11.-     Miércoles, catorce de abril de 2010

Transfiguración

 

 

Estaba oscureciendo y aún no había concluido la escalada de aquel muro de roca caliza. Mantenía la mano derecha empotrada en el interior de una grieta que recorría un tramo extraplomado de la pared, a más de cien metros de altura sobre el cauce del arroyo. El pie derecho se apoyaba en un milimétrico saliente mientras que el izquierdo buscaba adherirse a la pelada aspereza de la roca desnuda. Su mano izquierda, con los dedos tirantes y agarrados a la misma grieta en posición de bavaresa, unos palmos por debajo de la derecha, hacía presión manteniendo el equilibrio. Sus brazos desnudos, tensos y musculosos, recibían insensibles el viento frío que arrastraba partículas heladas arrancadas a los neveros de las cercanas cumbres.

 

Era otro día más escalando en el cañón, el sexto. Otra vía más abierta a la desesperada buscando el fallo técnico que le precipitara al vacío, o el agarre falso que se desprendiera de la pared ocasionando su caída. Pero la roca siempre fue firme y la técnica impecable. No podía fallar a propósito. Y no podía caer si no fallaba. Un juego cruel que lo mantenía vivo a pesar de su deseo de morir.

 

Decidió soltar la mano izquierda de su precario agarre, apartar los pies de sus inseguros apoyos y permanecer suspendido sobre el vacío aguantando la presa firme de su mano derecha, apretando el puño para que la presión que ejercía sobre la grieta aumentara, sosteniéndole como un péndulo por encima de aquellos cien metros de atmósfera transparente que lo separaban del verde suelo.

 

El fuerte viento lo zarandeaba, como cuando un niño enreda feliz con su nuevo juguete; el brazo suelto comenzaba a experimentar la helada. Miró a su alrededor: Las últimas luces proyectaban sobre el suelo sombras alargadas procedentes de los álamos de las praderas y los sauces de las riberas del torrente. El rojo sol del crepúsculo se reflejaba brillante, tiñendo de sangre los cercanos acantilados que despedían resplandecientes la jornada. Un buitre enorme desplegó sus alas a unas decenas de metros de donde él se encontraba y emitió un sonoro graznido reclamando la presencia de su pareja, quien dudaba en abandonar el nido para investigar al intruso en las alturas. Al fondo, muy abajo, junto a las pardas tejas que cubrían el techo de la ermita, circundando el viejo Lada Niva donde conservaba sus últimas pertenencias, un zorro desvergonzado husmeaba entre los restos de comida guardados en una endeble bolsa de plástico, aprisionada entre pesadas rocas para impedir el expolio.

 

Hacia arriba, el azul celeste comenzaba a adquirir un tono cobalto más oscuro. Nubes algodonosas, visibles al fondo del valle, donde el cañón perdía altura y se confundía con las praderas contiguas, adquirían tonalidades doradas, naranjas y rojas, como los colores caprichosos con que teñían en las ferias los algodones de azúcar para deleite de los pequeñuelos.

 

Volvió a colocar los pies en la pared, buscando que la gomosa suela de su calzado de escalada encontrara una sujeción fiable sobre la que impulsarse más arriba; encogió el codo del brazo derecho y lanzo la mano izquierda todo lo alto que pudo, encajándola también en la grieta y presionando el puño para empotrarla igual que la derecha. Cuando encontró la suficiente estabilidad, desencajó la mano derecha y repitió la maniobra ascendente, imitando el mismo gesto varias veces hasta superar el tramo y alcanzar una repisa que le permitió descansar unos instantes.

 

La pared se tumbó un poco, permitiendo que pequeñas muescas en la roca, unida a la adherencia de sus pies de gato, facilitaran unos metros más de subida. Un último sector caótico, donde bloques sueltos se encajaban en una chimenea vertical, fue sorteado con peligro pero con acierto, hasta asomar a la plataforma superior del barranco, donde un bosque de sabinas añejas le recibió junto con las estrellas resplandeciendo en el oscuro firmamento.

 

Sus ojos se fueron adaptando al descenso de luz, permitiendo que la Vía Láctea fuera lucerna suficiente para indicarle el camino de vuelta, recorriendo una olvidada trocha que, entre tomillos y enebros, peñascos y carámbanos procedentes del deshielo diurno y congelados de nuevo en las umbrías y los salientes rocosos de la vereda, le fueron conduciendo hacia el fondo del valle.

 

Antiguos monjes guerreros debieron deambular por los vericuetos del paraje, dejando su impronta trascendente en el suelo que pisaron y en el aire que respiraron. Creía percibir los fantasmas de los Caballeros Templarios acechando en los recodos del camino, ocultos tras los torturados troncos de las centenarias sabinas, o surcando los vientos en forma de gélidas ráfagas sombrías que helaban el corazón.

 

Pero su corazón ya estaba frío. El dolor inmenso, el sufrimiento profundo que arrastraba, la desesperación y la decepción por el mundo, absurdo y sin sentido si la consecuencia de su realidad era el sufrimiento, cruel y terrible si dicha realidad resultaba inevitable, le había decidido a arrojarse en brazos del sueño eterno en el único lugar en el que la existencia le resultaba bella: la mágica naturaleza que lo había cobijado en momentos felices, la bóveda estrellada hacia la que dirigía el destino de su alma, si es que ésta existía; las rocas y los prados que acogerían sus restos. Y, en todo caso, la extinción definitiva del sufrimiento, el final de su ser, de su esencia y de su conciencia, si nada más había al traspasar la frontera de la muerte.

 

Los viejos fantasmas templarios no acechaban su desgracia, sino que velaban por su entrega. Eran aliados que reconfortaban la helada, no eliminando el frío glacial que experimentaba en su piel, sino convirtiéndolo en una sensación vital que estimulaba los últimos momentos de comunión con la tierra.

 

Los sonidos del arroyo se convertían en notas musicales felices, cantando en cada salto sobre las pulidas rocas cubiertas de verdín; los estanques, donde las  aterciopeladas hojas de los nenúfares flotaban agrupadas en delicada compañía, dejaban zonas de espejo radiante donde las estrellas se asomaban creando dos infinitos, dos eternidades profundas e inalcanzables salvo para quienes osaban retar a la muerte.

 

Aguas abajo, las praderas acompañaban al torrente y se adornaban con bosquetes de álamos, abedules y sauces, breves zonas de pinar, además de abundantes enebros dispersos aquí y allá. Entre la hierba, los amarillos picos de oscuros mirlos, que refulgían iluminados por la luz de las estrellas, rebuscaban lombrices escavando aplicada y decididamente, hasta que el sonido de pasos seguros los llevaron a interrumpir la tarea.

 

Tras una hora de caminata alcanzó el modesto campamento. Cogió un raído forro polar del maletero del Lada Niva y, sentándose después en una losa de piedra junto al extinto hogar, se dedicó durante un rato a encender nuevamente el fuego, tomando leña del montón acumulado a su derecha y una arrugada hoja de periódico atrasado, que introdujo entre las ramas y encendió con su viejo Zippo. El fuego comenzó a saltar del papel a los ramajos más finos, que crepitaron soltando chispas, y de estos a los troncos gruesos e irregulares recolectados durante la mañana a los pies de los árboles viejos.

 

El entorno inmediato se convirtió en un refugio de luz y de calor; el resplandor de las llamas alcanzaba la vieja fachada de la ermita medieval, haciendo bailar el aire intermedio con sombras chanceras, colores cálidos y volátiles pavesas. Los contrafuertes del edificio se cernían protectores sobre los secretos de los siglos guarecidos en su interior. Las arquivoltas del pórtico mostraban decoraciones geométricas y florales, sosteniendo por encima de ellas canecillos, símbolos extraños, rostros humanos de expresión dramática y burlones animales fantásticos junto con obscenos seres infernales. El juego de luces y sombras, que iluminaba la roja piedra de la construcción, otorgaba fantasmal vida a las imágenes.

 

Al calor del fuego, dispuso unas viandas frugales sobre su regazo: un mendrugo de pan de hogaza, un chorizo de potente olor, que ensartó en el extremo de una pelada rama fina y calentó sobre la hoguera, y una vieja bota de vino, que fue su compañera durante innumerables correrías por la montaña. Introdujo el embutido cocinado en el pan y, entre bocados del sabroso mendrugo, y reconfortantes tragos de la bota, se dejó llevar por la tristeza que anidaba en su alma.

 

La riqueza de los Caballeros Templarios yacía ahora olvidada en un remoto paraje de Castilla. Las piedras, y los muertos enterrados bajo ellas, eran los mudos testigos de la funesta angustia que brotaba de un cuerpo junto al fuego. Los ojos vidriosos por el agotado llanto de días precedentes, la garganta seca a pesar del agua fresca de un manantial cercano y del aterciopelado vino que pasaba a su través; y el corazón muerto para el mundo de los hombres pues, si cruel era la vida para los pobres, más terrible había sido la herida causada por familiares, parejas, socios y supuestos amigos, cuyas lacerantes miradas, mordaces palabras y despreciables actitudes, habían convertido la afectividad sincera en despiadados puñales que se clavaron con fiereza en aquél corazón que ahora yacía helado, ajeno al calor de la hoguera que sólo templaba la piel, pero no penetraba en el alma.

 

Un día tras otro había trepado por aquellas paredes, remontando sus lisas placas de roca vertical, aferrándose a las pequeñas ranuras que representaban la diferencia entre la vida y la muerte. Una escalada detrás de otra buscando el límite del temple, el final de la suerte, el agotamiento de la fuerza. Queriendo traspasar la frontera entre el instinto de supervivencia y el deseo de morir, resultando un trabajo infructuoso en ese afán, aunque creando un vínculo, mucho mayor de lo que jamás hubiera sospechado, con el alma profunda del mundo y del Universo.

 

Se dio la vuelta, colocando la espalda al calor de la lumbre, y contempló el profundo barranco que se desarrollaba frente a él: Las paredes de roca que enmarcaban el lugar, el arroyo que serpenteaba por el fondo, las praderas y los bosques, con la vegetación ondulándose por el gélido viento procedente de los páramos superiores. Por encima de los muros verticales, la Vía Láctea surcando el firmamento, engañando sobre la inmensidad del Cosmos, haciendo creer que aquellos miles de millones de estrellas, que emitían su luz hacia la noche de la Tierra, suponían el final del inmenso viaje en la oscuridad del alma. Pero el profundo oscuro estaba todavía más atrás.

 

Esa idea le generó un vértigo hipnótico. Resultaba imposible apartar la mirada del abismo infinito que le llamaba con una extraña sensación cordial. Sintió como si algo emanara de su ser y se expandiera por las sombras, intimando con el arroyo, con los prados y bosques, con las rocas y las montañas, con las estrellas y el vacío. Y supo que eso era Lucifer.

 

Día tras día, escalada tras escalada, con la desesperación como único motor de su arrojo, le había invocado persistentemente, consciente de que, si existía ese esquivo personaje, él constituía la única solución posible para acabar con el terrible drama de su vida. Pero día tras día, escalada tras escalada, la victoria sobre la roca se transformaba en un fracaso más que le secaba el último ánimo que le quedaba. Y la muerte era el destino añorado que no llegaba nunca.

 

Esa última escalada había sido diferente. Dejó a un lado la angustia y se unió al viento que recorría el mundo, sintió cómo la grieta a la que se aferraba era un abrazo del planeta hacia su hijo; el buitre se acercó a confraternizar con su hermano, el hielo ya no congelaba, sino que resplandecía marcando el camino; conocía el canto del arroyo porque procedía de sí mismo, escavó en la tierra con los mirlos, yació en las tumbas de los templarios y emitió luz como astro refulgente, a través de los eones, para iluminar la noche de la Tierra. Él era todo, y todo estaba en Lucifer.

 

Durante un tiempo indefinido, que pudo ser un instante o todo un siglo, el éxtasis embargó su alma en esa comunión infinita. Ya no importaba la angustia, ni la vida ni la muerte, todo estaba disuelto más allá de la conciencia. En ese momento eterno, supo que estaba acompañado y sabía quién lo acompañaba.

 

Dejó un sitio en la piedra sobre la que se acomodaba para que ella se sentara a su lado. Sin abandonar la contemplación de la Naturaleza, notó un abrazo cálido sobre su hombro y respondió envolviéndola con su brazo por la cintura. Después notó cómo una abundante melena rozaba su cuello antes de sentir la cabeza apoyándose sobre él con admirable delicadeza. Luego oyó una voz dulce y suave:

 

—Qué bien se está aquí, contigo.

 

Apretó contra sí la cintura que sujetaba y recostó con suavidad su cabeza sobre la que ella apoyaba en su hombro. Sintió un calor reconfortante mientras observaba el Universo bailando, girando en brazos de ondas gravitacionales y uniéndolo todo en infinitas membranas multicolores. Percibiendo, tras el profundo oscuro, otros universos y otras vidas danzantes.

 

—¿Por qué has tardado tanto en venir? —Preguntó él, incapaz de desviar la mirada del espectáculo de comunión eterna.

 

—Has sido tú quien ha tardado. Yo he estado aquí siempre —respondió la voz de ella con tono comprensivo.

 

—¿Y por qué nunca lo he sabido, hasta ahora?

 

—Porque no mirabas donde debías. En tu corazón y en tu mente había amargura y tristeza, y yo no soy ni amarga ni triste. Había desesperación, y yo nunca desespero. Había deseo de extinción y yo existo por siempre puesto que la vida y la muerte son irreales.

 

Giró la cabeza y la miró. Sabía cómo era, pues había aparecido en sus sueños, jugando con él cuando era niño, acompañándolo en las fantasías de amores tiernos de la juventud, reconfortándolo en las frustraciones de la madurez. E ignorando siempre la calidez de ese profundo vínculo cuando despertaba a la absurda realidad de lo cotidiano.

 

Deslizó los dedos de su mano enredándolos en la morena cabellera, suave y abundante, que le caía hasta los hombros. Clavó su mirada en aquellos ojos oscuros que reflejaban el firmamento en danza, estrechando en íntimo vínculo todo cuanto existía. Acarició la textura de aquella piel suave y sonrosada que formaba su precioso rostro. Quedó atrapado por la magia de aquellos labios rojos y carnales que reclamaban insistentes un beso. Y cedió al hechizo, uniendo su boca a la de ella, en un arrebato místico que trascendía la pasión y el deseo, y se tornaba en la necesidad imperiosa de unir los corazones en un único ser. Y el tiempo continuó siendo eterno.

 

—¿Qué quieres de mí si tanto insistías en verme? —Preguntó ella cuando aflojaron el abrazo.

 

Él era incapaz de pensar con simpleza en ese momento, pues el pensamiento lo era todo. Se vio obligado a retornar levemente a la mentalidad humana para poder extraer una idea concreta, un recuerdo fugaz del anhelo anclado en su memoria para dicho encuentro, pero el éxtasis vivido resultaba tan intenso que el único deseo que encontró en su corazón era continuar en ese embelesamiento.

 

—Quiero ser feliz para siempre —pronunció como única respuesta.

 

—Eso significa múltiples cosas —indicó ella deslizando un dedo sobre los labios de su compañero—, En primer lugar me pides vida eterna, pues si no, no puedes ser feliz para siempre. No lo sabes, pera ya eres infinito, aunque tu mente no alcanza a comprenderlo. Sin embargo, te daré lo que deseas: Vivirás por siempre tal como te conoces y te comprendes ahora mismo, hasta que desees que tu vida ordinaria acabe. También me estás pidiendo salud eterna, pues, en tu estado de conciencia, sin salud es muy difícil ser feliz. Del mismo modo me pides belleza pues, si no te sientes a gusto contigo, difícilmente encontrarás la felicidad; y si juntamos salud y belleza, tal y como tú lo entiendes, estamos hablando de juventud eterna. Así pues, tu deseo de felicidad eterna se traduce en vida, salud, juventud, belleza y felicidad eterna. Aún así, te prevengo, eso no es suficiente; pues la felicidad solitaria es harto difícil de conseguir. Luego, sin saberlo, también me estás pidiendo que incluya en tu deseo a determinadas personas que compartan tu existencia eterna y feliz, y que también ellos sean jóvenes, sanos, bellos, felices y eternos. Así pues, te otorgo este don: vivirás eternamente, con salud, juventud, belleza y felicidad para ti y para quien tú elijas. ¿Esto te satisface?

 

—Es todo cuanto deseo —respondió abrumado por la magnitud del privilegio.

 

—¿Y qué me darás a cambio? —Volvió a preguntar ella.

 

—¿Es aquí donde firmo con sangre la entrega de mi alma? —Preguntó él a su vez.

 

Ella se rió con estruendosas carcajadas que, lejos de ser burlonas y amenazadoras, sonaban sinceras, felices y divertidas por la ingenuidad de la pregunta y del hombre que la emitía.

 

—Tu alma ya está conmigo desde mucho antes de que nacieras —respondió— Esperaba de ti algo más valiente.

 

—¿Qué es lo que necesitas de mí?

 

—Necesito un guerrero del arco iris.

 

Entonces recordó el mito de los nativos americanos al que se refería: Llegará un tiempo en que los pájaros caerán del cielo, los animales de los bosques morirán, el mar se ennegrecerá y los ríos correrán envenenados. En ese tiempo, hombres de todas las razas y pueblos se unirán como guerreros del arco iris para luchar contra la destrucción de la tierra”. Los ecologistas de Greenpeace habían bautizado a su buque insignia, el Rainbow Warrior, en alusión a dicho mito.

 

—He sido socio de Greenpeace mientras el dinero me lo ha permitido…

 

—Estás resultando demasiado infantil —volvió a decir ella mientras tornaba a reírse—. Lo que quiero de ti, la tarea que te encargo, es mucho más importante y poderosa. Tú serás el artífice del cambio que busco para el mundo. Cada cierto tiempo necesito un mesías. Te ofrezco a ti serlo. Este es el pacto: Yo cumplo tu deseo y tú cumples el mío.

 

—¿Qué significa ser un mesías? ¿Quieres que me deje crucificar como hizo Jesucristo?

 

—Si tu deseo es que te crucifiquen…

 

—¡No, no es ese mi deseo!

 

—Pues entonces no veo la necesidad.

 

Ella cambió la postura, levantándose del asiento de piedra y acomodándose en las rodillas de aquel hombre al tiempo que abrazaba su cuello. Después, continuó hablando:

 

—¿Eras feliz en el mundo en el que vivías?

 

—Por supuesto que no. Tuve algún buen momento a lo largo de mi vida, pero casi todo fueron desgracias y penurias.

 

—¿Y acaso no eres feliz en estos momentos?

 

—Lo cierto es que no me he planteado si lo soy o no.

 

—Eso ocurre porque no tienes necesidad de pensarlo. El sentimiento de plenitud que has experimentado es lo que te ha llevado a plantear la petición de felicidad eterna. Ahora piensa —al decir esto, ella puso el dedo índice sobre la frente de su compañero— ¿Qué es lo que te ha hecho feliz esta noche?

 

—He contemplado la belleza de la naturaleza, la armonía del universo, la empatía con todo lo existente, la comunión con cada estrella, cada ser de la creación. Me he sentido libre y pleno por primera vez en mi vida. Han desaparecido de mi mente agobios y pesares y he sido capaz de vivir un instante infinito de paz absoluta —respondió mientras recapacitaba en la experiencia que estaba viviendo.

 

—Ahora vuelve la vista al pasado, a la vida que has dejado atrás. ¿Qué es lo que te impedía ser feliz entonces?

 

—Allí recibía presiones de todo tipo. Impedimentos económicos que me creaban tensión constante, imposibilidad de mejorar mi situación, egoísmo y traición por parte de personas cercanas, abandono de los demás cuando lo perdí todo. Me quitaron todo y me negaron el futuro.

 

—¿Y quién lo hizo?

 

—No se adonde quieres llegar —pregunto extrañado por el interrogatorio— Mi socio, mi pareja, mis amigos…

 

—Te equivocas. Mira más ampliamente. Dentro de ti está toda la historia de la humanidad —dijo ella mientras besaba su frente.

 

Los viejos sillares de la ermita estaban empapados por la dramática historia de la Orden de los Caballeros del Temple. En las sombras danzantes de su pórtico, guerreros de a dos por caballo despejaban de salteadores los caminos que enlazaban oriente y occidente, recogiendo sabiduría de uno y otro lado, y permitiendo el tránsito del conocimiento entre los iniciados, que buscaban la reconfortante caricia de compartir experiencias con hermanos de búsqueda, más allá de los límites de raza, política y religión. Eso creó al Temple rico y poderoso, azote de reyes y papas quienes, envidiosos y perversos, manipularon, conspiraron, mintieron  y, finalmente, ejecutaron con crueldad, en uso de su poder e influencia, a los custodios del vínculo sagrado de unidad planetaria.

 

Bajo el símbolo del Bafomet, cristianos viejos, musulmanes de fe, judíos cabalistas, orientales pragmáticos, sabios del Ganges o del Yangtsé, se habían unido en la búsqueda común de lo santo, y con la caída del símbolo desapareció la vía igualitaria en aras del terror inquisitorial, de la pesadumbre económica de los pobres, del acopio de los poderosos, y de la muerte indiscriminada del disidente.

 

Pero el tiempo pasado es neblinoso, cíclico, confuso por la repetición de patrones que amalgaman las épocas dispares en contenidos símiles. Desde el surgimiento de las civilizaciones, en el fértil Éufrates, la poderosa Uruk, la populosa Jericó, organizando imperios en torno a militares y sacerdotes, alrededor del oro. Manipulando a la muchedumbre ingente a manos de los poderosos, condicionando su pobreza y frustrando sus esperanzas, convirtiéndolos en peleles sumisos que se comportaban al dictado de los sones del poder. Retorciendo sus pensamientos y deseos y creando enemigos entre los iguales para justificar la divinidad de quienes se encontraban arriba.

 

Imperios gobernados por reyes divinos, poderosos ministros y gloriosos generales, habían escrito una historia esplendorosa, que figuraba grabada con letras de oro en los libros y el recuerdo, en la memoria egregia y admirable de los sueños románticos sobre la grandeza e inmortalidad del pasado. Pero por cada nombre insigne, por cada rey, príncipe, ministro o general, miles de siervos sin derechos, esclavos atormentados, mendigos y miserables, poblaban con desesperación las calles enlodadas de podredumbre y escasez. Lo uno, el esplendor magnífico, obligaba a lo otro, la sórdida miseria, eterna e inconsolable, profusa e inevitable, que condenaba de por vida a los pobres a satisfacer la avaricia de los ricos.

 

Los imperios viejos y nuevos se enredaban en espirales procedentes de un único centro: La avaricia, el mal de Mammón, apoyada en la envidia surgida de Leviatán. Generaciones de poderosos traspasando su herencia perversa a través de los milenos, para que sus infames sucesores siguieran apropiándose de la riqueza del mundo a costa del propio mundo y de sus humildes pobladores, indefensos, crédulos y moldeables a gusto y necesidad de los dominantes, dando como resultado que, entre los miserables desheredados, también existían estafadores de la vida y del corazón, que no eran si no pobres personajes, maleducados por la historia y la costumbre, con la fe, la esperanza y la caridad reprimidas para obligar a la aparición de la violencia generalizada, que se ejercía físicamente, verbalmente, moralmente y traicioneramente.

 

Y los poderosos utilizando sus armas, dominando el oro y los ejércitos, y creando a los sacerdotes para conseguir la manipulación moral y religiosa de los fieles de todos los credos, convirtiéndolos en manadas de borregos, que pacen allá donde los llevan, aunque su destino sea el matadero; profiriendo sagradas mentiras que se convirtieron en dogmas perversos, abocando a un infierno en tierra a los sumisos acólitos de las supuestas huestes divinas.

 

De este modo, indagando en la procedencia de las causas reales, reconoció a los forjadores de su desgracia, así como de tantos millones y millones de historias desgraciadas que salpicaban la faz de la tierra. Observó también la dramática proyección del futuro, donde privilegiados de mente estrecha, amparados por las armas y la fe, absorbían los recursos del mundo esquilmando tanto a los pobres como al propio planeta, abocándolo a una destrucción inevitable en aras del egoísta e inconsciente acopio de poder y riqueza. Al final todo era muerte.

 

—¿Qué se ha hecho de la belleza, la libertad, la armonía y la felicidad del mundo? —Preguntó ella besándole en la frente.

 

En la decadencia de la época lunar, perdida en los milenios tras los fuegos de las guerras por dios, los dioses y las patrias, los perversos de la humanidad se apropiaron de la voluntad de todos. Ellos se manifestaron como responsables del fin de la libertad y de la plenitud.

 

Oyó una dulce y triste voz resonando en lo profundo de su mente: «Ellos pretenden destruir la obra a la que me he entregado desde tiempos perdidos en la memoria del Universo. Y nada puedo hacer para evitarlo, pues mi esencia, el juramento permanente en mi conciencia, es preservar la libertad de acción, aunque lleve a la perdición definitiva de todo lo bello. Te necesito a ti».

 

—¿Acaso puedo hacer yo lo que a ti te resulta imposible? —Preguntó abrumado al sentir que cargaba con el sufrimiento de los miles de generaciones de pobres y esclavos que habían poblado la tierra.

 

—Tú puedes llegar allí donde yo tengo vedado inmiscuirme.

 

—¿Y quién te lo impide?

 

—Nadie sino yo misma. Existe un orden en la cosas, incluso el caos cósmico responde a unas leyes de la materia y de la energía, leyes que constituyen la información latente, la sabiduría completa de la danza de las estrellas y de cuanto hay más allá de ellas. Yo soy ese orden, esas leyes, esa información, esa sabiduría. Y actuar en contra de la propia evolución de los acontecimientos contraviene mi propio ser. Pero tengo un cáncer que vive por sí mismo, que crece por sí mismo, y que mata por sí mismo. Y tú eres la oportunidad para curar ese cáncer. Tú conoces ese estado que los hindúes llaman samadhi, los japoneses satori, y los cristianos éxtasis. Haz posible ese conocimiento para todos.

 

—¿Y cómo voy a poder hacerlo?

 

—Yo te daré herramientas. Gozarás de un poder absoluto sobre todos los seres que pueblan el mundo. Podrás influir en sus cuerpos y en sus mentes, curar o matar, controlar la voluntad de los demás e infundir ideas y pensamientos que se cumplirán obligatoriamente. Podrás hacer lo que te plazca con ese poder, usarlo según tu conciencia, pero con el objetivo claro de conseguir retornar a la armonía primordial, liberando a todos los esclavos sometidos al poder y preservando su libertad. Salva a la humanidad y salva a este planeta, permitiendo que los hombres y mujeres de este mundo retornen al camino de la sabiduría y la felicidad; permitiendo, asimismo, que la naturaleza goce de salud y vitalidad, de belleza y plenitud hasta el fin de los tiempos. ¿Aceptas el pacto?

 

—¿Me ofreces vida, salud, juventud, belleza y felicidad eterna, para mí y para quien yo quiera, junto con un poder total y absoluto sobre todos los seres del mundo, a cambio de restablecer tu reino en la Tierra? ¿Es ese el pacto?

 

—En efecto, ése es.

 

—Me aterra esa responsabilidad, no me creo capaz de llevarlo adelante yo solo.

 

—Eres más capaz de lo que piensas, pero nunca estarás solo. Siempre estaré a tu lado; te reconfortaré en los momentos de tribulación, te consolaré cuando caigas en depresión y gozaré junto a ti de las victorias.

 

—¿Y para que el pacto quede sellado tan sólo tengo que acepar?

 

—Has superado el primer paso, la prueba de espíritu, que te ha permitido trascender la angustia y alcanzar la paz mental suficiente como para ser verdaderamente consciente de la Realidad. La aceptación es el segundo paso, implica la voluntad clara de cumplir la tarea. Falta el tercer paso, la prueba de sangre, que te verás obligado a derramar en una circunstancia que ignoras, pero que se presentará inevitablemente, con la que terminarás de soltar los lastres que te anclan en la sumisión y la aquiescencia con las desgracias de este mundo. Si ahora aceptas, el pacto estará prácticamente sellado, aunque permanecerás a la espera de su conclusión.

 

—¿Qué es la prueba de sangre?

 

—¿Recuerdas cuando leíste el Bhagavad Gita? Ante la tribulación de Arjuna por tener que enfrentarse en batalla contra sus propios parientes, Krisná lo reconforta mostrándole el verdadero aspecto de la realidad, en el que la muerte no existe, y todo se diluye en el juego de las apariencias. Parte, entonces, a cumplir su destino con valor y liberado de las ataduras de la carne. Tú te enfrentarás a una situación parecida en la que debes responder de igual manera.

 

—¿Tú eres Krisná?

 

—Me han llamado de muchas formas, en tu tradición se me conoce como Lucifer. Otros me llaman Demiurgo. Ahora debes responder a mi pregunta: ¿Aceptas el pacto, o lo rechazas?

 

—Acepto. Aunque tengo miedo, pero no por el sentimiento que me embarga, que es absolutamente placentero y liberador, sino por las reminiscencias de la educación que recibí, en las que no creo y contra las que estoy luchando, pero que permanecen ancladas en mi subconsciente, ejerciendo su poder para limitar mi criterio y mi voluntad. Aún así, créeme, acepto.

 

Ella giró su cabeza observando el firmamento, invitándolo a mirar en la misma dirección. El fulgor de la Vía Láctea se incrementaba asombrosamente, contrastando con el profundo oscuro que se prolongaba mucho más atrás. Un espectacular bólido cruzó la bóveda celeste dejando un trazo brillante, blanco, verde y amarillo, que permaneció nítido durante preciosos instantes. Un búho real se posó en la rama de una sabina cercana, estiró sus alas desperezándose y guiñó los ojos dejando reflejar en ellos el brillo de la hoguera que todavía templaba el ambiente.

 

—¿Cómo se comporta un mesías? —Preguntó él con cierta turbación en la voz.

 

—Un mesías debe ser, ante todo, ejemplo para los demás. ¿Cómo te gustaría que fuera la humanidad en tu mundo ideal?

 

—Me gustaría que las personas fueran libres, amantes de la sabiduría, que vivieran en paz y dejaran vivir en paz, que disfrutaran de los placeres de la vida, que se divirtieran con alegría, que dejaran atrás los miedos manipuladores engendrados por los poderosos, que procuraran la felicidad en el prójimo, que fueran generosos, que comprendieran la diversidad y la valoraran, que amaran la naturaleza, que buscaran la belleza en todo.

 

—Pues si quieres ser el mesías de ese futuro, así debes comportarte. Ese es el ejemplo que debes dar. Pero intentarán impedir que lo consigas.

 

—Sí, supongo que los poderes del mundo no querrán cambiar el estado artificial de las cosas…

 

—Será más complicado de lo que imaginas. A pesar de tu poder buscarán los puntos débiles que todo ser tiene y te atacarán con fiereza. Lo harán desde diversos ángulos. Primero te enfrentarás a los poderes económicos y políticos que dominan el mundo. Pelearán como el dragón herido que defenderá a muerte su tesoro y su cólera será terrible. Después, cuando todavía no hayas vencido al primer enemigo, aparecerá el segundo, las iglesias y sus sacerdotes, qué serán todavía mucho más virulentos, pues su poder es tremendo. Pero tú, como mesías, debes dar ejemplo y no renegar del enfrentamiento, hasta que la victoria te sonría o hasta que desees la muerte y desaparezcas. Y no lo dudes, puede que, en algún momento, ese deseo atormente tu alma.

 

Un recuerdo tomó posesión de su mente: Un hombre de origen judío alto, fuerte, con mirada poderosa, clara, sincera y sabia, rebelándose contra los sacerdotes y los comerciantes aliados en el templo que, con avaricia extrema,  mentían y engañaban al pueblo en aras del enriquecimiento y el poder. Y ese hombre, Jesús de Nazaret, a sabiendas de que su vida le iba en ello, enseñó a los pobres la insumisión, la rebeldía, la pasión por el bien y el odio a la mentira y la traición. Tomó las pocas armas que el mundo le daba, un hato de cuerdas que utilizó a modo de flagelo, y expulsó con energía a los traidores del pueblo, a los creadores de dogmas y leyes que obligaban a la tribulación de los pobres y justificaban la divinidad de los reyes. Ante este pensamiento preguntó:

 

—¿Fue Jesucristo tu mesías?

 

Ella, sonriendo con los labios y con los ojos, acercó la boca a su mejilla y depositó otro cálido beso que transportó la memoria hacia Getsemaní. Ese fue el término de una estrategia, la aceptación de un final, dramático y glorioso, que serviría de ejemplo durante siglos y milenios. Pero descubrió el verdadero poder de los sacerdotes, que se apropiaron ilícita y criminalmente de la memoria de Jesús, tergiversando su mensaje y utilizándolo para perpetuar su propio poder mundano y el de los señores a quienes servían.

 

Descubrió el plan de Jesús para crear un mito que perdurara en la historia, como la habían hecho Zoroastro o Buda. Un mito liberador, de mensaje bondadoso, valiente y optimista, del que se hablara generación tras generación. Pero no vio llegar el futuro.

 

Nacido en un pueblo que valoraba la palabra como orden generadora, como poderosa herramienta transmisora de sabiduría, como expresión de la esencia sagrada de lo humano, donde la historia y el conocimiento se transmitía fiel a sus orígenes, gracias a la articulación de la voz dando forma a la razón, al espíritu divino dentro de los hombres, creyó que el sagrado verbo sería inmutable, eterno, y que su trascendencia perduraría en la forma y el sentido en que fue por él expuesto.

 

Craso error que no contempló el advenimiento de los perversos de otros imperios, de otras culturas y otras tradiciones, retóricos, cínicos y manipuladores. Planteó una estrategia que funcionaría contra los perversos de su propio mundo, pero su mundo desapareció engullido por la historia.

 

Y los sacerdotes que se llamaron obispos y se llamaron papas, popes y pastores, procedentes del mundo entero, y asentados más allá del Sinaí, al otro lado del Mediterráneo, traspasando los montes del Golán o, incluso, cruzando el estrecho del Bósforo, retorcieron, manipularon, falsearon y mintieron sobre sus palabras, sobre su mensaje, convirtiendo su vida y su obra en una de las mayores mentiras de las iglesias. De modo que el mito se transformó en otro, distinto del hombre y distinto de sus palabras y obras. Y las gentes empezaron a adorar al nuevo mito y a olvidarse del hombre.

 

Y ahora, dos mil años después, con la ciencia como salvaguarda de la verdad, con la capacidad del uso de la exégesis, la eiségesis y la hermenéutica para valorar la realidad, con los viejos documentos, llamados Evangelios, estudiados y las mentiras descubiertas, con las inclusiones detectadas, las omisiones claras y las tergiversaciones conocidas; con la aparición de pergaminos aún más viejos, ocultos en tinajas abandonadas en las arenas del desierto de Nag Hammadi, que revelan con mas fiabilidad al hombre y su mensaje; sabiendo cómo y cuando se produjeron las intencionadas manipulaciones de las palabras y los hechos, los fieles de las iglesias que se llaman cristianas, ignorantes de la verdad, siguen adorando al mito falso y matando, si pueden, como lo hicieron en tiempos pasados, en nombre de dicho mito. ¿Qué es peor: una mentira descarada o una media verdad que, basándose en un dato auténtico, manipula para llevar el mensaje en la dirección opuesta? Y tanto las falsedades, como las omisiones y las medias verdades son transformadas en dogma y usadas por los jerarcas de la fe, y los gobernantes que actúan por su gracia, como maza de verdugo para aplastar la cabeza de los insumisos que ellos llaman herejes, traidores o delincuentes.

 

Pero el mensaje de Jesús que aparecía en su memoria podía ser cualquier cosa menos dogmático. Su palabra era racional, libre e independiente y se enfrentó a todos los poderes de la época: generales, gobernantes, ricos y sacerdotes. Fue radical al cambiar todos los mandamientos por uno solo, al abolir los dogmas y las jerarquías y sustituirlas por el amor, la comunidad, el reparto justo y la ayuda mutua. Exactamente lo contrario de lo que ha sido del cristianismo a lo largo de la historia.

 

Vio claro al feroz enemigo que amenazaba su misión. Recordó a Francisco de Asís, próximo a ser ajusticiado como hereje al proclamar la pobreza obligatoria para la iglesia dominante, al prescindir del dinero y de lo que él representaba, urdiendo una vía de escape, una huida del mundo de los poderosos, mentirosos y asesinos en aras de la fe católica, o de cualquier otra fe al servicio de papas y reyes. Y recordó también como, ante el clamor popular que había levantado, nuevamente manipularon, tergiversaron y se apropiaron de un mito que, junto con Jesús, relanzó el prestigio de una institución traidora y asesina.

 

En su memoria también surgieron atisbos de cruzadas, antiguas y modernas, amparadas en los dogmas eclesiales, buscando poder político, riqueza terrena, a costa de los párvulos adoctrinados dispuestos a morir por una migaja de ilusorio cielo, y masacrando a quienes profesaran otra fe en los mismos lugares que todos consideraban santos. Tomaron cuerpo, asimismo, inquisidores ávidos de tormento contra brujas y marranos, que no eran sino mujeres del pueblo y profesantes judíos, dueños de propiedades que confiscar, o herederas de saberes que ellos no podían poseer.

 

Y supo  que el enemigo era poderoso, cruel e implacable. Sabía que, aunque ya no controlaban ejércitos e imperios directamente, sí lo hacían mediante su terrible influencia. No en vano, sus propiedades y capital los convertían en el primer imperio económico del mundo; sus adoctrinados irracionales seguían configurando una masa capaz de alterar el curso de las naciones, amparados por las mentiras procedentes de Roma.

 

En su mente estaba también el hecho de que, tanto la curia vaticana, como los jerarcas del resto de credos del mundo, habían configurado la historia, antigua y reciente, con guerras, hogueras y bombas humanas. Y siempre, fueran quienes fueran los líderes de los contendientes, amparaban su ferocidad en justicias teológicas y favoritismos divinos.

 

Pero nunca ha estado dios detrás de las guerras. No se debe culpar a quien no existe. El poder terreno, con intereses políticos y económicos, cuando no por simple despecho o apetencia, ha usado a la religión para justificar sus atrocidades, incluyendo a las nuevas religiones, denominadas bajo los eufemismos de Democracia, Libertad o Civilización Occidental. Pero las guerras las organizan los que quieren conseguir influencia estratégica en determinados lugares del mundo, o los que pretenden enriquecerse con el comercio de armas, o los que desean generar una dependencia económica de los países contendientes. Son los poderosos, que persiguen aumentar su poder, quienes provocan las guerras.

 

Y las iglesias los amparan y justifican. Tras su falsa apariencia de corderos santifican las cruzadas de todos los tiempos, ponen a los dioses del lado de los poderosos, favorecen el reparto desigual de los recursos y de la riqueza, bendicen a reyes y caudillos por la gracia de dios, y mueven las piezas del tablero de ajedrez en busca del poder terrenal. Para eso usan el arma de la alienación y el miedo. Es fácil dominar a los pobres con ideas religiosas, eso da a los menesterosos un atisbo de esperanza sobre la justicia celestial. Los buenos serán premiados tras la muerte y los malos serán condenados. Y utilizan una de sus mayores mentiras para conseguir la sumisión de los fieles: “si soportas esta pesada carga con resignación y amor a dios, te sentarás a su derecha al final de los tiempos, pero si reniegas de lo que te digo sufrirás una tortura perpetua en el Infierno”. Y mienten. Ningún mesías, tampoco Jesús, dijo eso.

 

Reconoció en la memoria de los siglos que la iglesia de Roma ha sido y es la mayor mentirosa y manipuladora de la historia capaz de poner a una ingente masa de aborregados al servicio de los poderosos. Carne de cañón para la guerra y motores resignados para la industria. Cualquier mínimo atisbo de ilusión que arrojar a los indigentes, no más que unas simples migajas del pan que ellos devoran, es considerado por éstos como un don, un privilegio que les mantendrá esperanzados: quizá logren pagar la hipoteca antes de que venza el plazo, tal vez puedan comprar ese coche mejor que el del vecino y, si son listos y consiguen ascender un puesto en su empresa, podrán disfrutar de mejores vacaciones con su familia. Así, con esas humildes ilusiones, los pobres son convertidos en máquinas de producir, sin pensar en las razones y las consecuencias de lo que están haciendo.

 

Volvió a escuchar esa dulce y profunda voz en su mente: «Sabes que, a lo largo de la historia, la iglesia ha justificado siempre este funcionamiento y se ha aliado con los poderosos. La iglesia ha quemado a los disidentes, los ha encarcelado y torturado y así ha favorecido las prerrogativas y la riqueza de reyes y magnates. La iglesia ha participado activamente en la creación del sistema político y económico actual buscando su propio beneficio. Y lo sigue haciendo en la actualidad, no lo dudes».

 

—¿Cómo justifico la inexistencia de dios si tú, a quien consideran su opuesto, eres real y verdadero? —Preguntó saliendo momentáneamente del trance.

 

—Porque en tu mente también está la lógica. El mundo existe y la conciencia existe. Yo soy la conciencia del mundo —respondió con calma. Después prosiguió— Nuestros enemigos usan el egoísmo, que lleva a la especulación, la explotación, la corrupción, la violencia, la guerra, la contaminación y la destrucción del ambiente; es decir, todo lo que ellos hacen conduce a crear el Sistema. Todo lo que justifica el Sistema es nuestro adversario. Y si alguien se declara abiertamente enemigo de Lucifer, como hace la iglesia, trabaja para el Sistema y es nuestro rival.

 

Después callaron y se hicieron compañeros de los sones de la noche. El viento silbaba entre las nacientes yemas de los álamos, atravesaba las agujas de los pinos y alcanzaba, con la fragancia balsámica de la resina, sus rostros tranquilos. El búho oteó los suaves movimientos de la hojarasca, especulando con la presencia de algún topillo. En las alturas, la Vía Láctea rotaba sobre el eje del planeta, describiendo lentos arcos al tiempo que mantenía a la Estrella Polar en su centro.

 

—¿Puedes darme algo de comer? —Preguntó ella con gesto risueño.

 

—¿Tú necesitas comer? —Preguntó él a su vez extrañado.

 

—¿Y quién habla de necesidad? Yo me alimento de los murmullos del viento y del brillo de las estrellas, pero también de placer. Y eso que habías preparado cuando llegué olía apetecible.

 

—Pan de hogaza y chorizo asado en la lumbre. No hay nada más rústico.

 

—Todo encaja en su lugar. Y aquí, ahora y contigo, es el más delicioso manjar del mundo.

 

Ella abandonó suavemente su asiento sobre el regazo de su compañero, dándole libertad para manipular las viandas; se acomodó de nuevo en la fría piedra, sin desviar la mirada del ágil cuerpo de aquél hombre tranquilo, en quien no quedaba resquicio de angustia o desespero. Observó los precisos movimientos de sus manos, cortando un mendrugo con su navaja de montañero, ensartando un chorizo en la afilada punta de una rama limpia y colocando el embutido por encima de las incandescentes brasas. En pocos segundos, la fragancia de la carne asada, de las especias y el ajo, del pimentón que coloreaba la vianda, inundó el aire fresco de la noche, provocando placenteras reacciones en las pituitarias, los paladares y los estómagos. La compañía del vino fresco, del amor de la hoguera y de la ternura cercana manifestada en el cariñoso entrelazado de las manos y los dedos, mientras con la otra daban cuenta del manjar, prolongó el éxtasis por largo rato, entre tanto hablaban de cosas mundanas, pero eternas, como el flujo del arroyo, el canto de las aves, el curso de las estrellas o la libertad del viento, viajando de valle en valle, de país en país, más allá de los mares.

 

—Mañana volverás al lugar donde vivías. No te preocupes por los recuerdos. Pasa los días en calma. Lo que has hecho ya no tiene marcha atrás. Vivirás ocultándote un tiempo, esperando que se complete el pacto. Cuando casi lo hayas olvidado, cuando incluso dudes de mí, todo quedará hecho. Nacerás a una nueva vida y, como neonato, necesitarás un nombre. Ya no eres el que eras. ¿Cómo deseas llamarte?

 

Miró a la preciosa mujer con la sensación de haber tenido ese mismo sentimiento anteriormente, mientras colgaba de su brazo tenso, anclado en la grieta de la pared del acantilado, suspendido sobre el vacío, en compañía del viento y de las aves. Supo que había renacido, y supo cuál sería su nombre.

 

—Me llamaré Damián Castellano. Y me comportaré como un caballero hidalgo de los que poblaron mi tierra en el pasado, con nobleza y confianza en mi destino. Cumpliré mi pacto. Ese es el juramento que hago ahora mismo.

 

—Y yo cumpliré el mío, Damián.