Capítulo3
Estaba mucho más nerviosa que una novia normal en su noche de bodas. Pero, claro, Virginia sabía mejor que la mayoría de las novias lo negativa que podía llegar a ser la experiencia de la noche de bodas. Tenía que recordarse continuamente que aquélla no era una noche de bodas, sino tan sólo la primera noche con Ryerson.
Se prometió a sí misma no caer en el pánico. Sin embargo, los estremecimientos de incertidumbre se sucedían en el cuerpo de Virginia mientras se vestía con nerviosismo para la cena. Palabras como «boda» y «noche de bodas» le producían tal efecto. Hay a quien le horrorizan las serpientes, o las arañas. A ella la aterrorizaba el matrimonio.
Apartó tal pensamiento de sí deliberadamente. Lo que le faltaba era empezar a desenterrar viejas historias de su terriblemente reveladora noche de bodas, y de la pesadilla de matrimonio que la siguió.
No iba a pasar nada, se repitió por enésima vez. Después de todo, no se iba a casar con Ryerson. Únicamente iba a intentar establecer una relación amorosa con él. Y Ryerson no se parecía en nada a su marido. Ryerson era su amigo, su compañero, un hombre con el que se compenetraba perfectamente.
Llevaba repitiéndose la misma letanía desde el día en que Ryerson le mostró los billetes de avión y le pidió que lo acompañara a Toralina. En los días de preparación del viaje, había conseguido casi convencerse de que todo iría bien, pero aquella noche la volvían a asaltar todas las antiguas ansiedades. La noche era tranquila y cálida, pero Virginia sentía continuos escalofríos en la espalda, y las manos le pasaban alternativamente del frío al calor.
No se iba a casar con él. Únicamente iba a intentar hacer el amor. Ryerson no era un hombre muy exigente.
¿O sí lo era?
Después de todo, era un hombre increíblemente viril. Aunque Virginia tal vez no fuera la mujer más apasionada del mundo, pero no por ello dejaba de notar la energía sexual que desprendía Ryerson bajo su aparente calma. Por eso había accedido a acompañado a aquel viaje. Sabía que, tarde o temprano, el tema de sus relaciones físicas tenía que salir a la luz. Tenían que descubrir la verdad sobre aquella faceta de su amistad:
Acabó de ponerse el vestido nuevo que había comprado para la ocasión, y se asomó a la ventana de nuevo para contemplar una vez más aquel panorama de ensueño. Tras los jardines del hotel, se extendía un horizonte inacabable de aguas de color turquesa. La línea anaranjada de la playa separaba las colinas tropicales del agua. El hotel se alzaba entre la vegetación en alegre geometría de blancos y rojos.
Aquel lugar, desde luego, no se parecía nada a Seattle, pensó Virginia. Parecía más bien un decorado fantástico, y eso era bueno. Era el lugar ideal para iniciar una aventura romántica, y estaba claro que Ryerson había hecho elección pensando en eso mismo.
Lo que necesitaba, decidió Virginia al tiempo que se alejaba de la ventana, era una copa. Doble.
Cruzó la habitación a grandes pasos, tratando de ignorar la enorme cama que presidía la estancia, y entró en la sala. Tomó aliento al ver que Ryerson dejaba de lado el periódico que estaba leyendo y se levantaba. Por un momento, se limitó a contemplado, levemente consciente de un sentimiento de anhelo.
Estaba guapísimo, pensó con tristeza. El tipo de hombre seguro y tranquilo, que resultaba terriblemente fascinante con un traje de noche de corte clásico.
—Estás muy guapo —comentó con ligereza—. Ese traje te sienta estupendamente.
Ryerson la miró un rato, y luego sonrió.
—Tú sí que estás fantástica esta noche —dijo, contemplándola con éxtasis—. Muy exótica y un poco misteriosa.
—Esta noche me siento como hechizada —admitió Virginia.
—Y yo —respondió Ryerson con los ojos brillantes—. Ni siquiera he pensado en motores diesel en todo el día. A lo mejor esto de los trópicos nos viene bien, Ginny. Tal vez sea justo lo que los dos necesitábamos.
Pasó una mano por la nuca de Virginia, y la besó en el cuello. Virginia cerró los ojos y se rindió momentáneamente al estremecimiento de deseo que la recorrió. Todo iba a salir bien, se dijo. Al abrir los ojos, encontró en Ryerson una expresión que era a la vez infinitamente posesiva y terriblemente tierna. Reunió fuerzas y le formuló la pregunta que llevaba persiguiéndola todos aquellos días.
—Ryerson —susurró—. Tengo que preguntarte algo. Es importante.
—Lo que quieras —asintió Ryerson con paciencia.
—Verás… si esta noche… si las cosas no fueran bien… Quiero decir, si descubriéramos que todo ha sido una equivocación, y todo va mal esta noche, ¿seguirás siendo mi amigo?
—¡Ginny! —exclamó Ryerson al tiempo que besaba su nariz—. ¿Qué sucede, cariño? Nada va a ir mal. Somos amigos, y nos vamos a convertir en amantes. ¿Qué puede salir mal?
—Pero si no nos gusta, si nos hacemos amantes, ¿seguiremos siendo amigos?
Ryerson clavó en ella una mirada reconfortante.
—Estás nerviosa, ¿verdad?
—Un poco —admitió Virginia, que necesitaba una respuesta a su pregunta.
—Cariño, hemos sido amigos desde la primera noche, y nada va a cambiar eso. Lo que pase esta noche únicamente profundizará nuestra relación. Y ahora, ¿qué te parece si estos dos amigos salen a pasar una noche en medio de un paraíso?
La tomó de la mano, expresando con su mirada mucho más que con sus palabras. Ginny apartó de su mente las turbadoras reflexiones, y se refugió en el humor.
—Ni siquiera hablas como un negociante de motores.
Ryerson pasó un dedo por el hombro desnudo de Virginia.
—Estamos en paz, entonces. Tú tampoco vas vestida como una mujer que trabaje con ordenadores.
Virginia hizo una mueca.
—No me lo recuerdes —dijo, refiriéndose al vestido que había elegido junto a su hermana—. ¿Crees que es demasiado…?
—Es perfecto.
Salieron al jardín. La noche serena y cálida los envolvía con aromas de flores. El edificio principal del hotel estaba situado a cierta distancia, de forma que los aposentos tuvieran intimidad.
Los jardines eran frondosos y verdes, y había algunos otros huéspedes paseando por los estrechos senderos de flores.
—¿Podemos tomar unas copas antes de cenar? —preguntó Ryerson—. El casino abre a las nueve.
Virginia lo miró con curiosidad.
—¿Te gusta jugar?
—Casi nunca. De vez en cuando juego al póquer, pero eso es todo. Este viaje es la mayor apuesta que he hecho en años, ¿y tú?
Virginia enrojeció al oír tales palabras.
—También —admitió.
Ryerson sonrió, y la estrechó contra su hombro un poco más.
—Considérame como algo seguro —dijo.
Ojalá pudiera ella garantizar lo mismo, pensó Virginia.
La terraza del bar estaba llena cuando llegaron. Encontraron una mesita en un rincón, y Virginia pidió un licor en lugar de su acostumbrado vino. Ryerson pidió whisky, como de costumbre.
A medida que el alcohol penetraba en su garganta, el nerviosismo de Virginia se debilitaba. La conversación, algo tensa antes de sentarse, reasumió su habitual soltura.
Para cuando llegaron al comedor, la chica se sentía mucho mejor. Estaba a miles de kilómetros de Seattle, y de su pasado. La botella de vino que acompañó a la cena colaboró a intensificar tal sensación.
—Esta noche siento que la suerte me acompaña —dijo Ryerson al acabar la cena—. Vayamos al casino.
Caminaron de la mano hasta el brillante edificio, en donde los croupiers repartían cartas a miles de jugadores excitados, y las máquinas tragaperras vibraban musicalmente.
La sala estaba atestada de elegantes clientes, y toda la atmósfera estaba ceñida de una aureola de irrealidad. El sentimiento de estar en un mundo diferente se acrecentó en Virginia. Estuvo contemplando a Ryerson jugar en una de las mesas un rato, y luego probó suerte en las tragaperras. Ganó diez dólares a la primera y los añadió a las ganancias de Ryerson.
—Tenías razón —dijo riendo—. Esta noche estamos de suerte.
Una camarera pasó ofreciendo champán, y Virginia aceptó una copa. No podía dejar desaparecer aquel maravilloso sentimiento de irrealidad. Pero cuando iba a llevarse la copa a los labios, Ryerson la detuvo. La miraba con expresión medio divertida, medio preocupada.
—Cuidado —advirtió—. Es fácil descontrolarse cuando te lo estás pasando tan bien como tú esta noche.
Virginia frunció el ceño.
—¿Descontrolarse? Ah, te refieres al champán. No te preocupes, Ryerson, me encuentro muy bien. Mejor que nunca, en realidad. Te prometo no emborracharme.
—Más vale que ni siquiera lo intentes —replicó Ryerson, quitándole la copa de las manos.
Virginia iba a protestar, pero Ryerson la besó.
—Créeme —dijo—. Tú no estás acostumbrada a este ritmo de vida, y sería una pena que pagaras mañana por los excesos de hoy. Sólo tenemos unos días para disfrutar de esto, y no podemos perder ni uno.
Ryerson no lo entendía, pensó Virginia resentida. A ella no le importaba que el día siguiente fuera un desastre mientras aquella noche transcurriera con éxito.
—Mañana será otro día, ¿por qué preocupamos por ello? —preguntó.
—¿No te preocupa el mañana? —bromeó Ryerson—. Vamos, Ginny, ésa no es la Virginia Elizabeth que conozco.
—A lo mejor es que esta noche no quiero ser la Virginia Elizabeth que suelo ser —replicó Virginia.
—¿Y cómo te gustaría ser?
Virginia pestañeó ante la pregunta.
—Me gustaría ser como tú quieres que sea esta noche.
El rostro de Ryerson perdió la expresión risueña.
—La mujer que yo quiero eres tú, Ginny. No tienes que cambiar.
—Eso es lo que tú te crees —murmuró.
Inmediatamente, su semblante se animó. No estaba dispuesta a perder el terreno que había ganado aquella noche.
—Vamos a las mesas del póquer, a verlos jugar —dijo.
Ryerson no replicó, y dejó que Virginia lo guiara hacia el lugar donde varias personas engalanadas para la noche probaban suerte con los dados. Había un joven pelirrojo que parecía más animado que los demás. De sus dedos se alzaba una columna de humo de cigarro. Ganaba repetidamente.
Mientras Ryerson y Virginia miraban, los jugadores fueron retirándose uno a uno, hasta dejar al pelirrojo solo con sus ganancias. Mientras las recogía, alzó hacia Virginia una mirada azul y enfebrecida. Obviamente, el éxito se le había subido a la cabeza A. C. cuando la pareja hizo ademán de retirarse, el extraño habló.
—Oiga, espere. ¿No le apetece jugar? Parece un hombre con instinto aventurero.
—Esta noche no, gracias. Tal vez en otra ocasión.
—Otra ocasión… ¿y por qué no hoy? Me presentaré. Soy Harry Brigman. Tengo una racha de suerte que no cambia.
—Yo también —repuso Ryerson sonriendo, al tiempo que apretaba cariñosamente la mano de Virginia—. Yo también.
—Bueno, ¿pues por qué no organizamos una partida con alguno de estos caballeros, a ver que pasa? —preguntó Brigman alegremente.
Virginia notó cierta indecisión en Ryerson.
—Si quieres jugar, adelante —dijo—. A mí no me importa.
Ryerson la miró pensativo.
—Bueno…, la verdad es que esta noche me siento con suerte.
—Pues venga, juega —lo animó Virginia—. Yo miraré.
En realidad, le apetecía tener algo más de tiempo para sí misma.
Brigman los miró con curiosidad.
—Tal vez ella sea su amuleto amigo —dijo.
—Tal vez —asintió Ryerson casualmente.
Miró a Virginia, y sus ojos se llenaron súbitamente de decisión.
La besó levemente en los labios y se sentó a continuación en la mesa. Miró hacia atrás para comprobar que Virginia estaba a su lado.
Virginia se apoyó en la barandilla de madera que rodeaba el área de juego, y sonrió para inspirarle confianza. Una partida de póquer podía ser muy larga, pensó. Eso le daba mucho tiempo para reunir algo más de coraje.
En algo acertó, desde luego… la partida continuó durante bastante tiempo. En cuanto se enfrascó en el juego, Ryerson se olvidó de su presencia. Virginia observó el juego durante un rato, pero como apenas conocía las reglas, se le hacía bastante pesado. De modo que decidió acercarse al bar a tomar otra copa.
Cuando regresó, la partida no había disminuido de intensidad. Ryerson se había quitado la chaqueta, como los otros hombres que rodeaban la mesa, pero aquélla era la única concesión que se había dado a la tensión. Lo que sí parecía haber cambiado era la cantidad de fichas que se apilaban frente a Ryerson, que había crecido considerablemente. Era una buena señal.
Se apoyó de nuevo en la barandilla, y admiró la serena técnica de Ryerson mientras consumía su copa. Nada parecía alterado. Jugaba al póquer de la misma forma en que despacharía un negocio. Por su parte, Brigman parecía estar cada vez más nervioso. Era obvio que empezaba a perder, y que eso destruía sus esquemas.
Transcurrió otra hora. Virginia se acercó a la orquesta para oír música, y declinó cortésmente un par de invitaciones a bailar. Al volver a la zona de juego, notó que la partida había llegado a un punto crítico. Todos se habían retirado a excepción de Ryerson y Brigman. Gotas de sudor perfilaban la frente de Brigman, y descendían hasta sus mejillas. Se las apartaba con una mano impaciente, sin dejar de concentrarse en el juego.
Bajaron las cartas, y, aunque Virginia no podía verlas, leyó con toda claridad en el rostro de Harry Brigman que había perdido una gran cantidad. El hombre se levantó de golpe y dijo algo al oído de Ryerson. Después se volvió y salió del casino a grandes zancadas. Ryerson se levantó con más parsimonia, y se estiró. Luego, buscó a Virginia con la mirada.
—Enseguida vuelvo —dijo despacio.
—¿Adónde vas?
—Brigman y yo tenemos que hablar en privado. Espérame aquí.
Virginia esperó con impaciencia, llena de curiosidad y alarma. Se preguntaba qué habría sucedido durante el juego que requería una consulta privada entre los dos participantes. Estaba a punto de salir en su busca cuando Ryerson regresó inesperadamente. Brigman no estaba con él.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó Virginia apresurándose a su encuentro.
Los ojos de Ryerson brillaban de excitación.
—Brigman me acaba de pagar sus deudas, eso es todo —dijo.
—¿Pero cómo? ¿Por qué has tenido que salir? ¿Qué está sucediendo?
—Ssss. Ahora te lo cuento. Salgamos de aquí.
La tomó del brazo y la condujo al exterior. Avanzaron por los jardines cálidos y serenos, y cuando se hubieron alejado de la multitud, Ryerson se detuvo y extrajo algo del bolsillo. Los alumbraba la luz tenue de una farola.
—Echa un vistazo a esto.
Virginia estudió el pequeño estuche de joyería que Ryerson le tendió. Una extraña exaltación se apoderó de su cuerpo.
—¿Qué es?
Sin una palabra, Ryerson abrió el estuche y mostró a la luz su contenido. Virginia lanzó una exclamación ahogada y se quedó inmóvil, contemplando extasiada el contenido.
Era un brazalete. Un brazalete impresionante. Virginia nunca había visto algo parecido. Bajo la pálida luz de la farola, las piedras mas lanzaban extraños resplandores de fuego. Esmeraldas y rubíes se unían en una base de oro. Toda la pieza brillaba con un calor que resultaba impropio de una joya.
Virginia se quedó sin habla, y tuvo la sensación de que la realidad se descalzaba, y de que se hallaba ante un objeto que pertenecía a una dimensión diferente de la del mundo que la rodeaba. Aquel brazalete parecía inmune al tiempo, como si perteneciera a la vez al pasado, al presente y al futuro.
Y era suya. De Ryerson y suya. Sacudió la cabeza para despertar de tales ensoñaciones, y consiguió por fin susurrar:
—Un brazalete.
—De oro con esmeraldas y rubíes —dijo Ryerson—. Por lo menos, eso dice Brigman.
—¿Y tú lo crees?
—No sé. Yo no soy joyero.
—Es maravilloso, Ryerson. Una preciosidad. Aunque fuera falso, seguiría siendo la joya más bonita que he visto nunca.
—Si es falso, desde luego es una falsificación magnífica. Mira, aquí hay una apreciación de la antigüedad que tiene, realizada por un joyero —indicó Ryerson, señalando un papel que había debajo del brazalete—. Aunque no indica el valor, asegura que la piedra es de finales del siglo XVII.
—Asombroso.
Ryerson cerró la caja, con los ojos brillantes.
—Eso pensé yo cuando lo vi. En cuanto Brigman abrió el estuche, supe que tenía que quedármelo. Le dije que lo aceptaba a cambio de todo lo que me debía.
—¿Había perdido mucho?
—Al acabar el juego, me debía más de diez mil dólares.
Virginia abrió la boca de la sorpresa.
—¡Diez mil dólares! —exclamó—. Ryerson, ¿llegasteis a jugar tanto dinero?
—Ya te dije que esta noche iba a tener suerte —replicó Ryerson con una sonrisa maliciosa.
—Pero… ¡Diez mil dólares! ¡No puedo creerlo! ¿Y si el brazalete es falso? A no ser que las piedras sean buenas, no llegará ni por asomo a costar tanto.
Ryerson guardó el estuche.
—Pero como sean buenas, el valor va a ser mucho más elevado. De todas formas, no tuvo opción. Brigman no tenía tanto dinero aquí, y esto era lo único que podía darme para cubrir la deuda. En cualquier caso, creo que ha merecido la pena —dijo sonriendo—. Vamos, Virginia, vayamos a beber algo. A mí me vendrá bien.
—Y a mí —asintió Virginia con desmayo.
No podía imaginarse una partida de póquer en que se llegara a tanta ganancia.
—No te pega nada —murmuró asombrada.
—¿El qué?
—Jugar tan alto.
Ryerson sonrió de nuevo, mostrando un arrogante orgullo.
—Señorita, la noche es joven, y aún me acompaña la suerte. Lo presiento; ésta es mi noche.
Virginia no estaba tan segura acerca de aquello último, pero lo dejó pasar. Además, empezaba a compartir el entusiasmo de Ryerson. Nunca había visto algo tan bello como aquel brazalete.
—Tal vez sea verdad que te traigo suerte —murmuró.
—Nunca lo dudé —le aseguró Ryerson.
Por vez primera, Virginia empezó a desear que llegara la hora de acostarse.
Estuvieron bailando hasta algo después de la una, y, poco a poco, un sentimiento de expectación se apoderó de Virginia. La ansiedad que había sentido antes se reemplazó por una delicada excitación nueva para ella.
A lo mejor todo salía bien aquella noche, después de todo. Tal vez su amistad con Ryerson pudiera albergar también una satisfactoria relación amorosa. Se estremeció en sus brazos en la pista de baile y sintió el estuche del brazalete en el bolsillo de la chaqueta de Ryerson. Pero también notó la excitación de Ryerson.
Estaban en medio de un baile lento y sensual cuando llegó el momento álgido. Virginia se balanceaba lentamente contra el cuerpo de Ryerson, con la mejilla;\poyada en su hombro, cuando escuchó las palabras en su oído.
—Vámonos al cuarto, cariño. Es ya bastante tarde, y quiero acabar de probar mi suerte esta noche.
El sentimiento expectante que Virginia albergaba en su interior se tambaleó levemente. Virginia trató de retenerlo, pero se dio cuenta, de pronto, de que aún no estaba preparada. Fingió mirar la hora y dijo:
—Si sólo es la una. La noche es joven.
Su entusiasmo era fingido.
—La hora perfecta —contestó Ryerson al tiempo que la guiaba fuera de la sala.
Virginia decidió que una última copa la ayudaría a calmarse.
—¿Qué te parece si tomamos la última en el jardín? —sugirió alegremente.
Ryerson la miró interrogante.
—De acuerdo. Si te apetece…
—Estoy segura de que es lo que los millonarios hacen en situaciones como ésta.
—Pues no seré yo el que cambie las costumbres.
Se sentaron en la terraza y pidieron dos coñacs. Ryerson saboreó el suyo en silencio.
—Qué noche más bonita, ¿verdad? —dijo Virginia, al tiempo que probaba su copa.
Tomó un trago demasiado grande, y estuvo a punto de echarse a toser, pero se contuvo.
—La noche es preciosa, pero tú eres lo más hermoso que hay hasta el horizonte —dijo Ryerson despacio.
Virginia se volvió hacia él, y se encontró con sus ojos fijos en ella. Su mirada reflejaba un deseo profundo, quebrante. Virginia se llevó la copa a los labios de nuevo.
Pero, en aquella ocasión, Ryerson la detuvo.
—¿Tanto alcohol te hace falta para que te apetezca acostarte conmigo? Oye, Virginia, somos amigos, ¿no? Puedes decirme la verdad. Si no quieres hacer el amor conmigo, no tienes más que decido.
Virginia lo miró desazonada, e intentó sonreír. Nada de aquello era culpa de Ryerson.
—Supongo que es que estoy un poco nerviosa —dijo.
Ryerson no llegó a sonreír del todo, pero sus ojos revelaban comprensión.
—Si te sirve de algo, yo también. Yo creo que no es muy raro, dadas las circunstancias. Esto se está llegando a parecer a una noche de bodas.
Virginia se estremeció, y trató en vano de relajarse. No era una noche de bodas, se repitió una y otra vez. No era eso lo que Ryerson quería decir; simplemente había hecho una mala elección de términos.
—¿Tú también estás nervioso?
—Sí.
Aquello resultaba alentador, por alguna razón.
—Tenemos mucho en común, ¿verdad? —preguntó Virginia—. Mira que ponemos nerviosos por algo así…
—Pero todo saldrá bien, ya verás —repuso Ryerson con dulzura.
Sus ojos brillaban como dos pozos de plata a la luz de la luna. Virginia se humedeció los labios resecos. Le resultaría más fácil todo sabiendo que Ryerson tampoco estaba muy seguro. Dejó el coñac de lado y se levantó con decisión.
—Bueno, pues vamos allá. Ya veremos qué pasa. No sabremos si todo va bien hasta que no nos pongamos a ello. Ahora o nunca. La experiencia es la madre de la ciencia A. C. cuando quieras…
Alargó la mano hacia él, que se quedó mirándola con gesto extraño…
—Oye, Virginia, esto no es una prueba científica. Si prefieres esperar…
Pero la decisión de Virginia ya estaba tomada; desde el mismo día en que aceptó el billete a Toralina. Y el esperar no iba a suponer adquirir más valor.
—No, desde luego que no. No dejes para mañana lo que puedas nacer hoy. No esperaremos más. Me invitaste a este viaje por una razón específica, y yo accedí a venir. Estoy harta de mi cobardía. Es el momento de que descubramos la verdad.
—¿La verdad de qué? —preguntó Ryerson mientras permitía que Virginia lo levantara de la mesa.
—No importa —replicó Virginia arrastrándolo a través de la terraza—. Lo importante es no mirar atrás. Dejar que la corriente fluya. Reunir coraje y lanzarse. Ahora o nunca.
—Caramba, esto cada vez me da más miedo —observó Ryerson detrás de la chica—. Y no entiendo por qué. ¿Hay algo de lo que quisieras hablar antes, cariño? ¿Hay algo que yo no sepa y deba saber?
—Ésta no es hora de hablar; es hora de actuar.
—Si tú lo dices… pero, Ginny, no es necesario apresurarse. Todavía es temprano. Tenemos toda la noche por delante. Tú misma lo dijiste antes.
Virginia se detuvo de golpe y se volvió hacia él.
—Oye, esto ha sido todo idea tuya. ¿Te estás arrepintiendo acaso?
Ryerson estuvo a punto de chocarse con ella. Observó su expresión retadora.
—Claro que no, cariño. Pero lo cierto es que no entiendo tu actitud.
—Pues no hay nada que entender —replicó Virginia con agresividad—. Yo estoy dispuesta, tú estás dispuesto, pues adelante.
—De acuerdo —accedió Ryerson suavemente—. No discutiré tu lógica.
Sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta de su habitación. Cuando se separó de la puerta para dejar pasar a Virginia, la chica entró como una estampida.
Virginia cerró la puerta con llave en cuanto Ryerson la siguió al interior, y luego se volvió para enfrentarse con él. Temblaba de pies a cabeza; tal vez de excitación, o tal vez de terror. No estaba muy seguro de cuál era la emoción que aceleraba su pulso.
Con los ojos clavados en la expresión fija de Ryerson, se desabrochó con precipitación los botones del cuello de su vestido. Ryerson no dijo nada, y observó con rostro inexpresivo cómo Virginia se bajaba la cremallera de la espalda.
Pero cuando sintió que la prenda se deslizaba suavemente hacia el suelo, Virginia perdió la poca calma que le restaba. Rápidamente, se sujetó el vestido sobre el pecho.
—¿Te ayudo? —preguntó Ryerson con cortesía.
Virginia sacudió la cabeza de forma negativa.
—No, no, gracias. Perdona un momento, por favor.
Entró en el dormitorio y cerró la puerta. Luego, abrió el armario y rebuscó con frenesí el nuevo camisón que había comprado para aquella ocasión. Tenía que estar por allí, porque recordaba perfectamente haberlo metido en la maleta. Sin dejar de sujetar el vestido sobre su pecho, se agachó para ver si el camisón se había caído al fondo del armario.
La puerta se abrió detrás de ella, y Virginia lanzó una exclamación ahogada. Se levantó precipitadamente y se golpeó en la cabeza con la manivela de la puerta del armario.
—¡Maldición! —exclamó, al tiempo que se llevaba una mano al lugar dolorido.
El vestido cayó hasta sus caderas, dejando al descubierto el sostén blanco y parte de la braga que iba a juego. Virginia lo recogió al momento.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Ryerson mientras entraba en el cuarto.
Se había quitado la chaqueta y aflojado la corbata. Llevaba en la mano el estuche del brazalete.
—Estoy perfectamente —le aseguró Virginia.
—Ginny, ¿estás segura de que todo va bien?
—Pues claro. ¿Qué podía salir mal? La situación está muy clara, ¿no? Quiero decir… tú y yo, aquí, solos. Dos amigos que van hacer el amor juntos. Es de lo más natural y amistoso. Y tenía que pasar alguna vez, ¿no?
Ryerson se acercó hacia ella. Se había quitado la corbata, y se estaba desabrochando la camisa.
—Sí, tenía que pasar —concedió—. Yo llevo esperándolo desde el día en que te conocí.
Virginia tragó saliva.
—¿Estás absolutamente seguro de eso?
Ryerson frunció el ceño, y observó el gesto tenso de Virginia.
—Desde luego. Pero de nada sirve eso si tú no lo compartes. ¿Tú me deseas, Ginny?
—Sí —respondió Virginia de golpe—. Si te deseo.
De pronto se dio cuenta de que verdaderamente lo deseaba. Era la primera vez que lo admitía. No sólo deseaba complacerlo; realmente quería acostarse con él. Pero no era lo mismo desearlo que ser capaz de satisfacerlo.
—Pues no entiendo qué problema hay.
—Qué suerte —murmuró Virginia para sí.
—Cariño, soy yo, Ryerson, tu amigo, ¿recuerdas?
Dejó de lado su camisa, y Virginia contempló su amplio pecho desnudo.
—Ninguno de mis amigos ha sido como tú —dijo sin pensar.
Observó la mancha de vello oscuro que bajaba por el torso de Ryerson hasta desaparecer bajo sus pantalones. El cuerpo de Ryerson era musculoso y agresivo. Desde luego, nunca había tenido un amigo como él. Ryerson era un hombre enorme, y seguramente su apetito sería proporcional a su volumen. Y ella tenía que satisfacerlo. Era preciso. No podría soportar un fracaso como el que había tenido con su marido.
—Ginny, cariño, te aseguro que tampoco ninguna de mis amigas ha sido como tú. Ninguna me ha vuelto loco de esta manera.
—Ryerson…
Sin darle más vueltas, Virginia dejó caer su vestido y lo abrazó. Ryerson rió suavemente, aliviado y alegre. La estrechó contra su cuerpo y dijo:
—Todo irá bien. No te preocupes.
Agarró el estuche y le abrochó el brazalete a la muñeca. Luego, dejó de lado la caja y observó la joya que brillaba sobre la piel de Virginia.
—Parece hecha expresamente para ti.
Virginia miró el brazalete y supo que Ryerson tenía razón. Aquella joya estaba hecha para ella. Para compartida con Ryerson.
Sentía el brazalete extrañamente cálido contra su piel, y eso la sorprendió. Había imaginado que el contacto sería frío.
—¿Quieres que lo lleve puesto? ¿Ahora? ¿En la cama?
—¿Te parece demasiado cursi?
—No, qué va. Algo exótico, quizá, pero no cursi. Es que nunca he llevado algo así en la cama.
—Pues estamos empatados. Yo tampoco, ha estado jamás en la cama con una mujer que llevara puestas esmeraldas y rubíes —dijo Ryerson con dulzura—. Esta noche va a ser especial para los dos.
Acarició su hombro despacio, y Virginia sintió la quemazón de sus dedos sobre la piel desnuda.
Lo agarró por la cintura. Todo iría bien mientras no se pusiera demasiado nerviosa y se acobardara.
Le gustaba Ryerson. Era fuerte, grande y cálido. Como el brazalete. Su excitación era debida al deseo, y no al miedo. Por primera vez sintió esperanzas reales. Empezaba a pensar que lo conseguiría después de todo.
Lo importante era no acobardarse. Ir a por ello. Conducida por un deseo de precipitarse, empezó a desabrochar el pantalón de Ryerson. Ya casi lo había logrado, cuando recordó que aún llevaba los zapatos puestos. Las cosas se complicaban, pensó mientras se agachaba para desatar los cordones. Ryerson se inclinó y acarició su cabello, y Virginia sintió que la recorría una sensación erótica.
Ryerson permitió pacientemente que lo desnudara hasta dejado en calzoncillos. Su rostro reflejaba regocijo y deseo. Cuando acabó, Virginia se separó para ver si se olvidaba algo. Era difícil perder algún detalle del cuerpo de Ryerson en ropa interior. Todo en el era grande y viril. Virginia se mordió el labio inferior.
—Oye, estoy aquí —dijo Ryerson con ternura.
Se acercó a ella y la tomó por la barbilla, para que lo mirara a los ojos.
—Déjame desvestirte —dijo Ryerson con voz turbia por el deseo.
Virginia notó su dureza cuando se acercó. Todo en él era duro, pensó asombrada.
Sus músculos, su miembro erecto… Ryerson exhalaba un aroma terriblemente masculino que la poseía. Un sentimiento nuevo vibró en su cuerpo.
Ryerson dejó que el vestido de Virginia se deslizara hasta el suelo, y la chica se violentó por su propia desnudez. Buscó en el rostro de Ryerson algún signo de decepción.
—Eres preciosa —dijo él—. Todo lo que un hombre puede pedir de una mujer.
Desabrochó el cierre de su sujetador y posó la palma de su mano sobre el ancho pecho de Virginia. Jugueteó con los pezones entre sus dedos, y Virginia se estremeció, pensando en el placer que le proporcionaban aquellas caricias.
Antes de que tuviera tiempo de acostumbrarse a la nueva sensación, las manos grandes y sensibles de Ryerson descendieron hacia sus nalgas. Las sujetó entre sus dedos y gimió. Después, como si le fuera imposible controlarse, bajo la cabeza y la besó con pasión.
Comprendiendo que por el momento todo iba bien, Virginia sintió de nuevo la urgencia precipitarse. Apenas respondió al beso de Ryerson, y lo arrastró hacia la cama. Ya sabía cómo besado, se dijo. Quedaba lo peor, y quería acabar lo antes posible para conocer la verdad de una vez por todas.
Se alejó de Ryerson un momento y corrió al armario. Gracias a Dios el camisón estaba en el suelo. Se cubrió con él para desnudarse del todo, y se acercó de nuevo a la cama. Descorrió las sábanas y se metió dentro, cubriéndose hasta el pecho con ellas. Luego, dirigió una sonrisa anhelante a Ryerson.
—Tal vez se hubiera venido bien algo más de coñac —declaró Ryerson mientras se sentaba en el borde de la cama.
—Venga, Ryerson, entra. No perdamos más tiempo.
—Si estás segura de que eso es lo que quieres, yo no soy quién para disuadirte —murmuró—. Yo, desde luego, estoy dispuesto, y ya tendremos tiempo de ir despacio en otra ocasión. Te deseo tanto, Ginny…
Se quitó los calzoncillos, revelando su espléndida desnudez. A Virginia se le cortó el aliento, y sintió de nuevo que la poseía la indecisión.
Bueno, ella no era nada frágil, pensó para darse ánimo. En teoría, ellos dos se tendrían que compenetrar perfectamente.
Antes de que pudiera pensar nada más, Ryerson se introdujo entre las sábanas y la abrazó. Aunque Virginia temblaba en sus brazos, estaba más determinada que nunca a seguir adelante.
Ryerson se colocó sobre su cuerpo, todo músculo y fuerza. Virginia sintió que trataba de introducirle una pierna entre las suyas, y sufrió un nuevo acceso de pánico. Retiró la pierna al momento.
Era Ryerson, su amigo, se dijo una y otra vez.
Iba a salir bien. Tenía que salir bien. No podría soportarlo si no era capaz de satisfacerlo.
Ryerson se inclinó a besar su pecho, y Virginia contuvo el aliento. Le gustaba la sensación que provocaban los labios de Ryerson contra su pezón, pero no podía concentrarse en ella. Estaba demasiado preocupada pensando en cuál sería el siguiente movimiento. Ryerson posó una mano sobre su muslo, y Virginia se estremeció.
—¿Ginny?
—¿Qué, Ryerson?
Lo agarraba con fuerza por los hombros, clavándole sin darse cuenta de las uñas.
—Creo que sería mejor si te relajaras.
—No puedo —gimió Virginia—. Ya te he dicho que estoy nerviosa. No puedo relajarme.
—A lo mejor acerté antes cuando dije que esto era como una noche de bodas. Cada vez se le parece más. Una noche de bodas victoriana. ¿Qué vas a hacer? ¿Quedarte quieta y pensar en el tiempo?
Virginia lo miró helada. Si Ryerson se impacientaba o se enfadaba, perdería toda oportunidad de sacar aquello adelante.
—No hace falta que te pongas así. Hago lo que puedo —susurró de forma casi inaudible.
Ryerson sujetó con ambas manos el rostro de Virginia. Su expresión revelaba preocupación mezclada con deseo.
—No me enfado. Es que no entiendo lo que está pasando.
—Estamos haciendo el amor —replicó Virginia con los dientes apretados—. ¿Por qué no sigues?
Ryerson la miró con el ceño fruncido.
—De acuerdo —dijo finalmente—. Pero lo haremos a mi manera, no a la tuya.
Virginia contuvo un grito de ira.
—¿Qué tienes en contra de que la mujer tome la iniciativa? —exclamó—. Yo pensaba que eran los hombres los que siempre querían ir rápido.
Ryerson sonrió asombrado y sacudió la cabeza.
—Créeme, no tengo ninguna objeción a que tú tomes la iniciativa, pero en otra ocasión. Ahora tendrás que dejarme hacer.
—¿Cómo dejarme hacer? ¿Qué haces?
Ryerson había separado las manos de Virginia de sus hombros, y las había colocado sobre la cabeza de la chica, sujetándolas con una de las suyas.
—Lo siento, cariño, pero con la fuerza que estabas haciendo, estabas a punto de hacerme daño.
Virginia cerró los ojos avergonzada. Había clavado las uñas en la carne de Ryerson sin darse cuenta.
—Lo siento —consiguió articular.
—No lo sientas —replicó Ryerson mientras separaba con cuidado los muslos de Virginia e introducía la rodilla entre ellos—. Hay un momento para cada cosa, y llegará el momento en que no me importe que me claves las uñas. Pero, por ahora, hay que cubrir más el territorio.
—No entiendo.
—Ya. Me empiezo a dar cuenta de eso. Mira, tú relájate, cariño. Imagina que estás frente a un ordenador, pasando datos.
—¡Un ordenador! —exclamó Virginia riendo.
—Así está mejor —declaró Ryerson complacido.
Sin soltar las manos de Virginia, inclinó la cabeza para besarla. Alargó el beso deliberadamente, intentando traer a la memoria de Virginia los besos anteriores, que tanto le habían gustado.
Virginia lanzó un suspiro. Conocía los besos de Ryerson, y podía disfrutar de ellos sin temor. Poco a poco, se fue abandonando a las caricias de aquellos labios familiares, y dejó que la lengua de Ryerson recorriera su boca.
Durante largo tiempo, Ryerson no paró de besarla, como si estuviera satisfecho con eso durante el resto de la noche. Virginia gimió débilmente y dejó de pensar en el futuro inmediato. Un vago sentimiento de desazón empezó a despertarse en su cuerpo.
—Eso es, cielo. Ésa es mi pequeña y dulce Ginny. Cariño, no sabes cómo me gustas. Eres preciosa. Llevo soñando con poseerte desde hace semanas.
Continuó hablando en tono cálido y reconfortante. Virginia era consciente de la vibración apasionada de la voz de Ryerson, que le repetía una y otra vez cuánto la deseaba, y detallaba lo que le iba a hacer. Asombrada, Virginia sintió que su cuerpo se estremecía de placer por tales palabras.
Era diferente de cualquier cosa que hubiera conocido antes. Algo indecisa al principio, permitió poco a poco que su mente explorara las nuevas sensaciones.
Al principio, sintió que su cuerpo flotaba. Las manos de Ryerson recorrían su cuerpo insaciables, y todo su ser pareció calentarse y adentrarse en un remolino misterioso. Instintivamente, Virginia se retorció contra Ryerson, en busca de más satisfacción.
—Muy bien, Ginny, eso es lo que quiero que sientas.
Bajó la mano por el estómago de Virginia, hasta llegar a su zona más sensible. Virginia volvió de golpe a la realidad. Sabía lo que venía después. Era el momento temido. Abrió los ojos y trató de desasirse de la sujeción a la que aún la sometía Ryerson. Pero él no se lo permitió.
—Sólo quiero tocarte, por ahora —dijo para tranquilizarla—. Eso es todo.
—No es cierto —replicó Virginia dolida—. No soy tonta. Yo también quiero lo mismo que tú. Hagamos el amor. Ya estoy preparada.
Ryerson deslizó un dedo entre sus piernas, y Virginia se estremeció.
—Sí, desde luego, estás más preparada que hace unos minutos —asintió satisfecho—. Pero todavía no me has tocado. Tú querías tomar la iniciativa, ¿no?
—Sí, pero…
—Ssss, cariño —repuso Ryerson besándola—. Tenemos toda la noche. Te prometo que lo único que quiero por el momento es acariciarte.
Virginia leyó en su mirada que decía la verdad, y se relajó. Todavía no había de qué preocuparse. Cuando Ryerson le abrió las piernas un poco más no opuso resistencia.
Poco a poco, Ryerson la fue acariciando, probando con gentileza, forzando una respuesta. Virginia contuvo el aliento. Jamás había sentido una respuesta erótica tan intensa. Empezó a moverse instintivamente, buscando una mayor penetración y sintiendo cierta frustración cuando Ryerson se limitó a acariciar.
Trató de desasirse de nuevo, aquella vez no para separarse, sino para animarlo. Ryerson la soltó entonces, y Virginia agarró su mano para profundizar la caricia.
—Eso es, pequeña —animó Ryerson—. Muéstrame cómo lo quieres.
Virginia no pudo contener por más tiempo aquella sensación tan nueva para ella. Arqueó la espalda al sentir que los dedos de Ryerson la penetraban profundamente. Lanzó un gemido y se agarró con fuerza a su cuerpo.
Entonces Ryerson la penetró. Se colocó sobre ella y se introdujo en el acogedor receptáculo que Virginia le brindaba. Justo al tiempo que ella llegaba a su clímax.
Virginia gimió al sentido en su cuerpo, su placer se duplicó, y las olas de pasión le recorrieron mientras Ryerson la penetraba ininterrumpidamente. Repitió su nombre una y otra vez, mientras caía en un abismo de satisfacción.
Luego, Ryerson se quedó rígido, y gritó su nombre por última vez. Se quedó dentro cuando la tormenta corrió su cuerpo, se separó despacio, y los dos cayeron en un agradable sopor.
La luna dejaba penetrar sus rayos blancos por la ventana, y las esmeraldas del brazalete brillaban en la noche. Virginia sentía la joya más caliente que nunca sobre su muñeca.