20

Mr. y Mrs. Allen lamentaron el verse privados de la compañía de Catherine, cuyo excelente humor y su alegría hacían de ella una compañera inapreciable, y cuya promoción no había hecho sino aumentar el goce del matrimonio. Pero conocedores de la felicidad que proporcionaba a la muchacha la invitación que la hiciera Miss Tilney, procuraron no lamentar excesivamente su ausencia. Por lo demás, tampoco tenían tiempo de echarla de menos, ya que habían decidido que en una semana se marcharían del balneario. Mr. Allen acompañó a Catherine a Milsom Street, donde había de almorzar, y no la dejó hasta verla sentada entre sus nuevos amigos. A Catherine le parecía tan increíble el encontrarse en medio de aquella familia, tenía tanto miedo a pasar por alto alguna regla de la etiqueta, que por espacio de unos minutos sintió deseos de regresar a la casa de Pulteney Street.

La amabilidad de Miss Tilney y las sonrisas de Henry ayudaron a disipar aquellos temores. Sin embargo, no recobró por entero la tranquilidad, ni lograron los cumplidos y atenciones del general devolverle su acostumbrada serenidad. Bien al contrario, se le antojó que de estar menos atendida se habría hallado más a su gusto. El empeño que ponía el general en hacerla sentir cómoda, los incesantes requerimientos de éste para que comiera, y el temor que manifestó de que tal vez lo que allí hubiera no fuera de su agrado —Catherine jamás había visto una mesa más abundantemente servida—, le impedían olvidar por un momento siquiera su calidad de huésped. Se sentía inmerecedora de aquellas muestras de aprecio y no sabía cómo corresponder a ellas. Contribuyó a inquietarla aún más la impaciencia que provocó en el general la tardanza de su hijo mayor, y más tarde, al presentarse éste, la pereza de que daba muestras, pues acababa de levantarse.

La severidad con que el general reaccionó ante este hecho le pareció tan desproporcionada, que aumentó su confusión el saber que ella era causa y motivo principal de semejante reprimenda, pues la demora de Frederick fue considerada por su padre como una falta de respeto inadmisible hacia la invitada. Tal suposición colocaba a la muchacha en una posición sumamente desagradable, y a pesar de la poca simpatía que sentía hacia el capitán, no pudo evitar compadecerse de él.

Frederick escuchó a su padre en silencio, sin intentar siquiera defenderse, lo cual confirmó los temores de Catherine de que el motivo de aquella tardanza era una noche de insomnio provocada por Isabella. Nunca antes se había encontrado ella en compañía del capitán, y por un instante deseó aprovechar la ocasión para formarse una opinión de su carácter y su modo de ser, pero mientras el general permaneció en la estancia, Frederick no abrió los labios, y tan impresionado estaba, por lo visto, que en toda la mañana sólo se dirigió a Eleanor para decirle en voz baja:

—Qué contento voy a estar cuando os hayáis marchado todos.

La lógica conmoción ocasionada por la marcha resultaba sumamente desagradable en aquella casa. Ocurrieron varios contratiempos: bajaban todavía los baúles cuando dieron las diez, y el general había mandado que para esa hora los coches ya debían estar abandonando Milsom Street. El abrigo del buen señor fue a parar por equivocación al coche en que éste viajaría con su hijo. El asiento central de la silla de posta no había sido extendido, a pesar de que eran tres las personas que debían ocuparla, y el vehículo se hallaba tan cargado de paquetes que no había en él lugar para instalar cómodamente a Miss Morland. Tal disgusto se llevó el general por este motivo, que el bolso de Catherine, junto con otros objetos, casi sale disparado rumbo al centro de la calle. No obstante este retraso, llegó el momento de cerrar la portezuela del coche, dentro del cual quedaron las tres mujeres. Emprendieron el viaje los cuatro hermosos caballos que tiraban de la silla de posta con la parsimonia y sobriedad que corresponde a animales de su categoría al comenzar un trayecto de más de treinta millas, que era la distancia que separaba a Bath de Northanger y sería recorrida en dos etapas. Desde el momento en que abandonaron la casa, Catherine comenzó a recuperar su acostumbrado buen humor. En compañía de Miss Tilney se hallaba siempre a gusto, y esto, unido a que los parajes por los que iban eran nuevos para ella, a que pronto conocería la abadía, y a que la seguía un coche ocupado por Henry, le permitieron abandonar Bath sin experimentar el menor sentimiento de pesar. Ni siquiera llegó a contar los mojones que marcaban las distancias. Se detuvieron en la posada Petty France, donde lo único que se podía hacer era comer sin hambre y pasearse sin tener qué ver. Se aburrió de tal forma la muchacha, que perdió para ella toda importancia el hecho de que viajaba en un elegante carruaje con postillones de librea, tirado por estupendos caballos. Si las personas que formaban la partida hubieran sido de trato agradable y ameno, aquella espera no habría resultado molesta, pero el general Tilney, aun cuando era un hombre encantador, actuaba, por lo visto, de freno sobre sus hijos, hasta el punto de que en su presencia nadie se atrevía a hablar. El tono de ira e impaciencia con que hablaba a sus sirvientes atemorizaron a Catherine, a quien aquellas dos horas de descanso se le antojaron cuatro. Finalmente se ordenó reemprender la marcha, y Catherine se vio gratamente sorprendida cuando el general le propuso que hiciera el resto del trayecto en el lugar que él ocupaba en el coche de su hijo. Dio como pretexto que con un día tan hermoso convenía que contemplara bien el paisaje.

El recuerdo de lo que acerca de la compañía de jóvenes en coches abiertos opinara en cierta ocasión Mr. Allen hizo que Catherine se sonrojara y a punto estuviera de declinar la oferta, pero tras reflexionar que debía someterse a los deseos del general Tilney ya que éste jamás propondría nada que fuese improcedente, aceptó, y pocos minutos más tarde la feliz muchacha se vio instalada junto a Henry. Enseguida se convenció de que no podía haber en el mundo vehículo más agradable y bonito que aquél, superior en todo a la magnífica silla de posta, cuya pesadez había sido causa de que se detuvieran en la posada. Los caballos del coche habrían recorrido en poco tiempo el camino que faltaba si el general no hubiera ordenado que la silla fuese adelante. Claro que aquella maravillosa rapidez no se debía únicamente a los caballos. Contribuía también a ello, y de modo notable, la forma de guiar de Henry, quien no necesitaba azuzar con la voz a los animales, ni echar maldiciones, ni hacer alarde de su habilidad como otro caballero cuyas dotes como cochero la muchacha conocía muy bien. Además, a Henry le sentaba muy bien el sombrero, así como el resto del atuendo.

Después de haber bailado con él, viajar a su lado en aquel coche era la mayor felicidad del mundo. Eso sin contar las alabanzas que le dirigía continuamente. Henry no sabía cómo agradecer el que la muchacha se hubiera decidido a otorgarles el placer de una visita a la abadía, y así se lo dijo en nombre de Eleanor. Por lo visto, considerábalo como una prueba de sincera amistad, y en explicación de tan exagerada gratitud, añadió que la situación de su hermana era bastante desagradable, ya que no sólo carecía de la compañía de amigas, sino de persona alguna con quien hablar cuando, como muy a menudo ocurría, la ausencia de su padre la obligaba a una completa soledad.

—Pero ¿cómo puede ser eso? ¿Acaso usted no se queda con ella?

—Yo no vivo en Northanger, sino en Woodston, a veinte millas de distancia de la abadía, y en ella paso largas temporadas.

—¡Cuánto debe de lamentarlo!

—Sí…, siento dejar a Eleanor.

—No sólo por eso; aparte del cariño que por ella sienta, tendrá usted apego a la abadía. Después de haber vivido en un lugar tan magnífico, hacerlo en un curato común y corriente debe de ser poco grato.

—Por lo visto, se ha formado usted una idea muy agradable de la abadía —dijo Henry con una sonrisa.

—Es cierto. Pero ¿acaso no se trata de uno de esos lugares maravillosos que nos describen los libros?

—En ese caso, deberá usted prepararse para soportar los horrores que, según las novelas, suelen rodear a esta clase de edificios. ¿Tiene usted un corazón fuerte, y nervios capaces de resistir el temor que suelen producir las puertas secretas, los tapices ocultadores…?

—Creo que sí; de todos modos, seremos muchos en la casa, por lo qué no creo que haya motivo para sentir miedo. Además, no se trata de un lugar que, tras permanecer largo tiempo abandonado, fuera ocupado repentinamente por una familia, como ha ocurrido en determinados casos.

—Eso, desde luego. No nos veremos obligados a cruzarnos con almas en pena. Pero imagínese que por la noche está usted paseando, lo cual no tiene nada de particular y su lámpara está a punto de apagarse, regresará a su habitación. Al pasar por la primera cámara, sin embargo, atraerá su atención un arcón antiguo, de ébano y oro, cuya presencia antes no había advertido. Impulsada por un irresistible presentimiento se acercará usted, lo abrirá y examinará, sin descubrir, por el momento, nada de importancia, a excepción de un puñado de diamantes. Al fin dará con un muelle secreto, que le revelará un departamento interior, en el que hallará un rollo de papel que contendrá varias hojas manuscritas. Con él en la mano, regresará a su habitación, y apenas habrá acabado de descifrar las palabras («¡Oh tú, sea quien fueres, en cuyas manos acierten a caer las memorias de la desgraciada Matilda…!») cuando su lámpara se apagará repentinamente, sumiéndola en la más completa oscuridad.

—Cállese usted… pero, no, siga; ¿y después?

A Henry le hizo tanta gracia el interés que su historia había despertado en la muchacha, que no pudo continuar. Dada la actitud de Catherine le resultaba imposible asumir el tono solemne que requería el caso, y hubo de rogarla que tratase de imaginar el contenido de las memorias de Matilda. Catherine, un poco avergonzada de su vehemencia, trató de asegurarle a su amigo que había seguido con atención su relato, pero sin suponer por un instante que tales cosas fueran a ocurrirle.

—Además —dijo—, estoy segura de que Miss Tilney no me hará dormir en semejante habitación. No tengo miedo, créame.

A medida que se acercaba el final del viaje, y con él la dicha de contemplar la abadía, la impaciencia de Catherine, que la conversación de Henry había contenido, aumentó considerablemente. Tras cada recodo del camino esperaba encontrarse, entre árboles milenarios, ante una enorme construcción de piedra con ventanales góticos iluminados por los rayos del sol poniente. Pero como quiera que la vieja abadía estaba enclavada en terreno muy bajo, resultó que llegaron a las verjas de la propiedad sin haber visto una chimenea siquiera.

Catherine no pudo por menos de asombrarse de la entrada que poseía la propiedad. Eso de pasar entre las puertas de moderna cancela y recorrer sin dificultad alguna la gran avenida cubierta de arena se le antojó sumamente extraño y fuera de lugar. Sin embargo, no tuvo tiempo para detenerse en semejantes consideraciones. Un chaparrón inesperado le impidió ver alrededor y la obligó a preocuparse de la suerte de su sombrero de paja nuevo. Pronto se encontró con que llegaba al abrigo que ofrecían los muros de la abadía; allí, Henry la ayudó a bajar del coche, y en el vestíbulo la recibieron su amiga y el general, de modo que no tuvo ocasión de alimentar el más leve temor relativo al futuro ni experimentar el influjo misterioso que hechos y escenas del pasado pudieran haber legado al antiguo edificio. La brisa, en lugar de hacer llegar hasta ella ecos de la voz de un moribundo, se había entretenido cubriéndola de gotas de lluvia. Tuvo que sacudirse el abrigo antes de pasar a un salón contiguo y reparar en el lugar donde se hallaba.

¿Era una abadía? Sí, no cabía duda, a pesar de que nada de cuanto la rodeaba contribuía a alimentar tal suposición. El mobiliario de la estancia era moderno y de gusto exquisito. La chimenea, que debería haber estado adornada con tallas antiguas, era de mármol, y sobre ella descansaban piezas de porcelana inglesa. Las ventanas, qué, según le había dicho el general, conservaban su forma gótica, también la desilusionaron. Si bien eran de forma ojival, el cristal era tan claro, tan nuevo, dejaba entrar tanta luz, que su visión no podía por menos de desencantar a quien, como Catherine, esperaba encontrarse con unas aberturas diminutas con vidrios empañados por el polvo y las telarañas.

El general advirtió la preocupación de la muchacha, y empezó por ello a disculpar lo exiguo de la habitación y lo sencillo de los muebles, alegando que estaba destinada al uso diario, y asegurándole que las otras habitaciones eran más dignas de admirar. Empezaba a describir la ornamentación dorada de una de ellas, cuando, al echar un vistazo al reloj, se detuvo para exclamar, asombrado, que eran las cinco menos veinte. Aquellas palabras surtieron un efecto inmediato. Miss Tilney condujo a Catherine a sus aposentos y se apresuró tanto a hacerlo que no dejó lugar a dudas de que en la abadía debía imperar la puntualidad más estricta.

Las dos amigas pasaron de nuevo por el espacioso vestíbulo, ascendieron por la ancha escalera de roble, que después de varios trechos, interrumpidos por otros tantos descansos, las condujo hacia una gran galería a los lados de la cual había varias puertas y ventanas. Catherine supuso que estas últimas debían de dar a un gran patio central. Eleanor la hizo entrar entonces en una habitación cercana y, sin preguntarle siquiera si la encontraba de su agrado, la dejó, suplicándole que no se entretuviera en cambiarse de ropa.