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Etxebe y el calvo iban de paisano. Últimamente apenas se les veía patrullando por San Francisco y me los topaba de incógnito en los sitios más inesperados, a pie o en coches de la secreta. Podría pensarse que les habían ascendido, quizá por hacer bien las cosas, quizá por ser un poco más cabrones que el resto de sus colegas. Fuera cual fuese la razón, el caso es que parecían sentirse muy cómodos en su nuevo puesto (sobre todo Etxebe) y conservaban intactas las ganas de joderme.

—¿Hoy no vas a sacar tiempo para ir un rato a la mezquita? —me preguntó el policía chistoso.

—Hoy es sábado y toca trabajar. El día festivo de los musulmanes es el viernes. Quién sabe, a lo mejor me doy una vuelta por allí la semana que viene.

Estaba hasta los huevos de su chulería, harto de vivir acobardado y de obedecer sin rechistar. A veces no aguantaba más y me atrevía a plantarles cara respondiendo con el mismo tono de burla que ellos utilizaban conmigo; sin embargo, en aquella ocasión me arrepentí al instante, en cuanto vi que el calvo fruncía el ceño. Aunque no era hombre de muchas palabras, en realidad él era quien cortaba el bacalao y, llegado el momento, acojonaba bastante más que Etxebe.

—Te crees muy gracioso, ¿verdad? —dijo, con cara de asco—. Pues a mí no me hace ni puta gracia, y más te vale tenernos contentos, porque, de lo contrario, te podemos joder bien jodido. ¿Sabes que con el atentado de ayer tenemos suficiente para enjaularte un par de años?

—¿Atentado? —Me costó comprender a qué se refería—. ¿Lo del pastel? ¿Estás de broma?

—¿Tú qué crees? —Su mueca me dejó claro que no, que de bromas nada—. Estás metido hasta las cejas en esa historia. Las imágenes de las cámaras muestran que estabas aquí cuando se produjo la agresión, y que desapareciste a toda leche en cuanto detuvieron al tipo.

“Y que esa misma noche me reuní con el peligroso terrorista para compartir unos cacahuetes”, pensé; pero, visto el humor del calvo, preferí moderar mi respuesta:

—Ya os dije que yo no tengo nada que ver con ese tema, y que me largué por miedo. Además, no fue más que una pequeña gamberrada.

—¿Qué quieres, que te lo repita? Aquí los que cometen esa clase de gamberradas pueden acabar en la cárcel, y sus colaboradores también, ¿es que no te entra en la mollera?

A decir verdad, no. Me parecía increíble que alguien pudiera ir a chirona por untar de merengue la cara de otra persona, cuando en el mismo Bilbao sucedían cada día cosas mucho más graves que salían gratis.

—Por lo que he oído —traté de quitar hierro al asunto—, el agresor era un pobre hombre.

—Un pobre hombre al que todos conocemos bien, ¿a que sí? —Hizo una pausa para observar mi reacción, pero yo ni siquiera abrí la boca—. Así se empieza, con un pastelazo, luego se lanza un zapato, después una piedra… y al final esos pobres hombres se ponen un cinturón de explosivos y hacen volar por los aires cualquier cosa que les ordenen.

Tras soltar semejante majadería, el tío se me quedó mirando fijamente, y remató la frase con su voz más oscura:

—Te queremos metido en la mezquita, y también nos vas a contar lo que escuches en el Berebar.

La segunda exigencia me pilló desprevenido. Era lo que me faltaba, hacer de topo en mi local preferido de San Francisco, el pacífico rincón que gobernaba mi colega Chihab. No pude sostenerle la mirada al calvo, su propuesta me estaba causando un buen sofocón.

—¿Qué se supone que pasa en el Berebar? —tanteé.

—No estamos seguros, por eso queremos que tú nos lo cuentes. Lo que está claro es que allí entra gentuza de todo tipo, lo mejor de cada casa: los africanos que trapichean en San Francisco, los miembros más radicales de las asociaciones del barrio… y, por si fuera poco, es donde los representantes de las diferentes tribus se reúnen para tomar decisiones. ¿Te parece poco? Seguro que en ese antro se escuchan cosas muy interesantes, siempre que uno tenga el oído fino, claro.

Al menos en una cosa, el poli había dado en el clavo. Si en San Francisco hay un local cosmopolita, ese es el Berebar. Allí todos nos sentimos cómodos, ya seamos negros, magrebíes, sudamericanos o bilbaínos de toda la vida. Y a mí también me ha parecido siempre que por ese lugar pasa lo mejor de cada casa, pero no en el sentido irónico utilizado por el ertzaina, sino de verdad. Los representantes de los principales grupos étnicos, entre ellos el propio Osmán, solamente pretenden arreglar los problemas de nuestra Pequeña África, y esos a los que llaman radicales siempre están ahí, dando el callo por los más débiles. El problema es que los planteamientos de esta gente siempre incomodan a los gobernantes, nunca coinciden con sus planes… Y es que es imposible entenderse con quien, en realidad, no tiene ninguna intención de hacer desaparecer la marginalidad de San Francisco.

El Berebar nunca ha sido un foco de problemas, mucho menos con temas de droga, yo jamás he visto trapicheos en su interior. Y en lo que se refiere al otro sitio en el que los ertzainas querían que metiese el morro, la mezquita, se podría decir algo similar. Allí ni drogas ni navajas ni explosivos, nada de nada. Es justo el lugar donde van a rezar los musulmanes más honrados de la Pequeña África, el último rincón donde alguien pensaría en maquinar un atentado. Yo tenía muy claro que ni el Berebar ni la mezquita no eran lugares conflictivos, pero a los cipayos se les había metido entre ceja y ceja que formaban parte del eje del mal. ¿Qué podía hacer yo para convencerles de lo contrario? En cualquier caso, no tenía ninguna intención de convertirme en un soplón y traicionar a mi gente de confianza llevando sus ideas y planes hasta la policía. Me las tendría que apañar para seguir manteniendo el difícil equilibrio de los últimos tiempos.

Parecía que el calvo esperaba una respuesta. Yo a duras penas podía disimular mi nerviosismo, sentía gruesas gotas de sudor deslizándose por mi cuerpo. Entre la tensión de ese encuentro con los ertzainas y el bochornazo de ese día, me estaba quedando empapado. Me resultaba asfixiante ese control férreo de la policía, tan asfixiante como aguantar dentro del disfraz cuando fuera se superaban los 30 grados. Etxebe se dio cuenta de que lo estaba pasando mal y se aproximó para ayudarme a salir del apuro:

—Vamos a dejar que lo consulte con la almohada —propuso, haciendo un gesto de complicidad a su compañero. Luego se dirigió a mí—. Pensarás en lo que te hemos dicho, ¿a que sí?

No tuve más remedio que asentir.

—Tú no cambies de rutina, sigue yendo como siempre al Berebar —prosiguió—, y si algún día captas algo sospechoso, nos das un toque y ya está. Por ahora con eso tenemos suficiente. ¿Te parece bien?

No dije ni que sí ni que no.

—Y en cuanto a lo de la mezquita… —añadió—. Bueno, no hace falta que vayas hoy corriendo al rezo del atardecer, lo puedes dejar para mañana o pasado, porque ahora lo que toca es ganar un dinerillo para enviárselo a la familia, ¿verdad? —me dedicó una de sus sonrisitas de imbécil—. Por cierto, hablando de la familia, ¿qué ha pasado al final con tu hija, se arregló para venir sola hasta Bilbao? ¿Cuándo nos la vas a presentar?

—Todavía no ha llegado, he tenido que enviar a una amiga a buscarla. —Intenté dar un tono de reproche a mis palabras.

—¿Qué amiga?

—Cristina, la de la farmacia.

El mero hecho de escuchar ese nombre fue suficiente para que el calvo sustituyera su gesto agrio por una sonrisa tan estúpida como la de su colega.

—¿La guarrilla pelirroja? —Aquello me puso a cien.

—¿Todavía hace mamadas a dos euros? —añadió Etxebe.

Cada vez que salía el tema me daba un ataque de cólera. Malditos hijoputas, sabían de sobra que Sa Kené ya no ejercía, que había empezado una vida nueva y llevaba casi un par de años trabajando en la farmacia.

—¿Dónde se pide la vez? —remató el calvo.

No pude aguantar más. En unos segundos me libré del disfraz de ratón y lo arrojé al suelo.

—¡Me largo! —les dije, saliendo del stand.

—¿A dónde? —el calvo.

—¿Estoy detenido?

—No.

—Entonces puedo ir adonde se me ponga, ¿verdad?

—¡Por supuesto! ¿Te lo has pensado mejor y vas a rezar a la mezquita?

—¡Iros a la mierda! —murmuré, dándoles la espalda. En cualquier otro momento esa respuesta habría tenido graves consecuencias, pero entonces tan solo provocó las risotadas de los dos policías. El chaparrón, no obstante, me llegó por otro lado; mientras me alejaba, oí unos gritos a mi espalda, giré la cabeza y vi que el librero de Etxean venía a toda prisa detrás de mí.

—¿A dónde te crees que vas? —voceó todo gallito mientras me adelantaba para cortarme el paso.

—¿A ti qué te importa?

—Me importa mucho. Hemos hecho un trato y lo tienes que cumplir. Si te largas ahora, ni se te ocurra volver —dijo en tono amenazante.

—Tranquilo, no vas a verme más por aquí. —Le esquivé y continué hacia adelante.

—Ya sabía yo que no podía fiarme de ti. —Estaba rabioso de verdad, casi tanto como yo—. Todos los negros sois iguales, unos impresentables.

Me detuve y sentí ganas de volver adonde aquel miserable para romperle los morros de un puñetazo; pero no me convenía complicar las cosas todavía más y seguí caminando mientras los ertzainas se divertían con el espectáculo.

—Mejor que te largues, sí —añadió el librero—, me has atufado el puesto con tu olor a mierda. ¿No te has limpiado bien el culo o qué? ¡Vuélvete a África!

Me detuve en seco y sentí otra tentación, la de volver al stand y contarles a su mujer y a su hija que el señor de la casa no trataba así a todos los africanos, que con las prostitutas nigerianas de la Palanca se arreglaba mucho mejor, aunque regatease el precio hasta con las más baratas. Estuve a punto de hacerlo, sí; pero al final no quise ser tan cruel. Aquellas pobres ya tenían bastante castigo con aguantar a semejante tipejo, ¿qué ganaba yo con aquello? No merecía la pena seguir allí ni un segundo más, de modo que eché a andar y continué sin mirar hacia atrás. Al llegar a la par del último árbol del Arenal, me detuve y examiné mis zapatos. No vi rastros de caca; pero, entre la que había pisado antes (la de los perros del barrio), y la que me estaban echando encima (los perros con pistola), la verdad es que me sentía pringado de mierda desde la cabeza hasta los pies. Restregué con rabia las suelas de los zapatos contra unos hierbajos secos hasta que los arranqué de la tierra.