3.- Lunes, trece de mayo de 2013Hamburgo |
Unos días antes de los sucesos acaecidos en la redacción del periódico, el lunes siguiente al fin de semana en el que se entrevistó por primera vez con Laura, Damián se encontraba de viaje hacia Alemania. Aquella mañana había tomado un vuelo en Asturias a las siete y treinta y cinco con destino a Barcelona, donde llegó a las ocho cincuenta y cinco. Se había citado en el aeropuerto con Andreu que se presentó hacia las diez de la mañana, tiempo suficiente para charlar un rato y tomar juntos el vuelo hacia Hamburgo, que partía a las doce cero cinco, con la llegada prevista para las catorce cuarenta. Su intención era mantener en la universidad de la ciudad una entrevista con Dagobert Leonhardt, un joven y prestigioso economista que, en muy poco tiempo, había alcanzado fama internacional. Era autor de un polémico estudio sobre las crisis económicas sucesivas y la inevitable revuelta social acabando con el sistema económico.
Cuando embarcaron, Damián colocó los auriculares en su Smartphone y buscó entre los ficheros de audio la séptima sinfonía de Beethoven, en la versión de Leonard Bernstein dirigiendo a la Orquesta Filarmónica de Viena. El comienzo del primer movimiento coincidió con el tiempo de espera en el avión, previamente a levantar el vuelo, mientras los viajeros terminaban de acomodarse y el piloto recibía la instrucción de dirigirse, dando algunos rodeos, hacia la pista de despegue en el aeropuerto. Unos minutos después la aeronave tomó velocidad y comenzó a elevarse vertiginosamente. Cuando ya enfilaban directamente el rumbo norte, el “poco sostenuto” de introducción a la sinfonía hacía rato que había terminado, habiendo dado paso a un “vivace” alegre y rítmico que avanzó rápidamente.
Cuando por fin transitaban el cielo por encima de Los Pirineos ya había comenzado el sublime “allegreto” del segundo movimiento. Damián se encontraba con la mirada perdida a través de la ventanilla, adivinando las cumbres que aparecían muy abajo, disipadas entre girones de nubes. Muchas veces había observado este mismo cielo desde la cima de aquellas montañas que ahora se presentaban como suaves manchas onduladas a siete mil metros de distancia bajo la vertical del avión. Recordó los días en los que trepaba por aquellos montes, escalaba las paredes escabrosas de sus laderas y dormía, siempre que era posible, en las cumbres que había conquistado contemplando el cielo que ahora sobrevolaba.
Pero no todo era calma en este vuelo. Andreu, que se sentaba a su derecha, le zarandeaba el brazo de vez en cuando para obligarle a escuchar el comentario de turno que, cada cuatro o cinco minutos, era incapaz de reprimir.
—Led Zeppelin, tronco, esos sí que son buenos. “Stairway to Heaven”. Eso es música —dijo Andreu meneando a Damián en el hombro.
Andreu Martorell i Ubach era un viejo conocido de Damián. Todos le llamaban “el Capitán”, cargo que realmente poseía. Estudió ingeniería naval y se enganchó a la navegación, llegando a ser con el tiempo capitán de barco. Antes empezó a militar en Greenpeace viajando como tripulante en el Raimbow Warrior. Estuvo presente aquel fatídico 10 de julio de 1985 cuando los espías franceses hundieron la nave. Andreu tuvo suerte y consiguió salir del buque tras la primera explosión; su gran amigo Fernando Pereira, el fotógrafo del grupo, no lo consiguió y murió tras verse atrapado por una segunda explosión que terminó hundiendo el barco. Aquella tragedia le cargó con un odio feroz hacia los gobiernos corruptos y perversos que dominaban el mundo, comenzando por el francés. «Pero ojo, depende de qué francés. Hay uno que me gusta», decía refiriéndose a la felación. Ese era otro aspecto fundamental del carácter de El Capitán; no podía concebir la vida sin mantener sexo con mujeres.
Andreu estuvo casado tiempo atrás, cuando tenía treinta años, pero el matrimonio sólo duró tres meses. «Ella no tuvo la culpa, lo que ocurrió es que no había quien la aguantara», solía decir al respecto.
Actualmente contaba con cincuenta y tres años, edad que se evidenciaba en algunos detalles de su aspecto: La cabellera de abundante pelo gris anudada en la nuca formando una coleta, una espesa barba ligeramente descuidada y profundas arrugas marcadas en la frente y en las inmediaciones de los ojos, que eran pequeños y marrones y estaban coronados por unas espesas cejas también grises. Asimismo, presentaba una incipiente barriga demostrando cierto sobrepeso indulgente. Por lo demás se conservaba en bastante buena forma; era alto, 1,87 metros, pesaba unos 95 kilos, musculatura fuerte, cargaba con cualquier fardo que se le echara encima y aguantaba caminando cuanto hiciera falta.
Cuando su militancia ecologista se lo permitía, disfrutaba realizando actividades al aire libre: montañismo en los Andes o el Himalaya, expediciones por Groenlandia y la Antártida, o excursiones en globo sobre las montañas Virunga. Manteniendo este nivel de actividad, cuando alguien se mostraba extrañado por su sobrepeso y le preguntaba al respecto solía contestar: «conviene tener reservas por si vienen problemas».
Cuando conoces bien a una persona, sabes por dónde pueden venirle los problemas pero, tratándose del Capitán, eso parecía harto difícil. Podrían llegarle de cualquier lado. Quizá sufriera un naufragio en el Pacífico Sur, o se quedara sin gasolina en el desierto del Kalahari, podría participar en una pelea en un bar en México o terminar en la cárcel de algún país asiático.
Aunque llevaba más de veinte años divorciado, el Capitán hablaba con mucha frecuencia de su ex-mujer, a la que conoció en su militancia ecologista, aunque casi nunca la mencionaba por su nombre, Montserrat, o por su diminutivo “Montse”; simplemente se refería a ella como “mi ex”, de la que solía decir: «Se pasó a los de IA», siempre llamaba de este modo a Amnistía Internacional; «la cabrona ahora investiga torturas, qué hija de puta. Se mete con todo el mundo, con todos los gobiernos y sale todos los días en la tele la jodida».
La verborrea soez y el despilfarro de tacos era otra característica de Andreu, llamaba constantemente cabrón e hijo de puta a cualquier persona conocida o desconocida; a veces para insultar despiadadamente y otras, las más, como señal de admiración. Un saludo frecuente cuando se encontraba con algún amigo solía ser: «¡Pedazo cabrón! ¡Qué hijo de puta! ¡Cuánto tiempo sin saber nada de ti! ¡Mariconazo! ¿Qué es de tu vida?». Quizá se podría convenir que, cuantos más insultos profería al encontrarse con alguien, más aprecio sentía por esa persona.
Siempre se decía de Andreu que era un clon del capitán Haddock y, desde luego, el parecido resultaba más que evidente, aunque también había ciertas diferencias notables entre ambos: Con respecto a la indumentaria típica de cada uno de ellos, el Capitán Martorell nunca, o al menos muy pocas veces, solía llevar jerséis, al contrario que el Capitán Haddock vistiendo invariablemente su eterno jersey azul o negro; Andreu en su lugar siempre lucía un viejo chaleco gris de campaña, con bolsillos múltiples, que formaba parte inseparable de su imagen, junto con un pantalón a juego y unas botas de treking reblandecidas por el uso. Además, la gorra que llevaba permanentemente adherida a la cabeza no era la clásica de capitán de barco, como la de Haddock, sino una copia de la que perteneció a Vladímir Lenin, si es que no se trataba de la misma prenda.
Otra diferencia fundamental entre ambos es que Haddock mantenía con Tintín, y con su perro Milú, una relación un tanto sospechosa: Vivían en la misma casa, nunca estaban con mujeres y se iban de viaje juntos. En algunas aventuras de Tintín aparece tan sólo una mujer, la soprano Bianca Castafiore, a la que Haddock odiaba sin disimulo o, al menos, toleraba con desagrado. Sin embargo, el Capitán Martorell amaba a las mujeres, a todas las mujeres. Cuantas más, mejor.
Aparte de estas diferencias, ambos tenían bastantes similitudes: Ser capitanes de barco, vivir desahogadamente, mantener el gesto hosco de forma casi permanente, proferir bravuconadas constantemente, demostrar facilidad para el insulto, tener necesidad de aventuras y profesar un considerable gusto por la botella.
El tercer tiempo de la Séptima, un optimista “scherzo”, avanzaba con las únicas interrupciones que el Capitán, sin pensar en absoluto en las molestias que pudiera ocasionar, dedicaba cada pocos minutos a Damián.
—Está buena Laura. ¿Te la has tirado ya?
—No, Capitán. Sólo hemos hablado.
—¡Que buena está la jodida! ¿Y a qué esperas, cabrón? ¿Me la pasas a mí?
—Lígatela tú mismo. Seguro que te resulta fácil.
—¡Qué jodido! Le puedes comer el coco en un segundo y tirártela cuando quieras. Ya me gustaría a mí poder hacer lo mismo. ¡Joder, qué buena está!
Andreu había conocido a Laura un año atrás, cuando participaba en una acción de Greenpeace en el puerto de Gijón. Laura había acudido como periodista para informar sobre el suceso. Era nueva en el periódico asturiano, pero aquel reportaje le permitió subir muchos enteros en la redacción. Consiguió encaramarse por una cuerda hasta el andamio que habían instalado los ecologistas colgando de la borda de un enorme barco, un mercante que transportaba desechos radiactivos con destino a los cementerios nucleares de África. Allí entrevistó a Andreu.
—¿Y a qué esperas para follártela? —Insistía el Capitán.
—Déjalo ya, Andreu. Por favor.
—Deep Purple. Esos son los mejores. “Child in Time”. ¡Qué temazo!
Al terminar el cuarto movimiento de la Séptima, ese fantástico “allegro con brío”, todavía se encontraban sobrevolando Francia. Damián se quitó los auriculares y esa fue la señal para que El Capitán atacara de nuevo.
—¿Ese Dagobert es de fiar? —Preguntó Andreu.
—Ya lo veremos, pero me da buenas vibraciones —respondió Damián.
—Y si no, te lo cargas —afirmó tajante Andreu.
—¡Joder, Andreu! Dale un voto de confianza.
—Ya veremos…, ya veremos. Es economista. No me gusta esa gente. Están por el Sistema.
—Y tú eres ingeniero. Los ingenieros trabajáis para el Sistema.
—¡Que te den por el culo, Damián! ¡Jodido cabrón! ¡Jódete el cuerpo deteniendo cargamentos nucleares y balleneros para que te digan que trabajas para el Sistema!
—Puede que Dagobert también sea ecologista.
—Ya veremos…, ya veremos.
Andreu cerró los ojos y simuló dormirse, no sin antes decir: «¡Qué buena está la muy puta!»
A las 14:45 el avión tomó tierra y, tras recorrer las calles de rodaje del aeropuerto, se detuvo en la plataforma de estacionamiento donde le acoplaron la pasarela para el desembarque a la terminal. Todos los pasajeros fueron abandonando la cabina empujados por Andreu quien, en perfecto alemán, les iba metiendo prisa para que se adaptaran a su acelerado ritmo. Este era uno de los motivos por los que Damián había pedido al Capitán que lo acompañara en este viaje: su conocimiento del idioma. En realidad, Andreu dominaba varios idiomas: alemán, inglés, francés, italiano, español y catalán. Tenía una sorprendente facilidad de comunicación, don de gentes y una gran teatralidad.
Otro motivo para compartir viaje, aparte de la profunda amistad que ambos se profesaban, era que no podía encontrarse un camarada más leal, fiable y contundente. Si hacía falta partirse la cara por una buena causa allí estaba Andreu. Si tu causa no era buena, daba lo mismo, también estaría a tu lado. Y si estabas colgando de una cuerda ardiendo en el cráter de un volcán activo, allí tendrías a Andreu para sacarte.
Esto último ocurrió realmente. En una ocasión, durante el rodaje de un documental sobre naturaleza en Etiopía, destrepó por la pared interior del volcán Erta Ale para rescatar a un fotógrafo del equipo que había descendido por una cuerda hasta la plataforma inferior del cráter. Una subida repentina del nivel de lava y unas fuertes salpicaduras ardientes habían afectado a la zona en la que se encontraba, creando un gran caos. El pobre hombre resultó herido leve por algunas quemaduras y, además, tuvo la desgracia de que la cuerda también se chamuscara cuatro o cinco metros por encima de donde se encontraba, fundiéndose parcialmente y quedando medio pegada a una roca, dejándolo imposibilitado para retornar a la superficie. Cuando Andreu estuvo cerca del reportero, agarró con una mano la cuerda por debajo de donde se había quemado, la despegó de la roca de un fuerte empellón, la ató a su cintura y, mientras trepaba de nuevo, tiro de ella con tal fuerza que pudo izar a aquel hombre varios metros hasta alcanzar una repisa en un lugar relativamente seguro, todo lo seguro que se podía estar en el interior del cráter de un volcán activo. Allí esperaron el envío de una nueva cuerda en perfecto estado por la que pudieron subir los dos.
A lo largo del último año, las actividades de Andreu habían sido financiadas por Damián, aunque, durante mucho tiempo, había sacado provecho económico de sus dotes de aventurero y escritor, redactando libros sobre ecología, colaborando con algunas revistas importantes y participando en la elaboración de series documentales sobre actividades de naturaleza y aventura. Aún recibía buenos ingresos en concepto de derechos de autor.
Al salir del aeropuerto se encontraron un día nublado y húmedo. Les esperaba un coche que los condujo al centro de Hamburgo, recorriendo la ciudad hacia el sur, para llevarles al hotel Park Hyatt, donde tenían reservadas dos suites. Estaban muertos de hambre, dado que en el avión apenas tomaron un pequeño bocado. Encargaron en recepción que se ocuparan del equipaje y preguntaron dónde podrían comer algo a esa hora. Pasaban ya de las cuatro de la tarde y tanto el bar como el restaurante del hotel estaban cerrados; en recepción les indicaron que podrían serviles comida en sus habitaciones o en el lounge pero, si preferían pasear por Hamburgo, les recomendaron que probaran suerte en el Lucullus, un local abierto veinticuatro horas donde podrían degustar una Currywurst o una Bratwurst.
Andreu preguntó por la dirección del local. Rápidamente, la recepcionista respondió:
—Reeperbahn Strasse.
Los ojos del Capitán brillaron con intensidad e insistió preguntando.
—Die Sündige Meile?
La recepcionista asintió sonriendo. Andreu no se lo pensó dos veces y empujó a Damián hacia la salida. Solicitaron un taxi en la puerta del hotel y, en pocos minutos, ante la mirada pícara del taxista, se encontraban en la Reeperbahn Strasse, el corazón del barrio de Sankt Pauli, die Sündige Meile, la milla del pecado.
Bajaron del vehículo al inicio de la calle y comenzaron a caminar por un bulevar mucho más transitado que cualquiera de las avenidas que, hasta ese momento, habían recorrido en Hamburgo. A izquierda y derecha se repartían hoteles, bares, restaurantes, salas de fiesta, sex shop, clubs de striptease y burdeles. La mayoría de estos establecimientos, a pesar de ser una hora temprana de la tarde, se encontraban abiertos y con los neones encendidos destacando sobre la humedad del ambiente.
—¿Tú ya sabías algo de lo que había en esta calle, verdad Capitán? —Preguntó Damián mientras paseaban y observaban atentamente los atractivos locales.
—Algo había oído —respondió Andreu sin desviar la mirada de todo aquello que brillaba con la palabra “Sex”.
Habían salido rápidamente del hotel sin procurarse protección para la lluvia que amenazaba comenzar en cualquier momento. Las calles estaban mojadas, como si hubiera llovido con anterioridad. Afortunadamente, en pocos minutos alcanzaron el Lucullus sin que la amenaza de lluvia se cumpliera. Se trataba de un puesto situado en medio de la avenida, donde servían todo tipo de salchichas alemanas embadurnadas en las salsas más variadas y peculiares. El lugar supuso una pequeña decepción. No había sillas en las que sentarse y la amabilidad de los empleados no resultaba la más adecuada para recibir a unos turistas cansados; pero las salchichas impresionaban. Las sirvieron en sendos trozos de pan y bañadas en sugerentes salsas. Cobraron por ellas lo que sarcásticamente se denomina en todo el mundo “precio de turista”, escandalosamente exagerado, importe que Damián no discutió. Con el tentempié en las manos, salieron del local y se aventuraron de nuevo bajo la humedad del ambiente.
—Esto es para no perder el tiempo comiendo cuando te tienes que dedicar a follar —dijo Andreu mirando con aire trascendente al emparedado—. Primero te comes una salchicha bien pringosa, después presencias un espectáculo de sexo en vivo y, por último, entras en el burdel que más te inspire. Esto es vida.
—Pero ahora no, Capitán. Nos comemos el bocadillo y volvemos al hotel. Necesito ducharme y descansar un poco. Si quieres, después de cenar nos damos una vuelta por este barrio.
—Ok, brujo. Me lo has quitado de la mente.
De nuevo en el hotel se dirigieron a las suites que tenían reservadas. Damián ocupó la Park Suite King; una amplia habitación con sala de estar y bonito baño de mármol. A pesar del aspecto lujoso, la suite era discreta pues su gran ventanal se abría al patio del edificio, evitando las molestias de asomarse a las populosas calles del centro de la ciudad.
Al entrar ya tenía su maleta Henk, de color negro y oro, colocada de pie en el suelo junto a la extensa cama. La tumbó encima del colchón abriendo su tapa y comenzó a extraer el contenido de su interior: Una gabardina Burberry gris, un traje gris oscuro de Ermenegildo Zegna muy parecido al que llevaba puesto, un par de camisas Eton blancas, ropa interior Zimmerli, un par de zapatos Berluti, material de aseo y un paraguas Burberry. Normalmente no viajaba con mucho más equipaje; ni siquiera un pijama o alguna otra ropa de dormir. Siempre se acostaba desnudo.
Preparó la ducha dejando caer un chorro de agua templado, más bien tirando a frío. No se tomó demasiado tiempo bajo el grifo. Normalmente dedicaba al aseo el tiempo imprescindible para enjabonar y aclarar. También se lavó el pelo con un champú suavizante. Tras secarse la cabeza y el cuerpo con la toalla, se dirigió a los lavabos y se colocó frente al espejo, aplicó una moderada capa de crema fijadora sobre la cabellera, se peinó, no usó el secador, roció un poco de desodorante en las axilas y el pecho y terminó untando una crema hidratante por la cara. Tras vestirse con ropa limpia se acomodó en el sillón del dormitorio, estampado en tonos azules con motivos florales, estiró los pies sobre el escabel decorado a juego y conectó el televisor usando el mando a distancia. Mientras veía las imágenes en la pantalla y escuchaba palabras en un idioma que para él era incomprensible, le invadió un suave sopor que lo mantuvo en trance durante un buen rato.
Por su lado Andreu ocupó, en otra parte del edificio, la suite Club Deluxe King, ligeramente más pequeña que la de Damián pero también amplia y cómoda con vistas a Monckebergstrasse, una de las principales avenidas comerciales de la ciudad. Su equipaje era bastante mayor, no sólo por la cantidad de ropa que transportaba, sino porque, además, se tomaba todos sus viajes como si se trataran de expediciones al ártico.
En su maleta Samsonite color burdeos llevaba ropa comprada en establecimientos de comercio justo y en tiendas de deportes de montaña y aire libre. El extenso equipaje consistía en: cuatro camisas de marca indefinida, una de cuadros grises, otra de cuadros azules, otra lisa de color verde claro y otra, también lisa, de color azul claro; dos chalecos de bolsillos con colores gris y caqui (comprado uno de ellos en Coronel Tapioca, aunque Andreu ocultara a todo el mundo este dato), dos pantalones de campaña de similares tonos, una chaqueta de plumas Annapurna azul, dos jerséis de lana con colores azul y negro (por si le daba por disfrazarse de Haddock), material de aseo y ropa interior en abundancia incluyendo dos pijamas de tela, ambos de color azul claro; por otro lado, en su mochila Altus azul, llevaba un par de botas de trekking Salewa Alp, unas zapatillas deportivas Reebok, una linterna frontal Peltz, un chubasquero cortavientos Raidlight rojo, un cuaderno tamaño A-5 de tapa dura color negro, bolígrafos de distintos colores, portaminas, rotuladores indelebles y, bien embutido entre todo lo anterior, un maletín de lona verde oscuro portando en su interior un ordenador portátil MacBook Pro de Apple y una tableta iPad Air también de Apple junto con el equipo de alimentación y recarga de ambos aparatos, algunos DVDs y varios pendrives. Coronándolo todo siempre viajaba con una cámara de fotos digital Canon Eos 7D con objetivo 24-70.
Le llevó un tiempo ordenar sólo una parte del equipaje en los distintos armarios y cajones de la habitación. Entre tanto había dejado llenándose, con agua muy caliente, la preciosa bañera de inspiración asiática que ocupaba buena parte del cuarto de baño. Aún estaba organizando el material cuando la bañera estuvo preparada. Dejó el resto del equipaje pendiente y se dispuso a disfrutar de un relajante baño.
Una vez puesto a remojo decidió salir del agua para ir a buscar el Smartphone y los auriculares, con la intención de escuchar algo de música. Salió de la vaporosa estancia descalzo y empapado, pues olvidó dejar a mano las zapatillas de cortesía del hotel. Tampoco usó el suave albornoz que descansaba en una percha junto a un grupo de toallas que también ignoró. No le importó demasiado. El aparato se encontraba en uno de los bolsillos del chaleco que había llevado aquella mañana; hurgó en varios de ellos hasta encontrarlo, lo conectó, buscó los ficheros de audio y eligió el “In a gadda da vida” de Iron Butterfly. Tras colocarse los auriculares se introdujo de nuevo en la bañera. Decidió no mirar las huellas mojadas que ocupaban todo el recorrido; cerró los ojos y se dejó llevar por ensoñaciones marineras.
Recordó cuando, escuchando la misma música, se interpuso con el barco de Greenpeace que capitaneaba en aguas antárticas entre un ballenero japonés al que, junto con su tripulación, llevaba siguiendo durante al menos tres días, y una hermosa ballena gris con una cría a su lado, a las que pretendían dar caza. La batalla empezó de noche cuando los japoneses intentaron esquivar la vigilancia y atacar a las ballenas. Como viejo zorro de mar, el Capitán esperaba esta maniobra y se colocó en un punto de intercepción. El capitán del buque factoría, frustrado, ordenó embestir a los ecologistas, aunque estos pudieron reaccionar rápidamente evitando la acometida y resistiendo los chorros de agua a presión que recibieron desde la cubierta japonesa durante la maniobra. Finalmente, los ecologistas lanzaron un cable que se enrolló en la hélice del ballenero, consiguiendo inmovilizarlo durante suficiente tiempo como para que desistieran de la caza de aquellos dos cetáceos.
También recordó que, en aquella ocasión, le acompañaba la quinta o sexta novia que tuvo tras su divorcio; una activista convencida y una amante ardiente. Vital como una adolescente, pequeña como un gorrión, fuerte y entrenada como un marine, pelirroja y suave como Gilda. Empapados y cansados tras la batalla naval se refugiaron en el camarote que compartían y al que Andreu, como capitán del barco, tenía derecho. Se desnudaron y el cansancio desapareció. La emoción por la momentánea victoria exaltó aún más su deseo. Retozaron por cada uno de los escasos metros del recinto hasta que, demasiado pronto, llegó el amanecer.
Recordó la piel clara y tersa de… ¿Cuál era su nombre? «Karen», se dijo; «se llamaba Karen y era de… San Diego». Recordó también sus pechos pequeños que le traían a la memoria aquellos bizcochos borrachos, dulces y temblorosos, que saboreaba cuando era niño en la pastelería de su barrio. Él era un hombre de pechos, le encantaban los pechos femeninos en todas sus formas y tamaños; quizá por aquellos recuerdos de la infancia. Le encantaba morderlos y chuparlos. También era de culos. Le gustaban prietos y generosos, que sus recias manos pudieran agarrar las nalgas con fuerza. ¿Era más de pechos o de culos?
Andreu soltó una fuerte carcajada. «Filosofía de bañera», se dijo, «ni de tetas ni de culos, sino de coños. Lo que más me gusta son los coños depilados y cerrados para poder abrirlos con los dedos y la lengua. Bueno, en realidad soy de todo. Tetas culos y coños, pero eso sí, es imprescindible que mis amantes tengan una cara guapa y un buen cuerpo; por lo demás, no soy muy exigente».
Recordando a Karen pensó en masturbarse, pero recapacitó en que, si aquella noche se metía en algún burdel, lo mejor sería estar en plena forma. Ya no era un mozalbete; sería mejor reservar fuerzas. Volvió a su memoria aquella ballena alejándose parsimoniosamente, con la cría saltando feliz junto al flanco de su madre y entonando un canto largo y profundo, algo que el Capitán interpretó como un agradecimiento a los ecologistas por salvarles la vida.
A las siete y media de la tarde se encontraron Andreu y Damián en el bar del hotel. Tomaron sendas copas de vodka ruso Stolichnaya Elit «porque sabe a vodka, no como otras marcas que sólo saben a agua aunque tengan cuarenta grados de alcohol», según palabras textuales del Capitán. Y, a las ocho en punto, entraron a cenar en el Apples Restaurant, también integrado en el hotel.
Tenían reservada una mesa discreta, alejada de las ventanas y próxima a la cocina, que estaba abierta siendo en realidad una prolongación del comedor y con los cocineros trabajando a la vista de los comensales. También habían concertado previamente un menú típico de Hamburgo, para celebrar su llegada a la ciudad hanseática. Dicho menú no figuraba en la carta, pero Damián se había ocupado de “influir”, a primera hora de la tarde, sobre la dirección del hotel y el jefe de cocina para elaborarlo privadamente. Comenzaron por unos entrantes de mejillones, langosta y arenque en salazón. Continuaron con un Steckrübeneintopf que llevaba cocinándose en la olla unas tres horas, siguieron con unas carrilleras de cerdo con col y terminaron con un Rote Grütze de postre junto con un surtido de dulces. Todo ello regado con diversos vinos alemanes elegidos por Andreu: un Chardonnay Spätlese de Münzberg, un "G" de Meyer-Näkel y un Schloss Gobelsburg Sekt Brut Reserve para acompañar al postre.
—Buenos vinos, aunque los hay más caros en la carta —dijo Andreu durante la cena— pero no son alemanes. Y hoy toca alemán.
Damián, por su parte, encontró el Spätlese más que aceptable, el “G” realmente bueno y un poco más flojo el Schloss aunque, al ser su primera experiencia con un sekt, tampoco quedó defraudado.
En conjunto la cena fue realmente espléndida. Desde luego ambos eran buenos comensales, aunque Andreu resultaba ciertamente espectacular deglutiendo viandas. Según sus propias palabras, emitidas cuando los bocados le permitían pronunciar algo, definió a los platos que les sirvieron como “comida rústica en plan pijo”. La elaboración perfecta: sutiles los mariscos, contundentes las carnes, refrescantes las frutas y apetecibles los dulces. También, como debe ser en una cena de esas características, abundante el vino.
—Además —comentó Andreu— todo servido en su momento y al punto. Un gran chef.
—Ya lo creo —respondió Damián—. Pero me parece que hemos ocasionado un pequeño caos en la cocina y el servicio de mesas.
Efectivamente, al haberse tomado el privilegio de “influir” en los cocineros para que elaboraran un menú especial y recibir por parte de los camareros un cuidado preferente, habían retrasado la atención a otros comensales que veían con desagrado cómo alguno de sus platos salía a desmano.
—No es para tanto —dijo Andreu apurando el último sorbo de sekt—. Hay suficiente personal para atenderlos a todos y han cenado espléndidamente. No pueden quejarse. Además, puedes lavarles el coco para que sean felices con la cena.
—¿Quieres que lo haga? —Preguntó Damián con expresión pícara.
—¡Claro! Creo que los cocineros se lo merecen. —Respondió Andreu señalando con ambas manos los restos de su banquete.
—De acuerdo. Prepararé el terreno para que lo hagas tú.
Damián se estaba dejando llevar por los efectos del abundante vino que habían consumido. En realidad, tenía capacidad para neutralizarlo, era parte de su don, pero no siempre lo hacía; de vez en cuando le gustaba sentir los felices y divertidos efectos de la embriaguez. Por su parte, Andreu tenía una resistencia excepcional al alcohol. Era cierto que, cuando bebía, sus mejillas se sonrojaban y el gesto serio se trocaba en una cómica sonrisa, pero siempre mantenía la cordura.
—¿Cómo puedo decirles en alemán que te escuchen? —Preguntó Damián.
—De muchas formas, por ejemplo: “Hören auf diesen Mann” —respondió Andreu pensativamente.
—¿Y que te obedezcan?
—Prueba con: “Gehorchen diesen Mann”.
Damián se levanto e hizo sonar la botella de sekt golpeándola fuertemente con un tenedor. Ante el escándalo producido todos los comensales prestaron atención con algo de curiosidad y manifiesto desagrado. Entonces pronunció lentamente las frases que le había indicado Andreu, intentando verbalizar lo más literalmente posible. A continuación invitó a Andreu a incorporarse y dirigirse a su expectante público mientras él se dedicaba a “influir” en la mente de los asistentes al restaurante para que le escucharan y le obedecieran.
—Señoras y señores —dijo Andreu en un correcto alemán al tiempo que se ponía de pie apoyando las manos sobre la mesa—. El hotel es fantástico y el restaurante excepcional. Deben ustedes sentirse realmente satisfechos por la exquisita comida que nos han servido y por la excelente atención que nos han dispensado. Muchos de ustedes todavía están esperando algún plato que pronto saldrá de la cocina y descubrirán que la espera ha merecido la pena. Hoy, esta noche, son felices comiendo y bebiendo gracias a los profesionales que nos están atendiendo con gran dedicación —el Capitán señaló con el brazo extendido hacia la cocina—. Démosles un fuerte aplauso que, sin duda, se merecen.
Comenzó a aplaudir con ímpetu y todos los ocupantes del restaurante prorrumpieron asimismo en estruendosos aplausos y vítores hacia los cocineros que saludaron al comedor con aire de satisfacción. Después, Andreu reclamó de nuevo la atención de su público y siguió hablando.
—Señoras y señores. Esta noche todos ustedes harán el amor con entusiasmo. Los caballeros dejarán satisfechas a las señoras, las señoras harán lo propio con los caballeros, los gays con los gays y las lesbianas con las lesbianas. Y, si me apuran, quienes quieran en grupo pues también en grupo. ¡Ah!, se me olvidaba. Los bisexuales que lo hagan con quien les dé la gana.
Después, señalando a una mesa ocupada por cuatro mujeres jóvenes les preguntó:
—Ustedes, señoritas, ¿han venido solas o las esperan sus novios?
—Hemos venido solas —respondieron.
—¿Y se alojan en el hotel?
—Sí, estamos de viaje de estudios.
—Pues entonces, esta noche me acompañarán en mi habitación donde continuaremos la fiesta y tendremos sexo salvaje. Señoras y señores, aplaudan a este feliz grupo de señoritas.
Nuevamente la sala estalló en aplausos y vítores. Damián hacía ya unos minutos que estaba riéndose sin parar. Andreu continuó:
—Señoras y señores. A partir de ahora no votarán nunca más a la derecha, ni a los socialdemócratas. Votarán verde, votarán a los ecologistas. Reciclarán todos los residuos domésticos, usarán energías renovables, ahorrarán agua y sonreirán siempre a sus vecinos.
Damián ya no podía soportar los espasmos musculares que le producía la risa. Estaba encogido en la silla, con las manos sobre la tripa, soltando carcajadas que intentaba silenciar para no estropear el discurso de Andreu. Aunque no entendía el idioma alemán pudo interpretar los gestos del Capitán con total precisión y adivinar sus intenciones, sobre todo cuando su amigo se dirigió al grupo de muchachas o cuando escuchó las palabras claves “Umweltschützer” (ecologistas) o “Sozialdemokraten” (socialdemócratas).
—Y ahora, señoras y señores, disfruten del resto de la cena, sean felices y alaben la labor del chef del restaurante y de su equipo. Un fuerte aplauso para ellos.
De nuevo la sala hirvió en aplausos al tiempo que Andreu se sentaba y Damián se recomponía forzadamente.
—Desde luego, Capitán, eres un maestro de ceremonias excepcional —afirmo Damián.
—Adoro hacer esto —dijo Andreu satisfecho.
—¿Vas a poder manejarte tú solo con las cuatro chicas?
—No tengas ninguna duda. Tú deja que me ponga a ello y ya verás.
—Eres un perfecto caradura. ¿Ya no quieres salir esta noche por Reeperbahn Strasse?
—Mejor mañana, esta noche estoy muy ocupado.
El comedor volvió a la normalidad y los empleados de sala y cocina retornaron a sus ocupaciones. Damián y Andreu se trasladaron al Park Lounge del hotel, donde pidieron que les sirvieran unos gin-tonics que degustaron tranquilamente sentados en unas cómodas butacas junto a la chimenea.
—¿Sabes cómo se llama esta bebida en el sur de Alemania? —Preguntó Andreu.
—No, no tengo ni idea de alemán —respondió Damián.
—Mamada —dijo Andreu adoptando un gesto de orgullo al tiempo que se acomodaba en el respaldo del asiento—. ¿Qué vas a hacer esta noche mientras yo esté ocupado?
—Tengo intención de pasear un poco bajo la lluvia. Me gusta disfrutar de la noche en las ciudades; me sirve para conocerlas mejor.
—Háblame más de Dagobert. ¿Qué puedes decirme de él?
—En realidad, en el aspecto personal sé muy poco de Dagobert Leonhardt. He leído algún artículo de prensa sobre su trabajo y he hablado con uno de los periodistas que lo entrevistaron. Me comentó que es un personaje joven, de unos treinta años, un tanto huraño, pero que no se niega al diálogo, sobre todo si se trata realizar una entrevista para elogiarlo o darle publicidad. Por lo general únicamente se mueve entre la universidad y su domicilio. Por lo visto, el poco tiempo libre que se permite disfrutar lo pasa navegando por internet o peleándose con algún videojuego. Por lo demás, no sé si tiene familia o pareja.
—¿Y respecto a su trabajo?
Andreu soportaba el alcohol de una manera sorprendente. Tras todo lo que había bebido antes, durante y después de la cena se encontraba perfectamente lúcido y sereno. Por su parte, Damián tuvo que recurrir a sus habilidades sobrenaturales para disipar la embriaguez.
—Es profesor adjunto de Economía en la universidad. Su especialidad radica en estudiar soluciones alternativas a los conflictos sociales derivados de la economía de mercado. Como consecuencia es especialista en investigar las crisis en su conjunto, es decir, causas de las mismas, desarrollo y consecuencias. En algunos sectores del mundo financiero se le considera un visionario radical y enloquecido. Pero resulta muy popular entre los seguidores de los movimientos anti sistema. Ha ganado popularidad gracias a sus teorías, consiguiendo que algunos de sus colegas lo consideren un genio en ciernes.
—¿Y qué aspecto tiene ese tío?
Damián sacó su Smartphone del bolsillo de la chaqueta y buscó una fotografía, extraída de un artículo publicado en internet, para mostrársela al Capitán. El aspecto de Dagobert correspondía al ario clásico: atlético, parecía ser alto, fuerte, pelo rubio con un ligero toque rojizo y peinado hacia arriba estilo cepillo, cara redondeada con barba de una semana y ojos azules. En la foto vestía un polo negro bajo una chaqueta de color gris claro.
—¿Qué opinas de su aspecto? —Preguntó Damián.
—Que es muy alemán —respondió Andreu—. De esos hay muchos por aquí. En realidad no me dice nada especial. Un poco rancio, si acaso. Demasiado formal.
—Pues en este artículo se menciona que fue un okupa cuando era adolescente. Por lo visto se fugó de su casa y se hizo punk.
—¿Un punk estudiando economía? Eso sí me sorprende.
—Ya lo creo. A mí también me resulta raro. Me imagino que llegó a estudiar a causa de alguna historia truculenta, como que sus padres lo amenazaron de algún modo para que volviera al redil, o que la policía le obligó a reformarse o, simplemente, que sentó la cabeza a causa de alguna chica. Vete a saber…
—¡Para, para! —Dijo Andreu—. Los punks pueden estudiar perfectamente por propia voluntad, pueden ir a la universidad y seguir siendo punks. No seas retrógrado. Hay punks muy inteligentes. Lo que me extraña es que no veo a un punk estudiando economía. A ellos les cuadra más estudiar arte, literatura, historia o, si quieres, biología e incluso política. ¡Pero economía…!
—Quizá por eso es original.
—¿Sabe quiénes somos y qué es lo que pretendemos?
—No. Tan sólo está al tanto de que vamos a entrevistarnos con él para sondearle de cara a un proyecto de investigación bien remunerado.
—O sea, se ha dejado seducir por el dinero. ¡Menudo punk de mierda! —Andreu dio un puñetazo en el reposabrazos de la butaca que resonó en toda la sala.
—A ti también te pago bien.
—Cierto, pero yo no voy de punk.
—Eso es verdad, no presumes de punk. Presumes de anti-sistema, que viene a ser lo mismo —afirmó Damián con tono burlón.
—¡Maldito cabrón capitalista! —Exclamó Andreu indignado—. ¡Como tienes pasta crees que puedes comprar a todo el mundo!
—Venga Andreu, sabes que no es así —dijo Damián intentando ser conciliador—. Sabes que esta pasta me la dan los capitalistas sin sospechar para qué la utilizamos. De paso los dos vivimos bien y podemos hacer que quienes trabajen con nosotros también vivan bien, hasta que consigamos desarrollar nuestro proyecto. Entonces el dinero ya no tendrá importancia.
—¿Y qué crees que harían los capitalistas si supieran lo qué piensas hacer con su dinero?
—Supongo que sería muy peligroso si se enteraran, ¿no crees? De todos modos, tarde o temprano lo descubrirán. Debemos tener cuidado y ser discretos.
Andreu, que sostenía el vaso de gin-tonic en la mano derecha, lo elevó y lo movió señalando con él a su alrededor.
—Pues no estoy seguro de que nos comportemos de un modo muy discreto. Estamos en un hotel de lujo, viajamos en primera clase en los aviones, comemos en restaurantes caros. Tú vistes ropa de marcas lujosas…
—Acorde a lo que ganamos —interrumpió Damián—. Si tenemos cargos importantes en empresas importantes se espera que consumamos a este nivel. Aún así, no ocupamos las suites más lujosas de este hotel, ni yo visto los trajes más caros del mercado. Y desde luego, es evidente que tú tampoco. Pero los bohemios ricos también existen y a ti te va de maravilla ese papel. La verdad es que creo que dentro del lujo somos discretos.
—¿Y tienes pensado cómo plantearle el tema a Dagobert?
—Cuando lo conozcamos en persona ya veré como decírselo.
—Ya veo, resuelves los asuntos improvisando; como haces siempre —dijo Andreu al tiempo que bebía de su vaso.
—Soy nuevo en esto de las conspiraciones. Tendré que ir aprendiendo con el tiempo —respondió Damián haciendo lo mismo.
Durante unos instantes permanecieron en silencio contemplando las llamas que bailaban en la chimenea situada frente a ellos. Tomaron varios sorbos de gin-tonic y, después, reanudaron la conversación.
—Creo que te complicas demasiado la vida con un plan tan complejo que puede fallar por cualquier lado —dijo Andreu con un tono grave y un semblante contrariado—. Esta sociedad es una jodida mierda y no creo que pueda cambiar por las buenas. Con tu poder puedes manipular la mente de todo el mundo y conseguir lo que quieras de un día para otro.
—Ya lo hemos hablado, Capitán. Tenemos tiempo para desarrollar nuestro proyecto. Sabes que soy inmortal y que, mientras permanezcas cerca de mí, tú también lo eres. El pacto que hice con Lucifer consistía en restaurar su reino en la Tierra respetando su obra, la libertad individual, el libre albedrío, la felicidad, la ciencia, la belleza. Manipular la mente de la gente es imponer nuestro criterio ignorando el libre albedrío, es decir, el fin de la libertad. Eso no es lo pactado.
—No es cierto que tengamos tiempo —insistió Andreu—. El tiempo se extingue. El Sistema está agotando los recursos del planeta. En muchos aspectos hemos sobrepasado el punto de no retorno. La Tierra está en un serio peligro. O cambiamos esto ya o la Naturaleza se muere. No quiero ser inmortal en un mundo muerto.
—Vamos a intentarlo primero a mi modo. Si no lo conseguimos rápidamente lo hacemos al tuyo. Te lo prometo. Lo que resulta evidente es que el reino de Lucifer no puede existir en un planeta muerto. Si al final tenemos que “influir” en la mente de todo el mundo tal y como propones, lo haremos.
—¿Y por qué Lucifer no se me presenta a mí para hacer un pacto? —Preguntó Andreu considerándose marginado por el Demonio cuando, en realidad, él mismo resultaría más expeditivo para la tarea que se habían propuesto.
—Pues supongo que porque no quiere cargarse a media humanidad capitalista y manipular la mente del resto —respondió Damián riéndose al considerar que su comentario resultaba divertido—. De todos modos Lucifer está muy cerca de ti. Te está observando.
—¿Quieres decir que está aquí ahora mismo? ¿O te refieres a eso de que, como dios, Lucifer está en todas partes?
—Dios no está en todas partes. Lucifer sí. Pero también está aquí ahora mismo, físicamente.
Andreu miró a su alrededor observando a todas las personas que ocupaban la sala del Park Lounge.
—¿Te refieres a que Lucifer es alguno de estos individuos? —Preguntó señalando discretamente con la mano a la gente que había a su alrededor—. ¿Quién coño es?
—No puedo decírtelo. Tienes que aprender a distinguirlo tú mismo.
Andreu escudriñó el semblante de las veinte o veinticinco personas que ocupaban el lugar. Se fijó en un grupo de cuatro hombres y dos mujeres de mediana edad que parecían ejecutivos de alguna multinacional de visita a sus factorías de Hamburgo. También prestó atención a dos parejas que se encontraban ocupando sendas mesas a derecha e izquierda de donde se encontraban ellos. Había también cuatro o cinco hombres solitarios tomando una copa mientras leían periódicos, revistas o papeles sueltos con aspecto de informes de trabajo. Otros personajes, hombres y mujeres, que se encontraban en el extremo opuesto de la sala, parecían turistas europeos, quizá belgas o luxemburgueses, y charlaban animadamente en francés.
Casi todas estas personas habían estado anteriormente en el comedor y habían respondido con entusiasmo a las exhortaciones de Andreu. De hecho, las dos parejas que ocupaban las mesas cercanas se estaban mostrando provocadoramente acarameladas siguiendo las instrucciones amorosas que, aprovechando el “influjo” de Damián, les había dado durante la cena. Nada parecía extraño. Todo el mundo se comportaba del modo en el que Andreu consideraba adecuado a su aspecto. ¿Quién sería Lucifer? Desde luego, en caso de que estuviera realmente en la sala, debería ser un gran actor; un ser excepcional comportándose de un modo perfectamente vulgar.
De pronto le pareció que uno de los ejecutivos lo miraba haciendo un gesto extraño con la boca, como si quisiera darle una información secreta. ¿Sería Lucifer ese individuo? En pocos segundos, uno de los turistas se rió estrepitosamente mientras le dirigía la mirada. Instantes después, una de las mujeres levantó los ojos hacia Andreu al tiempo que se besaba con su acompañante. Todo lo que observaba parecían señales que, tal vez, procedían de Lucifer. Quizá se estaba convirtiendo en un paranoico y todo lo que veía le parecía una conspiración satánica. Quizá el Diablo se estaba burlando de él. Finalmente desistió de su búsqueda.
—¿No serás tú el jodido Demonio? —Preguntó dirigiéndose a Damián.
—Te aseguro que no lo soy, Capitán —respondió riéndose de la turbación de su amigo. —No te preocupes, aprenderás a conocerlo.
La mirada de ambos se centro en un grupo de cuatro mujeres jóvenes que, en ese momento, entraban en el Park Lounge.
—Bueno Capitán —dijo Damián levantándose de la butaca—. Creo que tus amigas han llegado. Te dejo con ellas. Supongo que no necesito desearte que pases una buena noche; parece que la buena noche la tienes asegurada.
—Descuida, esta noche va a ser la hostia. Y tú no seas tonto y búscate alguna chavala para pasártelo bien. Con tu poder serías gilipollas si no te aprovecharas.
—Hasta mañana Andreu —dijo Damián mientras se dirigía hacia la salida.
—Hasta mañana—Respondió el Capitán.
Damián salió del hotel por el acceso comercial a Mönckebergstrasse. Después tomó dirección oeste recorriendo las calles que, ya avanzada la noche, estaban prácticamente desiertas. La humedad continuaba enfriando el ambiente, por eso había tenido la previsión de subir con anterioridad a su habitación para ponerse la gabardina.
En esta avenida se concentraban los establecimientos de las principales marcas comerciales del mundo. La ancha acera gris invitaba al paseo tranquilo, iluminado por los reflejos de los escaparates que mostraban productos de todos los niveles del lujo.
En pocos minutos, guiado primero por la silueta de la torre de la catedral de San Pedro y, después, por las luces del ayuntamiento, que destacaban escandalosamente sobre el fondo gris y negro de la noche, alcanzó la monumental plaza de Rathausmarkt, solitaria y fresca a esa hora tardía, con un silencio casi aplastante, interrumpido ocasionalmente por algún que otro vehículo que rodeaba con parsimonia el tramo peatonal para alcanzar el otro extremo de la plaza.
Al llegar a la barandilla sobre el canal del Nikolaifleet, Damián se apoyó durante unos instantes para observar la negrura del río, ribeteado por suaves reflejos, brillantes y coloreados, producidos por las leves ondas que alcanzaban las paredes de los edificios cimentados bajo la superficie del agua.
Al llegar al cruce con Rödingsmarkt y Graskeller pasó bajo las vías del ferrocarril para seguir caminando siempre hacia el oeste. Poco después alcanzó el canal Alstersfleet y lo cruzó por el puente de Heilingesgeistbrücke. Inmediatamente atravesó el siguiente canal, el Herrengrabenfleet, por la pasarela de Michaelisbrücke. Decidió continuar este canal hacia el sur siguiendo una indicación que señalaba hacia el puerto de Hamburgo. Una calle vacía, estrecha y flanqueada por edificios rojos de tres o cuatro plantas lo condujo, en quince minutos, primero al puerto deportivo y, poco después, al puerto comercial, uno de los más importantes del mundo.
El ambiente portuario removía profundos recuerdos en Damián. El olor a fuel mezclado con salitre que siempre acompañaba a los grandes buques de transporte, los callejones oscuros flanqueados de contenedores, los deshechos de las descargas previas esperando a ser retirados por los servicios de limpieza… Podía reconocer esa atmósfera en todos los puertos del mundo; desde Noruega hasta Sudáfrica. Levantando la vista sobre las pasarelas que flanqueaban el muelle, destacaban las enormes moles de los portacontenedores, los graneleros o los buques frigoríficos. Y por encima de ellos, las grúas estibadoras que guardaban silencio esperando a la siguiente jornada de laboreo.
Damián saboreaba lo noche como si fuera el alma de la ciudad. De día las apariencias dominan todo cuando se mueve. Las personas se disfrazan en función de su trabajo, adoptan modos convencionales y socialmente aceptados y cumplen con las tareas que se espera de ellos. Sin embargo, la noche es libre. Lo mejor y lo peor del alma humana se expresa cuando el sol se oculta, cuando la luz deslumbrante del día no desvía la atención hacia las apariencias. Al oscurecer, las pupilas se dilatan y los sentidos se agudizan. La piel respira el frescor del aire, los oídos beben los sonidos que acompañan a los espíritus de las cosas, ya sean animadas o inanimadas, el olfato se funde con los aromas que arrastra el viento y el paladar saborea las hormonas de la noche.
Si, en esas circunstancias, te cruzas con otra persona solitaria, quien antes que persona era el sonido de unos pasos lejanos, después se transformaba gradualmente en una silueta oscura que se confundía con las sombras de los callejones, más tarde tomaba el aspecto del olor a sudor, alcohol o tabaco que orlaba su contorno y, por último, llegando ya a tu altura, se materializaba en la solidez de sus pensamientos centrados en pasiones humanas; cuando esa persona solitaria atraviesa la noche pasando a tu lado, los sentidos, la mente, el consciente y el inconsciente, desarrollan simultáneamente todo tipo de procesos, unos lógicos, otros oníricos, a la par fantasiosos y calculadores, elaborados a velocidades extraordinarias, diferenciando en todo momento cada línea de pensamiento sin confundir la realidad con la fantasía, pero simultaneando en las neuronas todas las opciones que nuestra experiencia de la vida es capaz de calcular o imaginar.
La calma de la noche hace que la vida sea más intensa, más completa, más rápida. Por el contrario, el supuesto dinamismo de las acciones diurnas responde a un automatismo monótono en el que la rapidez, la prisa, el agobio marcado por los límites del reloj impone una limitación en el flujo de los pensamientos. De noche, el ritmo del cuerpo es lento, pero la mente funciona a la máxima velocidad concebible, expresando todo su potencial. De día ocurre lo contrario; el cuerpo se mueve rápido, pero la mente sólo se ocupa de la tarea cotidiana unidireccional y alienante. Si la experiencia de la vida es mental, la propia vida es más intensa durante la noche.
A mitad del puerto ya se había internado en el barrio de Sankt Pauli. Remontó Davidstrasse para adentrarse en la famosa Milla del Pecado donde había estado esa tarde con Andreu. Camino de Reeperbahn Strasse se cruzó con un curioso callejón llamado Herbertstrasse, cerrado en su entrada por una valla roja en la que destacaba un anuncio publicitario de tabaco mostrando la foto de una sugerente mujer fumando. Observó a un hombre saliendo por un pasaje, en el lateral de la valla central, que se alejó con pasos rápidos sin mirar hacia atrás. Damián percibió sentimientos contrariados en los pensamientos de ese hombre, felicidad, vergüenza, deseo, tristeza, ansiedad…
Dirigiéndose hacia el mural rojo descubrió un aviso indicando que los niños y las mujeres no tenían permitido el acceso a ese callejón. Traspasó la barrera y accedió a una corta travesía adornada con numerosas luces rojas. A izquierda y derecha se abrían amplios ventanales de diversos colores donde se exhibían, vestidas únicamente con provocativa lencería, numerosas prostitutas que invitaban a Damián a entrar en sus locales. El callejón apenas tendría unos sesenta metros, pero la exhibición de lujuria que se extendía en ambos laterales hizo que se tomara su tiempo para recorrerlo. Cada vez que abandonaba un escaparate y pasaba al siguiente escuchaba tras los cristales lo que podrían ser insultos en alemán acompañados por gestos desagradables.
A mitad de la calle, observó que otro hombre entraba en el lugar y se detenía momentáneamente al verle parado. Era alto, vestía un traje de lana con cuadros grises que le quedaba un poco grande, Llevaba una camisa amarilla y una ceñida corbata de color azul oscuro estrangulando el cuello. Tras unos segundos de duda, el individuo se dirigió a los primeros escaparates ignorando a Damián quien, desviando la atención, siguió lentamente el camino hacia el final de la calle, donde traspasó un muro rojo similar al que se encontraba en el lugar por donde había entrado. Después se desvió hacia Reeperbahn Strasse y giró a su derecha en dirección al centro de la ciudad.
Cuando regresó al hotel eran las dos y media de la madrugada, y serían las tres cuando quedó dormido en su habitación. «Seguro que, a pesar de todo, duermo más que Andreu», se dijo antes de dejarse llevar por el sueño.