querida Catherine, porque… supongo, hermano, que no tendrás sitio más que para dos personas.

—Por supuesto. Además, no he venido a Bath con el objeto de pasear a mis hermanas. ¡Pues sí que iba a resultarme divertido! En cambio, Morland tendrá mucho gusto en acompañarte a donde quieras.

Tales palabras provocaron un intercambio de cumplidos entre James y Miss Thorpe, del que Catherine no logró oír el final. La conversación de su acompañante por otra parte, se convirtió finalmente en comentarios breves y terminantes acerca del rostro y la figura de cuantas mujeres se cruzaban en su camino. Catherine después de escucharlo unos minutos sin atreverse a contrariarlo que para su mente femenina y timorata era opinión autorizadísima en materias de belleza, trató de girar la conversación hacia otros derroteros, formulando una pregunta relacionada con aquello que ocupaba por completo su imaginación.

—¿Ha leído usted Udolfo, Mr. Morland?

—¿Udolfo? ¡Por Dios, qué disparate! Jamás leo novelas; tengo otras cosas más importantes que hacer.

Catherine, humillada y confusa, iba a disculparse por sus gustos en lo que a literatura se refería, cuando el joven la interrumpió diciendo:

—Las novelas no son más que una sarta de tonterías. Desde la aparición de Tom Jones no he vuelto a encontrar nada que merezca la pena de ser leído. Sólo El monje, lo demás me resulta completamente necio.

—Pues yo creo que si leyera usted Udolfo lo encontraría muy interesante…

—Seguramente no. De leer algo, sería alguna obra de Mrs. Radcliffe, cuyos libros tienen cierta naturalidad, bastante interés.

—Pero ¡si Udolfo está escrito por Mrs. Radcliffe! —exclamó Catherine titubeando un poco por temor a ofender con sus palabras al joven.

—¡Es cierto! Sí, ahora lo recuerdo; tiene usted razón me había confundido con otra estúpida obra escrita por esa mujer que tanto dio que hablar en un momento, la misma que se casó luego con un emigrante francés.

—Supongo que se referirá usted a Camila.

—Sí, ése es el título precisamente. ¡Qué idiotez! Un viejo jugando al columpio. Yo empecé el primer tomo, pero pronto comprendí que se trataba de una necedad absoluta, y lo dejé. No esperaba otra cosa, por supuesto. Desde el instante en que supe que la autora se había casado con un emigrante comprendí que nunca podría acabar su obra.

—Yo aún no la he leído.

—Pues no ha perdido nada. Le aseguro que es el asunto más idiota que se pueda imaginar. Con decirle que no se trata más que de un viejo que juega al columpio y aprende el latín, está todo dicho.

Esta disertación sobre crítica literaria, acerca de cuya exactitud Catherine no podía juzgar, les llevó hasta la puerta misma de la casa donde se hospedaba Miss Thorpe, y los sentimientos «imparciales» del lector de Camila hubieron de transformarse en los de un hijo cariñoso y respetuoso ante Mrs. Thorpe, que había bajado a recibirlos en cuanto los vio llegar.

—Hola, madre —dijo él, dándole al mismo tiempo un fuerte apretón de mano—. ¿Dónde has comprado ese sombrero tan estrambótico? Pareces una bruja con él. Pero, a otra cosa: aquí tienes a Morland, que ha venido a pasarse un par de días con nosotros, conque ya puedes empezar a buscarnos dos buenas camas por aquí cerca.

A juzgar por la alegría que reflejaba el rostro de Mrs. Thorpe, tales palabras debieron de satisfacer en gran medida sus anhelos maternales. A continuación Mr. Thorpe pasó a cumplimentar a sus dos hermanas más pequeñas, mostrándoles el mismo afecto, interesándose por ellas y añadiendo luego que las encontraba sumamente feas.

Estos modales desagradaron enormemente a Catherine, pero se trataba de un amigo de James y hermano de Isabella, y sus escrúpulos quedaron luego más apaciguados ante el comentario de ésta, quien, al encaminarse ambas a la sombrerería, le aseguró que John la encontraba encantadora. Dicha afirmación fue corroborada por la actitud del propio John, quien le pidió que aceptase ir a un baile con él aquella misma noche. Si hubiera tenida más años y más vanidad, este hecho no habría surtido el mismo efecto, pero cuando en una persona se unen la juventud y la timidez es preciso que sea extraordinariamente centrada para resistir el halago de oírse llamar «la mujer más encantadora del mundo» y de verse solicitada para un baile muchas horas antes de celebrarse éste. Consecuencia de ello fue que, al verse solos los hermanos Morland, cuando, después de haber acompañado un buen rato a la familia Thorpe, se marcharon a casa de Mrs. Allen, James preguntó a Catherine:

—Y bien, ¿qué opinas de mi amigo Thorpe?

Catherine, en lugar de contestar como habría hecho de no mediar una relación de amistad y cierto estado de fascinación, respondió sin pensárselo dos veces:

—Me agrada mucho, parece muy amable.

—Es un muchacho excelente —apuntó James—; tal vez hable demasiado, pero eso a las mujeres os gusta. Y el resto de la familia, ¿qué te ha parecido?

—Encantadores, en particular Isabella.

—Me alegra oírtelo decir, porque es precisamente la clase de mujer cuya compañía te conviene frecuentar. Tiene buen sentido y naturalidad. Hace mucho tiempo que deseaba que os conocierais, y ella, al parecer te estima mucho. Me ha hablado de ti en términos muy elogiosos, y esto, viniendo de una mujer como ella, debería enorgullecerte, querida Catherine —dijo James, apretando afectuosamente la mano de su hermana.

—Y me enorgullece —contestó Catherine—. Aprecio mucho a Isabella, y me alegro de que a ti también te agrade. Como jamás nos dijiste nada de la temporada que pasaste en casa de esa familia, no tuve modo de suponer que te habría producido tan grata impresión.

—No te escribí porque pensaba verte aquí. Confío en que os veáis a menudo mientras dura vuestra estancia en Bath. Isabella es, como antes te dije, una mujer muy amable, y también muy inteligente y sensata. Sus hermanos al parecer la quieren mucho. En realidad, todos los que la conocen quedan encantados con ella, ¿verdad?

—Así es. Mr. Allen dice que es la chica más bonita que hay en Bath esta temporada.

—No me extraña tratándose de Mr. Allen, a quien considero una autoridad en materia de belleza femenina. Por lo demás, mi querida Catherine, me alegra comprobar que estás contenta en Bath, y no me extraña, teniendo por amiga y compañera a una chica como Isabella Thorpe; aparte que los Allen seguramente se muestran muy amables contigo.

—Sí, son muy cariñosos, y puedo asegurarte que nunca he estado tan contenta como ahora. Además, te agradezco enormemente que hayas venido desde tan lejos sólo por verme.

James aceptó estas palabras de gratitud, no sin disculparse ante su conciencia, y dijo con tono afectuoso:

—Verdaderamente, te quiero mucho, hermanita.

Siguieron luego las lógicas preguntas acerca de la familia, además de varios asuntos íntimos, y así, hablando sin más que una breve digresión por parte de James para alabar la belleza de Miss Thorpe, llegaron a Pulteney Street, donde el joven fue recibido con gran cariño por Mr. y Mrs. Allen. Acto seguido aquél lo invitó formalmente a comer y la señora le pidió que adivinase el precio y apreciase la calidad de su nueva esclavina y del correspondiente manguito que llevaba puesto. Una invitación previa a comer en Edgar's impidió a James aceptar lo primero y lo obligó a marcharse sin cumplir apenas con lo segundo, y tras especificarse de manera clara y concreta la hora en que debían reunirse ambas familias en el Salón Octogonal aquella noche, Catherine pudo dedicarse a seguir con ansiedad siempre creciente las vicisitudes heroicas de Udolfo, interesándose de modo en su lectura que no lograban distraer su atención asuntos tan mundanos y materiales como el vestirse para comer y asistir al baile luego, ni la preocupación de Allen, agobiada por el temor de que una modista negligente la dejase sin traje. De los sesenta minutos que componen una hora, Catherine no pudo dedicar más que uno al recuerdo de la felicidad que suponía el que la hubieran invitado a bailar.