CAPÍTULO 4
La nave estelar Newton llevaba un mes desacelerando cuando el tercer turno de vigilancia fue despertado. Keil abrió los ojos y se encontró con el feo rostro de Paws observándolo atentamente. Dio un brinco en la cama, creyendo que se trataba de una pesadilla que por algún procedimiento misterioso se había materializado ante él. Paws sonrió, exhibiéndole sus dientes amarillentos cubiertos de sarro.
—Es hora de trabajar, gaznápiro.
Keil empleó más de un minuto en recordar dónde estaba y quién era aquel indeseable que tenía delante de él. Se desprendió las sondas de la piel y desentumeció sus articulaciones, incorporándose de la cama. La cabeza le daba vueltas. Glae, a un par de metros de distancia, le miraba en silencio.
—¿Dónde estamos? —preguntó Keil, frotándose el cuello. Tenía un dolor de cabeza espantoso—. ¿Fue todo bien? ¿Se produjo alguna descompensación de la cronosimetría Lisarz?
Glae y Paws intercambiaron una mirada de extrañeza. Luego, éste se encaró con Keil.
—Déjate de monsergas y encárgate de despertar al viejo. Será tu compañía durante los próximos dos meses.
Paws ocupó su catre y se aplicó él mismo la dosis en el antebrazo. Keil observó que apretaba el gatillo de la pistola médica sucesivamente, hasta quedar sin sentido.
Se dirigió a la cama de Nelser. El doctor tenía la misma cara de perro enojado que cuando lo vio por última vez. Keil pulsó un botón en la consola del cabezal y las sondas corporales comenzaron a transmitir al organismo del doctor los impulsos que éste necesitaba para recobrar su ritmo normal.
—¿Qué hace usted ahí mirándome? —fue lo primero que dijo Nelser al abrir los ojos.
—Seré su compañero los próximos dos meses —dijo Keil—. ¿Recuerda dónde está?
—En el centro de rehabilitación de Elius Delta, por supuesto —Nelser se quitó las ventosas de un manotazo—. ¿Qué hago monitorizado en la enfermería?
Glae, que todavía no se había acostado, rompió inesperadamente su silencio para exclamar:
—¿Elius Delta? ¿Estuvo encerrado en esa prisión?
—Trabajo en ella, quiero decir… —Nelser se sentó en la cama—… quiero decir… esto es… es una nave estelar.
—He oído cosas horribles de Elius Delta —insistió Glae—. ¿En serio trabajó usted allí? ¿En qué?
—Yo… no —Nelser se recobraba a duras penas de la confusión que seguía tras salir de la neuroestasis—. No sé de qué me habla, joven.
—Pues yo creo que lo sabe perfectamente.
—Déjeme en paz y duérmase. Yo la ayudaré a ponerse la inyección, si es que todavía no ha aprendido.
—No será necesario, gracias —Glae se tendió sobre su lecho y se colocó precipitadamente las ventosas—. Keil, no permitas que me ponga las manos encima.
Keil miró a Nelser, luego a Glae, y finalmente otra vez al anciano.
—Se trataba de frases inconexas, residuos del sueño espacial —el doctor se abrochó la camisa, recobrando la compostura—. Necesito un analgésico. Me duele la cabeza. ¿Qué les pasa a ustedes? ¿Tengo monos en la cara, o algo así?
Nelser había conseguido poner nerviosa a Glae. Y eso era un hecho lo bastante importante como para requerir una investigación minuciosa. Keil archivó aquel nuevo suceso para un posterior análisis.
—Si necesita ayuda… —el doctor avanzó dos pasos hacia la cama de la mujer.
—Aléjese de mí, bastardo —le espetó Glae, con los ojos muy abiertos.
El doctor se encogió de hombros y se marchó hacia el puente de mando. Keil se acercó con cautela a Glae.
—Déjame que te ponga la inyección. Estás demasiado nerviosa.
La mujer asintió.
—Vigílale —dijo—. Ten mucho cuidado con él. No le dejes nunca solo en esta habitación. No permitas que se acerque a nosotros ni toque las consolas de soporte vital.
Keil descubrió el brazo derecho de Glae: tenía erizado el vello de la epidermis. La mención de Elius Delta le había causado una fuerte impresión, haciéndola revivir oscuros pasajes de su pasado.
En los que Nelser también figuraba, al parecer.
Tras asegurarse de que Glae entraba con normalidad en la fase de sueño profundo, Keil pasó al puente de mando. Se encontró al doctor frente a la cristalera panorámica observando las estrellas, con una pastilla de analgésico disolviéndose en un vaso de agua.
—¿Cree usted que nos pagarán este viaje como si hubiésemos trabajado tres años? —comentó Keil.
Nelser frunció el ceño y apenas le dirigió una mirada de soslayo.
—No le comprendo —respondió sin darse la vuelta.
—Quiero decir, llevamos navegando a bordo de la Newton exactamente cuatro meses. Cuando lleguemos a Nuxlum, habrán transcurrido seis meses para nosotros, pero en la Tierra habrán pasado tres años. Desde el punto de vista técnico, habremos estado al servicio de la Unión tres años.
—El punto de vista técnico —sonrió Nelser—. Qué poco sabe usted de la vida, joven. Se nos pagará con arreglo al trabajo efectivamente realizado.
—¿Por seis meses?
—No. Por dos. El resto lo ha pasado durmiendo. Eso no cuenta.
—Pero…
—Oiga, no me apetece perder el tiempo en charlas estúpidas —le interrumpió Nelser—. Y si no le gusta este empleo, creo que llega un poco tarde para presentar una reclamación.
Keil se retiró a uno de los sillones junto al panel principal de navegación. En realidad, los controles estaban allí más como ornamento que por su utilidad funcional. La nave se las gobernaba sola para llevarles a su destino sin intervención humana. Keil revisó el parte de incidencias de los dos anteriores turnos. Tanto el de Reyan y Luria como el de Paws y Glae estaban en blanco. La entrada en la corriente Lisarz se había desarrollado según lo esperado, aflorando la nave al espacio normal en las coordenadas previstas.
—Sé que le caigo mal —dijo Nelser de improviso, sin apartar la vista de las estrellas.
Keil no contestó.
—Piensa que estoy ocultándole algo muy desagradable —insistió el doctor—. ¿No es cierto?
—Si usted no quiere hablar de eso, yo tampoco.
—Todos tenemos cosas que ocultar. Usted, yo, incluso Glae. ¿Le ha mencionado ella por qué conocía la existencia de Elius Delta?
—No se lo he preguntado.
—Es una prisión para criminales peligrosos. Criminales que no pueden ser rehabilitados debido a su conducta antisocial. Cuando el sistema penal fracasa con un individuo, los envían a cubos de basura como Elius.
Nelser parecía más dispuesto a hablar si se le hacía ver que no se estaba interesado en lo que decía. Por ello, Keil adoptó una estudiada pose de indiferencia.
—No es algo que me importe —mintió.
—Ya veo. A usted sólo le importa saber cuánto le van a pagar al acabar el viaje.
Aquel personaje era más retorcido de lo que había supuesto. Iba a ser duro tenerlo como acompañante durante los próximos dos meses.
—Debe tener usted pocos amigos —dijo Keil.
Nelser se volvió impetuosamente. Observó al joven, que sostuvo la mirada sin inmutarse. El anciano empezaba a incordiarle demasiado, y debía marcarle sus límites antes de que siguiese atacándole.
—¿Cómo dice?
—Creo que me ha oído perfectamente, doctor.
El anciano abandonó la contemplación del vacío estelar y se acercó a Keil.
—Es cierto, le he oído perfectamente —reconoció—. Y también es cierto que me quedan pocos amigos. La mayoría ya han muerto. Algún día, cuando tenga mi edad, comprenderá lo que quiero decirle.
—Quizás me ha interpretado mal. No estaba llamándole viejo, sino…
Nelser le palmeó paternalmente la espalda.
—La amistad sólo se demuestra en situaciones críticas —le dijo al joven—. Usted puede pensar que tiene muchos amigos, pero eso es porque no los ha puesto a prueba. Si lo hiciese se llevaría sorpresas muy desagradables, y descubriría que el número de los que considera sus amigos se reduce a una cifra ridícula.
—Puede que usted haya realizado durante su vida las elecciones erróneas. Hay mucha gente buena en la que se puede confiar, si uno confía en ellas.
—¿Qué edad tiene usted?
—Veinticinco.
—No sabe nada de la vida —Nelser señaló su cabello plateado—. ¿Ve estas canas? Créame, si afirmo que es difícil confiar al cien por cien en una persona es porque sé muy bien lo que me digo. Pero si usted ya ha encontrado al amigo perfecto, le felicito. Sólo espero que no lo tenga que colocar en una situación crítica —se humedeció los labios—. Tengo la lengua áspera. ¿Le apetece beber algo?
Keil afirmó con un gesto. Nelser trajo dos vasos de agua de la cocina de la nave. Ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato.
—Quizás allá donde vamos descubra realmente quiénes son sus amigos y quiénes no —dijo Nelser, rompiendo el silencio.
—¿Piensa que vamos a pasar por más de una situación crítica?
—La convivencia en un espacio cerrado de seis personas durante varios años es ya una situación lo bastante crítica. Eso sin contar con lo que podamos encontrarnos en Nuxlum.
—¿Qué sabe usted de ese planeta?
—Nada.
—¿Y por eso le preocupa?
—Precisamente. Me preocupa no saber nada del lugar adonde voy. Me preocupa que en ninguna base de datos de Lagrange 4 haya encontrado referencias acerca de Nuxlum. Quizás ni siquiera sea ése su verdadero nombre.
—Pero se encuentra en el sistema Cetus Moss, ¿o va a decirme también que no nos dirigimos hacia allí? —Keil se volvió al panel de navegación, que señalaba la posición de la nave en el cuadrante—. No tengo experiencia en interpretar cartas de navegación, pero juraría que ése es nuestro destino.
—El sistema Cetus Moss es un desierto sin interés comercial para la Unión. Fue estudiado hace más de treinta años, y descartado de los planes de expansión colonial. Ni qué decir tiene, Keil, que puede ir olvidándose de encontrar dentro de él algún mundo similar a la Tierra.
—¿Es eso una suposición, doctor Nelser, o una certeza?
—Una suposición, desde luego. Yo nunca he estado allí, y la información disponible de ese sistema es muy escasa. Es evidente que la Unión ha realizado un examen más atento del sector en épocas recientes, y se ha topado con algo que ha despertado su interés.
—Me encantaría oír sus hipótesis.
—No con el estómago vacío. Vayamos a tomar algo.
La cocina de la Newton era un pequeño compartimiento de dos metros cuadrados, sin apenas espacio para disfrutar de una comida como no fuese de pie. Nelser operó en los mandos, y de una rendija surgieron dos receptáculos metálicos llenos de papilla gris.
—Entrecot a la mejicana —Nelser le entregó uno de los recipientes—. Que le aproveche.
Keil probó una cucharada. Salvo que estaba caliente, no notó otra sensación agradable en su paladar. Aquel puré mocoso no sabía a carne ni a nada remotamente parecido.
—¿No tiene ese cacharro filetes de verdad? —quiso saber Keil.
—Por supuesto que no —rió Nelser, llevándose a la boca una cucharada de puré—. Esto es una nave espacial, no un restaurante de cuatro tenedores.
—Oiga, usted me está tomando el pelo —Keil probó otro poco. No se podía decir que estuviese bueno o malo; en realidad, era totalmente insípido—. Esto no es entrecot. No tiene una sola fibra de carne.
—Contiene las vitaminas y proteínas necesarias para mantenernos vivos. Tal vez no sea apetitoso, pero es una comida equilibrada. Oh, vamos, deje de poner esa cara —Nelser comía con ganas, sin la menor aprensión—. Si lo va a tirar, démelo. Yo me lo comeré.
Keil le entregó el recipiente sin dudarlo.
—Quizás quiera probar suerte con el pescado —sugirió Nelser, socarrón—. Aunque le advierto que es menos sabroso.
—De momento no tengo hambre, gracias —Keil sabía que Paws había traído comida liofilizada en su mochila. Ahora que aquel indeseable había entrado en estasis, podría sustraerle de la taquilla unas cuantas latas.
—Rece para que la base de Nuxlum cuente con un sintetizador nucleico, o lo va a pasar muy mal, joven.
—No le comprendo.
—La bioquímica aplicada al arte de la gastronomía puede descubrirnos placeres suculentos. Le sorprendería lo que puedo fabricar con un tanque de microproteínas. Soy un cocinero magnífico.
Nelser bebió un largo trago de agua, para ayudar a pasar aquel engrudo pegajoso por el gaznate.
—Antes iba a hablarme de sus hipótesis acerca de Nuxlum —dijo Keil.
—Oh, sí —el doctor había acabado con su ración, y comenzaba la de Keil. Su estómago le pedía comida a gritos, después de cuatro meses de inactividad—. ¿Por qué es tan remilgado?
—Por favor, no cambie de tema.
—Además de remilgado es usted condenadamente impaciente —Nelser se limpió con una servilleta los restos de engrudo de sus labios—. Me he estado realizando algunas preguntas, probablemente las mismas que usted. Por ejemplo, por qué en el último momento se redujo la tripulación de trece a seis miembros. Sólo se me ocurre que tienen mucha prisa en que lleguemos a Nuxlum, pero por otra parte se supone que somos colonos con una función relativamente menor: extraer minerales. Es obvio que la Unión no se apresuraría tanto a enviarnos a Nuxlum, si nuestra misión consistiese únicamente en procesar rocas. Por otra parte… —Nelser vaciló, como si no supiese qué decir.
—¿Por otra parte, qué?
—Quizás estén pensando que nuestro cometido real no sea demasiado importante; porque si lo fuese, habrían enviado a una tripulación decente.
—Esa descalificación le incluye a usted, Nelser.
—Fíjese en Paws, o en Glae. Son escoria. Supe quiénes eran sólo con echarles un vistazo. En mi carrera he tenido que toparme muy a menudo con esa gentuza. Paws es drogadicto y Glae una ex presidiaria. Respecto a nuestro ilustre jefe, ya le dije a usted en Lagrange 4 qué clase de tipo es Allis Reyan. Y en cuanto a Luria, no dudo de sus aptitudes como bióloga, pero ha sido contratada como geóloga, y la oí comentar con usted que sus conocimientos en la materia se reducen a un trimestre universitario de geodinámica. Además, ha llegado a mis oídos que se apuntó al programa colonial tras ser despedida de unos laboratorios de genética.
—Rescindieron los contratos de todo el personal eventual.
—No la estoy criticando. Simplemente me limito a enumerar datos objetivamente contrastables.
—Muy bien. ¿Y qué me dice de usted, doctor? ¿Por qué no me enumera algunos datos objetivos de su pasado?
—No me considero una eminencia en nada, ciertamente. Mis talentos son mediocres. Como los suyos, un vulgar técnico en electrónica que perdía el tiempo destripando robots en un taller miserable. Bien, ya tiene los datos suficientes. ¿Qué conclusión saca de todo esto?
Keil se rascó tras la oreja, tratando de analizar los extraños procesos mentales del anciano.
—Aparte de que tiene un pésimo concepto de los demás, no se me ocurre otra conclusión —dijo.
—Una tripulación mediocre enviada a un planeta singular. ¿Por qué envían a seis personas en vez de a trece? ¿O de trescientas? Tal vez porque saben que Nuxlum no es un lugar seguro, y si por algún desgraciado accidente no se vuelve a saber de nosotros, tampoco habrán perdido demasiado, la verdad.
La charla entre Nelser y Keil finalizó de aquella manera. Durante el resto del día no volvieron a intercambiar comentario alguno. El doctor se dedicó la mayor parte del tiempo a leer —era la única afición en común que compartían— y Keil a intentar buscar algún medio para acallar sus desconsoladas tripas. Había pensado en asaltar la taquilla de Paws, pero no quería que el doctor le acusase luego de ladrón; así que esperó a que el anciano se acostase para cometer su acto de pillaje.
La cerradura de combinación electrónica era barata. Keil apenas empleó treinta segundos en abrirla, sin necesidad de violentar la puerta. Cuando subieron a bordo de la Newton había visto a Paws meter numerosas provisiones en la taquilla. Quizás las había comprado en la estación de tránsito, o ya las traía de la Tierra. En cualquier caso, era una provocación atesorar toda clase de alimentos y no tener la delicadeza de ofrecer a sus compañeros.
Los goznes de la taquilla rechinaron en el silencio de la sala de estasis. Keil se sobresaltó, temiendo que pudiese despertar a alguien. Pero aquello era imposible. Sólo había cuatro personas, y no despertarían aunque les cayese el techo encima. En cuanto al viejo, dormía en otra habitación y no podía haberle oído.
Colgadas de las perchas vio media docena de camisetas horribles y un par de pantalones descoloridos, muy acordes con los gustos de su dueño. Keil abrió el primer cajón en busca de las preciadas latas, pero sólo encontró una. Quizás ya se había comido las demás durante su turno de dos meses.
Abrió el segundo cajón. Encontró tres paquetes de chicles y tubo de cristal, largo y pesado, lleno de un líquido turbio. Lo alzó para ver qué contenía.
Dentro había una pierna humana.
El sobresalto hizo que el tubo se le escapase de las manos y tropezase contra la taquilla, pero pudo recuperarlo antes de que cayese al suelo. Había esperado encontrar cualquier cosa repugnante dentro de la taquilla de Paws, pero nunca una pierna en formol. ¿Acaso era necrófago? Sólo de pensar que tendría que soportarle los próximos diez años le daban escalofríos.
Devolvió el siniestro tubo de cristal al cajón y cerró la taquilla, cuidando de dejarlo todo exactamente como estaba. Le estaba bien empleado por asaltar una propiedad ajena. Ahora tendría que informar a Nelser de su descubrimiento, o despertar directamente a Allis Reyan. Él decidiría si se prolongaba la estasis de Paws hasta que el control de la misión resolviese qué hacer con aquel sujeto.
Pero si informaba a Reyan, descubriría quién había abierto la taquilla. Keil tendría que callarse por la cuenta que le traía. Y con su silencio pondría en riesgo la vida de sus compañeros.
Maldijo el momento en que se le había ocurrido saquear la taquilla. Nelser tenía razón, era un remilgado. Tendría que acostumbrarse a comer aquel engrudo insípido. Bueno, ahora eso era lo de menos. Su problema inmediato se concentraba en qué hacer con Paws.
Se acercó a la cama del necrófago. Allí estaba, con esa sonrisa estúpida en su rostro. Sintió deseos de abofetear a ese miserable.
Observó sus piernas. Estaban cubiertas por unos pantalones de tela basta, pero sus pies se hallaban al descubierto. Había algo raro en el derecho. Las uñas estaban íntegras, cortadas perfectamente; a diferencia de las del pie izquierdo, rotas y negras.
Tocó el tobillo derecho. Se trataba de piel sintética. Keil suspiró con alivio: Paws tenía una pierna artificial. Por eso cojeaba.
Pero resolver una pregunta le condujo a otra. Suponiendo que la pierna que había en la taquilla fuese de Paws y no de un cadáver, ¿por qué se la había traído a la Newton? Nadie en su sano juicio conservaría una pierna en formol, por muy útil que le hubiese sido mientras permaneció unida al cuerpo.
Tal vez Paws no fuese un necrófago, pero estaba loco de remate. Y Keil no sabía qué sería peor a largo plazo.
Sus dos meses de guardia transcurrieron de la forma más tediosa. Nelser apenas conversaba con él y se pasaba el día leyendo. Keil no tenía otra ocupación que pasearse por la nave, revisar los indicadores de control, que siempre ofrecían las lecturas que se esperaba de ellos, o conversar con su ordenador personal. Como no quería morir de inanición, y se le habían quitado las ganas de saquear las reservas de comida de Paws, no tuvo otro remedio que obligarse a comer el engrudo que servía el dispensador automático de la cocina. Unas veces estaba algo más salado, otras más dulce, en ocasiones el color era rosáceo o verde, o encontraba tropezones marrones de sospechoso aspecto mezclados en la papilla, pero a Keil no le engañaba el aparato: se trataba del mismo engrudo disfrazado bajo diferentes apariencias.
Intentó bucear en el pasado de Nelser. El doctor respondía con evasivas cuando le realizaba alguna pregunta directa, así que resolvió obtener la información por otros medios. Gracias a sus conocimientos en informática se introdujo en los bancos de datos de la Newton, tratando de hallar los ficheros que contenían los expedientes personales. Pero por mucho que buscó, no encontró lo que deseaba. Lo único que el ordenador central de la nave conocía de ellos era sus nombres e información relativa a sus procesos fisiológicos, necesaria para la consola médica que vigilaba la estasis, aunque inútil para los propósitos de Keil. Ningún dato relativo al pasado de Nelser o del resto de sus compañeros. La Newton no necesitaba aquella información para conducirlos a su destino; pero él sabía que esos historiales tenían que estar en algún lugar de la nave.
Reyan tenía forzosamente que conocer los expedientes personales. Dado que no se hallaban en el computador, el geólogo jefe debía tenerlos a buen recaudo. Probablemente estarían escondidos en su taquilla, pero Keil resistió la tentación de abrirla. Ya había tenido suficiente con la de Paws, y no quería llevarse más sorpresas.
Cuando se cumplía el sexto mes de viaje, la Newton entró en el sistema Cetus Moss y ajustó su velocidad para alcanzar la órbita de Nuxlum en una semana. El telescopio de la nave comenzó a ofrecer las primeras imágenes del planeta. Nuxlum aparecía como un difuso punto azul, sin otros rasgos de interés apreciables a simple vista. No es que la imagen fuese gran cosa, pero el color azul devolvió el optimismo a Keil, que ingenuamente aún abrigaba la esperanza de encontrar a ochenta años luz de la Tierra el jardín del Edén. Esperanza que se reforzó cuando, al acercarse a menos de un millón de kilómetros de Nuxlum, una imagen ampliada del planeta ofreció detalles de la atmósfera de una resolución bastante aceptable. Jirones de nubes blancas se arremolinaban sobre océanos azules de una belleza cegadora. Y para reforzar las similitudes con la Tierra, Nuxlum tenía una pequeña luna. Keil apenas podía dar crédito a lo que veía.
El análisis espectrográfico de Nuxlum reveló, sin embargo, datos devastadores. En las capas superiores de la atmósfera flotaban numerosos cristales de metano, responsables de aquella apariencia luminosa. Además se detectó la presencia de amoníaco, helio, argón y ácido sulfúrico. Nada de nitrógeno u oxígeno. La atmósfera de Nuxlum era venenosa como la mordedura de una víbora.
Pero no era lo peor. La velocidad de las nubes en las capas altas superaba los seiscientos kilómetros por hora, y los sistemas de a bordo estimaban que la temperatura en la superficie podía alcanzar los cien grados centígrados.
Al entrar la nave en órbita planetaria, el ordenador de la Newton se encargó de despertar al resto de la tripulación. Reyan fue el primero que se recuperó del aturdimiento tras salir de la estasis, y ocupó el puesto de piloto en el puente sin vacilar, pese al dolor de cabeza que tenía como consecuencia del sueño inducido. Luria y Glae entraron poco después con cara de pocos amigos, la primera con el cabello despeinado, caminando como una sonámbula; la segunda mirando con desconfianza al doctor Nelser. Las dos consiguieron analgésicos rápidamente para mitigar sus jaquecas. El anciano fingía consultar en una terminal, pero observaba el movimiento de Glae por el rabillo del ojo.
Paws fue el último en aparecer, descalzo y vestido únicamente con sus pantalones de tela barata. Su primera frase fue:
—¿Quién ha sido el canalla que ha abierto mi taquilla?
Keil dio un respingo en su asiento al oír la acusación, preguntándose cómo lo había averiguado tan rápidamente. Paws se dirigió como una flecha hacia él.
—Has sido tú, gaznápiro.
—No sé de qué me hablas.
Reyan giró su asiento.
—¿A qué viene tanto jaleo? —dijo.
—Pegué un pelo en la puerta de mi taquilla, y cuando me he levantado no estaba. Alguien la abrió durante mi estasis.
—¿Y no podría ser que ese pelo se cayese accidentalmente?
—Imposible. Lo pegué muy bien.
—¿Te han quitado algo?
—No. Vamos, creo que no.
—Entonces déjanos tranquilos —le advirtió Reyan—. Vamos a iniciar el descenso a la superficie dentro de diez minutos, así que tú y Glae, id a la sala de máquinas por si hay problemas.
—Creí que todo este maldito sistema era automático —gruñó Paws, molesto por la perspectiva de un trabajo extra.
—Y lo es —dijo Reyan—. Pero la atmósfera de Nuxlum está en continuo movimiento. Podríamos tener una mala entrada y los escudos de ablación irse al cuerno.
—Si eso sucede, nos freiremos de todos modos.
—Glae, llévatelo a la sala de máquinas —zanjó Reyan—. Comprobad los extintores y que el circuito de refrigeración funciona bien. Quizás os hagan falta tres o cuatro bombonas suplementarias.
Glae asintió, cogiendo a Paws del brazo. Éste iba a realizar una nueva protesta, pero Reyan ya se había vuelto sobre el terminal de navegación y se concentraba en los cálculos del descenso.
—Ya ajustaré cuentas contigo más tarde —amenazó Paws, refiriéndose a Keil. Éste tragó saliva.
La Newton inició su entrada en la ionosfera planetaria. A aquella altitud, la densidad atmosférica no representaba todavía un serio peligro, pero Reyan se apresuró a atarse al asiento del piloto con el arnés de seguridad, y el resto de sus compañeros no tardaron en imitarle.
—Detecto anomalías gravimétricas a nivel de superficie —informó Luria desde su terminal—. La nave está ajustando automáticamente su órbita para compensar las desviaciones.
—Mascones —murmuró Reyan—. Condensaciones de masa en la corteza planetaria. Probablemente rocas volcánicas.
—Me pregunto hasta qué punto podemos fiarnos de sus suposiciones —dudó Nelser.
—Bueno, doctor, usted es libre de fiarse o no. Pero para el caso, lo mismo le va a dar —replicó Reyan.
—Me sorprende su capacidad para aventurar conjeturas sin apenas datos fiables.
—He trabajado en la Luna unos cuantos meses. Conozco lo que son los mascones mejor que usted.
—Estamos a ochenta años luz de la Luna —dijo Nelser—. Y deje de alardear de conocimientos que no tiene. Usted mismo reconoció antes de embarcar que no sabía nada acerca de este planeta.
Reyan prefirió no seguir discutiendo con el doctor, o su dolor de cabeza aumentaría.
El azul engañoso de los cristales de metano fue sustituido por un color pardo oscuro, conforme la nave se hundía en la capa nubosa de Nuxlum. La nave fue zarandeada por vientos huracanados que pusieron a prueba la solidez de su estructura. La tripulación temblaba nerviosa en sus asientos. Si la Newton no hubiese estado revestida por un doble blindaje, las tensiones que soportaba habrían despedazado el casco.
Cuando alcanzaron el límite superior de la estratosfera, Nuxlum les reservaba otra sorpresa. Los sensores detectaban concentraciones elevadas de ácido sulfúrico en forma de gotas.
—Algunas células disipadoras del casco se están fundiendo —informó Paws por radio—. ¿Qué coño pasa ahí fuera?
—Estamos en mitad de una tormenta —le contestó Reyan.
—Por una maldita tormenta no se funden los disipadores.
—Ésta es de ácido sulfúrico. ¿Va todo bien en la sala de máquinas?
—Los condensadores están a punto de hervir. Como fallen todas las células vamos a freírnos aquí dentro.
—Paws tiene razón —intervino Nelser—. Allis, usted nos ha traído al mismísimo infierno.
Reyan se revolvió en su asiento, inquieto.
—Guárdese sus comentarios para el postre, doctor. Yo soy el primero que hubiera preferido no venir a este planeta. Pero si alguien se considera estafado, yo mismo transmitiré su queja a la Unión interestelar en cuanto nos hayamos posado en tierra firme.
—Si es que no nos achicharramos antes —apostilló Paws por radio.
—¿Y esperar seis años la respuesta? —rió el doctor—. No sabía que fuese usted tan cínico, Reyan.
La tempestad estratosférica de ácido se desvaneció con la misma brusquedad que había aparecido. La temperatura en el exterior de la nave comenzó a bajar progresivamente. Paws y Nelser dejaron de quejarse un rato.
Los vientos amainaron una vez que la Newton descendió a ocho mil metros de altitud. La temperatura se había estabilizado en torno a los cien grados centígrados. Desde la cristalera se podía contemplar un paisaje en tinieblas, bañado por una débil luz que se extendía difusamente por los estratos de nubes. Era difícil saber si en aquel lado del planeta amanecía o estaba anocheciendo. La densidad de la atmósfera encapotaba el sol casi por completo.
—Desplegándose el tren de aterrizaje —anunció Reyan—. Si los cálculos son correctos, nuestra base debe estar justo ahí enfrente.
—¿Dónde es ahí enfrente? —dijo Nelser—. No se ve nada.
—Paciencia, doctor. ¡Ah! Ahí la tenemos. ¿Las veis? Esas luces de posición pertenecen a las torres mineras. Ya estamos llegando a nuestra nueva casa.
La Newton sobrevoló el complejo minero. Era más grande de lo que en principio habían imaginado. La parte habitable se extendía sobre unos diez mil metros cuadrados, con cuatro torres de perforación a su alrededor. En lo alto de una cúpula divisaron una antena de comunicaciones orientada al cenit. Junto a la cúpula se encontraba la plataforma de aterrizaje. Las luces de la pista se habían encendido automáticamente al detectar la aproximación de la nave; aunque en el interior de la base se suponía que no debía haber nadie.
Los retrocohetes de la Newton anularon durante unos instantes las tinieblas del lugar, proyectando luces y sombras sobre los edificios. El bramido arrancó chispazos y ecos metálicos en la estructura del complejo, levantándose una fenomenal polvareda. Luego se hizo el silencio.
—Paws, informa —ordenó Reyan.
—No hay nada que informar. Por aquí todo bien.
—El aterrizaje ha concluido. Volved al puente. Nos pondremos los trajes de presión y saldremos ahí fuera.
—¿Qué hay del viento? —inquirió Nelser—. ¿No deberíamos hacer una cordada, por si alguno se pierde?
—Doctor, ahí fuera no hace viento. Está todo en calma, y es un llano perfecto. Nadie va a perderse.
Glae y Paws entraron en el puente.
—¿Y las lluvias de ácido? —dijo éste último—. ¿Qué ocurrirá con nuestros trajes si mientras estamos ahí fuera se pone a llover?
—El análisis de la computadora indica que las tormentas se producen únicamente en la estratosfera. Las gotas se evaporan ocho kilómetros antes de tocar el suelo. Nuxlum tiene una atmósfera turbulenta, y en muchos aspectos se parece a la de Venus, pero su superficie es segura. La dinámica de…
—Ahórrese su clase magistral —le cortó Nelser—. Si hay que salir fuera, hagámoslo ya, pero déjese de palabrería.
El anciano se dirigió a los armarios donde se guardaban los trajes de presión. Paws vaciló unos segundos, pero también cogió el suyo. Reyan suspiró hondo, armándose de paciencia. Iba a necesitarla para poder tratar con aquellos dos sujetos.
Al ver que Luria se encaminaba también al armario, Reyan se acercó solícito a brindarle su ayuda.
—Yo te ayudaré a ponértelo —dijo.
—Gracias, pero me parece que seré capaz de meterme en él yo sola —contestó Luria.
—El cierre del casco es el aspecto más delicado de un traje de presión. Debes comprobar que el sellado es perfecto. Si se filtran los gases de la atmósfera en el interior, podrías morir —Reyan cogió el casco de Luria, revisando minuciosamente su interior—. En la muñeca izquierda tienes…
—¿Puedes ayudarme, Reyan? —pidió Keil, que se había embutido en su traje y luchaba por subirse la cremallera—. Se ha atascado.
—…tienes todos los controles. También puedes accionarlos a través del visor integrado inteligente, que te proyectará los datos en el interior del casco.
—Ve a ayudar a Keil —dijo Luria—. Ya te avisaré si necesito tus servicios, Allis.
Reyan miró a Keil, que trataba en vano de subirse la cremallera. Luria había cogido el casco y se lo estaba colocando correctamente. Su geóloga, desgraciadamente, no tenía ninguna dificultad en vestirse. Pero aquel inútil sí.
—¿Qué le pasa a tu cremallera, si puede saberse?
—Está atascada —dijo Keil con inocencia.
Reyan tiró bruscamente, y la subió hasta el cuello de un golpe. Paws les observaba divertido.
—Este lugar no está hecho para imbéciles como tú, gaznápiro.
Keil lo ignoró y se colocó el casco, no sin cierta dificultad. Comprobó las juntas, tal como le habían enseñado. El traje estaba herméticamente cerrado.
—¿Todos listos? —dijo Reyan, hablando a través de la radio de su casco—. Muy bien, vayamos a la cámara intermedia. Yo saldré el primero, si es que nadie me discute ese dudoso honor.
Nadie se lo discutió. Uno a uno, fueron entrando en la cámara de descompresión. La puerta que comunicaba con la nave se cerró con un siseo. El resuello de sus respiraciones era el único sonido que podían percibir allí dentro.
—Compuerta sellada —dijo Reyan—. Bien, allá vamos.
La escotilla de salida se abrió. La estancia fue inundada rápidamente de la atmósfera venenosa de Nuxlum.
—Hace un calor espantoso —dijo Paws.
—Vigilad la refrigeración de vuestros trajes —advirtió Reyan, saliendo al exterior—. Hay una entrada en el edificio de allí. Seguidme.
El grupo pisó por primera vez la superficie de Nuxlum. La tierra que había bajo sus botas era de una textura arenosa y blanda, y la elevada densidad atmosférica les ofrecía resistencia al caminar. No era tan dificultoso como andar bajo el agua, pero se le aproximaba bastante.
Muy cerca de la plataforma de aterrizaje encontraron una de las entradas al complejo. Reyan limpió con los guantes la capa de polvo que cubría el dispositivo de apertura manual. A su espalda, los demás le contemplaban expectantes.
—¿Por qué no se abre? —quiso saber Paws.
—Está duro —dijo Reyan, tratando de girar el volante de la escotilla—. La arena se ha debido introducir en las juntas. Creo que necesitaré una palanca para abrirla.
—Yo tiraré de este lado y tú del otro —dijo Paws—. Veamos. Una, dos, ahora.
La escotilla cedió. Tenía unos veinte centímetros de espesor, y era de metal macizo. Al abrirse, las luces de una cámara cilíndrica se encendieron.
—Bien, todos dentro —ordenó Reyan—. Vamos, ¿a qué esperáis?
—Por Dios, qué feo es esto —protestó Paws.
—No os quitéis los trajes todavía. Previamente, esta esclusa tiene que llenarse de aire. Paws, comprueba que la escotilla se ha cerrado bien.
—¿Por qué no lo compruebas tú? Acabamos de llegar y no haces más que dar órdenes.
Chorros de aire a presión surgieron a ambos lados de la estancia cilíndrica, hasta que una luz verde se encendió al otro extremo de la cámara.
—¿Nos podemos quitar ya las escafandras? —preguntó Luria.
Reyan se aproximó al panel de entrada a la base, comprobando que el nivel de presión y la calidad del aire eran los idóneos. Pulsó un botón y la puerta se deslizó a un lado.
—Sí, pero tened cuidado. No sé cuánto tiempo llevan estas instalaciones sin utilizar. Si notáis mareos, colocaos los cascos inmediatamente.
Luria fue la primera que se quitó el casco. Entró al pasillo de la base, miró a uno y otro lado y arrugó la nariz.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Reyan.
—No sé. Noto una sensación extraña. Y aquí huele…
—¿A qué?
—Creo que voy a vomitar.