9
—¿Bueno, y ahora qué?
La pregunta queda suspendida en el aire como una densa nube de partículas de polvo. Este era un nuevo mundo, no dominado por las leyes de los hombres sino por las de los ferales. Psicópatas asesinos, sedientos de sangre.
Un mundo donde los supervivientes serían capaces de hacer cualquier cosa por sobrevivir otro día más, hacer otra muesca en la culata de la tozudez humana.
Un mundo en el que el día a día no estaba escrito y tendrían que ir improvisando por el camino.
—Qué silencioso esta todo.
Tiene razón, desde la extinción del incendio y la riada posterior, el vecindario parece una tumba. El hombre escucha el silbido del viento pasando entre las ventanas rotas y el crujido de las pocas llamas que han resistido a la fuerza torrencial del agua. El chasquido de madera de un árbol ennegrecido por el fuego. El chirrido metálico de la única cadena intacta de columpio en el parque infantil. Y poco más.
—Creo que ya podemos ponernos en marcha.
Mientras habla inspecciona de soslayo el aparcamiento. No había ni rastro del agente al que asesinaron los ferales unos días atrás y su coche patrulla se había convertido en una ruina por culpa de la riada, cuya fuerza lo había impactado contra otros vehículos estacionados en el lugar.
Se lamenta para sus adentros de que no podrá salvar nada del amasijo de hierros. Tampoco parecía estar a la vista la Scenic del otro grupo de supervivientes.
Tendrán que conformarse con lo que tienen.
—¿No es aún pronto? Aquí estamos seguros, todos los infectados están atrapados en el edificio. Creo que deberíamos esperar un poco hasta que… —empieza a decir la mujer. El hombre aguarda un par de segundos antes de interrumpirla:
—¿Hasta qué? ¿Hasta que venga alguien a ayudarnos? Creo que es evidente que nadie aparecerá. O están todos muertos o tienen sus propios problemas en los que ocuparse. —Deja escapar un bufido enojado.
—¿Entonces, qué? —Intercede Hugo mientras prueba tentativamente a poner el peso de su cuerpo sobre el tobillo lastimado—. ¿Que me va decir que ahora no sabe adónde ir?
El colombiano está agotado y tiene el timbre de voz de un niño asustado. El débil quejido que suelta cuando apoya el pie herido, hace que el hombre sienta un ramalazo de arrepentimiento por haber aceptado a que los acompañara.
En su cabeza sigue grabado el mismo único pensamiento: sobrevivir y proteger a la mujer.
El hombre tiene la sospecha de que, tarde o temprano, Hugo pondrá en peligro su misión. Internamente, se hace la promesa de hacer lo que fuera con tal de impedirlo. Cualquier cosa, a cualquier precio, con tal de proteger a la mujer.
Deja escapar una tos breve para sacudirse de la garganta una bocanada de humo y ceniza, y responde:
—Sé a dónde ir. Ya os lo dije. Tengo un plan y vamos a ponerlo en práctica. Así que ahora supongo que toca empezar a caminar.
Cuando salen a la avenida principal, esta se halla literalmente plagada de coches accidentados y cadáveres por todas partes. Humanos y ferales. Es evidente que allí se ha librado un terrible batalla y resulta difícil discernir cuál ha sido el bando ganador.
Salvo uno. El bando de la muerte.
Los muertos siempre ganan.
Caminan unos metros en silencio sobrecogidos por las imágenes que se despliegan ante sus ojos.
Desolación. Dura y descarnada desolación.
El hombre no puede apartar los ojos de los restos carbonizados de un autobús de línea. En sus ventanas todavía se pueden apreciar restregones sanguinolentos y una maraña de cuerpos retorcidos ocupando sus asientos.
Flota en el ambiente un nauseabundo olor a goma y carne quemada, como si alguien se hubiese olvidado un centenar de asados de cerdo en la barbacoa.
El olor del infierno.
El hombre hace verdaderos esfuerzos por no pensar en la brutal y despiadada lucha que se había librado ahí dentro. La puerta delantera vomitando ferales enloquecidos y los pasajeros sin ningún lugar al que escapar.
El hombre no puede reprimir un escalofrío, hasta ese preciso instante no habían conocido realmente el alcance del terrible mal que había diezmado la casi totalidad de la población de su barrio, su ciudad, su país.
¿El mundo?
Por primera vez se cuestiona seriamente cuánta gente quedaría con vida en el mundo. Un terror incuantificable se adueña de su alma.
La humanidad había quedado reducida a un minúsculo número de supervivientes, rodeados de hordas ferales y destrucción.
Los ferales eran los nuevos amos del cotarro.
Un nuevo pensamiento cruza su cabeza.
La realización del horror que los infectados debieron experimentar cuando contrajeron el virus y comenzaron a enfermar, sin nada que hacer para remediarlo. Enloquecer poco a poco hasta que el cuerpo dejaba de responder al mandato de su mente y se convertían en ferales.
Las lágrimas inundan sus ojos mientras continúa caminando más allá de la enorme masa de hierros calcinados.
Pasado el autobús, el hombre descubre un Nissan Juke intacto con la puerta del pasajero abierta de par en par.
Introduciéndose en su interior, comienza a rebuscar por entre los asientos traseros y la guantera, mientras se limpia las lágrimas y sorbe fuertemente para detener la fuente de mucosidad que le resbala por el labio superior.
—¿Qué estás buscando?
La pregunta lo sobresalta un poco. Lucas se ha acercado silenciosamente y le habla desde el otro lado del coche. Lo contempla con una mirada rara, como si se encontrase ante un loco en un asilo psiquiátrico.
Lo cierto es que no sabía qué le había impulsado a mirar dentro del Nissan, igual su aspecto impecable, de no haber sido tocado por la pesadilla.
—No sé. Algo útil. Cualquier cosa. —Atina a contestar tratando de ocultar su turbación.
Se vuelve hacia el salpicadero y prueba dubitativamente el botón de encendido de la radio. Esta se enciende automáticamente con un siseo de estática.
El alto volumen resuena a lo largo de la calle y el hombre se apresura a bajarlo.
Con el eco de estática todavía resonando entre los edificios abandonados, Lucas le mira ahora con algo más de interés.
—Prueba a ver si coges alguna emisora.
El hombre no cree que eso sea posible pero lo intenta de todos modos y presiona el botón de búsqueda automática. El dial digital completa el rango de emisoras de la frecuencia modulada. Solo se ha reproducido el mismo sonido blando de estática.
El hombre se remueve inquieto pues es un sonido que conoce muy bien. Ha estado resonando en su cabeza en los últimos días. Presiona de nuevo el botón de frecuencias y selecciona la banda de AM, permitiendo que el dial se dé una vuelta por las emisoras.
Entonces, como por arte de magia, se detiene.
Una voz grabada repite el mismo mensaje de emergencia que emitió el Gobierno al principio de la epidemia. En el comunicado se ordenaba a la población que se refugiase en sus casas y acaparase cuantos víveres fueran capaces de conseguir. Además advertía a los oyentes que permaneciesen alertas por si se emitían nuevas instrucciones.
—Que Dios nos ayude, no deberíamos haber salido. —Hugo tiene la mirada sombría.
—¿Qué insinúas?
—No sé, compadre, yo solo… —Empieza a justificarse.
—¿Piensas que en los apartamentos estábamos a salvo? —Le interrumpe el hombre, impaciente.
—Lo que tenía que decir ya lo hice. No sé si hemos dado un paso hacia nuestra salvación o hacia peor…
—Es una simple cuestión de supervivencia, Hugo. Si nos hubiésemos quedado en los apartamentos, no tardaríamos en agotar la comida y tendríamos que matar a los del Bloque B por lo que quedase. Se trataría de ellos o nosotros. Y salvo el chico, no veo aquí a nadie dispuesto a acabar con la vida de nadie.
—¡Eso no es justo! —Protesta el colombiano—. Dios sabe que yo solo pienso que no son enemigos. Unos son supervivientes, otros enfermos. ¡Y usted no duda en matarse con ellos!
—¿Enfermos? —El hombre vocifera descontrolado—. ¿No puedes entenderlo? Los ferales no piensan. No sufren dolor, ni miedo. Solo sienten esa insaciable ferocidad y su único interés se encuentra en matar o propagar el maldito virus.
Se detiene unos instantes para recuperar el control.
—No entiendes nada. ¿Los supervivientes? ¡Eso es exactamente lo mismo que harán ellos! —Se vuelve hacia Lucas y le señala con el dedo—. Pregúntale qué es lo que pasó en su edificio. ¡Son peores los sanos! ¡Al menos los infectados no saben qué otra cosa hacer!
Junto a los restos de un Toyota, la mujer y Lucas están contemplando la escena en silencio. Hierros retorcidos y cadáveres los rodean. 360 grados, allá donde posen la mirada.
Un remolino de polvo y porquería revuelve las ropas de una mujer muerta a la que le falta un brazo. La mujer estaba embarazada cuando murió.
Lucas no quiere pensar en ello pero su mirada no deja de regresar obsesivamente al bulto que deforma la tripa del cadáver.
—¡Dejadlo, ya! Así no llegaremos a ninguna parte. Discutir entre nosotros es completamente inútil. —Intercede la mujer para zanjar la discusión.
—Chica lista. —Se dice Lucas por lo bajo. La rivalidad entre aquellos dos no les permite ver la gravedad de la situación. La mujer ha hecho bien en reprenderlos.
A Lucas le gusta la mujer. Busca su complicidad siempre que puede, pensando en todo lo que les queda por recorrer.
A la gente le gusta demasiado la sensación de tenerlo todo bajo control, les hace sentirse seguros. El hombre y el vecino son el vivo ejemplo de ello, piensa Lucas.
Uno pensaba que los infectados ya no eran salvables y por tanto había perdido el remordimiento de acabar con ellos y el otro creía justamente lo contrario, en que solo eran desgraciados que padecían un terrible mal y que, como tal, en algún lugar del mundo debería existir una cura.
Dos posturas enfrentadas que exigían comportamientos diferentes, y por tanto, condenadas a no encontrarse jamás.
Como aquellas estúpidas discusiones sobre quién era el mejor jugador de fútbol de la historia que tanto le aburrían.
¡Dios, cómo las echaba de menos en esos momentos!
Reunirse en la barra de un bar, calentando una Amstel, mientras se enzarzaba con sus amigos sobre los defectos y virtudes de sus jugadores favoritos.
—Lo hecho, hecho está y ya no podemos cambiarlo. ¿Queréis realmente largaros de aquí o seguir discutiendo todo el día?
La pregunta de la mujer hace que ambos hombres aparten la mirada, avergonzados.
A los ojos de Lucas parecen dos colegiales interrumpidos durante una pelea en el patio del colegio, los rostros ruborizados por una ardiente culpabilidad.
—Quisiera que entendierais la mierda en la que estamos metidos. —La mujer echa más madera al fuego de la culpa. Lucas se sonríe para sus adentros. La palabrota, tan impropia de ella, remarca con fuerza sus palabras—. Nosotros, por la razón que sea, hemos sobrevivido a la epidemia. Posiblemente seamos uno entre millones y tenemos una responsabilidad con todos aquellos que no han corrido la misma suerte.
A menudo la mujer ha pensado en ello. ¿Por qué fueron ellos los supervivientes y no alguien más apropiado? Alguien como un cirujano o un científico, con más cosas que aportar.
—Tenemos la responsabilidad de seguir viviendo, —continúa—, y hacer que signifique algo especial.
El hombre tiene el rostro escondido entre los hombros, la barbilla hundida en el pecho. Derrotado.
Lucas no recuerda haberlo visto de esa manera.
Por su parte, el corpulento colombiano hunde profundamente las manos en los bolsillos y mira para otro lado.
A decir verdad, Lucas está disfrutando el momento y se siente aliviado de no tener que seguir oyendo discutir a esos dos. No ser el blanco de la ira de la mujer, también ayuda.
—¿Queréis uniros a los infectados? —Continúa la mujer, airada pero manteniendo el tono de voz por debajo del volumen conversacional—. Tan solo tenéis que dejar que os arañen u os muerdan. —Hace una pausa como si esperara una respuesta que nunca llega—. Porque eso mismo es lo que conseguiréis si no dejáis de pelear de una vez y empezáis a trabajar en equipo. ¡Por el amor de Dios, no es la desesperación la que me mata son vuestras continúas peleas de macho alfa!
El hombre es el primero en recuperar el habla. Años de experiencia, supone Lucas.
—No hay ninguna razón para que te pongas así. Quiero sobrevivir y estoy seguro de que el sentimiento es compartido por Hugo. ¿No es verdad, Hugo? ¿Qué te parece si nos ponemos en marcha y olvidamos todo el asunto? —Tiene la voz rasposa y la mirada empañada pero ha desaparecido todo atisbo de furia.
El colombiano atina a sacudir la cabeza afirmativamente.
—Sí, vayámonos. Con tanta pinche vaina, estamos despertando al vecindario.
La silueta de un solitario infectado asoma tambaleándose tras una esquina. Es un hombre de mediana edad que viste un estrafalario traje de color burdeos y zapatos de charol. Una visión que en otro momento hubiera sido objeto de bromas pero que ahora les ocasiona un miedo mortal de los que paralizan el alma.
Porque una cosa es tan cierta como el olor a carne quemada que los rodea, donde hay un feral, siempre hay más siguiéndole.
Un enjambre, para ser exactos.
Cuando se ponen en marcha hacia el norte de la avenida, el lugar está plagado de ellos. Algunos comienzan a salir por los portales, otros asoman por detrás de los edificios. Decenas. De momento, ninguno parece haber reparado en su presencia pero el hombre sabe que eso puede cambiar en cuestión de minutos. Y entonces estarán listos.
—Tenemos que salir de la calle. ¡Ahora mismo! —Ordena con urgencia.
—¡Qué chingue! Pero si acabamos de salir… —Empieza a protestar Hugo.
—Escucha, no tenemos tiempo que perder. La calle está repleta de ferales y no tardarán en descubrirnos.
Unos metros más allá, el escaparate de una tienda de electrodomésticos se encuentra rajado lo suficiente como para dejarles deslizarse en su interior.
Hugo tropieza con torpeza al entrar y se hace un feo corte en el hombro. Restos de tela y materia textil se quedan enganchados en la esquirla de cristal del escaparate.
El hombre mantiene la escopeta en todo momento apuntando al feral que tiene más cercano, mientras intentar vislumbrar periféricamente las evoluciones del resto. En el tiempo que tardan en entrar en la tienda el número de infectados se ha duplicado.
La atmósfera de la tienda es opresiva. Huele a humedad y a moho. Pero al menos les servirá de refugio por algún rato.
—Aguardaremos aquí hasta que se hayan marchado y entonces nos largamos de este maldito barrio. ¿Estamos? —Les dice, mientras espía el exterior.
Hugo, con la ayuda de la mujer, está revisando el enganchón y descubre que el cristal ha traspasado las capas de ropa y una gruesa línea roja comienza a aparecer en su hombro. No siente nada pero sabe que muy pronto dolerá como un condenado.
—Estás herido. Déjame echarle un vistazo al corte, parece profundo. —Pide la mujer.
Mientras en la calle, el hombre no cesa de vigilar a los ferales que se acercan a la tienda desde todos los puntos cardinales, aunque de momento ninguno parece haber notado la presencia de los supervivientes en su interior.
Entonces, una señora de mediana edad con un horripilante moño que le cae desmadejado sobre la frente, hace algo que el hombre no olvidará jamás.
La mujer feral echa hacia atrás los labios y enseña los dientes amarillos como si fuera un perro rabioso antes de atacar. Tiene la nariz arrugada y sus ojos son dos rendijas que apenas dejan ver el rojo de los vasos capilares reventados de sus córneas. Y comienza a… ¿aullar?
El hombre no puede describir del todo el horrible sonido que se escapa de la mujer.
Y lo peor está por llegar.
El resto de ferales parecen hacerse eco del aullido. El espeluznante sonido reverbera por la avenida y es contestado en la distancia en una cacofonía de tonos y voces que, por extraño que parezca, se terminan acompasando hasta formar un único aullido.
Primero los ferales más cercanos.
Luego aquellos en los barrios colindantes.
Como el viento soplando entre los árboles.
El aullido sube de intensidad a medida que más ferales se unen al coro y, de algún modo, el hombre siente en sus propias entrañas como se suman incluso de la localidad vecina. Como si ello fuera humanamente posible.
¿Sincronizar cientos de voces como una sola? Ni hablar. Debe de estar perdiendo la chaveta solo de pensarlo.
Lucas trata de taparse los oídos con ambas manos, incapaz de detener la onda sónica que golpea contra sus tímpanos. Se encoje sobre sí mismo de dolor y puede ver por el rabillo del ojo que Hugo y la mujer no lo están haciendo mucho mejor. Sus caras son una pura mueca contorsionada.
Y de repente, el aullido se detiene de improviso.
Ante las puertas del comercio se hallan parados casi un centenar de infectados. En silencio, aguardando.
Están atrapados.
El hombre empuja a todos hacia la oscuridad del interior de la tienda, ocultándose de las miradas de los ferales.
—Revisad cada maldita puerta y ventana de este lugar y aseguraos de que están cerradas. Parece que vamos a pasar aquí un buen rato.
El hombre ladra las órdenes como un sargento instructor. No le gusta hacerlo pero sabe que están en un momento de máximo peligro y no quiere que nadie del grupo se quede paralizado sin saber qué hacer.
—¡Mierda! No es que hayamos avanzado mucho sin toparnos con ellos. —Masculla Lucas, en voz baja—. ¿Qué coño acaba de pasar? ¿Qué fue esa cosa?
—No tengo ni idea. —Responde el hombre. Todavía está demasiado agitado como para poder pensar en ello razonablemente. ¿Había sentido realmente el aullido en sus tripas o lo había imaginado? Reprime las ganas de vomitar que le asaltan. Sea lo que sea, no le ha dejado buen cuerpo.
—Parece como si hubieran respondido a una… —Lucas duda intentando encontrar la palabra correcta—. ¿Una llamada? ¿Se han avisado los unos a los otros de que estamos aquí?. —Un ramalazo de terror eleva el tono de su voz. Casi está al borde de la histeria.
—No nos precipitemos en sacar conclusiones. No tenemos ni puta idea de lo que acabamos de ver. —El hombre se niega a creer que los ferales se hubieran comunicado entre sí. Hasta ahora nunca había visto nada parecido. Aunque, de algún modo sabía que Lucas estaba en lo cierto y los infectados se habían llamado los unos a los otros. Aullando. Como una manada de lobos.
Hugo regresa de inspeccionar el resto de la tienda.
—Ese pinche escaparate es la única entrada. No tendremos que preocuparnos por eso, pues. Pero nosotros no vamos a ir a ninguna parte tampoco. —Su enorme masa ocupa casi todo el espacio entre dos estanterías y el hombre puede jurar que hasta bloquea el paso de la luz—. ¡Qué berrido más pinche! Esos hijuemadres saben cómo vocear bien chévere. Todavía me pitan los oídos.
—¿A qué esperan? —La mujer se acerca al escaparate antes de que el hombre pueda detenerla. Parece como hipnotizada—. Están ahí plantados sin hacer nada. ¿Por qué no intentan entrar?
El hombre no sabe qué contestar, hay un montón de cosas que ignoran de los ferales. Pero no es momento de ponerse a adivinar. Primero tienen que atender la herida de Hugo. Hubiera podido jurar que había visto a la mujer del moño descolocado husmear el aire como si pudiese oler la sangre que manaba de su hombro. Aunque fuera algo impensable.
—Lucas, mira a ver si puedes encontrar un botiquín o algo con lo que podamos restañar la herida de Hugo. —Y a la mujer—: Ayúdame con esto.
Juntos empujan hasta el escaparate roto una mesa llena de cajas de secadores de pelo en oferta y la vuelcan para obstruir la abertura.
—Eso los mantendrá afuera por un rato. —Añade mientras se sacude el polvo de las manos. Gruesas gotas de sudor empiezan a caerle por el rostro dejando regueros de suciedad en la piel—. Tendremos que pensar qué vamos a hacer a continuación. ¿Alguna sugerencia?
Los rostros que le devuelven la mirada están tan sombríos como el suyo. Un silencio de tumba se adueña de la tienda mientras Lucas, que ha regresado con un pequeño botiquín de la Mutua entre las manos, ayuda a la mujer a limpiar el corte de Hugo con alcohol y algodones.
Mientras, el hombre se entretiene merodeando por la tienda en busca de algo útil. No hay gran cosa pero encuentra un diminuto iPod Nano en un cajón del mostrador.
Desenrolla el cable de los auriculares y desliza la yema del pulgar por el botón de encendido. Alborozado, descubre que todavía tiene algo de batería. Uno de los auriculares ha perdido la membrana de goma y le hace un poco de daño cuando se lo coloca en el interior de la oreja pero no le importa. Pulsa el botón de reproducir y comienza a sonar una melodía que no reconoce.
¡Música!
El paraíso en sus oídos.
Hasta que descubre la identidad del intérprete.
¿Cómo decía aquel anuncio? Si pudieras escuchar una última canción. ¿Cuál elegirías? Los actores que interpretaban a los viandantes preguntados respondían invariablemente que si los Beatles, quizás los Rolling Stones…
Lo que fuera.
A él le había tocado en suerte, David Civera. ¿Te lo puedes creer? ¡El mundo entero se va por el retrete como el mojón que es y la única música que puede encontrar es una lista de reproducción de David Civera!
Sonriendo, el hombre desliza su espalda por la pared hasta sentarse en el suelo.
Mira que eres mala…
• • •
—¿Dónde se fueron?
Es la mujer quien hace la pregunta. Poco a poco, sus compañeros desenroscan los cuerpos ovillados sobre el suelo de la tienda y se desperezan, todavía con los ojos soñolientos.
El hombre se había quedado dormido con el reproductor de mp3 encendido y David Civera había terminado por extinguirse como el resto de la humanidad. Supone que el agotamiento que siente debe ser una consecuencia del subidón de adrenalina que experimentó cuando aparecieron los ferales.
La adrenalina era el último recurso del cuerpo humano para generar el combustible necesario que precisaba para reaccionar ante una amenaza.
Se contraían los vasos sanguíneos, se incrementaba el pulso cardíaco y la frecuencia respiratoria y como consecuencia inmediata, se suministraba más oxígeno para la sangre.
El cuerpo humano era una máquina muy lista, sí señor, no cabía ninguna duda.
Pero cuando la adrenalina se consumía del todo, cuando las últimas gotas de la preciada hormona eran apuradas, entonces llegaba un bajón que te arrollaba con la fuerza de un tren de mercancías.
El hombre deja escapar un bostezo.
—No, en serio. No queda ni un solo infectado ahí fuera. —Insiste la mujer.
Y tenía razón. Hasta donde podía alcanzar a ver el hombre no había un solo feral a la vista. Parecía como si se hubieran olvidado de ellos.
—Es cierto. Deberíamos aprovechar el momento y largarnos de este sitio.
A su espalda, Hugo se le acerca resoplando como un león marino. Hasta el hombre llegan ráfagas de su fuerte olor personal y arruga la nariz. Tendrán que buscar muy pronto los medios para asearse o no pasará mucho tiempo antes de que se convirtieran en verdaderas cloacas andantes.
—¡Dios mío, creo que hay alguien en aquel quiosco al otro lado de la calle!
El hombre se asoma por encima del escaparate de la tienda y mira en la dirección que señala la mujer.
Una anciana se encuentra apoyada en uno de los laterales del cubículo prefabricado de un quiosco de prensa, devorando lo que parece ser una bolsa de regalices rojos.
—¡Joder, tienes razón! Vamos a hacerle una señal o algo. —Lucas también ha visto a la anciana.
El hombre niega con la cabeza.
—Ni hablar de eso. Permanezcamos ocultos hasta comprobar si todavía quedan ferales ahí fuera. No podemos arriesgarnos a volver a llamar su atención. La próxima vez igual no tengamos tanta suerte.
Lucas le contempla con incredulidad. La anciana era la primera persona con vida que se habían encontrado. Por lo que sabían, ellos cuatro podrían ser las únicas personas sanas en varios kilómetros a la redonda y no parecía muy humano abandonar su suerte a aquella pobre mujer sin ofrecerle asistencia.
La ciudad se había convertido en una ciudad fantasma poblada por cadáveres y psicópatas asesinos. Un ambiente hostil en el que una anciana no tenía demasiadas papeletas para sobrevivir por sí sola.
—No sabemos si está infectada. No podemos arriesgarnos. —Repite el hombre sin vacilar. En sus ojos brilla una profunda tristeza que contrasta con la frialdad que destilan sus palabras.
—¿Te importaría decirme por qué? ¡Es una anciana, por el amor de dios, no parece muy peligrosa! —Exclama Lucas, replicándole—. Ni tampoco se comporta como un infectado.
—Lucas tiene razón. No sería humano abandonarla a su suerte. —Intercede la mujer, poniendo en palabras los pensamientos de Lucas.
Antes de que el hombre pueda responder, Hugo emerge a sus espaldas y salta a la calle moviendo los brazos para llamar la atención de la anciana.
—Eh, abuela. Hágale, véngase para acá y sálgase de la vista de todos. ¡Jesús, abuelita! ¿Qué le pasa? ¿Que busca que la maten?
Sin inmutarse, la anciana no da señales de haber escuchado la llamada del colombiano. Este se vuelve hacia el grupo y se encoge de hombros, sin saber qué hacer.
—Quizás ha perdido la pinche chaveta. —Dice girando un dedo en el aire junto a su sien.
El sol está alto sobre sus cabezas. La segunda mañana desde su fuga del bloque de apartamentos está pasando veloz. El hombre sabe que no pueden perder el tiempo, cada minuto que pasa sin salir de la ciudad significa jugar a la ruleta rusa con sus vidas. Y de momento, ni siquiera se han alejado del barrio.
La mujer y Lucas permanecen en el interior de la tienda pero Hugo comienza a dar algunos pasos en dirección a la anciana.
—¡Hugo, vuelve aquí! —Le llama el hombre, pero el colombiano lo descarta con un gesto de la mano.
Un paso. Después otro. Y otro más.
—Abuela, métale chancleta y véngase para acá.
Para entonces, Hugo ya se encuentra en medio de la calle y, de improviso, un feral emerge tras la caja de un camión de reparto y salta sobre su espalda.
El alarido de pánico del colombiano recuerda al hombre un documental que denunciaba la matanza de focas para vender su piel. Hugo profería los mismos chillidos que aquellas desdichadas focas aplastadas bajo el garrote de sus asesinos.
Al primer infectado, se le unen otros dos que se aferran a las regordetas piernas y desgarran su carne con los dientes.
Hugo bracea violentamente intentando librarse de sus captores, al mismo tiempo que gira sobre sí mismo, anadeando con sendos ferales asidos a sus piernas. El rojo mancha las perneras de sus pantalones y comienza a extenderse por el asfalto de la calle.
El hombre no puede hacer nada más que mirar horrorizado la escena.
A los tres primeros se suman otra docena que aparecen como brotados de la nada y golpean la inmensa mole del colombiano hasta que este hinca una rodilla en tierra y se desploma.
Con el frenesí del ataque, los ferales parecen haber olvidado por completo que el resto del grupo se encuentra en la tienda, aunque el hombre no se fía del todo y recula hacia el interior ocultándose en la penumbra.
En un santiamén, Hugo es reducido a una pulpa sanguinolenta y yace desmadejado como una marioneta a la que le han cortado los hilos.
En la tienda, Lucas y la mujer permanecen mudos horripilados por la escena, los rostros del color de la ceniza.
—Vamos, ya no podemos hacer nada por él. —Los consuela el hombre, mientras vigila con atención la retirada de los ferales. La sangre de Hugo goteando por sus garras hacia el pavimento.
Al otro lado de la calle, la mujer anciana ha desaparecido junto con el resto de infectados. Y en el quiosco de prensa tan solo quedan los restos de periódicos y revistas amarilleándose bajo el débil sol de noviembre.
Y el hombre todavía tiene que pensar cómo van a salir de allí.
• • •
Lucas contempla la calle desde el roto en el escaparate. No puede ver a nadie pero está seguro de que los infectados siguen ahí fuera.
Aguardándoles.
Podía sentirlos en sus tripas.
Los infectados no parecían ser capaces de razonar, ni nada parecido. Sin embargo, habían urdido un rudimentario plan lo suficientemente eficaz como para acabar con Hugo.
Lucas está seguro de que han permitido a la anciana seguir con vida porque era el cebo perfecto para atraer a los escasos supervivientes que quedasen. ¡Era una locura! Si los infectados comenzaban a actuar conscientemente…
El pulso del joven se acelera a doscientas pulsaciones, su mente funciona a toda velocidad y el germen de una idea toma forma en su cabeza.
Cebo. ¡El cebo perfecto!
¡Eso es lo que necesitaban!
Inspira profundamente, cuenta hasta tres para calmar sus ideas y se vuelve hacia el hombre y la mujer.
—Tengo una idea para largarnos de aquí.
El hombre que está sentado junto a la mujer, se levanta con el interés reflejado en su rostro.
—Necesitamos un señuelo. —Explica Lucas, mientras se acerca al mostrador. De un tarro de cristal lleno de material de oficina coge un bolígrafo y una cuartilla de papel. Rápidamente dibuja un tosco esquema de la calle y traza su plan.
—Yo haré de señuelo. Seguramente sea el que corra más rápido de los tres. —Explica—. Cuando los infectados vengan a por mí, vosotros dos os escabullís en dirección contraria.
Desliza el bolígrafo sobre la superficie de papel para remarcar sus palabras. Dos flechas opuestas. Unos centímetros más arriba dibuja lo que parece ser un arco iris.
—Tres manzanas al norte de aquí, hay una rotonda ajardinada con una fuente con forma de arco dorado. ¿La conocéis? —Aguarda hasta que ambos asienten con la cabeza y luego continúa—. Más allá, a la derecha, hay un viejo local donde suelo… solía reunirme con mis amigos. Es como un club social. —Añade orgullosamente—. El lugar es perfecto porque se encuentra a pie de calle y solo tiene dos entradas. Una da a la plaza de la fuente y la otra…
—¡A la ampliación de la línea C-4! —Concluye el hombre por él, cogiendo al vuelo el plan de Lucas.
El joven sonríe y asiente con la cabeza.
La ampliación a la que se refiere el hombre eran las obras que había realizado RENFE para conectar su ciudad con San Sebastián de los Reyes, por medio de la línea de Cercanías C-4.
—Exactamente. La segunda puerta da a un pequeño patio adyacente a las vías. La llave del local está oculta en el marco superior de la puerta. Siempre la dejamos ahí por si alguno de la pandilla liga y busca tener un poco de intimidad. —Concluye, mientras el rostro se le inflama por el rubor.
—¿Tú qué vas a hacer? ¿Cómo vas a librarte de esas cosas? —Pregunta la mujer, alarmada.
—No te preocupes ya se me ocurrirá algo. De momento, pienso correr como alma que lleva el Diablo. Y luego ya veremos. Lo decidiré sobre la marcha.
El joven se coloca la mochila sobre los hombros y asegura con fuerza las correas.
—Escondeos en el local y esperadme allí hasta la madrugada. Si no he aparecido para las ocho o las nueve de mañana, coged vuestros petates, saltad la valla y escabullíos por las vías del tren. No creo que los infectados os puedan seguir por ahí, están valladas y todo.
—Es un buen plan. Podría funcionar. —Concede el hombre, con un atisbo de excitación en sus ojos—. Sin embargo, hay un problema…
—¿Qué problema? —Lucas se siente desfallecer, su ímpetu inicial de algún modo diluido ante la posibilidad de que su plan no pudiera funcionar.
—Que no nos marcharemos a ninguna parte hasta que no aparezcas por el lugar. —Responde el hombre sonriendo.
Lucas le da un último trago a la botella de agua. Siente la boca reseca y podría jurar que la lengua le ha crecido hasta dos veces su tamaño real. Corcho. Es como chupar un condenado tapón de corcho.
—¿Lo repetimos una vez más?
El hombre parece estar a kilómetros de distancia cuando le hace la pregunta.
—¿Lucas? ¿Puedes oírme?
Qué pregunta más estúpida. Claro que puedo oírte, piensa el joven. Aunque es cierto que los sonidos le llegan amortiguados. En su cabeza solo hay sitio para pensar en cómo va a atraer la atención de un centenar de infectados y permitir a la pareja huir en dirección contraria.
Un último vistazo al exterior revela al menos una docena de infectados hurgando en el cuerpo de Hugo. Resulta evidente que el colombiano no se levantará jamás del lugar. Sus huesos se blanquearán bajo el sol, hasta que se fosilicen y alguien del futuro los desentierre para descubrir la tragedia que se vivió allí.
Lucas dirige la vista, a su derecha, hacia el final de la calle. Terreno despejado. No tiene sentido esperar más, aquel momento resultaba tan bueno como cualquier otro, así que se vuelve hacia sus compañeros.
—Lucas… —Empieza a decir la mujer, los ojos humedecidos. Pero el joven le pone suavemente un dedo en los labios para silenciarla.
—Buena suerte. —Es lo único que atina a decir el hombre.
Y Lucas desaparece por el hueco del escaparate.
Ya en la calle, sin mirar atrás, echa a correr hacia el extremo de la calle.
—¡Hola, cabrones! ¡Venid a por mí!
En un instante, la calle se llena de infectados que salen en su persecución. El grupo de infectados, cada vez más numeroso, empieza a gruñir al unísono y atrae la atención de más ferales que brotan de las calles adyacentes.
—¡Está funcionado! ¡Por dios, está funcionando! —Exclama el hombre con júbilo y girándose hacia la mujer, ordena—: ¡Vamos, tenemos que salir de aquí!
Ella agarra su mochila, deslizándose tras él por el escaparate. Ambos echan a correr en dirección contraria. Hasta donde alcanza la vista del hombre, ningún feral los persigue.
De momento, el plan de Lucas está funcionando a la perfección.
• • •
Lucas ya se ha perdido de vista detrás de un bloque de oficinas y lleva tras sus talones a un generoso grupo de perseguidores. Toda su atención puesta en la presa que escapa ante sus ojos. Excitados de nuevo por la inminencia de una nueva cacería.
Lucas está lanzado a plena carrera, no tiene ni un segundo que perder. Su pecho sube y baja como un pistón. Sus pies golpean el asfalto con la cadencia de un velocista. Sabe que no podrá mantener ese ritmo por mucho tiempo pero quiere interponer la mayor distancia posible con los infectados antes de cambiar a un trote más soportable.
A su espalda, los ferales continúan con la persecución, las garras extendidas con intención de atraparle.
Aunque les separan unos buenos doscientos metros de distancia, Lucas sabe que no será suficiente. Los infectados no se mueven tan rápido. Su coordinación motriz parece un poco desajustada, pero su determinación es irrefutable. No pararán de perseguirle hasta que lo atrapen o lo pierdan de vista.
Además está ese maldito chillido que emiten a modo de llamada y que está atrayendo a otros ferales a la cacería. Lucas puede verlos emerger de todas partes para unirse al grupo que tiene detrás.
Hace un giro brusco a su izquierda y salta por encima de dos coches para lanzarse de cabeza por el hueco de la puerta enrejada de un instituto. Lucas ya ha dejado de pensar y su cuerpo está funcionando plenamente en automático.
El patio del instituto es una zona abierta que consta de varias canchas deportivas y mesas de exterior. A su derecha se encuentra el edificio principal y a su izquierda una zona ajardinada en la que una docena de infectados parecen despertar a la vida por la intrusión y se dirigen hacia el joven cortándole el paso por ese lado.
Lucas tiene una única vía de escape y la aprovecha sin dudar.
A través de la puerta del instituto, Lucas se adentra en un largo y desierto pasillo flanqueado por aulas y se dirige a las escaleras que conducen a los pisos superiores.
A su espalda un estruendo de cristales rotos le avisa de que los ferales le han seguido hasta allí.
La horda de infectados se extiende como una marea por la planta baja.
Lucas sube los escalones de tres en tres hasta alcanzar la última planta. Cruza rápidamente el pasillo en dirección al acceso al tejado. No tiene otro sitio a dónde escapar. Las clases a ambos lados del pasillo permanecen cerradas y sin salida.
Entonces, en el último aula, aparece un grupo de ferales, cerrándole el paso.
Sin pensárselo dos veces, reaccionando únicamente ante el siguiente movimiento, Lucas se deja caer al suelo y resbala hasta chocar contra las piernas de los dos primeros infectados.
Una maraña de cuerpos y extremidades enredadas lleva a todo el grupo al suelo como un puñado de bolos.
Mientras, Lucas ya se ha puesto en pie y ha reducido considerablemente la distancia que le separa del acceso al tejado. En un único movimiento, agarra el picaporte y sale al exterior.
El primer infectado en alzarse extiende sus garras para atraparle, pero para entonces el joven ya está cerrando la puerta con fuerza. El robusto panel de metal atrapa varios dedos del feral cercenándoselos. Como gordos gusanos blancos se retuercen en la gravilla impregnando todo con su sangre.
Lucas los mira un instante con repugnancia y echa a correr.
A su espalda los ferales golpean con impotencia la puerta metalizada que los separa de su víctima, mientras elevan su alarido para atraer a los infectados de la planta baja.
Bump. Aaaaaurrgh. Bump. Aaaaurrgh. Bump.
Ese será un sonido que Lucas no olvidará jamás.
• • •
El hombre se detiene de improviso. El aullido que emiten los ferales ha aumentado de volumen y cree captar un tono de frustración entre sus notas.
Una sonrisa torcida se dibuja en sus labios.
—¿Qué sucede? ¿Por qué gritan de esa manera? —Quiere saber la mujer.
—Parece ser que el chico se ha salido con la suya y ha cabreado a un buen montón de esas cosas. —Responde el hombre—. Vamos, tenemos que continuar. Ya casi estamos en el lugar que nos indicó Lucas.
• • •
Lucas siente que ya no le quedan fuerzas en todo su cuerpo. La dosis de adrenalina que le permitió llegar hasta allí se está consumiendo rápidamente.
Es algo que les sucede a los corredores de maratón, todos pasan por ese momento en el que su cuerpo se niega a seguir adelante y amenaza con apagarse y dejar de competir. Solo la pura fuerza de voluntad les permite continuar, un pie en frente del otro, y seguir corriendo.
Lucas se encuentra en ese momento.
La puerta metálica le había proporcionado unos minutos de ventaja pero no iba a aguantar mucho más y todavía tenía que figurarse cómo iba a bajar del tejado. Para mayor desesperación, a los pies del edificio se congregaban otro centenar de infectados que intentaban entrar en el edificio por todas las aberturas posibles. Pronto llegarían más. Tarde o temprano, accederían al tejado y eso sería el final.
Lucas corre a lo largo del borde del tejado considerando sus opciones. Está demasiado alto para pensar en saltar a la calle. Seguramente se rompería una pierna en el intento o algo peor. No tiene cuerdas, ni nada parecido, para intentar un rapel por la pared como el que hicieron en el hueco del ascensor.
¡Espera un momento!
En uno de los extremos había una enorme antena parabólica que el instituto utilizaba para dar servicio de televisión al comedor.
No se trataba del modelo habitual que te proporcionaba la compañía de televisión privada sino una gigantesca antena de satélite con un plato de casi un metro y medio de diámetro.
¿Podría utilizar el cable de la antena para descender al suelo?
Si recordaba bien, la cantina del instituto se encontraba en la planta baja, así que ese cable llegaría con toda seguridad hasta el nivel de la calle.
¿Aguantaría su peso?
Lucas está dispuesto a comprobarlo.
Se dirige a la antena y descubre esperanzado que el cable coaxial se desliza por la pared de ladrillo hasta una ventana de la planta baja. Prueba con varios tirones su resistencia pero no termina de estar convencido. No parece muy fiable.
Entonces un ominoso ruido de metal retorcido y trozos de ladrillo cayendo al suelo le indica que la puerta de acceso ha sucumbido bajo el peso de los infectados. Una vez más, su cuerpo entra en modo supervivencia y se olvida del peligro y del riesgo, deja de cuestionarse si el cable soportará su peso o no, ya no tiene tiempo para eso.
Los primeros ferales llegan hasta su posición antes de que pueda asegurar el cable a la base de la antena. No le queda más tiempo. Ahora está seguro de que no lo conseguirá.
Entonces los ve.
Un grupo de cipreses a unos metros de distancia de la azotea.
¿Cuántos metros? ¿Los alcanzaría de un salto?
No lo piensa más. Toma impulso y se lanza con fiereza hacia delante.
Hacia el vacío.
Siente su cuerpo por un instante flotar lejos de las manos engarfiadas de los infectados para luego ser reclamado por la gravedad y empezar a caer antes de llegar hasta la copa de los árboles.
Sin embargo, a media altura, consigue impactar duro contra el primero de ellos y aferrarse a sus ramas, al tiempo que la cimbreante masa vegetal se dobla bajo su peso.
Un agudo y lacerante dolor le llega desde el costado.
Cuando la copa del ciprés recupera la verticalidad, Lucas pierde su asidero y se desploma con fuerza, las hojas con forma de escama le arañan la cara y los brazos. Se detiene a un par de metros del suelo, enredado en una rama baja y entonces termina por golpearse contra el césped, perdiendo todo el aire de sus pulmones.
¡No puede creer que lo haya conseguido! Había saltado de un edificio a un montón de condenados cipreses y había salido con vida. Sin embargo, no estaba todavía completamente a salvo. Los ferales no tardarían en descender de la azotea y llegarían más desde la calle. Tiene que levantarse y echar a correr.
Pero las piernas no le responden.
Siente una tibia humedad resbalando por una de ellas.
Sangre. Su sangre.
Un feo desgarrón a la altura de la cadera derecha deja escapar el rojo fluido que empapa sus pantalones y resbala hasta el suelo. Tiene que ignorarlo y salir pitando de allí o será historia. Consigue ponerse de rodillas con ayuda de las manos y medio incorporarse sobre la pierna sana, pero la derecha se niega a responder. Así no irá a ninguna parte.
De nuevo, el aullido colectivo se deja oír por todo el barrio.
Lo habían encontrado.
• • •
El hombre y la mujer ya han llegado hasta la plaza que les había dicho Lucas.
Desde allí incluso podían ver parte de las vías del tren separando como una hendidura las dos zonas de terreno en las que se asentaba su ciudad.
El local de Lucas se encontraba unos cuatrocientos metros más allá.
—Ese es el lugar. Vamos. —El hombre acelera el paso y entonces de detiene en seco.
Un grupo de seis o siete ferales aparecen de improviso de un edificio de oficinas cercano. Tras las paredes de cristal y acero, el hombre puede observar que el vestíbulo se encuentra repleto hasta los topes de infectados.
Aforo completo.
Todavía no se han percatado de la presencia de la pareja y se mantienen en el interior ocupados en lo que sea que estén haciendo.
Tan primarios y a la vez tan peligrosos.
Como si fuera una radiobaliza marítima la cabeza del hombre empieza a zumbar. La estática ha regresado. Empuja a la mujer detrás de un Mitsubishi Montero que se encuentra cruzado en medio de la calle y se ocultan de la mirada de los ferales.
El que se encuentra más cerca, parece captar el movimiento y se vuelve hacia ellos levantando la cabeza. Por unos instantes husmea el aire y el hombre juraría que sus ojos enrojecidos se fijan directamente en el coche que les sirve de protección.
Indeciso el feral da unos pasos en su dirección.
Sus compañeros perciben el movimiento y se vuelven para seguirle. Así es como parecían comportarse básicamente, regidos por el principio de emergencia. Uno de ellos captaba la presencia de una posible víctima e iniciaba un movimiento que era imitado por el resto, como una sola mente. El efecto era similar a la ola con la que se diviertía el público en un estadio deportivo. Una especie de actividad encadenada, como una corriente. Cuando te quieres dar cuenta tienes tras de ti a un centenar de esas cosas, ávidas por arrancarte el culo.
El hombre busca frenético una ruta de escape. Su cerebro enviándole una única orden primordial a su cuerpo: correr. Pero, no tienen ningún sitio al que dirigirse sin llamar la atención del desfile de ferales que se congrega en el edificio de oficinas. Mirando por debajo del Mitsubishi Montero, el hombre puede ver al primer feral que se aproxima.
Es un hombre de negocios que todavía viste el uniforme de su trabajo: traje y corbata. El traje se ha descosido a la altura de un hombro y deja ver restos de relleno textil. Está muy sucio y tiene los pantalones desgarrados en ambas rodillas.
El hombre se encoge detrás de la rueda del Montero y le hace señas a la mujer para que haga lo mismo y se mantenga en silencio. Comprueba que la escopeta está preparada para disparar, no quiere volver a cometer el mismo error con el seguro del arma, y apunta hacia el portón trasero, listo para disparar.
Contiene la respiración.
Un segundo, dos segundos, tres segundos.
El feral está casi encima de ellos. Puede escuchar el arrastrar de sus pies por la acera. Tras él, se acercan los otros cinco infectados, formando una piña compacta. Imposible pasar por ahí. Tendrán que abrirse camino como puedan.
Aferra con más fuerza el arma y desliza el dedo en el gatillo.
Baaaaaamp.
El feral golpea el lateral del Montero con su cuerpo y sobresalta a la mujer que está a punto de echar a correr despavorida.
El hombre aumenta la presión sobre el gatillo.
Y entonces resuena otro de esos horripilantes aullidos en la lejanía. Inmediatamente, el feral que esta junto al Mitsubishi Montero contesta con la misma intensidad y, al unísono, se unen el resto de infectados.
Como si fueran un solo cuerpo, todos ellos se encaminan en la dirección en la que sonó el chillido.
El hombre apenas tiene tiempo de arrastrar a la mujer debajo del Montero y ocultarse al paso de los ferales.
Un centenar de pies se arrastran a escasos centímetros de sus cabezas. Muchos de ellos han perdido algún zapato o los dos y, a pesar de dejar un reguero ensangrentado por su piel desollada, no vacilan ni un segundo en seguir avanzando.
El hombre y la mujer apenas pueden respirar en el poco espacio que hay debajo del vehículo todoterreno pero se alegra de que al menos se hayan podido refugiar ahí. La mayoría de los coches actuales apenas si tienen altura de ejes y van casi pegados al suelo, hubiera resultado imposible esconderse en cualquiera de ellos.
• • •
Lucas hace un esfuerzo sobrehumano por ponerse en pie. Del interior de su mochila extrae una camiseta de repuesto y hace una bola con ella para meterla por debajo de sus pantalones vaqueros y parar la hemorragia.
Ha escuchado horripilado como el aullido proferido por el feral de la azotea ha sido contestado por miles de voces desde todas partes de la ciudad.
Había sido algo espeluznante.
También, su llamada a la acción.
Si se queda en ese lugar, morirá irremediablemente.
Así que se pone en movimiento, haciendo muecas de dolor y arrastrando su pierna derecha. No puede hacer otra cosa que seguir corriendo.
Entonces tiene una idea.
Justo detrás del instituto, a un par de calles de distancia, estaba la comisaría de policía municipal. Si puede llegar hasta allí quizás encuentre alguna de las motos con las que solían patrullar y salir pitando.
Quizás también pueda encontrar un arma de fuego o algo con lo que poder defenderse.
Sale del patio del instituto por uno de los accesos laterales y a la carrera cruza una calle transversal. Su pierna derecha de algún modo ha encontrado los medios para volver a funcionar.
Es la adrenalina, se dice. El último chute antes de que tu cuerpo se colapse para no volver a levantarse. Hagamos que el sobreesfuerzo no sean en vano, se da ánimos a sí mismo.
Se lanza de cabeza hacia un callejón estrecho, a la espalda de dos edificios. Apenas si hay espacio entre las paredes de ladrillo y en algunos sitios tiene incluso que caminar un poco ladeado.
Una trampa mortal, si los infectados le encuentran allí. Ningún sitio al que escapar.
Tan solo podría encogerse y entregarse a la muerte con la escasa dignidad que le quede en el cuerpo. Pero si todo funcionaba como esperaba, el atajo le llevaría a escasos metros de la comisaría.
Su cadera no ha dejado ni un solo instante de palpitar oleadas de puro fuego en su costado.
Siente la camiseta rezumar su propia sangre y empieza a notar la pérdida del preciado fluido en forma de un cansancio pesado en las extremidades.
Un cansancio que la adrenalina trata de compensar con todo su poder energético. Y nunca mejor dicho, porque cuando se terminen esas últimas reservas de energía ya no le quedará nada más.
Frente a él se encuentra el edificio prefabricado de la comisaria. Láminas de chapa y cristal. Se trata de una sede provisional, en espera de que terminen las obras de renovación en el viejo edificio junto al ayuntamiento. Varios módulos industriales de los que se usan en las obras se encuentran conectados entre sí para formar un conjunto arquitectónico más grande.
La distribución de la comisaría consistía en un vestíbulo de entrada, con el mostrador de atención al ciudadano, un pequeño despacho para los mandos y otro espacio destinado a guardar los pertrechos personales de los agentes. Como he dicho era provisional y nunca se pensó que las reformas durasen más de una semana. Ahora se quedaría ahí para toda la vida.
Lucas inspecciona con detenimiento los alrededores esperando ver un centenar de infectados pululando por el lugar que pudieran arruinar su plan. En vez de eso, se encuentra con una calle desierta y dos motos Piaggio aparcadas frente de la comisaría.
Lucas apenas recuerda lo que pasó después. De la misma manera que todo eran brumas con respecto a lo que sucedió el día en que Carmen desapareció.
De repente, había aparecido sentado en medio de un campo de batalla, rodeado de una docena de cadáveres y cubierto de sangre espesa de la cabeza a los pies. La cadera le dolía una enormidad pero se encontraba perfectamente vendada y con aspecto profesional.
Alguien había hecho el trabajo por él.
Incorporándose en medio de la sangría, echa un vistazo a su alrededor y descubre que está en el interior de la comisaría.
¿Cuánto tiempo habría transcurrido?
Piensa en el hombre y la mujer y trata de ponerse en marcha. No tiene tiempo que perder. En el exterior continúan aparcadas las motos de policía y necesitará las llaves para encenderlas.
Mientras rebusca entre los cajones del mostrador, estruja su cerebro para recordar que sucedió y quién le había vendado la cadera.
—Hola, veo que ya has recobrado el sentido. —Dijo de repente una voz de mujer. El joven da un respingo y levanta la barra ensangrentada que empuña. No se había percatado hasta entonces de que la tenía en la mano. Seguramente había sufrido una fuerte conmoción y ahora estaba experimentando sus consecuencias en todo su esplendor.
—Me llamo Laura Fornás. —Explica la desconocida viendo la confusión reflejarse en el rostro de Lucas—. Por si te lo estás preguntando, fui yo quien te vendó esa fea herida que tienes en la pierna.
Lucas se mira la mano ensangrentada que empuña el trozo de hierro inmundo de fluidos y restos de cabello pegoteado. Como si fuera un carbón al rojo vivo, lo arroja sobre el mostrador. Tiene un corte profundo en la mano.
—Intenté quitártelo de las manos cuando perdiste el conocimiento pero no hubo manera. —Añade Laura con una sonrisa, señalando el trozo de hierro con la cabeza—. Lo tenías agarrado con tal fuerza que finalmente te lastimaste la mano.
—¿Qué…? ¿Qué pasó? —Quiere saber el joven con voz insegura. Le duele la garganta una barbaridad, como si hubiera bebido un batido de cuchillas de afeitar.
—¿No lo recuerdas? —Le pregunta Laura, extrañada—. ¿Qué es lo último que recuerdas?
—No estoy seguro. Estaba ahí… enfrente, esperando una oportunidad para… para… —Lucas duda en seguir con su historia, al fin y al cabo, Laura lleva el uniforme de la policía municipal y no parece buena idea confesarle que tenía intención de robar una de las motos de patrulla.
—Para sustraer una de las Piaggio. —Continúa ella con una sonrisa. El rubor enciende el rostro de Lucas como una bombilla de Navidad—. La misma idea tuve yo.
—Necesito una de esas motos. Los ferales…
—¿Ferales? ¿Así es como llamas a los infectados por el RTL-1?
—Sí, bueno el nombre no es invención mía. Es una larga historia. —Responde Lucas, pestañeando al oír la nomenclatura del virus. Era la primera vez que alguien lo llamaba por su nombre y había algo ominoso en ello. Algo que no alcanzaba a comprender—. ¿RTL-1?
De nuevo aparece la sonrisa en el rostro de Laura.
—Retrolyssavirus-1. RTL-1, para abreviar. Es el nombre del virus que nos ha mandado a todos a la mierda.
—No… no lo sabía. —Se disculpa Lucas frotándose la mano herida.
—No tiene importancia. ¿Qué más recuerdas? —Insiste Laura como si fuera importante.
Lucas piensa que la joven está tratando de adivinar el daño neurológico que había sufrido con su desvanecimiento.
—Los ferales me seguían desde el Instituto Pío Baroja. Me tenían acorralado en la azotea pero escapé saltando a un árbol cercano. En la caída me hice esto. —Con un ademán doloroso se señala la cadera.
—Un desgarrón muy feo. Has tenido suerte de que no llegara al hueso. Seguro que te dejará una cicatriz considerable. —Asiente Laura mientras recoge ausente la barra del mostrador y la oculta de la vista.
—Supongo que sí, pero era jugármela con el salto o morir allí mismo. La decisión fue sencilla. Huyendo del instituto, recordé la comisaría y cruzando por el callejón de la bodega…
—¿Ese espacio estrecho que queda entre los bloques de ahí enfrente? —Laura está atónita. El callejón no era más que un espacio muerto entre dos bloques de viviendas, con un espesor de sesenta centímetros y sobre el que normalmente pendían kilos y kilos de ropa tendida. Estaba repleto de la basura que los vecinos solían arrojar por sus ventanas y nadie en su sano juicio se aventuraría a cruzar por ahí.
En una ocasión, Laura y su compañero de turno respondieron a una llamada para socorrer a una mascota que se había quedado atrapada en el callejón. Laura, por ser la más menuda, había entrado para rescatar al cachorro y recuerda que durante unos instantes no se había podido mover por el ataque de claustrofobia que había experimentado.
—Definitivamente eres el hombre más afortunado que queda en España. Si los infectados te hubiesen descubierto ahí dentro, no hubieras salido con vida.
—El caso es que cuando salí del callejón, vi la comisaría y las dos Piaggios aparcadas al frente. —Continúa narrando Lucas—. Sabía lo que tenía que hacer. Me oculté entre dos coches para observar la calle y ver si estaba libre de fer… de infectados. Entonces apareció un nutrido grupo al principio de la calle, descubriéndome rápidamente. —Lucas se encoge sobre sí mismo buscando reconfortarse, mientras los acontecimientos se reproducen en su cabeza como una película de cine—. ¡Ese puto aullido! Nunca voy a poder olvidarlo. A la llamada acudieron otro grupo de infectados que me cerraron el paso por la espalda. El único sitio que me quedaba para escapar era el condenado callejón y no pensaba volver a meterme por ahí, ¡ni por todas las motos del mundo! Entonces se me ocurrió la idea más estúpida que he tenido nunca…
—Incendiaste el depósito del coche que estaba aparcado. —Concluyó Laura por él.
—Así es. Me metí en el callejón con la esperanza de que su angostura me protegiese de la explosión. ¿Qué más podía hacer? ¡Me tenían acorralado y se acercaban por todas partes!
—Tranquilo, nadie te está acusando de nada. Ya no tiene importancia. —Le tranquiliza Laura con suavidad—. ¿Qué más recuerdas?
Lucas vacila, llegado a este punto es donde su memoria parecía tener más lagunas y enormes porciones de sus recuerdos habían sido obliteradas por completo.
—Recuerdo…, recuerdo la explosión. Una fuerza invisible que me arrojó contra el muro del callejón y me aplastó como si quisiese que mi cuerpo se fundiese con los ladrillos. Luego, llegó el silencio. No podía oír nada. Era una sensación extraña como si me hubiesen sumergido bajo el agua pero pudiese respirar. Mis movimientos… Todo era diferente. Me miraba constantemente las manos porque las veía moverse a cámara lenta. Me di cuenta que una pernera del pantalón se me había prendido y ardía hasta la rodilla. —Lucas miró hacia abajo, una negruzca cicatriz arrugaba la tela de su vaquero corroborando su historia.
—Luego a medida que las secuelas de la explosión se fueron pasando y pude recuperar las facultades, vi que el lugar estaba infestado de restos humanos y partes ennegrecidas de automóvil. Había acabado con un buen puñado de ellos pero todavía avanzaban más hacia mí. Una docena. Apiñados, formando una densa pared de carne y músculo. Creí desfallecer por la desesperación y entonces algo me tironeó del brazo, justo cuando estaba a punto de rendirme. Me sacaron a rastras del callejón.
—Una servidora, todos los aplausos de agradecimiento son bienvenidos. —Explica Laura sonriente.
La escena no podía ser más común. Dos jóvenes intercambiando experiencias, si no fuera por los cadáveres de infectados que inundan la comisaría y los charcos de sangre que se acumulan en las esquinas.
—Gracias. —Dice Lucas ruborizado—. A partir de eso, no recuerdo mucho más. Lo siento.
—No importa, esa parte la viví en primera persona. —Mientras habla Laura juega con un mechón rebelde de su cabellera, el gesto es ausente pero tiene un atisbo de coquetería que despierta algo en el interior de Lucas—. Te saqué del callejón y habíamos recorrido la mitad del camino hacia la comisaría cuando los primeros infectados que sobrevivieron a la explosión se nos echaron encima. Saqué el arma y empecé a disparar pero me derribó una mujer que se había arrastrado hasta nosotros. La deflagración le había arrancado sendas piernas y se desplazaba clavando las uñas en el pavimento. Me trabó las piernas y caí. Pensé que había llegado mi hora cuando la agarraste por el pelo y me la sacaste de encima. No supe muy bien que había pasado hasta que te vi empuñando algún resto del coche que explotó y distinguí la cabeza de la mujer. Parte del cráneo se le levantaba como un peluquín descolocado. Un buen tajo. Tenías que haberte visto. Estabas como enloquecido, golpeando a diestro y siniestro como si fueras un bárbaro de tebeo. Entonces nos refugiamos en el interior de la comisaría.
—No recuerdo nada de eso. —Dice Lucas preocupado.
—Has sufrido una conmoción. La onda expansiva de una explosión no es para tomársela a broma. Ya es un milagro que no te hayas matado, no te digo nada echar a correr soltando espadazos como un Cid Campeador moderno.
—¡Pero yo no he matado a nadie en mi vida! —Lucas está incrédulo, no termina de creer del todo la historia, a sus oídos parece un relato que hablaba de otra persona.
—Jesús, me duele todo el cuerpo. —Se queja el joven—. Y entonces, cuál es tu historia.
—¿Mi historia? Trabajo aquí. —Responde ella, encogiéndose de hombros.
—Eso lo he podido deducir yo solito, gracias. —Replica Lucas enfadado.
—Está bien, no te pongas así. —Dice ella conciliadora, levantando ambas manos en un gesto de rendición—. Lo cierto es que, como ya he dicho, tuve la misma idea que tú. Se me ocurrió coger una de las motos patrulla y largarme de la ciudad en busca de algún lugar más tranquilo.
—¿Y el uniforme? No estás de servicio, ¿no?
—A decir verdad, no tenía ni idea lo que me iba a encontrarme en la comisaría. O a quién. Además es la ropa más práctica que tenía en mi armario.
El equipo básico de la Policía Municipal se componía de una radio, un silbato metálico, una defensa extensible Monadnock que alcanzaba los sesenta y cinco centímetros de longitud en toda su extensión, unos grilletes de máxima seguridad de acero inoxidable, un aerosol defensivo y el arma reglamentaria.
Salvo esta, nada de lo anterior le interesaba demasiado a Lucas pues toda esa equipación resultaba inofensiva ante el ataque de un feral.
Pero la pistola era otra cosa.
La semiautomática tenía un sistema de disparo doble y un cargador con una capacidad de 10 cartuchos que podía ser expulsado de manera ambidextra.
—¿No tienes familia? ¿Algún lugar donde ir? —Quiere saber Lucas sin dejar de ojear la pistola de la chica.
El rostro de Laura se ensombrece un poco antes de contestar.
—No. Tenía un novio, otro agente. Estaba de guardia cuando todo comenzó, así que esperaba encontrármelo aquí, pero ni rastro.
Lucas asiente, comprensivo. Demasiado comprensivo. Carmen es un recuerdo que nunca ha abandonado su memoria ni un solo instante desde que se separaron en Nuevos Ministerios.
—Bueno, ahora no tiene sentido preocuparse de ello. —Continúa sacudiéndose los sombríos pensamientos con una sacudida de cabeza—. ¿Para qué necesitabas las Piaggio? Antes dijiste que necesitabas una de las motos patrulla.
Lo más brevemente posible, Lucas le cuenta la historia desde que el hombre lo rescató en la azotea de su edificio hasta que se separó de sus compañeros.
—Tengo que reunirme con ellos en el club antes de que se den por vencidos y piensen que me han matado o algo así. —Concluye.
—Bueno, entonces necesitaremos darte algunas cosas. No puedes cruzar media ciudad sin un arma o el equipo adecuado.
En una de las taquillas encontraron una recia cazadora de tela vaquera que el chico se puso encima de sus propias ropas.
Además, Laura le entrega unos guantes de neopreno fabricados con tecnología de mallas anticortes de nivel cinco, el más alto en seguridad, que evitaban totalmente las laceraciones en las manos y muñecas y un chaleco táctico de color negro.
Mientras se viste, Laura extiende sobre la mesa un kit completo de equipamiento y le entrega un cinturón reglamentario.
Sin perder un instante, Lucas extiende la mano y agarra la pistola semiautomática, ganándose la admonición burlona de Laura.
—Cuidado con eso, cowboy. —Y suave pero autoritariamente le hace enfundar la pistola en su cartuchera.
Finalmente, a su cinturón, Lucas añade tres herramientas más de la enorme colección que se despliega sobre la mesa. Una navaja de rescate que permitía su apertura con una sola mano y un instrumento, al que Laura llamó ResQme, y que permitía romper cualquier cristal con tan solo apretar un botón y que también tenía una pequeña cuchilla para cortar cinturones de seguridad.
Lucas estaba seguro de que no tendría que rescatar a nadie de un accidente de automóvil pero quizás tuviera que romper algún cristal que otro.
Y por último, una estilizada linterna de bolsillo, que también podía ajustarse a la pistola, y que proporcionaba un poderoso haz de luz de 167 lúmenes.
Lucas se sentía como un policía de celuloide, capaz de acabar él solo con todos los ferales del mundo.
—¿Lo tienes todo? —Pregunta Laura divertida cuando el joven termina de colocarse todo el equipo—. ¿Cómo lo ves? ¿Estás cómodo, algo te molesta?
Lucas da unos cuantos saltos sobre sí mismo para comprobar que todo está en orden y nada le impide moverse con total libertad, antes de contestar.
—Estoy bien. Todo parece estar en su sitio. Pero, salvo un millón de películas, no he visto un arma de cerca en mi vida. Así creo que sería una buena idea que me dieses unas clases sobre el manejo de esta. —Dice mientras empuña su pistola con su mejor imitación de un pandillero de South Central.
—En primer lugar, nunca dispares un arma de esa manera. Si haces eso, lo más probable que pase es que el disparo salga alto y nunca aciertes en el blanco. —Laura corrige la posición de sus manos y con delicadeza hace que Lucas empuñe la pistola con la mano derecha mientras se apoya sobre la izquierda—. Esta posición es mucho más segura y estable.
—Entendido. —Contesta Lucas un poco avergonzado por su comportamiento de adolescente.
—La HK UPS Compacta es un arma semiautomática que puede ser disparada en modo de doble acción o disparo único. Tú eliges. El sistema de reducción de retroceso es muy eficaz y apenas si sentirás su fuerza en la muñeca, pero si la sujetas como te digo es prácticamente inexistente.
Laura le enseña a doblar un poco los codos y mantener el arma siempre al nivel de los ojos.
—El cargador puede expulsarse tanto con la mano derecha como con la izquierda y le puedes adherir tu linterna, si quieres tener ambas manos desocupadas, o una mira láser. —Explica. Con la punta del pulgar le señala una pequeña manivela—. Esto de aquí es el seguro del arma. Tiene dos posiciones y cuando está echado no te dejará disparar. ¿Ves?
Lucas hace un par de pruebas y escucha como el percutor golpea en vacío con un seco chasquido.
—OK, lo tengo. ¿Qué más?
—Carga munición de 9mm. y tiene una capacidad de 12 proyectiles Parabellum. Suficientes para que te olvides pero es más que conveniente que cuentes mentalmente tus disparos. ¿Lo tienes?
Lucas asiente con la cabeza mientras practica el modo más rápido de extracción y busca su posición natural de agarre.
Laura observa todo el proceso con una pequeña mueca de sorna bailando en sus labios.
Ella, además de la equipación habitual, porta una impresionante pistola Taser X26 que provoca una fuerte contracción muscular en sus víctimas. No es letal pero Laura estaba segura de que pararía a un infectado en seco.
—¿Estás listo? —Le pregunta y cuando el joven mueve la cabeza afirmativamente, añade—: Entonces, vayamos a buscar a tus amigos.
Las dos motos patrulla Piaggio X-9 les esperan en el aparcamiento.
Acostumbrado a su W800 de 700 centímetros cúbicos, Lucas se siente como si montase en un triciclo de niño encima de las ligeras Piaggio, aunque tenía que reconocer que sus 500 centímetros cúbicos proporcionaban un empuje de lo más interesante.
Ambos montan sobre las motos sin molestarse en ponerse el casco y se dirigen hacia el club social de Lucas, con este abriendo la marcha.
Es un viaje de no más de 10 minutos y no preveían encontrarse ningún problema por el camino.
Se equivocaban.