Capítulo 7
De no haberse sentido tan enferma, probablemente Virginia se habría mostrado más indignada. Estaba de nuevo en la cama de Ryerson, dos horas después de dejar el hospital.
—¡Intoxicación! No puedo creerlo. En un restaurante tan bueno…
—No estaban absolutamente seguros de que fuera intoxicación —le recordó Ryerson—. Tal vez se trate de una gripe. Ya oíste al doctor, es difícil diagnosticar los desórdenes gastrointestinales. Se limitan a curar los síntomas, sin arriesgar pronósticos.
—Es una intoxicación —replicó Virginia firmemente—. Cada vez me siento mejor. Y si fuera una gripe sería al contrario. Desde luego, no pienso volver a pisar ese restaurante.
—También puede haber sido de algo que tomaras a la hora de comer. Dijo una enfermera que los síntomas de envenenamiento pueden tardar varias horas —explicó Ryerson mientras arreglaba la cama—. De todas formas, es algo que puede suceder en el mejor de los restaurantes, si es que es una intoxicación.
—Yo creo que sí.
—Pues mejor. Porque si es una gripe, pronto me tendrás a tu lado en la cama, y no me gustaría dormir a tu lado y no poder hacerte el amor por la fiebre —declaró Ryerson sonriente.
Virginia lo miró. Todavía no estaba muy tranquila con la situación, aunque no cabía duda de que Ryerson se estaba comportando de maravilla. Estaba siendo cariñoso y paciente, y se había ocupado de todo en el hospital. No parecía molesto con su papel de enfermero.
—Siento ser un estorbo —dijo mientras se subía la sábana hasta la barbilla, víctima de un escalofrío.
Ryerson la miró exasperado.
—Por el amor de Dios, Ginny, deja de disculparte. Como te oiga una vez más hablar de estorbos, te ahogaré bajo la almohada. Voy a hacerte una taza de té. Ahora vuelvo.
Virginia asintió, y se quedó dormida hasta que Ryerson volvió con el té.
—Gracias —dijo cuando Ryerson le tendió la taza.
Se incorporó sobre las almohadas, y Ryerson tomó asiento a su lado.
—De nada. ¿Te sientes con fuerzas para hablar ahora?
—¿De qué quieres hablar?
—Lo sabes muy bien. Ahora que ya ha pasado lo peor, me gustaría saber por qué tenías tanta prisa por escaparte de mi cuarto, cuando apenas tenías fuerzas para mantenerte en pie.
Virginia se quedó mirando por la ventana.
—No sabía cómo te lo tomarías —admitió finalmente—. Mi marido no soportaba las enfermedades ajenas. Solía ser muy cruel. Cuando me ponía mala, solía decir que parecía más vieja, e insistía en que me quedara en casa de mi hermana hasta sanar.
—Y tú te imaginaste que yo reaccionaría igual, ¿no?
Virginia se estremeció al sentir la dureza de su tono.
—Bueno, una parte de mí no quería arriesgarse —dijo con sinceridad—. No quería que me viera así, y que todo se estropeara.
—Es decir, que no confiabas en que yo tolerase tu enfermedad. ¿Pero qué clase de hombre piensas que soy, Ginny? Formamos una pareja, somos amantes, y eso significa que nos preocupamos el uno por el otro.
—Ya —suspiró Virginia—. Pero la relación de amantes es una relación que se funda en la fantasía.
Preferiría que la realidad no se entrometiese.
—Pero vamos a ver, Virginia; si hubiera sido yo el que hubiera caído enfermo, ¿qué hubieras hecho? ¿Habrías tratado de librarte de mi carga?
Virginia se volvió hacia él.
—Pues claro que no —dijo al momento—. ¿Cómo puedes pensar eso?
—No sé cómo se me ha podido ocurrir —dijo Ryerson con ironía.
—Es que es diferente —empezó Virginia.
—Ah, ¿sí? ¿Por qué? ¿Por qué tú eres mujer y las mujeres son más compasivas? Pues te equivocas, pequeña machista. Esa actitud debe de ser también legado de tu marido, ¿no? Pues tendrás que cambiar. Tendrás que aprender a confiar en mí.
—Pero Ryerson…
—Escucha, Virginia —la interrumpió Ryerson—, más vale que te des cuenta de algunas cosas. No hay manera de que dos personas como nosotros tengan una relación libre de compromisos y obligaciones. Las relaciones basadas en la fantasía no se pueden dar entre nosotros, porque somos personas demasiado prácticas. Aunque las cosas parecieran irreales en Toralina, ahora estamos de vuelta a casa. Y por mucho que trates de esquivar la realidad, siempre aparecerá por un sitio o por otro. Yo, por mi parte, no tengo nada en contra de la realidad. Creo que sé tratar con ella mejor que con la fantasía. Y me parece que tú eres igual.
Virginia lo miró indecisa, y cerró los ojos, mientras apoyaba la cabeza sobre la almohada. Pensó en lo enferma que se había sentido aquella noche, y en lo bien que se había portado Ryerson. Lo mismo hubiera hecho ella si la situación hubiera sido a la Inversa. Ryerson se parecía a ella en muchas cosas.
—Sí —dijo suavemente—. Estoy empezando a comprenderlo.
Hubo un largo silencio, tras el cual Ryerson dijo:
—Cuando te encuentres mejor, discutiremos los detalles para que vengas a vivir aquí.
Virginia sintió que en su mente se abría un cofre de sorpresas. Por primera vez, consideró que las cosas podían salir bien. Ryerson era diferente. Tal vez, y sólo tal vez, podría arriesgarse a vivir con él.
Después de todo, si las cosas iban mal, seguirían siendo libres los dos. Quizá estuviera equivocada cuando el día anterior había discutido con él. A lo mejor, vivir juntos no era, al fin y al cabo, lo mismo que casarse.
¿O sí?
Con aquella pregunta en la mente, Virginia se quedó dormida.
Ryerson la contempló largo rato, con la mirada pensativa y llena de tristeza.
Todavía se estremecía cada vez que recordaba la sensación que había asaltado su alma la noche anterior, al ver que Virginia trataba de escaparse del apartamento a escondidas. Se había debatido entre la rabia y la angustia. No había duda de que Virginia había edificado unas monstruosas defensas a su alrededor a raíz de su fracaso matrimonial, e iba a ser muy difícil destruidas.
Recogió en silencio las tazas de té, y salió despacio del cuarto. Al ir a cerrar la puerta, vio el bolso de Virginia sobre la mesilla, y en su interior, el brillo verdoso del brazalete. Ryerson sonrió. El brazalete nunca se separaba de ellos en aquellos días. Simbolizaba el ensueño compartido de Toralina.
Con algo de suerte, pronto pasaría a significar la realidad que iban a encontrar en Seattle. Y, desde que conocía a Virginia, Ryerson tenía una buena racha de suerte.
* * *
Virginia se despertó a mediodía, sintiéndose mucho mejor. Respiró con profundidad un par de veces, y decidió que su estómago estaba ya recuperado. Incluso le había desaparecido el dolor de cabeza. Se estiró con pereza y pensó en ducharse. Tan buena le pareció la idea que se levantó al momento.
Una vez en pie, se dio cuenta de que su equilibrio aún sufría consecuencias de la intoxicación, pero el resto de los síntomas habían desaparecido definitivamente. Entró en el baño y abrió el agua caliente.
Momentos después, Ryerson abrió la puerta y la espió interesado. El cuerpo curvilíneo de Virginia se camuflaba entre el vapor.
—¿Significa esto que ya estás preparada para un desayuno de ostras y vino blanco? —preguntó sonriendo.
Virginia sonrió.
—Bueno, no tanto. Pero creo que mañana podré ir a la fiesta de los Anderson. En cuanto a hoy, creo que me conformaré con una sopa.
—Pues estás de suerte. Es una de mis especialidades. Supongo que ese interés en la comida demuestra que lo que tienes no es gripe, ¿verdad?
—Sí. Ha sido una intoxicación, yo creo.
—Bueno, pues de todas formas, no te creas que te vas a escapar tan fácilmente —advirtió Ryerson.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Virginia mirándolo.
—Que te quedas aquí esta noche.
Parecía muy decidido, y Virginia tenía que admitir que la idea no le parecía tan mala como hubiera imaginado. Después de todo, estaban a fin de semana.
—¿Por qué? —preguntó cautelosa.
—Te quedas para observación —respondió Ryerson con una sonrisa maliciosa—. Observación minuciosa.
Virginia se quedó mirando la puerta cerrada del baño por donde acababa de salir Ryerson. Se daba cuenta de que, poco a poco, sus vidas se iban entrelazando. Y ya no era un mundo de fantasía, como el de Toralina, sino la realidad. Y Ryerson tenía razón. Era imposible aventurar una relación de fantasía con él. Era un hombre demasiado asentado en la realidad para considerado el amante de los sueños.
Aquella tarde, descubrió que resultaba muy agradable que Ryerson la mimara. Le trajo flores, le preparó la sopa, jugó con ella a la oca… Aquella noche no intentó hacerle el amor. Intuyendo que estaría cansada a consecuencia de la enfermedad, se limitó a abrazarla hasta que se durmió.
En conjunto, fue una experiencia que hizo comprender a Virginia lo reconfortante que puede ser una amistad íntima. Pero todavía había una parte de ella que temía poner en peligro todo lo que había descubierto con Ryerson.
El domingo transcurrió en paz hogareña, A. C. comieron juntos, y luego escucharon música mientras leía el periódico. Era la misma rutina que a Virginia le gustaba practicar en los días de fiesta, y resultaba agradable compartida. Empezaba a soñar con más fines de semana de aquel tipo.
Tal vez funcionara.
Ryerson presintió el cambio en Virginia, y se alegró, en su interior. La suerte lo seguía acompañando.
* * *
La fiesta de los Anderson tuvo lugar en una de las islas, y estuvo muy concurrida. Era una mansión enorme, con un gran jardín que descendía hacia el mar, y acababa en un embarcadero privado. Virginia conocía a muchos de los huéspedes, y fue presentado a Ryerson a los más destacados. Ryerson fue rápidamente aceptado en el círculo.
Pronto descubrió que había mucha expectación en torno a su relación con Virginia. Hubiera debido anticipar que le iban a hacer preguntas, pensó algo molesto. Y no sólo sobre Virginia, sino también sobre Debby. Había estado tan concentrado en Virginia, que casi se había olvidado de su hermana menor.
—Había oído que salía con una de las hermanas Middlebrook —declaró un hombre calvo y de mediana edad en un momento en que Virginia no estaba presente—. Pero pensaba que era la otra, la pequeña. Al parecer, estaba equivocado. Pero dígame, ¿va en serio la cosa? Me llamo Sam Heatherington, por cierto. Conozco a Ginny desde que era una niña. Siempre fue una criatura muy dulce, y estoy seguro de que será una esposa estupenda.
Ryerson apretó inconscientemente la copa de whisky que tenía entre los dedos y buscó a Virginia con la mirada. Aquella noche estaba preciosa, A. C. conversaba animadamente con otros invitados. Desde luego que sería una esposa perfecta para él. Una dama por fuera, y una amante apasionada en el interior.
Brillaba en su muñeca el brazalete de esmeraldas, que Ryerson casi empezaba a considerar como sustituto del anillo. Cada vez que lo miraba, recordaba el vínculo que lo unía a Virginia. Lo contrariaba que los demás no comprendieran tal vínculo, y que, además, no pudiera explicarlo de forma alguna.
Lo cierto era que deseaba hacer oficial su relación con Ginny. No le gustaba nada aquel territorio escurridizo entra la amistad y el matrimonio. Se volvió hacia Sam Heatherington.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo suavemente—. Ginny es una chica estupenda. Nos llevamos muy bien.
—Ah, sólo buenos amigos, ¿eh? —dijo el hombre haciendo un guiño—. No tiene que explicarse. Lo entiendo.
—¿De veras? —preguntó Ryerson con frialdad.
—Claro —repuso Heatherington con aires de hombre de mundo—. Y tampoco me extraña mucho. Todos sabemos que Ginny sufrió una terrible experiencia con el bastardo con el que se casó. Estaba claro que lo único que buscaba Jack era poder, ¿verdad, cariño? —preguntó a la mujer que iba a su lado—. Ryerson, ésta es Anne, mi mujer. Anne, éste es A. C. Ryerson, el nuevo propietario de Middlebrook Power Systems.
—Encantada —dijo la mujer sonriendo sobre una clara expresión de curiosidad—. Mi marido tiene razón. La pobre Ginny lo pasó mal, y todos creímos en el funeral que no volvería a casarse. Me alegra comprobar que tal vez estuviéramos equivocados.
Ryerson se aclaró la garganta. No podía decir que se iba a tasar con Ginny, ni siquiera que viviera con ella.
—Bueno, ya le estaba diciendo a su marido que Virginia y yo somos… er… amigos. Nos llevamos muy bien.
Vaya manera de suavizar la realidad. Ryerson sintió deseos de estrangular a Virginia por ponerlo en tal situación.
—Ah, ¿amigos? —preguntó Anne sorprendida—. ¿Y qué dicen los Middlebrook de esa relación amistosa entre su hija y el nuevo propietario de su empresa?
—¿Por qué no se lo pregunta a ellos mismos? —masculló Ryerson entre dientes, al tiempo que iniciaba la frialdad.
Ya estaba harto, y su paciencia tenía un límite.
Aunque nadie resultó tan entrometido como los Heatherington, la curiosidad se reflejaba en las miradas de casi todas las personas que conocían a Virginia. A medida que transcurría la noche, la frustración y la rabia de Ryerson se agudizaban, al no poder dar respuestas claras de su relación con Ginny. Por su parte, ella parecía ajena al entramado especulativo que la rodeaba, lo que enojaba aún más a Ryerson.
Finalmente, no pudo soportado más, y la buscó entre la multitud. Estaba hablando entre un grupo de mujeres. Parecía una reina. Ryerson se acercó a ella, y Virginia lo recibió con una cálida sonrisa.
—Hola Ryerson, ¿qué tal te lo pasas?
—Pues no muy bien. Lo único que he podido hacer, hasta ahora, ha sido sortear preguntas sobre nuestra relación.
—Ya, tienes razón —dijo Virginia riendo—. A mí también me avasallan. Los corroe la curiosidad. Primero quieren saber si sales conmigo o con Debby, y luego preguntan si vamos en serio o no.
—Espero que les hayas dicho que vamos muy en serio —murmuró Ryerson despacio—. Oye, vamos un momento fuera. Quiero hablar contigo.
—¿Ahora? —preguntó Virginia asombrada—. ¿Pasa algo?
—Nada que no pueda ser reparado. Vamos.
La tomó del brazo y la condujo hacia la terraza, por donde salieron al jardín. La noche estaba fresca y apacible, y Virginia siguió alegremente a Ryerson. Resultaba un alivio alejarse temporalmente de la fiesta.
—Mira qué bonita se ve la ciudad reflejada en el agua —comentó amistosamente—. Hace una noche preciosa. Hacía mucho que no venía al jardín de los Anderson, y no recordaba la vista que tenía. A Bill Anderson, además, le gusta mucho la jardinería y todo está cuidadísimo.
Ryerson ignoró su charla.
—Quiero que hablemos de nosotros, Virginia.
El regocijo de Virginia se apagó. Había llegado el momento. La paciencia de Ryerson no daba más de sí, y exigía una respuesta. Trató de desviar la conversación.
—¿Te parece éste el momento y el lugar, Ryerson?
—Pensaba esperar, pero ya no puedo más —respondió Ryerson, mientras acariciaba el brazalete que adornaba la muñeca de Virginia—. Todos los de la fiesta quieren saber si nos vamos a casar. Yo sólo te pido que respondas a la pregunta del otro día. ¿Vendrás a vivir conmigo?
Virginia dio unos cuantos pasos, indecisa, y acarició una rosa que brillaba a la luz de la luna, cerca de un pequeño estanque.
—¿Estás seguro de que es eso lo que quieres, Ryerson? —preguntó al cabo de unos segundos.
—Estoy seguro de que te quiero a mi lado, y no sólo a ratos, sino continuamente.
Virginia tomó aliento.
—He estado pensándolo mucho —dijo finalmente.
—Bueno —la interrumpió Ryerson disgustado—. ¿Es que crees que vas a poder vivir en una fantasía para siempre? ¿Crees que dejaré que me maltrates así?
Virginia frunció el ceño y se enfrentó con él.
—Ryerson, escúchame. Te prometí que lo pensaría despacio, y lo he hecho. Le he dado vueltas al problema y…
—¡Pero si no hay ningún problema, maldita sea, más que el que tú te inventas! —exclamó Ryerson avanzando hacia ella—. Es, según la lógica, el siguiente paso. ¡Ya estoy harto de que juegues conmigo, Virginia Elizabeth!
Virginia se retiró unos pasos, instintivamente, y alzó la barbilla.
—No me grites. Intento conducir una conversación razonable. Al fin y al cabo, es una decisión importante para ambos.
—¿Razonable? ¿Llamas «razonables» a tus argumentos? Pero si están tan muertos como tu marido. ¡Entiérralos de una vez, Virginia!
Virginia dio otro paso atrás, alarmada por la intensidad de la mirada de Ryerson.
—Ryerson, por favor, comprende que éste es un gran paso para mí. Me gustaría que me…
—¿Que te qué? ¿Qué te diera más tiempo? Ni hablar. Quiero una respuesta, y la quiero ahora.
Avanzó un paso más hacia ella. Virginia perdió la calma.
—¿Quién te da derecho a presionarme así?
—Esta noche no me preocupan los derechos. Te presionaré lo que haga falta para que me des una respuesta. Vamos, pequeña cobarde, di que vas a vivir conmigo.
—¡No soy una cobarde! —gritó Virginia, sin darse cuenta de que su sandalia se estaba deslizando hacia el estanque—. ¡Y además… ay!
Trató de agarrarse a una rama al ver que perdía el equilibrio, pero se le rompió. Un segundo después caía al estanque con gran estruendo.
—¡Virginia! —exclamó Ryerson entrando a por ella—. ¿Estás bien?
Virginia escupió una hoja de lirio y lo miró furiosa.
—No, no estoy bien. El agua está helada. ¡Mira lo que has conseguido!
Ignoró la mano que le ofrecía Ryerson, y se puso en pie con dificultad. El vestido, empapado, se le pegaba al cuerpo.
—¡Lo he hecho yo! —gritó Ryerson furioso, con el agua hasta las rodillas—. La culpa es tuya. Si no fueras tan pesada en dar las respuestas, esto no habría pasado.
—¡Ah, ya! Pues déjame que te explique cómo lo veo yo —replicó Virginia—. Si tú no me hubieras presionado de esta manera, ninguno de los dos habría acabado en el estanque. Ni siquiera me has dado oportunidad de responder a tu estúpida pregunta de manera civilizada.
—Bueno, ¿y cuál es la respuesta, maldita sea? —rugió Ryerson.
—La respuesta es «sí».
Durante medio minuto, Ryerson se quedó sin habla. Por fin recuperó la voz.
—¿En serio? ¿No más discusiones? ¿Vivirás conmigo?
—Si no me muero antes de pulmonía —replicó Virginia con sequedad.
—¡Ginny! —exclamó Ryerson, corriendo a estrechar su cuerpo mojado contra el suyo—. Cariño, te aseguro que no te arrepentirás. Todo va a salir bien… ya verás.
Virginia se dejó abrazar.
—Si tú lo dices, Ryerson… —murmuró.
—Lo digo —repuso Ryerson, besándola con pasión—. Bueno, vamos a casa —añadió sonriendo—. Ahora tenemos una excusa perfecta para irnos. Estás calada.
Se quitó la chaqueta y se la pasó por los hombros.
—Sí, estoy helada. Podemos escurrimos por el lateral de la casa, para que nadie nos vea.
—No vamos a escurrimos por ningún lado —declaró Ryerson—. Entraremos a la casa y nos despediremos de nuestros anfitriones como Dios manda.
—¡Ryerson, no lo dirás en serio! Mírame, voy echa un desastre. Y tú estás mojado hasta las rodillas. ¿Qué pensará la gente?
—Que somos un par de amantes apasionados que nos hemos caído al estanque en un rapto de emoción.
Virginia rió.
—No digas tonterías, Ryerson. Eso no lo van a creer. Ninguno de los dos somos de ese tipo.
—Porque tú lo digas. Esto responderá a todas sus preguntas. Ahora sabrán si vamos en serio o no. Y sin tener que preguntar.
Una hora mis tarde, Virginia estaba de nuevo acurrucada junto a Ryerson en su cama. Apagaron la luz y Virginia se volvió hacia él con mirada acusadora.
—Dejaste que pensaran lo peor a propósito, Ryerson. Oí cómo dabas explicaciones a la señora Anderson. Dabas a entender que yo no había podido controlar mi pasión, y que por eso me había caído.
—¿Y no es eso más o menos la verdad?
—Ni mucho menos —replicó Virginia—. Estábamos discutiendo, no haciendo el amor.
—¿En cuál?
Ryerson se colocó sobre ella, y apoyó un codo a cada lado de su cabeza.
—Estabas intentando decirme que te arriesgarías a vivir conmigo. Eso me parece un acto de amor.
«Un acto de amor». La frase permaneció en el aire en lo que duró el beso. Virginia reflexionó sobre ella mientras la oía una y otra vez como un eco lejano.
«Un acto de amor». Aquello tenía varias interpretaciones. Por un lado, era un eufemismo más para referirse al sexo. Por otro, aludía a emociones verdaderas. Hasta entonces, Ryerson se había guardado de utilizar el término «amor», y ella también. De pronto, la palabra flotaba como el humo a su alrededor.
—No te preocupes —dijo Ryerson suavemente—. Todo va a ir de perlas entre nosotros.
—¿Eso piensas?
Ryerson no creía en el amor, recordó Virginia. Era un sentimiento demasiado romántico e idealista para su forma de ser.
—Apostaría cualquier cosa.
—La verdad es que tanto cambio rompe los nervios de cualquiera —dijo Virginia con una sonrisa trémula.
—Nos acostumbraremos.
—Me encanta tu confianza.
Ryerson sonrió.
—Ahora que estás bajo mi techo, me puedo permitir tener confianza.
Bajó la cabeza y paseó los labios por la piel aterciopelada del cuello de Virginia.
—Parece imposible que seamos los mismos que hablaban de una amistad segura —comentó Virginia, estremeciéndose al notar la lengua de Ryerson en su pezón.
—Si te sirve de algo —respondió Ryerson, que continuaba su exploración hacia abajo—, yo diría que es que no somos los mismos.
—¿Y qué ha pasado?
—No estoy seguro. ¿Tú no te has dado cuenta de que hemos cambiado, Ginny? Como si la fantasía del viaje a Toralina nos hubiera transformado.
Cuando Ryerson acarició su entrepierna, a Virginia se le entrecortó el aliento.
—Sí —susurró—. Me he dado cuenta. Y a juzgar por las expresiones de sorpresa de los invitados a la fiesta de los Anderson, creo que más gente se ha dado cuenta —añadió entre risas de placer.
Ryerson también rió, y la acarició con ternura.
Poco a poco, Virginia se olvidó de hablar, y comenzó a acariciarlo tan íntimamente como él a ella. Ryerson aclaró los preliminares del amor, jugueteando con el cuerpo de su «víctima» hasta que Virginia no pudo más.
Ryerson, por favor…
—Ya va, ya va… —respondía Ryerson una y otra vez.
—Ya. Ahora —rogó Virginia, rodeando sus caderas con las piernas—. Te necesito. Te deseo.
—Dime exactamente lo que necesitas.
Virginia susurró a su oído roncas palabras de deseo, que enloquecieron de pasión a Ryerson.
—Ginny —murmuró—, me vas a volver loco.
—Dime exactamente cómo.
Y así lo hizo.
* * *
Al día siguiente, después del trabajo, tomaron el ferry para la isla de la casa de Virginia. Ryerson lo tenía todo planeado para la mudanza, y se lo explicó a Virginia mientras aparcaba el coche frente a su casa.
—Ponemos en tu coche la ropa y alguna otra cosa que quepa, y llamaré a una agencia de mudanzas para que se lleven el resto. Podemos llevamos algunos muebles a mi casa de la isla. Siempre ha estado un poco desnuda de muebles.
—Tal vez no deberíamos dejar de pagar el alquiler aún —dijo Virginia indecisa.
Todavía le costaba pensar en una mudanza permanente.
—No volverás en mucho tiempo —declaró Ryerson mientras abría la puerta—. Deja que expire el alquiler.
Virginia iba a decir algo más, pero las palabras se le helaron en los labios al entrar en el recibidor y encontrarse con todo revuelto.
—¡Dios mío! —exclamó al observar el caos—. ¡Han entrado ladrones!