25

Las ilusiones románticas de Catherine quedaron destruidas después de aquel incidente. Las breves palabras de Henry le habían abierto los ojos, haciéndole comprender lo absurdo de sus suposiciones. Se sentía profundamente humillada. Lloró amargamente. No sólo había perdido su propia estima, sino la de Henry. Su locura, que ahora se le antojaba criminal, había quedado descubierta. Su amigo seguramente la despreciaría. ¿Acaso podría perdonar la libertad que en su imaginación se había tomado con el buen nombre de su padre? ¿Olvidaría alguna vez su curiosidad absurda y sus temores? Sintió un odio inexplicable contra sí misma. Henry le había mostrado, o al menos así le había parecido a ella, cierto afecto antes de lo ocurrido aquella mañana fatal, pero ahora ya… Catherine se dedicó por espacio de media hora a atormentarse de todas las maneras posibles, y a las cinco bajó, con el corazón deshecho, al comedor, donde apenas logró contestar a las preguntas que acerca de su salud le formuló Eleanor. Henry se presentó poco después, y la única diferencia que la muchacha observó en su conducta fue que se mostró más pródigo en atenciones para con ella. Jamás se había encontrado tan necesitada de consuelo, y felizmente Henry se había dado cuenta de ello.

Transcurrió la velada sin que aquella tranquilizadora cortesía variara en absoluto, y al fin Catherine logró disfrutar de cierta moderada felicidad. Por supuesto, no podía olvidar lo pasado, pero comenzó a sentir esperanzas de que, puesto que aparte de Henry nadie se había enterado de lo ocurrido, él tal vez se decidiera a proseguir con sus muestras de amistad y aprecio.

Sus pensamientos se hallaban embargados por el recuerdo de lo que a impulsos de un infundado temor había sentido y pensado. Quizá cuando lograra serenarse su espíritu comprendiese que todo ello era resultado de una ilusión creada por ella misma y fomentada por circunstancias en sí insignificantes pero cuya imaginación, predispuesta al miedo, había exagerado. Su mente había utilizado cuanto la rodeaba para infundir las sensaciones de temor que deseaba experimentar aun antes de entrar en la abadía.

¿Acaso ella misma no se había preparado una sensacional entrada en Northanger? Mucho antes de salir de Bath se había dejado dominar por su afición a lo romántico, a lo inverosímil. En una palabra, todo lo ocurrido podía atribuirse a la influencia que en su espíritu habían ejercido ciertas lecturas románticas, de las que tanto gustaba. Por encantadores que fueran los libros de Mrs. Radcliffe y las obras de sus imitadores, justo era reconocer que en ellos no se encontraban caracteres, tanto de hombres como de mujeres, como los que abundaban en las regiones del centro de Inglaterra. Tal vez fueran fiel reflejo de la vida en los Alpes y los Pirineos, con todos sus vicios y su misterio; quizá revelaran exactamente los horrores que, según en tales obras se demostraba, fructificaban en Italia, en Suiza y en el sur de Francia. Catherine no se atrevía a dudar de la veracidad de la autora más allá de lo que a su propio país se refería, y si la hubieran apurado, ni siquiera habría salvado a las regiones más apartadas de éste. Pero en el centro de Inglaterra no cabía suponer que, dadas las costumbres del país y de la época, no estuviera garantizada la vida de una esposa aun cuando su marido no la amase. Allí no se toleraba el asesinato, ni los criados eran esclavos, ni podía uno procurarse de un boticario cualquiera el veneno necesario para matar a alguien, ni siquiera daban facilidades para obtener una sencilla adormidera como el ruibarbo. En los Alpes y los Pirineos quizá no existieran caracteres que fuesen el fruto de la mezcla de tendencias. Los que no se conservaban puros como los mismísimos ángeles tal vez pudiesen desarrollar inclinaciones verdaderamente satánicas. Pero en Inglaterra no sucedía nada de eso. Entre los ingleses, o por lo menos así lo creía Catherine, se observaba una combinación, a veces bastante desigual, de bien y de mal. Apoyándose en tales convicciones, se dijo que no le sorprendería si al cabo de un tiempo el carácter de Henry y Eleanor Tilney daba muestras de alguna imperfección, y así acabó por persuadirse de que no debía preocuparle el haber adivinado algunos defectos en la personalidad del general, pues si bien quedaba libre de las injuriosas sospechas que ella siempre se avergonzaría de haber abrigado hacia él, no era un hombre que, estudiado con detenimiento, pudiera considerarse ejemplo de caballerosa amabilidad.

Una vez serena en lo que a estos puntos se refería, y firmemente resuelta a juzgar y obrar de allí en adelante con tino y prudencia, Catherine pudo perdonarse a sí misma por sus pasadas faltas y dedicarse a ser completamente feliz. Por otra parte, la mano indulgente del tiempo la ayudó en gran medida, llevándola gradualmente a nuevas evoluciones en el transcurso de otro día. La actitud de Henry fue en extremo beneficiosa, pues con generosidad y nobleza sorprendentes se abstuvo de aludir a cuanto había ocurrido, y mucho antes de lo que ella hubiera supuesto posible, recuperó una tranquilidad absoluta que le permitió gozar nuevamente de la grata conversación de su amigo. Bien pronto las preocupaciones de la vida diaria sustituyeron a las ansias de aventura. Aumentaron también sus deseos de tener noticias de Isabella. Se sintió impaciente por saber qué ocurría en Bath, si los salones estaban concurridos y, sobre todo, si seguían las relaciones de Miss Thorpe con su hermano. Catherine no tenía otro medio de información que la propia Isabella, pues James le había advertido que no la escribiría hasta regresar a Oxford, y Mrs. Allen le había ofrecido hacerlo después de volver a Fullerton. Isabella, en cambio, había prometido repetidas veces escribirle, y su amiga era tan escrupulosa, por lo general, en cumplir con sus promesas, que aquel silencio no podía por menos de resultar extraño. Por espacio de nueve mañanas consecutivas Catherine se asombró ante la repetición de un desengaño que cada día parecía más severo. A la décima mañana, y en el momento de entrar en el comedor, lo primero que observó fue una carta que Henry se apresuró a entregarle. Ella le dio las gracias con tanto entusiasmo y gratitud como si hubiese sido él quien la había escrito.

—Es de James —dijo Catherine mientras la abría. La carta procedía de Oxford y su contenido era el siguiente:

Querida Catherine:

Aun cuando sólo Dios sabe el trabajo que en estos días me cuesta escribir, creo que es mi deber advertirte que entre Miss Thorpe y yo todo ha terminado. Ayer me separé de ella, salí de Bath y estoy decidido a no volver a verla más. No quiero entrar en detalles, que sólo servirían para apenarte. Antes de que transcurra mucho tiempo sabrás, por otros, a quién puedes responsabilizar de lo ocurrido, de cuanto me sucede, y no dudo que entonces comprenderás que tu hermano no ha sido culpable de otro delito que el de creer que su amor era correspondido. Gracias al cielo, me he desengañado a tiempo. Pero el golpe es terrible. Después de haber obtenido el consentimiento de mi padre… Pero no quiero hablar más de ello. Esa mujer ha labrado mi desgracia… No me prives de tus noticias, mi querida Catherine. Mi «única» amiga en cuyo cariño solamente puedo confiar ya. Espero que tu estancia en Northanger habrá terminado antes de que el capitán Tilney notifique oficialmente sus relaciones, pues tu situación en tal caso sería muy desagradable. El pobre Thorpe está en Londres. Temo verlo. Sufrirá mucho a causa de lo ocurrido. Le he escrito, así como a mi padre. Lo que más me duele es la doblez, la falsedad de que ella ha dado pruebas hasta el último momento. Me aseguró que me quería y se rió de mis temores. Siento vergüenza de haber sido tan débil, pero eran tantas las razones que me inducían a creer que me quería… Hoy mismo no acierto a comprender, por qué hizo lo que hizo. Para asegurar el cariño de Tilney no era preciso jugar con el mío. Nos separamos al fin por mutuo consentimiento. Ojalá nunca la hubiese conocido. Para mí, jamás habrá otra mujer como ella. Cuídate y desconfía, mi querida Catherine, de quien pretenda robarte el corazón.

Tuyo siempre…

La muchacha no llevaba leídas más de tres líneas de aquella carta cuando su rostro demudado y las exclamaciones de asombro y pesar que dejó escapar revelaron a quienes la rodeaban que estaba tomando conocimiento de alguna noticia desagradable. Henry, que no apartaba los ojos de ella, advirtió que el final de la lectura le producía una impresión aún más triste. La aparición del general, sin embargo, impidió al joven demostrar su preocupación. Todos se disponían, pues, a almorzar, pero a Catherine le resultaba completamente imposible probar bocado. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Tan pronto dejaba la carta sobre su falda como la escondía en su bolsillo. Realmente, no se daba cuenta de lo que hacía. Afortunadamente, el general estaba tan ocupado tomando su cacao y leyendo el periódico que no tenía tiempo de observarla; pero para los dos hermanos no podía pasar inadvertida aquella intensa inquietud. Tan pronto como Catherine se atrevió a levantarse de la mesa, corrió hacia su cuarto, pero las doncellas estaban arreglándolo, por lo que no tuvo más remedio que bajar de nuevo. Entró, buscando soledad, en el salón y halló en él a Henry y Eleanor, que se habían refugiado allí para charlar a solas de ella precisamente. Al verlos, Catherine retrocedió, excusándose, pero los dos hermanos la obligaron con cariñosa insistencia a que volviera y se retiraron, después de que Eleanor le expresara su deseo de ayudarla y consolarla.

Tras entregarse plenamente por espacio de media hora a reflexionar sobre los motivos de su aflicción, Catherine se sintió lo bastante animada para ver nuevamente a sus amigos. No sabía si confiarles los motivos de su preocupación, y decidió, al fin, que si le hacían alguna pregunta les dejaría entrever, por medio de una leve indirecta, lo ocurrido, pero nada más. Exponer la conducta de una amiga como Isabella a personas cuyo hermano había mediado en el desagradable asunto se le antojó por demás desagradable. Pensó que tal vez fuera más prudente evitar toda explicación. Henry y Eleanor estaban solos en el comedor cuando Catherine entró, y ambos la miraron atentamente mientras se sentaba a la mesa. Después de un breve silencio, Eleanor preguntó:

—Espero que no haya recibido malas noticias de Fullerton. ¿Algún miembro de su familia está enfermo?

—No —contestó Catherine, y dejó escapar un suspiro—. Todos están bien. La carta me la ha enviado mi hermano desde Oxford.

Por espacio de unos minutos nadie pronunció palabra. Luego la muchacha, con voz velada por la emoción, agregó:

—Creo que en mi vida volveré a desear recibir más cartas.

—Lo lamento —dijo Henry al tiempo que cerraba el libro que acababa de abrir—. Si yo hubiese sospechado que esa carta podía contener alguna noticia desagradable para usted no se la habría entregado de tan buen grado.

—Contenía algo peor de lo que usted y todos podrían imaginar. El pobre James es muy desgraciado. Pronto conocerán ustedes el motivo.

—De todos modos, será un consuelo para él saber que tiene una hermana tan bondadosa y que se preocupa tanto por él —dijo Henry.

—Debo hacerles una petición —solicitó poco después Catherine, evidentemente turbada—. Les ruego que me avisen si su hermano piensa venir, para que yo pueda irme antes de su llegada.

—¿Se refiere usted a Frederick?

—Sí… Sentiría profundamente tener que marcharme, pero ha ocurrido algo que me imposibilitaría permanecer siquiera un momento bajo el mismo techo que el capitán Tilney.

Eleanor, cada vez más sorprendida, suspendió su labor para mirar a su amiga; en cambio, Henry empezó desde aquel momento a sospechar la verdad, y de sus labios escaparon unas palabras entre las que se destacó el nombre de Miss Thorpe.

—¡Qué perspicaz es usted! —exclamó Catherine—. ¿Será posible que haya adivinado…? Y, sin embargo, cuando hablamos de ello en Bath estaba usted muy lejos de pensar que esto terminaría tal y como lo ha hecho. Ahora me explico por qué Isabella no me escribía. Ha rechazado a mi hermano y piensa casarse con el capitán. ¿Será posible tanta falsedad, tanta inconstancia y tan inexplicable maldad?

—Espero que, por lo que a Frederick respecta, no sean exactas las noticias que usted ha recibido. Sentiría que hubiera sido responsable del desengaño que sufre Mr. Morland. Por lo demás, no creo probable que llegue a contraer matrimonio con Miss Thorpe. En este punto, por lo menos, no debe usted de estar bien enterada. Lamento lo ocurrido por Mr. Morland; siento que una persona tan allegada a usted tenga que pasar por semejante trance, pero lo que más me sorprendería en este asunto es que Frederick se casara con esa señorita.

—Pues, a pesar de todo, es cierto. Lea usted la carta de James y lo comprobará. Pero, no, espere… —Catherine se sonrojó al recordar lo que su hermano le decía en la última línea de su carta.

—Si no le molesta, lo mejor sería que usted misma nos leyese los párrafos que se refieren a mi hermano.

—No, no; léala usted —insistió Catherine, cuyos pensamientos estaban cada vez más claros y se sonrojaba sólo de pensar que momentos antes se había sonrojado—. Es que James quiere aconsejarme…

Henry cogió la misiva con gesto de satisfacción y, después de leerla atentamente, se la devolvió, diciendo:

—Tiene usted razón. Y créame que me apena. Claro que Frederick no será el primer hombre que muestre al elegir esposa menos sentido común de lo que su familia desearía. Por mi parte, no envidio su situación, tanto en calidad de hijo como de marido.

Miss Tilney, a instancias de Catherine, leyó luego la carta y, tras expresar la preocupación y la sorpresa que su lectura le producían, se dispuso a interrogar a su familia acerca de la fortuna y las relaciones de familia de Miss Thorpe.

—Su madre es bastante buena persona —respondió Catherine.

—¿Cuál es la profesión de su padre?

—Según tengo entendido, era abogado. Viven en Pulteney.

—¿Se trata de una familia rica?

—No lo creo. Isabella, por lo menos, no tiene nada; pero eso, tratándose de una familia como la de ustedes, no tiene importancia. ¡El general es tan generoso…! El otro día me aseguraba que por lo único que apreciaba el dinero era porque con él podía lograr la felicidad de sus hijos.

Los hermanos se miraron por un instante.

—Pero ¿cree usted que sería asegurar la felicidad de Frederick permitir que contrajese matrimonio con esa chica? —preguntó a continuación Eleanor.

—Por lo que vemos, se trata de una mujer sin principios. De otro modo, no se habría comportado como lo ha hecho. ¡Qué extraña obsesión la de Frederick! ¡Comprometerse con una chica que quebranta un compromiso adquirido voluntariamente con otro hombre! ¿Verdad que es inconcebible, Henry? ¡Frederick, que siempre se mostró tan ducho en asuntos de amor! ¿Acaso creía que no había en el mundo mujer más digna de su cariño?

—Realmente, las circunstancias que rodean este asunto no le hacen gran favor y contrastan con ciertas declaraciones suyas. Confieso que no lo entiendo. Por otra parte, tengo la suficiente confianza en la prudencia de Miss Thorpe para considerarla capaz de poner fin a sus relaciones con un caballero sin antes haberse asegurado el cariño de otro. Me parece que Frederick no tiene remedio. No hay salvación posible para él. Y tú, Eleanor, prepárate a recibir a una cuñada de tu gusto. Una cuñada sincera, candida, inocente, de afectos profundos y a la par sencillos, libre de pretensiones y de disimulo.

—¿Crees que sería de mi agrado una cuñada tal y como me la describes? —repuso Eleanor con una sonrisa.

—Quizá con la familia de ustedes no se comporte como con la nuestra —dijo Catherine—. Tal vez casándose con el hombre de su gusto sepa ser constante.

—Precisamente es lo que temo —observó Henry—. Preveo que en el caso de mi hermano será de una constancia que sólo las atenciones de un barón o de otro noble cualquiera podrían malograr. En bien de Frederick estoy tentado de comprar el periódico de Bath y ver si hay algún posible rival entre los recién llegados.

—¿Opina usted entonces que ella se deja llevar de la ambición?

—Hay indicios de que así es —respondió ella—. No puedo olvidar, por ejemplo, que Isabella no supo disimular su contrariedad cuando se enteró de lo que mi padre estaba dispuesto a hacer por ella y por mi hermano. Por lo visto, esperaba mucho más. Jamás me he llevado un desengaño mayor con persona alguna.

—Entre la infinita variedad de hombres y mujeres que ha conocido usted y ha tenido ocasión de estudiar, ¿verdad?

—El desengaño que he sufrido y la pérdida de esta amistad son muy dolorosos para mí. En cuanto al pobre James, me temo que nunca consiga sobreponerse del todo.

—Verdaderamente, su hermano es digno de nuestra compasión, pero no debemos olvidarnos de que usted padece tanto como él. Sin duda cree que al perder la amistad de Isabella pierde también la mitad de su propio ser; siente en su corazón un vacío que nada podrá llenar. La sociedad debe de antojársele extremadamente aburrida. Imagino que por nada del mundo iría usted a un baile en estos momentos. Desconfía de volver a encontrar una amiga con la que hablar sin reservas y cuyo aprecio y consejos pudieran, en un momento dado, servirle de apoyo. Siente usted todo esto, ¿verdad?

—No —respondió Catherine tras una breve reflexión—. No siento nada de eso. ¿Cree usted que debería sentirlo? A decir verdad, aun cuando me apena la idea de que ya no podré sentir cariño por Isabella, ni saber de ella, ni volver, quizá, a verla, no estoy tan afligida como creía.

—Ahora, y en toda ocasión, siente usted aquello que más favorece al carácter humano. Tales sentimientos deberían ser analizados a fin de conocerlos mejor.

Catherine halló tanto consuelo en esta conversación, que no pudo lamentar el haberse dejado arrastrar, sin saber cómo, a hablar de las circunstancias que habían provocado su pesar.