Capítulo 10

Mucho más tarde, aquella misma noche, Ryerson se deslizó fuera de las sábanas y contempló a distancia a la mujer dormida. Ambos habían quedado agotados de hacer el amor, pero él no había sido capaz de dormir desde que se acostaron, unas horas antes. Era más de medianoche.

Se sentía inquieto sin razón. Sabía por experiencia que la única forma de calmar su estado de nervios era poseerla. Recibir su calor y su amor mientras dormía, y dejar que la pasión apartara de su mente otros pensamientos menos placenteros. Poseer a Virginia barrería su inquietud durante largo rato. Él era un hombre simple en el fondo, pensó. El acto sexual con Virginia lo complacía más que cualquier cosa.

Pero no era suficiente. De mala gana, se dirigió hacia la sala a por sus vaqueros. La casa estaba fría, ya que la chimenea estaba a punto de extinguirse, y no había más calefacción. Fuera, seguía cayendo una cortina monótona de lluvia. No era una lluvia torrencial; más bien una llovizna incesante, típica del norte.

Prefirió no encender la luz para no despertar a Virginia. Tampoco le era necesario, porque conocía la casa lo suficientemente bien como para guiarse con la luz rojiza de las brasas restantes de la hoguera. Recuperó de encima de una mesita la copa que había utilizado anteriormente y se sirvió un coñac. Después se dirigió hacia la ventana, y contempló la oscura cala.

En la lejanía se distinguía una relativa claridad que indicaba que la lluvia no duraría mucho más. Entre las nubes trataba ya de asomar tímidamente la lancha amarrada al muelle. Ryerson saboreó el coñac y recordó el rostro expresivo de Virginia aquella mañana en la lancha, con el cabello agitado por el viento.

Realmente era la primera mujer que llevaba a la isla, porque nunca le había apetecido llevar a ninguna otra. La isla era su refugio secreto. Recordó también la expresión de Virginia cuando horas antes la había conducido al orgasmo, y cómo se había sentido un héroe; el héroe de Virginia. Su sensualidad femenina glorificaba su ego masculino.

Y al sentir que su propio placer estallaba, había experimentado una paz infinita, A. C. pretendía entonces la emoción posesiva del hombre cuando encontraba a su mujer ideal.

Ryerson sabía que necesitaba a Ginny, y que haría cualquier cosa por retenerla siempre a su lado. De pie junto a la ventana, admitió para sí aquella realidad. La deseaba y la necesitaba a su lado como nunca había necesitado a nadie en su vida. Tenía que encontrar el modo de enlazar sus vidas de manera más estable. No podía limitarse a ser su amante.

Las palabras que había pronunciado para ella el día anterior se repetían en su mente. Palabras de amor que toda su vida había evitado, y que nunca había comprendido hasta conocer a Ginny. Pero aunque había sentido un gran alivio al oírselas decir a ella, no era suficiente. Era un hombre ambicioso y quería hacerla su esposa.

Lo cual lo colocaba entre la espada y la pared. Si amaba realmente a Ginny, no podía forzarla al matrimonio. Ella se sentía aterrorizada ante la sola idea de casarse, y él hubiera debido respetar tal temor. No podía empujarla hacia algo que aborrecía.

Pero, por otro lado, la quería demasiado como para conformarse con la relación que tenían. Una ambición instintiva lo impulsaba a atarla, a saberse poseedor de ella. Tenía la impresión de que el temor de Virginia al matrimonio significaba a su vez una reticencia a alcanzar la plenitud de su relación. Y eso lo atemorizaba.

Era como si una parte de ella no le perteneciera aún.

Aquel problema lo iba a absorber día y noche. Ryerson tomó otro trago de coñac y se preguntó hasta cuándo podría resistir el tormento. Tal vez tuviera que acomodarse a ello para siempre. Al fin y al cabo, tenía a Virginia a su lado, en su cama. ¿Qué más podía pedir?

—Mucho más, se dijo. La verdad era que hasta que Virginia no se arriesgara a casarse, no estaría seguro de ella. El hecho de que se resistiera a enlazarse con él de por vida le producía una sensación de vértigo.

Ryerson se quedó mirando ensimismado la embarcación silenciosa.

—¿Ryerson?

La suave llamada de Virginia lo sacó de su ensoñación. Volvió la cabeza y sonrió débilmente. Virginia estaba encantadora, suave y delicada con su bata blanca, con los pies descalzos y el cabello revuelto. Vio que se había olvidado quitarse el brazalete, y las piedras brillaban en la oscuridad.

—¿Qué haces levantada a estas horas? —preguntó Ryerson, tendiéndole la mano.

Virginia se dejó conducir hacia sus brazos.

—Me desperté y no te sentí a mi lado.

—¿Y te preocupaste?

—Sí.

—Ya deberías saber que nunca me separaré mucho tiempo de ti —dijo Ryerson abrazándola.

—Sí —susurró Virginia tras una pausa.

—Te quiero, Ginny. No te presionaré nunca más, ni intentaré arrastrarte al matrimonio. No quiero que te comprometas a algo que te da tanto miedo como el matrimonio. Haremos las cosas a tu manera.

—Gracias, Ryerson. Por todo.

—No me lo agradezcas. No tengo opción —respondió Ryerson, aspirando el perfume de su cabello—. Quiero que seas feliz conmigo, Ginny. No me gustaría que te sintieras atrapada.

—Soy muy feliz.

—Eso es lo único que me importa por ahora.

La tomó del pelo con cuidado y arqueó su cabeza para poder besarla. Escuchó un suave suspiro y sintió la curva de sus pechos contra su torso. El escote de la bata se abrió por la presión, y Ryerson contempló las profundidades sombreadas y sensuales.

Iba a acariciada cuando de repente, otra sombra se cruzó por su campo de visión. Se movía por el muelle, cerca de la lancha. Ryerson se quedó inmóvil.

—¿Qué pasa? —preguntó Virginia inquieta, al sentir el cambio de actitud.

—He visto moverse algo junto al muelle.

—¿Un animal?

—Posiblemente. Pero uno de dos patas, me temo.

Soltó a Virginia y se acercó a la ventana, para tratar de ver algo. La sombra se desplazó de nuevo hacia la lancha. Ryerson se volvió y agarró fuertemente a Virginia de los hombros.

—Escucha. Quiero que cierres todas las puertas y no te muevas de aquí. Voy a salir a ver qué pasa.

—Voy contigo —dijo Virginia al momento.

—No. Quédate.

La soltó y se dirigió al dormitorio. Rápidamente se calzó, y buscó la pistola bajo la cama.

Virginia lo esperaba en la sala, con expresión tensa y llena de ansiedad. Miró el arma y sus labios se fruncieron.

—Ryerson, creo que no deberías ir.

—No tengo otra opción. No hay policía en la isla. Maldita sea… creía que aquí estaríamos seguros. Ginny, no te olvides de lo que te he dicho. Cierra las puertas y no salgas.

Estaba ya saliendo por la puerta de atrás.

—Ryerson, por favor…

Pero Ryerson no esperó a que acabara A. C. cerró la puerta con suavidad tras de sí y esperó un segundo hasta oír que Virginia corría el cerrojo. Luego, se dirigió en silencio hacia el bosque.

Tenía la ventaja de conocer el terreno, y no necesitaba tomar el sendero para bajar al muelle. La lluvia silenciaba su avance entre los árboles, y caminó esquivando los charcos.

Desde donde estaba, podía ver el camino y, por el momento, nadie iba hacia la casa, lo que significaba que quienquiera que estuviera merodeando la cala seguía atareado en el muelle. Trató de imaginar quién sería el que trataba de robar o tal vez hundir el bote. El nombre de Dan Ferris asaltó su mente.

De alguna manera, estaba seguro de que todo aquello tenía que ver con el brazalete. Se lo decía la intuición.

Los pinos lo encubrían hasta cerca del muelle, y Ryerson avanzó entre ellos para no ser descubierto. Tendría que salir al claro pronto, en cualquier caso, pero esperaba que la lluvia cesara. Sólo era un buen hombre de negocios. En absoluto el tipo más indicado para una tarea como la que tenía delante. La pistola le resultaba terriblemente pesada. No había tomado ningún arma desde el accidente de su padre, exceptuando el servicio militar.

Estaba a punto de salir al claro, cuando la sombra de un hombre emergió de la motora y saltó a tierra. Ryerson contuvo el aliento e intentó relajarse. Si quería que todo saliera bien, tenía que aparentar frialdad y seguridad.

El hombre volvió a moverse entonces. Entró en la cabaña que había junto al muelle y dejó la puerta abierta. Ryerson respiró más tranquilo, y avanzó despacio hasta la pequeña cabaña. No podía dejar pasar la oportunidad. Si llegaba a tiempo a la puerta podría cerrada y aprisionar al intruso en el interior.

Levantó la pistola y saltó al muelle. Estaba junto a la puerta cuando el hombre volvió a aparecer. Mala suerte.

Ryerson se lanzó contra la puerta de metal. Hubo un apagado gemido de rabia, y la pistola que el desconocido llevaba en la mano derecha cayó al muelle por el impacto, y continuó hasta el agua. El intruso se llevó la mano al brazo golpeado, y se ocultó en la oscuridad de la cabaña.

—No se mueva —dijo Ryerson—. Ni un paso más.

Entró en el recinto, tratando de reconocer las formas de la oscuridad. Era imposible distinguir el rostro del desconocido, que desapareció al momento en la oscuridad del interior.

—Maldición.

Ryerson penetró un poco más en las sombras.

Tenía que actuar deprisa. De pronto, el extraño se abalanzó contra él, y los dos hombres rodaron por el pavimento de madera.

Mientras caían, Ryerson pensó en la posibilidad de que el hombre tuviera un cuchillo. Brigman había sido asesinado con arma blanca, y la policía aseguraba que había sido obra de un experto.

Se entabló una lucha ciega. Ryerson trató de golpear al hombre con la pistola, pero tropezó con un rollo de cuerda. Disgustado, dejó el arma a un lado y se concentró en luchar a manos desnudas.

Pese a la oscuridad, no resultaba difícil calcular la distancia del otro cuerpo, y asestar golpes diversos. Ryerson fue víctima de dos antes de poder colocar uno en condiciones. Pero cuando lo hizo, tuvo la satisfacción de oír el crujido y un gemido apagado. El otro hombre se sacudió violentamente, y trató de apartarse de Ryerson.

Era un hombre grande; lo suficiente como para apartar a Ryerson el tiempo necesario para alejarse. Se oyó un golpe sordo en el tablaje de la cabaña. Ryerson se quedó quieto, y trató de controlar su respiración agitada. No veía nada, pero sabía que el otro hombre estaba en la misma situación.

Escuchó una respiración agitada en el silencio del habitáculo, y avanzó hacia la fuente de sonido, esperando no descubrirse por su propio jadeo. Las olas golpeaban suavemente el lateral de la cabaña.

Una tabla crujió, y Ryerson notó que el suelo vibraba. El intruso estaba tratando de localizarlo.

Ryerson se quedó quieto, e intentó identificar su propia posición. Con cuidado, tanteó la pared que tenía detrás de sí, y tropezó con una caja de herramientas metálica. Aquello le dio la pista que necesitaba. Recordaba además haber dejado una red de pesca cerca de la caja.

Despacio, buscó a tientas el cajón de la red. El suelo crujió de nuevo, y la respiración se oyó más cerca. Ryerson se agachó hasta quedar en cuclillas, y agarró la red. Sabía que sus movimientos estaban atrayendo al intruso, pero no le quedaba opción. Necesitaba preparar la red.

—Te he pillado, bastardo —siseó la voz del extraño, y se acercó al lugar donde Ryerson lo esperaba.

Algo pesado cruzó el aire no mucho más arriba de la cabeza de Ryerson. El desconocido debía de haber tomado un martillo, o una llave. Lo oía avanzar en la oscuridad.

En el último instante, Ryerson saltó sobre él y desplegó la red a su alrededor. El trenzado de nylon cayó suavemente, envolviendo al hombre.

Al verse atrapado, el intruso lanzó un grito apagado, y luchó ciegamente por escapar. Ryerson sabía que cuanto más se revolviera más liado se vería.

Se levantó y se acercó a la caja de donde había sacado la red. De ella extrajo una linterna, que proyectó sobre la figura agitada del extraño. Parecía un gran pez atrapado. Al sentir el haz de luz, dejó de revolverse y lanzó una maldición.

Ryerson enfocó el rostro del hombre.

—Vaya —murmuró finalmente—. Tú no eres Ferris.

La frente del desconocido se frunció levemente durante una décima de segundo, y Ryerson supo que reconocía el nombre de Ferris. No resultaba un conocimiento gratificante. Por primera vez, Ryerson contempló la posibilidad de que hubiera más de un intruso en la isla.

Y Ginny sola en la casa.

Ryerson tomó una cuerda y se acercó hacia la víctima con determinación. Necesitaba información y rápido.

—¿Ha venido Ferris contigo? —preguntó tranquilamente mientras ataba metódicamente las manos y los pies del desconocido.

El tener un bote le había enseñado a hacer buenos nudos.

—Váyase al infierno.

Al otro lado de la cabaña, Ryerson divisó la pistola. Acabó de atar al hombre y tomó el arma.

El desconocido lo miró con desprecio. Obviamente, no lo impresionaba la pistola. Tal vez presintiera que estaba descargada, pensó Ryerson. O quizá adivinara que él no era el tipo de hombre que dispararía a sangre fría. En ambos casos llevaba razón.

Pero había otros métodos de hacerla hablar.

Caminó hacia el hombre y empezó a empujarlo por el hombro con un pie hacia la salida.

—¿Qué demonios…? —masculló el extraño.

El agua golpeaba rítmicamente la pared de la cabaña.

—La profundidad no es mucha aquí —dijo Ryerson apaciblemente—. La marea todavía no está muy alta, así que, si consigues levantarte, podrás sacar la barbilla fuera del agua. Hasta que suba la marea, claro está. Verás, aquí la marea es muy impresionante. En hora y media, más o menos, habrá subido un par de palmos. Demasiado alta para ti, mucho me temo.

—¡No puede hacer esto!

—No veo por qué no —repuso Ryerson, arrastrándolo hasta la puerta—. Si te sirve de consuelo, probablemente no tendrás tiempo de ahogarte. La temperatura del agua aquí es muy baja, y tendrás suerte si la aguantas media hora. En cualquier caso, lo vas a pasar mal si no vuelvo pronto.

—¡Maldita sea!

—Pero si quieres que vuelva a tiempo, más vale que me informes de los pasos que debo dar.

Empujó al hombre hasta el borde del agua.

—¡Ya vale, hijo de perra! Sabes que no puedes matarme.

—No voy a matarte. Sólo te voy a tirar al agua.

Si no te apetece el remojón, ya sabes lo que tienes que hacer; decirme lo que me espera escondido por ahí.

Los ojos del hombre brillaron de furor.

—Ferris ha venido conmigo —dijo al fin—. Desembarcamos en puntos diferentes. Yo me tenía que encargar de hundir la lancha para que ustedes no escaparan. Luego, íbamos a reunimos junto a la casa para entrar juntos.

Ryerson apagó la linterna y echó a andar, haciendo caso omiso a las imprecaciones del hombre que quedaba atado sobre la madera.

* * *

Virginia había permanecido pegada a la ventana varios minutos, después de que Ryerson saliera. Sabía que no había mucho que ella pudiera hacer, pero se sentía una inútil teniendo que limitarse a esperar.

Tras varios minutos agonizantes, vio que una figura salía de la lancha y entraba a la cabaña. Virginia sentía que su piel se llenaba de transpiración. Con la frente fruncida, trató de atravesar la oscuridad con la vista. Un momento después, otra sombra surgió entre los árboles. Era Ryerson, que luego se abalanzó hacia la puerta.

Y de pronto, sin avisar, ambos hombres desaparecieron en la cabaña.

Virginia se enderezó de golpe. Tenía que ayudar a Ryerson.

Corrió al dormitorio y se vistió a toda prisa, sin acabar de abrocharse. Luego, salió por la puerta de atrás, y corrió por el sendero que bajaba al muelle.

Bajó a tientas, tropezando y perdiendo el equilibrio cada dos por tres. Se agarró a la rama de un pino para no caerse. Fue justo cuando un hombre emergió de las sombras por detrás y la agarró del cuello.

—Vaya, vaya, vaya —susurró la voz de Ferris en su oído—. ¿Quién tenemos aquí? Parece la mujercita del vestido sensual. ¿Está más fría el agua aquí que en Toralina, señorita Middlebrook?

—Ferris —murmuró Virginia, apenas capaz de hablar por el brazo que oprimía su garganta.

Estaba oprimida contra el cuerpo de Ferris, y podía oler su cuerpo sudoroso.

—Eso es. Dan Ferris. Ryerson y tú no hacéis más que causarme problemas, ¿sabes, muñeca? Estuve a punto de perder vuestra pista cuando os fuisteis de Toralina. Tardé una semana en localizaros. Y luego tuve que chantajear al hombre que lleva los barcos para que me indicara dónde estaba esta isla. Ya me tenéis harto. Vamos. Supongo que si tú estás aquí fuera, Ryerson también estará. Vamos a buscarlo.

—No, no está.

El brazo que rodeaba su cuello se apretó aún más y Virginia notó el roce de algo frío contra el lateral de su cuello. Se estremeció al recordar que Brigman había sido asesinado con un cuchillo.

—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó.

—Para empezar, el brazalete. Después, mi querida señorita, lo que más deseo es que tengáis el pico cerrado.

Virginia supo con certeza que Ferris pensaba matarlos. Mientras avanzaba medio arrastrada por el sendero, se preguntó qué haría Ferris si supiera que llevaba el brazalete puesto, bajo la manga larga de la camisa.

Ferris arrastró a Virginia hasta la cabaña, y sin dejar de oprimir el cuchillo contra su cuello, llamó:

—¿Seldon? ¿Dónde estás? ¿Qué pasa? Tengo a la mujer.

Hubo un largo silencio. Virginia sentía la tensión de su captor, y cerró los ojos para rezar por que Ryerson estuviera a salvo.

—¡Seldon!

De detrás de la casa surgió un gemido.

—Estoy aquí. Atado. Ryerson anda por ahí. Ten cuidado, Ferris. Ese tipo es muy rápido.

Ferris lanzó una maldición, y empezó a arrastrar a Virginia hacia el bosque.

—Ya vale, Ferris. Suéltala.

La figura de Ryerson surgió entre las sombras de la cabaña. La luna se reflejaba en la pistola que sostenía en su mano.

Había dejado de llover, y la luz era suficiente para distinguir las facciones de Ryerson. Virginia lo miró asombrada. Su rostro reflejaba una violencia que ella desconocía. Ferris apretó todavía más el filo del cuchillo contra su piel.

—¿Soltarla? —dijo Ferris con frialdad—. ¿Y por qué habría de hacerlo? Ella es mi rehén, y si crees que tu puntería es lo bastante buena como para dispararme sin darle, puedes intentarlo. Pero no lo harás. Sabes muy bien que la posibilidad de matarla a ella es muy alta. De modo que puedes ir soltando la pistola.

Ryerson no pareció inmutarse.

—¿Qué es lo que quieres, Ferris?

—Ya le dije a tu chica lo que quería. El brazalete y vuestro silencio.

—Dame a la chica y tendrás las dos cosas.

—Claro —dijo Ferris con sorna—. Vamos, Ryerson, tú eres hombre de negocios. Comprenderás que necesito más garantía que tu palabra de boy-scout. Venga, baja la pistola o le hundo el cuchillo en la garganta.

Ryerson bajó la pistola despacio y dio unos pasos al frente.

—¡He dicho que la tires! —gritó Ferris, arrastrando a Virginia hacia el muelle.

—En cuanto la sueltes —replicó Ryerson, sin dejar de avanzar.

—No pienso soltarla. Pero puedo empezar a demostrarte que hablo en serio.

Apretó el puñal contra el cuello de Virginia, que se estremeció. El brazalete le quemaba la piel de la muñeca, y se preguntó por qué lo notaría tanto. Inconscientemente, se puso una mano sobre la joya.

—De acuerdo —dijo Ryerson con calma—. Te daré la pistola.

Extendió la mano para que la tomara.

—Ponla en el suelo.

Ryerson obedeció.

—Ya está. Suelta a la chica.

—Ni lo sueñes.

Ferris empezó a caminar hacia delante para agarrar, al parecer, el arma, sin soltar a Virginia.

El brazalete estaba quemando su muñeca. Virginia desabrochó el cierre sin apenas pensar en lo que hacía. Lo tomó en la mano.

—¿Es esto lo que buscas, Ferris? —preguntó con suavidad.

Las esmeraldas y el oro brillaron a la luz de la luna.

—El brazalete —musitó Ferris atónito—. Dámelo, mujerzuela.

Pero Virginia ya se estaba moviendo. El brazalete brilló un momento el aire antes de hundirse entre las olas oscuras.

—¡No!

Ferris hizo un brusco movimiento con el cuchillo, pero Virginia había aprovechado ya su sorpresa para echarse a un lado. Por una vez, su estatura y corpulencia fueron una ventaja, y pudo desequilibrar a Ferris, que, además, resbaló con las agujas de pino dispersas sobre el entablado del muelle. El violento movimiento desvió la trayectoria del puñal.

Sintió un dolor frío en un hombro, casi en el mismo momento en que el cuerpo de Ryerson los golpeó a los dos con fuerza.

Virginia rodó al margen de la pelea que se acababa de entablar, y se llevó una mano a la herida, tratando de ignorar el dolor mientras observaba la lucha entre Ryerson y Ferris. Se sentía mareada. Al sacudir la cabeza para despejarse, vio que Ferris estaba muy cerca de la pistola de Ryerson. Se levantó tambaleante.

—¡No! —gritó al tiempo que corría hacia el arma.

Con horror, descubrió que llegaba demasiado tarde.

Ferris tomó la pistola entre los dedos, y apuntó a Ryerson, quién ignoró la amenaza del arma. Ferris apretó el gatillo.

Hubo un sordo «clic», pero nada sucedió.

Aprovechando la sorpresa de Ferris, Ryerson le atizó un puñetazo con fiereza en la barbilla. Ferris se desplomó en el suelo, y la pistola cayó al suelo.

Virginia miró la pistola y después a Ryerson, que se estaba levantando con dificultad.

—¿No estaba cargada? —preguntó la chica, incrédula.

—Soy un hombre de negocios —repuso Ryerson secamente—. Creo en la ley de la probabilidad. Una pistola cargada es mayor amenaza para su dueño que para el posible asaltante. Claro que estaba descargada. No soy tonto.

—¿Y para qué la compraste?

Ryerson lanzó un fuerte suspiro.

—Porque tú estabas empeñada en conseguir una. Y porque no sabía qué se nos venía encima, y la policía no parecía muy dispuesta a querer a ayudar. Y porque me pareció lo más apropiado para protegerte. ¿Satisfecho?, A. C. no ves, fue un gesto machista innecesario. No me ha servido de nada.

Virginia sonrió algo temblorosa.

—Bueno, hay hombres tan valientes que no necesitan de armas para protegerse, Ryerson. Tú debes de ser uno de ellos.

—¡Dios mío! —exclamó al abrazada—. Si te ha dado ese bastardo. ¿Por qué no lo has dicho antes?

—Estaba a punto de mencionarlo —dijo Virginia en tono de disculpa.