Capítulo 6
Una vez de regreso a la habitual rutina, Virginia pudo admitir lo nerviosa que había estado al regreso. En Toralina se había sentido como una persona diferente, y temía que la vuelta a casa conllevara un regreso a su antigua personalidad.
Pero, varios días después de la llegada, mientras contemplaba su figura en el espejo, Virginia sonrió. Había cambiado en el viaje, pero el cambio subsistía. Lo podía leer en sus ojos, y sabía que Ryerson también lo notaba. El mismo vestido que llevaba puesto para la cena con Ryerson era más atrevido de lo que era habitual en ella, dentro siempre de la normalidad.
La mujer que se reflejaba en el espejo era una mujer confiada y consciente de su condición femenina. Más liberada y más segura. Era una mujer que, después de haber hecho el amor en las cálidas aguas del Caribe, no dudaba en compartir una bañera de hidromasaje con Ryerson.
Si Ryerson tuviera una bañera de hidromasaje, claro.
Pero eso era lo de menos, decidió sonriente, mientras se colocaba el brazalete en la muñeca. Lo importante era que había perdido todas sus inhibiciones.
Observó de pronto una marca en el broche del brazalete, y la examinó de cerca. Era un pequeño escudo de oro. Algún día sería interesante que llevaran el brazalete a un joyero para ver si podía identificado.
Una hora después; sentada frente a Ryerson en un caro restaurante, decidió sacar a colación sus pensamientos.
—¿Nunca has pensado instalar una bañera de hidromasaje? —preguntó tras saborear la copa de vino.
Ryerson alzó la vista de su plato, y la miró primero con sorpresa y luego con cierta desconfianza.
—¿Una bañera de hidromasaje? Pues ahora que lo dices, no. Nunca se me había ocurrido. Hasta ahora, claro… —dijo pensativo—. No sería mala idea; además, tengo un rincón perfecto para ello en mi casa de la isla. Por cierto, que tienes que venir a verla alguna vez. ¿Qué te hizo pensar en el hidromasaje?
Virginia se encogió de hombros con expresión de inocencia.
—Bueno me estaba acordando del baño que nos dimos en el mar, y lo relacioné de pronto con el hidromasaje.
—Sí, es una cadena de pensamiento lógica —dijo Ryerson complacido—. ¿Sabes? —preguntó mientras probaba el pan—. Puedo imaginamos a los dos ahora mismo en una de esas bañeras.
—¿Sí? —preguntó Virginia sonriente—. ¿Y qué tal?
—Puff… me vuelve loco. ¿Quieres que acabemos de cenar, o nos vamos directamente a mi casa?
Virginia casi se atragantó de la risa.
—¡Pero si todavía no hemos empezado! Y estoy hambrienta.
Ryerson lanzó un suspiro de resignación.
—Bueno, vale, esperaré. Me pregunto cuánto se tardará en instalar una bañera de hidromasaje. Yo podría instalar el motor, así que sólo necesito la bañera. Si llamo mañana por la mañana, yo creo que la podré tener para…
—Ni lo sueñes para este fin de semana —lo interrumpió Virginia—. Acuérdate de que tenemos que ir a la fiesta de los Anderson el domingo. Dijiste que querías ir conmigo para que te presentara a gente.
Los Anderson eran viejos amigos de la familia de Virginia, y ella sospechaba que daban aquella fiesta para conocer al nuevo propietario de Middlebrook Power Systems.
—Tienes razón. Los negocios son los negocios. Ya me preocuparé de la bañera más tarde. Además, esta noche… —Ryerson se detuvo y su expresión se ensombreció—. ¿Te vas a quedar esta noche conmigo, verdad?
—Sí, he traído una bolsa de mano —respondió Virginia suavemente.
Ryerson se relajó.
—Menos mal. Ginny, yo creo que ya es hora de que nos planteemos el vivir juntos.
Virginia dejó de golpe la copa que acababa de agarrar.
—¿Vivir juntos? ¿Tú y yo?
—Pues claro, ¿quién si no? Piénsalo fríamente, Ginny. Es lo más natural en un caso como el nuestro. Además, el ferry que va a tu casa cada vez es más problemático. Yo tengo a veces reuniones muy tarde, o muy temprano, y es muy difícil trasladarse desde tu casa.
Virginia sintió que se le revolvía el estómago. Su primer pensamiento fue que Ryerson se había cansado de ella tan rápido como su marido, y la confianza ganada en Toralina comenzó a tambalearse. Hizo un esfuerzo para mantener la calma. Estaba con Ryerson, no con Jack.
—¿Te resulta problemático trasladarte a la isla? —preguntó algo alterada—. Pero si apenas hemos comenzado… Si acabamos de llegar de Toralina, A. C. creía que todo estaba yendo bien. Pensé que estabas contento, y que las cosas salían adelante. No me daba cuenta de que te estabas aburriendo de mí.
Ryerson frunció el ceño al comprender lo que Virginia estaba pensando. Su expresión dolorida le partía el alma, pero también lo irritaba.
—Diablos, Ginny, no me estás escuchando —dijo—. Te estoy pidiendo que vengas a vivir conmigo. No estoy sugiriendo que cortemos nuestra relación, sino todo lo contrario. ¿Es que no me entiendes cuando te hablo?
Virginia bajó la mirada. Aunque Ryerson no podía ver sus manos, hubiera apostado que estaba arrugando la servilleta con nerviosismo. Su rostro estaba tenso.
—Bueno, como has dicho que lo de los ferrys es muy problemático, supuse que estabas ya aburrido de tomarlos —dijo lentamente.
—Y de eso has deducido que estaba aburrido de ti —acabó Ryerson disgustado—. Tienes una lógica de lo más enrevesada, pero no pensaré en ello por ahora. Lo que estoy diciendo es muy sencillo: te pido que vengas a vivir conmigo. No me aburre viajar hasta la isla; es, simplemente, una molestia. Ésa es la diferencia.
—¿Cuál?
Ryerson se preguntó si habría alguna ley que prohibiera sacudir a una mujer para hacerla volver en razón. Supuso que sí la habría.
—La diferencia está en que cuando me aburre algo lo dejo de lado, pero cuando algo me gusta pero es molesto, intento solucionarlo. Y la solución de este problema es que vivamos juntos.
—¿De modo que quieres que vivamos juntos? —preguntó Virginia, aún insegura.
—Caramba, enhorabuena. Parece que empiezas a comprender.
Llegó la ensalada, y comieron en silencio. Ryerson observaba a Virginia retorcerse entre reflexiones mientras comía.
—Vivir juntos se parece mucho al matrimonio —dijo la chica finalmente.
Ryerson comprendió enseguida la pega. Estaba yendo demasiado de Prisa. C. ro que, por él, estarían yendo más rápido. Buscó una forma de tranquilizada.
—Virginia —empezó en el mismo tono que utilizaba para los clientes indecisos—. Vivir juntos es muy diferente de estar casados. Mucho. Desde luego, tiene alguna de las ventajas del matrimonio, pero…
—Y todas las desventajas —concluyó Virginia al momento.
—No necesariamente —gruñó Ryerson.
—¿Lo has probado alguna vez? —preguntó Virginia.
—Bueno, no, pero es fácil predecir que en un caso como el nuestro funcionaría bien.
—Sigo sin ver la diferencia que hay entre eso y estar casados.
Ryerson estaba empezando a perder la paciencia, lo que era inhabitual en él.
—Eres una testaruda. Entiendo que te dé miedo, pero confía en mí. Vivir juntos es diametralmente distinto a casarse.
—No lo entiendo —declaró Virginia con intensidad—. Piénsalo. El hecho de vivir juntos conlleva compartir todo, desde el dinero hasta los familiares. Significa plantear cosas como quién limpia una semana y quién otra. Significa despertarse juntos, compartir el cuarto de baño… ¿No te das cuenta? Te llenaría el armario con mi ropa, y el baño con el champú, el desodorante y los cosméticos. Vivir juntos no es como compartir una habitación en un hotel de Toralina. Es mucho más complicado.
Ryerson tuvo que contener la sonrisa al verla tan frenética. Pero se controló al comprender que Virginia se lo tomaba muy en serio.
—La idea te asusta, ¿verdad?
Virginia se reclinó en el asiento y lo miró despacio.
—La encuentro desazonadora —admitió—. Y en contra de todo lo que nos habíamos propuesto crear en nuestra relación.
—Irá contra todo lo que tú has propuesto crear —replicó Ryerson—, porque a mí la idea me encanta. Recuerda que yo no tengo nada en contra del matrimonio.
—Es verdad. Tú estás convencido de que es una relación muy cómoda entre dos personas que se compenetran, ¿verdad? —espetó Virginia—. Y seguro que consideras que vivir juntos es lo mismo. Pero yo no creo que las cosas sean así. En esas situaciones, todos los problemas salen a relucir. Todas las cosas que parecen nimias en una relación como la de ahora se convierten en molestias al juntarse, y a veces se hacen insoportables.
Al ver que no llegaban a ningún sitio, Ryerson echó marcha atrás y decidió darle más tiempo.
—Mira, Ginny, lo único que te pido es que lo pienses. Te garantizo que no será como el matrimonio. Por ejemplo, no hay compromiso formal, y no te sentirás atrapada. Además, iremos despacio. Puedes ir acostumbrándote paso a paso.
—¿Cómo? —preguntó suspicaz.
—No tienes por qué trasladarte de golpe —explicó Ryerson persuasivo—. Lo haremos en escalas. Prueba a pasar unas cuantas semanas conmigo y luego decidimos.
—Pero si todo va muy bien ahora —protestó Virginia—. Somos felices así.
Ryerson notó con frustración que no estaba siendo capaz de convencerla.
—¿De verdad crees que todo se va a destruir porque vivamos juntos? —preguntó irritado.
—No lo sé —susurró Virginia.
Estaba todavía más asustada de lo que él había imaginado. La aterrorizaba todo aquel asunto. Ryerson había creído que su resistencia al matrimonio se debilitaría con la confianza y el tiempo. Había planeado irla acostumbrando lentamente a la idea de compartir su vida con él. Pero ya no estaba tan seguro de ser capaz de hacerlo. Aquella mujer estaba terriblemente asustada.
—Tu marido te la jugó bien, ¿eh? —comentó, controlando la rabia que le crecía en el pecho—. Si no hubiera muerto ya, no me habría importado echarle una mano.
Virginia pareció sorprenderse por su vehemencia.
—Pero Ryerson, creía que comprendías lo que significaba el matrimonio para mí.
Ryerson perdió la paciencia.
—Por última vez —dijo—, no estoy hablando de matrimonio. ¡Hablo de vivir juntos!
El silencio general que siguió a sus palabras les indicó que todo el restaurante las había oído. Todo el mundo los miraba, algunos con expresión divertida, otros curiosa, y algunos escandalizada.
—Acabaremos esta conversación cuando estemos a solas —dijo Ryerson entre dientes.
Virginia pareció indecisa, como si quisiera decir algo más, pero la mirada glacial de Ryerson desvió hacerla cambiar de opinión, porque no replicó.
Acabaron la comida prácticamente en silencio. Ryerson se arrepentía de haber arruinado la noche, pero tenía que empezar por algún sitio. Sabía muy bien que no sería feliz hasta que Virginia viviera con él, más aún, no cesaría la lucha hasta verla casada con él.
El brazalete de esmeraldas brillaba en la muñeca de Virginia, realzando la forma suave de sus manos. Se quedó mirándolo intensamente.
Tenía que conseguir a Virginia, convencerla de que aceptase el amparo de su techo y la seguridad de su cama. Tenía que darse cuenta de que él no era como su marido. Tenía que aprender a confiar en él.
—Vámonos a casa —dijo al acabar, subrayando la palabra «casa» para ver cómo reaccionaba Virginia.
Pero no dijo nada. Acabó su copa de vino mientras Ryerson firmaba el cheque.
* * *
Virginia intentó olvidar la discusión del restaurante, y se esforzó en sacar temas intrascendentes durante el trayecto hacia casa de Ryerson.
Pero él contestaba con monosílabos, y no parecía querer participar en la conversación. No dijo nada en todo el viaje, y al llegar a su piso, se limitó a abrir la puerta y dejarla pasar.
—Ryerson —dijo Virginia suavemente entonces—. Me parece que deberíamos hablar. Hay que arreglar esto.
Ryerson se quitó la chaqueta, y se aflojó la corbata.
—Ya hemos hablado bastante. Está claro que discrepamos en algunas cosas. Más vale que nos centremos en aquéllas en que nos compenetramos.
Virginia dio un paso atrás, insegura de la expresión de los ojos de Ryerson. Era un hombre al que solía entender a la perfección, y le resultaba extraño y desasosegante no poder leer en sus ojos aquella noche.
—No estoy de acuerdo —dijo Virginia con toda la calma que supo reunir—. Vivir juntos es una decisión importante, que lo cambia todo. Yo ni siquiera sabía que te lo estabas planteando.
Ryerson se desabrochó la camisa y caminó hacia ella. La penumbra del cuarto destacaba el brillo de sus ojos grises. Agarró a Virginia por los hombros y la besó con pasión.
Al momento, desapareció todo pensamiento racional de la mente de chica.
—Tal vez tengas razón —susurró con desmayo—. Tal vez sea mejor que nos atengamos a los terrenos en que nos compenetrarnos.
—Pero no creas que siempre me va a poder distraer el sexo —advirtió Ryerson con dureza.
—Claro que no —se apresuró a contestar Virginia—. Además, esta vez has sido tú.
—Cierto. Pero quiero que sepas que, antes o después, retornaremos esa conversación.
—¿Pero ahora no? —preguntó Virginia esperanzada.
—No. Ahora tengo otras cosas en la cabeza.
La tomó en brazos y la condujo hasta su cuarto.
* * *
Una hora después, Virginia se despertó en la oscuridad, presa de una acuciante sed, y de un terrible dolor de cabeza. Se le ocurrió primero que había bebido demasiado durante la cena. Permaneció inmóvil unos segundos, tratando de reconocer el cuarto en que se encontraba.
El estómago le ardía. Frunció el ceño al recordar que sólo había bebido dos vasos de vino la noche anterior. Fuera lo que fuera lo que le sucedía, no podía achacarlo a un exceso de alcohol.
Cambió de postura en la almohada, y trató de enfocar la visión. Pero las líneas del cuarto flotaban a su alrededor sin llegar a constituirse en estructuras. A lo mejor todo era un sueño.
Pero no fue realmente consciente de su estado hasta que se sentó en la cama y todo empezó a darle vueltas. Al ponerse de pie, estuvo a punto de caer. Notó la moqueta bajo sus pies, lo que indicaba que no estaba en su cuarto; y por fin vio el bulto de Ryerson a su lado, en la cama.
De modo que estaba en la casa de Ryerson.
Algo más tranquila, se acercó a la ventana. No comprendía cómo Ryerson podía dormir con tanto calor.
Pero a medio camino hacia la ventana, sintió una terrible náusea, que le hizo cambiar el rumbo hacia el cuarto de baño. Lo primero era lo primero. Se sentía terriblemente enferma.
Enferma. No era el calor del cuarto, ni el vino de la cena, era que tenía fiebre. Virginia se estremeció horrorizada. Jack no soportaba verla enferma. Entró en el baño corriendo, a punto de explotar.
Momentos después, controlados los espasmos, Virginia se apoyó débilmente en el lavabo y se aclaró la boca, mientras hacía un esfuerzo sobrehumano por pensar.
Tenía que salir del apartamento de Ryerson. No podía permitir que la viera en aquel estado. No quería verlo disgustado e impaciente, como Jack solía estar cuando la veía enferma.
Por eso no podían vivir juntos, se recordó Virginia al tiempo que salía tambaleante del cuarto. Una tontería como la de ponerse enfermo lo estropearía todo.
Miró a su alrededor con ansiedad. Tenía que salir de allí y volver a su casa tranquila y segura, donde podía estar enferma sin preocuparse por la reacción de Ryerson.
El dolor le martilleaba la cabeza, pero, por lo menos, el estómago parecía controlado por el momento. Encontró a duras penas sus ropas, y se vistió, agobiada de calor y de una sensación de irrealidad. Ryerson estaba profundamente dormido.
Terminó de vestirse jadeando de agotamiento, y salió a la sala. Entonces pensó que debería dejar una nota para Ryerson, explicando su súbita desaparición.
Localizó un bolígrafo y algo de papel junto al teléfono. Encendió una lamparita y trató de ordenar sus pensamientos. Pero no era capaz de componer ni una sola línea. Finalmente, tras mucho concentrarse, logró garabatear:
Querido Ryerson. He tenido que irme a casa. Té llamaré.
No era mucho, pero no podía pensar más. Apagó la luz y echó a andar hacia la puerta. Pero al llegar al vestíbulo, tropezó con una figura grande, cálida e inamovible. Se trataba, obviamente de un hombre, y estaba desnudo.
—¿Vas a algún sitio? —preguntó Ryerson, con exagerada suavidad.
Virginia estuvo a punto de perder el equilibrio y se apoyó en su brazo. Ryerson no hizo ademán alguno de ir a ayudarla. Virginia lo soltó al momento, y se apoyó contra la pared.
—… ir a casa… —susurró.
—¿Te ibas sin molestarte en despertarme? Muy considerado.
Virginia sintió su furia, pero estaba demasiado débil como para responder.
—Dejé una nota.
—Me conmueve.
—Ryerson, por favor, déjame salir.
—¿Por qué tienes que salir a las tres de la mañana? —preguntó Ryerson con dureza—. ¿Por qué no puedes soportar la idea de pasar una noche bajo mi techo? Pues, en Toralina, bien que te quedabas conmigo toda la noche. ¿O es que aquello era diferente porque estabas de vacaciones a mi costa?
—Por favor. Tengo que irme —replicó Virginia débilmente.
Trató de pensar, pero Ryerson no se movió.
—¿Y cómo piensas volver a tu casa? Ya se han acabado los ferrys, y no habrá más hasta mañana. Y además, ¿cómo vas a llegar al muelle? ¿Pensabas acaso robarme el coche?
—Iré en taxi.
—Claro, ¿y el barco? Ya te he dicho que no hay uno hasta las seis y media.
Finalmente, las palabras penetraron en el embotado cerebro de Virginia. Ni coche, ni barco. Estaba atrapada. Se humedeció los labios y trató de pensar.
—Llamaré a mi hermana.
—¡Y un cuerno! —exclamó Ryerson, perdiendo la paciencia—. Si piensas que vas a poder dormir aquí, en mi cama, y escaparte en mitad de la noche, estás muy equivocada. Me merezco más que eso. ¿Qué es lo que te crees, Ginny? ¿Que puedes aprovecharte y luego huir? Te ha gustado lo de hacer el amor, ¿no? Pero prefieres no pagar las consecuencias de un compromiso, ¿verdad?
Virginia estaba a punto de desmayarse.
—No entiendes…
—Eso es lo que tú te crees —replicó Ryerson—. Finalmente, empiezo a comprender la situación. Eres demasiado egoísta, o demasiado cobarde para hacer un compromiso, pero te gusta cómo te lo hago en la cama, ¿no es eso?
—Ryerson, tengo que irme, por favor.
Ryerson la ignoró.
—Te gusta el sexo lo suficiente para aceptar viajes de vacaciones, o cenas caras, pero no quieres aceptar ninguna ligazón real. ¿Sabes lo que eres en realidad?
—Basta —dijo Virginia, reuniendo todas las fuerzas de que disponía—. Deja de insultarme y apártate. Me voy.
—Ni hablar. Te vas a quedar aquí donde estás, en esta casa y en esta cama, hasta que aprendas lo que significa tener una aventura conmigo.
Fue a agarrarla, y Virginia trató de desasirse. Pero las fuerzas le fallaban, y todo se volvió negro.
—¡Ginny! —exclamó Ryerson sujetándola—. Estás ardiendo. ¿Qué pasa?
—Quería irme, pero no me dejabas. No me dejabas. Tengo calor. Quiero un vaso de agua.
—Eso no te va a quitar el calor, cariño. Necesitas más ayuda. Espera aquí a que me vista.
La dejó sobre una silla.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque te voy a llevar a Urgencias, y no creo que esté bien que vaya desnudo.
—No quiero ir al hospital. Estoy bien.
—Claro, claro. Y yo soy cura.
Virginia se quedó sentada, demasiado enferma, hasta para llorar. Todo estaba saliendo mal.
—Bueno —susurró derrotada—. Llamaré a un taxi para que me lleve.
—Tardaría demasiado.
Ryerson salió del cuarto y cogió las llaves y la cartera.
—¿Puedes andar, o te llevo en brazos?
Virginia se levantó despacio. Ya era inútil discutir. Ryerson estaba decidido, y no le quedaba más que obedecer. Tal vez fuera el comienzo del fin de la relación, pero no tenía fuerzas para combatirlo.
—Ryerson, estoy fatal.
Ryerson la agarró por los hombros y la llevó al ascensor.
—No te preocupes, cariño. Todo irá bien. Te llevaré a Urgencias para que te bajen la fiebre, y luego volveremos a casa para que descanses.
—¿A mi casa? —preguntó Virginia esperanzada.
—No, aquí. A mi casa. No estás en condiciones de quedarte sola.
—Pero, Ryerson…
—Ssss, Ginny. Déjame a mí.