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Llevábamos un rato caminado por la calle Lepanto cuando Osmán me señaló una tosca puerta de hierro medio oxidada. ¡Qué casualidad que, precisamente en ese momento, un africano estuviera cerrándola con llave! Por otro lado, su aspecto no coincidía con la descripción de los asesinos que nos había dado Sa Kené, pues se trataba de un hombre menudo y su forma de vestir era demasiado corriente.

—¿Le conoces? —pregunté a mi colega.

—De nada.

Fuimos directos hacia él y le sorprendimos flanqueándolo por ambos lados:

—¿A dónde vas con tanta prisa? —dijo mi compañero, de un modo muy poco cordial.

El tipo respondió, sobresaltado, con otra pregunta:

—¿Quiénes sois?

—Abre ahora mismo esa puerta —le exigió Osmán.

—No os conozco de nada. —Sudaba abundantemente, tal vez por el bochorno, tal vez por la tensión del momento—. ¿Quiénes sois?

—¡Que abras la puerta!

Intimidado por el grito del malí, el hombrecillo decidió obedecer sin hacer ninguna otra objeción. En cuanto entramos en el local, le ordenamos cerrar por dentro, después le quitamos las llaves, encendimos todas las luces y, sin perder un segundo, iniciamos el registro.

La lonja era más amplia de lo que parecía desde fuera. Lo primero que vimos, en un rincón junto a la entrada, fueron unos cuantos juguetes y restos de golosinas desperdigados. Eso alimentó nuestras sospechas y nos impulsó a seguir rápidamente hacia el interior. Se trataba de un gran espacio abierto sin tabiques, lo que nos facilitó una primera inspección del lugar. No había demasiado que ver: una cruz presidiendo la estancia sobre una mesa, junto a un jarro con flores; un viejo aparato de música cogiendo polvo en un rincón; un televisor con unos cuantos DVD infantiles a su alrededor, un montón de sillas apiladas contra la pared… A simple vista no se veía nada sospechoso, no parecía haber ningún sitio donde se pudiera mantener a alguien escondido, una habitación secreta o algo por el estilo.

Miré a mis espaldas y vi la cara de susto que tenía el hombrecillo mientras nos observaba en silencio.

—No tenemos dinero —dijo.

—No somos ladrones —aclaré yo—. ¿Qué hacéis en este lugar?

—Aquí nos reunimos los africanos de San Miguel.

—¿Nigerianos?

—La mayoría sí. Pero vosotros no sois nigerianos y tampoco vivís por aquí.

—No. ¿Qué tipo de reuniones hacéis? —insistí con aspereza, haciéndole captar a la primera que allí no éramos nosotros quienes teníamos que dar explicaciones.

—El local es de todos y durante la semana la entrada es libre. La gente viene a jugar a las cartas, a escuchar música, a ver fútbol, a charlar…

—Y ¿los fines de semana? Mejor dicho, este último fin de semana, ¿qué habéis hecho?

—El sábado organizamos una pequeña fiesta, y el domingo celebramos misa, como siempre.

—¿Tú también estuviste?

—Claro, soy el predicador.

No esperaba esa respuesta, me quedé cortado y Osmán tomó el relevo.

—¿Viste alguna cara nueva en la fiesta o durante la misa?

—Estuvimos los de siempre, no somos muchos.

—¿No aparecieron dos desconocidos de aspecto elegante?

—Todos los fieles vienen elegantes a misa, pero ayer no estuvimos más que los de siempre, igual que en la fiesta del sábado. Ya os lo he dicho.

—Y por la calle, ¿tampoco has visto a ningún nigeriano extraño estos días?

—Tampoco.

No parecía que el predicador estuviera mintiendo. Por otra parte, era evidente que habíamos dejado de darle miedo y que el susto inicial se estaba convirtiendo en enfado.

—¿Conoces a Kingsley? —pregunté.

—Por supuesto, ¿quién no conoce a Kingsley?

—¿Cuándo has hablado con él por última vez?

—Ayer, después de la misa, ¿por qué?

Tuve la impresión de que estábamos perdiendo el tiempo. De todas formas, dejé que Osmán y el predicador siguieran con la conversación un rato más y comencé a registrar cada rincón del local. Palpé las paredes buscando algún indicio de puerta falsa, tanteé las baldosas del suelo con la misma idea…, pero allí no había nada sospechoso, entonces empecé a examinar la cruz, el jarro de flores y los DVD en busca de quién sabe qué, sin comprender ni yo mismo qué demonios estaba haciendo.

Terminé convenciéndome de que todo aquello estaba resultando inútil y, viendo que Osmán había finalizado su interrogatorio, le hice un gesto de desánimo que él me devolvió.

—Tenemos que irnos —le dije de sopetón al predicador, dirigiéndome rápidamente hacia la salida.

—¿Así, sin más? —protestó—. ¿O sea que me dais un susto de muerte y ahora os largáis sin dar ninguna explicación?

—Disculpa —oí decir a Osmán, mientras yo intentaba abrir la puerta de la calle, que se había quedado atrancada—, es una historia demasiado larga y desagradable.

—¿No vais a decirme lo que estáis buscando?

El malí no respondió y yo tampoco. Por fin, conseguimos abrir la puerta de la lonja y salimos. Una vez en la calle, saqué mis notas para echarles un vistazo.

—¿Probamos en Pinar? —pregunté a Osmán.

—Claro, y cuanto antes mejor.

Conforme nos alejábamos de aquella lonja volví la mirada atrás y vi al predicador junto a la puerta. Parecía estar murmurando algo, seguramente nada agradable.

Apenas tardamos un par de minutos en llegar a la gran avenida que atraviesa el barrio, la calle Hondarribi. Cruzamos la carretera sin hacer caso de los semáforos y en otro par de minutos ya estábamos en la calle Pinar. A pesar del calor, Osmán iba casi corriendo por delante de mí. Subió a saltos unas escaleras, y al llegar a un patio abierto y lleno de andamios, se detuvo frente a unos locales anónimos que parecían en desuso.

—Ahí es —dijo, señalando una lonja de puerta acristalada, provista de una cortina oscura que ocultaba el interior. En el balcón de arriba, un anciano hablaba por teléfono al tiempo que seguía todos nuestros movimientos sin quitarnos el ojo de encima.

La puerta estaba cerrada, así que dimos unos golpecitos en el cristal, pero no hubo respuesta, entonces probamos a pulsar el timbre, pero no sonaba… Tras buscar inútilmente algún resquicio entre las cortinas, pegué el oído contra la puerta. Entonces oí una voz, aunque esta no provenía del interior de la lonja, sino del balcón desde donde nos estaba controlando el viejo.

—Acabo de llamar a la policía, vosotros veréis lo que hacéis. —Su marcado acento delataba una procedencia lejana al País Vasco.

No le hicimos ni caso. Osmán me pidió que le dejase espacio y empezó a manipular la cerradura con una especie de cortaúñas.

—Antes era un artista haciendo este tipo de trabajitos.

—¿Tú? —dije, incrédulo, y su respuesta fue una sonrisilla.

Si había sido así, parecía que Osmán había perdido facultades, porque aquella cerradura se le resistía, a pesar de que tenía un aspecto bastante corriente. Entonces lo intentó con su carné de identidad, y luego con un alambre que encontró entre los andamios… Ninguna de esas técnicas funcionó. Yo no estaba muy tranquilo que digamos, y los berridos que empezó a dar el hombre del balcón terminaron de ponerme cardiaco.

—¡Mangantes, chorizos!, ¿por qué no volvéis a vuestra tierra?

—Y tú —no me pude aguantar—, ¿por qué no haces lo mismo?

—Yo soy de aquí.

—De aquí, ¿de dónde?

—¡De España!

Osmán me pidió que lo ignorara, pero me costaba, porque entre todos los tipos de racismo que aguantamos los africanos, ese es el que más me revienta, el que ejercen los antiguos emigrantes hacia los nuevos. Estoy harto de soportar desprecios de ese tipo en San Francisco, de boca de forasteros que en su día acudieron a las minas de Miribilla rogando un puesto de trabajo; y otro tanto me sucede en otros barrios de Bilbao, llenos de obreros que vinieron a ganarse el pan en las fábricas hace muchos años. Todos llegamos huyendo de la miseria, pero parece que a algunos se les ha olvidado, y en vez de mostrar un mínimo de solidaridad con nosotros, prefieren hacernos pagar los desdenes que, seguramente, ellos sufrieron antes.

Por si no tuviéramos suficiente con la puta puerta, que no quería abrirse, el viejo no paraba de dar la plasta. Estuvo tocándonos las narices continuamente hasta que, al final, soltó una frase redonda:

—Ahí viene la policía.

Al principio no quise creérmelo, me parecía imposible que el teléfono de urgencias funcionara tan bien, pero cuando levanté la cabeza, comprobé que el abuelo del balcón decía la verdad. Había un coche de los municipales aparcado a la entrada del patio y dos agentes uniformados venían hacia nosotros. Osmán tiró el alambre al suelo y me dijo “déjame hablar a mí”, mientras se alejaba unos metros de la puerta. Yo le imité, temiéndome lo peor.

—¡Quietos ahí! —gritó el más joven, un chaval moreno que no tendría ni treinta años, colocando la mano sobre la culata de la pistola. Su colega, un veterano que debía de andar cerca de la jubilación, parecía mucho más tranquilo. Me dio la impresión de que, para ser policías, no tenían tanta pinta de cabrones.

—Tranquilo —dijo Osmán—, no tenemos intención de escapar. De hecho, os estábamos esperando.

—¿Cómo?

—Le hemos pedido a ese señor que os llame. —Señaló al viejo del balcón.

—¡Mentira! —protestó este—. ¿Cómo se puede tener tanta jeta?

El policía joven nos observaba confuso, y el veterano, dándole una palmadita en la espalda, se acercó a nosotros.

—A ver —dijo, con calma—, ¿me podéis explicar lo que sucede aquí? Y, mientras, dadme vuestro carné de identidad, si es que lo tenéis…

—Claro —dijo Osmán ofreciéndole el suyo, el dichoso NIE con el que todos soñábamos—. Mi colega —me señaló— está tramitando los papeles y no falta mucho para que se los entreguen. De momento, ¿os sirve al carné de la biblioteca, por ejemplo? ¿Lo tienes en la cartera, Touré?

Sí que lo tenía. Lo saqué, no muy convencido, y el guardia lo aceptó con un gesto de complicidad que resultó bastante tranquilizador. Luego se dispuso a escuchar nuestra historia.

Osmán explicó al municipal lo que nos había llevado hasta Irún. No era la primera vez que contaba nuestra historia aquel día, sin embargo, delante de los municipales, moldeó un poco el relato subrayando los aspectos que más nos convenían: que había una amplia operación policial en marcha, que contábamos con el permiso de la Ertzaintza para investigar por nuestra cuenta, que mientras ellos peinaban la zona de Behobia nosotros estábamos haciendo algunas pesquisas en el barrio de San Miguel…

El policía volvió al coche patrulla con los carnés en la mano, se supone que para realizar las comprobaciones pertinentes, y al poco tiempo regresó. Nos devolvió los carnés y luego alzó la vista hacia el hombre del balcón, que seguía la escena encantado de la vida:

—Eddy sigue viviendo ahí, ¿verdad? —Señaló el portal de enfrente.

—Por desgracia, sí —respondió el abuelo, con una mueca de asco.

—¿Estará en casa?

—Eso parece —dijo el viejo, con los ojos puestos en el edificio de enfrente—. Ahí lo tienes, en la ventana.

El municipal miró hacia arriba, y nosotros lo imitamos.

—¡Eddy! —gritó al africano que había asomado en el último piso—. ¿Puedes bajar un momento, por favor?

—Ahora mismo voy.

Dicho y hecho, antes de que aquella incómoda situación se alargara demasiado, un hombre negro con gafas salió del portal y se dirigió hacia nosotros.

—¿Por qué no mandáis a los tres por ahí? —protestó el del balcón—. ¿No os parece que ya hay demasiados africanos en España?

—Tranquilo, Gaspar. Estos son buena gente.

—Mi hijo se ha quedado en el paro por culpa de esta buena gente, y ahora yo tengo que mantenerle a él y a toda su familia con mi pensión. ¿Os parece normal? —El abuelo se tomó un respiro, como esperando algún gesto solidario, pero visto que no lo recibía, continuó insistiendo—. La frontera está ahí mismo, ¿no les podéis echar, por lo menos a Francia? Los gabachos están más acostumbrados que nosotros a aguantar a los negros.

Los que estábamos en el patio no tuvimos más remedio que hacer oídos sordos ante aquella verborrea. Los policías nos presentaron al nigeriano Eddy, le pidieron que abriera la lonja y entramos todos con él.

Parece ser que, tiempo atrás, Eddy había montado allí una academia de inglés, pero al final el negocio se le había ido a pique y, según nos explicó, después de eso habían empezado a utilizar el local algunos africanos, la mayoría procedentes de Nigeria, para organizar fiestas de vez en cuando, aunque lo normal era que estuviera cerrado, como había permanecido durante el último fin de semana. De todas formas, pedimos permiso para echar un vistazo dentro, a lo que nadie puso ninguna pega. Mientras nosotros comenzábamos con el registro, ellos se quedaron charlando amigablemente en la entrada, a la sombra, resguardados del bochorno de la calle y de la maliciosa lengua del abuelo.

No necesitamos mucho tiempo para llegar a una conclusión desalentadora: como en el local anterior, allí tampoco había nada sospechoso. Saltaba a la vista que no era un lugar apropiado para tener escondido a nadie, habíamos estado perdiendo el tiempo, cuando eso era, precisamente, lo que menos nos sobraba. Lo peor de todo, sin embargo, fue tomar conciencia de que habían fallado todas nuestras opciones y no veíamos por dónde podíamos continuar buscando algún rastro de los secuestradores.

Nos reunimos con los tres hombres que esperaban junto a la puerta y les confesamos nuestra sensación de fracaso. Ellos se mostraron comprensivos, visto lo cual, aprovechamos para preguntar si se les ocurría algún otro lugar donde los verdugos de Sira pudieran haberse escondido con el bebé.

—No hay tantos africanos por Irún —respondió Eddy el nigeriano—, y la gran mayoría somos gente honrada que solo quiere trabajar. Esos delincuentes nunca se mezclarían con nosotros. Quién sabe, a lo mejor andan por algún hotel…, en esta comarca, por cierto, los hay a patadas.

—De todas formas —intervino el municipal veterano—, ¿no creéis que sería mejor dejar la investigación en manos de la Ertzaintza? Me imagino cómo os debéis sentir, pero este tema es muy serio, los verdaderos profesionales ya están en ello y tienen muchísimos más recursos que vosotros. Estoy convencido de que pronto tendréis alguna noticia.

Quince minutos después de haber entrado en la antigua academia de inglés, estábamos de nuevo en la calle, despidiéndonos. Los municipales nos reiteraron su pésame por Sira, y Eddy, más o menos lo mismo. Después se fue cada uno por su lado: los policías volvieron al coche patrulla y el nigeriano a su casa. Nosotros también nos largamos del patio de Pinar, tan rápido como habíamos llegado, para no tener que aguantar ni un segundo más al viejo que seguía exigiendo nuestra expulsión.