Capítulo 9
-Siento haberte gritado así —dijo Ryerson despacio.
—Bueno, no importa. Hay circunstancias atenuantes —replicó Virginia magnánima—. ¿Quién sabe? En una situación similar, tal vez yo hubiera hecho lo mismo.
Ryerson sonrió brevemente.
—Muy amable —dijo.
—Bueno, luego seguimos con esto —dijo Virginia—. Cuéntame ahora todo lo que sepas de este lío.
Virginia se reclinó en la silla, y lo observó. Realmente parecía haber pasado un mal rato.
Ryerson comenzó a pasear de arriba abajo de la estancia.
—Pues no sé mucho más, aunque sí lo suficiente para estar preocupado. Al parecer, una camarera encontró el cuerpo de Brigman el mismo día que nosotros salimos de la isla.
—Tú dijiste que el hombre que entró en nuestro cuarto no estaba armado. Sin embargo, de haber sido el asesino, hubiera llevado un arma, o algo.
—O algo. A Brigman lo mataron con un cuchillo. Es posible que yo no lo viera en la oscuridad.
Sólo con pensado, Virginia sentía un estremecimiento.
—Y tú que lo seguiste desnudo… Qué horror, ¿verdad?
—Desde luego. No me gusta nada, A. C. conocemos a un jugador que se cree acompañado de la diosa fortuna, pero que pierde contra mí. Como no tiene dinero con qué pagarme, me da el brazalete. Lo siguiente que pasa es que lo matan, y registran nuestra habitación del hotel. Y una semana después de volver, registran tu casa.
—¿Crees ahora que el que entró en mi casa quería el brazalete?
—Es posible —dijo Ryerson—. Ya le comenté a la policía de aquí lo que había sucedido, y prometieron ponerse en contacto con la policía de Toralina, pero es mejor no esperar demasiado de ello. La cooperación policial internacional no funciona como en las películas. Hay mucho papeleo.
—Y como todo aquello en que hay papeleo, irá muy despacio.
—Probablemente. Además me dio la impresión de que ninguno creía posible una conexión entre los hechos de Toralina y los de aquí. Muy improbable, me dijeron. Según la policía de Toralina, Brigman era un hombre enteramente dedicado al juego, que no tenía amigos ni se relacionaba con nadie.
—¿Les contaste lo del brazalete?
—Bueno —dijo Ryerson—. A la policía de Toralina le dije que le había ganado una joya antigua a la víctima. Pero no vieron ninguna relación.
—O sea que nadie cree que el brazalete tenga que ver con todos estos incidentes.
Ryerson sacudió la cabeza.
—Hay que admitir que parece bastante improbable. ¿Cómo iba a saber el asesino dónde encontramos? Lo lógico, Ginny, es que no haya ninguna relación entre el ladrón-asesino de Toralina y el gamberro de aquí.
—Sí —admitió Virginia—. De todas formas, me alegro de estar aquí contigo, y no sola en mi casa.
Ryerson detuvo su nervioso ir y venir.
—Vaya, me alegro de que encuentres algo positivo en tu traslado.
Virginia sonrió serenamente.
—Hombre, aparte de los gritos que me has dado hace unos minutos, la experiencia está siendo muy agradable.
Ryerson frunció el ceño.
—«Agradable». ¿Eso es lo que te parece? Estás viviendo conmigo, Ginny, no pasando unas vacaciones en la costa.
Virginia dejó de sonreír al notar su malhumor.
—Ya lo sé, Ryerson.
—«Agradable» —repitió Ryerson, llevándose las manos a los bolsillos traseros del pantalón y asomándose a la ventana—. ¡Bonito modo de describirlo!
Virginia lo miró desconcertada. Estaba mucho más irascible que de costumbre. Había tenido mi día duro.
—No quería ofenderte —dijo rápidamente—. Quería decir que las cosas parecen estar saliendo adelante. Ya sabes que al principio tenía mucho miedo a dar este paso. No estaba segura de poder compartir mi vida con nadie, porque había aprendido a valorar mi independencia y mi espacio.
—Y ahora que has comprobado que soy generoso con el armario y el baño estás contenta, ¿eh? Dos amigos que comparten la casa y la cama. ¿Qué es lo que crees que somos, Virginia?
Virginia se irguió en la silla.
—Oye, Ryerson, comprendo que estés alterado esta noche, pero no me parece justo que la tomes conmigo.
—¡Alterado! Me dices que vivir conmigo es «agradable», y pretendes que me calle. Pues algún día te darás cuenta, cariño, de que no se puede tener todo. O te comprometes a algo, o te pasas la vida huyendo —declaró Ryerson con mirada taladradora.
—¿Qué quieres decir? ¿Huir adónde? —preguntó Virginia sorprendida.
—Huir de mí. Porque en cuanto pueda, te perseguiré para que te comprometas. Este rollo de amantes apesta.
Virginia palideció.
—No tenía ni idea de que estabas tan descontento con nuestra relación. Pensé que esto era lo que querías.
—¿Quieres que te diga la verdad? Está bien. La situación actual la soporto porque la veo como un paso más hacia el matrimonio. Desde luego ser amantes es mucho mejor que vivir separados. No estoy descontento, solamente impaciente.
Virginia apretó los brazos del sillón, tratando de controlar su furia.
—No sabía que estabas planeando el matrimonio —dijo—. Pensé que nos entendíamos. Ya me casé una vez con un hombre que no me quería, y fue un desastre. ¿Por qué iba a intentado otra vez?
Sin esperar respuesta, salió de la sala hacia el cuarto.
—Virginia…
Virginia lo oyó detrás de ella, pero no se detuvo. Entró en el cuarto y agarró unos vaqueros.
—Nunca vuelvas a compararme con el cretino de tu marido —masculló Ryerson desde la puerta.
—No os comparo —suspiró Virginia mientras se quitaba las medias—. Tú eres muy diferente, lo sé. Pero no me amas.
—Ah, ¿no? —rugió Ryerson—. ¿Y te crees que pasaría por todo esto sólo para poder acostarme contigo a gusto?
Virginia lo miró sin dar crédito a sus oídos.
—Ryerson, ¿qué has dicho?
—Que te quiero —chilló Ryerson, en tono muy lejano de ser amoroso—. ¿Me oyes?
—¡Ryerson! —exclamó Virginia, dejando las medias y corriendo hacia él—. ¡Me alegro tanto…! Yo también te quiero. Más que a nada en este mundo.
Lo abrazó fuertemente por la cintura, y Ryerson la estrechó contra sí.
—Dilo otra vez —rogó roncamente.
—Te quiero —repitió Virginia—. Lo sé ya desde hace tiempo.
—¿Cuánto tiempo exactamente?
Virginia lo miró a los ojos con cariño.
—Supongo que desde el principio, pero con toda seguridad, desde el día que me caí al estanque de los Anderson —admitió Ginny sonriendo—. ¿Y tú? ¿Cuándo te empezaste a enamorar?
—El día que te pusiste mala en mi casa. ¡Menudo par de románticos!, ¿eh? —dijo riendo.
—Pero si tú no creías en el amor…
—Era una tontería. No creía en ello porque nunca lo había experimentado. Pero en cuanto lo sentí dentro de mí, no pude hacer más que reconocerlo.
—Ryerson…
Virginia se estrechó contra él, y lo besó apasionadamente. Siempre había creído que volvería a amar, aunque desconocía de dónde iba a sacar el valor. Pero una vez que lo había encontrado, sentía una enorme sensación de libertad.
—¿De qué te ríes? —preguntó Ryerson.
—Disfrutaba de la sensación de libertad.
Ryerson la sujetó con fuerza y gruñó.
—Ginny, cariño, no eres libre. Creía que lo habías comprendido por fin. No hay libertad en una relación como la nuestra. Estamos unidos por innumerables ataduras, grandes y pequeñas, y cuanto más tiempo estemos juntos, más ataduras se crearán. Te quiero mucho, pero no me gustaría que vivieses conmigo engañada.
Virginia acarició su barbilla.
—El que no entiendes eres tú, Ryerson. La libertad a la que me refiero no es material, sino espiritual. Puedo elegir la relación que prefiero. Antes tenía mucho miedo, pero ahora me puedo arriesgar a querer. Y eso he elegido, quererte a ti.
Ryerson la besó de nuevo con pasión, y la llevó hacia la cama. Empezó a desvestirla cuando, de pronto, una imagen cruzó la mente de Virginia.
—Ferris —dijo simplemente.
—¿Qué? —preguntó Ryerson, que estaba concentrado en la piel de su pecho.
—Dan Ferris —dijo Virginia despacio—. Dijiste que la policía de Toralina consideraba a Brigman un solitario, sin amigos ni conocidos, pero no es cierto. Conocía a Ferris. ¿No te acuerdas que los vimos discutir en el jardín la noche que estuvimos bañándonos en la playa?
Ryerson se incorporó despacio.
—Sí, hablaban de dejar la isla. Ferris estaba inquieto, y quería marcharse, pero Brigman no estaba de acuerdo.
—Pero en el restaurante y en el casino actuaban como si no se conocieran —recordó Virginia—. Ni siquiera se relacionaron.
—Bueno, tampoco estamos tan seguros. A lo mejor es una casualidad que sólo los viéramos juntos una vez, y fuera en el jardín.
Ryerson se quedó pensativo.
—Ferris nos vio aquella noche en el jardín.
—Lo que significa que lo habíamos visto discutir con Brigman —concluyó Virginia también pensativa, mientras volvía a vestirse—. No creerás que él es el asesino, ¿verdad?
—Discutían sobre abandonar la isla, no sobre el brazalete.
—Bueno, pero nosotros no lo oímos todo. Tal vez hubieran hablado de eso antes. Y Ferris no podía saber cuánto habíamos oído nosotros.
—Lo que está claro es que somos los únicos que podemos relacionar a esos dos hombres —dijo Ryerson levantándose.
—¿Adónde vas?
—A llamar a la policía de Toralina. Vete haciendo la cena. Tardaré un poco.
—¿Quiere eso decir que se acabó la gran escena de seducción? —preguntó Virginia, observando un desarreglo.
—Pero continuará —dijo Ryerson desde la puerta, con un guiño.
Sin embargo, cuando por fin consiguió hablar con Toralina, otros asuntos ocuparon su mente.
—No me gusta nada —le dijo a Virginia—. Han estado muy amables, y han prometido estudiar los antecedentes de Dan Ferris, pero eso es todo. Ferris no era más que otro turista en la isla, y hace tiempo que se marchó. En cualquier caso, parecen convencidos de que el que entró en nuestro cuarto fue probablemente el asesino de Brigman. Seguramente Brigman lo descubrió cuando iba a robarle, y por eso lo atacó.
—¿Antes o después de venir a nuestro cuarto? —preguntó Virginia horrorizada.
—Todo es posible. Pero yo creo que un simple ladronzuelo que no está acostumbrado a matar no estaría tan tranquilo después del asesinato como el hombre que entró en nuestro cuarto.
—Pues según todo eso, no hay relación entre lo que pasó en la isla y los hechos de aquí —dijo Virginia—. Lo que significa que estamos a salvo.
—No estoy tan seguro —dijo Ryerson, apartando el plato y mirando a Virginia—. Creo que tendríamos que tomamos un par de días de vacaciones.
—¿Por qué? ¿Adónde vamos? —preguntó Virginia.
—A mi casa en las islas San Juan. Nos haremos un puente de cuatro días. Así daremos tiempo a la policía para que investigue. Tal vez tengan algo cuando volvamos. ¿Puedes tomarte dos días libres?
—Sí, todavía me quedan unos días de vacaciones —dijo Virginia despacio—. Estás muy preocupado, ¿verdad?
—Si Ferris, o quien sea, anda detrás del brazalete, aquí en la ciudad somos blancos perfectos. En cambio, en la isla es muy difícil encontramos. Muy poca gente sabe dónde está mi casa, y sólo se puede llegar en bote particular.
Virginia lo miró indecisa.
—Sí, supongo que haremos bien en desaparecer mientras la policía investiga. ¿Pero qué haremos con el brazalete?
—Bueno, mañana por la mañana, cuando abran los bancos, lo dejamos en una caja fuerte.
Aquella noche, Ryerson comprobó con cuidado que todos los cerrojos estuvieran echados, antes de acostarse. Virginia estaba ya en la cama, y lo observó desnudarse y meterse en la cama. Pero en vez de volverse hacia ella, dio media vuelta y empezó a revolver por debajo de la cama.
—¿Qué haces? —preguntó Virginia.
—Busco mi cartilla de seguros.
—¿Debajo de la cama?
—Claro —respondió Ryerson sonriendo—. Hay un montón de espacio bajo las camas que no se utiliza, A. C. ahora estás tú también en casa, he de sacar métodos creativos de aprovechamiento de espacio.
—Ryerson… —dijo Virginia con severidad.
—Quizá deberíamos buscar un apartamento mayor. Si tuviéramos dos habitaciones, podríamos usar una de ellas para guardar trastos.
—Ryerson —dijo Virginia de nuevo—, ¿qué tienes bajo la cama?
—Ya te lo he dicho; un par de maletas, y los papeles del seguro.
Virginia se cruzó de brazos y lo miró con ferocidad.
—Tienes una pistola ahí, ¿verdad?
Ryerson la agarró por las muñecas.
—No seas tonta —dijo—. Sabes lo que pienso de las pistolas. Anda, ven y dime otra vez que me quieres.
La colocó sobre él y acalló sus protestas con un beso. No quería confesar que, en efecto, había comprado un arma aquella mañana, después de descubrir el intento de robo en la casa de Virginia.
* * *
Virginia y Ryerson bajaron al banco a la mañana siguiente, a primera hora. El Mercedes ya estaba cargado con el equipaje para el fin de semana. Ryerson estaba impaciente por salir lo antes posible, y Virginia lo notaba. Pese a que exteriormente aparecía tan apacible y seguro como siempre, desde que lo conocía mejor adivinaba sus estados internos de ansiedad y tensión.
—Firma aquí, Virginia. Quiero que el depósito esté hecho por los dos. El brazalete también es tuyo.
Virginia tomó el bolígrafo. Pero cuando ya estaba firmando, se detuvo.
—¿Ryerson?
—¿Sí, cariño?
—No quiero dejar el brazalete en una caja de seguridad.
Ryerson la miró sorprendido.
—¿Por qué no? Aquí estará seguro. Una cosa menos de la que preocuparnos.
Virginia sacudió la cabeza con seguridad.
—No. Prefiero que se quede con nosotros.
—Pero Ginny…
—Por favor, Ryerson —insistió Virginia—. Sé que es lógico dejado en la caja, pero tengo la intuición de que es mejor que lo llevemos con nosotros.
Ryerson la miró indeciso.
—Ginny, aquí estará seguro.
—Lo sé. Pero lo quiero con nosotros. Vamos, Ryerson, hazme caso. Si estamos en peligro, es indiferente que llevemos el brazalete o no con nosotros. El que vaya tras él pensará que lo tenemos en cualquier caso.
Tenía que convencer a Ryerson, era imprescindible. Claro que no sabía exactamente por qué.
—Maldita sea, Ginny. No tiene ningún sentido ir con la joya a todos los lados.
—Déjalo. Yo la llevaré —dijo la chica, metiendo el brazalete en el bolso.
Ryerson lanzó un gruñido de resignación.
—Está bien, allá tú. No pienso discutir. Ya hemos perdido bastante tiempo. Vámonos.
Virginia notó su disgusto, y prefirió no hablar durante el trayecto de salida de la ciudad. Cuando alcanzaron por fin la autopista que llevaba a los muelles, dijo:
—No sé cómo explicarlo, Ryerson. Esta mañana estaba de acuerdo con que dejáramos el brazalete en el banco, pero, al ir a firmar, he tenido de pronto una intuición fortísima de que debíamos quedamos con él.
—Mujeres… —musitó Ryerson.
El automóvil quedó de nuevo en silencio. Ryerson parecía deprimido. Una vez subidos en el primer ferry, Virginia trató de reiniciar el diálogo.
—¿Este ferry nos lleva a tu isla? —preguntó.
Ryerson se inclinó sobre la barandilla, y contempló el conjunto de islas que puntilleaban la costa.
—No —dijo—. Nos bajamos en la primera isla, y allí tomemos mi lancha para llegar a mi casa.
—¿Piensas pasarte todo el fin de semana mirándome con odio?
Ryerson la miró sorprendido.
—¿Te miro con odio?
—Cuando no estás llamándome directamente de todo…
Ryerson la observó largo rato.
—¿Quieres saber en qué estaba pensando en realidad, Virginia?
—Si me lo quieres decir…
—Estaba pensando en que me estoy comportando más como un marido que como un amante últimamente.
—Ya veo —dijo Virginia.
—Lo dudo. Por si no lo has notado, no me es fácil representar el papel de amante ideal. Ayer perdí la paciencia contigo y esta mañana me molesté otra vez. No puedo garantizar que no pase más veces. No sirvo para amante de sueño.
—Pues en Toralina lo fuiste —repuso Virginia sin poderse contener.
—¿Por eso crees que me quieres? ¿Por lo que te di en Toralina?
—Yo no creo que te quiera. Sé que te quiero. Puedo manejar al Ryerson real.
—¿Aunque actúe como un marido airado?
—La pregunta es: ¿me soportarás tú cuando actúe como una esposa irascible e histérica?
Ryerson sonrió por primera vez en horas, y atrajo a Virginia hacia sí.
—Te soportaré; seas el tipo de esposa que seas.
Virginia lo miró, para ver si estaba burlándose de ella. Pero no lo parecía. Lo abrazó e ignoró el término «esposa». Al fin y al cabo, había sido ella la que lo sacó a colación.
Dos horas más tarde, llegaban en la lancha de Ryerson a lo que aparentaba ser una isla desierta. Virginia contempló el panorama con interés. Había un muelle privado, que se llenaba de agua con la marea, y un poco más arriba, entre los árboles, aparecía una casita de madera.
—¿Vive alguien más en la isla? Parece que no hay más casa que ésta.
—Bueno, hay un par de casas al otro lado de la isla, pero los inquilinos tal vez las utilizan. En general, tengo la isla para mí solo —explicó Ryerson mientras descargaba las maletas—. Es un lugar algo primitivo, Ginny. No lo hice como nido de amor.
—¿No hay espejos en el techo, ni paredes de terciopelo rojo?
—Me temo que no. Ni tampoco teléfono ni lavaplatos. ¿Decepcionada?
—Depende. ¿Hay agua caliente y electricidad?
Ryerson fingió ofenderse.
—Cariño, trabajo con motores, ¿recuerdas? No te preocupes. En cuanto ponga en marcha el generador eléctrico, tendrás agua caliente, luz, y hasta música.
—Entonces, estupendo —dijo Virginia sonriendo.
La casita estaba fría y húmeda de haber estado varios meses sin utilizar, pero no tardó en calentarse cuando Ryerson conectó el generador y encendió una hoguera. Mientras tanto, Virginia preparó la comida y sirvió unos whiskys.
—Perfecto —comentó después de comer, acurrucándose contra Ryerson—. Me recuerda nuestro primer encuentro. Sólo nos falta la tormenta y Mozart.
—Como quiera la señora —dijo Ryerson—, levantándose al momento a poner música—. Fuera está empezando a llover.
—Mmmm… qué gusto —murmuró Virginia.
—Yo mismo encargué la tormenta —dijo Ryerson, tomando asiento de nuevo y sonriendo—. ¿Sabes? Aquella noche me costó mucho dormirme. No hacía más que pensar en lo agradable que sería entrar en tu cuarto y acurrucarme a tu lado. Supe desde entonces que iba a tener problemas contigo.
—No sólo tú —confesó Virginia—. Ojalá estuviéramos aquí de vacaciones, y no porque queremos escondernos hasta que la policía de Toralina consiga alguna pista.
—Ya —dijo Ryerson con seriedad—. Y esto es sólo un escondite temporal. No podemos quedarnos aquí. Y no me gusta estar en la ciudad, donde estás a tiro de cualquier desaprensivo.
—Bueno, tal vez la policía tenga razón, y no haya conexión entre la muerte de Brigman y, el brazalete. Nadie conocía su existencia.
—Tal vez Ferris sí. Eso es lo que me preocupa. Si sabía que existía, también sabría cómo lo perdió, y contra quién.
Pasaron el resto de la tarde charlando tranquilamente, y después de cenar, Virginia se cerró en el dormitorio con una sonrisa secreta.
—Quédate ahí, Ryerson.
—¿Adónde vas?
—A prepararme para acostarme.
—Te ayudo —dijo Ryerson con expresión maliciosa.
—No. Quédate ahí.
Se encerró en el cuarto y sacó de la maleta el body rojo, que había empaquetado sin que Ryerson la viera. Se lo puso y se miró en el espejo.
La prenda no era más que una transparencia de seda, que ocultaba muy poco su exhuberante figura. Virginia se miró indecisa. No estaba acostumbrada a usar prendas interiores tan sofisticadas. Necesitaba algo que le diera confianza. Sacó el brazalete del bolso y se lo puso. Las piedras quemaron su muñeca como de costumbre, y brillaron en el espejo. Más resuelta, Virginia se decidió a salir a la sala.
Ryerson estaba arrodillado junto al fuego, y volvió la cabeza al sentirla salir. Sus ojos brillaron de pasión al verla.
—Ven —dijo suavemente, sin moverse.
Virginia avanzó hacia él, con el alma llena de amor, emoción y abandono.
—Debby dijo que nunca te hubiera imaginado comprando esto a una mujer —susurró—. ¿Pero sabes qué, Ryerson?
—¿Qué? —preguntó Ryerson, acariciando la prenda. Parecía fascinado con ella.
—A mí no me sorprendió lo más mínimo. Me parecía muy propio de ti regalarme algo así.
—Pues no sabes lo cortante que es entrar en una tienda de lencería femenina para pedir esto —dijo Ryerson mientras bajaba los tirantes finos del body.
Virginia lo besó.
—A lo mejor un día te sorprendo con uno de esos tangas que hacen para hombres —dijo.
—No se te ocurra —replicó Ryerson—. Tengo mi orgullo. Dime que me quieres, Virginia.
Virginia así lo hizo, mientras Ryerson acababa de quitarle el body, y acariciaba todo su cuerpo.
—Te quiero, Ginny —dijo mientras la poseía.
Virginia abrió los ojos y los alzó hacia él. La mirada de Ryerson expresaba la verdad de su declaración.