CAPÍTULO 2
La doctora Luria Ebrehs se dispuso a iniciar su jornada laboral con la monotonía de costumbre. Bajó los cincuenta pisos en el turboascensor de servicio, que como todos los días, le produjo una desagradable sensación en el estómago; se abrió paso a trompicones hasta la avenida Gauss y subió al tren de levitación magnética que en ese momento iniciaba la marcha. El cielo estaba tan amarillo como siempre, y una perenne nube de arena flotaba sobre Nueva Brasilia ocultando los edificios.
Luria presumía erróneamente que aquél día sería tan corriente como cualquier otro. Llegaría a su trabajo en el edificio de investigación del departamento gubernamental de genética, comprobaría los análisis pendientes del día anterior y a media mañana bajaría a la cantina para desayunar, momento que el supervisor Gesel aprovecharía para invitarla a cenar una vez más, y ella, por supuesto, le diría una vez más que estaba ocupada.
Por la tarde visitaría a su hijo Dane, internado en un hospital a causa de una enfermedad degenerativa de su tejido nervioso conocida como el síndrome de Pringle, descubierto hacía más de diez años, y para el cual ni siquiera en las postrimerías del actual siglo XXII se conocía el remedio. Luego regresaría a su apartamento colmena y al día siguiente volvería a la misma rutina.
Pero aquella mañana no iba a pasar desapercibida en la vida de Luria. Una extraña casualidad había determinado que fuera a perder dos de las cosas más importantes de su vida.
La primera sería su puesto de trabajo. El Congreso había recortado drásticamente los fondos en varios apartados del presupuesto de la Unión. La investigación era una de las partidas afectadas, y el personal temporal —entre el cual se encontraba Luria— iba a ser el que primero sufriría las consecuencias del ajuste. Luria apenas llevaba un año trabajando en los laboratorios, le faltaban sólo dos semanas para que le prorrogasen el contrato por otro año más. Después de la primera prórroga, era costumbre renovar el contrato a los investigadores por períodos iguales de tiempo hasta que, de hecho, se convertían en personal fijo. Pero Luria no trabajaría otro año más para el gobierno, ni consolidaría sus expectativas de un empleo estable.
Aunque eso habría tenido una importancia secundaria para ella si no hubiese sido porque aquella mañana, además de su trabajo también perdería a su hijo.
Luria, ajena a aquel vendaval de desgracias que se le venía encima, entró tranquilamente en el edificio de investigación, fichó en el control retiniano del vestíbulo y cogió otro turboascensor que le provocó un leve estremecimiento estomacal. Al llegar a la planta en que estaba destinada, el ajetreo de la gente llevando cajas de uno a otro lado la puso en alerta.
No era habitual que sus compañeros demostraran aquella energía en horas de la mañana tan tempranas. Bueno, a decir verdad, tampoco a ninguna otra hora.
Al pasar por el despacho del rechoncho supervisor Gesel, vio que estaba introduciendo sus pertenencias personales en una caja. Raro era que sus compañeros estuviesen inmersos en una misteriosa operación de mudanza, pero ¿el jefe también? Se supone que los supervisores no trabajan. Sólo dan órdenes.
—¿Qué ocurre? ¿Nos mudamos a otro sitio? —preguntó inocentemente Luria.
Gesel miró a Luria de hito en hito, como si contemplase a una extraña. Su rostro mofletudo estaba acalorado, y una gota de sudor se deslizaba por su sien izquierda. El supervisor sudaba con facilidad.
—¿Dónde te metiste ayer? —Gesel introdujo a duras penas un pisapapeles de alabastro y un ordenador portátil en la caja—. Estuve llamándote toda la tarde.
—Bueno, fui al hospital a visitar a mi hijo Dane. Luego me llamó Blen, mi ex marido, y quedamos a cenar.
—Vaya, así que ese mameluco vuelve a las andadas. Lo siento por ti, te mereces algo mejor. Lástima que hoy no pueda invitarte a cenar. Tengo que hacer las maletas.
—¿Te han despedido?
—Traslado forzoso. A base Copérnico, de la Luna. Serán cinco años como mínimo, pero de todas formas ya nunca más podría volver aquí. Mis huesos se descalcificarán y se volverán frágiles como el cristal. No volveremos a vernos, Luria. Hoy es un día trágico.
—¿Y el resto de la gente? ¿También subiremos a la Luna?
Gesel dejó por un momento de meter cosas en la caja. La mayoría no le pertenecían, pero había decidido llevárselas como forma de resarcirse por los perjuicios que le causarían.
—Lo siento, pero la mayoría sois personal eventual, y el Congreso os considera prescindibles.
—Eso quiere decir que estoy despedida.
—Sí, libre para hacer lo que te dé la gana. En realidad, yo debería renunciar también a trabajar para la Administración. No te agradecen la labor que haces, y cuando estás a punto de conseguir resultados, cuatro tiralevitas se reúnen y nos cierran el laboratorio. Pero me estoy volviendo viejo, y temo que ya me he acostumbrado a cobrar mi sueldo de funcionario.
Luria no supo qué decir. Era todo tan repentino que no estaba preparada para la noticia. Gesel, viéndola allí de pie, inmóvil, decidió postergar para otro momento la rapiña de material y la invitó a tomar café en la cantina del edificio. Aún no había abandonado por completo sus pretensiones respecto a aquella mujer. Luria era guapa, joven, adorable y de un intelecto brillante, aunque llevaba el pelo demasiado corto para él y no se empeñaba excesivamente en realzar su condición femenina.
Tal vez se las arreglara para conseguirle un puesto de auxiliar de laboratorio en base Copérnico. Pero sin su hijo, Luria no vendría con él, y conseguir un permiso de embarque en lanzadera para un enfermo terminal del síndrome de Pringle era virtualmente imposible. Eso suponiendo que los médicos del hospital autorizasen el traslado. Un enfermo del mal de Pringle necesitaba atención médica constante, y en base Copérnico quizás no contasen con el equipo de especialistas adecuado para Dane.
Había poca gente en el bar a aquella hora. Gesel pidió al camarero café para los dos, y escogió una mesa apartada de la barra.
—Deberías renovar tu vestuario —dijo a la mujer—. ¿Por qué siempre vas vestida con pantalones grises? No hacen justicia a tus piernas.
Luria removía el azúcar con la cucharilla, sin prestar atención a lo que le decía Gesel. Ahora que se había quedado sin empleo, no podría dar al hospital las aportaciones mensuales para el cuidado de su hijo. Un problema bastante grave, y el trabajo escaseaba. Iba a serle difícil encontrar pronto otra ocupación.
—Necesitarías algo más alegre, más atractivo para vestir —Gesel pensaba en los efectos que la baja gravedad lunar causaría en los movimientos de una falda de vuelo—. Que seas investigadora no significa que tengas que ir…
La mujer levantó de pronto los ojos de la taza.
—Perdona, ¿decías?
—Nada, no importa.
—Ya sé que no te gusta mi forma de vestir. Pero prefiero estar cómoda cuando trabajo.
—Sí, entiendo —Gesel daba vueltas a sus pulgares—. ¿Qué tal está tu hijo?
—Como siempre —Luria añadió en tono apagado—: Es decir, bastante mal.
—¿Y el biochip de memoria?
—Los médicos que le atienden en el hospital sólo han podido rescatar diez terabytes de información de su cerebro. El resto es irrecuperable. La enfermedad de Pringle ya estaba muy extendida en su cerebro cuando se lo implantaron.
—Diez teras no es mucho, pero siempre es mejor que nada —Gesel movió la cabeza—. De todas formas, Luria, no te recomiendo que reconstruyas el cerebro de tu hijo. Ningún ordenador, por potente que sea, podrá reemplazar a Dane, y tú lo sabes. Si pretendes lo contrario, estarás engañándote a ti misma.
—Es muy fácil para ti decir todo eso, porque tú no tienes hijos. Pero Dane es lo único que me queda en esta vida. He destinado al programa del biochip la mitad de mis ahorros porque creo que aunque mi hijo muera, debo hacer todo lo posible para conservar lo que fue. No me resignaré a perderlo.
—Lo que obtengas será un pobre reflejo de la realidad. Una máquina jamás podrá compararse a un ser humano.
—No volcaré la información del biochip en una máquina, Gesel. Voy a cultivar neuronas vírgenes, y cuando tenga la suficiente masa nerviosa, colocaré el microprocesador en el interior del tejido para restaurar los teras que los médicos han conseguido salvar.
—Eso es difícil de hacer, y muy costoso. Además, no es fiable.
—Los médicos han conseguido extraer diez terabytes del cerebro de Dane y confinarlos en una retícula atómica del tamaño de una lenteja. Hace un siglo eso era imposible, pero ahora los hospitales lo realizan rutinariamente si los familiares de un enfermo quieren conservar la información almacenada durante la vida del paciente. El proceso inverso, devolver la información a un tejido neuronal vivo, no debe ser mucho más complicado.
—Sería más sencillo que tuvieses otro hijo, tesoro —le insinuó el supervisor, colocando sus regordetas manos sobre las de Luria—. Yo no me arriesgaría a jugar con cultivos neuronales. Sabes que está prohibido.
—En el laboratorio trabajamos todos los días al borde de la ley, y tú conoces eso mejor que yo. No me digas lo que está prohibido y lo que no.
—De acuerdo, Luria, como tú quieras, pero te advierto que el Congreso ha empezado una caza de brujas contra los investigadores, y la genética es una de las disciplinas que más críticas está recibiendo. No me extrañaría que coloquen comisarios políticos en los pocos laboratorios que dejen abiertos. Por lo menos, en la Luna gozaremos de más libertad.
—No veo por qué. La Luna está demasiado cerca de la Tierra. Los tentáculos del Congreso llegan a ella sin dificultad.
El camarero se acercó a la mesa.
—Tiene usted una llamada —dijo a Luria, entregándole el auricular.
Gesel se quedó contemplándola, mientras ella atendía el teléfono. Era una mujer obstinada, y el problema de su hijo le había alterado la estabilidad emocional. E incluso el juicio. Un tejido neuronal ¿para qué? Los ordenadores eran mucho más eficientes procesando datos que el cerebro humano. Nadie utilizaba neuronas vírgenes para restaurar la información de un ser fallecido. Salía demasiado caro, y además tenía pocas probabilidades de éxito. Entonces, ¿por qué Luria se aferraba a aquella idea?
La mujer devolvió el teléfono al camarero. Gesel supo de quién era la llamada sólo con observar el semblante devastado de la mujer.
—Tengo que irme —ella se levantó.
—¿Le ha ocurrido algo a Dane?
La mujer contuvo la respiración unos segundos. Sin poder reprimir su angustia, estalló en lágrimas. Había perdido el empleo y a su hijo en menos de una hora. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué precisamente tenía que sucederle a ella? El destino escoge formas crueles para burlarse de los mortales.
—Qué desgraciada coincidencia —dijo Gesel abrazándola, como si le leyese el pensamiento—. Demasiadas calamidades para un solo día, pequeña.
Pero Luria deseaba estar sola en aquellos momentos, y además, le irritaba el tono paternal de Gesel cuando le interesaba conseguir algo. Disculpándose, se dirigió al ascensor, pero no le fue posible zafarse tan fácilmente del viscoso supervisor, quien la llevó en su propio coche a casa, le preparó una infusión y cuando estuvo más calmada, hasta la acompañó al hospital, ayudándola a solucionar los trámites para las exequias de Dane.
Debería estar agradecida por su ayuda. Pero si algo había aprendido de su trato con Gesel es que no hacía nada gratis: siempre esperaba una compensación adecuada. Durante el resto del día, Gesel no cesó de repetir que se fuese a la Luna con él. En realidad, ya nada la unía a la Tierra. Pero cuando Luria le mencionaba su deseo de regenerar un tejido neuronal a partir de células intactas de Dane, Gesel se negaba en redondo. No quería ni oír hablar de eso, la sola posibilidad de que les descubriesen le causaba pánico. El supervisor no correría riesgos por ella o por su hijo, amaba demasiado el sueldo seguro del gobierno. Gesel no conocía otra forma de ganarse la vida. Comenzó a trabajar en la Administración a los veintidós años, y ahora tenía cincuenta y siete. Había desempeñado toda clase de puestos en su dilatada carrera profesional, la mayoría muy alejados de la Ciencia, hasta llegar a supervisor de laboratorio. Y aunque ahora lo trasladasen forzosamente a la Luna y no pudiese regresar a la Tierra, el Estado continuaría asegurándole la paga mientras viviese.
Además, Gesel no era precisamente el prototipo de hombre que a ella le gustaría. Era calvo, la prominencia de su vientre colgaba sobre la hebilla de su correa, sus caderas apenas cabían en un sillón normal y le llevaba a ella veintisiete años de edad. Eso sin contar que era inseguro, vanidoso, superficial, y no tenía ninguna afición en común con ella. Luria prefería quedarse en Nueva Brasilia antes que unir su destino al de Gesel.
Volvió a su apartamento con la única compañía de las cenizas de Dane dentro de una urna dorada. El supervisor había insistido en pasar con ella la noche, pero desistió finalmente cuando Luria le dijo que había avisado a su ex marido y estaba en camino. Era una mentira a medias. Cierto que había llamado a Blen, pero no estaba en la ciudad. Su secretaria le había comunicado que se encontraba en viaje de negocios. Mejor. No quería tenerle cerca aquella noche. Blen sólo había estado en el hospital una vez desde que Dane cayó enfermo hace un par de años, y fue para firmar los impresos de ingreso. Si no había querido saber de su hijo mientras estaba vivo, tampoco tenía derecho a saber nada ahora que estaba muerto.
Colocó la urna de Dane encima de la falsa chimenea del salón. Unos leños de plástico comenzaron a crepitar cuando ella entró en la estancia. Eran un fastidio, y el toque hogareño que trataban de imprimir se arruinaba cada vez que el dispositivo de alimentación fallaba, lo que sucedía a menudo. De todas formas no podía quejarse. Aquel apartamento era bastante bueno para los cinco mil creds que pagaba al mes.
Se dejó caer en el sofá y palpó con cuidado el bolsillo interior de su cazadora, para asegurarse de que la cápsula seguía allí. Su hijo había muerto, pero el biochip que le habían extraído del cerebro todavía contenía su esencia. Algún día, Dane volvería a vivir. Allí estaba su alma, confinada en una retícula infinitesimal que podría permanecer inalterada durante millones de años, si no se la sometía a campos magnéticos de gran intensidad. La mente de Dane seguiría viva incluso cuando ella muriera. Sólo necesitaba el momento y lugar oportunos para germinar.
Aquel pensamiento la reconfortó. Confió en que Dane no tuviese que esperar años, sino unas pocas semanas en volver con ella.
Llamaron a la puerta. Luria cruzó los dedos para que no fuese Gesel de nuevo. Si descubría que Blen no se hallaba con ella, estaba perdida. Con cautela, se acercó sin hacer ruido a la puerta y se asomó por la mirilla. El portal estaba débilmente iluminado y no se distinguía bien la cara, pero era evidente que no se trataba del obeso supervisor, sino de un joven de unos veinte o veinticinco años, delgado, pelo castaño y mediana estatura.
—Soy tu vecino —dijo el visitante—. Me enteré de la muerte de tu hijo.
Luria abrió la puerta. Era Keil Parmet.
—Lo siento mucho —Keil la besó en la mejilla—. Pobre Dane. Sólo tenía ocho años y… Solía venir por mi taller cuando, bueno, cuando las cosas iban mejor para ambos.
—Gracias por venir, Keil. ¿Quieres pasar?
El hombre asintió nerviosamente. Luria notaba algo extraño en él, pero no sabía qué.
—Oh, vaya, lo habéis incinerado —comentó su vecino, al pasar frente a la chimenea.
—Sí. Los conversores moleculares no dejan rastro físico del cuerpo. Prefiero la incineración, aunque sea un método anticuado.
—Claro, es verdad. Los conversores no dejan nada. Sólo energía residual.
Luria advirtió que su vecino traía algo en el bolsillo de su chaqueta.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Esto, bueno, es un libro —se lo mostró a Luria—. Un libro de celulosa auténtica. Lo traía para ti.
—Muy bonito —la mujer contempló la portada—. Cruzando la corriente. Suena interesante. ¿De qué trata?
—Es un libro de aventuras del siglo pasado. Pensé que te gustaría leerlo.
—Debe tener un gran valor para ti.
—Sí, pero no puedo llevármelo. Tenemos un cupo máximo de peso asignado antes de subir en la lanzadera. No puedo permitirme el lujo de llevar libros de papel, pero tampoco me importa mucho: he digitalizado el texto.
—¿De qué me estás hablando? —Luria tomó asiento en el sofá, y le indicó a su vecino que hiciese lo mismo—. ¿Adónde te vas?
—A cruzar la corriente —sonrió, al ver la expresión confundida de la mujer—. No me refiero a ningún río. Estoy hablando de la corriente Lisarz, de un viaje a las colonias de la frontera. El protagonista rejuvenece un poco al final de cada viaje, dado que cuando se rebasa la velocidad de la luz, el tiempo comienza a transcurrir en sentido inverso y va perdiendo sus recuerdos como las capas de una cebolla. Por eso se ve obligado a grabarlos antes de emprender cada viaje.
—¿Te has apuntado como voluntario al programa de la Unión interestelar?
—Esta tarde firmé un contrato por diez años. Me pagarán en unicreds no devaluables, y mi sueldo está exento de retenciones. Partiré dentro de una semana.
—Diez años me parece mucho tiempo. ¿Qué vas a hacer con tu taller de electrónica?
—No podemos competir con Entrured. Ellos tienen más personal, y un local más grande. Desde que abrieron frente a nuestra tienda no hemos levantado cabeza. Braj tendrá que apañárselas sin mí.
—Entiendo —Luria le miró fijamente—. Has venido a despedirte.
—Así es.
—Mi jefe también se marchará pronto de Nueva Brasilia. Lo han destinado a la Luna.
—La Luna carece de atmósfera —dijo Keil—. Es un mundo muerto, y ya sabemos todo lo que hay que saber sobre nuestro satélite. Las colonias de la frontera son algo diferente.
—Quizás. Pero están más lejos, y no se conoce ningún nuevo mundo que sea similar a la Tierra.
—Creo que me van a destinar a un lugar especial. Están buscando personal cualificado. Hablé con el encargado de la oficina colonial y me aseguró que la gente con conocimientos técnicos tiene grandes posibilidades de encontrar un buen destino.
—¿Te dijo cual?
—No lo sabré hasta que suba a la estación orbital de embarque.
—Keil, deberías pensarlo mejor antes de irte.
—Lo he pensado muy bien. Por eso he firmado el contrato. Luria, quiero ir a las colonias. Este mundo se ha convertido en un lugar demasiado asfixiante para mí. La frontera nos ofrece una nueva oportunidad a todos los que queramos aceptarla, una oportunidad para volver a iniciar nuestras vidas, libres de cualquier atadura —Keil se rascó tras la oreja, observando la chimenea—. Los leños no funcionan bien. Si quieres, los arreglaré en un momento.
—Como quieras —dijo Luria, abriendo el libro por la mitad. Keil se puso manos a la obra—. Sigue hablándome de la corriente Lisarz.
—Ah, bueno —el joven sacó un destornillador de uno de sus bolsillos y destapó un panel situado al fondo de la chimenea. Siempre llevaba algo de herramienta encima, aun fuera de la jornada de trabajo—. El efecto de rejuvenecimiento es teóricamente cierto, pero el libro fue escrito cuando los viajes interestelares todavía eran una utopía. El flujo temporal se restaura a su estado inicial cuando la nave abandona la corriente y emerge al espacio normal. El tiempo negativo es presionado por un flujo de sentido contrario e igual intensidad, lo que se conoce como presión isocrónica o cronosimetría.
—Entonces, no se puede rejuvenecer al cruzar la corriente —dijo Luria, un tanto decepcionada.
—Que yo sepa, no —Keil peló los extremos de dos cables, y los empalmó con cinta adhesiva—. Salvo…
—¿Salvo qué?
—Una entrada errónea en la corriente. Defectos de cálculo podrían afectar a la cronosimetría. La corriente Lisarz es creada por el propio vehículo espacial: cuando alcanza la velocidad de la luz, genera una onda energética de choque en la proa. Un fallo en los reactores de impulsión en ese preciso momento podría tener consecuencias catastróficas para la tripulación. Lo más normal es que se desintegrasen en una explosión y no se volviera a saber de ellos —Keil pulsó el interruptor de encendido de los leños. La lumbre volvió a crepitar en la chimenea, pero con escaso ímpetu. Tendría que desmontar el regulador del panel.
—Has dicho que sería lo más normal. Pero, ¿qué ocurriría si sobreviviesen?
—Es posible que apareciesen a unos cuantos parsecs alejados de su destino, o quizás emergiesen al otro lado de la galaxia, y muy probablemente con varios años de menos. Sus cerebros olvidarían todos esos años, como si nunca hubiesen transcurrido para ellos. No tendrían otro modo de recuperarlos, salvo que conservasen grabaciones en algún lugar fuera de la nave. Pero esto es pura especulación, porque la conversión materia/energía sería completa. No se tiene noticia de tripulaciones que hayan sufrido un salto descompensado y vivan para contarlo.
—Tal vez porque hayan aparecido al otro lado de la galaxia y no tienen forma de contactar con nosotros —dijo Luria.
Keil afirmó con la cabeza y quitó el regulador del panel, preguntándose para sus adentros por qué Luria hacía tantas preguntas acerca de la corriente Lisarz.
—Tu hijo no podría volver a la vida, si es eso lo que estás pensando —le advirtió él—. Aunque te llevases la urna con sus cenizas a bordo de una nave, provocases un salto descompensado y sobrevivieras, no conseguirías que las cenizas retrocediesen a un estado anterior y se transformasen en lo que era Dane. Las cenizas no pueden convertirse en materia orgánica, ni aun acelerándolas a la velocidad de la luz. La física no hace milagros.
—No estaba pensando en eso —le replicó ella.
—Y aún en el improbable caso de que fuese posible, necesitarías exactamente la misma masa que tenía el cuerpo de tu hijo para que el efecto del tiempo inverso lograse una integración molecular. Como sabes, tu urna no contiene todo lo que fue el cadáver de Dane, ni siquiera la mayor parte. Por de pronto, sus fluidos fueron evaporados por el calor del horno de cremación, y el cuerpo humano es esencialmente líquido.
El timbre de la puerta sonó de nuevo. Luria dudó en pedir a su vecino que abriese y decir a Gesel que no estaba, pero lo pensó mejor y decidió abrir ella misma. Gesel no era idiota.
Tampoco hubiera sido necesario mentir, porque no se trataba del supervisor, sino de Blen.
—Podías haberme avisado —dijo su ex marido, entrando al apartamento con sus habitual brusquedad—. He tenido que enterarme de la muerte de mi hijo por una enfermera que llamó a mi despacho a media tarde.
—Intenté avisarte —contestó Luria—. Tu secretaria me dijo que estabas de viaje.
—Si le hubieses contado de qué se trataba, me habría localizado inmediatamente. Mi secretaria sabe en todo momento dónde estoy. Es como mi sombra.
—Me temo que en eso último debo darte la razón —convino ácidamente Luria.
Blen se la quedó mirando, tratando de captar el significado de aquella frase. Su ex marido no se distinguía por la rapidez de reflejos.
—Se supone que es su trabajo —se limitó a comentar. En ese momento se percató de la presencia de Keil en el salón, que seguía arrodillado frente a la chimenea tratando de solucionar la avería—. Vaya horas que elige el electricista para venir. Son casi las once de la noche.
Keil, que escuchó perfectamente el comentario, se volvió. Era la primera vez que contemplaba su cara, pero sólo con echarle un vistazo supo que Blen era tan estúpido como su mujer lo describía.
—No es el electricista, sino mi vecino.
—Disculpe que no le estreche la mano —dijo Keil, que no tenía la más remota idea de hacerlo—, pero las tengo manchadas de hollín.
—¿Sí? —exclamó Blen—. Es sorprendente. Siempre había creído que esa chimenea era de pega.
—Creo que ya está —Keil atornilló la placa, y comprobó que esta vez el encendido era correcto—. Ahora debo irme.
—Todavía no. Quédate un poco más, por favor —Luria se volvió hacia Blen. Iba a ofrecerle una copa, pero éste ya se dirigía hacia la bandeja de los licores—. Bueno —dijo, cambiando a un tono de voz gélido—, ya me dirás qué te trae por aquí.
—Es interesante tener vecinos mañosos. Yo soy incapaz hasta de colocar un tubo fluorescente si no me ayudan —Blen se sirvió medio vaso de un líquido espeso—. ¿Quieres una copa, muchacho? Espero que Luria no haya sido tan desconsiderada de no ofrecerte un trago.
—No bebo, gracias —Keil se dirigió a la salida—. Lo siento, Luria. Tengo que irme. Encantado de haberte conocido, Blen.
—Lo mismo digo —el aludido alzó el vaso como despedida. Nada más cerrarse la puerta del apartamento, comentó—: No me digas que estás liada con ese tipo.
—Eso a ti no te importa —dijo Luria.
—Tu gusto empeora con el paso de los años —rió Blen—. Además, tu amigo el electricista tiene toda la pinta de estar sin un cred. Por lo menos, Gesel está forrado.
—Acábate la copa y vete. Hoy no tengo ganas de hablar.
—Antes tendremos que solucionar un pequeño detalle. En el hospital me advirtieron que te habían dado un biochip cortical que extrajeron del cadáver de Dane antes de quemarlo.
—Cierto. Lo pagué de mi bolsillo, así que olvídate de él.
—Estás loca. ¿Qué pretendes con eso? Dane está muerto. Aunque hayas rescatado parte de la información de su cerebro, no te servirá de nada.
—Eso es asunto mío.
—Te equivocas, es asunto de los dos. Hablé con mi abogado. Tengo derecho a obtener una copia de la información que contiene el chip.
—No sé de qué te serviría.
—Si tengo derecho legalmente a la copia, la quiero. Quién sabe, tal vez no sea una mala idea.
—Eres tan absurdo como necio. Me llamas loca, y luego quieres una copia del biochip. Sólo hubo un Dane y sólo seguirá habiendo uno. Desgraciadamente, no es algo que ya podamos compartir. La información de un cerebro humano no debe ser objeto de más de una copia —y añadió, murmurando—: Del mismo modo que no debe haber más de un Blen.
—Mi abogado no piensa lo mismo. Luria, comportémonos como seres civilizados. Ayer disfrutamos de una cena estupenda, y hoy en cambio te empeñas en mostrarte desagradable. Tu inestabilidad no te hace la más idónea para custodiar la información extraída del cerebro de mi hijo. Para mí sería muy enojoso tener que discutir esto en los tribunales.
—Haz lo que te parezca —la mujer le abrió la puerta—. Ahora, déjame sola.
Blen farfulló una maldición, apuró su vaso y traspasó el umbral. Ya fuera, intentó añadir algo, pero Luria no le dio opción al cerrar de un portazo.
Ojalá no lo hubiera conocido nunca, se lamentó. Todo habría sido tan distinto. Si pudiera reescribir su vida, cogería una enorme goma de borrar y eliminaría los capítulos en los que Blen apareciese.
Recordó el ejemplo de la cebolla que había mencionado Keil. Si consiguiese despojarse de los años que habían pasado juntos Blen y ella, o por lo menos, de aquellos en que las cosas habían empezado a ir mal, sería maravilloso. Se conformaría con desprenderse sólo de las capas más exteriores de la cebolla. Había demasiados episodios negros en estos últimos años, demasiados borrones en su libro. Debería abrirlo por la mitad y empezar a arrancar hojas. Las hojas que Blen había manchado.
El regalo de su vecino se hallaba encima del sofá. Luria contempló la novela de celulosa con renovado interés. ¿Qué le sucedería a ella en uno de esos saltos descompensados en que se rompía la cronosimetría? ¿Volvería a retroceder a la época en que tenía veinte años? Tal vez el universo a su alrededor siguiera siendo el mismo, pero ella sería diferente, su reloj subjetivo se habría alterado, transformándola en una mujer más joven. Y el Blen adúltero y cínico desaparecería de su recuerdo para siempre.
Colocó el libro en su regazo, y se dispuso a disfrutar de la noche de lectura que cambiaría definitivamente su vida.
Aunque no en el sentido deseado.