13.- Jueves, doce de diciembre de 2013Caronte |
No estaba siendo un vuelo agradable. El Océano Atlántico se encontraba invadido por una gran borrasca que lanzaba frentes sucesivos contra el avión. Unas horas antes, la llegada al aeropuerto de Heathrow ya había resultado turbulenta. La lluvia persistente, la hora temprana previa al amanecer y el frío húmedo, acompañaron el camino en el Rolls Royce Phantom del Hotel Ritz hasta la terminal dos del aeropuerto londinense. Además, Damián no pudo desayunar más que un escueto café con leche; su estómago no estaba acostumbrado a deglutir cantidades mayores de alimento a horas tan tempranas como las previas al despegue.
El avión levantó el vuelo puntual, a las siete treinta de la mañana, internándose en medio de la borrasca. Las turbulencias dificultaron el despegue y los primeros treinta minutos de vuelo. Después calma. Por encima de las nubes el sol alumbraba el manto gris que cubría el océano. Ocasionalmente frentes elevados y fríos se abatían contra el monumental Airbus A380 que, ante el gigantesco tamaño de algunas nubes que aparecían en el camino, semejaba un pequeño gorrión adentrándose en las fauces de un dragón terrible.
Tras casi nueve horas de vuelo, la aeronave avistó el aeropuerto de Washington Dulles International, e inició las maniobras de aterrizaje. Tomar tierra tampoco fue fácil. El primer temporal de nieve había alcanzado, en los días anteriores, la costa este de los Estados Unidos y fue seguido por fuertes vientos y lluvias que habían helado las pistas del aeropuerto y las calles de la ciudad. Una vez en la terminal, Damián corrigió las manillas de su reloj para que marcaran las once treinta y cinco. Habían transcurrido más de nueve horas desde que saliera de Londres, pero el reajuste al horario oficial de la costa este engañaba haciendo creer que tan sólo habían sido cuatro.
Se encontraba cansado por el vuelo. Ejerció algunas composturas sobrenaturales sobre su estado físico para sentirse mejor. Faltaban todavía seis horas para que partiera de nuevo en avión hacia el aeropuerto Municipal de Roanoke, por lo que decidió abandonar la terminal con la intención de realizar un poco de turismo por la capital del país.
Un taxi le dejó en las inmediaciones del Lincoln Memorial. Subió ceremoniosamente los cincuenta y ocho escalones que conducen al pie de la majestuosa estatua que, según cuenta la leyenda, representan los dos mandatos que tuvo como presidente más la edad que contaba en el momento de su asesinato. Sintió que caía sobre sus hombros el peso de una aplastante responsabilidad. Continuó recordando leyendas: La mano derecha de la estatua, abierta y reposada, simbolizaba, según opinión de algunos, la paz, la concordia y la compasión; Por otro lado, la izquierda, cerrada y apretada, representaba la fuerza y la decisión de acabar con las injusticias. Los ojos pétreos de la efigie contemplaban pensativos la explanada de la piscina reflectante y, dirigiéndose más al fondo, mantenían en su foco el imponente monumento a Washington. Fue en esa explanada donde otro gran libertador, con la piel de color negro, pronunció el discurso que comenzaba “yo tengo un sueño”. Pudo sentir la energía del lugar: Martin Luther King dirigiéndose a una muchedumbre de marginados, desamparados y pobres, que clamaban por una vida digna.
Nunca había estado en esa ciudad pero, tras los primeros pasos por el National Mall, se sintió tan cómodo como si paseara por su propio jardín. Washington es una metrópoli trascendente; quizá pervertida, probablemente tendenciosa, manipulada y manipuladora; con seguridad, para bien o para mal, y últimamente más de lo segundo que de lo primero, la más influyente en el mundo. Pero la historia que se desarrolló en sus jóvenes bulevares, en sus planificadas y simbólicas avenidas, en sus metafísicos edificios y monumentos, rezumaba pasión por ideales nobles, deseos de justicia, libertad, igualdad y sabiduría. Allí se plasmaron multitud de esperanzas y, por desgracia, también se perdieron, olvidadas bajo el manto de nieve que lo cubría todo, torturadas por el frío glacial del comienzo del invierno; pero deseando brotar en la inevitable e inmanente primavera que sucedería a la helada. De hecho, como dijo Joyce, la nieve caía sobre los vivos y los muertos porque, al final, el cáncer también alcanza a los órganos poderosos, y nada se escapa al blanco manto. Todo se iguala. “Allí los ríos caudales, allí los otros medianos e mas chicos, y llegados, son iguales los que viven por sus manos, e los ricos”.
El National Mall estaba blanco. Copos ocasionales se precipitaban al suelo revistiendo los pasos de los caminantes, borrando las huellas del pasado y preparando un nuevo porvenir. Por eso, siendo consciente de cómo se cubrían las pisadas que dejaba tras de sí, Damián rodeó el obelisco dedicado al padre fundador, no sin antes haber recorrido con la mirada la esbeltez de su limpio contorno, hasta perderse en el cielo, cubierto y plomizo, pero calmo y aterciopelado, del que se desprendían velados copos que, como una esponja anhelante, absorbían los pensamientos de los paseantes solitarios y los dirigían más allá de la historia y del porvenir, al reino donde el deseo se sofoca abrumado por la paz del espíritu.
Después deambuló ante los edificios del Museo Nacional de Historia, el Museo Nacional de Historia Natural, el Jardín de Esculturas, la Galería Nacional de Arte y la tumba de Ulysses S. Grant. El paseo fue tranquilo, sosegado, al ritmo de la suave nevada, con momentos de contemplación ante las monumentales fachadas, con la duda permanente de si disponía del tiempo suficiente como para recorrer sus salas y exposiciones, aunque con la certeza posterior sobre la imposibilidad de satisfacer la curiosidad en ese momento.
Al llegar al Capitolio lo invadió una sensación desagradable; algo había cambiado en el alma del lugar. Allí era donde se frustraban las esperanzas, se agotaban los esfuerzos de nobleza y se pisoteaban los derechos y libertades del todo el mundo. Y, aunque la historia había presagiado otro devenir a la atmósfera cobijada bajo la gran cúpula, la realidad tiránica presionaba oscura sobre los representantes, para convertirlos en títeres o adalides del Sistema, para justificar los intereses de los poderosos, de los Carontes y los Érebos; para mentir sobre ideas, objetivos y resultados, y para exprimir los recursos de los crédulos y sumisos habitantes de la ciudad, del país y del mundo.
Abraham Lincoln y Martin Luther King a un lado, la realidad al otro; con un camino, perdido bajo la helada, situado entre medias. Y la paz del espíritu transformándose en rabia sagrada, como Jesús ante los mercaderes del templo, con la decisión implacable de ser el puño apretado de la estatua del presidente muerto.
Al acercarse la hora mediana del día, la suave nevada se transformó en una fina lluvia, persistente y fría, que lo acompañó en el retorno a los pensamientos mundanos, a la necesidad de perderse entre el pueblo, de compartir con ellos sus pequeñas ilusiones, sus familiares placeres. Tornó a sentirse vivo, corpóreo y congelado por el ambiente y el agua que calaba bajo el abrigo Louis Vuitton oscuro que le cubría. Buscó el refugio de un taxi y se dejó aconsejar sobre el camino a seguir. Los giros de volante, y la animada charla sobre el temporal, concluyeron ante la entrada del Ben’s Chili Bowl, un clásico del hot dog tan demandado por los turistas como por los locales, un santuario donde la comida urbana se vestía de salsas contundentes y panes esponjosos, donde las viandas recibían los nombres de los famosos que las idolatraron. Pidió el Bill Cosby’s Original Chili Half-Smoke acompañado de patatas con queso y una buena pinta de cerveza, mientras reía al contemplar el eslogan que rezaba: “aquí sólo comen gratis Obama y Bill Cosby”. Después volvió al aeropuerto.
A las cinco y treinta y cinco de la tarde partió su avión que, tras algo más de una hora de vuelo, tomó tierra en el Aeropuerto Municipal de Roanoke. Un taxi le trasladó hasta el Hilton Roanoke, donde tenía reservada la suite Gobernador, de ciento cincuenta y seis metros cuadrados y setecientos ochenta dólares la noche. A las ocho de la tarde acudió a cenar al restaurante del hotel, el Regency Dining Room, donde pidió como entrante vieira con sidra, trufa, ensalada templada de espinacas, puré de coliflor y nabos crujientes; de plato principal solicitó el salmón glaseado en salsa de arce con risotto de ajo-puerro, espinacas salteadas y limón a la parrilla; lo acompañó con un vino de la tierra, el Fromm Winery Chardonnay Clayvin Vineyard 2007; por último, de postre, tomó un helado de chocolate blanco con semifreddo de pomelo, caramelo, miel de tomillo, malvavisco y polvo de chocolate blanco. Antes de retirarse de nuevo a la suite degustó, en pequeños y ardientes sobros, un café irlandés clásico.
El jet lag siguió haciendo efecto durante la noche. Pudo haberse curado de él cuando hubiera querido, pero se dejó llevar por la naturaleza del cuerpo, por la tensión ante la jornada que se avecinaba, por el frío continental del interior de Virginia que penetraba en la habitación a través de la puerta que se abría a la terraza. Permanecía asomado a la barandilla del ático, sintiendo el frescor de los copos de nieve, que volvían a caer suavemente al tiempo que avanzaba la noche, sobre su torso desnudo. Ante sus ojos se encontraba el tranquilo barrio residencial de Gainsboro, cuna de la comunidad afroamericana y eje histórico del comercio y el crecimiento de la ciudad. Resplandecía alumbrado por los primeros adornos que anticipaban la navidad. Más allá, los parques Washington y Brown-Robertson suponían un contrapunto sombrío, como un blanco desierto de prados nevados, cubiertos por las oscuras copas de los árboles, despejadas de nieve por la lluvia caída durante la tarde. Y, al fondo, apenas intuido tras la esmerilada atmósfera cuajada de algodonosos copos, se extendía la grandiosa majestuosidad del bosque Jefferson, en las faldas de los Montes Apalaches.
Decidió dormir y se inspiró un sueño placentero y reparador. Quería empezar la jornada temprano y seguir la pista del enemigo. Richardson se encontraba en su refugio; ya estaba informado de ello. En realidad, aunque había realizado ese viaje completamente solo, con la intención de completar su venganza, el presidente del BND mantenía un contacto permanente con él informándole de algunos detalles importantes. Sabía también que Richardson estaba acompañado por su mujer, su hija y una veintena de operativos que protegían todo el recinto de su mansión. Asimismo estaba al tanto de otros pormenores como, por ejemplo, el armamento del que disponían los sicarios, aunque no le importaba en absoluto; las características y ubicación de la sala de seguridad, casi como un búnker blindado de acceso imposible si no se autorizaba desde el interior del mismo, con chapa de acero de una pulgada, muros de hormigón armado de veinte pulgadas de espesor y blindaje de plomo de una pulgada; conductos de ventilación y alimentación energética impracticables para cualquier ser humano; abastecida, además, de suministros para resistir un asedio de meses y, quizá, incluso años. Tenía fotos de satélite en las que se observaba la tranquilidad con la que Richardson se comportaba desde su llegada a la mansión, seguramente esperando cualquier señal de peligro para ocultarse en su jaula de oro. También se definían con precisión los puestos de seguridad establecidos por los comandos.
Roanoke es una ciudad peculiar. Una de las treinta y nueve ciudades independientes del estado de Virginia, con cerca de cien mil habitantes. Se encuentra en el interior del Condado de Roanoke, en un área metropolitana que se acerca a los trescientos mil pobladores. Administrativamente es ajena al resto del condado. Tiene una extensión de ciento once kilómetros cuadrados y sheriff propio.
El Condado de Roanoke es mucho mayor, seiscientos cincuenta kilómetros cuadrados, con una población total que no alcanza los ochenta y seis mil habitantes. Su principal ciudad es Vinton, poblada por unas ocho mil almas; aunque, en realidad podría considerarse un barrio periférico de la ciudad de Roanoke, dado que la separación entre ambas localidades no deja de ser un enrevesado trazado que sortea calles de una y otra villa, discurre junto a la línea del ferrocarril (curiosamente sin parada efectiva en el lugar), y recorre parte del cauce del río Roanoke, que atraviesa la ciudad y el condado.
El condado tiene una oficina del sheriff independiente del de la ciudad y, aunque colabora con frecuencia con su colega urbano, su principal tarea consiste en mantener el orden en el extenso territorio rural que se extiende desde más allá de la Blue Ridge Parkway, al sur, hasta las primeras montañas del Jefferson National Forest, al norte.
Cave Spring es una localidad residencial situada al suroeste de Roanoke, con bonitas casas unifamiliares rodeadas de prados y arboledas. Según el viajero se aleja del casco urbano los bosques van ganando terreno, hasta que, al traspasar Back Creek, y adentrándose en el Old Mill Forest, se alcanza la lujosa mansión de Richardson, rodeada de prados bien cuidados, arboledas, un pequeño y tranquilo lago, y un tramo del arroyo que atraviesa el bosque.
A las nueve de la mañana, acompañado por el veterano sheriff del condado, Damián se dirigía a la finca de Richardson. El propio sheriff, mientras conducía su coche oficial camino de la mansión, comentaba algunos aspectos sobre el carácter y las costumbres del personaje.
—No viene mucho por aquí, pero por supuesto que sabemos quién es. Se trata de un hombre verdaderamente rico. Cuando nos visita suele mostrarse esquivo, casi huraño. No le gusta demasiado tratar con la gente. Tampoco parece gustarle demostrar su riqueza. Se esconde. Nunca ha tenido ningún problema con nadie del condado ni de la ciudad. Su mujer y su hija son mucho más sociables. Les gusta divertirse; casi siempre por separado, aunque con cierta frecuencia se las ve juntas gastando dinero en compras caras. Ya me entiende, vestidos, cremas, perfumes y esas cosas que les gustan a las mujeres… Bragas y sujetadores. Y cacharros de cocina; pero no sartenes y cacerolas, sino de esos aparatos que lo hacen todo por uno, que ahorran el trabajo. Y no sé para qué, porque todo se lo debe hacer la asistenta, y la cocinera, y el mayordomo…
»Desde luego, ese hombre debe tener mucho miedo. Siempre trae un buen número de guardaespaldas. Cuando sale a la calle su escolta no es menor de cuatro o cinco personas; y otros tantos para su mujer y su hija. Pero esta vez se ha pasado. Debe estar muy asustado. Por lo que me han dicho mis hombres, debe haber venido con unos veinte matones. Tipos duros. De esos de los comandos de operaciones especiales. O, quien sabe, igual son agentes del gobierno. A nosotros no nos cuentan nada.
»Si no fuera por las mujeres de la casa, ese tipo no aportaría nada al condado. Ni siquiera paga sus impuestos aquí. Además no gasta un dólar. A su gente la trae de fuera. Siempre supe que algún día nos ocasionaría problemas. Nunca me cayó bien.
»He hablado con él unas cuantas veces. Siempre que viene lo he visitado. No me gusta que traiga tanta gente armada a mi territorio. Entiéndame, somos sureños, nos gustan las armas y las barbacoas; pero no los problemas. Y esos matones tienen mala pinta. Ya sabe, una borrachera en su día libre y se lían a tiros. Hasta ahora no ha pasado pero, quién sabe, cualquier día nos montan una refriega. No quiero que nadie tenga un ejército privado tan cerca de nosotros. Pero no podemos hacer nada.
»He oído hablar de su búnker. Un refugio antinuclear, o algo así. Está por debajo de la casa, en el sótano. Dicen que tiene un túnel de escape que sale al bosque, al otro lado del lago. Igual es mentira. A la gente le gustan las leyendas. Aquí se cuentan muchas leyendas de túneles y pasadizos. Hay cuevas naturales con muchas historias. Quién sabe, puede que esta casa esté construida sobre alguna cueva natural. Aunque debe estar inundada, el río y el lago están muy cerca. Además, si es un refugio antinuclear no conviene que tenga otras salidas. Por la radiación, ¿comprende? Cuantas menos salidas, más seguro.
»¿Me dejará una copia de esos planos de la casa que ha traído? Si se lleva a Richardson de aquí, me gustaría saber cómo está construido ese refugio. No quiero que se meta en esa casa alguien peligroso y oculte drogas o explosivos en el búnker.
El sheriff debía conocer el camino mejor que su propia casa, apenas miraba hacia la carretera mientras hablaba, siempre dirigía su profunda e inquisidora mirada hacia el rostro de Damián. Además, solía gesticular con vehemencia soltando frecuentemente ambas manos del volante. Sin embargo, a pesar de las cunetas nevadas, la carretera mojada y alguna que otra placa de hielo por el camino, el vehículo siempre se desplazó con suavidad y precisión.
—Pierda cuidado, jefe —respondió Damián a la solicitud del sheriff—. Los planos son suyos.
—Estamos llegando.
La finca estaba rodeada por un muro de ladrillo de unos dos metros y medio de altura. Era la única residencia de la zona que se protegía de ese modo, lo que levantaba suspicacias entre los vecinos de Roanoke y justificaba el malestar del sheriff. Un portón de reja de hierro forjado, de unos cuatro metros de amplitud, estaba flanqueado por dos pequeñas garitas, en una de las cuales se refugiaba del frío uno de los escoltas, armado con un fusil de asalto colgando del hombro mediante una correa de cuero negro. Un aparato intercomunicador estaba colocado en su oreja derecha. En cuando estuvo a la vista de Damián, cayó víctima del “influjo”, impidiéndole dar ninguna alerta a sus compinches del interior. De todos modos, fue el sheriff quién habló:
—Guarde el arma. Ese fusil no está permitido en este condado. Ya hablaremos. Indique al señor Richardson que el sheriff quiere hablar con él.
El sicario obedeció la orden, abrió el portón y cedió paso al coche. Otros dos escoltas armados, apostados en las cunetas de la calzada que se dirigía hacia la mansión, también quedaron “influidos” inmediatamente con la instrucción de acompañarlos hasta la entrada. La operación se repitió en el porche de la mansión, protegido también por dos matones.
El sheriff fue el primero en salir del coche mientras Damián esperaba a que se abriera la puerta de la casa. Suponía que, en cuanto fuera visto, Caronte se escondería, si es que no lo había hecho ya. En cualquier caso, tenía la intención de evitar al máximo la violencia. Cuanto más discreto fuera, mayor número de sicarios tendría controlados y menor sería el riesgo de provocar disparos. Además, el sheriff le caía bien. Evitaría, por todos los medios posibles, exponerle a un peligro exagerado.
La puerta se abrió y apareció otro personaje. Tenía aspecto de ser el mando del grupo de comandos. Damián “influyó” su mente y salió del vehículo. Subió los cinco peldaños del porche manteniendo bajo su “influjo” a todos los hombres armados que había encontrado hasta el momento. Penetró en la casa a tiempo de ver cómo otro hombre desaparecía velozmente por una puerta lateral. Intentó abrir dicho acceso pero resultó imposible; debía estar cerrado desde el interior.
Retrocedió unos pasos y observó el lugar. Se trataba de un recibidor amplio. La puerta de entrada, blanca y gruesa, permanecía abierta mientras el mando se mantenía junto a ella. Los cinco sicarios del exterior habían entrado y se situaron casi en fila a ambos lados del mando. Otros dos comandos se acercaban desde una sala aledaña al recibidor; ambos quedaron “influidos” de inmediato. El sheriff, caminando tranquilamente, manteniendo las manos en el cinturón próximas a sus armas, se situó al lado de Damián diciendo socarronamente refiriéndose al personaje que se ocultó tras la puerta:
—Corrió como un conejo.
Después se giró hacia los sicarios mirando a su jefe de forma altiva.
—Fuera hace mucho frío —volvió a decir el sheriff—. Diga al resto de sus hombres que entren en la casa.
El mando, dominado por el “influjo”, apretó el botón del intercomunicador y dio la orden pertinente. Mientras esperaban la llegada del resto de los escoltas, el sheriff siguió hablando burlonamente:
—¡Banda de espantajos! No son ni militares ni agentes del gobierno, y sin embargo visten como unos o como otros. Siempre con algún tipo de uniforme, o de campaña o con traje negro y corbata. ¿Necesitan las gafas oscuras dentro de la casa? Me dan risa. Tienen todo un arsenal colgando del cuerpo. La mayor parte de ese material es ilegal en este condado. Creo que se les acabó el chollo. ¿Dónde está Richardson?
—Corrió hacia la sala de seguridad —respondió el mando—. Se habrá encerrado en ella.
—¿Dónde están las mujeres de la casa? —Preguntó Damián adelantándose al sheriff.
—La señora está aquí, en su habitación —respondió—. No se la ha avisado con tiempo de lo que estaba pasando. La hija ha salido esta mañana a Roanoke. Se fue temprano. Suele desayunar en el Bread Craft Bakery y después realizará algunas compras. Salvo que sus escoltas hayan recibido otra orden la traerán de vuelta a la hora de cenar.
—Haga bajar a la señora —exigió tajante Damián.
El mando hizo un gesto a uno de sus subordinados para que realizara la tarea. Entre tanto, el resto de sicarios fueron entrando en la casa, cayendo inmediatamente bajo el “influjo”. Finalmente se juntaron diecisiete operativos armados.
—Son suyos, jefe, tal como le prometí —dijo Damián mirando al sheriff—. Puede decir a sus hombres que vengan a por ellos. A usted creo que lo necesitaré conmigo todavía.
—Créame, es un auténtico placer… —respondió mientras extraía el walkie de la funda que colgaba en el cinturón—. ¿Falta alguno más? —Preguntó dirigiéndose al mando.
—El que envié a buscar a la señora Richardson y los dos escoltas que acompañan a su hija.
—¿Nadie está con Richardson? —Quiso saber Damián.
—No. Está sólo en la sala de seguridad.
—¿Cómo puedo acceder a esa sala? —Siguió preguntando.
—Ahora mismo es imposible acceder desde el exterior. Solamente Richardson puede abrirla. Aún así, en este momento nos estará viendo y escuchando —mientras hablaba, el mando señaló a las cámaras de vigilancia que se ocultaban en lugares estratégicos de toda la casa.
—¿Podemos escucharle nosotros a él?
—Sí, si quiere hablarnos. Existe un sistema de megafonía en algunas dependencias de la mansión. Una de ellas es esta sala.
—¿Qué puede decirme sobre la salida secreta del búnker?
—No sé nada acerca de ninguna salida secreta.
—¿No ha oído hablar de un túnel que comunica el búnker con algún lugar del bosque?
—Que yo sepa, eso que usted llama “búnker” es tan sólo una sala de seguridad. Su nivel de protección es extraordinario, eso es cierto, pero no está concebida como un recurso de guerra. Su función es mantener a la familia a salvo del ataque de delincuentes, secuestradores o terroristas. Desde el interior se pueden gobernar todos los recursos de la mansión. Puede desconectar las luces o dejarnos sin agua. Tiene un sistema de aviso inmediato a las autoridades de Roanoke—al oír eso el sheriff no pudo reprimir una sonrisa—. Supongo que no ha cortado el suministro eléctrico porque le interesa observarles a ustedes.
Mientras mantenían esta conversación, la señora Richardson penetro en la sala acompañada por el sicario que la escoltaba. Su porte era elegante, aparentaba menos de sesenta años gracias a la buena vida y a numerosas sesiones de cirugía estética y arreglos faciales, el gesto resultaba arrogante, aunque diplomático, pues estaba acostumbrada al disimulo y a los buenos modos. Damián leyó rabia en su mente; el requerimiento forzoso de su escolta le había resultado humillante, la presencia de tanta gente en la sala, incluyendo al sheriff del condado y a un extraño, le parecía realmente molesta; la ausencia de su marido terminaba de indignarla. Una mujer de su clase no estaba ni acostumbrada ni preparada para ese trato. Aún así, se esforzaba en mantenerse digna.
—¿Ocurre algo jefe? —Preguntó la dama dirigiéndose al sheriff.
—No se preocupe, señora —respondió—. Sólo deseamos hablar con su marido.
—¿Y puede saberse dónde está mi marido en este momento?
—Encerrado en su búnker.
—¿Hay algún peligro? ¿Ha sucedido algo que yo deba saber? —Preguntó turbando momentáneamente el gesto, aunque recobrando inmediatamente la compostura.
—Él debe pensar que sí, pero ya ve que aquí estamos hablando todos amigablemente.
—¿Por qué se ha encerrado el sólo en la sala de seguridad sin avisarme? ¿Dónde está mi hija?
—No se preocupe por su hija. Está en la ciudad. Desayunando donde siempre. ¿No es así? —Preguntó el sheriff dirigiéndose al mando.
—No puedo estar seguro…
—Compruébelo. Llame a sus escoltas y ordéneles que la traigan de vuelta a casa. Debe tranquilizar a su madre.
Esa orden preocupó todavía más a la señora de la casa. Si no pasaba nada, tal como el sheriff la había indicado, no había ningún motivo para molestar a su hija. Sin embargo, esos intrusos parecían querer juntar a toda la familia en la casa. Con gesto adusto preguntó:
—¿Significa esto que mi familia está secuestrada?
—¡Por favor, señora, soy el sheriff del condado, represento a la ley! —Respondió—. Yo no secuestro a nadie. Tan sólo queremos que su marido salga de su guarida.
Después, sabiendo que Richardson estaría escuchando, lo provocó diciendo:
—¿Qué da tanto miedo a su marido como para que decida abandonarlas a ustedes dos a su suerte y encerrarse en su escondrijo? ¿No se lo ha preguntado? Si hubiera peligro realmente ese cobarde escurre el bulto deja a su mujer y su hija a merced de cualquiera, ladrones, violadores o asesinos. ¿Me escucha, señor Richardson? ¿Qué hombre le hace eso a su familia?
—¿En qué lío está metido mi marido?
—Más de uno, me temo… —respondió el sheriff.
De repente, con un volumen casi atronador, una voz restalló por la megafonía de la sala:
—No les hagas caso, Elora. Ese individuo, el extraño, les ha lavado el cerebro a todos. Quiere matarme.
La señora se giró inmediatamente hacia Damián, con una expresión de odio y temor. En ese momento, el “influjo”, que no había sido ejercido anteriormente, comenzó a dominar su mente.
—¿Qué es lo que has hecho, querido? —Terminó por preguntar.
—¡Maldita sea! ¡Ya te ha dominado a ti también!
—¡No seas estúpido, Matthew! Si has hecho algo sal a aclararlo con el sheriff. Van a traer también a Christin para hablar contigo, a ver si entras en razón.
—Señor Castellano —dijo la voz al otro lado de la megafonía—, No crea que va a poder conmigo. Ya he avisado a todos mis efectivos disponibles. Estarán aquí en breve. Yo puedo resistir en este lugar durante meses.
—Puede traer a cuantos asesinos quiera. Sabe que tengo capacidad para convocar a un ejército más numeroso que el suyo. De todos modos no lo necesito. Si ordena que ataquen esta casa, su mujer correrá peligro, podría morir. En cuanto su hija esté aquí correrá la misma suerte; pero yo seguirse esperándole. En algún momento deberá salir, y entonces me verá a su puerta. Por otro lado, tenga paciencia. He venido preparado para forzar su jaula. En unas horas estaremos frente a frente.
—Ya he dado instrucciones de que saquen a mi hija de la ciudad, olvídese de ella.
Sin necesidad de que Damián diera ninguna instrucción, el sheriff utilizó inmediatamente el walkie para ordenar a sus hombres que localizaran a Christin Richardson y detuvieran a sus escoltas. Les indicó que cubrieran todas las salidas del condado y que se pusieran en contacto con el sheriff de Roanoke City y de los condados vecinos para organizar el operativo de búsqueda.
—Supongo que habrá escuchado al sheriff —dijo Damián hablando al aire—. Habrá comprobado que la ley ya no está de su lado. Se encuentra sólo, Richardson. Caronte está sólo. Pagará por sus crímenes.
—No me atrapará —insistió la voz de Richardson.
—Si pretende huir por el túnel, tengo aquí información relevante. El plano de su casa, los detalles de la sala de seguridad, la estructura del terreno, la tectónica… Dudo que dicho túnel esté operativo, si es que existe. Necesitaría un sistema permanente de drenaje para las aguas subterráneas, algo que no hemos localizado en la foto por satélite. Aún así, solo existe una zona en la que el conducto podría emerger —mientras hablaba, señaló un punto en una fotografía aérea que había desplegado—, y me rodea un grupo de comandos especialistas en rastrear el terreno. Usted los conoce bien, los contrató para su propia seguridad. Sabe lo eficientes que son. Ahora me obedecen a mí. Los desplegaré inmediatamente a su búsqueda. Si lo localizan e intenta huir, le dispararán. No tiene opción, Richardson. Salga y terminaremos cuanto antes. Si no lo hace, le quedan por vivir las horas más angustiosas de su vida.
—¿Podemos negociar sin que nos escuche toda esa gente? —Preguntó la voz.
—Si quiere negociar puede hacerlo ahora. Me da igual lo que todo el mundo pueda escuchar. Hable.
—Sabe que tenemos mucho poder —comenzó a decir tras dudar unos momentos—. A una orden mía, mis socios provocarán una situación catastrófica a nivel financiero que acabaría con la economía mundial.
—Creo que sus socios le han abandonado. A nadie le interesa una catástrofe como la que describe. Ni a usted mismo. Su poder radica en mantener el Sistema tal y como está. No se producirá tal situación. Usted es reemplazable, y la estrategia de extorsión que aplica Érebo a los gobiernos del mundo se puede revisar y modificar. Tengo a distintos servicios secretos del mundo localizando a los responsables de Érebo; son conocidos, mi lista se va completando. Hablaré con sus socios. Pero usted ha matado a mucha gente inocente, entre ellos a mis amigos. Pagará por sus muertes.
—¿Va usted a matarme?
—Aquí está el sheriff. Responderá ante la ley. ¿Sabe, Richardson? En Virginia existe la pena de muerte. Inyección letal.
—No he matado a nadie en Virginia. Las muertes que he dispuesto han sido en otros países.
—Lo sé, pero quería que reconociera que ha ordenado muertes. Salga y podremos negociar en qué país se le juzga.
—Es un farol, señor Castellano. Tengo tiempo. Esperaré hasta que reciba noticias de mis socios. Tenemos poder e influencia como para forzar a los gobiernos a sacarme de aquí. Usted no podrá entrar tan fácilmente. Mis socios se moverán de inmediato.
—Ya veremos —dijo Damián concluyendo la conversación.
Richardson se encontraba acorralado; lo sabía. No sólo físicamente, atrapado entre los muros de su refugio, sino también estratégicamente, políticamente. Sabía que sus socios ya estaban buscando alternativas a la situación. Y cualquier opción que estudiasen sería ajena a sus intereses personales. En el mundo del dinero, de las altas finanzas y de la máxima influencia política, las fidelidades personales, las amistades o, incluso, los lazos de familia, se diluyen hasta desaparecer. Debería haber huido por el túnel desde el principio.
El pasadizo existía, no era un mito. Estaba fabricado en hormigón armado y chapa de acero. Resultaba totalmente estanco y no precisaba sistema de drenaje. Pasaba bajo el arroyo y asomaba en el bosque, a trescientos metros de distancia. Pero la salida se encontraba exactamente en el lugar que Damián Castellano había señalado en la fotografía. Vio cómo su fiel escolta ahora estaba dominada por ese hombre misterioso. Fue testigo del despliegue de los comandos por la zona de escape, y sabía que cumplirían tajantemente la instrucción de dispararle si intentaba huir. Había desaprovechado la única oportunidad que le quedaba.
La sala de seguridad había sido construida como un refugio antinuclear: unos veinte metros cuadrados, zona de control con sistema de comunicaciones, teléfono por satélite, radio y conexión a internet además de monitores de video y audio conectados a todos los lugares de la mansión y de la finca; En otra zona se encontraba el almacén de suministros, en el que, si era necesario, había provisiones para varios meses. En el extremo opuesto a la zona de monitores, se ubicaban literas para cuatro ocupantes y, junto a ellas, el sistema de climatización, impracticable para los intrusos, y protegido contra cualquier tipo de contaminación gracias a los numerosos filtros que contenía. Además, en caso de avería, disponía de un sistema de depuración del aire en circuito cerrado, que podía mantenerle con vida varias semanas.
Quedaban las puertas: la de acceso desde el sótano, de plomo y acero reforzado con medio metro de espesor total, y la del túnel, de similares características, aunque de tamaño más modesto. Además, el túnel estaba sellado en más lugares a lo largo de su recorrido, y sólo podrían abrirse dichos sellos desde el interior. Nadie podría entrar en aquél lugar. Pero no dejaba de ser una cárcel. Claro que la otra opción era la muerte. No albergaba ninguna duda sobre la intención de Damián Castellano: Matarle.
Estaba claro que tarde o temprano se le agotarían las provisiones. O quizá encontraran la forma de entrar. No podría permanecer enjaulado eternamente. Pero, de momento, disponía de tiempo para pensar en alguna solución, diseñar una estrategia… No en vano contaba con importantes recursos y disponía de la capacidad tecnológica para mover sus hilos. De momento tocaba esperar y pensar.
Los hombres del sheriff llegaron rápidamente. Su intención era requisar las armas, detener a los sicarios y trasladarlos a la cárcel del condado para ser interrogados y acusados de posesión de arsenal ilícito; pero el curso de los acontecimientos recomendó retrasar dicha tarea. Su jefe les ordenó que se unieran a los comandos en la búsqueda de la salida del supuesto túnel.
—¿Cómo piensa sacarlo de su madriguera? —Preguntó el sheriff cuando quedaron solos la señora, Damián y él.
—Minería convencional —respondió con aire ufano.
—¿A qué se refiere?
—Ya tenía prevista esta situación. Conocía la estructura del búnker. Ustedes cuentan con buenos profesionales en su ciudad. Están preparados para venir en cuanto yo les avise. El plomo puede fundirse, el hormigón caerá mediante detonaciones controladas, como ellos saben hacer muy bien, y el acero final puede cortarse con un buen soplete. Es cuestión de unas pocas horas. Simplemente esperemos; ese individuo no irá a ningún lado.
Una hora después, otro grupo de ayudantes del sheriff apareció por la mansión. Habían informado con anterioridad de la detención de la hija de Richardson y sus escoltas. Su jefe les ordenó que los trajeran. Al llegar, comentaron que la captura se produjo tras un tenso intercambio de amenazas con las armas de ambos grupos apuntándose respectivamente. La manifiesta inferioridad de los escoltas fue argumento suficiente para la rendición. Los dos comandos venían esposados mientras que la muchacha entró perfectamente libre. Al situarse todos en presencia de Damián quedaron inmediatamente “influidos”.
Uno de los ayudantes entregó un paquete a su jefe, y este se lo pasó inmediatamente a Damián con cierta extrañeza.
—No sé para qué diablos quiere esto… —Dijo con gesto preocupado.
—Ahora lo verá
Damián desembaló el bulto, que contenía un cargador de pistola, y lo encajó en una de las armas de los comandos con la que había estado jugueteando desde hacía largo rato. Después, arrastrando a la señora hasta situarse frente a una cámara de vigilancia, gritó:
—¡Richardson! ¿Me oye?
Richardson se acercó al monitor y observó cómo Damián sujetaba a su esposa y la apuntaba con la pistola.
—¿Qué es lo que pretende? —Respondió
—Estoy harto de esperar. Salga o mataré a su mujer.
Richardson sintió un estremecimiento, pero rápidamente reaccionó calmándose. Estaba claro que se trataba de una celada y no pensaba caer en la trampa. El señor Castellano no sería capaz de apretar el gatillo. En su guerra particular ambos habían matado, pero Damián sólo había volcado su ira contra personas directamente implicadas en el conflicto. Su esposa era ajena. No le haría daño.
—¡Déjese de tonterías y suelte inmediatamente a mi mujer! —Gritó—. Usted no será capaz de disparar.
—Tiene cinco minutos para salir —insistió Damián—. Si no lo hace, lo emplazo de nuevo en esta cámara para ver la muerte de su esposa. Yo mismo dispararé.
Se apartaron del objetivo buscando una zona discreta. El sheriff, con semblante serio, le preguntó:
—Parece que no está dispuesto a entregarse. ¿Qué piensa usted hacer ahora? ¿Seguir esperando a los mineros? No creo que tarden en llegar.
—Ya cuento con ello. Pero quiero forzarle. Quiero que todo el mundo se dé cuenta de que ese canalla es capaz de sacrificar a su familia antes que asumir su responsabilidad. Procederé como tengo planeado; primero con su mujer y después con su hija.
Los cinco minutos transcurrieron rápidamente sin que Richardson se rindiera. Damián, volvió a llevar a la señora a la vista del objetivo de la cámara. Cuando estuvo seguro de que era observado dijo:
—¡Richardson! Última oportunidad o su esposa morirá.
—¡Váyase a la mierda! —Respondió la voz desde la megafonía.
En el monitor de la sala de seguridad, desde una cómoda butaca, el poderoso magnate de los negocios y la política pudo observar cómo sus peores temores seguían cumpliéndose. En la pantalla Damián apretó el gatillo, sonó un disparo que impacto en la cabeza de su esposa, y esta se desplomó inerte en el suelo. Pudo ver que cayó realmente a plomo, que no respiraba, que sus ojos habían quedado en blanco y que rojas salpicaduras tapizaban la escena.
—¡Maldito bastardo! —Exclamó todavía con cierta incredulidad por lo ocurrido—. ¡Ha asesinado a mi esposa!
Damián se alejó unos pasos y agarró el brazo de la muchacha que observaba aterrada lo sucedido; la arrastró hasta la frontal del objetivo de la cámara y colocó la pistola apuntando a su cabeza. Después volvió a hablar:
—Comenzamos de nuevo. Tiene cinco minutos para salir o mataré también a su hija.
Caronte empezaba a desmoronarse, pero su instinto seguía siendo sobrevivir a costa de quien fuera, incluso a costa de su amada hija. Temblaba y lloraba, pero no se acercó al sistema de apertura de la sala de seguridad. Dio por perdida a su familia. Se quedó mirando atentamente el monitor que controlaba la sala. Vio cómo dos ayudantes del sheriff se llevaban el cadáver de su esposa y, pasado el tiempo indicado, observó a Damián repetir la maniobra con la muchacha. Esta vez él habló primero:
—¡Por favor, señor Castellano. No lo haga! —Exclamó sollozando.
—¡Abra esa maldita puerta! —Ordenó Damián.
—¡Papá! —Lloró la hija—. ¡Por favor, abre…!
—¡Diez segundos! —Advirtió Damián con insistencia.
El monitor encuadraba su desgracia. Los segundos transcurrieron ralentizados por el estupor, el miedo y la sangrante sensación de cobardía que le impedía salvar a su propia estirpe. Se repitió la escena. El disparó esparció sangre y restos según penetraba en el cráneo; los ojos quedaron en blanco y el cuerpo cayó a plomo en el lugar. Damián se alejó unos pasos dejando abandonado el cadáver. Por último, los dos ayudantes se llevaron el cuerpo.
Pasados unos minutos, los mismos ayudantes, en colaboración con el mando de los sicarios a quien habían ordenado volver, se dedicaron a bloquear las cámaras de vigilancia y los micrófonos ocultos. Sólo dejaron operativos los equipos de la sala donde se produjeron las ejecuciones. Caronte quedó totalmente aislado.
En el dormitorio principal, ahora despejado de tecnología, madre e hija permanecían inconscientes. Damián las había “influido” para que perdieran la conciencia en cuanto sonaran las detonaciones de fogueo. Pura parafernalia de efectos especiales. Desde luego, en Estados Unidos era fácil conseguir cualquier cosa, incluso cargadores trucados con fuegos artificiales de pintura roja.
Ahora, las dos mujeres dormían ajenas a todos los sucesos. Damián las observó en su tranquila paz. Estaba convencido de que Richardson nunca sabría que continuaban vivas. Se culparía a sí mismo y lo maldeciría durante el tiempo que le quedara de existencia, que no sería mucho. Podría entregarse y vivir más, unos días, quizá meses o años, mientras se sometía al juicio que lo condenaría. Pero ese malnacido cometería la estupidez de resistirse, de intentar huir, o de atacar a traición, como era su costumbre; en ese caso su final sería inmediato.
Entre tanto, los mineros habían transportado todo el equipo a la mansión. Derribaron la puerta de acceso al sótano que había bloqueado antes a Damián y descendieron hasta una dependencia que, según informó el mando de los sicarios, compartía pared con el búnker en un lateral despejado del mismo. Después comenzaron sus maniobras. Primero reventaron con una barrena el muro de ladrillo que cerraba el recinto; no tardaron en alcanzar la placa de plomo y despejaron una zona de cerca de dos metros cuadrados.
Al oír los golpes, Richardson cortó el suministro energético de la mansión, pero los equipos estaban conectados a un grupo electrógeno independiente que había sido instalado en el jardín. Había luz gracias a focos LED de alta potencia, corriente eléctrica, sistema de ventilación y demás material de aplicación a la minería.
Los sopletes comenzaron a fundir el plomo. En menos de una hora se había despejado una superficie similar a la anterior, dejando el material fundido solidificándose en el suelo de la estancia. Rápidamente apareció el hormigón. Ese era el momento para realizar taladros con barrenos en los que colocar cargas explosivas.
Los mineros eran verdaderos expertos, trabajaban meticulosamente, calculaban el ángulo de penetración de los taladros para extraer el mayor material posible con una sola detonación; calcularon también la cantidad de explosivo Goma 1 ED necesaria para fracturar el hormigón en un círculo de algo más de un metro de diámetro. Consideraron también el efecto de la detonación al chocar con una chapa de acero de una pulgada para calcular la dirección de la onda expansiva y el riesgo consecuente. A las tres horas de haber comenzado la tarea, todo estaba listo para efectuar la deflagración del explosivo. Abandonaron el lugar y conectaron el detonador.
Tras el estruendo, volvieron a entrar con máscaras anti gas transportando un eficaz sistema de ventilación que extrajera el polvo y los gases tóxicos generados en el proceso. Media hora después el recinto estaba despejado para proseguir con el trabajo.
El armazón de hierros que constituía el esqueleto del hormigón armado asomaba caótico en un círculo casi perfecto. Había llegado el momento de utilizar las antorchas de plasma para cortar el metal; en primer lugar los hierros retorcidos para facilitar el camino hacia la chapa posterior. Este trabajo llevó algo más de una hora. Cuando llegó el momento de atacar el muro de acero de una pulgada, tres mineros, Damián y el sheriff, estaban presentes en el sótano; sin embargo, un mal presentimiento cruzó los pensamientos de Damián: Al caer la última barrera podían ser víctimas de un ataque desesperado de Caronte; quizá con una granada o con un arma de asalto. Podía morir mucha gente.
Ordenó que todos abandonaran el lugar salvo el minero encargado de la antorcha de plasma. Le pidió que le ilustrara sobre su manejo, le dejó realizar la mayor parte del trabajo y, cuando apenas quedaban cincuenta centímetros para completarlo, le pidió que saliera del sótano dejándole terminar la operación.
Las horas transcurridas habían permitido a Richardson realizar distintas llamadas telefónicas. Se puso en contacto con importantes personajes de Érebo, sin embargo, tal como había supuesto con anterioridad, le denegaron cualquier ayuda aduciendo que se enfrentaban a una situación insólita en su historia que precisaba ciertos reajustes estructurales. «¡Reajustes estructurales!», contestó. «¡Soy un jodido reajuste estructural! Yo os he mantenido en vuestros cargos. Sois poderosos gracias a mí. ¡Y ahora me dejáis en la estacada! ¡Hablad con algún general para que envíe un ejército, joder!». «Prueba tú mismo a hablar con alguno de tus amigos militares. Quizá te hagan más caso», respondieron.
Por supuesto, sus amigos militares, algún que otro general y un buen número de coroneles, declinaron la ayuda. Su argumento era lógico, no podían inmiscuirse en una operación del sheriff local si no mediaba una instrucción procedente del gobierno del estado o de la nación. Opinaron que, como en otras ocasiones, si estaba metido en un lío de índole judicial, debería utilizar su poder en los juzgados, fácilmente manipulables desde el propio gobierno, la CIA, la NSA o cualquiera de sus contactos en otras agencias. En cualquier caso, no era la primera vez que, por descuido, algunos de los crímenes que ordenaba lo habían salpicado. Pero una cosa era manipular a los políticos y a los jueces, y otra muy distinta eludir la venganza de Damián Castellano. Todos sus contactos le habían abandonado para proceder a realizar “reformas estructurales”. Incluso los refuerzos operativos de Caronte que había solicitado habían negado, no sólo la ayuda, sino incluso una simple respuesta a su llamada. Bien era cierto que el conflicto con Castellano los había diezmado en las fechas precedentes. Estaba solo.
El último centímetro de acero sucumbió bajo el efecto del plasma, aunque la chapa todavía quedó encajada en su posición. Precisó una buena patada para caer, finalmente, en el interior del búnker. Había quedado una abertura circular, de más de un metro de diámetro, por la que se proyectó un potente chorro de luz blanca. Tras unos instantes de expectación, Damián se decidió a entrar.
El recinto estaba vació. Richardson había escapado. Escudriñó con la mirada cada rincón de la sala; descubrió la puerta de acceso al túnel, encajada pero sin cerrar, tarea que sólo podría realizarse desde el interior de la sala de seguridad. Dio marcha atrás y se reunió con el sheriff en la mansión para informarle de la situación. Ordenaron a los comandos y los ayudantes que estuvieran muy atentos a la posible huida de Caronte, mientras que él mismo y el sheriff, provistos de buenas luces frontales de minero, se adentraron por el pasadizo. Damián iba delante, su compañero detrás.
El túnel, construido en chapa de hierro y hormigón armado, permitía el paso cómodo de un hombre. Comenzaba con un descenso mediante escalones hasta que profundizaron unos cinco metros. Después avanzaba recto por una distancia próxima a los cincuenta metros, hasta alcanzar una nueva puerta blindada, también encajada sin cerrar.
Damián actuó con prudencia, temiendo que su enemigo pudiera dispararles o utilizar algún explosivo. No quería que el sheriff corriera ningún peligro. Empujó el portón hasta que tuvo una abertura de medio metro y se asomó al interior; al ver otro tramo despejado del túnel abrió completamente la puerta para permitir el paso a su compañero y proseguir la persecución. El siguiente tramo de túnel se mostraba largo, sucio, frío y húmedo; no era recto, presentaba una curva sostenida a la derecha que giraba unos noventa grados en un espacio de unos veinte metros, hasta alcanzar otro tramo recto. Al final desembocaron en un cruce con otra galería que se prolongaba a izquierda y derecha. Aquí le surgió la duda. Damián indicó al sheriff que se quedara en el lugar mientras él exploraba uno de los tramos. Eligió la izquierda pensando que, tras la curva anterior, esa sería la dirección que avanzaría hacia el arroyo y el bosque.
Tras otros cincuenta metros se encontró con una nueva puerta blindada pero, en esta ocasión, permanecía cerrada desde el interior. De todos modos la abrió para comprobar si Richardson podría haber escapado por allí. Al otro lado se encontró con uno de los ayudantes del sheriff.
—Localizamos la entrada y hemos decidido bajar hasta aquí para montar guardia —indicó el agente.
—¿Hace mucho que montáis guardia? —Preguntó Damián con preocupación.
—Sobre un par de horas, mientras estaban ustedes perforando en el sótano.
—De acuerdo —dijo sintiéndose aliviado al suponer que Richardson seguía estando acorralado—. Continúen con la vigilancia.
Regresó por el mismo túnel hasta reunirse de nuevo con el sheriff. Después, ambos avanzaron por el corredizo que les faltaba por explorar. A los treinta metros encontraron una nueva puerta. También estaba encajada. Damián empujó como hizo anteriormente, con prudencia y abriendo apenas medio metro para poder asomarse. En cuanto hizo ademán de entrar sonó una ráfaga de disparos salidos de un arma automática. Damián retrocedió con rapidez.
—¿Estás herido? —Preguntó el sheriff.
—No, jefe —mintió Damián mientras la herida que un balazo había producido en su mano derecha se cerraba sin dejar señal.
—¡Richardson, no puede esconderse ahí eternamente! ¡Ríndase! —Gritó el sheriff.
—¡Mataré a quien intente entrar! —Fue la respuesta de Caronte—. ¡Entre usted, señor Castellano! ¡Le mataré como a un perro, igual que ha hecho con mi mujer y mi hija!
—No le haga caso —aconsejó el sheriff a Damián mientras sujetaba su arma en la mano—. Quiere provocarle. Está desesperado y no tardaremos en sacarlo de ahí usando gases.
—No se preocupe por mí, jefe. Entraré de todos modos.
Sabía que sería doloroso. Ya había recibido disparos con anterioridad y, aunque no estaba preocupado por su vida, la idea de recibir los impactos de bala no le apetecía en absoluto. Aún así estaba decidido; la guerra contra Caronte terminaría en ese lugar y en ese momento. Recomendó al sheriff que se alejara hasta el recodo en el cruce de túneles y después avisó:
—¡Richardson, estoy solo y desarmado, voy a entrar!
Empujó de nuevo la puerta para que se abriera totalmente y, de un decidido paso, penetró en el recinto. Recibió una nueva ráfaga de disparos que le hicieron caer al suelo. El enemigo le dio por muerto y se aproximó, al tiempo que Damián comenzaba a recomponerse e “influir” de inmediato en la mente del sujeto.
Le ordenó soltar el arma y alejarse; cuando lo hubo hecho, se incorporó de nuevo. Oyó la voz del sheriff preguntando con angustia:
—¿Está usted bien, Damián?
—¡Sí! —Exclamó en voz alta—. No se preocupe, está todo bajo control. Espere fuera.
Por fin estaba frente a Caronte. En las fotografías que había estudiado con anterioridad presentaba un aspecto maduro, aunque fuerte y altivo. Ahora, sin embargo, veía a un sujeto avejentado, postrado, un anciano de pelo blanco, delgado y sudoroso, con los ojos hundidos en una estrecha cara y rodeados por unas cuencas violáceas; con los brazos temblando por la ansiedad y el miedo. Tragaba saliva como si así pudiera hacer desaparecer la angustia que atenazaba su garganta. Había pánico en su mirada, aunque también se percibía el odio.
Damián pudo leer sus pensamientos. Tras la certeza de la muerte, se mantenían con fuerza el rencor por la derrota, por haber perdido su poder, no sólo económico y empresarial, sino, sobre todo, el imperio de terror con el que controlaba a los más fuertes gobiernos del mundo. Ni siquiera recordaba en ese momento la muerte de su mujer y su hija. El rencor por el poder perdido ocupaba toda su mente.
También había odio en la mirada de Damián. Sentía que Andreu, Dagobert y Jakob estaban presentes reclamando el final de su venganza, y ésta estaba a punto de culminarse. No habría juicio en ninguna corte penal del mundo, en ninguno de los países donde Caronte había asesinado. Su plan original consistía en entregarlo a las autoridades de China, o de algún país de Oriente Medio en los que había realizado crímenes, países donde moriría ahorcado por asesinato, por espionaje y por corrupción. Pero no podía esperar. El odio en la mirada de Richardson acentuó el odio en el corazón de Damián. Caronte moriría ahora, allí mismo.
Observó con detenimiento el lugar en el que se encontraba. Era una sala de cierta amplitud, quizá cuarenta o cincuenta metros cuadrados, donde se acumulaba un verdadero polvorín. Debía ser uno de los arsenales de su organización; quizá el depósito principal: Armas de todo calibre, lanzacohetes, munición de lo más variada, explosivos…
—¿Sabe que su mujer y su hija han muerto por su cobardía? —Mintió Damián intentando amentar la angustia del reo.
Richardson guardó silencio.
—Podía haberles ahorrado sufrimiento si se hubiera entregado antes. Como ve, sus artimañas no han servido de nada. Están muertas. Pero no se preocupe, dentro de poco se reunirá con ellas en el infierno.
—¿Qué va a hacer? —Preguntó por fin el anciano.
—Yo no voy a hacer nada, lo hará usted. ¿Sabe manejar explosivos?
—Sí.
—Va a destruir todo esto. Permanecerá aquí mientras prepara el equipo para la explosión, yo veré cómo lo hace; después esperará media hora y lo detonará. No se moverá de este lugar y morirá al tiempo que se destruyen sus últimas armas. Este es el final de Caronte. Proceda con los explosivos.
Richardson no pudo resistir el “influjo”. Damián le permitió mantener la suficiente conciencia como para que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, de lo que iba a ocurrirle, y de que no podía rebelarse contra las ordenes que había recibido.
Comenzó a acumular cargas de C4 en el centro de la sala. Buscó un estuche de detonadores, los desembaló y los conectó a un temporizador; dispuso un sistema de cables que enlazaron los detonadores a numerosos paquetes de explosivos y, por último, situó el registro del temporizador en treinta minutos. Cuando todo estuvo listo, y tras la comprobación por parte de Damián de todo el sistema, activó el cronómetro del detonador.
—Ahora —dijo Damián como últimas instrucciones—, aléjese un par de metros, siéntese y no se mueva hasta que explote. No nos volveremos a ver, Caronte.
Después abandonó el polvorín, manejó la cerradura de seguridad de la puerta blindada bloqueando la salida y corrió para avisar al sheriff.
—Jefe, salga por el extremo del túnel y avise a sus hombres. Tenemos que alejarnos de aquí. Dentro de veintinueve minutos todo esto explotará, se convertirá en un infierno. Allí dentro hay al menos cien kilos de C4 que están listos para su detonación.
—¡Demonios! ¿Qué va a hacer usted?
—Iré por el interior y sacaré a las mujeres y al personal que está dentro de la casa. Nos juntaremos en los vehículos y nos iremos lo más rápido posible. ¡Corra!
Se separaron a toda velocidad. Al llegar a la casa y subir por la escalera desde el sótano, Damián se encontró con los ayudantes del sheriff que permanecían en el interior y con el mando de los sicarios; les informó de lo que iba a suceder. Después acudió al dormitorio en el que permanecían inconscientes las mujeres; las reanimó y les dio vigor para salir corriendo. Por último, a toda velocidad, se dirigieron hacia los vehículos policiales, entre los que se incluía un autobús blindado para trasladar a los matones. Pocos minutos después ya se encontraban a un par de kilómetros de la zona.
Se detuvieron en un alto desde el que se vislumbraba la mansión en la distancia. El sheriff ordenó a sus ayudantes que condujeran a los sicarios hasta la cárcel y que esperaran sus instrucciones. Después, con Damián sentado a su lado, se quedó esperando la deflagración.
—¿Qué quiere que hagamos con ellos? —Preguntó tras unos instantes de espera, sin apartar la mirada de la finca de Richardson.
—¿Con esa banda de matones? Acúseles de haber infringido las leyes sobre armas del condado. Yo me ocuparé de que confiesen. Y si alguno de ellos relata algún otro delito, quizás uno o varios asesinatos, procésenle por ello. Le aseguro que no se callarán nada. Los que tengan delitos menores terminarán sus días siendo granjeros, se lo prometo. Los asesinos espero que se pudran en la cárcel.
—Quedan cinco minutos. ¿Cree que el malnacido de Richardson habrá huido?
—No. No lo ha hecho. Permaneció sentado junto a los explosivos esperando su final.
—Es terrible la historia que me contó sobre Caronte y esa organización de conspiradores… Érebo. ¿Piensa que ya ha acabado todo?
—Mucho me temo que no, esto es sólo el comienzo; pero, al menos, espero que el resto de la historia transcurra sin asesinos. Viviremos mucho más tranquilos.
—Ya está empezando a oscurecer y no hemos comido nada en todo el día. Si le parece, le invito a cenar en mi casa esta noche. Comida sureña de verdad. Le diré a mi mujer que prepare algo especial.
—Se lo agradezco. Lo cierto es que estoy muy hambriento. Será un placer cenar con ustedes. Por cierto, jefe, ¿cuál es su nombre?
—Tyler. Todo el mundo me llama jefe, pero en casa soy Tyler.
El sheriff asomó la cabeza por la ventanilla del coche observando el cielo con detenimiento. Después continuó diciendo:
—Creo que esta noche nevará de nuevo. Están bajando las nubes. Esto es bueno para la montaña, y para la caza.
Era cierto. Las nubes se habían espesado a baja altura y algunos copos comenzaban a caer para reemplazar a los que se habían fundido durante la jornada. Era previsible que, según avanzara la noche, la nevada aumentara en intensidad. Además, la casi ausencia de viento presagiaba que las nubes se mantendrían en el cielo de Roanoke durante bastantes horas, lo que vaticinaba una nevada copiosa.
Con la vista dirigida hacia el valle, donde el pequeño lago se oscurecía al tiempo que los prados adquirían un tono más claro, allá donde el bosque ribeteaba el arroyo, pasaron rápidamente los minutos. Después, un tremendo relámpago procedente del subsuelo arrancó materiales, tierra y prado verde, esparciéndolo varias centenas de metros a la redonda. El sonido llegó seis segundos después, un estruendo imponente acompañado de un fuerte temblor. Durante un rato, una columna negra de humo y polvo se mantuvo erguida sobre el lugar. Poco a poco, al tiempo que la noche se adueñaba del condado y las luces de las viviendas comenzaban a resplandecer, la negra estructura de humo se fue disipando y la calma se dejó sentir en el interior del corazón de Damián. Una sensación de descanso como no había experimentado desde largo tiempo atrás. Un dramático capítulo de su vida, uno más a sumar a su larga experiencia, había concluido. Y ahora nacía de nuevo la esperanza en un tiempo mejor.
—Esto ha acabado —dijo Tyler.
—Sí. Ha acabado —convino Damián.