4.-     Martes, catorce de mayo de 2013

Conspiración

 

 

A las diez de la mañana se encontró con Andreu para desayunar en el Apples Restaurant, que estaba prácticamente vacío. Tras él bajaron sus cuatro amigas que ocuparon otra mesa un poco distante. Afortunadamente, en un establecimiento de esa categoría, los empleados entendían perfectamente que había otras costumbres y otros horarios distintos de los que marcaban el ritmo de los alemanes, quienes a las seis o siete de la madrugada ya estaban todos desayunados y trabajando. Damián y Andreu, con el horario festivo español de desayuno, todavía encontraron en el restaurante suficientes manjares para reponerse de los excesos de la noche pasada. Después del desayuno, hacia las once y media, solicitaron en la recepción del hotel que les pidieran un taxi en el que dirigirse al departamento de Economía de la Universidad de Hamburgo, donde habían quedado a las doce en punto para la entrevista con Dagobert.

 

El despacho del profesor Leonhardt se encontraba en la tercera planta de un moderno edificio acristalado en el campus histórico de la universidad, situado en el lado oeste del lago Alster. Al llamar a su puerta, que estaba totalmente cerrada, Damián y Andreu escucharon diversos golpes, un par de exclamaciones y, por último, el descorrer de un cerrojo, antes de que la puerta se abriera y se encontraran cara a cara con Dagobert Leonhardt. Su aspecto en persona resultaba muy similar al que analizaron la noche anterior en el móvil de Damián, aunque su indumentaria era mucho más informal. Vestía un polo verde de manga corta, un pantalón vaquero gastado y unas zapatillas deportivas rojas de tela. Ataviado de este modo se dejaba ver que su constitución era bastante más delgada de lo que habían pensado al analizarle en aquella foto de internet, donde se encontraba cubierto con una chaqueta que, indudablemente, debía quedarle muy ancha.

 

Les invitó a pasar a un despacho pequeño y desordenado, con el suelo ocupado por diversas cajas archivadoras de cartón negro, torres de libros distribuidas por distintos lugares del piso junto a despojos de varios ordenadores de sobremesa: dos CPUs medio desmontadas, tres monitores antiguos y piezas sueltas amontonadas en una caja de cartón marrón. En varias estanterías se localizaban numerosos volúmenes colocados en distintas orientaciones, buscando que, unos de pie y otros tumbados, completaran el cien por cien del espacio en las baldas del mueble, las cuales no llegaban a combarse porque el peso que soportaban las superiores descansaba directamente sobre los apretados libros del estante inferior, y así sucesivamente hasta alcanzar el suelo.

 

Frente a una ventana que se asomaba a los jardines y edificios de la calle Johnsallee, se encontraba su escritorio, con un sillón negro de ruedas situado a un lado de la mesa, a espaldas de la ventana, y dos butacas de tela marrón desteñida y gastada, con raspaduras y manchas de tinta, colocadas en el lado opuesto. Sobre la mesa de madera de caoba, gastada por el uso, se amontonaban lo que podrían ser trabajos de los alumnos, papeles personales e informes técnicos, junto con material de escritorio disperso y varias pilas de libros con temática diversa: Macroeconomía, novelas de ciencia ficción y manuales informáticos. Sobre un mueble accesorio situado a la derecha del sillón de ruedas, también saturado de papeles, se veía un ordenador portátil abierto y abandonado a su suerte en un peligroso equilibrio inestable.

 

Dagobert invitó a sus visitantes a sentarse en las butacas al tiempo que él mismo, rodeando la mesa mediante dos rápidas zancadas, se acomodó violentamente en su sillón, el cual chirrió mendigando algo de lubricante. Cuando todos estuvieron colocados en sus asientos, solicitó que explicaran el motivo de la entrevista.

 

—Yo soy Andreu Martorell y mi compañero es Damián Castellano —dijo Andreu en alemán—. Herr Castellano no habla su idioma, por lo que yo voy a actuar de intérprete entre los dos.

 

—De acuerdo —dijo Dagobert—. Herr Castellano me envió un correo solicitando mi opinión sobre un proyecto y una propuesta de trabajo para incorporarme a él. Estoy muy ocupado con mi labor en la universidad, pero me gustaría que concretaran su propuesta. ¿De qué proyecto se trata?

 

Andreu tradujo las palabras de Dagobert y, después, hizo lo mismo con la respuesta de Damián.

 

—La propuesta de Herr Castellano es la siguiente: Quiere que realice un análisis completo de una situación hipotética.

 

—¿Cuál sería esa situación?

 

—Supongamos —dijo Andreu traduciendo a Damián— que queremos crear una sociedad en la que no exista el dinero, ni las diferencias sociales. Un mundo utópico en el que las reglas del mercado por las que nos regimos han sido abandonadas y en la que prima el reparto justo de los recursos. ¿Qué pasos habría que dar para poder alcanzar esa utopía?

 

—El primer paso —respondió Dagobert— sería acabar con la mitad de las personas del planeta. No hay recursos para todos. Después, al reducir drásticamente a un número tan grande de productores, consumidores y contribuyentes, habría que superar varias revoluciones violentas dado que los sistemas económicos se tambalearían generando grandes hambrunas, pobreza y, consecuentemente, violencia generalizada. Las pensiones serían insostenibles y los ancianos quedarían desamparados, los jóvenes no encontrarían trabajo… sería una especie de película de Mad Max, un apocalipsis. No se puede acabar impunemente con el sistema que, mal o bien, regula el mundo.

 

Dagobert se llevó las manos a la barbilla en actitud pensativa. Después continuó hablando.

 

—¿Cuál es el objetivo de esta pregunta? ¿Se trata simplemente de curiosidad por la viabilidad de una hipótesis improbable? ¿O quizá creen posible llegar a un estado de crisis tan profunda que sea inevitable la violencia? ¿Quieren prevenir una catástrofe de este tipo como consecuencia de la crisis actual y de las que están por venir próximamente? Si es esta última opción les aseguro que no hay muchas posibilidades de cambiar el Sistema.

 

—En realidad —siguió traduciendo Andreu—, queremos contratarle para que realice un estudio serio sobre la viabilidad de esa utopía. Que busque el modo en el que esta hipótesis pudiera cumplirse de un modo no traumático; por ejemplo, realizar un control demográfico pautado por regiones limitadas, como podría ser un solo país en cada continente, reduciendo su población a la mitad o lo que se pueda considerar una cifra sostenible, permitiendo que se equilibre su economía con ayuda de los demás estados. Cuando los países “liberados” sean autosuficientes se elimina el dinero como medio de cambio y se establece el reparto justo. Después se extendería el procedimiento a regiones limítrofes de forma escalonada. Supongamos que existe a nivel mundial una voluntad clara de eliminar la dependencia económica, la desigualdad social, la explotación de los recursos finitos y el deterioro ambiental, entre otras cosas. Queremos que programe un proceso de abandono viable del sistema actual. Que calcule plazos y costes y que localice los organismos públicos internacionales y los cargos dentro de estos organismos que sería imprescindible controlar para alcanzar ese cambio. Queremos saber si es posible realizarlo de un modo sensato, sin episodios agresivos ni agobios económicos; o si las revoluciones violentas son inevitables.

 

—¿Esto es simplemente hipótesis? Me suena más bien a una estrategia de prevención de daños; parece que quieren conocer los métodos y los lugares clave  que unos revolucionaros podrían intentar controlar para acabar con el Sistema.

 

—Supongamos que es tan sólo hipótesis.

 

—Usted, Herr Castellano, se presentó en su correo como consejero de diez bancos internacionales. ¿Actúa en nombre de esas entidades? Sus cargos me dan miedo. Me hacen suponer que está en posesión de información privilegiada y que está pidiendo la elaboración de un trabajo para prevenir posibles ataques al sistema económico.

 

—Herr Castellano quiere estudiar la hipótesis de forma personal. Los bancos para los que trabaja no saben nada de esta iniciativa. De todos modos, entendemos su preocupación y desconfianza. Aún así, usted se ha hecho famoso por su carácter alternativo y sus propuestas transgresoras. Estamos convencidos de que, independientemente de nuestra intención o del importe que le paguemos por el trabajo, el proyecto le resultará suficientemente atractivo. Se trata de elaborar una tesis rompedora acerca de un nuevo orden mundial, algo que creemos que le resultará muy agradable. Además, Herr Castellano le financiará su investigación.

 

—Desde luego, la idea resulta muy sugestiva. Y tienen razón, mi carácter alternativo me ha dado cierta fama, pero también me ha ocasionado numerosos problemas. Demasiados problemas. He aprendido a ser prudente. ¿A quién beneficiaría mi trabajo?

 

—Suponemos que no nos creerá si le decimos que, si los resultados de su trabajo nos convencen, moveremos nuestros contactos en los foros internacionales para llevar adelante la utopía.

 

—Cierto, no les creo. No es que dude de su intención, sino que, si lo que afirman es en serio, dudo de su cordura.

 

—Y tampoco nos creerá si le decimos que tenemos medios para implantar el nuevo sistema.

 

—En efecto. Considero que quienes realmente tienen medios no están interesados en cambiar el sistema.

 

—En ese caso, le pedimos que realice su investigación simplemente para satisfacer nuestra curiosidad.

 

—¿Entonces quién me contrataría para realizar este proyecto, ustedes personalmente?

 

—Herr Castellano personalmente.

 

—¿Cuánto tenía pensado pagarme?

 

—Cincuenta mil euros por el informe. Pero debe ser exhaustivo, detallado en todos sus aspectos. ¿Cuánto tiempo podría llevarle?

 

Dagobert, que hasta ese momento se había mostrado muy directo y con respuestas inmediatas, se mantuvo pensativo unos instantes.

 

—Se trata de una investigación nueva y muy compleja. Con mi carga de trabajo actual probablemente tardaría en desarrollarla alrededor de un año.

 

—Necesitamos un informe preliminar antes de dos meses ¿Puede hacerlo?

 

—¿El importe de cincuenta mil euros sería por el informe preliminar o por el trabajo total?

 

—Ese pago se realizaría por el informe preliminar. Si sus resultados nos convencen le contrataríamos el tiempo necesario para que su investigación se complete.

 

—Estamos finalizando el curso académico… Es complicado —Dagobert se sintió incómodo al verse presionado; por un lado, era evidente la carga de trabajo que suponía el final del curso y, por otro, el proyecto resultaba atractivo y la paga era jugosa—. ¿Cómo se realizaría el pago? ¿Habría contrato de por medio? —Preguntó finalmente.

 

—Podemos hacerlo como más le favorezca. En A o en B. En cualquier caso le daremos el veinticinco por ciento al aceptar la propuesta, el veinticinco por ciento dentro de un mes y el cincuenta por ciento restante al terminar el trabajo. Podemos firmar un contrato si lo prefiere.

 

—¿Quiere decir que, si acepto ahora mismo la propuesta, tiene aquí doce mil quinientos euros para entregarme?

 

—Sí.

 

—Precisaría ayuda para poder terminarlo en ese plazo —dijo Dagobert—. ¿Podría contar con alguno de mis estudiantes?

 

—Necesitamos discreción absoluta. Si utiliza a algún estudiante este no debe saber nada de nosotros. Además… —Andreu se quedó sorprendido al escuchar lo que Damián le pidió que tradujera—, Herr Castellano dice que yo me quedaré en Hamburgo el tiempo que necesite para ayudarle a completar el trabajo. Pero debe estar listo en dos meses a partir de hoy.

 

—Prefiero firmar un contrato con los términos que me han indicado.

 

—¿Entonces acepta la propuesta?

 

—Sí. La acepto —Dagobert, se reclinó sobre el respaldo de la butaca provocando un pequeño giro del asiento, lo que ocasionó nuevos chirridos—. ¿Por qué han pensado en mí para este proyecto?

 

—Por su reputación, Herr Leonhardt —Andreu escuchó una nueva indicación de Damián y la tradujo inmediatamente—. Herr Castellano quisiera invitarle a comer para ultimar los detalles de la propuesta.

 

El lugar elegido para la comida, por indicación de Dagobert, fue el Brodersen Restaurant, situado en las inmediaciones del campus, justo en la esquina entre Rothenbaumchausse y Johnsallee. El restaurante ocupaba la planta baja de una hermosa villa blanca y, para acceder al edificio, había que atravesar una bonita terraza ajardinada con un aspecto excelente para celebrar comidas en verano. Desafortunadamente, el día frío y nublado aconsejaba pasar al comedor interior.

 

En la entrada del restaurante les recibió una rubia camarera que les condujo a una sala estrecha, cuya entrada estaba presidida por un vetusto gramófono dorado. Las mesas marrones, cubiertas por un impecable mantel blanco, se encontraban alineadas en dos hileras pegadas a las paredes, que estaban ornamentadas con motivos marineros. Sobre cada mesa pendía una bonita lámpara, decorada en blanco y oro, con cuatro velas amarillas rodeando la iluminada pantalla semiesférica.

 

El local estaba prácticamente completo y no habían tenido la previsión de hacer reserva. Afortunadamente todavía permanecía libre una mesa en un rincón a la entrada, junto al viejo gramófono. La camarera les invitó a sentarse, ocupando Andreu y Dagobert las sillas dispuestas junto a la pared y colocándose Damián en la segunda silla del pasillo. Sobre el mantel ya estaban dispuestos cuatro cubiertos. La camarera se ocupó de retirar uno de ellos, entregándoles después tres carpetas con la carta del restaurante.

 

Pidieron unos entrantes de salmón ahumado, arenques y pancakes de patata, junto con una ensalada. Como plato principal, Dagobert pidió un Schnitzel, Andreu un Hanseatntopf consistente en tres salchichas alemanas acompañadas de verduras y ensalada de pepino; Damián, a imitación de Dagobert,  también solicitó, con voz convencida y segura, otro Schnitzel, aunque no tenía ni idea de qué tipo de plato era, pero resultaba una palabra fácil de recordar y pronunciar con soltura, además le permitiría empatizar algo más con su nuevo socio; o al menos eso suponía. Cuando más adelante le sirvieron el plato, descubrió que se trataba de un enorme escalope rebozado y empanado servido con ensalada y patatas asadas. Para beber, todos se apuntaron a la propuesta de Dagobert y solicitaron unas cervezas Pilsener Jever.

 

Si quedaba algún lugar libre en otra zona del restaurante, este debió ocuparse en seguida, porque varias personas que entraron más tarde solicitando mesa tuvieron que darse la vuelta al encontrar el local completo. Sin embargo, a Damián le llamó la atención un personaje solitario que accedió al establecimiento cuando tenían mediado el segundo plato. Ese individuo, vestido con un traje de lana, una camisa blanca y una corbata azul apretada en el cuello, se resistió a abandonar el restaurante en cuanto se le indicó que no había sitio libre, durante unos minutos se dedicó a observar la sala con atención, deteniendo momentáneamente la mirada en el grupo que formaban ellos tres. Después, le dijo algo rápidamente a la camarera y salió del restaurante. Recapacitando, Damián se dio cuenta de que se trataba del mismo hombre con el que había coincidido en Herbertstrasse la noche anterior.

 

Damián pidió a la empleada del local que se acercara a su mesa y le indicó a Andreu que le preguntara por la persona a quien acababa de atender en la entrada, quién era y qué quería. La camarera contestó, “influida” por Damián para contar cualquier cosa que supiera, que se trataba de un desconocido a quien no recordaba haber visto en ninguna otra ocasión, y que le había dicho que sólo quería comprobar si unos parientes suyos se encontraban en el restaurante; después dijo que no los veía y se marchó.

 

Dagobert y Andreu se percataron de que algo preocupaba a Damián y le preguntaron por el asunto, pero éste les dio unas respuestas vagas, de modo que siguieron hablando del proyecto que les ocupaba. Acordaron que ellos dos se dedicarían a desarrollar el estudio desde ese mismo instante y que Damián retornaría al cabo de un mes para informarse en persona sobre el progreso del mismo.

 

Al salir del restaurante, Dagobert y Andreu regresaron caminando al despacho en la universidad, mientras que Damián se dirigió hacia el este por la calle Johnsallee, con la intención de visitar el lago Alster. Se fijó que, en un vehículo aparcado en el cruce, un Volkswagen Tiguan de color gris oscuro metalizado, se encontraba el mismo personaje que llamó su atención durante la comida. Sin pararse a pensar, se dirigió impulsivamente hacia el coche en el momento en el que éste se puso en marcha y circuló calle adelante a mucha velocidad. Damián tuvo el tiempo justo para fijarse en la matrícula y retenerla en su memoria.

 

Comenzó a elaborar un plan para descubrir quién era ese individuo, aunque el desconocimiento del idioma resultaba un serio inconveniente ahora que Andreu no lo acompañaba. Pensó en una solución momentánea, necesitaba un intérprete. «Nada más fácil, para eso existe internet» se dijo. Tecleó en su Smartphone “intérpretes de español en Hamburgo”, y rápidamente encontró numerosas entradas con la información que buscaba. Eligió una agencia que le inspiró profesionalidad y llamó inmediatamente. Le respondió una telefonista alemana; Damián no entendió ni una palabra de lo que le dijo, pero también había previsto una respuesta que había investigado previamente en el traductor de Google. Probó suerte diciendo: «Spanisch bitte». Tras unos instantes, una voz femenina le saludó en español, aunque con fuerte acento hamburgués:

 

—Buenas tardes, señor, ¿qué es lo que desea?

 

—Quiero contratar los servicios de un intérprete de español —respondió Damián sintiéndose aliviado al poder expresarse en su idioma.

 

—Por supuesto, señor. ¿Tendría usted algún inconveniente en venir a nuestra oficina?

 

—Ningún problema. ¿Puede decirme dónde están ustedes?

 

A través del teléfono le indicaron la dirección, próxima al parque Hammer. Damián, desconfiando de su precaria pronunciación del alemán, pidió que se la enviaran por escrito en un whatsapp o en un mensaje de texto para poder mostrársela al taxista que le llevara hasta la agencia de intérpretes. Así lo hicieron inmediatamente. También les pidió que le informaran acerca de la parada de taxis más cercana al cruce de calles donde se encontraba, en vez de eso, acordaron amablemente enviarle un taxi ellos mismos a ese lugar. Media hora después se encontraba en un lujoso despacho, hablando con una mujer de unos treinta años, alta, rubia, delgada y vestida con un elegante y profesional traje azul marino, acordando las condiciones del servicio.

 

—Deseo contratar los servicios de un intérprete, aunque ahora mismo no sé durante cuánto tiempo. En principio lo necesito para esta tarde y es probable que también para los próximos tres o cuatro días.

 

—¿Cómo se llama usted? —Preguntó la intérprete.

 

—Damián Castellano —respondió sin importarle desvelar su identidad.

 

—Señor Castellano —prosiguió la intérprete—, ¿cuál es el tipo de servicio que le interesa? ¿Negocios? ¿Turismo?

 

—Un poco de todo —respondió Damián—. Esta tarde necesito hacer unas gestiones con la policía.

 

—¡Meine Fresse! —Exclamó la mujer—. ¿Le han robado o ha sufrido algún percance?

 

—No, no ha sido nada de eso, tan sólo tengo que solicitar una información. ¿Pueden realizar ese servicio?

 

—Por supuesto, señor Castellano. ¿Conoce nuestras tarifas?

 

—No, no las conozco, pero no creo que suponga ningún problema…

 

—En este asunto le recomiendo la interpretación de enlace —dijo la intérprete interrumpiendo a Damián—. El precio de este servicio es de 400 euros por media jornada, que dura un máximo de cuatro horas y 550 en caso de jornada completa, por un máximo de ocho horas. No se pueden hacer fracciones; la hora extra tiene un precio de 120 euros.

 

—Estupendo, ¿podemos empezar ahora mismo?

 

—En cuanto rellenemos el formulario de contratación. ¿Por cuánto tiempo le interesa?

 

—Para empezar necesito sus servicios para esta tarde. Y posteriormente todas las mañanas hasta el sábado —respondió Damián calculando que Andréu estaría ocupado todo ese tiempo en el que pensaba permanecer en Hamburgo.

 

—Eso suma cinco medias jornadas. Total dos mil euros. ¿Cómo tiene previsto realizar el pago?

 

—Ahora mismo —respondió Damián extrayendo de la cartera su tarjeta American Express Centurión de titanio. —¿Va a ser usted mi intérprete?

 

—Sí, por supuesto —respondió la mujer mientras mantenía los ojos clavados en la exclusiva tarjeta—. Esta tarde no tenemos ningún otro experto de español disponible y no es conveniente cambiar de intérprete en los días sucesivos.

 

—He tenido suerte entonces. ¿Cómo se llama usted, señorita?

 

—Mi nombre es Elke —dijo mientras se levantaba con la tarjeta y desaparecía cerrando tras de sí la puerta del departamento.

 

A los pocos minutos, Elke regresó al despacho con la tarjeta, un recibo correspondiente al importe del servicio y dos copias del contrato en alemán, que Damián firmó tras la lectura del mismo que la intérprete realizó traduciendo al español.

 

—Muy bien —dijo Damián satisfecho—. Pues si ya está todo dispuesto, le agradecería que pidiera un taxi para ir a la comisaría de policía.

 

Elke realizó la gestión, subieron al coche y se dirigieron al Polizeipräsidium situado al norte de la ciudad, próximo al aeropuerto.

 

El edificio, moderno e impresionante, con una planta que se asemejaba a una rueda o engranaje de diez radios y en el que destacaba la vistosidad del acero y el cristal en su fachada, acogía a un servicio policial con aspecto de ser altamente eficaz, profesional e implacable. Se dirigieron hacia el primer uniformado que vieron, el cual se encontraba tras un mostrador en una zona donde se acumulaban civiles con aspecto nervioso. Elke traducía las palabras de Damián al tiempo que éste se ocupaba en “influir” en la mente del policía.

 

—Queremos información sobre un vehículo del que conocemos la matrícula. Nos gustaría saber a quién pertenece —dijo la intérprete.

 

—Esa información no se la puedo dar yo —respondió el oficial sin plantearse siquiera la legalidad de la solicitud—, pero puedo recomendarles que hablen con el agente Bachmann, que se encuentra en aquella mesa —dijo señalando a un grupo de escritorios situados más allá del mostrador, donde se afanaban varios policías en tareas administrativas.

 

—Gracias —dijo Elke mientras se encaminaban en la dirección indicada.

 

El agente Bachmann, un policía próximo a la jubilación, con poco pelo, mediana estatura y abdomen casi esférico, les atendió con la misma diligencia que el anterior oficial gracias al efecto hipnótico que ejercía el poder sobrenatural de Damián. Cuando le fue dada la matrícula del vehículo la introdujo en el ordenador y esperó relajadamente el resultado de la consulta. En pocos segundos frunció el ceño y miró a Elke diciendo:

 

—Lo siento, parece que esta es una información con un nivel de seguridad que me impide acceder a ella. Creo que este vehículo pertenece al Bundesnachrichtendienst.

 

Elke tradujo la información indicando que el Bundesnachrichtendienst, más conocido por sus siglas BND, era el servicio secreto alemán. Después volvió a dirigirse al policía con las instrucciones que Damián le dio:

 

—¿Quién en este edificio puede acceder a esa información? —Preguntó sorprendida por el atrevimiento de Damián al insistir en un tema que se empezaba a mostrar muy embarazoso. Al notar Damián este recelo, comenzó también a “influir” su mente para que actuara sin ninguna preocupación.

 

—Supongo que el Polizeipräsident, no se me ocurre nadie más, ni siquiera un inspector podría tener acceso. Ya nos ha ocurrido anteriormente. Hemos tenido complicaciones con los del servicio secreto y no ha habido forma de tratar con ellos.

 

—Queremos hablar con el Polizeipräsident. ¿A quién nos dirigimos?

 

—Hoy se encuentra en el edificio. Está en su despacho de la cuarta planta. Tienen que presentarse a su secretaria, la señorita Gesine Rosenzweig. Necesitarán unos pases especiales. Les acompañaré al registro para que se los faciliten.

 

El agente les dirigió hacia una ventanilla donde, “influidos” por el poder de Damián, les entregaron los pases sin preguntar nada más. Con las indicaciones dadas por el policía localizaron rápidamente el acceso al despacho del jefe, precedido por una sala donde se encontraba su secretaria. Damián siguió ejerciendo su poder sobre la mente de todas las personas con las que se encontraban; primero haciéndoles hablar y comportarse según su interés y, después, haciéndoles olvidar lo acontecido.

 

—Queremos hablar con el Polizeipräsident. Por favor, anuncie nuestra visita —ordenó Elke a la secretaria siguiendo las instrucciones de Damián.

 

La funcionaria abrió la puerta del despacho ante la sorpresa de su jefe, quien no tuvo tiempo de protestar pues, inmediatamente, se encontró también bajo el “influjo” de Damián.

 

—Disculpe que nos presentemos así —dijo Elke asimismo hipnotizada— Tenemos que pedirle que nos ayude a conseguir una información importante.

 

A continuación, con la colaboración total del jefe de policía, introdujeron de nuevo en el sistema informático los datos del vehículo que querían localizar. El Polizeipräsident se vio obligado a utilizar su código de seguridad para conseguir la información buscada. En pocos minutos les dijo:

 

—Este vehículo se encuentra  registrado al servicio del BND. El agente al cargo del mismo se llama Helmut Maschwitz. Es residente en Hamburgo. Se ocupa de operaciones económicas y políticas. Su inmediato superior es Jakob Tausch.

 

Elke pidió la dirección de dicho agente, dato que el jefe de policía les facilitó inmediatamente. También solicitó información sobre alguna otra referencia que pudiera servir para localizarlo: familiares, esposa, hijos, otros destinos conocidos, etc.; o si se podía averiguar en qué lugar se encontraban en ese instante tanto el agente como el vehículo. Pero el sistema no arrojó ningún apunte adicional. Solicitaron que imprimiera la ficha del agente con sus datos y fotografía, a lo que el Polizeipräsident accedió inmediatamente. Por último indagaron en los pormenores de Jakob Tausch, de quien también solicitaron la ficha. Después, Damián borró de la mente del jefe de policía el recuerdo de cuanto había sucedido. Posteriormente salieron del enorme complejo policial.

 

Serían las cinco de la tarde cuando llegaron a la dirección facilitada por el Polizeipräsident en el barrio de Wandsbek. La tarde seguía siendo gris y, ocasionalmente, algunas gotas de lluvia empapaban el suelo. Elke utilizaba en esos instantes de chubasco un pequeño paraguas de color azul que llevaba guardado en el bolso, mientras que Damián aguantaba las escasas gotas bajo su gabardina sin darles demasiada importancia. Recorrieron primero la calle donde se encontraba el domicilio de Helmut Maschwitz, flanqueada a un lado por edificios marrones y rojos de cuatro plantas y, al otro lado, por casas unifamiliares de aspecto elegante, con la intención de localizar el vehículo usado por el espía, un todo terreno metalizado gris oscuro, pero no consiguieron encontrarlo. Después accedieron al edificio y se dirigieron al departamento donde, según la ficha, residía el agente, situado en la tercera planta de un bloque de viviendas de color rojo, pero nadie contestó a su llamada. Por último, tocaron la puerta del departamento inmediato, donde les recibió un hombre alto, de unos cincuenta años, grueso y mal afeitado, ataviado con un ancho pantalón de pana marrón y una afelpada camisa a cuadros, coloreada en distintos tonos de rojo, colgando por encima de su abundante tripa. El gesto huraño del personaje se calmó en cuanto Damián comenzó a “influirle”. Elke se dirigió a él traduciendo las palabras de Damián:

 

—¿Puede decirnos si este hombre es su vecino? —Preguntó mientras le mostraba la fotografía que figuraba en la ficha.

 

—Sí —respondió el barrigudo—. Es Herr Helmut, vive aquí al lado.

 

—¿Y sabe a qué hora suele estar en casa?

 

—Nunca se sabe cuando está en casa. Es representante de productos químicos y viaja mucho. Hay temporadas en las que le vemos muy poco. Últimamente debe estar trabajando en la ciudad, porque viene casi todas las noches. Puede que hacia las diez de la noche ya esté aquí, pero no podría asegurarlo.

 

—¿Vive con alguien?

 

—No. Está solo en su casa. De vez en cuando trabaja para él una asistenta que se ocupa de la limpieza y de organizar la vivienda, pero no viene todos los días, sólo cuando Herr Helmut pasa temporadas en el departamento.

 

—¿Cómo se llama usted?

 

—Udo Weigel.

 

—¿Y usted vive sólo, Herr Weigel?

 

—No, vivo con mi esposa, mi suegra y mis dos hijos.

 

Al enterarse Damián de la traducción de la palabra “Mutter” (suegra) no pudo evitar una sonrisa. Le pareció comprender la causa del aspecto malhumorado y de abandono que presentaba el pobre señor Weigel. Todo se debía a la presencia maléfica  de la madre política destrozando su vida. Pensó que, quizá, podría ayudarle en ese asunto.

 

—¿Se encuentran ahora en casa?

 

—Sólo mi esposa, su madre y nuestro hijo mayor. El pequeño está entrenando, llegará más tarde.

 

—Por favor, preséntenos a su familia.

 

El señor  Weigel les invitó a entrar en su modesta casa y los acompañó hasta un salón acondicionado con muebles viejos y de dudoso estilo decorativo. Sentados en un sofá de eskay marrón, y absortos por la programación que ofrecían en el televisor instalado en una vieja librería, se encontraban una mujer de generosas formas y edad similar a la del pobre Udo; a su lado se acomodaba una anciana, de formas aún mas espléndidas que la anterior señora, medio dormitando al otro extremo del asiento y, en medio de ambas, se encajonaba un joven de unos veinticinco años, delgado y vestido con ropa deportiva. Tras la presentación por parte del padre de familia, Damián le indicó a Elke lo que quería transmitirles:

 

—En primer lugar —dijo la traductora dirigiéndose a la anciana—, usted adorará a su yerno y a toda su familia y les ayudará en todo lo que pueda; ahora debe dormir un rato y dejarnos hablar en privado.

 

Después, cuando la suegra quedó profundamente dormida, se dirigió a las otras tres personas:

 

—Es muy importante que, en cuanto su vecino Helmut se encuentre en casa, nos avisen por teléfono. No deben decir nada acerca de nosotros ni de nuestra solicitud a nadie que no esté aquí ahora mismo. Su otro hijo y su suegra no pueden saber absolutamente nada de lo que les hemos pedido. Cualquiera de ustedes tres, en cuanto sepan que Herr Helmut ha llegado a su departamento, debe avisarnos de inmediato.

 

A continuación, Elke les facilitó su número de teléfono personal advirtiéndoles de que ese dato también debía permanecer en secreto y que, cuando ella se lo indicara, deberían destruir los papeles en los que lo habían escrito y olvidarse por completo de él y de todo lo relacionado con ese asunto. Después abandonaron la casa de los Weigel y salieron del edificio.

 

—Cuando recibas la llamada de estas personas debes comunicármelo inmediatamente —dijo Damián manteniendo su “influjo” sobre Elke—. Tú también mantendrás absoluto secreto sobre el asunto que hemos tratado. Mañana nos veremos a las diez de la mañana en la recepción del hotel Park Hyatt. Ahora podemos irnos a descansar.

 

Sobre las siete de la tarde se encontró con Andreu en el Park Lounge  del hotel ocupando una mesa apartada. Mientras repetían con los vodkas que degustaron la noche anterior, Andreu intentó comentar los pormenores de su jornada con Dagobert, pero Damián lo interrumpió con semblante serio.

 

—Capitán, tengo que contarte algo importante. Parece que la guerra ya ha comenzado.

 

—¿La guerra a la que te refieres tiene que ver con el personaje que vimos en el restaurante? —Preguntó Andreu recordando el episodio acontecido al comienzo de la tarde y cómo Damián se mostró muy preocupado.

 

—Así es —respondió Damián—. Ya había visto a ese individuo anteriormente, durante mi paseo nocturno por Sankt Pauli. Me siguió hasta un callejón cerca de Reeperbahn Strasse.

 

—¿Callejón? —Siguió preguntando Andreu intrigado—. ¿Qué callejón?

 

—Herbertstrasse —respondió Damián molesto—. Ya sé lo que vas a decir, que es la calle de las putas. Pero escúchame antes de meterte conmigo…

 

—¡Qué pedazo de cabrón! —Dijo Andreu riéndose—. ¡La mejor calle de Hamburgo y no me esperas para visitarla!

 

—¡Andreu, joder, cállate! —Damián se mostró verdaderamente preocupado, lo que alarmó al Capitán.

 

—Perdona, cuéntame lo de ese tío…

 

—Me siguió hasta Herbertstrasse, pero no le di importancia. Pensé que era un usuario de los servicios típicos del callejón. Cuando le vi entrar en el restaurante comencé a preocuparme. Al salir tras la comida volví a encontrármelo, pero huyó sin darme tiempo para acercarme hasta él.

 

—¿Estás seguro de que nos vigilaba?

 

—Lo he investigado. Es un espía del servicio secreto alemán. Tengo localizado su coche y su domicilio. Y he dispuesto vigilantes para que me avisen en cuanto lo vean regresar a su casa. Le haré una vista.

 

—¿Crees que conocen nuestro propósito?

 

—No sé exactamente a quién investigan. Sospecho que estarían controlando a Dagobert, aunque ahora tendrán curiosidad sobre nosotros. En cuanto tenga a ese individuo delante podré saber si conocen nuestros planes y hasta dónde llega su red.

 

Damián quedó pensativo durante unos instantes y después continuó hablando sobre sus preocupaciones:

 

—Es probable que tengan micrófonos en el despacho de Dagobert. Quizá otras medidas de control en su casa, en su ordenador, su teléfono… Conviene que Dagobert lo sepa aunque, por otro lado, si reacciona mal puede alarmar a los espías y ser peor el remedio que la enfermedad.

 

—Si Dagobert se comporta con inteligencia podemos utilizar los micrófonos instalados para despistar a los espías dándoles informaciones falsas.

 

—Claro, como en las películas. No sé si eso funciona en la realidad. Esa gente no es imbécil. De momento se prudente en las conversaciones con Dagobert hasta que me encuentre con ese tipo y averigüe qué es lo que buscan.

 

—¿Cómo has conseguido toda esa información sin hablar alemán? —Preguntó con curiosidad Andreu.

 

—Contraté a una intérprete.

 

—¡Eres la ostia Damián! En dos ratos que te dejo solo te das una vuelta por Herbertstrasse primero y, después, te ligas a una tía. ¿Está buena?

 

—Creo que es tu tipo. Te la presentaré.

 

—Todas las mujeres son mi tipo. Bueno… Las guapas son mi tipo.

 

—Entonces seguro que ésta es tu tipo —añadió Damián buscando dar algo de envidia al Capitán.

 

Andreu tomó una carpeta que tenía sobre la mesa y extrajo de ella un documento que entregó a su amigo.

 

—Es el contrato redactado por Dagobert con los términos de nuestro acuerdo —dijo mientras se recostaba de nuevo en el respaldo de la butaca—. Lo he repasado y está todo expuesto tal y como lo hablamos durante la comida. El jodido cabrón tiene buena memoria y sabe escribir en plan chupatintas, qué hijo de puta. Puedes firmarlo tranquilo. Está por duplicado. Mañana le daré la primera parte de la pasta. Hemos quedado a las siete de la madrugada, ¡qué peste de tío! Me tendrá toda la puta mañana buscando información mientras él está dando clase. Tengo que levantarme a las seis, Damián. ¡A las seis! ¿Comprendes? ¡Me cago en la puta! ¡Qué coño vas a comprender! ¡Si es la hora a la que me acuesto muchas veces! Todo un mes así. ¡Joder! ¡Puta mierda!

 

***

 

Los siguientes días establecieron una rutina consistente en que Andreu dedicaba las mañanas y parte de la tarde a trabajar con Dagobert y Damián recorría Hamburgo con Elke. A última hora de la tarde, los dos amigos se reunían en el hotel, tomaban unas copas, cenaban y terminaban transitando por el ambiente nocturno de la ciudad. En este tiempo no hubo ninguna novedad con respecto al asunto del agente del servicio secreto.

 

El viernes amaneció soleado y con una temperatura casi veraniega. A primera hora de la mañana, mientras Elke servía a Damián de guía por el Speicherstad, recibió la llamada de los Weigel: «Helmut está en su casa».

 

—Esperen nuestra llegada en media hora —indicó la traductora siguiendo las instrucciones de Damián.

 

Al llegar a casa de los Weigel, Udo les abrió la puerta sonriente, como si recibiera a unos viejos conocidos con los que se alegraba de retomar el contacto. Vestía, si cabe, más desenfadado que en la ocasión anterior: un pantalón verde tipo bermuda con estampados hawaianos y una camiseta blanca de algodón que se abría remontando terreno en la zona más prominente del abdomen; en los pies destacaban unas estridentes zapatillas verdes de felpa abiertas en los dedos. Tenía aspecto de continuar sin afeitarse desde su anterior encuentro y, quién sabe, tampoco parecía haber visitado la ducha desde entonces.

 

—Helmut llegó justo unos minutos antes de que los llamara —dijo el señor Weigel entre susurros tras invitarles a entrar en su casa—. No he asistido al trabajo en mi taller estos días para estar pendiente del asunto y poder avisarles inmediatamente. ¿Les gusta a ustedes la mecánica? Tengo un empleado que es un patán, pero lo he dejado solo estos días. ¿Entienden de coches? No hay motores como los Mercedes. Un motor Mercedes es la mejor máquina que se ha construido nunca, ¿no creen? Pues el idiota del empleado prefiere los motores japoneses. Dice que los chinos y los japoneses terminarán haciéndolo mejor todo. ¡Vaya tontería!

 

—No era necesaria tanta dedicación, bastaba con que su mujer y su hijo, junto con usted, se turnaran para vigilar la llegada de Herr Maschwitz —comentó Elke.

 

—No puedo confiar en el imbécil de mi hijo. Sólo piensa en el fútbol y en su colección de videos porno. Cree que no lo sabemos, pero los guarda en una caja bajo los calzoncillos y las camisetas. Ni siquiera tiene novia, no quiere saber nada de las mujeres de verdad. Lo llevé a un burdel un día, cuando cumplió dieciocho años, pagué por adelantado y entró en una habitación con una mujer de infarto. Me devolvieron el dinero a los diez minutos junto con el imbécil pálido y vomitando. Ni con putas sabe estar, solo con los jodidos videos en la tele de su cuarto y pajeándose en vez de estudiar o buscar trabajo. Es un vago degenerado. Y mi mujer… —Udo había adquirido en su tez un color rojo intenso mientras hablaba de su hijo, pero al mencionar a su esposa la nariz se le hinchó y los ojos amenazaron con salir disparados por la presión en el interior de su cabeza—. Mi mujer sólo sabe gastar dinero en ropa y zapatos. ¿Quieren ver su armario? ¡Qué digo el armario! ¡Toda la habitación está llena de cajas y más cajas con ropa que nunca se pone! ¡Y las figuritas de recuerdos de los viajes, y los adornos de plástico que compra en los bazares asiáticos, y los trapos y cacharros que trajo de casa de su madre! ¡Y su propia madre, por dios! Vengan, vengan…

 

Agarrando a Elke del brazo, el grueso señor Weigel la arrastró hacia el dormitorio de matrimonio, donde entraron seguidos por Damián, quien no había podido enterarse de la conversación dado que la pobre intérprete no dispuso de tiempo para traducir.

 

El dormitorio resultó ser de mayor tamaño que la pequeña sala que habían conocido días atrás. Tenía las paredes empapeladas con motivos geométricos en colores grises y violetas y el techo pintado de un tono rojo intenso; en el suelo se acumulaban cajas de cartón apiñadas unas encima de otras, también cajas guardarropas de plástico, asimismo amontonadas, pilas de prendas variadas acumuladas sobre la enorme cama de madera apolillada, en la que apenas podía distinguirse una colcha de tela azul bordada con flores rosas y, además, dos mesitas de noche adyacentes, tan viejas como la cama, saturadas de figuritas y recuerdos. Un lateral de la habitación estaba ocupado, a todo lo largo, por un vetusto armario empotrado, con las puertas combadas, cerradas milagrosamente merced a diversos cordones, de variado tipo, que habían sido anudados a través de numerosos ojales practicados intencionadamente en cada puerta.

 

En un hueco entre las cajas del suelo se encontraba la voluminosa figura de la señora Weigel, sentada en una butaca tapizada en tela rosa con estampados florales; sobre su regazo trasteaba animadamente con un cajón de madera lacada lleno de abalorios que parecían botones, cuentas de collar y lentejuelas brillantes.

 

Frau Weigel se encendió de rabia al verse molestada en su santuario y profirió una serie de alarmantes amenazas mortales hacia su marido junto con un cariñoso «puto borracho de mierda»; inmediatamente, tomando el primer objeto que encontró a mano, que resultó ser un dorado gato saludador chino, lo arrojó con gran puntería hacia el abdomen de Udo quien, riéndose, salió junto con sus invitados de la habitación dando un portazo.

 

—¿Ven lo que les digo? —Indicó el señor Weigel estirando el brazo hacia la puerta del dormitorio—. ¡Familia de degenerados! ¿Cómo voy a fiarme de ellos para este encargo?

 

—¿Quieren quedarse a comer? —Preguntó la señora Weigel saliendo del dormitorio con una expresión totalmente relajada, como si no hubiera ocurrido nada en el interior de la habitación—. Puedo preparar una ensalada de patatas y algo de carne o unas bratwurst. Creo que tengo col. ¡Mamá! ¿Nos queda col en la nevera? —Dijo la mujer gritando.

 

—¡No despiertes a tu madre! —Berreó con fiereza el señor Weigel—. ¡Está mucho mejor durmiendo!

 

—Desde que se ha puesto de tu parte le consientes demasiado. ¿Se comió toda la col anoche? Estará muerta con los gases. No la dejes comer col. Sabes que el médico se la ha quitado.

 

—¿Qué sabrán los médicos de comida? ¡Déjala que coma lo que quiera, a ver si revienta! ¿Quieren ustedes tomarse una cerveza? —Dijo Udo dirigiéndose a los invitados—. ¿O un Jägermeister?

 

—Perdonen —interrumpió Elke—. Lamentamos mucho no poder quedarnos a comer, pero tenemos que hablar con Herr Maschwitz.

 

—¡Dejad ya de dar voces! —La voz del hijo sonó estruendosamente por detrás de la puerta de otra habitación de la vivienda—. ¡No hay quien estudie en esta casa!

 

—¡Los cojones estudiar! —Gritó Udo—. ¡Ya tuviste tiempo de estudiar y estuviste rascándote los huevos! ¡Sal a la calle a ver si encuentras trabajo, vago de los cojones!

 

—¡A la mierda! —Respondió el joven—. ¡Estoy opositando!

 

—¡Cinco años opositando! ¡Viviendo del cuento! ¡A ver si aprendes de tu hermano pequeño! ¡Ese sí ha salido listo! ¡Qué cojones. Tú sí que eres listo, vago de mierda!

 

Damián no tuvo más remedio que dedicarse a “influir” en los habitantes de la casa para conseguir un poco de tranquilidad.

 

—Herr Weigel —dijo Elke, cuando por fin se serenaron los ánimos—. Acompáñenos al apartamento de Herr Maschwitz y dígale que salga un momento.

 

El desaliñado señor Weigel aporreó la puerta del vecino gritando su nombre con voz potente. Helmut no tardó en abrir. En ese momento Damián comenzó a “influir” en su mente.

 

¿Es usted Herr Helmut Maschwitz? —Preguntó Elke.

 

—Si —respondió al tiempo que miraba a Damián reconociéndolo inmediatamente—. ¿En qué puedo ayudarles?

 

—Permítanos entrar en su casa y hablaremos.

 

Mientras entraban en el departamento del espía despidieron a Udo Weigel “influyéndole” de nuevo para que no comentara con nadie nada de lo sucedido. Maschwitz les condujo a través de un corto pasillo, decorado con fotografías en blanco y negro de barcos antiguos y modernos, que desembocaba en un modesto salón, similar al de sus vecinos los Weigel aunque con una decoración más elegante, donde sendos sofás de tres y dos plazas respectivamente, tapizados en cuero blanco, se disponían haciendo esquina en un ángulo de la estancia. Frente al sofá grande se encontraba, pegado a la pared, un moderno mueble modular gris oscuro, con un televisor de pantalla plana de gran tamaño. Las paredes, lisas, perfectas y limpias, estaban pintadas en color gris claro y una decorativa y elegante moldura recorría los bordes del techo blanco, donde varios focos halógenos empotrados iluminaban la estancia, dado que el amplio ventanal que se asomaba al exterior tenía la persiana casi totalmente bajada. Elke y Damián ocuparon, por indicación de Helmut, el sofá grande, al tiempo que él mismo se sentó en el pequeño. Entre ambos muebles, una mesa de centro de cristal sostenía un periódico del día, algunas revistas de información general, un libro sobre fotografía industrial y un teléfono móvil de última generación.

 

—¿Habla usted español? —Preguntó Elke una vez que se hubieron acomodado.

 

—No —contestó Maschwitz.

 

—¿Inglés?

 

—Sí.

 

Damián, que se defendía bien en ese idioma, tomó la iniciativa de la conversación dejando a Elke en un segundo plano.

 

—¿Quién es usted y qué interés tiene en nosotros? —Preguntó Damián mirando con potencia a los azules ojos del señor Maschwitz.

 

Me llamo Helmut Maschwitz —respondió—, pero creo que eso ya lo saben. ¿No es cierto señor Castellano? Los conozco a ambos. Damián Castellano y Elke Niebuhr. Usted, Fräulein Niebuhr, trabaja de intérprete en una prestigiosa agencia de esta ciudad. No tiene ningún antecedente sospechoso, aunque mi jefe desconfía de la intimidad ocasional que mantuvo con algún político extranjero. Supongo que serán coqueteos sin importancia, aunque un tanto improcedentes en alguien de su profesión. —Maschwitz desvió los ojos hacia Damián sosteniendo su mirada—. Y usted, Herr Castellano, es un misterio. Resulta que sólo existe desde hace un par de años y no tiene residencia conocida, aunque su actividad principal se realiza en España; es consejero de diez bancos internacionales, cargos que ha conseguido también en estos únicos dos años de vida desde que apareció de la nada. Su amigo Andreu Martorell i Ubach sí nos resulta familiar. Un líder ecologista casado con una activista de los derechos humanos, divorciado desde hace treinta años; actualmente millonario gracias a los ingresos que, suponemos, recibe de usted.

 

—¿Por qué nos investigan?

 

—Por casualidad. Se cruzaron en una misión rutinaria de control efectuada sobre Dagobert Leonhardt. Estábamos al tanto de los correos recibidos por el profesor Leonhardt, entre ellos el que le envió usted anunciando su visita junto con el señor Martorell. Nos resultó muy curioso que un activista de Greenpeace y un influyente anti sistema alemán entraran en contacto. Y todavía nos resultó más curioso que no existiera ni un solo dato sobre usted, sobre su vida anterior a estos últimos años. Juntando todo esto, era lógico pensar que algo importante podía estar gestándose. Estuvimos pendientes de ustedes desde su llegada a Hamburgo.

 

—¿Para quién trabaja? —Damián intentaba mostrarse sereno y seguro de sí mismo a pesar de que se veía obligado a utilizar en su propia persona el poder sobrenatural para calmar los nervios.

 

—Soy un agente al servicio del BND, aunque eso también lo saben tras su visita al Polizeipräsidium.

 

—¿Me siguieron hasta allí?

 

—No, en ese momento no disponíamos de ningún operativo para controlarle hasta ese punto. De todos modos no hizo falta. Cuando se quiere entrar desde el exterior en nuestro sistema saltan distintas alarmas, lo que ocurrió inevitablemente la otra tarde poniendo en alerta a los encargados del seguimiento informático. Lo reconocimos fácilmente gracias a las cámaras de seguridad y pudimos seguirle a través del edificio hasta el despacho del Polizeipräsident.

 

—¿Qué interés tienen en el profesor Leonhardt?

 

—Hace años que lo controlamos. Fue un estudiante brillante pero conflictivo. Sabe mover a la gente con ideas atractivas y transgresoras. No es una prioridad para nuestro departamento, pero cíclicamente se le investiga. Tenemos controlados sus teléfonos y conexiones informáticas; además, actualmente, hay micrófonos en su despacho y en su casa. En cualquier caso, él nos ha llevado hasta usted. Herr Castellano, ahora usted es un problema de seguridad nacional. Ha accedido a información importante y no sabemos cómo lo ha conseguido. Aquél día en el Polizeipräsidium todo el mundo, incluyendo el propio Polizeipräsident, hicieron cuanto usted quiso. Yo mismo, en este momento, también lo estoy haciendo. Estoy entrenado para resistir cualquier método de presión en un interrogatorio y sin embargo aquí me encuentro, sentado tranquilamente, sin intención de huir, respondiendo a todas sus preguntas, aunque sé que esto me ocasionará serios problemas en mi departamento. ¿Cómo lo hace, Herr Castellano? No usa drogas, ni coacción de ningún tipo…

 

—¿Tienen grabadas nuestras conversaciones?

 

—Sí, desde su primer encuentro, cuando se entrevistaron en el despacho de la universidad, hasta ahora mismo, mientras Leonhardt y Martorell están trabajando en su proyecto de cambiar el mundo.

 

—¿Hasta dónde ha llegado la información que tienen sobre nosotros y nuestras conversaciones?

 

—Sus expedientes se encuentran en el despacho de nuestro jefe inmediato, Jakob Tausch. No se han digitalizado porque hemos comprobado que a usted le resulta muy sencillo entrar en nuestros ordenadores. De momento, a la espera de datos más concluyentes, no han transcendido a instancias superiores.

 

—¿Tiene usted acceso a esos expedientes?

 

—Trabajo con ellos todos los días. Supongo que me pedirá que los destruya.

 

—Estoy pensando en otra opción. ¿Puede llevarme hasta Jakob Tausch?

 

—¿En qué tipo de encuentro está pensando?

 

—Quiero una entrevista segura, en un lugar sin controlar. Quiero que todo el equipo que trabaja en nuestro asunto, o que sepa algo del tema, esté presente. ¿Puede preparar esa reunión?

 

—Puedo intentarlo pero es bastante difícil.

 

—¿Qué dificultad hay?

 

—Herr Castellano. Tiene usted una habilidad excepcional para conseguir información, pero es bastante descuidado en otros aspectos. Sabemos a qué tipo de datos tuvo acceso en los ordenadores del Polizeipräsidium. Usted accedió a mi ficha y a la de Jakob Tausch. Suponemos que su intención era localizarnos. Desde aquél día tiene asignado un equipo de operativos controlándole, tanto a usted como a Herr Martorell y a Fräulein Elke, además del equipo que ya controlaba a Herr Leonhardt. No sólo eso. Como esperábamos su visita en mi domicilio en algún momento, tenemos dispuestos micrófonos y cámaras en esta casa y también en la vivienda de Jakob Tausch. Todo lo que hemos hablado ahora mismo está registrado y le aseguro que mi jefe está al tanto de sus intenciones. Se mantendrá a distancia.

 

—¿Hay algún lugar en el que podamos hablar sin que nadie más nos escuche? —Preguntó Damián al saber que ese apartamento estaba equipado con sistemas de grabación.

 

—Sí, pero si se lo digo ahora, mis compañeros sabrán inmediatamente dónde acudir para controlarnos.

 

—No se preocupe, Herr Maschwitz. Tan sólo quiero decirle dos palabras. Sus compañeros no tendrán tiempo de escuchar nuestra conversación.

 

—De acuerdo, pues síganme entonces.

 

Helmut salió de su apartamento seguido por Elke y Damián, bajaron las escaleras del edificio hasta llegar a la planta baja y traspasaron una mugrienta puerta que accedía a un nuevo tramo de escaleras sucias y escasamente iluminadas. En el sótano se encontraba el sistema de calderas, emitiendo zumbidos persistentes y desagradables chirridos ocasionales. Buscaron un lugar lo más apartado posible de las máquinas y reanudaron la conversación.

 

—Aquí tenemos unos minutos hasta que aparezcan mis compañeros. ¿Qué es lo que quiere decirme? —Preguntó Helmut.

 

—Necesito que nuestros expedientes no sean conocidos por más personas, han de ser modificados y, además, debo hablar con Jakob Tausch obligatoria y discretamente. ¿Cómo puedo hacerlo?

 

—Den esquinazo a los operativos de control que los están siguiendo y acudan al gimnasio de Tausch, el East Sporting Club, incluido en el hotel East. Suele ir, salvo excepciones, todas las tardes entre las cinco y las siete.  En el asunto de los horarios es muy prusiano. Es un hombre de costumbres fijas.

 

—¿Cuántas personas participan en el equipo que nos investiga?

 

Helmut no tuvo tiempo de hablar. Desde la mitad de la escalera un individuo, vestido de repartidor, le apunto con una pistola y disparó acertándole de lleno en la cabeza, proyectando trozos de cráneo en múltiples direcciones, algunos de los cuales terminaron alcanzando a Elke y Damián.

 

—¡Baje la pistola y descienda la escalera inmediatamente! —Gritó Damián en inglés en el momento en que ese hombre lo apuntaba directamente con el arma.

 

El asesino comenzó a obedecer la orden pero, a mitad de camino, colocó la pistola bajo su mandíbula apuntando al cerebro y disparó acabando con su vida, esparciendo nuevos restos de cráneo en el techo y la pared aneja y cayendo después inerte sobre los últimos peldaños de la escalinata. Damián tomó el brazo de la aterrada Elke y corrió con ella escalera arriba, saltando por encima del cadáver del suicida, hasta alcanzar la salida. Una vez en el exterior del edificio las pocas personas que transitaban por la calle les parecían sospechosas, tenían la sensación de que les observaban, cualquiera de ellos podía ser uno de los espías que los estaban siguiendo. Corrieron en dirección al centro de la ciudad hasta que, en el primer semáforo, abordaron un coche detenido en primera fila e, “influyendo” en la mente del conductor, le ordenaron que los llevara al hotel.

 

Damián infundió valor en la mente de Elke para que pudiera comportarse de un modo más sereno. También se vio obligado a “influir” en los empleados del hotel para que no prestaran atención a las manchas de sangre que presentaban en su ropa.

 

Una vez en la suite, la invitó a meterse en la bañera para que pudiera limpiarse la sangre y relajarse un poco; cuando la intérprete dentro del agua, Damián comprobó la talla de la ropa que Elke se había quitado; después encargó en recepción que le compraran algún elegante conjunto, similar al estropeado por los restos del pobre Helmut, tarea que realizaron con premura aprovechando la cercanía del centro comercial anejo al hotel. Al salir del baño, cubierta por la toalla, ya tenía dispuesto sobre la cama el nuevo atuendo, mientras que la ropa vieja reposaba en el interior de una bolsa de basura. Damián tomó su turno para entrar en el cuarto de aseo y darse una ducha. Cuando por fin salió del baño, también cubierto por una toalla, comprobó que la ropa nueva de Elke continuaba encima de la cama. También observó que la toalla que había usado su invitada se encontraba tirada en el suelo cerca de la salida del dormitorio. Desde una butaca en la sala de estar contigua, situada a espaldas de Damián, aunque perfectamente visible desde la habitación, la voz de la mujer se hizo notar con fuerza.

 

—¿Qué está pasando, señor Castellano? Estos días han sido muy extraños. Han ocurrido cosas terribles y, sin embargo, estoy tranquila y sin miedo. ¿Quién es usted en realidad?

 

Damián caminó por la sala hasta situarse frente a ella. Estaba desnuda, sentada en la butaca, con las piernas cruzadas y las manos descansando en los apoyabrazos; la abundante melena rubia seguía rezumando agua; los pies, descalzos y pequeños para su talla, destacaban gracias a unas uñas perfectamente pintadas de rojo nacarado; las manos jugueteaban nerviosamente haciendo sonar rítmicamente los dedos, con las uñas también impecablemente pintadas en el mismo rojo nacarado, golpeando sobre la tapicería de la butaca; los pechos, abundantes y tersos, culminaban en unos pezones grandes, marrones y erectos; el cuello, blanco y erguido, permitía mantener en la cara un ademán altivo y enérgico; los ojos, grandes y azules, se clavaban en la toalla que le cubría la cintura.

 

—¿Quién eres, Damián? —Volvió a preguntar con familiaridad Elke al tiempo que separaba las piernas dejando ver su pubis finamente recortado.

 

—Lamento haberte involucrado en este asunto —dijo Damián mientras se sentaba en la butaca situada frente a ella—. No esperaba que ocurriera todo lo que hemos pasado. Siento haberte puesto en peligro.

 

—¿Por qué no tengo miedo cuando estoy contigo? ¿Por qué, sin embargo, me aterra la idea de salir de aquí y volver sola a mi casa?

 

—Ese miedo desaparecerá pronto.

 

—El espía dijo que hay personas siguiéndome e investigándome. Hay micrófonos en mi casa.

 

—Me ocuparé de todo eso. Podrás vivir tranquila…

 

Elke se levanto recorriendo los pocos pasos que le separaban de Damián.

 

—¿Y porqué, en contra de toda lógica, te creo cuando dices que no me preocupe? —Dijo al tiempo que le obligaba a levantarse y le quitaba la toalla de la cintura dejándola caer al suelo.

 

Damián abrazó a Elke y la besó apasionadamente; después, la volteó con energía y, envolviéndola desde atrás con sus musculosos brazos, le acarició el cuello con los labios al tiempo que agarraba los pechos con una mano y colocaba la otra sobre el abdomen, desplazándola con suavidad hacia el pubis, comprobando que la humedad hacia ya rato que abría el camino hacia el interior de su sexo. No tuvieron tiempo de alcanzar el dormitorio. A dos pasos de las butacas las bocas se convirtieron en fuego devorando la pasión de sus entrepiernas. Elke tuvo su primer orgasmo. Dos metros más allá, la gruesa virilidad de Damián se introdujo con lentitud calculada en la entrepierna de Elke, desplegando una extraordinaria fuerza en el contacto profundo al  tiempo que, con ágiles dedos, manipulaba suavemente el clítoris hasta provocar el segundo orgasmo en la mujer. Un poco más adelante, fue Elke quien tomó la iniciativa, sentándose a horcajadas sobre Damián. Ahí llego el tercero. Y dos más cuando alcanzaron la cama.

 

***

 

Damián aparentaba no dar importancia a lo sucedido en el domicilio de Maschwitz, ni al hecho de que ahora sabía con seguridad que estaba siendo investigado. Ignoraba si se presentaría la policía para interrogarle sobre los cadáveres ocultos en el sótano. Quizá nadie los hubiera descubierto todavía, o quizá los espías los ocultaran para evitar escándalos. Le daba igual. Tampoco podía saber si el equipo de Jakob Tausch planeaba algún tipo de acción violenta. Se sentía totalmente seguro, y era capaz de proteger a quienes estaban a su lado. Sólo le preocupaba que Andreu y Dagobert se encontraban lejos. Por eso, acompañado de Elke, se presentó en el despacho de la universidad y les obligó a salir del mismo con urgencia.

 

Pidió a Dagobert que los llevara a algún lugar discreto, dentro del edificio, donde pudieran hablar sin ser molestados, alejados de cualquier lugar concurrido. Entraron en los servicios de mujeres y atrancaron la puerta precariamente con una banqueta que no resistiría un buen empujón. Allí les contó lo sucedido durante la mañana, hablando abiertamente acerca de su poder para “influir” en la mente de las personas. Andreu, actuando de traductor, observaba curioso las expresiones de incredulidad en los rostros de Dagobert y Elke, por lo que propuso a Damián que efectuara una demostración.

 

—De acuerdo —dijo Damián—. ¿Qué demostración os convencería?

 

—Haz que mi colega Jens Köhler intercambie su despacho conmigo —se apresuró a solicitar Dagobert utilizando a Andreu de intérprete—. Se encuentra ahora mismo trabajando en él. Os conduciré.

 

Salieron del servicio y atravesaron un par de pasillos hasta detenerse frente a una puerta, con una placa de metal dorado fijada en la pared, a pocos centímetros del marco, en la que podía leerse:

 

Facultad de Economía y Ciencias Sociales

Departamento de Ciencias Económicas

Dr. Jens Köhler

 

El profesor Köhler tendría el doble de edad que  su colega. Grueso, con amplias entradas en una cabellera casi gris que le caía sobre la nuca y las orejas, gafas redondas con fina montura metálica, chaqueta y pantalón a juego con el pelo y luciendo pajarita negra sobre el cuello de una camisa color crema. Se alarmó al ver entrar al grupo de personas que invadían su despacho sin tan siquiera llamar a la puerta, pero no tuvo tiempo de pronunciar ninguna queja. Inmediatamente se encontró bajo el “influjo” sobrenatural de Damián. Pidieron a Dagobert que ordenara a su colega que abandonara el despacho, pero se sentía tan aterrado que fue incapaz de pronunciar una sola palabra. Terminó siendo Andreu quien tomó lo iniciativa.

 

—Profesor Köhler —dijo el Capitán—. Recoja sus cosas y ceda este despacho al profesor Leonhardt. Usted se trasladara al cuarto que su colega ocupaba previamente.

 

—Perfecto —dijo el profesor sin mostrarse contrariado mientras se levantaba dispuesto para abandonar la sala con unas cuantas carpetas en las manos—. ¿Es un cambio momentáneo o definitivo?

 

—Es un cambio definitivo, Herr Köhler.

 

—En ese caso, ¿puedo mandar después a algunas personas a recoger el resto de mis pertenencias? Me resulta imposible llevármelo todo yo solo.

 

—Por supuesto, pero avisen al profesor Leonhardt antes de venir.

 

Tanto Dagobert como Elke se mostraron tan sorprendidos que no pudieron reprimir la total apertura de sus bocas, al tiempo que Damián y Andreu se reían escandalosamente. Desde luego, el cambio de despacho resultaba extraordinariamente favorable para los intereses de Dagobert. Tres o cuatro veces más grande que el cuchitril que había ocupado hasta ese momento, muebles de primera calidad, amplio ventanal con vistas a Rothenbaumchausse y mejor acceso desde los ascensores y la escalera principal del edificio.

 

—¿Puedes hablar también con mi jefe? —Preguntó Elke en español.

 

—Si quieres, luego lo visitamos, aunque tengo mejores propuestas que haceros a los dos —respondió Damián—. Pero ahora tenemos que resolver el asunto de los espías.

 

—¿Cuando comentó usted el otro día que disponía de medios para conseguir el cambio del Sistema, se refería a esta capacidad de manipular la mente de las personas? —Preguntó Dagobert.

 

—Sí —respondió Andreu adelantándose a la traducción de Damián—. Esta capacidad y alguna otra que podrás ir descubriendo con el tiempo, este jodido cabrón es un verdadero nido de sorpresas.

 

—Ahora tengo más miedo de ese poder que posee usted, Herr Castellano, que por haber sido espiado por el gobierno durante este tiempo. ¿De verdad quieren ustedes cambiar el Sistema? —Siguió preguntando el profesor Leonhardt.

 

—Esa es nuestra intención. Y nos resultaría muy útil que usted nos ayudara —continuó respondiendo Andreu.

 

—Ya ha habido muertos. Corremos un serio peligro; podríamos ser los siguientes…

 

—Herr Castellano también puede procurarles protección.

 

—¿Cómo puede protegernos?

 

Andreu tradujo las dudas que planteaba Dagobert. Damián le indicó que le ordenara tomar en su mano un estilete abrecartas que el profesor Köhler había dejado sobre la mesa. Dagobert obedeció. Después le ordenó que atravesara con el arma la propia mano de Damián, que había colocado sobre el escritorio. Dagobert se sintió aterrado pero no pudo resistir el “influjo” y descargó una feroz puñalada en el dorso de la mano, atravesándola hasta el punto de dejar encajado el estilete en la tabla de madera. Elke también asistía atónita a la impactante escena.

 

—¡Joder! ¡Coño! ¡Me cago en la puta!—gritó Damián al sentir su mano atravesada por el abrecartas.

 

Después, desencajando el estilete con enérgicos movimientos primero de la mesa y después de la mano, Damián sacó el arma sin que permaneciera la mínima señal de la herida. Ni siquiera una gota de sangre, sin embargo se notaba perfectamente la profunda hendidura que el abrecartas había dejado en el mueble.

 

—El jodido cabrón es inmortal, invulnerable —apuntó Andreu—. Y nosotros también siempre que estemos a su lado.

 

—Guardad el secreto —dijo Damián y tradujo el Capitán—. Ahora, Dagobert, Elke, vais conociendo quién soy y el objetivo que persigo. Quiero crear una sociedad justa y feliz. Quiero acabar con el sufrimiento, las guerras, el hambre, la destrucción de la Naturaleza y el dominio de los poderosos. Como veis, tengo medios para conseguirlo y me gustaría contar con vosotros.

 

Después, dirigiéndose a Dagobert, dijo:

 

—Hemos firmado un contrato para realizar un estudio, un informe; pero ahora te propongo ir más allá, convertirte en colaborador de mi causa, que creo que también es la tuya. Y tú, Elke, —continuó mirando a la intérprete—, me has resultado muy útil estos días y estoy en deuda contigo. Os he puesto en peligro a los dos y puedo protegeros si permanecéis a mi lado. Pero debéis elegir libremente si deseáis hacerlo. Es una decisión importante y me es imposible obligaros a participar en esta empresa contra vuestra voluntad, como habéis visto esta misión es peligrosa. Pero colaborar conmigo también tiene sus ventajas.

 

—¿Cuáles serían las ventajas? —Preguntó Elke que, hasta ese momento, había permanecido con expresión aterrada.

 

—En principio riqueza y salud, hasta que consigamos nuestro objetivo. Después tendréis vida y felicidad eterna. Y la satisfacción de haber luchado por una causa noble.

 

—Hoy hemos visto prodigios—intervino Dagobert—, pero, aún así, es muy difícil creer lo que nos dice. No sé si puede darnos vida eterna o hacernos invulnerables, como parece ser usted mismo. Ni siquiera sé si deseo vivir para siempre. Tampoco sé si ha hecho un juego de prestidigitación con su mano, pero he sido testigo de la capacidad que tiene para manipular la mente del cabrón de Köhler y la mía propia. —Mientras hablaba, Dagobert rodeó el escritorio y se sentó con satisfacción en la butaca, tomando posesión de su nuevo despacho. —Odié clavarle el cuchillo pero no pude evitarlo. En realidad deseo participar en su proyecto independientemente de la vida eterna. Quiero joder al Sistema.

 

—¿Y tú, Elke? —Preguntó Damián presintiendo el miedo que inundaba la mente de su nueva amiga.

 

—¿Qué será de mi vida si acepto?

 

—Si aceptas, tu vida será como tú quieras que sea. Te convertirás en tu propia dueña, serás libre para abandonar el proyecto cuando lo desees pero, mientras estés con nosotros, permanecerás joven, sana, serás rica, estarás satisfecha por el importante trabajo que realices luchando contra el mal, recorrerás mundo… Si no aceptas, borraré de tu mente todo lo ocurrido, arreglaré tu situación con los servicios secretos para que no vuelvan a molestarte y, si quieres, hablaré con tu jefe para mejorar tu situación laboral. Nunca recordarás haber tenido ningún contacto con nosotros.

 

—No quiero olvidarte, Damián. Contigo me siento segura. Acepto.

 

—¿Aceptas solamente porque tienes miedo de lo que pueda pasarte? Si es así, puedes estar tranquila, nos aseguraremos de que nunca te ocurra nada malo por nuestra causa.

 

—En realidad no es sólo por eso. Odio ser una empleada con un miserable contrato temporal y no saber si me lo renovarán cuando prescriba, odio tener que sonreír a babosos todos los días, odio estar atrapada en esta ciudad. Estudié idiomas para poder viajar y tener aventuras. Quiero disfrutar de la vida, quiero hacer algo importante… Ahora estoy más convencida de lo que he dicho. Créelo Damián, acepto.

 

—Pues tenemos trabajo pendiente. Hemos de localizar a Jakob Tausch, detener la investigación que se hace sobre nosotros y encontrar nuestros expedientes.

 

Después, dirigiéndose a Dagobert y Andreu, les dijo:

 

—Vosotros ocupad vuestro nuevo despacho y sed prudentes en las conversaciones. Ninguno hemos hecho nada ilegal, no tienen absolutamente ningún motivo para ir contra nosotros, pero no tardarán en controlar este sitio si no los detenemos antes. Para avanzar en nuestro proyecto, además de descubrir el procedimiento para cambiar el Sistema, necesito que calculéis los puestos de influencia en los organismos internacionales que necesitamos controlar y cómo llegar hasta ellos. Vamos a movernos lo más rápidamente posible en ese tema. Elke y yo iremos esta tarde a probar suerte en el gimnasio de Tausch. Si damos con él, tendremos el asunto de los espías solucionado antes de veinticuatro horas.

 

Por primera vez fueron a comer los cuatro juntos. Con la determinación de no complicarse la vida buscando un buen restaurante, de los que tanto disfrutaban Andreu y Damián  y, sobre todo, por ser tarde y no tener reservada mesa previamente en ningún sitio, se dirigieron al Campusmensa de la universidad, donde unas doscientas personas esperaban turno ordenadamente para llenar sus bandejas. Como no tenían tiempo ni ganas de guardar cola en la larga fila del autoservicio, Damián, entre las risas cómplices de sus compañeros, decidió “influir” en la mente de todos los presentes en el comedor a fin de que les dejaran pasar los primeros. Andreu y Elke llenaron sus bandejas con leberkäse con huevo frito y patatas fritas mientras que Dagobert y Damián optaron por sendos schwinwschnitzel con patatas fritas y ensalada. Damián procuró que la conversación resultara desenfadada, hablando de viajes, países y restaurantes del mundo. Después, aprovechando que un grupo de estudiantes, que habían estado sentados a su lado durante la comida, abandonaron el lugar, abordó el aspecto económico de la colaboración de sus nuevos socios.

 

—Dispondréis de 100.000 euros mensuales aparte de los salarios que obtengáis en los lugares donde interese que os contraten: Banco Mundial, FMI, ONU o cualquier otro que Dagobert considere importante para nuestro proyecto —tanto Elke como Dagobert desorbitaron los ojos al escuchar la cifra que Damián les ofrecía—. Conviene que los ingresos que os haga sean legales y transparentes, para evitar injerencias de la administración, aunque también deben ser discretos, por lo que tendré que hablar con vuestros banqueros. Debéis usar el dinero con inteligencia, eso os permitirá entrar en contacto con personas poderosas y ganaros su confianza. Necesitamos información sobre lo que ocultan las grandes empresas, el trasfondo de las multinacionales y de los políticos que las amparan.

 

—Me gustaría empezar teniendo un cargo en el Bundesbank —indicó Dagobert a Andreu para que lo tradujera, cosa que hizo de inmediato, además de traducir los comentarios siguientes.

 

—¿Nos sería útil ese cargo? —Preguntó Damián.

 

—Presumo que será más útil un puesto en el Banco Central Europeo, pero empezar en el Bundesbank supondría cumplir un deseo de cuando era niño.

 

—Pues eso está hecho. Investiga el cargo que te interesa y las personas que pueden proporcionártelo. Iremos a hablar con ellas. Además, supongo que resultará más creíble si llegas al Banco Central Europeo desde el alemán. Por cierto, Dagobert, ¿Hablas inglés por casualidad?

 

—Por casualidad no —respondió Dagobert en el idioma de Shakespeare—. Por obligación.

 

—¡Maldita sea! —Exclamó Damián—. ¡Y me entero ahora de que podía haber hablado contigo directamente!

 

Tras otro rato de conversación amena en el que, por fin, los cuatro hablaban el mismo idioma, Elke se dirigió a Damián con gesto preocupado:

 

—¿Te dolió la puñalada en la mano?

 

—¡Joder, sí! —Respondió Damián—. ¡Siempre duele!

 

—¿Qué significa siempre? —Preguntó Elke.

 

—El imbécil este ya hizo la misma demostración conmigo hace algún tiempo —apuntó Andreu.

 

Al salir de la universidad realizaron varias maniobras de distracción, con la intención de despistar a los operativos de control que el BND había dispuesto para seguirles. Elke, buena conocedora de la ciudad, propuso un itinerario caminando hacia el Alsterpark, situado en la ribera del lago Alster, donde no existía una buena infraestructura de cámaras de vigilancia y tampoco podían seguirles en coche. Desde una cabina telefónica solicitaron un taxi para que los recogiera, al cabo de aproximadamente media hora, en un embarcadero situado en la orilla opuesta del lago. Después se dirigieron hacia el restaurante Alster Cliff, situado junto al agua en el corazón del parque, donde esperaron unos minutos para que sus perseguidores se mezclaran entre los clientes del local. A continuación, “influyendo” en la mente de todos los presentes, Damián se ocupó de generar una gran confusión y alboroto, haciendo que pudieran pasar desapercibidos el tiempo suficiente como para apropiarse de una de las lanchas amarradas en el embarcadero anejo al establecimiento. Por último, navegaron hasta alcanzar el otro extremo del lago, observando con atención las inmediaciones por si alguna otra embarcación los seguía. Tomaron el taxi que les estaba esperando y todavía cambiaron de taxi otras dos veces en callejones solitarios, indicados a propósito por los propios taxistas bajo el “influjo” de Damián.

 

Un par de horas después se encontraban en el interior del East Sporting Club, situado en el barrio de Sankt Pauli. Llegaron treinta minutos antes de la hora habitual de Jakob Tausch, por lo que “influyeron” a los empleados para que les permitieran esperar tranquilamente en un cómodo sofá en la elegante zona de recepción.

 

Tausch, un hombre de unos cuarenta años, alto, con el pelo castaño, atlético aunque cojeaba ligeramente de la pierna derecha, y elegantemente vestido, a quien reconocieron de inmediato gracias a la ficha que habían conseguido en el Polizeipräsidium,  se presentó a las cinco en punto y, de una forma casi mecánica, se dirigió hacia los vestuarios de caballeros sin prestar excesiva atención a otras zonas del gimnasio. Inmediatamente Elke y Damián se apresuraron a alcanzarlo en los pasillos contiguos, “influyéndolo” inmediatamente aún antes de hablarle. Tausch, sintiendo en su mente el impulso de detenerse, lo hizo de inmediato y se dio la vuelta con calma para ver cara a cara a sus perseguidores.

 

—Señor Castellano —dijo el espía en inglés dirigiéndose a Damián—. No esperaba verlo aquí.

 

—Señor Tausch —respondió Damián también en inglés—. Tenemos que hablar. Busquemos un lugar tranquilo y que no esté controlado.

 

—Entonces salgamos del gimnasio y del hotel. Aquí tengo una sala de entrevistas concertada con la dirección del centro, pero está totalmente intervenida. Vayamos a alguna cafetería en el exterior. Conozco una a cincuenta metros de este lugar, libre de toda medida de control.

 

—¿Cuantos agentes están encargados de nuestro seguimiento? —Preguntó Damián cuando estuvieron acomodados en la mesa de una cafetería cercana, mientras dirigía su “influjo” sobrenatural hacia la mente del espía.

 

—Tenía siete operativos en esta tarea. Ahora quedan cinco —respondió Tausch—. ¿Por qué los mató, señor Castellano? O, en todo caso, ¿cómo consiguió que se mataran?

 

—No me acuse de su muerte. El repartidor disparó contra Maschwitz y luego se suicidó.

 

Elke, sentada junto a ellos, atendía con interés la conversación, pero no perdía de vista a los distintos ocupantes del lugar, ni la puerta de entrada, ni el amplio ventanal que tenían frente a su mesa, por si algo le resultaba sospechoso.

 

—El repartidor, como usted lo llama —dijo Tausch—, sólo dispararía si se viera obligado a ello…

 

—Maschwitz estaba hablando más de lo que les convenía a ustedes, supongo que por eso acabó con él. Con respecto al suicidio, supongo que fue para evitar convertirse en mi nuevo confidente.

 

—¿Y cómo consigue convertirnos en sus confidentes, señor Castellano?

 

—Eso ahora no le incumbe. Olvídese de ese asunto y vayamos a lo que me interesa. ¿Usted y esas cinco personas son los únicos que conocen nuestra existencia y nuestro propósito?

 

—Supongo que usted se refiere a si somos las únicas personas del BND que los conocemos. En ese caso sí, así es señor Castellano. Somos los únicos. Aún no hemos informado sobre sus actividades y conversaciones. Esperábamos a tener algo más concreto. Aunque la muerte de los dos agentes ha precipitado la situación y tenemos instrucción de  entregar un informe preliminar en las próximas horas.

 

Tausch se mostraba muy relajado mientras hablaba, igual que había ocurrido anteriormente con Maschwitz. Aún así, con cada frase que salía de su boca se producía un extraño brillo en la mirada, como si se sorprendiera a sí mismo por hablar con tanta familiaridad y tranquilidad.

 

—¿Quiere decir —pregunto Damián un tanto alarmado—, que es posible que haya alguna otra organización investigándonos? ¿Qué organización es?

 

—El repartidor era un enlace de otro grupo que trabajaba con nosotros. La dirección del BND lo encajó en nuestro equipo dado que, por lo visto, tenían un interés especial en Leonhardt. No puedo saber si ya había informado sobre ustedes a sus superiores o si no lo hizo. En cualquier caso, supongo que también le habría convenido informar cuando hubiera conseguido datos concretos sobre sus planes, algo que, evidentemente, le ha debido resultar imposible; no ha dispuesto de tiempo suficiente para conocerlos.

 

—¿A qué grupo pertenecía? —Preguntó Damián intrigado.

 

—Lo desconozco. Pero puedo asegurar que no era de nuestro servicio secreto. Tampoco dependía de las otras agencias alemanas, la Bundesamt für Verfassungsschutz o la Militärischer Abschirmdienst. Entre nosotros se rumoreaba que pertenecía a un misterioso grupo transnacional que actúa en connivencia con la mayoría de los estados. Desconocemos si tienen un nombre. Creemos que es una organización privada que defiende los intereses del Club Bilderberg. Eso es todo lo que puedo decirles sobre dicho grupo.

 

—¿Dónde se encuentran ahora mismo nuestros expedientes?

 

—En un archivador seguro en mi despacho.

 

—Necesito que esos expedientes sean modificados para que, tanto Dagobert Leonhardt, Andreu Martorell, Elke Niebuhr y yo mismo, junto con cualquier otra persona que hayan relacionado con nosotros…

 

—¿Se refiere a la familia Weigel? —Interrumpió Tausch.

 

—Sí, a ellos, al  Polizeipräsident o a cualquier otro. Como le decía, todos nuestros expedientes deben ser modificados para que parezcamos personas intrascendentes y sin ningún riesgo para la seguridad de su país o de cualquier otro estado. Es imprescindible que dichos documentos se modifiquen en nuestra presencia y que los viejos sean destruidos. También es imprescindible que, hoy mismo, tengamos una reunión con todo su equipo en un lugar seguro. A partir de esa reunión continuarán con su rutina habitual de seguimiento al profesor Leonhardt, todo debe dar un aspecto de normalidad, pero nunca comunicarán nada a sus superiores, ni a cualquier otra persona, sin informarnos previamente y sin que realicen las modificaciones que nosotros les indiquemos. Obedecerán inmediatamente las ordenes que cualquiera de nosotros cuatro les demos. Es importante que establezcamos con usted un canal de comunicación seguro; se ocupara de ello hoy mismo y nos notificará inmediatamente el procedimiento. Elke será su enlace con nosotros. También quiero tener un canal directo con usted. Con respecto a los dos muertos de esta mañana, invéntese una historia en la que el culpable sea el repartidor. Puede decir que actuó movido por el odio, o por celos, o cualquier cosa que se le ocurra; pero aleje esas muertes de nosotros. Ahora convoque a su equipo.