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Entre unas cosas y otras, Cristina no avistó Bayona hasta última hora de la tarde del sábado, y cuando por fin llegó al barrio de la estación, maldijo una vez más que la gente de ese lado de la frontera tuviera la costumbre de retirarse tan temprano. De cualquier modo, no se dio por vencida, continuó buscando a alguien que pudiera darle alguna pista sobre el paradero de Sira, preguntando aquí y allá entre las pocas personas que aún quedaban en la estación y sus inmediaciones; pero nadie supo darle cuenta de ella, ni el empleado del ferrocarril ni el mozo del café ni el hostelero que ya echaba la persiana a su establecimiento…, todos respondieron con un gesto negativo al observar la fotografía de la chica. Insistió durante horas sin obtener ningún resultado y, al final, agotada y sin ánimo para continuar, decidió alojarse en un hostal de la ciudad confiando en que a la mañana siguiente sentiría sus fuerzas renovadas.
Sin embargo, a pesar del cansancio, la cabeza de Cristina no ha dejado de trabajar durante la noche. La preocupación la ha mantenido en estado de vigilia, impidiéndole caer en un sueño profundo. Apenas despuntaba el alba cuando se ha levantado con la determinación de acudir directamente a la Gendarmería de Bayona. Y así lo ha hecho, pero no ha tenido más éxito que en Hendaya. Los policías la han recibido con una educación exquisita, la han escuchado atentamente y han tomado nota de todo lo que ella les ha dicho, incluso han hecho una copia de la fotografía de Sira… Aun así, Cristina intuye que ese interés solo es fachada y que en realidad no piensan hacer nada; de hecho, ni siquiera tenían la notificación de su visita a la comisaría de Hendaya. Le han prometido que se pondrán manos a la obra, que harán todo lo que esté a su alcance y que, en caso de averiguar algo, la avisarán sin pérdida de tiempo; pero ¡quién sabe hasta qué punto se implicarán! De lo único que está segura es de que ella no debe abandonar la búsqueda de la hija de Touré, y esa idea es la que la ha llevado de vuelta a la estación.
Ha continuado indagando entre los posibles testigos que se encuentran dentro del elegante edificio, pero como sigue sin sacar nada en limpio, sale a la Plaza de la República, y va derecha a la parada de taxis. Ahí logra convencer a un taxista para que pregunte por radio entre sus colegas si alguno de ellos recogió la noche del viernes a alguna chica que pudiera responder a la descripción de Sira. Parece una buena iniciativa, aunque solo se trata de otro intento baldío.
El desánimo empieza a calar en ella y vuelve a poner en duda sus dotes de investigadora, pero no quiere tirar la toalla y piensa que lo más razonable es seguir preguntando en los establecimientos de la zona, a pesar de que eso tampoco augure muy buenos resultados, ya que, siendo domingo por la mañana, la mayoría de las persianas están echadas, igual que cuando Sira llegó a Bayona…
Tal y como se temía, solo obtiene negativas cada vez que saca la foto de la joven burkinesa, y así ha llegado hasta un local situado en un extremo de la plaza, un modesto kebab que está abierto hasta la media noche, según reza una nota pegada en la puerta. Ya estuvo aquí la víspera, pero ahora el camarero es otro, un magrebí de mediana edad, y eso hace que se encienda una tenue llama de esperanza en ella. Cuando el empleado del restaurante estira el cuello para ver mejor la foto de Sira desde el otro lado del mostrador y hace un gesto afirmativo con la cabeza, Cristina olvida el cansancio de repente y todos sus sentidos se ponen en alerta.
—Sí, la vi pasar por aquí enfrente el viernes por la noche, al poco de llegar el tren de París —comenta el camarero.
—¿Estás seguro de que es ella? —La pelirroja insiste, acercándole un poco más la pantalla del móvil.
—Sí, sin duda. Una chica como esa no pasa desapercibida.
A pesar de la excitación causada por el hallazgo de una posible pista, Cristina logra mantener la lucidez suficiente para sacar el máximo partido a esa oportunidad. El magrebí parece dispuesto a colaborar y ella dispara toda una batería de preguntas.
—¿Iba sola? —interroga.
—No, la acompañaba un hombre.
—¿Te fijaste en cómo era?
—Negro, de unos cuarenta años, estatura media…
—¿Y no había un bebé con ellos?
—No.
La rotundidad de esta negativa desconcierta a la pelirroja, pero la información sigue fluyendo y de momento no tiene tiempo de sacar conclusiones.
—En realidad pasaron los dos juntos hacia allí —continúa el camarero, mientras señala con la cabeza la dirección que tomaron Sira y su acompañante—, pero al cabo de un rato el hombre volvió solo.
—¿A la estación?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo pasaría desde que le viste pasar con la chica hasta que él volvió?
—Pues un buen rato…, media hora… —no parece muy seguro—, quizás un poco más. Llegó a paso ligero hasta un coche que le esperaba en el parking, se metió dentro y se fueron sin perder un segundo.
—Has dicho que se fueron. O sea, que no estaba solo.
—No, claro; había otro hombre al volante.
—¿Pudiste ver si también era negro?
—Sí, también era negro.
La inquietud va creciendo en Sa Kené, su cabeza está en plena ebullición.
—¿Recuerdas la marca de coche?
—Era un Ford Focus, azul, de lunas oscuras.
—¿Y la matrícula?
—No sé, tanto no me fijé.
—Y ¿no se te ocurrió llamar a la policía? —replica ella.
—¿A la policía? ¿Por qué? —pregunta extrañado el empleado del kebab.
Cristina enseguida comprende que la reacción del camarero es totalmente lógica, ¿cómo va a adivinar él lo que ha sucedido o quiénes podrían ser esos hombres? Él no conoce a Sira, no sabe que ha desaparecido y mucho menos que hay una niña de por medio.
—¿No viste nada extraño —insiste la pelirroja— en el comportamiento de la pareja al pasar por aquí?
—Extraño ¿en qué sentido?
—¿Te pareció que la chica podría estar asustada?
El camarero se toma unos segundos para responder:
—No sé, tal vez un poco cabizbaja sí que iba, pero tanto como asustada… no lo creo.
—Me has dicho que el hombre que la acompañaba era negro y de estatura media. ¿Podrías darme algún otro detalle sobre su aspecto, manera de vestir…?
—No le vi muy de cerca, pero no me pareció que tuviera nada especial. Iba bien vestido, eso sí. Tenía buena presencia, no es que fuera de traje, pero era un tío elegante. Pensé que posiblemente sería el padre de la chica, parecía una persona respetable. El otro hombre, en cambio…
—El otro hombre ¿qué? —apremia ella.
—No sé, no le vi muy buenas pintas. Estuvo esperando todo el rato en el parking, fumando sin parar. Entró aquí para comprar cigarrillos y cuando le respondí que no despachamos tabaco ni alcohol me echó una mirada que no me gustó nada. No parecía muy amistoso, la verdad.
—¿Y ese tipo tenía algo especial que lo distinguiera?
—Aparte de la cara desagradable, nada. También iba bien vestido y, bueno, llevaba dos pendientes en la oreja izquierda, si eso se puede considerar especial…
—¿Cómo eran los pendientes?
—Un aro dorado bastante grande y una media luna de plata. De todas formas, ese tío no era un buen musulmán, eso seguro.
—¿De dónde crees que podrían ser esos hombres?
—Yo diría que de algún país anglófono: Nigeria, Ghana, Sierra Leona…
Sa Kené exhala un leve suspiro antes de continuar:
—¿A dónde lleva la dirección que tomaron la chica y su acompañante?
—Por ahí en línea recta, no muy lejos, está el puente del Espíritu Santo, que cruza el río Adour hacia la Pequeña Bayona, y siguiendo hacia delante, al final se llega a la Nueva Bayona.
La farmacéutica metida a detective tiene la impresión de que ya ha sacado todo cuanto podía del camarero del kebab. Le da las gracias y se despide de él, viéndose obligada, en el último momento, a esquivar las preguntas que este le hace picado por la curiosidad. Al final se escabulle como puede y sale a la plaza orientando sus pasos en la misma dirección que al parecer tomó Sira el viernes por la noche.
Camina con la incertidumbre de no saber hasta dónde llegará, solo sabe con certeza que tiene que seguir adelante. Al cabo de unos minutos ya está en el puente del Espíritu Santo. Comienza a cruzarlo, pero a medio camino se detiene y se asoma al río apoyando los codos en la barandilla. El caudaloso Adour discurre por debajo, ya próximo a su desembocadura, y ella respira hondamente la brisa que llega del mar y ensortija sus cabellos con una suave caricia. Necesita meditar un rato antes de continuar. Unas gaviotas en el cielo le hacen recordar las palabras de Touré durante la última conversación que mantuvieron. Decía que le había parecido escuchar graznidos a través del teléfono de Sira. Tal vez la solución del enigma se halle en las márgenes de esa ría, siente que la respuesta está cerca, aunque de momento no puede verla.
Por un momento piensa que lo más lógico sería dejar la investigación en manos de profesionales. Tal vez debiera regresar corriendo a la gendarmería para informar de sus últimas averiguaciones e insistir en que una chica y un bebé podrían estar secuestrados. Pero no lo tiene nada claro, ¿cómo la recibirán si vuelve por allí?, ¿la tomarán en serio o pensarán “otra vez esta pesada”? ¿Habrán empezado ya a buscar a Sira?
Está hecha un lío, tal vez Touré fuera más resolutivo que ella y viera con algo más de claridad lo que conviene hacer. En estos momentos le echa muchísimo en falta y, al mismo tiempo, siente un repentino ataque de culpabilidad, ¿hace bien en ocultarle información? Lo hace por su bien, para evitarle angustias inútiles, pero ¿con qué derecho puede ella actuar así? Tal y como están las cosas, debería llamarle sin demora y contarle todo lo que ha descubierto.
Mira el reloj, han pasado poco más de cinco minutos desde que ha salido de la plaza de la República y le asaltan nuevas dudas: ¿qué sentido tendría que Sira y su acompañante fueran caminando hasta el centro de la ciudad si disponían de un coche?, ¿es posible realizar ese trayecto de ida y vuelta en media hora, como se supone que había hecho el hombre?, ¿y si no tomaron ese camino?, ¿y si no terminaron de cruzar el puente? Cristina observa el caudal del río, no puede evitar un pensamiento maligno y un escalofrío recorre su cuerpo. Entonces trata de buscar argumentos contrarios a esa terrible sospecha: observa que circula bastante tráfico por el puente, también pasan algunos peatones, el lugar está bien iluminado… No, en su opinión no pudo suceder algo así. Sin embargo… ¿habrá el mismo movimiento en esa zona los viernes por la noche?, ¿o todo estará mucho más solitario?…
Intenta convencerse a sí misma de que la pareja no tomó esa ruta, da la vuelta y retrocede hacia el barrio del Espíritu Santo. Desciende hasta la orilla del Adour y sigue caminando sin rumbo fijo por el paseo que la lleva río arriba, hasta que llega frente a un pequeño parque con una fuente que no funciona y unos bancos de madera. Allí se detiene y, observando las torres gemelas de la catedral que sobresalen por encima de los edificios del otro lado de la ría, escucha los graznidos de las gaviotas. Más dudas: ¿Quién pulsó el botón de aceptar llamada en el teléfono de Sira cuando Touré oyó a las aves? Si fue ella misma, ¿por qué no respondió? ¿Tal vez fuera otra persona? ¿Pero quién?
Cristina ha marcado ese número muchas veces durante las últimas horas, y nunca ha obtenido respuesta. De todos modos, decide intentarlo de nuevo, y, tal y como esperaba, vuelve a suceder lo mismo que en anteriores ocasiones: el aparato da señal, pero no responde nadie. Aun así, hay algo que la pone en alerta… No tiene muy claro qué puede ser y entonces se deja llevar por su instinto, se gira y vuelve a marcar el número, pero esta vez de espaldas al río. Al poco de escuchar en su auricular la primera señal de llamada, le da la impresión de que hay un teléfono sonando en el parque de enfrente. Vuelve a probar mientras comienza a caminar hacia allí. Ve a un vagabundo negro sentado en un banco, parece que intenta ocultar algo. Cristina pulsa el botón rojo, y el sonido ahogado que sale de entre las ropas de ese hombre se silencia. Se acerca aun más, vuelve a llamar, y la señal se repite en el bolsillo del indigente. Se siente aturdida, pero no hay duda: ese individuo tiene el teléfono de Sira. Recuerda las palabras del encargado del kebab: “…era negro…”, “tenía buena presencia…”, “…parecía una persona respetable”. ¿Qué demonios…? El sin techo y Sa Kené se observan en silencio.