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Al día siguiente Catherine acudió al balneario más temprano que de costumbre. Estaba convencida de que en el curso de la mañana vería a Mr. Tilney, y dispuesta a obsequiarle con la mejor de sus sonrisas; pero no tuvo ocasión de ello, pues Mr. Tilney no se presentó. Seguramente no quedó en Bath otra persona que no frecuentase aquellos salones. La gente salía y entraba sin cesar; bajaban y subían por la escalinata cientos de hombres y mujeres por los que nadie tenía interés, a los que nadie deseaba ver; únicamente Mr. Tilney permanecía ausente.

—¡Qué delicioso sitio es Bath! —exclamó Mrs. Allen cuando, después de pasear por los salones hasta quedar exhaustas, decidieron sentarse junto al reloj grande—. ¡Qué agradable sería contar con la compañía de un conocido!

Mrs. Allen había manifestado ese mismo deseo tantas veces, que no era de suponer que pensase seriamente en verlo satisfecho al cabo de los días. Sin embargo, todos sabemos, porque así se nos ha dicho, que «no hay que desesperar de lograr aquello que deseamos, pues la asiduidad, si es constante, consigue el fin que se propone», y la asiduidad constante con que Mrs. Allen había deseado día tras día encontrarse con alguna de sus amistades se vio al fin premiada, como era justo que ocurriese.

Apenas llevaban ella y Catherine sentadas diez minutos cuando una señora de su misma edad, aproximadamente, que se hallaba allí cerca, luego de fijarse en ella detenidamente le dirigió las siguientes palabras:

—Creo, señora… No sé si me equivoco; hace tanto tiempo que no tengo el gusto de verla… Pero ¿acaso no es usted Mrs. Allen?

Tras recibir una respuesta afirmativa, la desconocida se presentó como Mrs. Thorpe, y al cabo de unos instantes logró Mrs. Allen reconocer en ella a una antigua amiga y compañera de colegio, a la que sólo había visto una vez después de que ambas se casaran. El encuentro produjo en ellas una alegría enorme, como era de esperar dado que hacía quince años que ninguna sabía nada de la otra. Se dirigieron mutuos cumplidos acerca de la apariencia personal de cada una, y después de admirarse de lo rápidamente que había transcurrido el tiempo desde su último encuentro, de lo inesperado de su entrevista en Bath y de lo grato que resultaba el reanudar su antigua amistad, procedieron a interrogarse la una a la otra acerca de sus respectivas familias, hablando las dos a la vez y demostrando ambas mayor interés en prestar información que en recibirla. Mrs. Thorpe llevaba sobre Mrs. Allen la enorme ventaja de ser madre de familia numerosa, lo cual le permitía hacer una prolongada disertación acerca del talento de sus hijos y de la belleza de sus hijas, dar cuenta detallada de la estancia de John en la Universidad de Oxford, del porvenir que esperaba a Edward en casa del comerciante Taylor y de los peligros a que se hallaba expuesto William, que era marino, y congratularse de que jamás hubiesen existido jóvenes más estimados y queridos por sus respectivos jefes que aquellos tres hijos suyos.

Mrs. Allen quedaba, claro está, muy a la zaga de su amiga en tales expansiones maternales, ya que, puesto que no tenía hijos, le era imposible despertar la envidia de su interlocutora refiriendo triunfos similares a los que tanto enorgullecían a ésta; pero halló consuelo a semejante desaire al observar que el encaje que adornaba la esclavina de su amiga era de calidad muy inferior a la de la suya.

—Aquí vienen mis hijitas queridas —dijo de repente Mrs. Thorpe señalando a tres guapas muchachas que, cogidas del brazo, se acercaban en dirección al grupo—. Tengo verdaderos deseos de presentárselas, y ellas tendrán también gran placer en conocerla. La mayor, y más alta, es Isabella. ¿Verdad que es hermosa? Tampoco las otras son feas; pero, a mi juicio, Isabella es la más bella de las tres.

Una vez presentadas a Mrs. Allen las señoritas Thorpe, Miss Morland, cuya presencia había pasado inadvertida hasta el momento, fue a su vez debidamente introducida. El nombre de la muchacha les sonó muy familiar a todas, y tras el cambio de cortesías propio en estos casos, Isabella declaró que Catherine y su hermano James se parecían mucho.

—Es cierto —exclamó Mrs. Thorpe, conviniendo acto seguido que la habrían tomado por hermana de Mr. Morland donde quiera que la hubieran visto.

Catherine se mostró sorprendida, pero en cuanto las señoritas Thorpe empezaron a referir la historia de la amistad que las unía con su hermano, recordó que James, primogénito de la familia Morland, había trabado amistad poco tiempo antes con un compañero de universidad cuyo apellido era Thorpe, y que había pasado la última semana de sus vacaciones de Navidad en casa de la familia de este muchacho, que residía en las proximidades de Londres.

Una vez que todo quedó debidamente aclarado, las señoritas de Thorpe manifestaron vivos deseos de trabar amistad con la hermana de aquel amigo suyo, etcétera, etcétera.

Catherine, por su parte, escuchó complacida las frases amables de sus nuevas conocidas, correspondiendo a ellas como pudo, y en prueba de amistad Isabella la tomó del brazo y la invitó a dar una vuelta por el salón. La muchacha estaba encantada de ver cómo aumentaba el número de sus amistades en Bath, y tanto se interesó en lo que le decía Miss Thorpe que prácticamente se olvidó de su pareja de la víspera. La amistad es el mejor bálsamo para las heridas que produce en el alma un amor mal correspondido.

La conversación giró en torno a los temas habituales de las jóvenes, como el vestido, los bailes, el cuchicheo y las chanzas. Claro que Miss Thorpe, que era cuatro años mayor que Catherine y disponía, por lo tanto, de otros tantos de experiencia más que ésta, aventajaba a su amiga en la discusión de dichos asuntos. Podía, por ejemplo, comparar los bailes de Bath con los de Tunbridge, las modas del balneario con las de Londres, y hasta rectificar el gusto de Catherine en lo que a indumentaria se refería, además de saber descubrir un coqueteo entre personas que aparentemente no hacían más que cambiar leves sonrisas.

Catherine celebró semejantes dotes de observación, y el respeto que sintió por su nueva amiga habría resultado excesivo si la llaneza de trato de Isabella y el placer que aquella amistad le inspiraban no hubieran hecho desaparecer del ánimo de la muchacha los sentimientos de vago temor que siempre provocaba en ella lo desconocido, inculcándole en su lugar una tierna admiración. El creciente afecto que ambas se profesaron no podía, desde luego, quedar satisfecho con media docena de vueltas por los salones, y exigió, cuando llegó el momento de separarse de Miss Thorpe, acompañase a Catherine hasta la puerta misma de su casa, donde se despidieron con un cariñoso apretón de manos, no sin antes prometerse que se verían aquella noche en el teatro y asistirían al templo a la mañana siguiente.

Tras esto, Catherine subió rápidamente por las escaleras y se dirigió hacia la ventana para contemplar el paso de Miss Thorpe por la acera de enfrente, admirar su gracia y su elegancia y alegrarse de que el destino le hubiese dado ocasión de trabar tan interesante amistad.

Mrs. Thorpe, viuda y dueña de una escasa fortuna, era mujer amable y una madre indulgente. La mayor de sus hijas poseía una belleza indiscutible, y las más pequeñas tampoco habían sido desfavorecidas por la naturaleza. Sirva esta sucinta exposición para evitar a mis lectores la necesidad de escuchar el prolijo relato que de sus aventuras y sufrimientos hiciera Mrs. Thorpe a Mrs. Allen; detalladamente expuesto, llegaría a ocupar tres o cuatro capítulos sucesivos, dedicados, en su mayor parte, a considerar la maldad e ineficacia de la curia en general y a una repetición de conversaciones celebradas más de veinte años antes de la fecha en que tiene lugar nuestra historia.