12.-     Viernes, cuatro de octubre de 2013

Venganza

 

 

Esa mañana, el diario Bild de Hamburgo abrió la edición con esta noticia: “El profesor Leonhardt asesinado”. Después, leyendo el contenido se indicaba: “Un coche bomba acabó anoche con la vida del profesor Dagobert Leonhardt, de la Universidad de Hamburgo. Viajaba con el conocido eco terrorista Andreu Martorell y con dos secuaces de clanes mafiosos. El suceso se desencadenó al abandonar de madrugada un lujoso club de alterne en el que habían pasado la noche. Al parecer, su muerte se relaciona con otros cuatro crímenes ocurridos en un apartamento próximo a la Facultad de Economía, lugar de trabajo del profesor. Según fuentes próximas a la investigación policial, todo parece indicar que se trata de un ajuste de cuentas entre clanes mafiosos rivales, en los que también estaba involucrado un agente del BND que, asimismo, resultó muerto. La noticia continuaba dando detalles sobre la identidad del agente, Jakob Tausch; el club donde habían pasado la noche, el Schwarzer Kuss Night Club; la hora del suceso, rondando las cinco y quince de la madrugada; y el lugar de la explosión, a la altura del cruce de Kollaustrasse con la vía del ferrocarril y el río Kollau.

 

Damián cerró el periódico. Elke se mostraba totalmente angustiada desde que leyó el titular de la noticia unos minutos antes. Todavía no habían abandonado el área internacional del aeropuerto, se encontraban descansando del viaje y la tensa noche anterior mientras tomaban café en la mesa de una cafetería. Otro periódico, el británico Daily Telegraph, abría con otro titular escandaloso: “El conocido empresario Alexandre Lawler muere asesinado en su casa de descanso en Cornualles. Se sospecha que el causante del crimen es el banquero Damián Castellano a quien la policía busca por toda Europa”.

 

La táctica de los sicarios había resultado precisa; no sólo estaban matando a sus compañeros, sino que, además, manipulaban a la opinión pública para asegurarse de que la obra de Dagobert, y de todo el equipo, quedara absolutamente desprestigiada. Pero el desprestigio era lo que menos importaba a Damián en ese momento. El odio crecía en su interior.

 

—Nos mentiste, Damián —dijo Elke con lágrimas en los ojos— No podías protegernos a todos.

 

Damián calló porque sabía que esa acusación era cierta. Al comenzar el proyecto, nunca había pensado que arriesgaría hasta ese punto la vida de otras personas. Hombres y mujeres que habían confiado en él, que habían creído en él. Se había equivocado y tenía que corregir drásticamente su error. Pero no podía devolver la vida a los muertos; esa tragedia no tenía solución.

 

Cinco buenos amigos habían sido asesinados aquella noche: Andreu, vital y entusiasta, con quien había compartido multitud de aventuras; Jakob, sensato y pragmático, que se vio involucrado de manera forzada al principio, pero que, después, se unió con entusiasmo al proyecto; Dagobert, idealista y soñador, que fantaseaba con ser el artífice de un mundo mejor. Hubert y Otto, casi desconocidos para él, pero que se entregaron a la tarea de cuidar a sus protegidos hasta las últimas consecuencias. Todos ellos asesinados por ser culpables de un tremendo crimen: desear un mundo mejor.

 

Tampoco se quitaba de la cabeza el ataque que había sufrido él mismo unas horas antes, y que puso en serio peligro las vidas de Elke y Laura.

 

«¡Asesinos!», se repetía en su cabeza, «¡Malditos asesinos!». Después se culpaba por haber involucrado a todas esas buenas personas en el proyecto de cambiar el mundo. Los había utilizado, sin darse cuenta, como carne de cañón; y ahora estaban muertos por su culpa.

 

Luego maldecía su destino. Dirigía sus pensamientos hacia Lucifer: «¿Es esta la felicidad que me habías prometido? Yo provoco los acontecimientos, creo la historia; pero ahora la historia se vuelve contra mí. ¿Por qué, Lucifer, hace meses que no puedo verte? ¿Por qué me has abandonado? ¿Es esto otra prueba de sangre?»

 

El odio hacia los criminales crecía en sus entrañas. Necesitaba venganza. Quería acabar con toda aquella banda de asesinos y con quienes les ordenaban sus acciones. Estaba decidido a ir a por ellos. Pero lo haría solo. Si se descuidaba podrían morir, a consecuencia de sus actos, las dos personas que quedaban a su lado: Laura, a la que amaba, y Elke a la que… también amaba. Tenía que protegerlas. Laura y Elke debían desaparecer de su vida y retornar a una existencia normal alejadas de todo riesgo; tenían que olvidarse de él. Eso no resultaría difícil de conseguir; podía manipular su mente y hacerlas olvidar todo lo ocurrido; podía prepararles una nueva vida desahogada. Podía, al mismo tiempo, estar pendiente de ellas, desde la sombra, para procurarles seguridad, salud, prosperidad y juventud. Pero no sería fácil para él. Deseaba compartir su vida con Laura, y deseaba tener a Elke cerca y verla feliz, aunque fuera en íntimo abrazo con otras personas, como cuando su amiga era amante de Jakob. Pero, si verdaderamente las amaba, debía asumir el tremendo dolor de renunciar a ellas.

 

Decidió que la venganza podría retrasarse unos días, los suficientes como para llevar adelante la estrategia de protección a las dos mujeres. Tan sólo realizaría una gestión en Hamburgo: conseguir que el rectorado de la universidad mantuviera cerrado y vigilado, en la medida de lo posible, el despacho de Dagobert. Después aprovecharía el viaje para arreglar la nueva vida de Elke, manipulando su mente cuanto fuera necesario. Le procuraría un nuevo trabajo acorde con sus inquietudes. Seguiría siendo ella misma, Elke Niebuhr, no podía robarle su infancia ni sus amores de adolescencia. Tan sólo habría una laguna en su memoria. Todo cuanto tuviera que ver con Damián Castellano y una conspiración que giraba en torno a él. Modificaría detalles en su memoria sobre lo ocurrido durante los últimos meses. Recordaría su romance con un vigoroso policía que murió víctima de unos delincuentes comunes, recordaría también viajes por distintos lugares de Europa, acompañada de amigos, aprovechando los meses que transcurrieron desde que dejó voluntariamente su trabajo en la agencia de intérpretes. Y disfrutaría de un nuevo empleo en el que se sentiría feliz.

 

Con respecto a su identidad, sabía de la existencia de, al menos, otras veinte mujeres con el mismo nombre y apellido que aparecían en las redes sociales, lo que indicaba que debían ser muchas más las que se llamaran igual en toda Alemania; ese dato aseguraba que podía usar su primitiva filiación con cierta garantía de privacidad. Aún así, procuraría que su nuevo destino estuviera en algún lugar que nunca relacionaran con él y con la Elke Niebuhr que anduvo junto a Damián Castellano. Pensó en Italia: sol, ambiente cálido, amantes fogosos, diversión… y un idioma que conocía. Sería feliz en Italia. Además, pediría a Woodgate que enviara a dos de sus hombres para vigilarla permanentemente.

 

Cuatro días después, Elke tenía una nueva vida en Venecia ocupándose de los viajeros alemanes en el Bauer, uno de los mejores hoteles de la ciudad, con un sueldo cinco veces mayor que el habitual para su cargo y un bonito apartamento en alquiler que también le pagaba la dirección del hotel.

 

Sospechaba que realizar una operación similar con Laura iba a resultarle mucho más doloroso. Sabía que, en los días transcurridos desde que la envió de vuelta a España, habría recapacitado en los dramas en que se habían convertido su vida, y las vidas de todos los compañeros de conspiración, en los últimos tiempos. Afortunadamente no recordaba la agonía sufrida a causa del fuego en el acantilado, mientas permanecía consumiéndose atrapada entre el amasijo de hierro retorcido en que se había convertido el Range Rover. Pero conocía la historia. También estaba informada de la muerte de sus amigos en Hamburgo.

 

Cuando Damián estuvo frente a ella en un pequeño y viejo apartamento del barrio de La Latina en Madrid, fue consciente de la realidad de su temor; el dolor que le causaba la idea de desprenderse de la compañía de su amante le resultaba casi insoportable. Por otro lado, Laura estaba desarrollando un rechazo creciente hacia el contacto con él. No se lo dijo con palabras, pero no hizo falta, lo leyó en su mente. Esa era la nueva capacidad de cuya existencia había sido consciente aquellos días en la cabaña de la Cordillera y que había silenciado cuando le preguntaron por la posible existencia de alguna otra facultad secreta. Era capaz de leer la mente de los demás. El hecho de poder introducir ideas y órdenes en el cerebro de las personas provocaba una interacción con los pensamientos que en esas mentes hubiera anteriormente. Años atrás cuando comenzó a conocer sus poderes, esa capacidad pasó desapercibida; pero, con el tiempo, se iba manifestando con mayor potencia. Prefería guardar dicha habilidad en secreto, a ninguna persona le gustaría saber que algún individuo, conocido o desconocido, pudiera conocer sus más íntimos pensamientos.

 

Y Damián percibió que Laura pensaba en rencor, en miedo, en duda, en incertidumbre. Descubrió en su pensamiento que le aterrorizaba la idea de continuar con el proyecto, pero también percibía que no sabía lo que podría ser de su vida si lo abandonaba. Por otro lado, sus cavilaciones hablaban de que le tentaba la posibilidad de buscar un nuevo trabajo y olvidarse de todo lo ocurrido desde que conoció a Damián del Diablo. Quería volver a ser Laura Golmayo Blanco y dejar atrás a Beatriz Soriano Portinari.

 

Damián era consciente de esos pensamientos en cuanto se formaban en la mente de Laura; pero también percibía otras ideas distintas: El amor sincero que ella había sentido por él y que no había desaparecido, aunque el miedo lo ocultara; el arrojo que surgía de vez en cuando para completar la tarea de cambiar el mundo y acabar con los asesinos de sus amigos y quienes quisieron matarla a ella; la curiosidad de la periodista de investigación, que siempre estaba en su interior, por conocer los movimientos falaces de las personas que dominaban el mundo.

 

Pero luego volvía el miedo, el rencor, la duda… Damián había prometido mucho sin conseguir nada, sus amigos habían muerto, ella había sufrido dos atentados, la felicidad prometida no llegaba, el mundo no cambiaba... Todo iba a peor. Su confianza se había acabado. Quería mantener el sueño de cambiar a mejor el destino de la humanidad, pero su granito de arena a esa tarea lo aportaría con la pluma, con sus artículos, con el procesador de textos de su centro de trabajo en algún periódico de provincias. Quizá regresara a Oviedo. Ese era su pensamiento, su íntimo deseo.

 

“Influida” por Damián, la oscuridad de su mente se acabó. De pronto era Laura Golmayo Blanco, joven periodista que acababa de terminar un período de descanso, después de un ataque sufrido a manos de una violenta perturbada en su trabajo de Oviedo. En ese momento acababa de firmar un generoso contrato para trabajar en el diario El País, el de mayor tirada en España y perteneciente a uno de los mayores grupos editoriales del mundo, con un sueldo más que generoso y un buen apartamento en el centro de Madrid pagado por la empresa. Sentía que había alcanzado la cumbre de su profesión. Sobre los sucesos acaecidos en los meses anteriores, tan sólo recordaba viajes alegres con algunos amigos y un grave accidente de coche del que salió indemne.

 

Se sentó delante del ordenador en su flamante despacho nuevo, miró a sus compañeros trabajando más allá de los muros de cristal que la protegían, y comenzó a teclear unas palabras acerca del tema que llevaba tiempo dando vueltas en su cabeza y sobre el que quería investigar: “Conspiraciones internacionales. Los verdaderos artífices de la crisis económica y los motivos ocultos que la provocaron”. No quedaba ningún recuerdo de Damián Castellano, ni era consciente del grupo de escoltas ingleses y alemanes que la vigilaban permanentemente.

 

***

 

Damián se refugió unos días en su casa de Gijón. Se encontraba angustiado y perdido. El enemigo había demostrado su fuerza; había destrozado el equipo, matando a varios de sus mejores amigos. Afortunadamente no habían podido acabar con Elke y Laura, sin embargo, aunque fuera de forma indirecta, habían provocado que estuvieran fuera de juego. Tampoco lo habían matado a él, aunque habían conseguido dejarle solo. Habían vencido en la primera batalla, habían demostrado que el elegido de Lucifer tenía debilidades.

 

Intentaba recuperar la fuerza y el ánimo suficiente como para empezar de nuevo con su tarea, pero le estaba costando un esfuerzo terrible. El dolor por las pérdidas sufridas le había desgarrado el corazón: La muerte de Andreu, Dagobert y Jakob, junto con sus escoltas; la pérdida de Elke quien, a pesar de todo, se encontraba feliz en Venecia y, sobre todo, el hecho de haberse desprendido de Laura, por quien había sentido un amor tan intenso como doloroso fue su final.

 

Deambulaba por el paseo del Muro de San Lorenzo recibiendo sin protección la copiosa lluvia de noviembre. Asistía al espectáculo imponente de los temporales del Cantábrico abatiéndose contra las rocas del Cervigón. En los días soleados caminaba por el sendero que conducía a Deva, deteniéndose ocasionalmente a meditar en el robledal de Tragamón o en el nacimiento de Peña Francia.

 

Jornada tras jornada, aunque su tristeza se mantenía, el ánimo y la decisión de actuar iban en aumento. Se dio cuenta de ello cuando fue capaz de acudir a comer, aunque fuera solo, a los buenos restaurantes de la ciudad: el Auga, La Pondala o La Salgar, entre muchos otros. Un día de noviembre reconoció en sí mismo la renovada capacidad de disfrutar de un buen guiso de pescado o de una fabada bien cocinada. Incluso en cierta ocasión llegó a reírse escandalosamente, ante el pasmo de los elegantes comensales del restaurante Ciudadela, cuando descubrió la clave de su mejoría. «Los males de todo hombre se curan atendiendo bien el estómago», se dijo, y siguió comiendo arroz meloso con marisco entre risas ocasionales.

 

Aún así, no olvidaba a Laura, ni lo sucedido semanas atrás. El asesino se hacía llamar Caronte, el barquero que conducía las almas de los muertos a través del río Aqueronte y la laguna Estigia hasta entrar en el reino de Hades, el  lugar donde los difuntos permanecerían por toda la eternidad. Siguiendo el mito, él se reconoció como Orfeo, uno de los pocos hombres que habían conseguido entrar en el inframundo y retornar después indemnes al lugar de los vivos. Y Laura tenía el papel de su amada Eurídice, quién murió al ser mordida por una serpiente, y a quien Orfeo estuvo a punto de rescatar de la muerte. La tragedia del mito ocurría en el momento en el que estaban a punto de cruzar la última puerta, antes de entrar definitivamente en el reino de la vida, cuando un terrible error de su rescatador la hizo retornar de manera definitiva al territorio de Hades.

 

Entonces, al recordar la epopeya órfica, volvía a entristecerse. Aún así, se daba cuenta de que ahora era capaz de pensar en su historia como si de un mito clásico se tratara; lo que identificaba como un síntoma de estar tomando cierta lejanía emocional respecto a la tragedia. El dolor se iba diluyendo, mas no el recuerdo.

 

Tampoco podía olvidar la muerte de sus amigos en Hamburgo, ni los sucesos de Londres, a causa de las distintas policías europeas que, de vez en cuando, acudían a su villa con la intención de detenerle. La denuncia realizada en Inglaterra le había perseguido hasta su residencia en Asturias, y se había visto obligado a utilizar su poder para alejar a los agentes del Cuerpo Nacional de Policía y de la Interpol. Eso no le supuso ningún problema; incluso les había obligado a informar de su inocencia. Y todo porque, aunque podía haber cambiado fácilmente su identidad adoptando una nueva que lo alejara de los problemas, no quería renunciar a ser Damián Castellano, como tampoco quería que el recuerdo de Jakob, Dagobert y Andreu quedara mancillado para todo el mundo como pretendían los sicarios.

 

A primeros de diciembre tomo la decisión de organizar una fiesta; sería el miércoles día cuatro, e invitaría a sus compañeros de la Cofradía del Buen Yantar a un banquete abundante y suntuoso. Comerían y beberían a la salud de los amigos ausentes, prepararían una queimada al final de la cena en la que él mismo se ocuparía de realizar el conjuro y, al día siguiente saldría de Asturias para completar su venganza.

 

Eligió el restaurante Arbidel, en la cercana y marinera villa de Ribadesella, donde serían atendidos por un excelente cocinero, amigo suyo, merecidamente premiado y reconocido a nivel nacional. Damián quiso pasar las horas previas a la celebración de una forma apacible y solitaria, aunque moderadamente activa. Por la mañana temprano, aprovechando la claridad de un día fresco y luminoso, realizó una ruta de montaña por el Parque Natural de Ponga subiendo, desde la bonita majada de Ventaniella, al privilegiado mirador sobre la Cordillera que constituía la cima de Peña Ten; subió transitando primero entre apacibles bosques de hayas y remontando después empinadas torrenteras y pedregosas cuestas hasta alcanzar la lejana cumbre, donde disfrutó, durante un rato de éxtasis, de la extraordinaria vista y de un rústico bocadillo, acompañado del fresco vino escanciado desde la vieja bota que le acompañaba desde años pasados.

 

Tras el descenso, unas seis horas después de haber comenzado la ruta, regresó a Gijón donde se quitó el sudor con una ducha fresca, y se vistió para acudir a la cita con los cofrades. Al terminar de acicalarse, tomó nuevamente el coche para conducir los sesenta kilómetros que separaban su casa del restaurante. El sol se iba poniendo según conducía, no en vano ya estaba próximo el solsticio de invierno y los días se habían acortado considerablemente. Dejó el vehículo en el aparcamiento próximo al puente que cruza sobre la ría de Ribadesella y paseó tranquilamente hasta la entrada del establecimiento.

 

El local, que conocía muy bien gracias a las numerosas visitas que realizaba con cierta frecuencia, era pequeño y entrañable, decorado con elegancia y atendido con esmero. Su buen amigo le recibió nada más verle entrar por la puerta. Todavía no había llegado ninguno de los cofrades, faltaba una hora para el momento del encuentro, pero ambos querían disfrutar de una copa de buen vino y un rato de conversación cargada de afecto con un viejo conocido.

 

Poco a poco fueron llegando los invitados, veinte en total incluyendo a los dos anfitriones. Tenían preparado un menú brutalmente copioso. Damián deseaba que su despedida resultara inolvidable. Desconocía como sería su vida tras los movimientos que tenía planeados, pero había decidido que, esa noche, todo pensamiento dramático quedara relegado en pos de la fiesta, de la abundancia, de la amistad, de la generosidad y la alegría.

 

Los entrantes fueron variados: Tomate raff y cebolla roja en ensalada de anchoas ahumadas y varé, pulpo braseado con parmentier de arbequina y pimentón, bocartes rellenos con suave de cabrales y vinagreta de manzana y tomate, langostino frito con bacón ahumado sobre crema de zanahoria y comino, y ravioli de morcilla con manzana, setas y varé. Hubo dos platos principales, uno de pescado que consistió en rape asado con cuscús, caramelo de cigala y tallarines de calamar; y otro de carne, para el que se eligió el lomo de cordero relleno con espuma de patata trufada y brotes frescos. Los postres fueron también dos por persona; el primero consistió en infusión de frutos rojos con espuma de hierba luisa y helado de yogur y queso, seguido de un soufflé de chocolate con helado de caramelo y crema de avellana. Los vinos que acompañaron al ágape consistieron en una selección de caldos de Rioja, Albariño y Pedro Ximénez, adecuados a cada plato y elegidos por el chef con gran acierto.

 

Si de algo se jactaban los cofrades era que su estómago no tenía fondo; pero ese día lo encontraron. Les costó un tremendo esfuerzo de ego y de voluntad acabar con todos los manjares, pero no podían rebajarse a demostrar su incapacidad para saborear, deglutir y opinar sobre todos y cada uno de los platos servidos y, aunque por propia voluntad hubieran terminado la cena con la mitad de lo dispuesto, su honra de comilones les obligaba a superarse, como si de una olimpiada se tratara. Los antiguos romanos disponían de la socialmente aceptada opción al vómito; pero estos eran otros tiempos y otras gentes. Un hombre, verdaderamente hombre, ya no se caracterizaba por tener carácter firme y gran resistencia al padecimiento, sino por albergar en su interior capacidad suficiente para contener a un buey. Al menos esa era la definición que podrían dar al respecto un grupo de amigos comiendo en un restaurante. Fuera de él, cuando retornaran al ámbito del trabajo o de la familia, quizá volvieran a los patrones clásicos de medir la hombría.

 

Además, los cofrades eran todos asturianos de raza, y cuando un grupo de esas características se junta ante licores y viandas, las bravuconerías se disparan, los piques personales se exacerban y las demostraciones de hombría gastronómica se vuelven inevitables y forzadas. Y todo ello desarrollado con alegría, independientemente de los logros personales a la hora de deglutir o las lacerantes derrotas a manos de otro estómago más voraz. Al final todo complace y la risa surge de forma inevitable y generalizada.

 

El colofón consistió en la elaboración ritual de una queimada, el mágico brebaje gallego que, más que un licor embriagante, si se elabora con plena conciencia y el conjuro se pronuncia con convicción, se transforma en una catarsis que impide el mal en la vida de los participantes, reconforta el alma en los entristecidos, fortalece los vínculos de amistad entre los asistentes, mantiene la memoria de los amigos ausentes y crea una necesidad imperiosa de mantener la felicidad mediante la repetición cíclica de la liturgia.

 

***

 

El jueves por la mañana, Damián realizó un viaje ya conocido: Desde Asturias a Barcelona, y de allí hasta Hamburgo. Había reservado dos asientos en primera clase, uno para él, y el otro para el recuerdo de su amigo Andreu. Al terminar con la venganza que estaba planeando, intentaría volver solo, sin fantasmas reclamando justicia, sin voces profundas exigiendo acabar con los asesinos. Quería regresar pudiendo mantener el recuerdo únicamente de la buena amistad que mantuvo con El Capitán: Los días de nieve en la cabaña de la cordillera, las escaladas en los Andes y la Patagonia, la navegación por las islas del Pacífico Sur, las disputas por acudir o no a clubes de alterne ante su negativa a manipular la mente de las mujeres; «por qué molestarte en ligar cuando puedes comerles el coco para que te la chupen», le recriminaba Andreu antes de continuar diciendo: «Y si no, al menos podemos pagar para que lo hagan».

 

En esta ocasión, la música que sonaba en sus auriculares era la segunda sinfonía de Mahler, la monumental obra que dedicó el compositor a la muerte, los recuerdos, la desesperación y la resurrección. Reproducía en su Smartphone la versión de Leonard Bernstein dirigiendo a la London Symphony Orchestra. Había planteado el viaje, en cierto modo, como un homenaje a sus amigos muertos, sobre todo hacia El Capitán. Quería mantener vivos los sentimientos de odio hacia los asesinos y fortalecerlos con el recuerdo de la tragedia que habían padecido. Necesitaba esa fuerza para seguir adelante. De momento no quería olvidar; ya habría tiempo para eso cuando culminara su venganza.

 

En esta ocasión, el tránsito sobre los Pirineos coincidió con el primer  movimiento de la sinfonía, donde acordes dramáticos evocaban la incertidumbre de la razón ante la pervivencia de la conciencia más allá de la muerte; una duda existencial y generalizada que Damián tampoco había resuelto, y en la que El Capitán no creía. Poco después, sobrevolando las campiñas francesas, el segundo movimiento evocaba los recuerdos felices junto a la persona que se ha ido; Entonces se acordó de aquella escalada en el Fitz Roy cuando, intentando superar la espectacular vía “Supercanaleta”, y tras dos días de subida continuada por aquella inacabable pared, se quedaron bloqueados a pocos largos del final a causa de la nieve que les imposibilitaba alcanzar la cumbre. Durante el subsiguiente descenso de la tapia, el regreso al campamento base, y toda lo noche en la tienda de campaña, El Capitán no hizo sino proferir la mayor retahíla de maldiciones e improperios que un hombre es capaz de recordar y pronunciar sin desviar la conversación en cualquier otra dirección, algo digno de figurar en el libro Guinness de los records.

 

Poco después, el tercer tiempo de la sinfonía se adentró en la dramática desesperación de la extinción: Nada hay más allá de la muerte. Ninguna vida justifica su final. Nada en este mundo tiene sentido. Incluso Damián dudaba del sentido de su propia inmortalidad. De nuevo, la idea de desear la muerte y conseguir así el final de su dramática existencia le rondó por la cabeza. Él era inmortal, ya lo había comprobado, pero sólo hasta que deseara lo contrario; en ese caso moriría.

 

Se dejó llevar por los sentimientos que emanaban de la composición y así llegó al cuarto movimiento, con un bello lied sobre el renacimiento y el reconocimiento de la divinidad en cada hombre y mujer del mundo. El quinto movimiento terminó de reconfortar su ánimo, dándole de nuevo esperanzas en la vida que ha de venir, en el advenimiento de un reino de los cielos que él estaba en condiciones de procurar para toda la humanidad.

 

Coincidiendo con las maniobras de aproximación al aeropuerto alemán, el final de la sinfonía reforzó la voluntad de Damián de luchar hasta el fin. Había elegido bien la obra que le acompañó durante el viaje, removiendo todos los sentimientos que necesitaba para sentir la energía y el empuje necesario que le permitiera completar su tarea. No se rendiría ante los asesinos. Los derrotaría y seguiría adelante con la intención de completar el sueño que compartió con Andreu, con Dagobert y con Jakob. Honraría su memoria y su sacrificio. Y para hacerlo, otros deberían morir. No perdonaría a Caronte.

 

Se alojó en el mismo hotel, el Park Hyatt, y ocupó la misma suite, la Park Suite King. Fue a comer una Currywurst al Lucullus. Deambuló bajo la lluvia por Sankt Pauli y Reeperbahn Strasse haciendo tiempo hasta que llegara la noche. Regresó a cenar al hotel aunque, en esta ocasión, se conformó con mirar la carta y pronunciar en inglés mientras señalaba con el dedo el texto del plato elegido: una sopa de langosta con ravioli de mariscos y estragón, como entrante, y un Halibut con rebozuelos, albaricoques y patatas como plato principal. Terminó con el tiramisú con helado de vainilla. Acompañó la cena con agua y un buen champán, el Clos de Mesnil de 1982.

 

En la mañana del viernes se levantó temprano. Acudió a la agencia de intérpretes del Parque Hammer, donde contrató a un traductor de español llamado Jürgen, un hombre alto y corpulento de unos cuarenta años, con más aspecto de matón de discoteca que de experto en letras. Vestía con un traje de raya diplomática, con suaves trazos claros que destacaban escandalosamente sobre un fondo gris oscuro; una corbata rosa cubría los botones de una camisa blanca con sutiles cuadros violetas. Su voz alemana sonaba como un trueno, mientras que la versión  española se mostraba considerablemente suavizada.

 

Su siguiente destino del día fue la universidad, donde el rector les estaba esperando.

 

—En estas semanas han venido policías de distintos departamentos a investigar entre las pertenencias del Profesor Leonhardt —comentó el maduro hombre de pelo blanco mientras los acompañaba hasta la precintada puerta del despacho—. Nos resultó imposible impedirles la entrada tal como usted nos pidió. Aparte de los dos portátiles que se llevaron el primer día, últimamente sacaron un montón de libros y papeles.

 

—Lo entiendo,  doctor Appelhans. Sé que hizo todo lo que pudo. Ahora entraremos nosotros —dijo Damián y tradujo Jürgen.

 

Rompieron los precintos y se adentraron en el destrozado despacho de Dagobert. Todo estaba absolutamente revuelto: Los libros de las estanterías desparramados por el suelo, las propias estanterías volcadas, la mesa arrastrada, los cajones extraídos y despedazados, las sillas y las butacas tiradas; las paredes destrozadas con el cableado arrancado, las persianas presentaban la cajas abiertas con los ejes desmontados…

 

Damián buscó la “ratonera” en el desorden, una vieja silla de patas metálicas que permanecía medio oculta entre deshechos de documentación arrojada al suelo. La volteó para observar las tapas de goma de sus patas, faltaban tres y la única que permanecía en su sitio se encontraba mal encajada. Temiéndose que estuviera vacía buscó un alambre que pudiera introducir por el hueco de los tubos. Necesitaba algo con la suficiente rigidez como para poder deslizarlo en el interior, enganchar el lápiz de memoria y tirar de él hacia la salida del orificio, pero también debería tener suficiente maleabilidad como para darle una forma adecuada que permitiera desencajar el aparato de su claustro de acero. Sabía que Dagobert solía esconder el “extractor” entre los restos de ordenadores viejos. Estos estaban totalmente destrozados y amontonados en un rincón del despacho, con todos sus componentes arrancados y los discos duros sustraídos.

 

Rebuscando entre el amasijo de deshechos electrónicos encontró la herramienta que precisaba. Introdujo el alambre por una de las patas de la silla sin encontrar nada. Hizo lo mismo en la siguiente y dio con un tope a media distancia; giró el alambre para encontrar una postura que le permitiera avanzar más y lo consiguió; después tiró de él y arrastró el pendrive hasta su mano para después guardarlo en el bolsillo derecho de su pantalón. Por último, salieron del lugar despidiéndose del rector e indicándole que, por su parte, ya podía disponer del sitio como quisiera. Sugirió que, quizá, debería devolvérselo al Doctor Jens Köhler.

 

El siguiente paso consistió en acudir a las oficinas del BND en Hamburgo, situado en la calle Heidörn. Damián entró desarrollando todo su poder con cuantas personas se iba encontrando en el edificio. No quería la menor interrupción y eludió mostrar cualquier rastro de diplomacia o cortesía. Su objetivo era entrevistarse con el director de la oficina. Un funcionario tras otro le fueron dirigiendo, en cuestión de minutos, hasta la persona que buscaba. Lo encontró en la puerta del despacho, hablando con su secretaria. Lo sometió al “influjo”, entraron, cerraron la puerta, y el funcionario comenzó a hablar. La conversación se desarrolló en inglés:

 

—Sé quién es usted, señor Castellano. Está buscado por la policía británica, por la interpol y por prácticamente todas las policías europeas. Es inconcebible que siga libre —dijo el director mientras se acomodaba en su butaca tras el escritorio. Era un hombre de unos sesenta años, con evidente sobrepeso, una frente que se prolongaba despejada hasta la coronilla y un elegante traje azul marino.

 

Desde la puerta de entrada, Damián se acercó hasta sentarse al otro lado de la amplia mesa de caoba sobre la que se disponían, en perfecto orden, una serie de carpetas y portafolios de cuero y un monitor ultra plano de Apple. Tras acomodarse recostándose en el respaldo de la silla giratoria, sin hacer caso de la acusación proferida por su interlocutor, le preguntó directamente:

 

—¿Quién mató a Tausch?

 

En ese momento, el director fue consciente de la sumisión de su voluntad a causa del “influjo” sobrenatural que ejercía Damián. Se dio cuenta de que ni siquiera podía intentar resistirse. Simplemente contestó con toda franqueza:

 

—Un mercenario con pasaporte americano llamado Laertes Kirgyakos. Previamente le había disparado su compañero, también americano, llamado Darko Jurković.

 

—¿Por qué lo mataron?

 

—Lo desconozco, sólo sé que recibí la orden de tapar el asunto y dejar que esos dos mercenarios completaran su trabajo sin inmiscuirme.

 

—¿Quién le ordenó que no se inmiscuyera?

 

—Fue una orden directa del presidente del BND.

 

—¿Fueron esos dos mercenarios quienes mataron también al grupo del profesor Leonhardt?

 

—Sí. Tras acabar con Tausch utilizaron nuestra infraestructura para localizar a Leonhardt. Después prepararon el atentado por su cuenta.

 

—¿Quién dio la información falsa a los medios de comunicación para difamar a Leonhardt y Martorell?

 

—Esa información tampoco surgió de nosotros. Desconozco su origen. Sólo puedo decir que también recibimos orden de dejar todo como estaba.

 

—¿Para quién trabajan los mercenarios?

 

—También desconozco ese dato.

 

—¿Dónde puedo encontrarlos?

 

—Siguen en Hamburgo. Están trabajando con el material que obtuvieron del despacho del profesor Leonhardt, aunque parecen desesperados por la incoherencia de los datos que han encontrado.

 

—¿Eso significa que tiene contacto con ellos?

 

—Sí. Con cierta frecuencia acuden a estas instalaciones para utilizar nuestra infraestructura.

 

—Voy a por ellos, y cuando los encuentre los mataré. Usted no hará nada para evitarlo, no los avisará de mi llegada ni los ayudará de ningún modo; me los servirá en bandeja. Después tapará el suceso para que me dejen en paz. Cuando termine el trabajo en Hamburgo me facilitará un encuentro con el presidente de su agencia. Ahora deme la información necesaria para encontrarlos sin que puedan huir.

 

El director le comunicó el modo de contacto con los asesinos, la dirección de su piso franco, sus movimientos frecuentes, sus horarios… Todo cuanto hacía falta para cumplir con el objetivo. Después Damián siguió preguntando:

 

—¿Son esos dos tipos los únicos de su organización que están en Hamburgo?

 

—Sí —respondió el director—. Ustedes acabaron con otros cuatro individuos de su comando y, por lo que sabemos, no ha venido nadie a reemplazarlos.

 

—¿Quién es Caronte?

 

—No sé de quién me habla.

 

Damián sabía que la respuesta del director era sincera, pero también era consciente de que podía obtener mucha más información de él si lo aleccionaba a conseguirla. Por eso le siguió diciendo:

 

—Tengo otra misión para usted. Debe investigar y descubrir quiénes están detrás de esos tipos. Puede rastrear sus movimientos bancarios y averiguar su procedencia, o indagar quién dio la información falsa a los medios. Siga esas pistas y todas las que se le ocurran, pero quiero saber quién ordenó la muerte de mis amigos. En cuanto tenga algún dato importante llámeme a este número. Ahora necesito que me preste un equipo de sus agentes disponibles durante un par de horas.

 

Damián entregó al director una tarjeta con sus datos personales, aquellos que cualquiera podía conocer. No tenía intención de ocultarse ni de utilizar técnicas de espía en su actividad. No le importaba que pudieran rastrearle o perseguirle, de hecho lo estaba deseando. Quería hacerse notar, quería que los asesinos supieran que iba contra ellos y que no pararía hasta encontrarlos. Esa actitud era un mensaje directo para Caronte.

 

No dejó pasar más tiempo. Indicó a su intérprete que le esperara en una cafetería y se hizo acompañar por el equipo de agentes alemanes, algunos de los cuales conocían el piso franco de los sicarios. Dos de ellos se presentaron en el lugar por delante de Damián, mientras el resto, ocho en total, tomaban posiciones interceptando las posibles rutas de escape que los mercenarios podían tomar en caso de salir mal la operación. Los dos primeros se acreditaron ante los asesinos para que les permitieran el acceso, indicaron que traían instrucciones del director del BND. Una vez dentro del piso, encañonaron a los sujetos e indicaron a Damián que se acercara. Cuando hubo entrado en el apartamento, y puso a los dos asesinos bajo su control mental, indicó a los alemanes que podían regresar a su trabajo habitual y que olvidaran todo cuanto había ocurrido. Después, haciendo que los dos sicarios permanecieran de pie mientras él se sentaba cómodamente en un sillón, empezó a hablar con ellos.

 

—Así que sois americanos… ¿Trabajáis para el gobierno de los Estados Unidos?

 

—No —respondió el que parecía ser el jefe, un hombre alto, vestido con ropa deportiva, musculoso, con la cabeza redondeada, el pelo muy corto y barba de dos días bien perfilada.

 

—¿Tú eres Kirgyakos o Jurkovic?

 

Jurkovic —contestó secamente.

 

—¿Eres el jefe en Hamburgo?

 

—Sí.

 

—¿Estáis armados?

 

—Sí.

 

—Coge tu arma y apunta a tu compañero.

 

El individuo obedeció inmediatamente extrayendo una pistola de la parte trasera de su pantalón. Damián observó que el arma presentaba el cañón sin supresor sonoro, detalle que hizo notar al sicario:

 

—¿No usas silenciador?

 

—Sólo cuando voy a realizar algún trabajo.

 

—Ahora vas a realizar uno. Pónselo.

 

El hombre obedeció, acudió a un perchero donde reposaba una chaqueta americana gris, metió la mano en un  bolsillo y extrajo un tubo metálico que acopló en el cañón de la pistola. Después, dirigiéndose al acompañante le ordenó:

 

—Pase lo que pase guardarás silencio y te quedarás quieto en el lugar en el que estás ahora mismo.

 

Después, dirigiéndose al jefe, siguió diciendo:

 

—Dispárale en la rodilla.

 

El sicario apuntó a la rodilla derecha de su compañero y apretó el gatillo, el segundo sujeto no pudo reprimir un grito mientras se agachaba por el dolor, aunque inmediatamente enmudeció se incorporó lentamente y disimuló sus gemidos todo lo que pudo. Damián parecía disfrutar con la escena.

 

—Ahora serás tú mismo quien te dispararás en el pié pero no gritarás ni te moverás de tu sitio.

 

Jurkovic lo hizo sobre su pie izquierdo, echó la cabeza hacia atrás ahogando un alarido y empezó a respirar acelerada y sonoramente con la intención de reprimir el intenso dolor que padecía mientras intentaba mantenerse erguido.

 

—Señor Jurkovic, dígame, ¿por qué mataron ustedes a Tausch, Leonhardt y Martorell?

 

—Recibimos una orden directa para hacerlo —respondió el sujeto con el ritmo respiratorio todavía elevado.

 

—¿Quién les dio esa orden?

 

—Caronte.

 

—¿Quién es Caronte?

 

—¡No lo sé, maldita sea! Es el tipo que está al otro lado del teléfono…

 

—¿Por qué obedecen a Caronte?

 

—Él es quien nos paga.

 

Damián, aunque aparentemente permanecía tranquilo mientras hablaba, estaba aumentando aún más su furia, si es que esto era posible, ante el nuevo muro de protección que Caronte tejía frente a él. Observó con cierto agrado a los dos mercenarios que mostraban expresivos gestos de dolor mientras intentaban mantenerse de pié. Siguió con el interrogatorio:

 

—¿Quién conoce a Caronte?

 

—No lo sé, quizá nuestro jefe en Berlín…

 

—¿Quién es su jefe en Berlín y cómo puedo encontrarlo?

 

—Jackson —respondió el sicario—. Gordon Jackson. Su número está en mi teléfono móvil, guardado en el bolsillo interior de mi chaqueta. Mande un SMS con el código burguer312 y espere respuesta, le llegará el lugar y hora del encuentro en un mensaje encriptado. Sólo mi móvil posee una aplicación de desencriptación. Después copie el mensaje en el programa Scifer y obtendrá la respuesta.

 

—Tienen algún equipo operativo más en Hamburgo.

 

—Ahora mismo no. Está previsto que el comando de Alemania se reestructure íntegramente a partir de enero del próximo año.

 

—¿Cómo se llama su organización?

 

—No somos ninguna organización como tal. Funcionamos como equipos independientes; pero, en conjunto, quizá seamos más de cien comandos de entre cuatro y seis componentes cada uno; pero quién sabe, igual somos tan solo diez o veinte comandos operativos en todo el mundo. En realidad no tengo ni idea.

 

—¿Quién les suministra el material que usan?

 

—Jackson nos lo hace llegar.

 

Damián recorrió con la mirada los muebles y artefactos que poblaban la sala. Reparó en los ordenadores de Dagobert y Andreu, depositados sobre una mesa, abiertos y funcionando.

 

—¿Son esos los ordenadores de Martorell y Leonhardt? —Preguntó.

 

—Sí —respondió el sicario.

 

—Una última pregunta —sugirió Damián—. ¿Disfruta usted matando?

 

—Normalmente sí lo hago —respondió Jurkovic.

 

—Muy bien, lo felicito entonces, porque ahora lo va a hacer dos veces. Primero disparará a la cabeza de su compañero y, después, lo hará sobre su propia cabeza.

 

El sicario levantó el arma apuntando a la sien de su aterrado ayudante, quien no pudo moverse del lugar. Un sonido sordo se produjo cuando apretó el gatillo y, después, se oyó el golpe seco del cuerpo desplomándose sobre el suelo. A continuación, también con expresión de terror en el rostro, Jurkovic apuntó a su propia cabeza y disparó, cayendo inerte junto al otro cuerpo. Damián se puso de pie y contempló durante unos instantes ambos cadáveres. Analizó sus sentimientos en busca de algún atisbo de tristeza, pena o remordimiento por lo que había hecho, pero nada había en su alma que le hiciera reprocharse lo sucedido, tan sólo comprobó que empezaba a sentirse satisfecho. Ya había matado en una ocasión años antes, y le había causado un tremendo dolor hacerlo, ahora no era ese el caso; quería más muertes.

 

Recogió los ordenadores de sus amigos junto con los teléfonos de los sicarios y salió del piso. Mientras paseaba tranquilamente hacia la cafetería donde le esperaba su intérprete, llamó al director del BND: «Tiene a los dos tipos empaquetados para el infierno. Indague en la procedencia de los equipos que tienen instalados y rebusque entre su documentación. Quiero a Caronte».

 

***

 

El siguiente paso a dar era en Berlín. Había tecleado el código indicado por Jurkovic y recibido la respuesta de Jackson que, tras su traducción por el programa de desencriptado, era la siguiente: «Regent 127930» Interpreto que la cita sería en el hotel Regent de la ciudad, el sábado día siete de diciembre a las nueve y media de la mañana. Claro que ese mensaje podía significar cualquier otra cosa; quizá se había precipitado al provocar la muerte del mercenario, quien lo hubiera podido traducir con mayor seguridad. Además, tampoco conocía el aspecto del tal Jackson. «Sí», se dijo, «quizá ese asesino debería haber vivido algunos minutos más».

 

De todos modos, esa misma mañana contrató un vuelo privado  para viajar, junto con su intérprete, a la capital del país y reservó la suite presidencial del hotel Regent, con un dormitorio adicional para Jürgen. «¡Con dos cojones!» Hubiera dicho Andreu en caso de encontrarse en aquella misión. No quería esconderse, todo lo contrario, pretendía continuar haciéndose notar todo lo posible.

 

A media tarde recibió un mensaje del director del BND en Hamburgo adjuntando la fotografía de Jackson y algunas indicaciones para poder acercarse e él, puesto que, según sospechaba el jefe de los espías, no sería fácil engañarle. Pero Damián tenía su propia idea: dejarse ver y esperar. Eso sí, pensaba “influir” automáticamente en la mente de toda persona que entrara en el hotel desde un par de horas antes de la cita. Metería en la cabeza de cualquier individuo que entrara la necesidad de indicar a Jackson que acudiera sin problemas; aunque se tratara del botones o del repartidor de cruasanes.

 

Así pues, a las siete de la mañana estaba desayunando un sencillo café con leche y bollería en el Regent Bar. Después se sentó a leer la prensa en la recepción del hotel observando a toda persona que pasara e “influyendo” en su mente por si se trataba de un observador de los asesinos. Hacia las nueve, su nueva capacidad de leer los pensamientos le permitió detectar al observador; era un hombre aparentemente sencillo que se acercó a la recepcionista con algún comentario improvisado. Damián pudo leer en su mente lo que realmente pretendía: escudriñar el lugar a la búsqueda de problemas de seguridad para su jefe. Con una potente orden mental le indicó que se le acercara; ese hombre obedeció aunque no mediaran palabras en la instrucción. Después, utilizando al traductor, le ordenó que hiciera todo lo que estuviera en su mano para que Jackson acudiera. Luego le dejó irse.

 

A las nueve y media se presentó Jackson, un hombre de mediana estatura, unos cincuenta años, traje gris claro ocultando un cuerpo voluminoso y con la nariz deformada por algún viejo golpe. Damián se apoderó de su mente inmediatamente. Solicitó en recepción que les facilitaran una sala de reuniones privada y, una vez dentro, comenzó el interrogatorio. De nuevo obligó al sujeto a permanecer de pié mientras él, cómodamente sentado, preguntaba:

 

—¿Sabe quién soy, señor Jackson?

 

—Sí —respondió—. Usted es Damián Castellano.

 

—¿Y sabe a qué he venido?

 

—Supongo que estará buscando venganza —respondió mostrando una falsa entereza.

 

—¿Quién es Caronte? —Preguntó Damián de modo fulminante.

 

—No conozco a Caronte —contesto con gesto de angustia.

 

—Entonces dígame cómo puedo llegar hasta Caronte.

 

—Por lo que sé, estuvo usted muy cerca de él durante su estancia en Londres. Lawler lo conocía, según me dijeron. Pero ahora Lawler está muerto. Caronte hizo que lo eliminaran para evitar riesgos. No quería que usted lo encontrara y le obligara a hablar. De todos modos, cualquiera de los operativos que estamos distribuidos por el mundo desconocemos la identidad de Caronte. Pero sé quién puede dársela. Está usted mirando muy por debajo del nivel necesario. La organización a la que defiende Caronte está en relación con muchos de los gobiernos occidentales; incluso la propia sección de seguridad, que es la que dirige él mismo, utiliza, como ya sabrá, los recursos de las principales agencias de inteligencia del mundo. Sí quiere dar con Caronte, acuda a las altas esferas del gobierno o de los servicios secretos. Vaya directamente hasta sus directores generales, sus presidentes, sus ministros de interior o sus cancilleres. Ellos le darán a Caronte.

 

—¿Tuvo usted algo que ver con la muerte de Leonhardt, Martorell y Tausch?

 

—Recibí la orden de neutralizarlos y la transmití. Las siguientes instrucciones fueron directas entre Caronte y el equipo de Hamburgo. También les suministré material para llevar a cabo la operación.

 

—¿Así de simple? —Damián se mostró falsamente sorprendido. Ya se había acostumbrado a la frialdad de los mercenarios y estaba aprendiendo a comportarse de igual modo.

 

—En mi trabajo hay que hacer que las cosas sean lo más simples que se pueda. ¿Me va a matar usted ahora, señor Castellano?

 

—Todavía no, pero lo haré —dijo esto mirando a su adversario fijamente a los ojos, mostrando la rabia y el odio que le embargaba. Después, volvió a adoptar un tono frío para continuar el interrogatorio—. Primero dígame cuantos equipos operativos dependen de usted.

 

—Un solo equipo con seis agentes distribuidos en distintas ciudades del país, uno en Munich, dos en Hamburgo, si es que ha dejado usted alguno vivo, y otro aquí, en Berlín, además de yo mismo. Hay otros dos agentes itinerantes, en este momento tengo uno en Colonia y otro en Dresde.

 

—¿Fue todo su equipo el que se encontraba en Hamburgo para matar a Leonhardt, Martorell y Tausch?

 

—No era mi equipo, se trataba de un dispositivo de operaciones especiales. Ese comando no era permanente. Se los convoca cuando se requiere que realicen un trabajo concreto, una operación especial. Sus amigos mataron a cuatro miembros del comando y quedaron dos que pasaron a integrarse momentáneamente en nuestra unidad. Quitando esta circunstancia, en Hamburgo suele haber un solo agente. El que estaba allí investigando a Leonhardt cuando apareció usted en escena.

 

—¿Cuánto puede tardar en traer aquí a todos sus operativos?

 

—Puedo ordenarles que se reúnan con nosotros mañana mismo.

 

—Hágalo. Cítelos mañana a las diez de la mañana en esta misma sala. Quedará reservada para esa reunión. Primero se verá usted con todos ellos y después entraré yo. No les dirá nada de mí hasta que yo aparezca, pero no debe faltar nadie. Entre tanto tampoco comentará nada de lo ocurrido con ninguna otra persona. Ahora váyase y gestione lo que le he ordenado.

 

Diciembre no es el mejor mes para visitar Berlín; el frío procedente de las estepas rusas cala en los huesos. Los numerosos días de lluvia y de nieve hacen que el paseo resulte húmedo y pesado. Pero los atractivos que ofrece la ciudad son otros muy diferentes del clima.

 

La capital alemana cuenta con trescientos sesenta y cinco museos diferentes, lo que hace posible visitar uno cada día del año, y muchos de los mejores se concentran en la llamada Isla de los museos, situada en el centro de la ciudad y muy próxima al hotel Regent. Y aunque Damián solía disfrutar del arte, la historia y la ciencia contenida en ese tipo de santuarios, en esta ocasión prefería encontrar otro tipo de alicientes.

 

Jürgen se había mostrado como un buen conversador, un experto gourmet y un gran bebedor, lo que le convertía en el compañero ideal para desconectar de las retorcidas tramas de sicarios, espías, asesinos y, por lo que se veía venir, políticos y gobernantes. Por supuesto que el agradable intérprete no conocía nada de todos esos asuntos que preocupaban a Damián, ya se había ocupado él de borrárselos de la mente cuando pudo haberse visto involucrado en alguna conversación sensible. Pero de todo lo demás entendía y hablaba hasta por los codos: Deportes, viajes, ciudades del mundo, documentales de National Geographic, bombardeos de la segunda guerra mundial, estrellas de la guía Michelín, graduaciones alcohólicas de las distintas cervezas del mundo y hasta métodos de captura de langosta, cangrejos de río o hámsteres sirios. Todos los temas necesarios para poder mantener la mente alejada de las cuestiones más trascendentes que lo preocupaban.

 

Esa actitud campechana y cercana de Jürgen era la que Damián necesitaba aquellos días. Por eso había provocado que el intérprete abandonara su protocolo habitual, profesional y correcto, y había liberado su carácter amable eliminando de su mente los obligados condicionamientos requeridos en su trabajo.

 

Jürgen era alcohólico, y Damián le curó su dependencia permitiéndole disfrutar de la bebida sin retornar a los hábitos autodestructivos. Era divorciado y padre de dos hijos a los que no podía ver pero a los que estaba obligado a mantener. Era seguidor del equipo de fútbol Sankt Pauli, un club de sufridores, anarquistas, comunistas, antifascistas, antirracistas y antisexistas, por lo que se enorgullecía cada vez que asistía al estadio de Millerntor, cerca de Reeperbahn, y sus jugadores saltaban al campo de juego bajo los sones de Hells Bells, el famoso tema del grupo AC/DC. Siempre llevaba bajo su ropa habitual una camiseta negra en la que se representaba una calavera con dos tibias cruzadas, el logo no oficial de su equipo, que también recibía los apodos de Die Freibeuter der Liga (Los Piratas de la Liga) y Freudenhaus der Liga (Casa de Diversión, esto es El Burdel, de la Liga).

 

Además de alemán y español, Jürgen hablaba bien el inglés, y había visitado Glasgow para ver jugar al equipo de fútbol hermano de su club, el Celtic. También había estado en Argentina, donde era amigo de algunos hinchas del Club Atlético Pratense, cuyo uniforme tenía los mismos colores que el Sankt Pauli. Asimismo se había dejado caer por Valladolid, donde existía la mayor peña de forofos del Sankt Pauli fuera de Alemania.

 

Sus fracasos amorosos, familiares y laborales habían desembocado en su trabajo actual, por un lado, y en el forofismo como medio para escapar a la depresión, por otro. Él lo sabía, por eso siempre decía que su apasionamiento deportivo era entrañable, tan entrañable como el club de sus amores. Sus otras pasiones eran la cerveza, las salchichas en todas sus variedades y los encurtidos.

 

Y así pasaron aquella tarde: hablando de fútbol, bebiendo cervezas variadas en distintos lugares de la ciudad, comiendo todo tipo de salchichas con pepinillos y chucrut, y sintiendo la nieve sobre sus cabezas, que comenzaba a caer según llegaba la noche, al tiempo que deambulaban de un establecimiento a otro.

 

A las diez y cuarto de la mañana, Damián entró en la sala de reuniones del hotel. Allí había cinco personas; conocía a dos: el propio Jackson y el agente que entró en el hotel a primera hora de la mañana el día anterior. Los otros individuos eran un hombre y dos mujeres. Todos le parecían gente anónima, alejados del aspecto de otros espías que había conocido con apariencia atlética o militar, en conjunto aparentaban ser un grupo de personas de entre cuarenta y cincuenta años sin nada destacable en su fisionomía o indumentaria. Imaginó que esa era la diferencia entre los agentes infiltrados y los grupos de asalto: unos pasaban desapercibidos para conseguir información y los otros masacraban a quienes los primeros indicaban. En el fondo, todos eran asesinos.

 

No pronunció ninguna palabra, simplemente les “influyó” para que permanecieran quietos en su sitio. Jackson se encontraba sentado en un extremo de la amplia mesa central de la sala. Damián se puso a su espalda, colocó la mano sobre el corazón del sicario y, automáticamente, le provocó un infarto que acabó con su vida. Después hizo una pregunta a los otros cuatro:

 

—¿Alguno de ustedes conoce  Caronte?

 

Ninguno respondió. Tras unos instantes de espera volvió a decir:

 

—¿Han entendido mi pregunta?

 

—Sí —respondió el individuo que conoció la mañana anterior, que estaba de pie en un extremo de la sala —. Ninguno de nosotros conoce a Caronte.

 

—¿Cómo se llama usted?

 

—Conrad Berger —respondió intentando resistir una orden que le resultaba imposible ignorar.

 

—Busco venganza, señor Berger —dijo Damián mientras se aproximaba a su interlocutor reflejando odio en la mirada—. ¿Puede usted ayudarme en mi venganza?

 

—No sé cómo podría hacerlo…

 

—Quiero acabar con los que ordenaron la muerte de mis amigos y la mía propia. ¿Qué información puede darme para conseguirlo?

 

—Yo nunca me he ocupado de su asunto; todo lo que sé sobre usted es puramente tangencial, nada que usted no sepa ya.

 

Damián colocó la mano sobre el pecho de Berger ocasionándole también la muerte por parada cardíaca; el espía se desplomó en el suelo con los ojos en blanco. Después se giró para contemplar a los otros tres.

 

—¿Alguno de ustedes tiene algo que decirme? —Volvió a preguntar.

 

Una de las mujeres, gruesa, de unos cincuenta años, con el pelo castaño, ojos azules y tez clara, vestida con un conjunto de falda y chaqueta de color marrón, tomó la iniciativa.

 

—Nos han hablado de usted, señor Castellano. Hasta esta misma mañana no lo conocíamos de nada, pero su caso ha sido un asunto importante en los últimos meses y los comentarios han circulado entre nosotros. Conozco un poco su historia. No sabemos quién es Caronte, pero tengo un enlace en el grupo de Londres que tuvo que ver con la operación de allí, aunque hace meses que no sé nada de él.

 

—¿Cómo se llama ese enlace? —Preguntó intrigado.

 

—Woodgate —respondió la mujer.

 

Damián sonrió al escuchar el nombre. Luego volvió a preguntar:

 

—¿Eso es todo lo que puede decirme? No me sirve de mucho.

 

La mujer calló. Damián se estaba enfrentando a un conflicto emocional. Desde el principio se había topado con espías masculinos, algo en su interior daba por sentado que su venganza se dirigiría exclusivamente hacia varones, pero al encontrarse con esas dos mujeres una sombra de duda cruzó su mente. Había jurado acabar con todos aquellos asesinos, pero su educación galante y su caballerosidad chocaban con el juramento. En cualquier caso, esa duda no duró mucho tiempo. Realizó una nueva pregunta:

 

—Dígame señorita, ¿cuál es su nombre? —Preguntó mientras daba unos pasos para colocarse frente a ella.

 

—Luise Newbery.

 

—¿Y ha matado usted a alguien o ha proporcionado información para que maten a alguien?

 

—Sí, he hecho las dos cosas —respondió la mujer adivinando que esas podrían ser sus últimas palabras.

 

Damián realizó el mismo gesto que con los dos espías anteriores, provocándole un infarto instantáneo. Después miró hacia los otros dos aterrados sicarios, sentados uno frente a otro en un extremo de la mesa, y les preguntó:

 

—Díganme, ¿qué se siente al ser las víctimas en lugar de los verdugos? Ahora no cuentan con ningún tipo de protección  ni de sus compañeros, ni de la policía, ni de los servicios secretos de ningún país. Hasta ahora han gozado de impunidad allá donde han actuado, pero sus privilegios se han acabado. No son invencibles y voy a terminar con todos ustedes. Y ustedes dos me ayudarán a hacerlo. Por el momento voy a dejarlos vivir. Viajarán hoy mismo a Londres y localizarán a los individuos que participaron en mi atentado. Cuando lo hayan hecho los mantendrán bajo vigilancia hasta que yo llegue. No tardaré en hacerlo, tengo que resolver otros asuntos en Alemania pero, al comienzo de la próxima semana, estaré allí. Ahora denme sus números de teléfono, váyanse, actúen y esperen mi llamada.

 

Damián dejó pasar la mañana. Entre tanto, fue testigo del revuelo que se originó en el hotel al encontrar tres cadáveres en un salón privado, todos ellos fallecidos a causa de sendas paradas cardíacas. No había constancia de quién había reservado la sala ni qué hacían allí esas personas. Al escenario acudieron policías, forenses y, cuando trascendió la identidad de los cadáveres a primera hora de la tarde, un grupo de individuos de aspecto exageradamente serio y formal. Leyendo sus mentes supo que eran los agentes del servicio secreto alemán. Obligó a uno de ellos a acercarse y, utilizando a su intérprete, le preguntó sobre el mejor modo para contactar con el presidente del BND. El agente le indicó que era fácil, simplemente debería pedir cita, que se la concedieran, y acudir a la sede central de la agencia en Pullach, cerca de Munich. Ese era el cauce oficial para realizar la gestión. De todos modos, el espía estaba convencido de que, como estas muertes constituían un asunto prioritario de seguridad nacional, el presidente se encontraría en ese momento dentro de su despacho en la sede del organismo en Berlín.

 

Sin pensárselo dos veces, y utilizando sus poderes sobrenaturales y las eficaces traducciones de Jürgen, se presentó en las oficinas berlinesas del BND. Paso a paso, e “influjo” tras “influjo”, se fue acercando hasta el despacho del presidente donde, justo antes de franquear la puerta, una secretaria les comunicó que se hallaba reunido de urgencia con delegados de un importante grupo internacional. Esa información sonó bien a los oídos de Damián, quién sospechó que dicho importante grupo, y dichos delegados, podrían ser los personajes que andaba buscando. «Por fin un golpe de suerte», pensó.

 

Sin esperar más, abrió la puerta y se introdujo en la habitación ante la airada reacción de los cuatro individuos presentes quienes, tras la primera protesta quedaron sometidos bajo el poder del “influjo”, calmándose y ocupando de nuevo sus asientos. Un  hombre de unos sesenta años, alto, calvo, bien vestido, que ocupaba una gran butaca tras la mesa de despacho se dirigió a él mientras colgaba el teléfono:

 

—Señor Castellano, acaban de informarme de su visita —dijo ese hombre en un elegante inglés.

 

—Supongo que usted es el presidente del BND.

 

—En efecto. Es sorprendente comprobar en persona lo que ya me habían comunicado sobre su capacidad de manipular la mente de los demás. Parece usted un ejemplar salido de esos comics de mutantes.

 

—¿Lee usted comics a su edad?

 

—Lamentablemente ahora no tengo tiempo, pero lo hice en mi juventud. Me encantaría jubilarme y recuperar mi colección de tebeos, aunque nunca había hablado con nadie de esto… ¿En eso consiste su habilidad, en hacernos hablar sobre todo lo que usted quiera?

 

—¿De qué color es su ropa interior? —Preguntó Damián bromeando ante la sorpresa de todos.

 

—Verde —respondió el presidente—. Me trae suerte —. Y a continuación, tras emitir una breve carcajada, siguió diciendo—: Comprendo, no podremos callar nada.

 

—En efecto —apuntó Damián—. Dígame, ¿quiénes son estas personas que lo acompañan? ¿Tienen que ver conmigo?

 

—Así es —respondió el presidente.

 

—¿Entienden todos lo que decimos o necesitamos traducción?

 

—Creo que no tendrán problema alguno en seguir nuestra conversación. ¿Qué espera usted de nosotros?

 

—Varias cosas. La primera de ellas es la siguiente: Quiero a Caronte. Dónde se encuentra ese individuo y cómo puedo llegar hasta él.

 

Mientras las demás personas se mostraban irritadas en sus asientos sin poder hablar ni levantarse de ellos, el presidente, con gesto tranquilo, dijo señalando a sus invitados:

 

—Ellos son Caronte, al menos en parte.

 

—¿Qué significa eso? —Preguntó Damián al escuchar una afirmación que lo cogió por sorpresa.

 

—Será mejor que el propio Caronte se lo explique —respondió el presidente con la tranquilidad que estaba demostrando desde el comienzo de la conversación—. Puede hacerlo usted, Dieter… —continuó diciendo mientras señalaba con la mirada a uno de sus interlocutores.

 

El aludido, un hombre también mayor, quizá de unos setenta años, con el pelo blanco y medianamente alborotado, gafas de pasta redondas y traje de tres piezas azul marino, respondió al requerimiento en cuanto Damián le dio libertad para hablar.

 

—Caronte es una sección de nuestro grupo. Nos ocupamos de las tareas de información, control y neutralización de las personas que pueden suponer un obstáculo para nuestros objetivos.

 

—¿Qué nombre recibe su grupo? —Preguntó intrigado Damián—. ¿Bilderberg, Tavistock, Comisión Trilateral…?

 

—Esas organizaciones son tapaderas que usamos para justificar algunas de nuestras reuniones, programas y decisiones, pero no somos nosotros. Tenga en cuenta que en dichos foros participan con frecuencia personajes públicos relevantes que acuden como invitados, de los que no nos podemos fiar al cien por cien. No todas nuestras decisiones se toman allí. Estamos detrás. No tenemos nombre, aunque a alguno de nosotros nos gusta llamarnos Érebo. Simplemente sabemos quiénes somos, nos reconocemos a nosotros mismos.

 

Damián recordó inmediatamente el mito griego: Érebo, el dios de las sombras, cuya oscuridad llenaba todos los rincones del mundo. Presente en todas partes aunque para todos permanecía desconocido. Por otro lado, era el padre de Caronte. Un buen apodo para un grupo tan tenebroso.

 

—¿Cómo consiguen inmunidad, libertad de acción en todos los países del mundo? —Siguió preguntando.

 

—En todos los países no. Algunos se nos escapan, pero los que lo hacen son tercermundistas o extremistas. No demasiado importantes. En el bloque desarrollado occidental sí tenemos capacidad de acción. Nuestra fuerza procede de un argumento muy sencillo: poseemos el control sobre muchos de los recursos estratégicos del mundo. Si un gobierno quiere disponer de dichos recursos se ve obligado a colaborar con nosotros.

 

—¿Qué recursos?

 

—Alimentación, energía, agua, medicamentos, agricultura, transgénicos, además de materias primas de uso militar o industrial, tales como uranio, platino, wolframio y otras; controlamos los mercados de oro y diamantes. Podemos generar crisis donde nos plazca, hambrunas allá donde resulte conveniente, conflictos armados en todo el mundo, incluyendo Europa o cualquier otro lugar, escasez… Podemos crear conflictividad social en el lugar que nos dé la gana y en el momento que queramos. Esa es nuestra fuerza.

 

El presidente tomó la palabra y dijo con gesto agradable:

 

—Como puede comprobar, señor Castellano, estos personajes son unos benditos y hemos tenido que soportar su tiranía hasta ahora. Me encantaría que usted pudiera quitárnoslos de encima —después, mirando hacia sus acompañantes, continuó diciendo—: Perdonen mis palabras, caballeros, pero nos encontramos ahora mismo en una situación en la que ya no me apetece reprimir mis opiniones.

 

Damián captaba sinceridad en las palabras del jefe de la inteligencia alemana y pensó que podría tener en él a un buen aliado. De todos modos, ahora no era el momento de dejarse llevar por sensiblerías y volvió a centrarse en Caronte.

 

—¿Quién de ustedes ordenó matarme a mí y a mis amigos?

 

—Fue una decisión colegiada —respondió en esta ocasión el personaje que se sentaba en el centro de los tres en el lado exterior del escritorio; era un hombre pequeño, algo más joven que los otros, delgado, con un traje también oscuro y una gran cadena de oro colgando de su muñeca izquierda.

 

—Sí, respondió el tercer personaje. Aunque la orden definitiva la dio Richardson. Él fue quien determinó su final y el de sus amigos, así como la muerte de Lawler, pobre diablo.

 

El tercer individuo era el más grueso de todos, unos sesenta o sesenta y cinco años, con pelo únicamente en las sienes, teñido de negro intenso, cara redondeada y traje de paño oscuro con finos cuadros marrones.

 

—Quiero que me pongan en bandeja a Richardson. ¿Dónde puedo encontrarlo y cómo puedo llegar hasta él.

 

—Si nos pasa algo, olerá el peligro y se refugiará en su casa de Roanoke, cerca de Cave Spring, en Virginia. Es una fortaleza. Parece una casa de campo vulgar, rodeada de bosques, un río y un lago donde pescar siluros, pero en su interior tiene todas las medidas de seguridad que resistirían el asalto de un ejército durante todo un año. Sólo se lo podría sacar de ahí gastando toneladas de C-4.

 

—No se preocupen señores —dijo Damián—. Yo me ocuparé de que les “pase algo” a ustedes para que él huya a Roanoke y también juntaré esas toneladas de C-4.

 

Después, dirigiéndose al presidente, le dijo:

 

—¿Conoce usted al señor Richardson?

 

—Sí —respondió—. Su edad es de sesenta y ocho años, está casado y tiene cuatro hijos. El mayor de cuarenta y tres años, y la más joven, su favorita, de veinticinco. Posee domicilios en Washington, Los Hamptons, Londres y la referida casa de campo en Roanoke. Tiene empresas multinacionales dentro de distintos sectores: alimentación e industria de productos agrarios transgénicos, distribuciones energéticas, minas de oro, estaño, níquel y uranio… Y claro, como todos estos personajes, también posee acciones e intereses varios en los sectores más estratégicos a nivel internacional. Si tose, un terremoto se abatirá en algún lugar del mundo. Puede reunir un pequeño ejército a su alrededor en cuestión de pocas horas, aunque normalmente no le hace falta, en el día a día siempre tiene varios equipos operativos pendientes de su seguridad. Por otro lado, lo que han dicho estos caballeros sobre Caronte es verdad, las decisiones suelen tomarse de forma colegiada. De todos modos, Richardson es el verdadero cerebro del grupo. Él es quién dio la orden directa para que lo mataran a usted y a sus amigos, y quien presionó a mi gobierno y a mí mismo para que no nos inmiscuyéramos.

 

Damián, sintiéndose satisfecho con toda esta información, volvió a dirigirse a Dieter:

 

—También quiero saber quiénes fueron los agentes que hicieron caer mi coche por el acantilado.

 

—Son los dos únicos a los que usted no capturó en la operación de Londres. Se llaman Malcolm Bailey y Howard Brooks. Siguen en Inglaterra ocupándose de otra misión.

 

—¿Tienen medios para hacerles llegar ahora mismo una orden directa de Caronte?

 

—Sí. No supone ningún problema.

 

—Muy bien. Quiero que les ordene presentarse el lunes, a las cinco de la tarde, en la casa de campo de Lawler en Cornualles. Deben estar solos y entrar en el interior de la casa exactamente a esa hora. Hágalo ahora mismo.

 

Dieter extrajo su móvil del bolsillo, conectó un aparato USB codificador, junto con otro periférico distorsionador de voz, activó una serie de claves y efectuó la llamada. Cuando escuchó la contestación, utilizando los protocolos establecidos en la red Caronte, dio las indicaciones pertinentes y cortó la llamada.

 

—Ya está hecho —dijo al desconectar el aparato—. Son suyos.

 

Damián dio por terminada la entrevista. A partir de ese momento ignoró a los tres individuos y se dirigió únicamente al jefe del servicio secreto:

 

—Señor presidente, ahora debemos ocuparnos de otros dos temas. El primero de ellos es el siguiente: pretendo restablecer la buena imagen de mis amigos. Quiero una campaña en todos los medios de comunicación en la que se los reconozca como héroes nacionales y se acuse a estos tres hombres de dirigir un complot mafioso contra ellos. También se ocuparán de limpiar mi nombre en todos los medios de su influencia. Quiero que me ponga en contacto en Londres con quien pueda realizar la misma función de lavado de imagen. Quiero que mi buena fama quede restablecida.

 

—Eso no supone ningún problema —dijo el presidente—. ¿Cuál es el segundo asunto que desea tratar?

 

—La muerte de estos tres caballeros. Se me ocurre que les pudiera ocurrir un accidente con su avión privado o algo parecido. Seguro que usted sabrá mejor que yo cómo hacerlo, pero no quiero que sobrevivan más allá de esta tarde. Si lo ve difícil, me ocuparé yo mismo del tema. Provéame de un vehículo para llevarlos a un lugar alejado y ellos se suicidarán.

 

—Si no le importa, señor Castellano, ya que no puedo negarme a cumplir su orden, aunque suponga un serio peligro para la estabilidad económica de mi país y de toda la Unión Europea, prefiero ocuparme personalmente de ese asunto. Podré hacerlo de una forma que deje menos pistas y no involucre a mi gobierno. Esta tarde estarán muertos. Me gusta la idea del accidente.

 

***

 

El gobierno alemán rehabilita al profesor Leonhardt. Según nuevos datos facilitados ayer en rueda de prensa ofrecida por la cancillería alemana, la investigación policial ha determinado que, sobre el asesinato del profesor de Economía Dagobert Leonhardt, su colaborador y activista ecologista Andreu Martorell, sus dos ayudantes Hubert Eieser y Otto Denk, además del agente del servicio secreto Jakob Tausch, todos ellos eran inocentes de las acusaciones de corrupción y actividades delictivas con las que se les había relacionado. En realidad, fueron asesinados por oponerse con su trabajo a las acciones criminales ejercidas por algunos grupos de poder con amplia influencia en el mundo financiero e industrial. Tres de los organizadores del complot intentaron huir del país al verse descubiertos, pero, por precipitación y falta de organización, resultaron muertos cuando su avión privado se estrelló cerca del monte Zugspitze, en la frontera con Austria, a causa del temporal de viento y nieve que se abatía sobre la región. Al parecer, otra ramificación de este caso se dio en Inglaterra, donde el conocido industrial Alexandre Lawler resultó muerto en extrañas circunstancias, crimen del que se acusó al banquero Damián Castellano. Todo parece indicar que el señor Castellano, amigo y mecenas del profesor Leonhardt, también es inocente de la acusación, que se debe a una mafiosa operación de desprestigio”.

 

Diario Bild, nueve de diciembre de 2013.

 

Damián leyó satisfecho la traducción inglesa de la crónica publicada en el rotativo alemán. Pronto, la nueva versión de los hechos estaría divulgada por todo el mundo. Caronte temblaría y los conspiradores de Érebo se sentirían amenazados.

 

Se desperezó, dejó la tableta en la que había leído la noticia a un lado, se levantó de la cama, adornada con ropajes rosados y dorados, y salió del ovalado dormitorio de la suite Royal del hotel Ritz de Londres. Pidió a su mayordomo que le preparara un desayuno británico completo en el comedor de la suite; antes de desayunar tomó una buena ducha, con el agua algo más caliente que de costumbre y se vistió con un elegante traje azul marino de Oscar de la Renta. Un poco más tarde dio buena cuenta del típico almuerzo inglés a base de huevos revueltos, salchicha, morcilla, champiñones, judías al horno, hash browns y medio tomate, acompañado todo ello de café y zumo de naranja.

 

Cuando salía del hotel dejó aviso de que esa noche la pasaría fuera, aunque mantenía reservada la suite por dos días más. Alquiló un Range Rover y, a las diez de la mañana, partió de camino hacia Padstow. A las dos y media se encontraba tomando un fish and chips en el Rick Stein’s cafe y, una hora más tarde, se dirigió hacia la casa de campo de Lawler. Dejó el coche disimulado en un apartado entre la vegetación un kilómetro antes de alcanzar la mansión, caminó unos diez minutos y entró en la villa donde lo esperaban los dos sicarios reclutados en Berlín. Después espero.

 

A las cinco en punto, se abrió la puerta que permanecía entornada, con la cerradura reventada desde que fue investigada por la policía unas semanas antes. Dos hombres jóvenes entraron observando detenidamente el lugar. Conocían la casa perfectamente. Ya habían estado tiempo atrás ocupándose del asunto Lawler. La zona de recepción estaba vacía; se dirigieron hacia el salón principal donde vieron sentado a Damián en un viejo sillón victoriano. Inmediatamente hicieron ademán de sacar sus armas, pero un sonido metálico a sus espaldas indicaba que sendas pistolas los estaban apuntando. Damián comenzó a “influirles” en ese momento.

 

—No se preocupen señores. Sus colegas de atrás no les dispararán, pero ustedes a ellos sí. Sólo me han acompañado por si surgía alguna dificultad inesperada, pero ahora me sobran. Pueden darse la vuelta y matarlos.

 

Los sicarios obedecieron, extrayendo las pistolas de la cartuchera en el interior de sus chaquetas y disparando, casi al mismo tiempo, contra el hombre y la mujer de Berlín. Damián volvió a dirigirse a ellos:

 

—Malcolm y Howard… Me gusta conocer el nombre de las personas a quienes voy a matar. ¿Saben ustedes lo que es el fuego? ¿Lo han experimentado alguna vez en propia carne?

 

Los dos sicarios se giraron de nuevo hacia Damián pero, en esta ocasión, no pudieron levantar las armas. Estaban tensos, eran conscientes del control que se estaba ejerciendo sobre sus mentes y el hecho de no poder resistirse les aterraba. Ambos aparentaban algo menos de treinta años, presentaban aspecto atlético, bien entrenado. Uno de ellos tenía el pelo castaño muy oscuro, casi negro, peinado con una raya en el lateral izquierdo y dejando un pronunciado tupé entre el centro de la cabeza y el lateral derecho. Vestía un traje gris claro que cubría con un abrigo de cuero negro. Su compañero tenía el pelo claro, entre rojizo y dorado, casi totalmente rapado, y su mandíbula estaba adornada con una perilla muy recortada. Vestía más informal, con un pantalón vaquero negro, camisa blanca y una chaqueta campera de ante.

 

—No sé a qué se refiere… —dijo el primero de ellos.

 

—¿Saben lo que ocurrió cuando nos tiraron por el acantilado? —Volvió a preguntar Damián.

 

—Supusimos que habrían muerto entre la caída y el incendio. No sé cómo puede usted estar aquí intacto.

 

—Exacto, el incendio. Sentí el fuego en cada centímetro de mi piel. Igual que mi compañera. Ustedes nos condenaron a un verdadero infierno. Fue una hora de agonía pero, aunque hubiera sido tan sólo un minuto, habría resultado insoportable. ¿Saben lo que va a pasar ahora?

 

Damián señaló hacia un lateral de la estancia, donde había un par de bidones de plástico.

 

—¿Eso es combustible? —Preguntó el otro individuo.

 

—Sí —respondió—. Cojan cada uno un bidón y derrámenselo por encima de la cabeza; quiero que les impregne todo el cuerpo.

 

Los jóvenes se acercaron a los depósitos de combustible, abrieron sus tapaderas y vaciaron sobre ellos el contenido. A continuación, Damián extrajo de su bolsillo el viejo encendedor Zippo plateado y comenzó a juguetear con él en las manos.

 

—Ardió toda mi piel varias veces, innumerables veces. Ustedes tendrán suerte, su piel sólo arderá una vez. Las terminaciones nerviosas funcionarán durante un rato, pero al cabo de unos minutos dejarán de transmitir señales de dolor al cerebro. Poco a poco, la temperatura de su cuerpo irá aumentando y el fuego entrará en sus pulmones. Yo estuve toda una hora respirando fuego. Finalmente su corazón no soportará la elevada temperatura y se parará. Entonces morirán.

 

Después les arrojó el encendedor al tiempo que les decía:

 

—Cojan esto.

 

Por último, poniéndose de pié y dirigiéndose hacia la salida les ordenó que se pusieran en contacto el uno junto al otro y lo encendieran. Estaban tan impregnados en combustible que, nada más saltar la chispa del Zippo, el fogonazo fue instantáneo. Ambos se convirtieron en una tea ardiente y empezaron a gritar desesperadamente, pero no pudieron moverse del lugar. Damián observó la escena durante unos breves segundos, aunque no fue capaz de soportarla tan fríamente como había pensado. Aún así no se arrepintió de lo que había hecho. Saltó sobre los cadáveres de los berlineses que yacían tendidos en el suelo y se marchó del lugar mientras los otros dos asesinos continuaban ardiendo y gritando. Caminó diez minutos hacia su coche, tiempo en el que observó cómo el fuego se había extendido por buena parte de la mansión. Condujo hasta Padstow oyendo el sonido de las sirenas de los bomberos que acudían a la residencia Lawler.

 

Cenó en el Seafood Restaurant, se alojó esa noche en St. Edmund’s House; y en ningún momento se quitó de la cabeza a Caronte.