9.- Lunes, treinta de septiembre de 2013Londres |
Habían transcurrido cuatro meses desde la reunión en la cabaña de la cordillera. Durante ese tiempo, Damián y Laura habían decidió arriesgarse más de lo habitual y permanecer juntos. Pensaron que merecía la pena correr ese riesgo. En cualquier caso, según opinaron e hicieron saber a Jakob en su momento, dado que tenían que escenificar un teatro de uno u otro modo, decidieron que su representación consistiría en que la señorita Beatriz Soriano Portinari era amante, simplemente amante, del señor Damián Castellano De Paz. Y por eso existían los privilegios, el cargo en el banco, los regalos, los viajes y la economía de la que ella disfrutaba. En este tiempo, volviendo de vez en cuando a su identidad natural como Laura Golmayo, solicitó una excedencia de su trabajo en el periódico asturiano, lo que sus compañeros comprendieron en vista de la agresión que había sufrido días antes, y visitó alguna que otra vez a su familia para que estuvieran tranquilos sobre su salud y su futuro.
Andreu había pasado a llamarse Jordi Viladecans, natural de Igualada; Elke era ahora Dana Badinger, de Múnich; Jakob y Dagobert seguían conservando su nombre en los cargos públicos que ostentaban pero, para las actividades del grupo, se presentaban como Friedrich Coumeig, de Frankfurt y Bernhardt Freiberger, de Leipzig respectivamente. Todos con documentación, pasaportes, domicilios y títulos nuevos perfectamente legales.
Intentaban dejar pasar el tiempo para que Dagobert y Andreu completaran la Nueva Matemática Económica y el programa de acción institucional y política para implantar el nuevo sistema mundial. Jakob había de esperar a contar con dicho programa para desarrollar la estrategia. Y todos debían esperar a las instrucciones de Tausch.
Pero la espera tranquila en inacción total no resultaba posible. Por un lado, Jakob y Elke, que había adquirido una gran técnica en asuntos de espionaje, habían diseñado el protocolo de seguridad para todo el grupo. Damián había “influido” en la mente de los nuevos operativos de seguridad para que resultaran absolutamente fiables. También habían diseñado un sistema de pago discreto por los servicios que prestaban dichos operativos, o cualquier otra asistencia que se precisara, y se habían enfrascado en la tarea de descubrir quiénes eran los misteriosos agentes que habían intentado investigarlos. ¿Para qué agencia trabajaba Jack?
La única pista de la que disponían era Mr. Alexandre Lawler. Y ahora, una vez que durante los meses anteriores habían afianzado una estructura organizativa y un sistema de seguridad preciso y bien coordinado, podían lanzarse en persecución de los incógnitos personajes que acechaban en la sombra. ¿Quiénes eran? ¿Qué sabían del grupo y de su proyecto?
Damián recelaba del cariz que estaba tomando el asunto. El nunca había pretendido fundar una agencia de espionaje. Soñaba con crear una nueva conciencia mundial que llevara a un cambio radical en el modelo de sociedad. Pero claro, existían problemas para conseguirlo, grandes poderes implicados e importantes medios de resistencia y oposición a cualquier cambio en el Sistema. Él había buscado colaboradores para conseguir los fines que se había propuesto, y estos colaboradores no tenían sus poderes. Por lo tanto, Tausch, su estrategia y sus medios parecían imprescindibles si quería que sus amigos dispusieran de cierta seguridad. Descubrir al enemigo resultaba importante, no tanto para él como para el resto del equipo. Ya sabía que desarrollar el proyecto iba a ser complicado; y esperaba que no se le escapara de las manos.
El viaje a Londres se programó para seis personas. Laura y Damián viajarían desde el aeropuerto de Oviedo el lunes treinta de septiembre; Elke lo haría desde Múnich el martes uno de octubre y el último, Tausch, lo haría desde Frankfurt al día siguiente. Además, los guardaespaldas de Damián y Laura viajarían con antelación con el fin de preparar los protocolos de seguridad para cuando ellos llegaran.
En el hotel Ritz de la ciudad, Damián y Laura ocuparon la Royal Suite que sobrecogió a la muchacha por su amplitud: 157 metros cuadrados, y su extraordinaria belleza barroca: Un palaciego cuarto de estar con chimenea, un lujoso comedor para diez personas y una maravillosa alcoba ovalada. Los ornamentos dorados abundaban por doquier, preciosas obras de arte se repartían por todas las estancias.
La suite no se encontraba en el edificio principal del hotel, sino en la William Kent House, aneja al Ritz y situada en el número veintidós de Arlington Street, una impresionante mansión del siglo dieciocho que había sido construida para el Muy Honorable Henry Pelham, antiguo primer ministro de Gran Bretaña. Las habitaciones que ocupaba la suite correspondían a las antiguas cámaras privadas de Lord Pelham. Damián comentó un poco la historia de la casa, diseñada para el Lord por William Kent, brillante arquitecto, pintor y diseñador de la época. También había albergado a otros personajes notables, como los duques de Grafton, Beaufort y Hamilton, además del mismísimo Winston Churchill.
Cuando Laura preguntó por el precio de la suite, Damián indicó, entre risas, que no era la más cara del hotel. La muchacha insistió en saberlo, por lo que finalmente su compañero le descubrió que “tan sólo” costaba algo menos de seis mil libras por noche, unos siete mil quinientos euros, mientras que la habitación más cara, la suite Príncipe de Gales, de mayor tamaño, tenía un precio algo más elevado, unos ocho mil doscientos euros. La curiosidad de Laura aumentó:
—¿Por qué no has reservado la más cara?
—Por dos motivos. El primero, porque conozco las dos suites y ésta es más bonita. El segundo, porque ésta tiene un solo dormitorio, mientras que la otra tiene dos. No quiero arriesgarme a que alguna noche te enfades por cualquier tontería y me mandes a dormir a la habitación de al lado —contestó Damián.
—¿Y puede saberse qué motivos me darías para enfadarme contigo? —Volvió a preguntar Laura entre bromista y preocupada.
—Igual me da por ligar con la reina…
—Creo que no va a ser tu tipo.
—Pues entonces con su nuera.
—Me parece que lo estás arreglando —terminó por decir Laura riéndose.
Eran las doce y media de la mañana. El avión había partido del aeropuerto de Asturias a las diez cincuenta y tomado tierra en Stansted a las once cuarenta y cinco. Después, un Rolls Royce Phantom, enviado por el Ritz, los había transportado con parsimonia los cincuenta y seis kilómetros que separaban el aeropuerto del centro de Londres. Llovía copiosamente, pero los empleados del hotel, ocupándose atentamente de todo, los cubrieron con elegantes paraguas negros cada vez que fue necesario; después descargaron el equipaje del Rolls, los acompañaron por el Gran Hall, con sus magníficas columnas de mármol, su escalera, y el mural en el que se representaba un acontecimiento de época escenificando una reunión de nobles. Por último, los condujeron hasta la suite.
Ahora, tras haberse duchado y ponerse ropa limpia, Laura permanecía sentada sobre la colcha de seda rosada que cubría la magnífica cama. En efecto. La habitación era preciosa. Una gran alfombra circular, con tonos aguamarinas, verdes, dorados y rosas cubría la mayor parte del suelo. Un conjunto de tres ventanales, que se extendían por la pared curva exterior y estaban decorados con cortinajes a juego con la ropa de cama, se asomaban a Green Park y dejaban pasar una tenue y difusa luz grisácea que contrastaba con los cálidos amarillos y dorados de la iluminación interior. Había sillas de estilo noble, una elegante consola, y diversas puertas que accedían a distintas dependencias, tales como baños, aseos y vestidores. Una escalera de diez peldaños salvaba el desnivel que separaba la zona del dormitorio de la sala de estar, en primer lugar, y del comedor, al extremo opuesto de la suite; ambos decorados de manera suntuosa.
Es fácil acostumbrarse al lujo. Quizá los primeros días pueda resultar un poco chocante, sobre todo para quienes proceden de aquellas colmenas atestadas de vecinos que llaman viviendas comunes, y que malviven con sueldos de miseria. También, cuando la suerte cambia para algunas de estas personas, es fácil comportarse como el nuevo rico, que busca con prepotencia la ostentación y la vulgaridad de alto nivel. Pero, cuando la elegancia está en el interior de la persona, se descubre que la adaptación a un estatus social elevado se produce de forma armónica y natural. Los primeros días en Marbella le sirvieron a Laura para realizar esa adaptación. Y ahora, recorriendo con la mirada el óvalo que formaba el dormitorio de la suite Royal del Ritz de Londres, se sentía en su lugar. Le costaría dejarla cuando llegara el momento. Y Damián lo sabía. Por eso la llevó allí.
Solicitaron al mayordomo, que el hotel había dispuesto para atenderles, que les sirviera un almuerzo en el comedor privado; pidieron de la carta, para ambos, el rollo de cangrejo con aguacate y melón charentais y la lubina croute con salsa Mireille; de postre, también para los dos, optaron por los crepes suzette. Acompañaron la comida con un Cloudy Bay sauvignon blanco de 2005 y un Dom Pérignon del 90.
Tras la comida, acudieron a la sala de estar. Se asomaron a la ventana y comprobaron que el día, desapacible y oscuro, invitaba poco al paseo y mucho a la charla sosegada, sentados en el sofá tapizado en tela con motivos florales. Laura se situaba a la derecha de Damián tomando un té negro con azúcar y una gota de leche. Él, por su parte, degustaba un earl grey solo. Hablaron al estilo británico sobre las infusiones.
Laura comentó su conocimiento sobre la historia del té de la tarde, puesto de moda, a mediados del siglo diecinueve, por Lady Anna María Stanhope, duquesa de Bedford, quien un día, sintiéndose desfallecida hacia las cinco, pidió que se lo sirvieran con algo de comer. Después lo convirtió en una costumbre invitando a los amigos y organizando reuniones a las que solía asistir la mismísima reina Victoria. Por su parte, Damián, que conocía la historia de la duquesa, amplió al earl grey el conocimiento de Laura sobre los tés, comentado que recibe su nombre de otro antiguo primer ministro inglés, Lord Charles Grey, segundo conde de Grey. Al parecer, según una versión de la historia, un mandarín chino, agradecido porque uno de los hombres del conde había salvado a su hijo de morir ahogado, regaló un paquete de té mezclado con bergamota al lord. Otra versión decía que no fue en China donde recibió la receta, sino en India, regalo de un marajá por haber salvado a su hijo de las garras de un tigre. Según una tercera leyenda, Damián contó que fue el propio conde quien descubrió casualmente la fórmula, a causa de un percance durante una travesía en barco, cuando el aceite de bergamota se derramó fortuitamente sobre el cargamento de té.
Poco a poco, la conversación fue dando giros hasta centrarse en el tema que los había llevado a Londres.
—¿A quién nos vamos a enfrentar? —Preguntó Laura.
—¿Preguntas por la persona a la que hemos venido a buscar aquí o hablas a un nivel más general? —Respondió Damián.
—Las dos cosas.
—Pues la primera respuesta es que, sobre quién es el señor Alexandre Lawler, no sé más de lo que Jakob nos comentó a todos: Un rico empresario. Pero, sobre quién está detrás de él o con quién colabora, no tengo ni idea. Sólo vagas sospechas, opiniones teóricas.
—¿Qué opiniones? —Insistió.
—Oíste lo que comentó Dagobert hace algún tiempo. El Sistema tiene vida propia, según su opinión; pero necesita un guardián que lo proteja, un grupo que vele por su mantenimiento. Estoy seguro de que ese grupo es un verdadero gobierno mundial en la sombra, como lo han llamado algunos. No sé si es el Bilderberg, el Consejo de Relaciones Exteriores o la Comisión Trilateral. O todos juntos. Puede que, en el fondo, todos sean los mismos. También es probable que, quienes controlan los destinos de la humanidad, igualmente dirijan a dichos grupos. Incluso la ONU está controlada por ellos.
—¿La ONU…? —Comenzó a preguntar Laura con cierta perplejidad.
—En efecto. La ONU nació con la vocación de convertirse en el verdadero y legítimo gobierno mundial, pero nunca ha llegado a serlo. Se ha visto obligada a convertirse en un títere en manos de los poderosos. Podría cambiar su trayectoria y retomar la causa original de su fundación, pero no la dejan.
»Mira —siguió diciendo—, para todo se necesitan fondos económicos. Y quienes poseen los fondos sólo los dan si van a conseguir beneficios con ellos. Los fondos que recibe la ONU no escapan a esa premisa. Todo se negocia, incluso las deudas se negocian. Hay países de primer orden que se comprometen a pagar determinadas cuotas a cambio de algunas prebendas. Y después, recibidas las prebendas sin aportar por completo los fondos prometidos, amenazan con no pagar si no se les dan otras prerrogativas. Es el pan nuestro de cada día en la ONU.
»Lo cierto es que no son ellos quienes mandan. Los que verdaderamente lo hacen tienen tanta fuerza como para doblegar a los poderes visibles más importantes, como los propios estados o la mismísima ONU. Ya lo dije antes, existe un gobierno mundial en la sombra. Puede que sea esa misteriosa Hermandad Negra de la que habla el esoterismo, pero formada por hombres de carne y hueso, no por seres sobrenaturales. Y tarde o temprano nos tendremos que enfrentar a ellos.
—¿Y qué pasará cuando nos enfrentemos a ellos? —Prosiguió Laura con interés.
—Sospecho que lo difícil será encontrarlos, poder tenerlos frente a nosotros —respondió Damián—. Pero cuando los tengamos por fin de frente los derrotaremos fácilmente.
—Estás muy confiado en conseguirlo.
—¿Tienes alguna duda?
—Según dices son demasiado poderosos…
—La reina de Inglaterra también lo es, pero si quieres concierto una cita con ella para hoy mismo. Sabes que no tendría ningún problema en hacerlo.
—Tranquilo, sé que podrías, pero no es necesario. Además, no creo que sea conveniente en estos momentos —indicó Laura sonriendo—. De todos modos, también me preocupa otro asunto. Lo he estado meditando bastante tiempo y me genera cierta desconfianza…
—¿A qué te refieres? —Preguntó Damián.
—Supongamos que conseguimos realizar el proyecto…
—Sin suposiciones. Lo conseguiremos —afirmó Damián tajante.
—Está bien —continuó Laura—, cuando consigamos realizar el proyecto, pareces muy convencido de que la gente va a responder de una forma entusiasta y bondadosa. ¿Crees realmente en la bondad de la gente? ¿Piensas que, como decía Rousseau, el hombre es bueno por naturaleza pero la sociedad lo corrompe? ¿No crees que la sociedad está creada por el hombre a su imagen y semejanza y, por lo tanto, sólo puede ser corrupta si sus creadores la hacen corrupta?
—Sí, pienso como tú; tengo las mismas dudas que tú tienes. No creo al cien por cien en la opinión de Rousseau. Creo que, incluso en una sociedad perfecta, alguna vez nacerá un asesino, lo que obligará al resto de las personas a armarse para poder defenderse, pudiendo convertirse todos en asesinos. También puede nacer un corrupto y arrastrarnos al resto hacia la corrupción. Pero planteemos el problema desde un punto de vista biológico, evolutivo: En la naturaleza, la evolución se produce mediante mutaciones genéticas aleatorias y fortuitas. Algunas de estas mutaciones son destructivas, pero la evolución siempre sabe sobreponerse a ellas y salir triunfante. Tiene sus propios mecanismos de aprendizaje para mejorar constantemente. En nuestra sociedad también debemos estar atentos a las mutaciones destructivas llamadas crimen, corrupción o egoísmo y aprender a sobreponernos a ellas. El primer medio para superarlas debe ser dificultar la corrupción mediante la desaparición de los factores de poder susceptibles de corromperse, como el dinero, por ejemplo. El segundo medio para superar las aberraciones debe ser la educación. Pienso que la educación recibida, junto con la circunstancia en la que se vive, son el caldo de cultivo para generar el bien o el mal. Una buena circunstancia, junto con una buena educación, debe ser el camino para solventar el problema. Aunque la mutación destructiva siempre estará al acecho. En eso tienes razón. Habrá que estar alerta.
Callaron un rato y degustaron un largo sorbo de té. Después, Damián tendió la mano hacia Laura invitándola a levantarse junto a él, acompañándola al ventanal asomado al paisaje.
La lluvia continuaba derramándose copiosamente por las calles de Londres; a pesar de ello, diversos caminantes recorrían tranquilamente los paseos de Green Park. Un grupo de jóvenes practicaban deporte desafiando al mal tiempo. Algún mirlo feliz entonaba su canto, aportando una nota musical al persistente golpeteo del agua en los extensos prados y en las copas de los centenarios árboles que aparecían a cierta distancia en la fronda; gotas de lluvia que se estrellaban, asimismo, contra el suelo, las fachadas y los tejados en los edificios de las calles inmediatas.
El agua también percutía contra las ventanas de la suite, creando un efecto relajante, casi hipnótico y sosegadamente melancólico, invitando a los amantes a contemplar, a través de los cristales, la lentitud que el otoño imponía al ritmo de la ciudad. Ambos, asomados en su privilegiada atalaya, tomando el uno la mano del otro en la suya, cedieron al embrujo de un beso largo y profundo.
Cerrando los ojos, Laura se dejó llevar por el intenso contacto de los labios, por la firmeza de las manos que sujetaron su cintura, olvidando el miedo que, desde aquel día en el que tuvo a Damián por primera vez frente a ella, todavía se mantenía en lo profundo de su mente. Era su compañera en la conspiración, su amante en las largas noches de tranquilidad compartida, su lazarillo en los momentos en los que el entusiasmo cegaba la cordura de ese hombre peculiar. Se había lanzado abiertamente a una relación peligrosa. Sin embargo, el peligro no radicaba únicamente en la supuesta organización que los perseguía, sino que se vislumbraba también en la vejez de aquella mirada que la contemplaba desde un cuerpo joven y vital, en la tristeza y decepción que reposaban en aquella alma que pretendía ser inmortal. Pero cerrando los ojos, sintiendo los labios en íntimo contacto, apretando fuertemente el cuerpo contra el de su amante, ignoraba miedos, peligros y trasfondos misteriosos y profundos.
En ocasiones, dudaba de la veracidad de Damián. Pensaba que, realmente, era un ser emanado de las profundidades de la tierra, del infierno de Dante, para engañar, seducir y arrastrar a la perdición a los hombres y mujeres que lo seguían. Entonces se hacía consciente de su tormento. «¡Mentiroso!», gritaba Thanatos, rabioso, pataleando con furia sobre su hombro derecho. «Le vas a seguir hasta tu propia destrucción», y a continuación citaba el evangelio: «Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos». Mientras Eros, que reclamaba sosiego descansando encima del corazón, recostado tranquilamente en su hombro izquierdo, manifestaba fe en los verdaderos sentimientos que surgían de aquel hombre. «Por sus frutos los conoceréis» rezaba también el texto de Mateo. ¿Y qué mejor fruto que procurar la felicidad de las mujeres y hombres de todo el mundo? Entonces retornaba al pensamiento racional. Ni dioses ni demonios, sino obras; y el resultado era que le gustaba la obra de Damián. Después seguía su instinto, le gustaba aquél hombre. Eros, aposentado en su corazón, ganaba la batalla. Pero el miedo no desaparecía, simplemente Thanatos callaba, esperaba otro momento para manifestarse.
El mejor modo de vencer al miedo era dejarse llevar por el empuje de su amante, por su energía vital y por el ansia de disfrutar de la vida, de cada segundo, como si pudiera ser el último. «Extraño pensamiento para un ser inmortal», se decía entonces, «sobre todo, extraño pensamiento para mí, puesto que quiere compartir conmigo su inmortalidad». Pero ¿quién piensa en la inmortalidad cuando la eternidad se resume en un abrazo y un beso?
—Eres demasiado romántica —decía él cuando aparentaba descubrir sus pensamientos.
—No digas tonterías —respondía ella—. Esto es sólo sexo. Soy tu amante, ¿recuerdas?
—¿Hasta dónde quieres llegar con el sexo? —Preguntaba él entonces.
—Hasta lo más profundo…
Y, como en otras ocasiones, también en ese momento, en la mágica alcoba ovalada de la Suite Royal del Ritz de Londres, la pasión seguía su curso lentamente, al mismo ritmo que la lluvia que inundaba los parques y las avenidas, y llamaba a la ventana para anunciar a los amantes que el agua es vida, y que la vida estaba con ellos.
Laura disfrutó de una larga tarde de placer. Después, tras salir de nuevo de la ducha de suave mármol, se atavió para la cena eligiendo un vestido de noche largo de Versace, en seda azul oscuro, con escote corazón y los hombros descubiertos. Se aplicó los cosméticos de Chanel, sus favoritos, en tonos pastel suaves, y se perfumó con Imperial Majesty, un nuevo regalo que Damián la hizo antes de salir de viaje. En los últimos meses, tanto su ropero como su joyero habían aumentado hasta superar el millón de euros cada uno. Era difícil elegir entre tanta elegancia y glamur. Completó su aspecto con pendientes de diamantes de Tiffany, gargantilla, también de diamantes, del mismo diseño que los pendientes, una sortija de diamantes y zafiro de Buccellati y un reloj de oro blanco y diamantes de Cartier. Calzó también unos zapatos de Manolo Blahnik a juego con el vestido.
Al salir del vestidor, Damián la estaba esperando con un elegante traje Brioni en negro, con camisa blanca y corbata de seda plateada de la misma marca y zapatos negros de Louis Vuitton.
A las ocho de la tarde acudieron al restaurante del Ritz. Tenían reservada una mesa junto a los ventanales del lateral de la sala. Se colocaron uno frente a otro sin perderse la mirada, extasiados como estaban por la elegancia de su aspecto. El salón resultaba magnífico, con columnas de mármol recorriendo todo el recinto, frescos en el techo, estatuas clásicas estratégicamente dispuestas, lámparas suntuosas y mesas presentadas con una exquisitez deslumbrante, casi todas ocupadas por elegantes personajes que guardaban una etiqueta encomiable y unos modales distinguidos.
De entrada ella pidió una velouté de alcachofa con trufa y pato Oyster; y el pidió langostinos con flor de calabacín y zanahoria especiada. De plato principal, ella eligió langosta, que venía acompañada por una guarnición de zanahoria, jengibre y lima. Él se decantó por el rodaballo acompañado de boletus, apionabo y salsa marrón de mantequilla. El postre consistió en Champagne cheessecake con flor de saúco y frambuesas para ella y un semifreddo de avellana con chocolate y vainilla para él. Los vinos elegidos fueron un Riesling Clos Sainte Hune de 2005 y un Dom Perignon rosé de 1990.
El brillo en los ojos de Laura mostraba, a cualquier persona clarividente, que el plato principal ya lo había degustado aquella tarde en la habitación, y que la felicidad se prolongaba desde entonces hasta ahora, reemplazando el placer sensual del abrazo apasionado por el nuevo placer de la mesa, el vino y la animada conversación con su pareja, quien hablaba de su belleza, del maravilloso vestido que había elegido para la noche, de la exquisitez de su cuello adornado por aquel collar…
—Hoy ya me he cambiado de ropa tres veces… —comentó Laura entre halagada y extrañada todavía por las normas de etiqueta a las que se estaba acostumbrando.
—Y te falta otra más, si quieres que vayamos a bailar más tarde —apuntó Damián con entonación tentadora.
—Pero… tú no bailas.
—Disfruto mucho más viéndote. En realidad, me gustaría aprender a bailar el tango contigo. Lo he visto en muchas películas: el chico y la chica bailan el tango y terminan en la cama. Eso me motiva.
—Yo también he visto esa escena en alguna película de espías, creo que encaja con nosotros. Con respecto a lo de llevarme a la cama después de bailar… tendrás que hacerlo muy bien. Soy una chica difícil —dijo Laura riéndose.
—Afirmo que eres una chica difícil. Fuiste muy dura conmigo al principio. Me ponías a cien y luego me dejabas tirado.
—No digas tonterías, te dejé que me tocaras las tetas…
—Sólo para llenar el sujetador que, por cierto, ya no usas.
—¿Y cómo te gusta tocarlas más, ahora o antes?
—Vaya pregunta estúpida. En todo momento me gusta tocarlas.
—Sé sincero…
—Sólo recuerdo el tacto que tenían esta tarde. No se me ha quitado de la cabeza.
—Yo me acuerdo de un episodio de Sexo en Nueva York. ¿Sabes lo que hablaban Carrie y Mr. Big?
—Perdona mi ignorancia, nunca he visto Sexo en Nueva York.
—No te perdono. Te tienes que poner al día con la serie para poder hablar de ella.
—Lo que tú digas, cariño —dijo Damián con tono irónico—. Qué es lo que decían en ese episodio.
—Mr. Big le decía a Carrie algo así como: «Tus tetas tienen un tacto muy extraño», a lo que ella respondía: «Claro, son naturales».
—Las tuyas son naturales y tienen un tacto fantástico. ¿Sabes lo que opinan los castizos sobre el tema?
—A ver, cuenta…
—Del refranero español de toda la vida: «Teta que mano llena, teta buena. Teta que mano no cubre, no es teta, es ubre»
—Vaya conversación de mierda que estamos teniendo —dijo Laura riéndose.
—Una conversación elegantemente plebeya, para compensar el ambiente estirado del restaurante.
—¿Acaso sabes de qué están hablando los demás?
—No tienen cara de hablar de tetas.
Al final, sí fueron a bailar. Laura se cambió de ropa por cuarta vez. Esta vez eligió un vestido muy discotequero de estilo lencero de Dior en color morado, combinado con unos zapatos Kayomi de Jimmy Choo. La joyería elegida era más juvenil y desenfadada de Harry Winston. Damián, por su lado, simplemente se quitó la corbata y la guardó en el bolsillo.
Eligieron un local de moda en la noche londinense, Ministry of sound, recomendado por el hotel. El recinto estaba abarrotado de gente, a pesar de ser lunes. Y no hubo tango; pero Damián disfrutó, desde una mesa elevada, viendo como Laura se contoneaba delante de jóvenes babosos que pretendían intimar con ella. La muchacha reía, giraba, y bailaba sin parar. Después volvía a la mesa junto a Damián y tomaba algo de líquido sin alcohol. Luego, retornaba a alguna de las tres pistas de baile con que contaba el establecimiento. Así durante varias horas. Luego, el regreso al hotel y el sueño reparador hasta la mañana siguiente.
En la tarde del martes, tras una hora de vuelo desde Múnich, Elke llegó al aeropuerto de Heathrow, fue recogida por un suntuoso vehículo que la llevó al centro de la ciudad y se instaló la Terrace Suite del Hotel Soho, ubicado en el barrio homónimo de la ciudad. Tenía un precio de más de cuatro mil libras por noche, unos cinco mil cuatrocientos euros. Disponía de un extraordinario tamaño de 290 metros cuadrados en los que se incluía una increíble terraza circundante que se asomaba al centro del populoso barrio. Constaba, en su interior, de un gran dormitorio, con elevado cabecero tapizado en tela negra con motivos otoñales, un cuarto de baño en mármoles blancos veteados de gris, una amplia sala de estar, cuya mesa de centro estaba elaborada con un antiguo trillo agrícola reconvertido, y una pequeña cocina equipada para prepararse un desayuno o una pequeña merienda. En conjunto, resultaba un espacio cómodo y moderno, a pesar de encontrarse en el interior de un edificio decimonónico. O quizá, gracias a encontrarse dentro de ese emblemático edificio, su elegancia moderna resaltaba más sin desentonar con el espíritu de la arquitectura.
Hace tiempo, con seguridad, hubiera pensado que era una habitación demasiado grande para una persona sola, en realidad serían dos personas quienes la ocuparan cuando llegara Jakob al día siguiente. Pero su vida había cambiado radicalmente en los últimos meses. Con su nueva identidad como Dana Badinger, nombre con el que se había registrado en el hotel, era propietaria de un céntrico ático en Múnich de más de trescientos metros cuadrados, con cien metros adicionales de terraza, en el que Damián, cediéndole los derechos siguiendo el sistema financiero diseñado por Tausch, había invertido cuatro millones de euros.
Vestía con elegancia, dando prioridad a los trabajos de diseñadores alemanes como Karl Lagerfeld, Wolfgang Joop, Bernhard Willhelm, Markus Lupfer, Stephan Schneider o Daniela y Annette Felder. Esta elección no se debía exclusivamente a su gusto personal, su estilo era mucho más abierto a otros diseñadores de fama mundial, sino al papel que representaba con su segunda identidad, como amante de la influencia que Alemania ejercía en el mundo.
En ese momento, después de haberse acomodado en la suite y haberse refrescado en la ducha, se preparaba para salir a cenar. Eligió un conjunto de Markus Lupfer, otoñal pero corto, en gris con lunares negros, completando con joyería Wildenmann y zapatos bajos y negros de Felder.
Tenía reservada mesa, desde dos semanas antes, en The Five Fields, un local de moda situado entre Kensington y Chelsea. Entró en un comedor moderno y elegante, decorado con tonos claros y mesas redondas con manteles blancos. Cuando llegó, el local estaba medio lleno de clientes y, en los treinta minutos siguientes, se completo hasta no quedar libres más que las tres sillas vacías que estaban alrededor de su mesa. Se había situado en un rincón al fondo de la sala, para tener buena perspectiva de cuanto ocurría en el restaurante. Observaba con curiosidad a los comensales que ya estaban acomodados y a los que fueron entrando a un ritmo constante: La pareja gay que se encontraba junto a su mesa, el grupo de dos parejas juntas que, por sus gestos, aspecto y conversación, parecían salidos de una película de Woody Allen; aquellos novios que en breves momentos pasarían a representar una petición de mano; los ejecutivos del centro de la sala… y aquél hombretón fornido que, desplazando la vista por el lateral de la chica que se sentaba frente a él, no perdía detalle de cuanto Elke hacía.
Pidió como entrante el Rock Pool, consistente en caballa, caviar, langostinos, anguila ahumada y ostra; como plato principal la elección fue langosta nativa acompañada de nabos, ajo negro y curry rojo. El postre consistió en tarta de ciruela y almendra con tomillo y crema de cerveza helada. Acompañó la comida con un vino Riesling Kabinett Scharzhofberger Egon Müller cosecha de 2008 de la región de Mosel. Un buen banquete para una persona sola. Faltaban bastantes horas todavía para que el avión de Jakob aterrizara en Londres y, aunque lo echaba de menos, no quería considerarse su pareja. De hecho, tiempo atrás se lo había dejado claro:
—Follo contigo, pero no soy tuya. Hago lo que me da la gana.
—Y a mí me vale perfectamente. Follas como nadie y me viene genial —había respondido él.
De todos modos, Jakob era uno de los mejores amantes que había tenido nunca; impersonal cuando convenía y atento cada vez que sus ojos reclamaban cuidados especiales. Siempre enérgico y siempre dispuesto. También recordaba a Damián, claro. Aquel día en Hamburgo, tras quitarse de encima los restos de sangre y cerebro del pobre Maschwitz, el sexo que experimentó fue impresionante. Nunca nadie había aguantado su ritmo como entonces. Hasta que encontró a Tausch.
Así pues, estaba sola en su mesa del restaurante, mirando hacia ese hombretón fornido que, con el pensamiento entregado, estaba engañando a la mujer que se sentaba frente a él. Elke pensaba pasar esa noche sola en su habitación, aún en contra de los ansiosos delirios de su naturaleza. Resultaba más seguro dormir acompañada de sueños morbosos y de sus expertas manos. Quizá, en esos sueños, apareciera ese hombre que la miraba con ojos de deseo; estaba segura de que también Jakob iba a estar presente. Asimismo, casi con toda probabilidad, asomaría Damián en ellos.
Pidió un taxi y regresó al hotel. El día siguiente sería intenso. Vendría Tausch, lo acomodaría junto a ella, saldrían a tomar algo, se encontrarían con los guardaespaldas de sus amigos, recabarían datos sobre Mr. Lawler, quedarían para cenar con Laura y Damián en un comedor privado del restaurante que ella había visitado y, después, a última hora de la noche, pensaba agotar las fuerzas que todavía le quedaran a Jakob.
A las doce y diez de la mañana Tausch llegó al aeropuerto de Londres City procedente de Frankfurt. Un coche del hotel, en el que viajaba Elke, lo recogió y los condujo de nuevo al Soho. Jakob se acomodó en la suite y después, salieron los dos juntos a almorzar algo. Se decantaron por el clásico fish and chips que degustaron en un local de referencia, el Poppies, situado en Hanbury Street dentro del East End. Elke lo pidió de halibut y Tausch de lenguado. Estaba perfecto, el pescado de excelente calidad, el rebozado crujiente pero nada grasiento, las patatas en el punto justo. Bebieron cerveza en abundancia y salieron del pequeño local atestado de trabajadores, ejecutivos y turistas que pedían pescado para llevar.
Concretaron un encuentro con los operativos de seguridad, quienes se habían encargado de observar los movimientos de Mr. Lawler. El informe que dieron: ninguna actividad del sujeto. Nada. Sin señales de vida desde que ellos habían llegado. Sin embargo, sus expertos ojos habían tomado nota de cuanto ocurría en la casa, comprobando la existencia de un equipo de alta cualificación en tareas de vigilancia y control. Probablemente espías, o militares, o antiguos operativos de cuerpos de élite o de operaciones especiales. No pudieron ver al señor Lawler, pero la fuerte vigilancia indicaba que debía encontrarse en el lugar. ¿Por qué una seguridad tan exagerada para un simple empresario? Los colaboradores de Tausch le entregaron un CD cifrado con información sobre el inmueble y las personas que habían observado entrando o saliendo.
A las ocho de la tarde, se encontraron con Laura y Damián en un comedor privado del The Five Fields. La sala era semicircular, con cuatro sillas blancas dispuestas alrededor de una gran mesa ovalada en su centro, ventanales en arco con cortinas estampadas en colores pardos y un acceso directo a la espléndida bodega. Se acomodaron y solicitaron el menú degustación con maridaje de vinos. Durante la comida no abordaron temas trascendentes de conversación; se limitaron a llamarse por sus nombres adoptados y comentar los últimos viajes que habían realizado: ciudades visitadas, hoteles en los que se alojaron, restaurantes favoritos, etc. Fue después de los postres, degustando los dispares cafés que cada uno había solicitado, y los licores que acompañaron a dichos cafés, cuando Damián “influyó” a los camareros y dueños del local para que los dejaran tranquilos en el comedor el resto de la velada.
Tausch extrajo un ordenador del maletín que había transportado aquella tarde, y Elke sacó de su bolso el CD que les entregaron los guardaespaldas. Tras descodificar su contenido, apareció en pantalla un vídeo con la fachada de la casa, el jardín que la rodeaba y el muro de seguridad de hasta tres metros de altura. Se trataba de una gran propiedad situada en St John’s Wood. Con un extenso jardín que debía superar los dos mil metros cuadrados, y una edificación en tres plantas que podría alcanzar fácilmente los dos mil metros cuadrados construidos. Tenía una entrada principal, que se abría a Avenue Road, y una entrada posterior que se asomaba a un callejón previo a un pequeño parque urbano.
En el video y las fotografías adicionales, aparecían distintos personajes: dos niños de unos once o doce años que, con mucha frecuencia, jugaban en el jardín, «son los nietos de Mr. Lawler, Carena y Ethan», comentó Elke; una mujer de unos treinta que se portaba como si fuera la madre de los pequeños, «Janice Collingwood, hija de Mr. Lawler»; un hombre de edad parecida a la mujer, que salía de la casa a primera hora de la mañana en un Bentley Mulsanne marrón oscuro y regresaba por la noche, «Lance Collingwood, marido de Janice»; y una mujer de unos cincuenta y cinco a sesenta años que «coincide con las características de la señora Roselyn Lawler, su esposa». Tenían también identificado al mayordomo, de unos cuarenta y cinco años y con cuatro largos pelos que, procedentes del lateral derecho de su cabeza, estaban adaptados con gomina para que cubrieran todo el cráneo, a modo de peluquín, alcanzando hasta el lateral izquierdo. También habían identificado a dos doncellas de servicio doméstico. Por último quedaba un equipo de hombres jóvenes, sin precisar si podrían ser cuatro o cinco, algunos de los cuales aparecían de frente, pero otros nunca habían mostrado su rostro a las cámaras.
—Serán seis —afirmó Tausch—. Tres equipos con estructura y entrenamiento de operaciones especiales. Algunos llevan bultos en la ropa que, por tamaño y aspecto, parecen pistolas tácticas de nueve milímetros, probablemente Heckler & Koch USP con supresor sónico, y otros pudieran transportar subfusiles de asalto Heckler & Koch MP5. Son comunes a muchos equipos de fuerzas especiales de todo el mundo. No sé si decir que me honra o me repele que sean de fabricación alemana. Armamento de primera.
»También tienen sistemas de monitorización en todo el perímetro; por supuesto, también en los accesos y, por lo que se observa a través de alguna ventana, igualmente existe vigilancia electrónica en el interior de la casa. Hemos detectado sistemas de inhibición de radiofrecuencia en sus proximidades. También creemos que tienen un sistema de conexión digital Super Channel Alien, capaz de transmitir un flujo de información de uno coma cuatro terabytes por segundo.
»No hemos visto rastro ni del señor Lawler ni de su Aston Martin DB2 Vantage plateado de 1950. Pero nos extraña que, con tantas medidas de seguridad, no se encuentre en el interior de la casa. De todos modos, parecen medidas exageradas para un empresario de su nivel. O es alguien más importante de lo que representa, o hay en la casa alguien de mayor relevancia que Mr. Lawler.
—O, quizá, están esperando mi visita —opinó Damián— ¿Qué aspecto tiene Mr. Lawler?
Elke manejó el ordenador hasta localizar una fotografía extraída de un recorte de prensa relativamente reciente. Se trataba de un hombre de unos sesenta años, pelo canoso, casi blanco, peinado con la raya en el lado derecho de la cabeza, ojos de color azul claro, mirada seria, flacidez en las mejillas y el cuello y numerosas arrugas en la frente y alrededor de los ojos, aunque no demasiado profundas.
—¿Qué más sabemos de él? —Insistió Damián.
Elke tomó la iniciativa en la descripción al tiempo que pasaba fotografías documentando la información que aportaba:
—Tiene sesenta y dos años. Es dueño de un conglomerado de medianas empresas. La mayor de ellas no supera los cincuenta millones de euros en activos, lo que no está mal. En total se le estima un patrimonio de unos seiscientos cincuenta millones de euros. Posee otra mansión en la costa de Cornualles, donde pasa temporadas y fines de semanas. Nuestros compañeros Dieter y Bernd están de viaje allí por si se encontrara en ese lugar. Tiene otro hijo, August, que reside actualmente en Vancouver.
—Entonces, ¿Cuál es el siguiente paso que recomendáis?
—Esperar a que nos informen sobre la casa de Cornualles —respondió Tausch—. Si el resultado es negativo, deberemos entrar en su mansión de Londres y buscarle. Si tampoco se encuentra aquí, no quedará más remedio que interrogar a la familia o a los guardianes. De eso se encargará usted, Damián.
—De acuerdo, pero entraré solo. Esas personas pueden disparar balas de verdad.
—¿Crees que podrás acceder al interior de la vivienda? —Preguntó Laura.
—Sólo necesito tener frente a frente al primero de los guardianes. Lo demás vendrá rodado.
—Hemos de cubrir la otra salida por si Lawler, o cualquier otro, se escabullera por ella. Elke y Laura controlarán la salida principal, por donde entrará usted, y yo me ocuparé de la trasera —comentó Jakob.
—Me parece muy bien, siempre y cuando no os expongáis a ningún riesgo. Ellos están armados y nosotros no —opinó Damián—. Si todo transcurre como espero, tendré a todos los ocupantes de la casa reunidos en el salón en menos de quince minutos; serán corderitos a nuestra merced. Entonces os avisaré para que entréis y podamos interrogarles. ¿Cuándo sabremos algo de Cornualles?
—Salieron de viaje a primera hora de la tarde, en un par de horas como mucho tendremos alguna información —respondió Elke.
—Es una delicia comprobar vuestra eficacia. Estoy impresionado —dijo Damián poniendo verdadero énfasis en sus palabras.
—Somos profesionales —explicó Jakob orgulloso al tiempo que tomaba la mano de Elke.
—Pues, mañana a primera hora nos dirigiremos a un lugar o a otro —afirmó Damián satisfecho—. ¿Qué os parece si lo celebramos con abundancia de champán y licores? No os preocupéis por la borrachera o la resaca que yo os curo…
—Eres un pervertido —se rió Laura—. Ni siquiera nos dejas convertirnos en alcohólicos.
—Si es eso lo que quieres…
—¡No, por dios! ¡Ni borrachera ni resaca, por favor!
—¿Pero qué tipo de vida lleváis vosotros cuando estáis solos? —Preguntó Jakob simulando escandalizarse por las propuestas alcohólicas que surcaban el ambiente.
—¡Vaya dos! Quieren cambiar el mundo y se pasan la vida de fiesta en fiesta —respondió Elke con ironía.
—¿Qué quieres para el futuro, un mundo aburrido? —Preguntó Damián siguiendo el juego.
—Yo no puedo seguir opinando sobre el futuro si no llega ese champán —exigió Elke.
—¡Banda de borrachos! —Dijo Jakob—. Ya voy yo a pedirlo.
—Que sea del mejor que tengan, y trae varias botellas —reclamó Elke con entusiasmo.
Tausch desapareció unos instantes de la sala; tras la puerta se oyeron unas cuantas palabras expresadas a medio tono, después regresó a la mesa y, en pocos minutos, apareció un camarero arrastrando una mesita con ruedas en la que transportaba tres botellas de champán Bollinger RD 1996, una gran cuba de hielos capaz de albergar las tres botellas y cuatro copas de champán.
—¡Qué rácano has sido pidiendo! —Protestó Damián dirigiéndose a Jakob— En Asturias, cuando se juntan varios amigos para tomar algo en una sidrería, piden una botella de sidra para cada uno, y eso para empezar. Puede que al final acaben con una caja completa, o más.
—Seguro que si cada botella de sidra costara trescientas cincuenta libras se conformaban con pedirse una copita por cabeza —afirmó Jakob.
—Hay una forma para que los asturianos se pidan una botella de este champán cada uno sin protestar por el precio… —intervino Laura.
—¿Cuál? —Preguntó Elke.
—Si haces la propuesta añadiendo las palabras “a que no hay cojones” —respondió.
La carcajada fue general. Después, Elke volvió a preguntar:
—tenía entendido que esas cosas pasaban sólo en Bilbao.
—En ese sentido, Gijón no es muy distinto de Bilbao. A la gente del Cantábrico los pierde la fanfarronería —explicó Laura.
—Lo ha dicho la periodista, así que será cierto —afirmó Damián—. Pero dejad la cháchara y brindemos.
Sirvió las copas y ofreció un brindis:
—¡Por la vida feliz y próspera!
Todos respondieron con entusiasmo. Tenían en su conciencia la idea de que estaban a punto de dar un paso muy importante para desarrollar el proyecto; se sentían excitados porque, por fin, los acontecimientos parecían cobrar más ritmo, más velocidad. A partir de ese momento, todo estaba en marcha.
—En mi trabajo en Hamburgo, las reuniones de la sección nunca las hacemos así —comentó Jakob tras el brindis.
—¡Qué triste y aburrida debe ser la vida del espía! —Bromeó Damián.
En ese momento, el teléfono de Tausch dio un aviso. Inmediatamente lo extrajo del bolsillo de su chaqueta, comprobó la procedencia de la llamada y decidió atenderla en el acto.
—Contadme… —fue su respuesta.
Escuchó durante unos minutos. Después, tras cortar la comunicación sin dar ninguna despedida, comentó el resultado de la conversación:
—Lawler no está en Cornualles. La casa está vacía. Dieter y Bernd volverán esta misma noche y mañana por la mañana se ocuparán de cubrir a Laura y Elke.
A lo largo del tiempo que aún permanecieron dentro de The Five Fields, acabaron con las tres botellas de champán, y con una selección de sus cócteles de ginebra “Gin Craze”. Damián dejó que la embriaguez durara hasta la hora de despedirse, momento en el que utilizó sus “habilidades” para rebajar el grado alcohólico de sus compañeros, algo que, aunque resultaba necesario, no les agradó demasiado.
A las nueve de la mañana, cubriendo su traje negro con una gabardina gris oscura y un paraguas, Damián se encaminaba bajo la lluvia hacia la entrada principal de la mansión de Lawler. En un Range Rover de alquiler aparcado cerca, Laura y Elke, junto con los guardaespaldas, permanecían a la espera. Tausch había ocupado su posición cerca de la salida posterior.
Estaban equipados con intercomunicadores de última generación, discretos y funcionales, que les permitían mantener contacto en todo momento. Sólo en el recinto de la finca y en el perímetro inmediato resultaban ineficaces a causa de los inhibidores de frecuencia instalados. Damián contaba con poder desconectar el sistema cuando se encontrara en el interior.
El portón estaba cerrado. Consistía en una resistente puerta corredera de reja de hierro de unos cuatro metros de anchura por dos metros veinte de altura, fijada a gruesas columnas de ladrillo rojo de unos tres metros. A la izquierda se encontraba el sistema de llamada. Oprimió el botón y esperó. Al cabo de unos segundos, una voz de hombre contestó por el aparato:
—¿Qué desea?
—Deseo hablar con Mr. Alexandre Lawler —contestó Damián.
—¿Quién es usted? —Insistió la voz.
—Me llamo Damián Castellano. Somos vecinos en la urbanización de La Zagaleta, en Marbella —respondió Damián mirando fijamente a la cámara de circuito cerrado que lo observaba.
—Mr. Lawler no se encuentra en la casa… —dijo la voz con tono evasivo.
—En ese caso, es importante que les comunique a alguno de ustedes un mensaje de interés para Mr. Lawler.
—¿De qué mensaje se trata?
—¿Hasta ese punto ha disminuido la hospitalidad en casa de Mr. Alexandre que me obligan a transmitir un importante mensaje a través de este aparato? Por favor, he de dar la información a alguno de ustedes y saber a quién se la he dado.
Tras unos instantes de silencio el portón comenzó a abrirse. Inmediatamente, un hombre joven vestido con un elegante traje gris se asomó al porche de entrada. Nada más verlo, Damián comenzó a “influir” en su mente. Dio unos pasos hacia el interior del patio de acceso a la casa sintiendo como el suelo, decorado con adoquines y baldosas rojas, se volvía resbaladizo por el agua de lluvia; después, el portón metálico comenzó a cerrarse tras él. Siguió caminando tranquilamente hasta el porche donde el hombre joven, con su mente ya bajo control, le preguntó:
—Bien, ¿de qué mensaje se trata?
—¿Cómo se llama usted? —Preguntó a su vez Damián.
—Hammill, Robert Hammill.
—De acuerdo, Mr. Hammilll. Acompáñeme adentro y presénteme a sus compañeros.
—Mr. Castellano, por favor, sígame.
Entraron en la casa, se cerró la puerta tras ellos y quedaron fuera de la vista de Elke, Laura y sus acompañantes. A partir de ese momento, el sistema de aislamiento electrónico cortó toda posibilidad de comunicación.
Hammill lo condujo hasta un amplio recibidor circular, con el suelo decorado en mármol gris con detalles geométricos en negro, una mesa redonda en el centro, y una espléndida lámpara Chandelier de gran longitud que, descendiendo desde el techo del piso superior, se descolgaba sobre la vertical de la mesa. Allí, dos nuevos agentes se le acercaron con pasos enérgicos. Inmediatamente cayeron bajo el “influjo”.
—Llevadme a un lugar donde pueda encontrarme con el resto de vuestros compañeros…
No tuvo tiempo de seguir hablando. De una sala lateral con la entrada flanqueada por dos gruesas columnas de mármol, otro agente apareció con su arma en la mano y disparó dos veces hacia Damián, que dio un traspié y acabó con una rodilla en el suelo.
—¡Imbéciles! —Dijo el tirador— ¿Qué os está pasando? ¡Le estabais haciendo el juego! ¡Ya estábamos advertidos de que este tipo era capaz de hacer cosas extrañas!
Damián se incorporó de nuevo e hizo caer bajo su “influjo” al hombre de la pistola.
—¡Suelte el arma ahora mismo! —Gritó.
El hombre obedeció al instante arrojando su pistola al suelo.
—¡Todos ustedes, depositen sus armas sobre esta mesa! Volvió a decir.
—¿Por qué no está muerto? —Preguntó el tirador— Le he metido dos balas en el pecho.
—Y me has estropeado un traje muy caro. ¡Joder! ¿Sabes cuánto cuesta esta gabardina? ¡Además duele! ¡Ostias! ¿Y si te pego dos tiros yo a ti? ¿Te gustaría? ¡Mierda! Coge la pistola que has tirado al suelo y apúntate a la cabeza.
El hombre, aterrado, lo hizo. Sus compañeros asistían atónitos al arrebato de furia de Damián, que se encontraba en un estado de nerviosismo evidente. Después, serenándose, le volvió a decir:
—Deposita tu arma en la mesa junto a las otras.
Era la primera vez que experimentaba el verdadero efecto de la inmortalidad. Su ropa presentaba dos orificios en la zona del pecho, pero sin rastro de sangre. Se quitó la gabardina y observó, en la parte posterior de la prenda, otros dos orificios simétricos a los de entrada. Las balas habían atravesado limpiamente el cuerpo sin dejar ninguna herida. Miró a través de los agujeros de la chaqueta y la camisa y no existía en su cuerpo ninguna señal de los balazos.
—¿Cuántos agentes más hay en la casa? —Preguntó dirigiéndose al tirador.
—Sólo nosotros cuatro.
—Pensé que erais seis… —insistió Damián.
—En efecto, pero los otros dos se encuentran ahora mismo vigilando a sus amigos en el exterior de la casa.
—Hágalos entrar.
El agente apretó un botón de su intercomunicador y se dirigió a los compañeros que cubrían la vigilancia exterior. Les dio la orden de regresar inmediatamente al interior de la casa. No obtuvo respuesta. Después, dirigiéndose a Damián, le dijo:
—No vendrán.
—¿Cuál es el motivo de que no vengan?
—En cuanto usted entro, ampliamos la capacidad del inhibidor de frecuencia impidiendo la comunicación directa entre nosotros. Teníamos prevista una señal para cuando entrara en la casa que debía indicar que todo estaba bajo control. Esa señal no se ha producido. Tenemos instrucciones de que, si resultamos neutralizados o algo hace sospechar que hemos sido apresados o retenidos, los que estén libres deben acudir a nuestro piso franco e informar de lo sucedido. Ellos han visto cómo, desde el momento en que usted ha entrado, no se han seguido los protocolos previstos, lo que han interpretado como algo peligroso. En apenas media hora habrán informado.
—¿A quién van a informar? —Siguió preguntando Damián.
—A Caronte.
Damián recordó el mito heleno: Caronte, el barquero del inframundo, quien estaba dedicado a conducir las almas de los muertos a través de las aguas del río Aqueronte para entrar en el Hades. Un nombre adecuado para alguien a quien parecía no importarle dar orden de disparar hacia quien se le antojara.
—¿Lawler es Caronte? —Insistió Damián en el interrogatorio.
—No, que nosotros sepamos. Desconocemos la identidad de Caronte. Sólo utilizamos un medio seguro para contactar con él.
—Deshabilite el inhibidor de frecuencia y cualquier sistema de seguridad; después vuelva enseguida, necesito hablar con mis amigos.
Mientras el agente se dirigía al cuarto de donde había salido con anterioridad y manejaba los equipos electrónicos encargados de la seguridad electromagnética, Damián se dirigió a Hammill:
—¿Quién de vosotros es el jefe?
—Woodgate, el que le disparó —respondió.
En ese momento, Woodgate volvió al recibidor.
—¿Está todo apagado? —Preguntó Damián.
—Sí. Estamos sin seguridad en la casa.
Damián informó por el intercomunicador a sus compañeros de todo lo ocurrido. Tausch le pidió que se interesara sobre la dirección del piso franco. Woodgate indicó una dirección en Mile End.
—Dieter, Bernd y yo iremos inmediatamente a Mile End. Que Elke y Laura lo acompañen en el interrogatorio. Hable con todos los que estén presentes en la casa para informarse del paradero de Lawler. Estableceremos contacto en una hora.
Siguiendo las instrucciones de Damián, los agentes reunieron a los miembros presentes de la Familia Lawler en el salón de recepciones de la casa. En realidad, tan sólo la esposa y la hija se encontraban en el lugar. Los niños estaban en la escuela y el yerno había acudido a su trabajo.
La zona del salón que ocuparon estaba amueblada con un amplió sofá semicircular de seis plazas frente a tres sillones individuales en el lado opuesto. Entre medias, una mesa de centro de madera de nogal de una sola pieza completaba la decoración. Los residentes de la casa se acomodaron en el sofá, al tiempo que Damián, Elke y Laura ocuparon los sillones. El semblante de la familia Lawler y de los agentes era de preocupación y miedo. Damián se dedicó a “influirles” para que se mostraran tranquilos y relajados.
—Soy vecino de su familia en la casa de La Zagaleta —dijo con tono distendido dirigiéndose a las mujeres.
Janice y Roselyn suavizaron la expresión y se mostraron relajadas. Los agentes también sintieron inmediatamente menos presión.
—¡Oh, Málaga! ¡Cuánto me gusta estar allí! —Dijo Mrs. Roselyn—. Hace un clima fantástico y hay un ambiente extraordinario. ¿No piensa usted lo mismo señor…?
—Castellano, Mrs. Lawler. Me llamo Damián Castellano.
—¿Y piensa regresar pronto por Málaga? Yo estoy deseando volver cuanto antes. El invierno aquí es realmente apestoso. ¿Vive usted allí todo el año? Claro, que Londres está muy bien, puedes comprar de todo. Pero la fiesta de Marbella es mejor…
—Perdone que la interrumpa, necesito saber donde se encuentra Mr. Lawler —dijo mientras ejercía su “influjo” para que le respondieran con total sinceridad y sin ocultar ningún detalle.
—Mi marido ha acudido a Nueva York para atender unos negocios —respondió la esposa.
—No es cierto —replicó Woodgate—. Se encuentra aquí, en Inglaterra. Ha estado en Londres hasta primera hora de la mañana. En cuanto supimos que ustedes venían le recomendamos que abandonara la casa hasta saber cuáles eran sus intenciones. Ahora, seguramente esté de camino a Cornualles. Sabemos que ustedes estuvieron anoche allí pero que cancelaron la investigación al no encontrar a nadie en la villa.
—¿Puede haber peligro en esta casa y mi marido se larga al campo dejándonos aquí sin decirnos nada? —Preguntó Mrs. Roselyn indignada.
— No sé de qué te extrañas, madre. Papá siempre ha sido así. Se ha despreocupado toda la vida de nosotros —replicó Janice—. ¿En qué anda metido mi padre? —Preguntó dirigiéndose a Damián.
—Responda usted Mr. Woodgate. ¿Por qué necesita Mr. Lawler tanta protección?
—Desconozco las ocupaciones de Mr. Lawler más allá de sus negocios —respondió.
—Entonces ¿quién le ha pedido que se ocupen de la seguridad de esta casa?
—¡Eso! —Dijo Mrs. Roselyn—. ¿Por qué despidió a los vigilantes de seguridad de antes?
Woodgate, tosiendo levemente antes de hablar, respondió a las preguntas:
—Por un lado —dijo—, los vigilantes jurados podían ser un estorbo al plantear nosotros una operación especial para protegerlo de usted, Mr. Castellano, e intentar neutralizarlo si fuera necesario. Por otro lado, nosotros somos una organización dedicada a operaciones especiales de alto nivel.
—¿Mercenarios? —Preguntó Elke.
—Podría decirse así —respondió.
—¿Que nombre recibe su organización? ¿Cómo se puede solicitar sus servicios? —Preguntó Laura.
—No creo que pueda encontrarnos en internet o en ningún medio especializado. No tenemos nombre. Debe moverse en determinados círculos para poder acceder a nuestros servicios.
—¿Qué círculos son esos? —Continuó preguntando.
—Grupos internacionales de poder.
—¿Bilderberg, Comisión Trilateral, Tavistock, Vaticano…?
—Esos y algunos más.
—¿CIA?
—En ocasiones les hacemos los trabajos sucios.
—¿Son ustedes los mismos que se ocupaban del seguimiento del señor Leonhardt en Hamburgo?
—Sí. Somos una derivación de la investigación de Hamburgo.
—¿Cómo pueden tener impunidad para disparar a quien se les antoje en Hamburgo o aquí?
—Tenemos cierta carta blanca con los servicios de seguridad de numerosos países.
—¿Quién les encargó que se ocuparan de esta operación? —Preguntó en este caso Damián retomando la iniciativa en el interrogatorio.
—Lo desconozco. Somos únicamente un grupo operativo a quien se le ha asignado esta misión. Sabemos que el contacto extraoficial del que recibimos instrucciones responde al nombre de Caronte.
—¿Quién de su organización puede revelarnos la identidad de Caronte? —Siguió interrogando Damián.
—Supongo que nadie. La información está tan compartimentada que le resultará prácticamente imposible rastrearla a partir de nosotros.
—Ya veremos si es imposible. Qué más puede decirnos sobre Mr. Lawler al margen de sus negocios; por ejemplo: la relación que mantiene con el grupo Bilderberg, contactos con otros grupos de poder, clubes a los que pertenece…
—Recibimos únicamente instrucciones de protegerle de usted, pero desconocemos si estas instrucciones derivan de alguno de esos grupos que menciona. Personalmente sí recabé algunos datos sobre Mr. Lawler y descubrí su participación en alguna sesión del Bilderberg. También he inferido algún contacto con el Instituto Tavistock. En otro orden de cosas, es socio de un club de élite en Londres que frecuenta a menudo y, también, recibe atenciones en un lujoso burdel de Regent’s Park donde, además de servicios propios, suele contratar a numerosas señoritas para agasajar a sus relaciones de negocios.
Mrs. Roselyn palideció al escuchar esa noticia; su hija, por el contrario, afirmo:
—No me extraña en absoluto, estaba segura de que lo hacía. Tengo que preguntarle a Lance donde pasa tantas horas con su suegro.
—¡Maldito cabrón hijo de puta! —Exclamó la señora Lawler mostrando su indignación.
La hija palideció al escuchar tales palabras en boca de su madre, que siempre había sido un modelo de compostura.
—¡Jodido bastardo de mierda! —Siguió con los improperios— ¡Éste me las paga! ¡Se va a enterar de quién soy yo! ¡Lo voy a dejar sin un penique!
—¡Claro que sí! —Opinó la hija—. Tienes toda la razón del mundo. ¡Y Lance me va a oír! ¡Ya me extrañaba a mí que se llevara tan bien con su suegro! Seguro que está metido en el ajo…
—¿Y qué vas a hacer tú, con dos niños que tienes? —Preguntó Mrs. Roselyn a su hija—. ¡Con lo pequeños que son!
—A los niños no vuelve a verlos en la vida. Eso sí, tendrá que pagarles el colegio. Quiero que vayan a Eton.
—Voy a matar a tu padre. Mal nacido hijo de puta. Toda la vida con él y me engaña de este modo… —Mrs. Roselyn comenzó a llorar.
—Y yo mato a Lance. ¡Todo el día fuera! Dice que está trabajando, pero cuando lo llamo a la oficina nunca está. Siempre contesta su secretaria. Por cierto, no conozco a su secretaria. ¡Ya no sé de quién fiarme!
La señora Lawler, conteniendo ligeramente el llanto, se dirigió a Laura y Elke:
—Ustedes, señoritas… ¿Creen que todos los hombres son iguales? ¿Por qué nos hacen esto? ¡Oh! Perdonen, que desconsideradas somos. ¿Les apetece una taza de té?
—Sí, gracias —dijo Elke—. Con leche. El mejor de los hombres es el que está colgando por los testículos sobre la jaula de los cocodrilos.
—Es para lo único que sirve Lance —continuó hablando Mis Janice—. Para traer los recados cuando viene de noche. Les voy a preparar un té que compra mi marido, ese malnacido, en Fortnum & Mason. Un Darjeeling realmente fragante. ¿No es cierto, madre?
—Claro que sí, pequeña. Desde que lo probamos ya no queremos otro. Me gusta Eton —continuó diciendo en un tono más relajado—. Es un buen colegio. Tu abuelo y tu padre estudiaron allí. ¿Lo sabías? Está bien seguir las tradiciones.
Damián volvió a tomar el control del interrogatorio:
—Señoras, por favor. Preparen el té y guarden silencio —dijo influyendo en su mente para que se callaran, comprendiendo la causa de que sus maridos les fueran infieles.
Después, dirigiéndose a Woodgate, continuó preguntando:
—Dice que Lawler está de viaje hacia Cornualles. ¿Goza allí e algún tipo de protección?
—Hay un equipo permanentemente en las inmediaciones de la villa. Supongo que también los dos operativos que han salido de aquí serán destinados a su protección.
—¿Cuántas personas componen el equipo permanente de Cornualles?
—Dos personas.
—O sea, que ahora pueden ser cuatro.
—En efecto. Con toda seguridad, dentro de pocas horas serán cuatro.
—¿Pueden ustedes aparentar normalidad en su misión y decir a sus mandos que nos hemos marchado de Londres? —Siguió preguntando Damián al tiempo que maduraba un plan.
—Nosotros podemos considerarnos hombres muertos. Caronte desconfiará en cualquier caso y no querrá dejar cabos sueltos, dará instrucciones para eliminarnos.
—¿Cómo puede estar tan convencido de eso?
—Siempre hay equipos controlando a equipos. Podemos estar seguros de que saben lo que está ocurriendo aquí dentro.
—¿Cuál es el siguiente paso que darán sus compañeros?
—Desconocemos la relevancia auténtica de Mr. Lawler. Si realmente es importante, lo protegerán hasta que tengan preparado algún plan para él. Si no es tan importante, lo eliminarán.
—¿Y con respecto a nosotros?
—Estoy convencido de que la curiosidad sobre usted se ha terminado. Aunque no sepamos quién es y cómo hace lo que hace, se olvidarán de las preguntas y querrán eliminarlo. Y a sus compañeros también.
—¿Quieren ustedes morir a manos de su organización?
—No —respondió Woodgate tomando la iniciativa sobre la opinión de sus compañeros.
—Entonces vivirán ocupándose de la protección de mis dos acompañantes.
Damián dejó en la mente de los agentes instrucciones estrictas de proteger a Laura y Elke.
—Mr. Castellano… —dijo Woodgate—, sospecho que toda esta operación no estaba dedicada exclusivamente a la protección de Mr. Lawler, sino que se trataba de un montaje para tenerle a usted en nuestro poder o para saber quién es realmente. Hemos sido un cebo para atraerle hasta aquí. Sabemos que, hasta ahora, no ha sido usted ni siquiera un actor secundario. No tiene relevancia social, no tiene historia, no ha hecho nada importante. Sus compañeros tampoco. No sabemos quiénes son las señoritas Beatriz Soriano o Dana Badinger, no hemos podido rastrear sus identidades, pero tampoco figuran en nada, no son nadie —Laura y Elke pusieron gesto de sentirse ofendidas—. Sí tenemos identificado a Tausch, aunque aquí se haya presentado como Friedrich Coumeig. Sabemos que usted encargó un trabajo a Leonhardt y que su amigo Martorell lo ayuda. Lo que quiero decir, es que todos ustedes son absolutamente intrascendentes. No tienen la menor importancia, pero se han metido donde no debían y, por lo tanto, son fácilmente prescindibles. Los matarán antes de que lleguen a ser actores secundarios. Nuestra organización siempre va dos pasos por delante. Estoy convencido de que ahora mismo están preparando su muerte: accidentes, un atraco con final trágico, una misteriosa enfermedad…
—Leonhardt y Martorell no tienen nada que ver con todo esto. Son simplemente peones a los que encargué que elaboraran un informe técnico sobre macroeconomía —dijo Damián intentando protegerlos.
—¿Y eso qué importancia tiene? Si ustedes, siendo actores terciarios, son perfectamente prescindibles, ¿cómo no lo van a ser los peones de los actores terciarios? Verá, señor Castellano. Estamos hablando de los grandes poderes que manejan el mundo, poderes por encima de los presidentes de Estados Unidos, de la Unión Europea, de Rusia o de China. Ellos ponen y quitan gobiernos, crean inestabilidad política donde les conviene, controlan los medios de comunicación para manipular las noticas a su capricho. No les importa quitar de en medio a un mosquito insignificante como Leonhardt si piensan que la herida que deje su picadura se puede infectar. Y usted es quien puede propagar la infección. Si usted no existiera, se mantendrían las tareas rutinarias de control sobre el profesor, para prevenir infecciones. Pero usted existe, y tiene medios para propagar el efecto del mosquito. Conclusión: se los elimina a los dos, y a cuantos tengan que ver con ustedes, dejando el asunto resuelto. Así de sencillo.
—¿Qué saben de Jordi Viladecans y Bernhardt Freiberger? —Preguntó Damián intentando averiguar si las segundas identidades de Andreu y Dagobert eran seguras.
—Hemos visto esos nombres en relación con usted. Ingresos que les ha hecho. Pero desconocemos quienes son.
—¿Y piensan matar a todas las personas a los que les haya comprado algo o les haya hecho algún ingreso?
Woodgate se rió.
—Supongo que no llegarán hasta ese punto. Un hombre con su capacidad económica ha debido gastar mucho dinero. Puede que si matáramos a todos los que hayan tenido que ver con sus transacciones comerciales acabaríamos con media Marbella.
Ahora Damián sabía que las segundas identidades de sus amigos no despertaban especiales sospechas, aunque debería buscar otro modo para hacerles llegar dinero. Sería mejor que los enemigos pensaran que aquellos ingresos correspondían a algún pago por servicios prestados, pero no a una relación más continua. Después, siguió dirigiéndose a Woodgate.
—Necesito hablar con Lawler. Dígame cómo puedo hacerlo.
—Saliendo ya mismo para Cornualles y entrando en la casa tal y como lo ha hecho aquí. Le resultará más fácil conseguirlo. No está tan preparada como esta, con tantas medidas de seguridad. Lo más probable, por otro lado, es que las nuevas instrucciones sean dispararle a usted en cuanto se ponga a tiro, aunque me parece que eso no le importa mucho… ¿O sí, señor Castellano? ¿Cuántos balazos puede recibir usted sin que le pase nada? ¿Hay un límite?
—No, no lo hay —contestó Damián.
—Entonces salga cagando leches porque puede que Lawler tenga las horas contadas.
—Sí, y ustedes nos acompañarán. Si hay que pegar tiros prefiero que lo hagan expertos.