Capítulo 11

-¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó Ryerson por enésima vez—. Podíamos haber ido directamente a casa, a Seattle. No teníamos que volver esta mañana.

Mientras hablaba, estaba atracando la lancha en el pequeño muelle. Virginia llevaba todavía la ropa de la noche anterior, algo manchada de sangre, aunque se distinguía una venda debajo. Le habían puesto algunos puntos en la herida, y había tomado un par de calmantes. Se dispuso a desembarcar.

—Estoy bien —dijo—. Apenas me duele. Además, como dicen en las películas, ha sido una herida limpia. Lo importante es recuperar el brazalete.

—Eso es imposible, Ginny —dijo Ryerson con paciencia—. Tienes que aceptar el hecho de que se ha perdido, cariño. A saber dónde cayó anoche. Y la marea lo ha tenido que arrastrar desde entonces.

—Pesa demasiado para que lo arrastre la corriente.

—Tal vez. Pero, si no ha sido así, se habrá cubierto de arena y de algas. No cuentes con encontrarlo.

—Te falta fe, Ryerson —replicó Virginia mientras caminaba por el terreno que la marea baja había secado—. Ese brazalete es nuestro, y estamos predestinados a conservarlo. Lo sé. Ayer nos salvó la vida.

Ryerson amarró la lancha y caminó hacia ella con las cejas alzadas.

—Sí, la verdad es que tirarlo al agua fue una idea estupenda. A Ferris casi le da un pasmo.

—Y tú aprovechaste la ocasión de maravilla —concluyó Virginia—. Estuviste magnífico anoche, Ryerson.

—Bueno, tú no estuviste mal tampoco. Lo del brazalete fue un recurso inspirado. Ginny —añadió más serio—, nunca sabrás el miedo que pasé mientras intentaba cambiar la pistola por el puñal.

—Tonterías. No parecías nada asustado, sino todo lo contrario, fuerte y peligroso. Ferris sí que estaba aterrorizado —añadió estremeciéndose—. Podía sentido.

—No me lo discutas, Ginny —replicó Ryerson con dureza—. Yo sé lo que sentía, y era puro terror. Ferris tenía todas las ventajas. Podía haberte rajado el cuello y agarrado luego la pistola, A. C. enseñándole el brazalete salvaste tu vida y la mía.

—¿La tuya?

—Nos podía haber atrapado a los dos con ese puñal. Recuerda que era un experto, como dijo la policía. Si te llega a hacer algo, yo hubiera perdido el control, y me hubiera arrojado contra él. Lo que no resulta una buena táctica, cuando el oponente lleva un arma blanca. No sabes lo que hubiera sido verte asesinada por ese bandido.

Virginia observó la mueca amarga de Ryerson.

—Vamos, Ryerson —dijo abrazándolo—. No pienses más en ello. Ahora todo ha pasado, y te quiero muchísimo.

Ryerson la sostuvo en sus brazos durante largo rato, mientras le acariciaba la espalda.

—Yo también te quiero, Ginny. Más que a nada en este mundo.

Virginia alzó la cabeza y le sonrió.

—No ha estado mal para ser un director de empresa, ¿eh? Espera a que lo cuente en casa. ¡Pero mira, Ryerson! —exclamó de pronto, mirando al agua—. ¡Ahí está! ¡El brazalete!

Ryerson la contempló con ojos brillantes cuando ella descendió desde el muelle hasta la arena, se quitó los zapatos y caminó unos pasos. El brazalete brillaba entre unas piedras.

—¡Lleva aquí toda la noche esperándonos, Ryerson! —exclamó Virginia triunfalmente.

No había manera de pasarlo por alto. El sol lanzaba destellos contra su superficie dorada. Virginia se inclinó y recogió la joya.

El reflejo verde y dorado jugueteó entre sus dedos, junto a destellantes gotas de agua. Virginia sonrió alegremente a Ryerson.

—Es nuestro otra vez. Lo encontramos.

Ryerson se acuclilló y miró a Virginia.

—¿Nuestro? —preguntó suavemente—. ¿Ahora que sabemos que Brigman, Ferris y Seldon lo habían robado?

La mirada triunfante de Virginia se vino abajo.

Miró el brazalete y suspiró.

—Tienes razón, claro. No sé por qué tengo esa intuición, desde que lo conseguimos, de que nos pertenece. Nos enamoramos cuando lo conseguimos, y todo nos ha ido bien desde entonces. Ayer nos salvó la vida. Me parte el corazón separarme de él.

—Te entiendo —dijo Ryerson, acercándose a Virginia sonriente—. ¿Pero tú crees que algo va a cambiar entre nosotros por devolver el brazalete a su dueño? Te quiero, Ginny, y eso nada va a cambiarlo.

Virginia lo miró y sonrió.

—Tienes razón, Ryerson, como siempre. Nada cambiará nuestro amor.

—Pues vamos a intentar buscar al dueño a través del certificado de antigüedad que había en el estuche.

Se tomaron de la mano y caminaron hacia la casa. El brazalete brillaba entre los dedos de Virginia.

* * *

-Quiero que me lo contéis todo —dijo Debby un par de días después, cuando quedó con su hermana y Ryerson para comer—. Mamá y papá me lo han contado, pero quiero conocer la historia de primera mano. Contádmelo desde el principio. ¿Cómo consiguió ese Brigman el brazalete?

Virginia lanzó una risita y miró a Ryerson, que parecía totalmente absorto en su comida.

—Cuéntaselo tú —dijo, respondiendo a su mirada—. Yo estoy hambriento.

—Pues verás, al parecer, según la policía, Brigman, Ferris y Seldon formaban una especie de banda triangular. Mientras Brigman entretenía a los hombres en la mesa de juego, Ferris trataba de distraer a las mujeres, y Seldon hacia el trabajo sucio. Tenían mucho cuidado de que nunca se los viera juntos, para que nadie pudiera establecer relaciones.

—Ya veo —declaró Debby entusiasmada.

—Pero los tres hombres no eran amigos, sino digamos que asociados. Surgió una disputa entre ellos; Ferris y Seldon empezaron a sospechar que Brigman los engañaba. Él era el encargado de esconder y vender las joyas, y empezaron a temer que se quedaba con más parte en las reparticiones.

—Y tenían razón —añadió Ryerson, dejando de lado el salmón un momento—. Al parecer, Brigman había llevado a cabo sólo el robo del brazalete, sin informar a sus compinches.

—Pero Ferris y Seldon descubrieron la verdad la última noche de nuestra estancia en Toralina. Hubo una pelea, y Brigman acabó siendo asesinado. Lo hizo Ferris con un cuchillo. Parece ser que le gusta ese arma —dijo Virginia, sintiendo un escalofrío.

Ryerson continuó la historia.

—Tras la muerte de Brigman Ferris vino a buscar el brazalete a nuestro cuarto.

—¿Y cómo pudiste asustar a Ferris, un hombre armado con un cuchillo y sin escrúpulos para usarlo? —preguntó Debby impresionada.

Ryerson rió.

—Según dijo Ferris a la policía, al verme a contraluz con el secador de Ginny en la mano, pensó que era una pistola.

—Ryerson estuvo magnífico aquella noche —dijo Virginia con orgullo.

—Sí, me cubrí de gloria. Y luego de un delantal —añadió Ryerson con sequedad.

—¿Un delantal? —preguntó Debby atónita, pasando la mirada de uno a uno.

—Es una larga historia —dijo Virginia al momento.

—Ya me imagino. Desde luego, todo esto es de lo más extraño. No me imagino a ninguno de vosotros metido en este lío. No dais el tipo, si queréis que os diga la verdad —dijo Debby con sorna.

—La vida, que da muchas sorpresas —murmuró Ryerson—. Yo, la verdad, estoy deseando volver a la vida normal. Con Ginny ya tengo suficiente aventura.

—¿Y hora qué? —preguntó Debby.

—Bueno —contestó Virginia despacio—. La policía no está muy preocupada por el brazalete. Ferris dijo que lo robaron en St. Thomas, pero no ha habido ninguna denuncia. Tal vez Brigman lo ganara al póquer, y por eso no quiso compartido. Sea como sea, el brazalete es nuestro ahora. Ryerson va a hacer algunas pesquisas, pero yo espero que no descubra nada. Me encanta ese brazalete.

Ryerson carraspeó.

—Tengo que decirte, Ginny, que creo que he localizado al dueño. Esta mañana me llegó un informe del joyero que hizo la tasación. Parece que pertenece a los señores Grantworth, de San Francisco. Los voy a llamar esta tarde.

—Vaya —dijo Virginia con pesar—. En fin, fue bueno mientras duró. Me apetece conocer a esa gente, de todas formas.

—¿Por qué? —preguntó Debby frunciendo el ceño.

—Porque el brazalete es muy especial. Me intriga saber cómo son los dueños.

—Pues no lo entiendo. Es sólo una joya… —declaró Debby.

—No es sólo una joya —dijo Virginia con intención.

Ella y Ryerson intercambiaron una mirada risueña.

—No —dijo Ryerson—. No es sólo una joya. Iremos juntos a devolverla.

* * *

George y Henrietta Grantworth estuvieron encantados al saber que iban a recuperar el brazalete, y estaban deseando conocer a la pareja que lo había conseguido. Virginia y Ryerson viajaron a San Francisco el siguiente sábado, y tomaron un taxi hacia la elegante casa victoriana, en uno de los barrios más caros de la ciudad.

—Es el tipo de casa que va con el brazalete, ¿verdad? —comentó Virginia cuando subían las escaleras.

Aunque le había costado convencerse, ya tenía asumido que había que devolver la joya. Hasta entonces, había deseado que todo fuera un error.

—Me temo que sí —murmuró Ryerson al tiempo que pulsaba el timbre—. Plantéatelo así: después de esto, nos sentiremos virtuosos.

—Ya —replicó Virginia con malicia—. Lo malo es que últimamente me encanta no ser virtuosa.

—¡Pícara!

—He traído el body para esta noche —susurró Virginia.

Los ojos de Ryerson brillaron. Iba a decir algo cuando la puerta se abrió, y una doncella los llevó hasta el salón, donde los recibió una agradable pareja. A Virginia le gustaron en el acto. Si el brazalete tenía que ser devuelto, aquellas personas eran las indicadas para poseerlo.

Debían pasar de los setenta, aunque su aspecto era inmejorable. La mujer era alta y distinguida, y su rostro era afable y lleno de inteligencia. El hombre era algo más mayor, de ojos negros y mirada expresiva. Extendió la mano hacia Ryerson sonriendo.

—Por favor, siéntese —incitó Henrietta—. No saben lo que les agradecemos las molestias que se han tomado. Nos desapareció el brazalete hace unas semanas de un hotel de St. Thomas. Aunque lo notificamos a la policía, debieron abandonar el asunto en cuanto salimos de la isla. La semana pasada llamamos, y ni siquiera guardaron la ficha de nuestra denuncia. Supusimos que nunca lo recuperaríamos.

—Lo tenemos desde hace muchos años —añadió George, mirando con ternura a su esposa—. Henrietta lo recibió casi al tiempo de conocemos. Siempre lo hemos considerado como un símbolo de nuestra unión. Nos entristeció mucho perderlo.

Henrietta sonrió a Virginia.

—Me preocupaba que fuera a parar a manos criminales. No está hecho para eso. Pero debí suponer que el brazalete se las arreglaría para ir a parar a buenas manos.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Virginia, sacando el estuche del bolso.

—Bueno —sonrió George—. Henrietta siempre ha pensado que ese brazalete es especial. Durante generaciones ha pertenecido a parejas enamoradas.

—Y son historias ciertas —dijo Henrietta con firmeza—. Las conozco bien, porque son parte de mi familia. Al parecer, pertenecía a un francés, Monclair. Iba con más cosas a juego, que se perdieron durante la Revolución Francesa. No sé qué pasó con el resto de las piezas, pero sé que todos los que han poseído el brazalete han gozado de mucho amor y felicidad.

Virginia escuchaba entusiasmada.

—¿Y siempre lo han tenido parejas?

—Sí —asintió Henrietta—. Antes o después, acaba en manos de dos personas que se enamoraron y se casan. George se ríe cuando lo cuento, pero él también se lo cree, ¿verdad, George?

George sonrió con cariño a su esposa.

—Un hombre inteligente nunca se ríe de la suerte, cielo. Y yo, desde luego, he sido un hombre afortunado.

Virginia contempló a la pareja de ancianos con emoción. De pronto supo que no deseaba otra cosa de la vida que una larga existencia llena de amor al lado de Ryerson. Ryerson también los contemplaba con expresión indescifrable. Virginia se volvió hacia Henrietta Grantworth.

—Me alegro de que sea suyo el brazalete —dijo con emoción.

—Gracias —respondió la anciana, tomando el estuche que le tendía Virginia.

La anciana abrió la caja y contempló la joya con los ojos humedecidos. Luego, se volvió hacia Ryerson y susurró:

—Este brazalete siempre se ha relacionado con el amor y el matrimonio.

Ryerson tomó la mano de Virginia y repuso:

—Aunque no lo hayamos tenido mucho tiempo, puedo asegurarle que también en nosotros ha estado asociado al amor.

—Sí, ya veo —respondió Henrietta—. Y pronto acabarán casándose. Siempre pasa eso.

Virginia apretó inconscientemente la mano de Ryerson.

—¿Siempre? —preguntó.

—Sí —respondió Henrietta—. Claro que antes todos se casaban. Ahora, hay algunos hombres que prefieren aprovechar una unión más libre.

Virginia enrojeció. Ryerson le había dicho algo parecido no mucho antes.

—No se crea, señora Grantworth. A veces son las mujeres las que tratan de evitar el matrimonio —dijo Ryerson.

Un largo silencio siguió a tal comentario. Virginia notó tres pares de ojos clavados en ella. Tragó saliva y tomó la decisión.

—Bueno, Ryerson, ¿y a qué esperas para hacerme una mujer respetable?

Ryerson sonrió aliviado, y abrazó a Virginia.

—En cuanto consigamos la licencia —respondió.

George Grantworth sonrió.

—Sé cómo se siente, Ryerson.

—Pues nos va a dejar que les hagamos el primer regalo de boda —dijo Henrietta, y tendió sonriente el brazalete a Virginia.

Virginia la miró atónita.

—¿El brazalete? Pero… no, señora Grantworth. No podemos aceptado. Les pertenece a ustedes.

—Este brazalete suele elegir sus dueños, y estoy segura de que ahora es para ustedes. George y yo ya lo hemos disfrutado, y nuestro amor es ahora demasiado estable para perderse. Ha llegado el momento de transferir la joya a otra pareja, y creo que son ustedes lo elegidos.

—Pero, señora Grantworth, es demasiado valioso para…

—El verdadero valor del brazalete no se mide en dinero, y creo que ustedes lo saben tan bien como nosotros. Espero que sean tan felices como George y yo.

Ryerson miró a Virginia.

—Es verdad —dijo suavemente—. Podemos tomarlo. Nos pertenece.

Al oír la seguridad de su voz, Virginia supo que tenía razón. Tomó el estuche, que parecía irradiar calor.

—No sé como agradecerle…

—No lo haga. Ya la he dicho que el brazalete tiene voluntad propia. En cuanto abrí el estuche, supe que ya no me pertenecía, que era suyo. Estoy segura. Y no se puede luchar contra el destino.

—¿Sabes? —dijo George, levantándose para servir unas copas—. Siempre he pensado que sería interesante estudiar algo más de la historia del brazalete.

—¿Y por dónde empezaría? —preguntó Ryerson con curiosidad.

—Pues por Francia, claro —respondió George—. En una ocasión investigué la historia de los Monclair. Tenían un castillo. Supongo que no quedará nada en pie, pero nunca se sabe.

* * *

Una semana después, Virginia se sentaba sobre la cama deshecha del apartamento de Ryerson. Llevaba puesto el body, el brazalete, y un anillo de oro.

—Está todavía —dijo entusiasmada—. El castillo entero. Qué lugar más estupendo para pasar el viaje de novios. El castillo está transformado en un hotel de primera. Piénsalo, Ryerson… comida francesa, vino francés, moda francesa…

Ryerson cruzó las manos bajó la nuca.

—Espero que no pienses pasarte el viaje de luna de miel comprando —dijo.

—Pues has de saber —indicó Virginia—, que los franceses son famosos por sus diseños de lencería femenina.

—¿No me digas? —sonrió Ryerson.

—Te lo aseguro.

—Bueno, en tal caso, podemos incluir alguna compra en nuestro programa —decidió Ryerson al tiempo que colocaba a Ginny sobre él—. Tú estás hecha para vestir bonitas prendas interiores.

—¿Y tú? —preguntó Virginia riendo.

—¿Yo? Pues para quitártelas, claro —respondió Ryerson mientras le bajaba uno de los tirantes del body—. ¿Ginny? —preguntó deteniéndose.

—¿Mnnn? —preguntó Virginia, que estaba acariciando su torso.

—¿No te arrepientes de nada?

Virginia sabía que se refería a la sencilla ceremonia de boda de aquella tarde.

—No —respondió con seguridad, al tiempo que acariciaba su rostro—. He estado esperándote toda la vida, A. C., aunque no lo he sabido hasta ahora.

Ryerson contempló su mirada segura, y sonrió satisfecho.

—Pues se acabó la espera —dijo—. Para los dos.

Rodó hacia un lado y capturó la boca de Virginia.

El brazalete brillaba entre las sombras, como promesa de una larga vida de amor y felicidad.

FIN