CAPÍTULO 6
Debieron esperar un largo rato hasta que la situación fue propicia para entrar en el garaje. Glae y Paws habían estado buena parte de la mañana revisando los vehículos, y hasta que no se marcharon de allí no pudieron coger el explorador. Era un artefacto estrafalario con seis enormes ruedas motrices provistas de garfios retráctiles, capaces de subir y bajar cualquier terreno por accidentado que fuese, si los nervios de sus pasajeros se lo permitían. Luria había insistido en llevar unas cuantas armas por si acaso, pero la base carecía de armamento, salvo explosivos para utilizar en prospecciones mineras. Nuxlum estaba deshabitado, así que era inútil proveerles de armas. No obstante, Keil tomó prestado un taladro láser de los almacenes sin que Paws lo advirtiera y lo modificó para ser utilizado como cañón, alterando el dispositivo de enfoque y añadiendo un par de unidades de energía en cada flanco para aumentar la potencia.
La cabina del vehículo estaba presurizada, pero se vistieron con los trajes para no tener que perder el tiempo cuando tuviesen que salir al exterior, colocando los cascos cerca de sus asientos. Las mochilas de oxígeno tenían reserva para cinco horas. Mientras permaneciesen dentro de la cabina no tendrían que gastarla.
—No sé si hacemos bien saliendo solos allí fuera —dudó Luria, comprobando la cremallera de su traje—. Tú y yo somos un par de novatos en esto. Podríamos perdernos, o producirse una emergencia para la cual no supiésemos cómo reaccionar.
—Si nos perdemos y este cacharro se estropea, ten por seguro que nos encontrarán —Keil pulsó el control remoto que abría el portón del garaje—. Nuestros trajes están dotados de dispositivos de orientación automática.
El motor se puso en marcha con un ronroneo gatuno. Sin el menor esfuerzo, las pesadas ruedas recorrieron la distancia que les separaba de la salida. El sensor marcaba una temperatura exterior de ciento veinte grados.
—Ahí fuera no se ve nada —dijo Luria.
—Conectaré la visión infrarroja —Keil manipuló los botones del salpicadero, pero no sucedió gran cosa—. Creo que está estropeada, y se supone que Paws debería haberla revisado esta mañana. Tendré que encender los faros delanteros.
Las luces proyectaron un círculo difuso frente al vehículo. La oscuridad era tan espesa que no podían ver nada que estuviese a más de diez metros de distancia.
—Es como si estuviésemos dentro de un banco de niebla —observó Luria.
—La atmósfera está hoy muy turbia —dijo Keil—. Creo que el radar sí funciona. Evitará que nos choquemos contra alguna piedra.
El explorador rodaba tranquilamente a través de la llanura. El paisaje era suavemente ondulado, sin accidentes destacables. El mapa que llevaban era bastante detallado y señalaba pequeños promontorios y hondonadas en un radio de varios kilómetros, que el vehículo atravesaría sin problemas.
—He visto un resplandor —dijo Luria.
—Tormentas eléctricas —explicó Keil—. La actividad en la estratosfera es muy intensa. Pero tranquilízate, no va a llover ácido.
—¿Por qué? ¿Tú también confías en las palabras de Reyan?
—Las diferencias de presión y temperatura no permiten que la lluvia llegue al suelo. Reyan tenía razón, es similar a lo que sucede en Venus. Lo he comprobado en la enciclopedia de la base.
Luria miró por el retrovisor. Estaba oscuro como la boca de un lobo. Las luces de la base habían sido engullidas ya por la negrura. Trató de adivinar la posición en que se hallaría el sol, pero el cielo estaba completamente encapotado.
—No hemos elegido un buen día para salir de excursión —comentó—. ¿Has comprobado si el cañón funciona?
Keil movió el control servo que hacía girar la taladradora modificada en la plataforma trasera.
—Sí, funciona.
—Me refería a si dispara de verdad.
—Luria, este planeta está muerto. Es imposible que existan formas avanzadas de vida.
—Haz una prueba. Con esa piedra de ahí —Luria señaló una gran roca que había a la izquierda.
—Sería desperdiciar energía.
—Por favor.
Keil sacudió la cabeza. Debería haber cogido el explorador sin decírselo a nadie más. Traer a Luria sólo le iba a causar problemas.
Un destello de energía impactó contra la roca, que se vaporizó en una nube de humo. Luria dio un brinco en el asiento.
—¿Satisfecha?
—Es… impresionante.
Una luz de alarma se encendió en el salpicadero. Luria y Keil se cruzaron una mirada de preocupación.
—Creo que se ha quemado algo —dijo él—. Tendré que salir a ver qué es.
El vehículo se detuvo en mitad de la llanura. Por el retrovisor veían un montón de chispas crepitando en la plataforma. Keil se colocó apresuradamente el casco, cogió un maletín con herramientas y le rogó a Luria que no se moviese de su asiento.
La mujer se quedó sola en la cabina, mirando inquieta a uno y otro lado. Un relámpago iluminó durante unas décimas de segundo el horizonte, revelando la existencia de una lejana cadena montañosa.
En realidad, Keil tenía razón. Había cometido una insensatez pidiéndole que fabricase aquel cañón láser a partir de una taladradora. Si ahora le sucediese algo a su amigo sería por culpa de ella. Le había visto atascarse con la cremallera del traje cuando todavía estaban a bordo de la Newton. ¿Y si ahora cometía una torpeza similar?
—Keil, ¿qué sucede ahí atrás? —preguntó.
No obtuvo respuesta. Luria seguía viendo por el retrovisor las chispas brotando de la plataforma, pero no a su compañero.
—Corta el suministro de energía a la taladradora. Nos apañaremos sin ella.
Pero Keil no contestaba. Temiendo lo peor, Luria cogió el casco y ajustó la presión de su traje. Debía rescatar a su amigo antes de que fuese demasiado tarde.
La esmaltada superficie de una escafandra surgió por el cristal de la ventanilla. Keil dio unos golpes en el cristal y sonrió.
—¿Por qué no contestabas? —inquirió Luria—. Me tenías preocupada.
El hombre subió al vehículo y se quitó el casco.
—He cortado el suministro de energía a la taladradora —anunció—. Tendremos que apañarnos sin ella.
—Es lo que te estaba aconsejando por radio —manifestó ella.
—¿La radio? Oh, perdona, he debido apagarla sin querer. ¿Qué es lo que me decías?
Por la mente de Luria vagaba una extraña sensación de irrealidad.
—Justo lo que has hecho.
—Qué casualidad —Keil puso en marcha el vehículo—. Bueno, era lo más lógico. Si se produce un cortocircuito y no hay modo de arreglarlo, lo razonable es cortar la alimentación.
Una casualidad, reflexionó Luria. Debía tratarse de eso. Pero entonces, ¿por qué volvía a recorrerle aquel sudor frío por la espalda?
—Supongo que no viste nada raro ahí fuera —dijo Luria.
—No, salvo que Paws se dejó pegado uno de sus chicles en una rueda. ¿Por qué?
—Tengo el presentimiento de que nos están observando.
—Ahí fuera no hay nadie —Keil señaló la pantalla—. Si algo se estuviese moviendo, el radar lo reflejaría.
—¿Estás seguro que ese cacharro funciona?
—Hasta ahora las lecturas son correctas.
Luria asintió y prefirió guardar para sí misma sus dudas. No podía expresar racionalmente los temores que rondaban por su cabeza, o Keil empezaría a cuestionar su cordura.
El vehículo continuó su silencioso avance atravesando la llanura en tinieblas. El terreno era más blando y las ruedas patinaban al remontar los baches. Luria imaginó que caían en arenas movedizas y se hundían en el fango, y que la tracción de seis ruedas del vehículo conseguía zafarse momentáneamente de la presa, pero cuando estaban a punto de salir de la arena, una forma bulbosa surgía del barro y aferraba el guardabarros trasero, arrastrándolos al abismo.
—Cada paso que da el zorro le acerca más a la peletería —dijo.
—¿Dónde has oído eso? —Keil arqueó una ceja.
—Es un proverbio chino —aclaró ella.
—Quizás desees regresar a la base.
—No. Quiero saber qué es esa cosa que hallaste en el escáner.
—¿Y si es la peletería?
—En tal caso, creo que nuestra piel dará para un buen par de abrigos.
—No he venido a Nuxlum para que me despellejen —dijo Keil.
—¿Te arrepientes de haber venido?
—Un poco —admitió él—. Bueno, la verdad es que no echo de menos a mi antiguo socio. Por esa parte he salido ganando, y tampoco sufro mirando el extracto de mi cuenta. Estaba harto de que el banco me quitase dinero por artículos no solicitados.
—Esa es una excusa muy débil para haber venido, Keil. Además, no creo que en Nuxlum puedas evitar que el banco siga mordiendo tu cuenta cuando le plazca.
—Te equivocas. Me informé muy bien de ese detalle antes de venir. Mi dinero es administrado directamente por la Unión interestelar.
—Menuda garantía —rió Luria.
—Ya que aquí no puedo gastarlo, el sueldo que cobro es ingresado en un fondo especial exento de comisiones financieras. Los intereses se capitalizan y me darán para vivir el resto de mi vida cuando regrese a la Tierra dentro de diez años.
—Seguro —sonrió la mujer—. Serás rico y nadarás en la opulencia. ¡Eh! ¿Qué es ese punto que parpadea en el radar?
—¿Eso? —Keil se inclinó sobre el salpicadero—. Me parece que nos estamos acercando al objetivo.
Keil hizo ademán de rascarse tras la oreja, como acostumbraba cuando algo le tenía preocupado, pero los dedos de su mano enguantada resbalaron en el casco que le cubría la cabeza. Contempló desde diversos ángulos aquella especie de pilar semienterrado que se hallaba en el suelo, y se preguntó qué demonios podría ser.
—Parece estar afianzado a la roca —dijo Luria.
—Sí. En el vehículo he traído algunas herramientas. Deberemos excavar un poco a su alrededor para tratar de sacarlo.
—Iré a buscarlas —la mujer se alejó hacia el vehículo y desapareció en el interior de la cabina.
Keil echó un vistazo a la trasera del explorador. Aquella taladradora habría sido magnífica para sus propósitos, si Luria no se hubiese empeñado en realizar un disparo de prueba. Tendría que devolverla medio quemada al almacén, y Paws se enteraría de lo que habían hecho.
Volvió a concentrarse en el artefacto que acababan de descubrir. Era un cilindro metálico de un metro de longitud, con un par de antenas puntiagudas en la parte superior. No daba la impresión de que fuese una máquina alienígena abandonada.
—Las herramientas —Luria, que resollaba en el interior de su traje, le entregó el maletín.
Keil no tardó en comprender que necesitaría algo más que cinceles y palas para sacar el cilindro. Estaba montado sobre una sólida base de hormigón incrustada en roca.
—Sea quienes fueran los que colocaron esto, no lo abandonaron aquí accidentalmente —dijo Keil.
—¿Qué supones que es?
—Una antena emisora. Tal vez una baliza para futuras naves que vengan al planeta.
—Pero si así fuese ¿por qué no enclavarla en los alrededores de la base? ¿Por qué escoger este lugar tan alejado?
—Tal vez confiaban que no la encontraríamos —dijo él—. Y eso significa que debe ser algo muy importante para que se hayan tomado estas molestias. Me temo que tendremos que regresar a pedir ayuda. No podemos sacarla de aquí con las herramientas que tenemos.
—Podríamos reparar la taladradora.
—El mecanismo no estaba preparado para utilizarla como arma láser, y se han fundido unos cuantos circuitos. Si Paws no consigue arreglarla en el taller, habrá que tirarla.
—Como Reyan se entere, nos lo descontará del sueldo —bromeó ella.
—Reyan no va a enterarse si nosotros no queremos; y Paws le tiene tanta tirria que tampoco se lo contará. Además, sé cómo lograr que Paws mantenga la boca cerrada.
Luria le pidió que le desvelase su método de chantaje, pero Keil no podía descubrir sus cartas sin quedar como un ladrón. Además, tampoco estaba seguro de que amenazar a Paws con divulgar la existencia de una pierna en formol fuese a surtir algún efecto. Probablemente a él le traería sin cuidado. Estaba loco, y los demás lo sabían. Una excentricidad más no iba a escandalizar a nadie; a menos que la pierna no fuese de él, claro.
Subieron al explorador y, reconociendo su derrota, pusieron rumbo de regreso a la base.
—¿Qué le has hecho a mi taladradora, gaznápiro?
Paws daba vueltas alrededor del vehículo explorador como un león que buscase el momento de atacar. Keil, encima de la plataforma, aflojaba las sujeciones del improvisado cañón para descargarlo.
—Podrías ayudarme a bajarlo —dijo Keil—. Esto pesa lo suyo.
—No necesitaste ayuda para subirlo, así que tampoco la necesitarás para bajarlo. Maldito palurdo, ¿quién te crees que eres para robar mi magnífica taladradora del almacén?
—Primero, no es tu taladradora; y segundo, no tiene nada de magnífica.
—Desde luego, dejó de serlo desde el momento que plantaste tus manazas encima de ella —Paws escupió y restregó el esputo en el suelo con la puntera del zapato—. Así que ibas de cacería, bisoño. Tú y la doctora Luria. Dime, ¿qué pretendías matar con una taladradora?
—No lo sé. Fue una simple precaución.
—Que por poco acaba incendiando el vehículo. Por si no lo sabes, en la atmósfera de Nuxlum flotan gases altamente inflamables. Una de las chispas producidas durante el cortocircuito habría bastado para que el explorador saliese ardiendo, de haber estado cerca de una bolsa de metano.
Keil arrastró su malogrado cañón al borde de la plataforma de carga. Bufando por el esfuerzo, lo sacó de allí a duras penas y lo empujó a un rincón del garaje.
—El caso es que tenemos que volver a recoger la baliza, o lo que sea —dijo, limpiándose el sudor de la frente.
—Y pretendes que yo os ayude.
Keil vaciló en emplear el as que tenía guardado, pero probó mejor con explotar la animadversión que el mecánico sentía hacia el jefe de la colonia.
—Sospecho que Reyan nos oculta algo —declaró—, y la baliza podría contestarnos muchas preguntas que todos nos hacemos.
—No soporto a ese tipo —dijo Paws, mordiendo el anzuelo—. Ayer entró en el almacén para curiosear, aprovechando que yo no estaba. El muy cerdo se había puesto ciego de whisky mientras los demás achicábamos agua de los sótanos, y encima se puso a darme órdenes en cuanto me vio.
—Eso puede darte una idea de qué clase de persona es —convino Keil, añadiendo leña al fuego—. Si confiase en ti, te habría pedido directamente lo que buscaba.
—Sí, es detestable —Paws giró la cabeza, al notar un ruido—. Hablando del ruin de Roma…
Reyan entró en el garaje con andar bamboleante.
—¿Dónde te habías metido? —gritó al mecánico—. Llevo buscándote por toda la base. Se ha producido una pérdida de presión en una bóveda del sector norte debido a una grieta.
—Glae puede repararla sola —protestó Paws.
—Glae ya está allí, y necesita tu ayuda.
—¿Y por qué yo? Podrías echarle tú una mano, para variar.
—Ve inmediatamente al sector norte —Reyan se dio la vuelta—. Y por cierto, todavía estoy esperando el inventario del almacén que te pedí.
Paws le hizo un corte de mangas, pero Reyan le había dado la espalda y se marchaba del garaje.
—Ese cabrón no hace más que controlarme —dijo—. Paws esto, Paws aquello. Borracho del demonio —se dirigió a la salida.
—¿Vas hacia la bóveda del sector norte? —quiso saber Keil.
—¿Bromeas? Eso es pan comido para Glae. Reyan no soporta verme parado un momento, pero ya se le pasará.
Aunque el mecánico no le pidió que le siguiera, Keil lo acompañó de todos modos. Sin su colaboración sería bastante difícil traer la baliza a la base. La atmósfera de Nuxlum era un peligro que no habían tenido en cuenta. Sólo había que cometer otra estupidez, por pequeña que fuese, y arderían en medio de una bola de fuego. No había recorrido ochenta años luz para acabar achicharrado en tierra de nadie.
—Quizás lo consideres una indiscreción —dijo Keil, utilizando un tono especialmente educado para ganarse su simpatía—, pero he observado que cojeas un poco de la pierna derecha.
—Es artificial. La auténtica la perdí en un accidente, al quedar atrapado en el interior de una mina. Tuvieron que cortármela para poder sacarme. Ocurrió hace cinco años, pero todavía siento que me pica el dedo gordo del pie. ¿Has oído hablar de los miembros fantasma?
—No.
—Por la noche me quito la pata de aluminio para dormir. Cuando estoy en la cama con la luz apagada, siento que mi pierna verdadera todavía sigue allí.
Desde luego que sí, pensó Keil. Guardada en formol, dentro de tu armario.
—Recuperaron mi pierna de la mina. Estaba algo machacada, pero conseguí que le diesen un aspecto decente. A pesar de eso, ningún cirujano consiguió reimplantármela. A lo mejor algún día encuentro un buen costurero que la remiende.
—¿Todavía la tienes?
—No finjas sorpresa, gaznápiro; sé que estuviste fisgando en mi taquilla.
Paws se detuvo en el pasillo. Había llegado a su dormitorio.
—Ésa es una acusación completamente infundada —protestó Keil.
—Dejaste tus huellas sobre el tubo de cristal, cretino —Paws tecleó un código numérico en la cerradura y entró a la habitación—. Un poco de carbonato de plomo espolvoreado en el cristal y tus huellas grasientas resplandecieron como soles. ¿Qué buscabas en mi taquilla? ¿Latas de comida? ¿Dinero? ¿O acaso eres un jodido cleptómano?
La habitación de Paws era un nido de inmundicia. Botes de cerveza por el suelo, cáscaras de frutos secos y desperdicios varios se mezclaban con la ropa sucia, esparcida aquí y allá sin el menor respeto por las normas sanitarias. En un rincón tenía instalado un sillón de multirrealidad, que Paws había encontrado en algún lugar de la base.
—Un obrero de Indronev debió dejárselo olvidado —comentó, observando que Keil miraba fijamente el aparato—. Es raro, porque se trata de una máquina bastante cara.
—Y peligrosa —apostilló Keil.
—Salir a la calle es peligroso, y no por eso vas a dejar de hacerlo. Bloud, mi mejor amigo, se pasó tres meses seguidos enganchado a uno de estos equipos. Estaba conectado a una bolsa de suero gigante que yo le cambiaba cada quince días: así no tenía que interrumpir el juego para comer. Otra sonda le evacuaba la orina y las heces. Bloud intentaba batir el récord de permanencia en la multirrealidad, o eso decía él, pero estaba loco, rematadamente loco. A los tres meses tuvieron que llevárselo en una ambulancia; la barba le cubría el cuello y las uñas se curvaban sobre las yemas de los dedos. Apestaba como un cerdo.
—¿A quién llamas cerdo? —Keil señaló los desperdicios que Paws había acumulado en una sola semana.
—Tenía el aspecto de un Robinson Crusoe que acabase de ser rescatado de una isla —continuó Paws, simulando no haberle escuchado—. Realmente así era. Fue arrancado de un mundo artificial del que no quería marcharse, aún sabiendo que su salud se deterioraba y que podría morir. Pero a él no le importaba. Bloud siempre decía que prefería tres meses de placer a veinte años de vida gris. Continuaría mientras la máquina de multirrealidad siguiese suministrándole estimulantes y la compañía eléctrica no le cortase el suministro por falta de pago.
—Tu amigo me recuerda al experimento de la rata y el pulsador —dijo Keil.
—Lo conozco. Se mete a una rata en una jaula con un botón que al pulsarlo administra placer. En cuanto la rata aprende para qué sirve, deja de comer y sólo se ocupa de pulsarlo.
—Hasta que la rata muere rendida de agotamiento.
—De placer. Muere rendida de placer, Keil. ¿Puedes imaginar una muerte mejor? El placer nos hace olvidar el resto del mundo, es el sentimiento primario más poderoso que existe. Vivimos para conseguir placer en sus distintas formas. Ése es el sentido de la vida.
Paws se apartó del sillón de multirrealidad y abrió el ropero. Acarició el vidrio que protegía su mutilada pierna derecha, como si se tratase de un animal de compañía.
—Soborné a un chupatintas de aduanas para poder embarcar unos kilos extra de equipaje —explicó, cambiando de tema—. Ah, una cosa, paleto: la próxima vez que intentes robar algo, trata de ser más profesional —sacó un par de guantes de un cajón, y se los arrojó a la cara—. ¿Qué te parecen?
—El cuero está algo cuarteado —observó Keil.
—Pero te vendrán de maravilla para entrar en la oficina de Reyan.
—No hablarás en serio.
El mecánico se tiró sobre su catre, sacudiéndose los zapatos con un movimiento enérgico.
—¿Tú qué crees?
—Si quieres hurgar en los papeles de Reyan, entra tú en su oficina. ¿Qué te lo impide?
—De ninguna manera, gaznápiro. Tú eres el más indicado para enterarte de lo que se trae entre manos. Reyan posee un ordenador independiente de la red informática de la base, donde almacena datos confidenciales. Necesito que penetres en ese ordenador y hagas una copia de los datos. La única forma de acceder a ellos es entrando en el despacho.
A Keil ya le estaba pesando haber pedido un favor a Paws. Traer la baliza a la base iba a costarle demasiado caro.
—¿Y si me niego? —preguntó, en un fútil intento por resistirse.
—Reyan te cortará la yugular de un bocado cuando se entere de que os fuisteis de paseo con el explorador sin su permiso —sonrió Paws—. Lo cual tampoco me importaría.
—Me la cortará de todos modos cuando se entere que voy a allanar su despacho.
—¿Por qué tendría que saberlo?
—Además, me es imposible entrar en su oficina. La cerradura está codificada.
—La compañía construyó este inmenso montón de chatarra con material de desguace. En toda mi carrera no he visto unas cerraduras de peor calidad, y créeme, he visto muchas. El código puede reventarlo hasta un niño de pecho; pero si no sabes cómo hacerlo, yo lo haré por ti, no te preocupes. Tengo mucha experiencia.
Keil lo contempló con asco. Su taller de electrónica había sido desvalijado por tipos como aquél.
—Aunque para abrir mi taquilla en la Newton no tuviste ningún problema —le recordó Paws.
Bueno, tampoco había que guardar un respeto exagerado a la intimidad de Reyan, meditó. El jefe de la colonia los trataba a patadas, era un sujeto insufrible; y si estaba ocultando algo, los demás merecían conocerlo.
Eso le daría ocasión a Keil para echar un vistazo a los expedientes personales, por los cuales sentía una gran curiosidad. Especialmente por los de Nelser y Glae. Algo muy negro y feo, únicamente accesible a los ojos de Reyan, contenían esos expedientes, y Keil estaba ansioso por leerlos.
—¿Cuándo irás a recoger la baliza? —preguntó.
Paws asintió con un gesto de complacencia.
—Esta noche. Esperaré a que los demás duerman.
—Si quieres, te acompañaré.
—De ninguna manera, no harías más que estorbarme. Cargaré en el explorador uno de los robots de perforación que encontré en la torre sur. Él se encargará de sacar la baliza.
—Como quieras. Despiértame cuando regreses —Keil cruzaba ya la puerta, pero una duda le asaltó—. Oye, eso de los polvos de carbonato de plomo eran un farol, ¿verdad? No tenías ninguna prueba de que fui yo quien abrió tu taquilla.
Pero Paws había cerrado los ojos y exhibía una de sus sonrisas más estúpidas, mascando un chicle de alcaloides. Keil sacudió la cabeza. Confiar en él había sido un error que pronto podría lamentar.