3
3
—Acércate, Touré, no te cortes —me dijo el más bajo de aquellos dos tipos, un hombre moreno con el pelo cortado a cepillo, mientras golpeteaba con la punta de los dedos sobre el techo del viejo R-5 de Osmán.
Conocía a aquel ertzaina que iba vestido de paisano mejor de lo que hubiera deseado. Se trataba de “Etxebe”, como a él le gustaba que le llamara en nombre de una supuesta amistad, y solía patrullar por la zona de San Francisco junto a otros de su gremio, incluido el colega que le acompañaba también en aquella ocasión, un grandullón calvo, el más veterano del grupo, el que parecía dar las órdenes, aun cuando normalmente no hablara mucho y prefiriera quedarse en segundo plano observándolo todo. Aquellos dos eran como un par de moscas cojoneras de las que no me podía librar, y es que estaba en deuda con ellos (al menos eso decía Etxebe, que bien se encargaba de recordármelo cada vez que nos veíamos) desde el día en que gracias a su influencia pude librarme de un buen marrón, un asunto relacionado con el tráfico de drogas, una movida muy fea en la que me había visto envuelto sin comerlo ni beberlo.
—¿A dónde vais con tanta prisa? —preguntó mi supuesto colega.
Miré a Osmán, pero no pude entrever nada en su expresión.
—¿Por qué tenemos que decíroslo? —me atreví.
—¿Por qué?… —Una mueca burlona se dibujó en la cara del ertzaina—. A lo mejor porque nosotros somos polis y tú un inmigrante ilegal, ¿o acaso ya has conseguido los papeles?
—Todavía no, pero me falta poco.
—Claro, lo de siempre.
La rabia me quemaba el estómago, como cada vez que salía a relucir aquel tema. Precisamente, no hacía mucho, había pagado un dineral a una abogada para que me arreglara los dichosos papeles, pero lo único que hizo la muy hija de puta fue engañarme valiéndose de falsas promesas. Se había aprovechado de mi situación, al igual que de la de otros extranjeros del barrio, llevándose la pasta y dejándonos a todos plantados, así que me veía otra vez empezando desde cero un proceso largo y penoso que cada vez se hacía más complicado. El único consuelo que tenía era saber que aquella zorra ya estaba en el trullo.
—Vamos, dime —insistió Etxebe—, ¿a dónde vais?
—A Hendaya. —Aposté por decir la verdad por si estuvieran al corriente de nuestro plan, lo cual no me hubiera extrañado en absoluto, dados el control y la estrecha vigilancia que se percibían en nuestra Pequeña África de San Francisco.
—¿Y qué se os ha perdido por allí?
—Vamos a buscar a mi hija, a la estación de tren. Vive en París y viene de visita.
—¿Y cómo es que no me has hablado nunca de ella?
—No sé —me encogí de hombros—, no habrá salido el tema…
—¿Cuántos años tiene?
—Dieciocho —respondí después de un instante de duda, como siempre que me preguntaban por la edad de alguien, incluida la mía propia—. Pero no te preocupes, tiene todos los papeles en regla.
—Puede que ella los tenga, sí; pero tú no, y, si no me equivoco, Hendaya está en Francia, ¿verdad?
Permanecí en silencio.
—¿No te has enterado de lo que hacen ahora los gabachos con los inmigrantes ilegales? —Aguardó unos segundos esperando a ver mi reacción—. Además, ya te hemos dicho que no puedes cruzar la frontera, ¿no? —Claro que me lo habían dicho, y también que ni siquiera saliera de Bilbao sin avisarles, que querían tenerme localizable en todo momento—. Ya sabes lo que te puede pasar si no te portas bien, ¿verdad? Antes de que te enteres, podemos mandarte a tu casita de Burkina Faso. Sin billete de vuelta, claro.
No pude evitar pensar en mi mujer y en los dos hijos que había dejado en Gorom-Gorom. Hacía años que no los veía y después del fallido intento de legalizar mi situación, cualquiera sabía cuánto más tendría que esperar para traerlos conmigo.
—Cambiando de tema… —La voz grave del calvo me hizo abandonar de repente mis recuerdos africanos—: ¿Dónde has estado hoy al mediodía? —El tipo era tan alto como yo, su mirada desafiante quedaba a la altura de mis ojos.
—Por ahí —respondí con tono inseguro.
—¿Por ahí? ¿Por dónde?
—Por Bilbao, paseando.
—¿Paseando o haciendo alguna de tus brujerías? —Su cara de dóberman mostró una especie de media sonrisa a la que no nos tenía acostumbrados—. Por lo que nos han contado, alguien la ha liado parda en la Feria del Libro y un ratón gigante ha aprovechado para convertirse en hombre, un hombre que casualmente se parece mucho a ti y que al final se ha esfumado como por arte de magia. ¿No tienes nada que contarnos?
Aquellos cabrones lo sabían todo, como siempre. Entre las cámaras de seguridad que tenían instaladas por toda la ciudad y las escuchas a través de los móviles… era imposible pegársela.
—Si ya sabéis lo que ha ocurrido, ¿para qué me preguntáis?
—Precisamente porque no está nada claro el móvil que ha desencadenado semejante follón. Estamos buscando posibles implicados… Tú, por ejemplo, ¿por qué te has ido de allí tan rápido?
—Porque me he acojonado. Yo no he visto nada de lo sucedido, pero he empezado a oír gritos, sirenas de la policía…, y he pensado que lo mejor era poner tierra de por medio, por si acaso.
Los dos ertzainas me observaban en silencio.
—Y al final, solo por curiosidad —me atreví a preguntar, aunque no solía dirigirme a los cipayos con tanta confianza—, ¿se puede saber qué ha pasado?
—Aquí las preguntas las hacemos nosotros —respondió Etxebe, tajante—. Y solo por curiosidad —repitió irónico—, ¿se puede saber cuánto te han pagado por hacer de ratón?
—Hoy nada, por largarme antes de tiempo.
—¿Y te van a dejar volver los próximos días?
—Parece que sí. No deben de haber encontrado a ningún otro dispuesto a meterse en ese disfraz, al menos a cambio de lo que ofrecen.
—¿Cuánto te han dicho que vas a cobrar?
—Diez euros por sesión.
—Pues vaya, no está mal… —Se detuvo un momento—. Diez euros por la mañana y otros diez por la tarde, ¿verdad? Teniendo en cuenta que la feria dura unos diez días… ¡Al final vas a sacar una pasta! —añadió, el muy imbécil. No merecía ni respuesta, dejé que continuara hablando.
—A mis críos les encantan los cuentos del ratón Gerónimo Stilton. ¿Te disfrazarías un día para ellos? Cobrando, por supuesto.
Etxebe disfrutaba con sus estúpidas bromas, ya me tenía acostumbrado a ellas.
—Te saldrá mejor si llevas a tus hijos a la feria —respondí—. Allí podrán verme, seguro, y además les firmaré una dedicatoria gratis.
—Bueno, vayamos al grano —cortó el veterano, clavando sus ojos en mí, sin rastro ya de su anterior ensayo de sonrisa—. Necesitamos testigos que puedan aportar algo sobre lo sucedido este mediodía.
Miré el reloj de mi muñeca por enésima vez. Aunque aquel par de tocapelotas nos dejaran en paz, aunque nos dieran permiso para irnos inmediatamente, ya era imposible llegar puntuales a Hendaya. Me sentí un perfecto imbécil por no haber calculado mejor el tiempo. Sira llegaría enseguida a la estación, y si no me encontraba allí… Tenía que avisarla.
—Os contaré todo lo que sé, por supuesto —les dije a los ertzainas—, pero ¿me dejáis hacer una llamada primero?
—¿A quién tienes que llamar?
—A mi hija.
El calvo asintió dándome permiso como si me estuviera perdonando la vida. Saqué el móvil y marqué el número de Sira mientras me apartaba unos pasos. Daba señal…, por lo menos tenía cobertura en el lugar donde se encontraba. Esperé a que contestara la llamada.
Me moría por ver otra vez a mi niña, la putada era que, sin papeles, yo no podía ir a París. Durante los últimos meses había pedido a Sira, más bien le había rogado, que viniera a visitarme a Bilbao, pero ella siempre encontraba alguna excusa para decirme que no, y aquello no hacía más que alimentar mis sospechas más oscuras sobre su modo de vida. Sin embargo, un día, de repente, cuando ya había perdido toda esperanza, recibí una llamada suya avisándome de que vendría a pasar unos días conmigo. Fue una conversación breve, no me dio muchas explicaciones, pero sí noté cierto temblor en su voz, no sé…, parecía estar nerviosa por algo. Apenas unas palabras para decirme que ya había comprado el billete de tren. Anoté la fecha y la hora de su llegada en un trozo de papel y lo guardé con una mezcla de alegría y preocupación. Me extrañaba mucho este cambio tan repentino, pero, después de tanto tiempo sin verla, estaba tan ansioso por abrazarla de nuevo que, al final, la ilusión del reencuentro pudo con todos mis recelos.
Los dos ertzainas no me quitaban ojo mientras yo esperaba con el auricular pegado a la oreja. La señal de llamada se cortó con un pitido intermitente. Volví a intentarlo… con el mismo resultado. Y una tercera vez, pero nada… Quizás Sira estaba todavía en el tren, seguro que con el traqueteo no podría oír el teléfono.
Volví afligido hasta el coche, donde me esperaban los policías con Osmán. El tema de mi hija tendría que esperar, así que me armé de paciencia y resignación, mentalizándome para responder a las preguntas de Etxebe y el calvo.
La verdad, tampoco pude aclararles gran cosa, porque la movida del mediodía me había pillado en la otra punta de la feria. Les juré que no mentía, que no había visto nada de nada y, por supuesto, que yo no tenía ninguna relación con el pirado que había montado aquel follón, que si había salido corriendo, había sido por miedo. Al final se dieron por vencidos y dejaron de interrogarme; “demasiado fácil —pensé—, esto no huele bien…”.
—Vale —dijo Etxebe, sobreactuando con un suspiro—. Digamos que vamos a creerte y de momento nos olvidamos de este asunto. Aunque… claro… —Forzó un silencio que me dio muy mal rollo—. Esto aumenta un poco la deuda que tienes con nosotros, te das cuenta, ¿verdad?
Otra vez aquella monserga, el favor que nunca terminaba de devolverse, la deuda que nunca quedaba saldada. Era jodida aquella sensación de estar siempre cogido por los huevos. ¿Qué coño iban a pedirme ahora?
El calvo hizo un gesto a Etxebe y este se dirigió a Osmán:
—Venga, saca la documentación de esta chatarra del medievo.
Mientras ellos iban hacia la puerta del copiloto, el jefe me hizo una seña para que me acercara. Me llevó unos metros aparte y comenzó a hablarme con tono reservado, como si fuera a hacerme alguna confidencia.
—¿Vas a menudo a la mezquita?
—Nunca —respondí, sin comprender a qué venía aquello.
—¿No eres un buen musulmán?
—Ni bueno ni malo, yo soy animista.
—Es verdad, no me acordaba. —Lo dijo con un tono más despectivo que burlón—: Touré, el poderoso vidente que domina tanto la magia blanca como la negra… —Después de repetir casi literalmente lo que yo anunciaba en mis tarjetas, me dirigió una mirada que pretendía pasar por amistosa—. Bueno, tonterías aparte, voy a ponerte en antecedentes, a ver si te enteras de qué es lo que esperamos de ti. Seguramente habrás oído hablar de esas células islamistas que últimamente proliferan como setas… No es un problema solo de aquí, se trata de un fenómeno cada vez más común en todos los países occidentales; pero ahora nos preocupa que pueda aparecer algo de eso en la cloaca de San Francisco. Queremos saber lo que pasa en el entorno de la nueva mezquita, y nos vendría muy bien tener a alguien de confianza dentro; un amigo africano, por ejemplo…
Me quedé mirándole en silencio, confuso. No sabía qué decir, pero tenía que inventarme algo rápidamente, una disculpa que me librara del marronazo que pretendían endosarme.
—Pues, para eso yo… precisamente no soy la persona más adecuada…, no creo, no; de ninguna manera —respondí.
—No tendrías que hacer gran cosa. Solamente ir a rezar, escuchar al imán, estar entre la gente… y avisarnos si ves algo sospechoso, claro.
—En el barrio todos me conocen y saben de sobra que yo no soy musulmán. Si de repente mañana empiezo a ir a la mezquita, va a parecer muy raro. Será mejor que os busquéis a otro.
Me imaginaba que no iba a ser fácil convencerle, pero si algo tenía claro era que no estaba dispuesto a hacer de topo ni de chivato. Hacía algún tiempo que me estaban proponiendo trabajitos por el estilo, casi siempre relacionados con el tráfico de drogas. Ya tenía muy oído eso de “no tendrías que hacer gran cosa”. No, qué va…, solo husmear un poco por ahí, entrar en algún local sospechoso, comprobar la implicación de alguna persona en concreto… Me la podía jugar con las hampas de la Pequeña África. No quería problemas con esa gente, pero al mismo tiempo tenía que mostrarme dispuesto a colaborar con la poli, pues era consciente de que, en ese momento, la amenaza más real e inmediata para mí era la propia pasma. Por eso, con el fin de mantener un equilibrio que no siempre resultaba fácil, de vez en cuando les soltaba algún chivatazo, cosillas sin demasiada importancia que normalmente ellos ya sabían. Aun así, cada vez me costaba más encontrar una justificación para mis actos, ya estaba cansado de andar todo el tiempo en la cuerda floja, cansado y asqueado…, sentía vergüenza de mí mismo.
Yo no sabía nada de células islamistas, ni falta que me hacía. Solo deseaba que la policía me dejara en paz, y ya no se me ocurría qué más podía decir, así que, jugada mi baza, esperé en silencio la reacción del ertzaina. Pero él no replicó, se limitó a lanzar una mirada a Etxebe, y este, a su vez, asintió levemente antes de volverse hacia Osmán. A esa hora ya salían centenares de personas por las puertas del Euskalduna. El mismo público exquisito que hacía unos minutos se deleitaba con Donizetti, ahora parecía disfrutar con otro tipo de espectáculo. Unos nos miraban con extrañeza, otros con curiosidad morbosa… A mí aquello me daba igual, pero juraría que los cipayos empezaban a sentirse incómodos.
—Piensa bien lo que te he dicho, ¿vale? —El calvo abandonó su anterior tono de confidencialidad, subió un poco el volumen de la voz y me habló con su gravedad habitual—. Esta puede ser tu última oportunidad. Recuerda: si no puedes ayudarnos, no te necesitamos para nada; pero si te portas bien… quién sabe, tal vez consigas el permiso de trabajo y residencia en un abrir y cerrar de ojos. Si queremos, nosotros también podemos hacer magia, ¿sabes?
Asentí con resignación.
—Y tú —se dirigió entonces a Osmán, utilizando el mismo tono amenazante que había usado conmigo—, llévate esta chatarra de aquí ahora mismo. La próxima vez te empapelo, este sitio está reservado para motos, ¿es que no sabes leer? —apuntó con un dedo hacia la señal.
Me dieron ganas de imitar su gesto y apuntar yo también con dedo acusador, pero en otra dirección, hacia allí donde había otros coches igualmente mal aparcados, aunque su carrocería fuera mejor que la de nuestro viejo R-5. Los propietarios eran algunos de aquellos amantes de la ópera que estaban saliendo del teatro y que, por supuesto, también tenían mejor pinta que nosotros.
—Entonces, ¿podemos irnos? —preguntó mi compañero de piso.
Los ertzainas ni siquiera se dignaron responder. Nos dieron la espalda y se alejaron de allí con ese andar altanero y prepotente tan típico de ellos.