CAPÍTULO 10
De entre la mucha chatarra inservible que había apilada en el almacén, Paws sólo encontró para sus propósitos un anticuado sensor de calor que funcionaba cuando quería, por lo que tendría que confiar más en su instinto que en las indicaciones de aquel chisme. Teóricamente la base debía contar con sensores de presencia en cada galería, pero como a aquellas alturas todos tenían noticia del grado de competencia de los ingenieros que diseñaron la colonia, a nadie sorprendía que un detalle tan nimio como aquél hubiese sido pasado por alto.
El indicador fue ofreciéndole lecturas contradictorias. Tan pronto su objetivo se encontraba danzando por una zona a doscientos metros de su posición, como pasaba al extremo opuesto de la base al segundo siguiente. Descubrió una rueda de calibración al dorso del aparato y procedió a ajustarlo para que el calor de fondo de maquinaria y tuberías no afectase a su búsqueda. Le costó algunos minutos identificar las huellas térmicas de sus compañeros, moviéndose por los habitáculos donde se suponía que debían hallarse. Una vez localizados, programó el aparato para que los ignorase y se centrase en otros objetivos móviles.
La pequeña pantalla del aparato quedó en blanco. Así permaneció durante un largo rato, hasta que creyó que aquel cochambroso artefacto había dejado de funcionar. Pero de pronto mostró un punto que se movía sinuosamente por una galería del sector norte. Paws se dirigió hacia allí.
Era el lugar más lógico para esconderse, pensó. Los incompetentes constructores de Indronev habían dejado el sector sin acabar y reinaba en él un completo caos. Algunas vigas de la estructura sobresalían de las paredes, faltaban mamparos en las habitaciones, de vez en cuando se producían escapes de gas y la iluminación era prácticamente inexistente. Paws enfocó su linterna arriba y abajo, tratando de no apartar la atención del detector, que daba signos evidentes de mal funcionamiento. Apartó de un puntapié un panel que se interponía en su camino y enfocó el haz de luz hacia un departamento donde creía haber visto algo.
En un rincón encontró un montón de cajas y plásticos. Sacó su cuchillo del bolsillo trasero del cinturón y pegó una patada a una de las cajas. Detrás halló restos de comida y un agujero que comunicaba con un angosto pasillo.
Aquél tenía que ser uno de los refugios de su presa, pensó. Debía proveerse de comida de alguna reserva oculta, ya que Nelser no había informado que le hubiese desaparecido nada de las cámaras.
No tardaría mucho en encontrar a ese mono amaestrado; si es que no se hallaba ya por allí acechándole desde la oscuridad. Sacudió el localizador para lograr una lectura clara, pero sólo consiguió que dejase definitivamente de funcionar. Arrojó el trasto al suelo y se introdujo en el pasadizo que había descubierto.
Su sentido del olfato fue azotado por un olor nauseabundo. Al enfocar al suelo advirtió que la galería estaba llena de excrementos; muchos de ellos secos, pero algunos bien recientes, como tuvo oportunidad de comprobar al pisar accidentalmente uno.
El ruido de pezuñas arañando el metal volvió a producirse. Y muy cerca de él.
Alumbró a su alrededor. Nada vio, pero estaba seguro de haberlo oído. Siguió avanzando por el pasadizo y se detuvo a escuchar. Por un momento tuvo un amargo presentimiento y alzó la mirada hacia arriba. No consiguió vislumbrar el techo: el pasillo era en realidad una especie de canal de ventilación que se alzaba docenas de metros por encima de él. Paws empezó a sentir miedo, pero pensó en el ridículo que haría si regresaba oliendo a boñiga y con las manos vacías. Tenía que cazar a esa mala bestia como fuese.
Mientras avanzaba por el canal tuvo la inquietante sensación de encontrarse en el fondo de un desfiladero mientras alguien le apuntaba desde lo alto. Esos monos híbridos podían llegar a ser condenadamente inteligentes. Si su presa había visto el puñal, no albergaría ninguna duda de que sus intenciones no eran pacíficas, y se defendería. Paws empezaba a comprender, quizás demasiado tarde, que había menospreciado a su rival armándose únicamente de un cuchillo.
Eso suponiendo que lo que estuviese buscando fuese un mono. Aunque sus conocimientos de zoología dejaban mucho que desear, su grado de ignorancia no era tan supino como para desconocer que los monos carecían de pezuñas. Pero con esos ejemplares híbridos nunca se sabía.
Una bocanada de aire fresco le azotó al salir del canal de ventilación y entró en una sala espaciosa cuya finalidad resultaba intrigante. Cinco columnas se levantaban en el centro, sirviendo de soporte a una caldera metálica a medio construir que llegaba al techo. Paws abrió el cuadro de control de una de las columnas y subió una palanca para ver qué sucedía.
Un silbido sacudió la estructura, cayendo sobre su cabeza una buena cantidad de polvo. Bajó la palanca antes de que aquella peligrosa maquinaria entrase en acción y se abstuvo de realizar más pruebas.
No podía imaginarse que lo que andaba buscando estuviese oculto dentro de la caldera que accidentalmente había activado. Y que la vibración de la estructura fuese la causante de que su búsqueda acabara de una forma absolutamente repentina.
El ser cayó frente a él, torciéndose una de sus múltiples patas al chocar contra el suelo. Paws lo contempló estupefacto.
—Dios mío —exclamó—. ¿Qué… qué demonios eres?
Una exclamación similar, aunque por motivos muy diferentes, realizó Keil en su habitación cuando acabó de leer el historial de Sare Nelser; lectura que le hizo echar de menos al despótico Reyan. Por lo menos con éste uno sabía a qué atenerse, pero en cuanto a Nelser, sus turbio historial presagiaba a todos un futuro sombrío.
El doctor había sido condenado a ocho años de prisión en una cárcel de máxima seguridad, debido a sus recusables prácticas durante el tiempo que ejerció como médico forense en una cárcel privada. A la corporación Neotem, que le contrató, le importaba muy poco la salud de los internos y demasiado sus órganos, a cuya comercialización se dedicaba de forma masiva. Cierto era que por cada recluso muerto se perdía la subvención que el gobierno pagaba a la corporación para su cuidado, pero los beneficios que se obtenían mediante el «desguace» y venta por separado de los órganos de aquellos pobres diablos superaba con creces todas las expectativas de lucro cumpliendo los estrictos requisitos de la concesión carcelaria.
Cuando Neotem requirió sus servicios, Nelser pasaba por una angustiosa época. Estaba sin blanca y empeñado para el resto de su vida en diversos empréstitos que había obtenido para el desarrollo de proyectos comerciales que resultaron un fiasco. La oferta económica de Neotem era irresistible para él, y Nelser aceptó las condiciones sin apenas pensárselo dos veces. Se trataba de acelerar la muerte de internos que, de todas formas, iban a morir dentro de unos cuatro o cinco años, cuando concluyese el trámite de apelaciones de sus sentencias. Nelser no vio nada malo en extraer los órganos a asesinos condenados por los tribunales a la pena capital, entregándolos a personas que les darían un destino más decoroso. Se simularían peleas o suicidios en el recinto carcelario, y el sólo tendría que certificar lo que el director le dijese. Una firma aquí, otra allá, y su cuenta aumentó vertiginosamente con el paso de los años.
Desgraciadamente, no todo lo que certificó fueron muertes de asesinos destinados al patíbulo. La demanda de órganos era superior al número de ejecuciones previstas, y cuando todos los reclusos en esta situación fueron eliminados, la dirección de la cárcel siguió con el negocio. Y Nelser continuó estampando su rúbrica en certificados para encubrir muertes que habían sido causadas dolosamente por los funcionarios penitenciarios; eso sí, éstos tenían exquisito cuidado de no lastimar ninguna de las vísceras aprovechables de sus víctimas.
Un vago eco del juramento hipocrático comenzó por entonces a martillear la conciencia de Nelser. Ése no era el trato al que había llegado con Neotem, se suponía que no se iba a segar ninguna vida que no estuviese condenada de antemano. Pero para cuando los remordimientos de conciencia llegaron, Nelser descubrió que estaba demasiado metido en aquel asqueroso negocio y no podía dejarlo, a menos que quisiese exponerse a correr la suerte de sus reclusos. Nelser buscó difíciles justificaciones mentales para acallar su mala conciencia, seleccionaba personalmente a los presos con peor historial delictivo para cubrir la creciente demanda de Neotem, repitiéndose hasta la saciedad que él no colaboraba directamente a eliminar vidas, sino a salvarlas, proporcionando piezas de recambio a aquellas personas que habían tenido un comportamiento modélico con la sociedad, y quitándoselas a aquéllas que menos las merecían. A pesar de eso, su conciencia no le dejó en paz hasta que un buen día, un comité de investigación irrumpió en la prisión.
Un observador que hubiese tenido oportunidad de espiar los pensamientos del doctor habría creído que éste, ahogado por los sentimientos de culpabilidad, se iba a derrumbar ante los inspectores del gobierno y confesaría sus crímenes. Pero eso significaría firmar su propia condena, y Nelser era demasiado cobarde como para realizar un acto de contrición pública que le acarrearía una fulminante pena de cárcel. De modo que aunque los remordimientos le atenazaban, se las arregló para hacer coincidir la visita de los inspectores con un permiso de siete días que solicitó para asistir a un cursillo sobre la disección del hueso temporal. Tenía por norma no asistir a cursillos, los consideraba una pérdida de tiempo a la que recurrían aquellos que querían medrar en la profesión a costa del dinero de los contribuyentes —curiosamente, siempre se impartían en horario laborable—, reuniendo méritos a costa de jornadas en las que se suponía que debían estar trabajando.
Nelser se marchó a la ciudad, asistió a un par de clases con el único fin de obtener un diploma de asistencia que justificase el permiso, se dedicó a realizar unas cuantas compras que venía postergando desde hacía meses y regresó a la prisión en la confianza de que los hurones del gobierno ya se habían marchado. Y en efecto, así era. Los hurones no estaban, pero sí una pareja de policías que le invitaron amablemente a entrar en un furgón de cristales negros, instruyéndole con profesional corrección de sus derechos constitucionales.
Sus siguientes ocho años de vida transcurrieron en la monotonía de la prisión estelar Elius Delta. Dentro de lo desagradable que era una experiencia como esa, Nelser supo sacar tajada de la situación y trabó amistad rápidamente con el personal sanitario del centro —un auxiliar y un médico habían sido trasladados forzosamente a aquella cloaca por hechos no muy diferentes, y se mostraron comprensivos con la desdicha de su colega—, granjeándose la simpatía del director y colaborando con el personal de la cárcel en todo aquello que le pedían. Las terribles tesis de Neotem eran, insólitamente, compartidas por gran parte de los carceleros de Elius Delta, hastiados de consagrar sus carreras a vigilar a un puñado de asesinos que no merecían el privilegio de seguir viviendo. Prácticamente desde su llegada, Nelser recibió la confortante solidaridad de unos funcionarios que, lejos de considerarle un interno más, veían en él un caso de mala suerte que a cualquiera de ellos podía pasarle.
Keil dejó la lectura. Ahora entendía el temor de Glae por el doctor. La fama de Nelser se habría extendido como un reguero de pólvora entre la población reclusa de Elius.
Dudó en leer el historial de Glae, pero resolvió que ya tenía suficiente por aquel día. Se desentumeció los brazos y desplazó su sillón rodante frente al cilindro situado sobre la mesa. Junto a él había dispuesto ordenadamente su instrumental, que recordaba a un pequeño equipo quirúrgico. Uno de los utensilios era una cuchilla de precisión para cortar cables. Al cogerla, Keil pensó en la autopsia que estaban practicando Nelser y Luria aquella mañana. ¿Podía alguien afirmar con seguridad que Nelser no había matado a Reyan? Quién sabe, tal vez el doctor quería apoderarse en exclusiva del musgo de oxígeno para vendérselo a una compañía privada. Paws había oído una conversación entre ellos dos mientras se encontraba en la enfermería por prescripción facultativa. ¿Había sido aquella discusión el detonante del asesinato de Reyan? Si había que creer en la palabra de Nelser, las riquezas tenían para él un aspecto secundario; pero después de leer su historial su palabra quedaba en entredicho. Es posible que la estancia en la cárcel le hubiese rehabilitado para la sociedad, pero él no apostaría un cred por ello.
—Todos hemos cometido fallos en algún momento de nuestra vida.
El doctor se encontraba tras él.
—¿Cuánto tiempo lleva espiándome?
—El suficiente —dijo Nelser—. Sospechaba que había sustraído información del despacho de Reyan. Tiene usted una curiosidad malsana por meter las narices en los asuntos de los demás. Aparte de allanar el despacho de Reyan, se presentó hace unos días en mi laboratorio y estuvo revolviendo mis apuntes.
—Eso es mentira —negó Keil, tratando de recordar qué error había cometido para que Nelser le descubriera.
—Estaba dentro del invernadero, pero usted no lo advirtió. Luego mantuvo una conversación con Glae acerca del vehículo explorador. Paws lo había utilizado aquella noche y su compañera estaba inquieta.
Keil prefirió no contestar. Si seguía hablando lo empeoraría.
—Va a tener que darme algunas explicaciones, señor Parmet.
—Creo que es usted quien nos debe unas cuantas.
—¿Por ocultar mi pasado? Es evidente que a ninguno de ustedes le importa. Pero no trate de desviar la conversación: estuvo en el despacho de Reyan la noche en que éste falleció.
—Y qué. Usted mismo dijo que murió por causas naturales.
—Aparentemente.
—Sé adónde quiere llegar a parar, Nelser. Pero una vez sepan mis compañeros quién es usted, le aseguro que sus malévolas suposiciones le servirán de poco.
—Hace años que pagué por mis errores, joven. En cambio usted se ha comportado como un delincuente desde que salimos de Lagrange 4. Forzó la taquilla de Paws a bordo de la Newton, fisgoneó en mi laboratorio sin autorización y robó información clasificada del despacho de un superior. Aunque su expediente esté inmaculado, los hechos lo desmienten, señor Parmet.
—Yo no maté a Reyan, y usted lo sabe perfectamente.
—Yo sólo sé que por una curiosa coincidencia, se encontraba en el despacho de nuestro malogrado geólogo la noche en que murió, y que para entrar tuvo que forzar la cerradura. He visto a delincuentes condenados a cadena perpetua por indicios más débiles.
—Estoy seguro de que durante su estancia en Elius Delta ha visto de todo.
—Le expondré un curso probable de los acontecimientos: entró de madrugada en las oficinas de Reyan, creyendo que él no estaba allí; y mientras se encontraba en pleno acto de pillaje, Reyan le sorprendió y usted lo mató para que no le delatase.
—¿Sin dejar señales de violencia en el cadáver?
—Existen venenos de acción instantánea que no dejan rastro en el organismo, como el Torzín-7: una breve inhalación y la víctima sufre un colapso nervioso inmediato.
—No voy a discutir su sabiduría en ese campo —replicó Keil—. Sin duda conoce formas muy sofisticadas de matar.
Nelser sonrió, pero el gesto, lejos de ser amable, amedrentó a Keil. El anciano revelaba su lado más tenebroso, aquél que había causado auténtico pavor entre los reclusos de Elius Delta.
Nelser ya no tenía nada que perder. Había recalado en Nuxlum después de una vida turbulenta plagada de nubarrones. Provocarle era extremadamente imprudente.
—No me mire como si fuese un monstruo —le dijo el anciano—. He ayudado a salvar muchas vidas. Usted sólo conoce unos retazos episódicos de mi historial, poco representativos de lo que ha sido…
—Márchese.
—Estaré aquí el tiempo que se me antoje, joven. Olvida demasiado pronto con quién está hablando y el respeto que me debe.
—Es cierto, lo he olvidado. Desde el momento que leí su historial ha dejado de merecerme la menor consideración.
—Me juzga por algo que sucedió hace mucho tiempo. Keil, el gobierno ya me ha perdonado. Pagué con ocho largos años mis errores. Todo ser humano tiene el derecho a rehacer su vida, y usted me lo está negando porque en realidad no me conoce. Tengo bastante más conciencia moral de la que supone.
—Pues hasta ahora no la ha demostrado.
—No tengo que demostrarle nada.
—Márchese de aquí, se lo ruego.
—¡Nadie me da órdenes! —bramó Nelser. Su rostro adquiría un tono rosáceo por el aumento de la presión arterial—. Qué sabrá de la vida, mocoso. He tenido que tratar con criminales multirreincidentes que aprovechaban un permiso de fin de semana para matar o violar. Cuando esas alimañas están sueltas sólo saben hacer daño, lo llevan en su instinto; acaban con la vida de seres inocentes, abusan de menores o te apuñalan para robarte un reloj de pulsera. Sé que no tenía ningún derecho a condenarles a muerte, pero creo que la vida es un privilegio al que sólo tienen derecho los seres humanos. Esas bestias no merecían llamarse humanos.
Nelser calló, esperando alguna reacción positiva a sus palabras. No quería tener a Keil en contra, parecía un buen muchacho que cumplía eficazmente con su trabajo. Si no le hubiese importado lo que Keil opinase de él, habría zanjado aquella discusión de raíz, como indudablemente habría hecho el borracho de Reyan. Pero él no deseaba ser odiado por los que ahora eran sus subordinados, prefería dialogar y si le era posible, cambiar sus opiniones en su favor. Keil parecía un muchacho maleable en quien se podía influir, y una de las pocas personas de la base que merecían su confianza. Glae pertenecía al tipo de escoria que abominaba y por el cual había estado privado ocho largos años de libertad; Paws era un loco esquizoide y drogadicto, y Luria presentaba desequilibrios mentales que no la convertían precisamente en una persona que inspirase seguridad. Keil era lo más cercano a un ser normal que podría encontrar en un radio de siete años luz. Si perdía ese asidero, su estancia en Nuxlum iba a serle muy desagradable.
—Sus intentos por justificar lo injustificable son patéticos, doctor.
Nelser sonrió, esta vez de un modo menos tétrico. Acababa de conseguir un avance: Keil no había vuelto a repetirle que saliese de allí.
—Pensaba que la cirugía de trasplantes estaba lo bastante avanzada para no tener que recurrir a donantes humanos —dijo Keil—. ¿Por qué no utiliza Neotem animales transgénicos?
—Los ha utilizado en ocasiones —contestó Nelser—. Pero evidentemente, el hígado de un cerdo no tiene punto de comparación con el de un hombre y presenta más riesgos desde el punto de vista clínico.
Nelser silenció que los clientes de Neotem pertenecían a una clase social adinerada que se podían permitir el lujo de pagar cifras desorbitadas por un corazón humano en lugar de uno de mandril, por mucho que el organismo del animal donante hubiese sido alterado genéticamente para evitar problemas de incompatibilidad con el receptor.
—Aunque debo reconocer que entre los cerdos y los criminales cuya muerte certifiqué no había tanta diferencia. Abiertos en canal son prácticamente idénticos, ¿sabe?
—Conseguirá que vomite si sigue hablando, Nelser.
—Comprendo que para alguien que no ha tenido que tratar con ellos, mi proceder pueda parecer un tanto inconveniente, pero…
—¿Inconveniente? Usted ha sido encubridor de multitud de asesinatos, y si realmente tuviese conciencia de la justicia sabría que cualquier intento de disfrazar sus crímenes es una crueldad.
—Puede ser que no la tenga, pero ¿la tiene usted? El concepto de justicia lo inventaron los hombres, y como todas las ideas de nuestra civilización, sólo tienen validez si se cree en ellas. Son un acto de fe, una especie de sentimiento religioso, se cree en ellas o no se cree. Y yo no creo. La justicia no existe, no por lo menos en nuestro universo, y no tengo constancia de que existan otros más. Su inexperiencia le hace creer en valores éticos que carecen de apoyo real, adora becerros de oro inexistentes, brillantes construcciones morales de trasfondo místico a las que la gente se aferra para llevar sus vidas de un modo soportable; pero cuando llegue a mi edad, le aseguro que verá las cosas de otro modo. El mundo no es justo o injusto; simplemente es, y lo lleva siendo quince mil millones de años; sistemas solares enteros han nacido y muerto sin necesidad de nuestros sueños de justicia. La humanidad puede seguir filosofando durante siglos sobre lo que es bueno y lo que es malo; pero la vida continúa, las alimañas siguen matando y los inocentes siguen muriendo. Millones de personas fallecen en la Unión cada año de hambre, las catástrofes arrasan ciudades enteras, nuevos virus se descubren cada mes y se cobran miles de víctimas. ¿Es eso justo o injusto? No se engañe. La vida es así.
—¿Está seguro de que no cree en nada, Nelser? ¿Ni siquiera en usted mismo?
—Mi único credo es que no hay que creer en nada —el doctor se volvió al escuchar un ruido—. Alguien viene por el pasillo.
Nelser, muy satisfecho de sus retruécanos, estaba seguro de haber sembrado el germen de la duda en aquel muchacho ingenuo. Había estado hablando durante un largo rato sin interrupción, e indudablemente eso era señal de que había conseguido interesarle. Unos cuantos días más y lograría que las reticencias que aún mantenía fuesen olvidadas.
Paws apareció en el umbral de la puerta, con el rostro sudoroso por la carga que llevaba consigo. Nelser y Keil retrocedieron instintivamente al verle pasar.
—¿Qué… qué es eso que trae ahí?
—Esperaba que usted me lo aclarase, abuelo —contestó Paws—. ¿Es que nadie va a echarme una mano? Este bicho pesa como un demonio.