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Salí a toda leche, pero no pude llegar muy lejos. En cuanto puse los pies en el puente de Cantalojas, la frontera simbólica que nos separa del Bilbao Blanco, vi acercarse en sentido contrario a una pareja que últimamente siempre aparecía en el momento más oportuno. Maldije el alma de aquellos hombres y justo cuando nos íbamos a cruzar, tal y como ya suponía, me dieron el alto.

—¡Hombre, Touré! ¡Cuánto tiempo sin verte! —dijo Etxebe, en plan vacilón.

Me dieron ganas de tirar a aquellos dos cerdos a las vías del tren; pero lo único que hice fue lanzar con rabia los cacahuetes que llevaba en las manos.

—Cuidado con las basuras —me advirtió el calvo—, que no estás en África.

Preferí seguir en silencio.

—¿A dónde vas con tanta prisa? —otra vez Etxebe.

Me pregunté si sería producto de la casualidad que aquellos dos tipejos pasaran por allí precisamente en aquel momento, y llegué a la conclusión de que no. ¿Habrían pinchado otra vez mi teléfono móvil? ¿Me estarían vigilando a través de las cámaras? Y en cualquier caso, ¿no tenían otra cosa mejor que hacer que putearme?, ¿tan importante era yo?

—Responde, ¿a dónde vas? —insistió el ertzaina.

—A Termibús —respondí, con desgana.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué autobús piensas coger?

—El de Irún.

—¡Coño! ¿Qué se te ha perdido por allí? No tendrás intención de cruzar la frontera, ¿verdad?

—Pues sí, eso es lo que pienso hacer —respondí asqueado, harto ya de jueguecitos.

Los dos ertzainas callaron un momento, como sorprendidos ante la brusquedad de mi respuesta. Miré el reloj, tenía que largarme pitando, y pensé que mi única opción para conseguirlo era contarles la verdad. Ya sabían lo de la visita de mi hija, así que les expliqué sin tapujos la razón de mi viaje: que tenía que ir en busca de Sira a la fuerza, que posiblemente le había sucedido algo malo, que era un tema muy urgente…

Su reacción fue un silencio desconcertante. No advertí ningún cambio en el rostro serio del calvo, pero quise adivinar cierta comprensión en el gesto de Etxebe.

—Por favor, no sigáis jodiéndome —rogué—; dadme solo un par de días, no os pido más.

Me repugnaba verme en la necesidad de rogar compasión a aquellos cabrones, pero no veía otra salida que humillarme ante ellos.

—Si te dejamos marchar —dijo el calvo—, ¿te portarás mejor con nosotros cuando vuelvas?

Mientras escuchaba aquella maldita pregunta me vino a la mente la imagen de Sira. ¿Dónde demonios estaría?

—Sí —respondí, tragándome la poca dignidad que me quedaba.

—¿Nos contarás cosas sobre el Berebar y la mezquita?

Volví a mirar el reloj, los minutos volaban, iba a perder al autobús…

—Sí.

—Y ¿nos informarás sobre los trapicheos que se traen entre manos en el locutorio de tu colega Osmán?

—Sí.

Ni siquiera pensé mis últimas respuestas, en aquel momento de angustia habría firmado sin dudar un contrato para ir directo al infierno.

El calvo irguió la espalda sacando pecho y mostró esa sonrisilla de quien se sabe vencedor.

—¿Nos das unos cacahuetes? —añadió, mostrando la palma de su manaza—. Con tanto trabajo no hemos tenido tiempo ni de merendar.

Le di unos pocos y él, perdonándome la vida una vez más, se apartó dejando un huequecito en la estrecha acera mientras me indicaba con la cabeza que ya podía pasar hacia el Bilbao de los blancos.