8
Hassan recorre con la mirada la superficie de la azotea. El suelo de tela asfáltica, la caseta de contadores, los platos de antenas parabólicas. Nada. No hay ningún vigía en el lugar. Nadie oculto. Quizás ha sobrevalorado a los moradores del Bloque C y tan solo sean un puñado de supervivientes asustados.
Loco, se dice, no olvides que están armados con una escopeta.
Sin olvidarlo, se dirige a la puerta de acceso al otro edificio. Cerrada y con cerradura de seguridad, lo cual le parece extraño y desmesurado. Nada que ver con la simple cerradura de pestillo de su propia puerta.
¿Qué quieren ocultar?
No tiene ni idea. Pero está claro que no podrá forzarla sin delatar su presencia. Tendrá que pensar en otra cosa.
Entonces Rachid y Medhi entran en la azotea escoltando al asustado grupo de vecinos.
Sus labios muestran una mueca cruel.
• • •
El hombre se asoma por el ventanuco de la puerta de acceso a la azotea. Su nuevo plan ya está puesto en marcha.
Hugo y la mujer aguardan a que los acontecimientos se desarrollen como el hombre ha previsto y esperan en la tercera planta de su edificio con la mirada atenta a la barrera de muebles.
De un momento a otro, los ferales que infestan su bloque pasarán por ahí. Antes han hecho todo el ruido posible para excitarlos, hacerles saber que se encuentran allí.
Esperándoles.
El plan está dando resultado y pueden sentir a los ferales redoblando sus esfuerzos por abatir la barricada. Incluso desde su posición más elevada pueden distinguirlos destrozando con sus manos el material de los sillones que arrojaron al lugar.
Desde el tragaluz, el hombre puede distinguir una figura solitaria plantado en el centro de la azotea. En su mano empuña una pequeña pistola que casi parece de juguete. Está aguardando algo. Una sombra de duda cruza por la mente del hombre antes de abrir la puerta y salir al exterior.
Cuando lo hace se topa con una escena que no hubiera podido anticipar ni con el plan más descabellado.
El desconocido, un individuo de aspecto marroquí y mirada cruel, no está solo.
Tras él, otros dos magrebíes más, retienen a un grupo de asustados vecinos, armados con una segunda pistola y un enorme cuchillo.
—Bienvenido, te estábamos esperando. Mi nombre es Hassan. —Le saluda el hombre que porta la pistola—. No me mires así, solo son mahdur ad-damm. Enemigos cuya sangre tiene que ser derramada.
—¿Enemigos? Tus enemigos están ahí fuera, infectados por el virus. —Contesta el hombre sin dejar de apuntarle al pecho—. Ellos son solo supervivientes, como tú y como yo. ¡No puedes tratarles como animales!
Hassan clava la mirada en el hombre tratando de adivinar sus intenciones. Mehdi y Rachid tienen a los prisioneros agrupados junto a la puerta de acceso de su propio bloque. Rachid empuña la segunda Astra 4000 Falcon y Mehdi un imponente machete de campo cuya hoja descansa en el cuello de una vecina. Tiene la situación bajo control y eso le concede la ventaja.
Decide seguirle el juego y contestar sus estúpidos reproches mientras busca la manera de acabar con el hombre.
—Tú has matado a Najib y no era tu enemigo.
—Eso no es cierto, yo…
Hassan le interrumpe con un gesto de su mano.
—La negación fue el primer paso. Al principio, no creímos que fuera verdad. El virus, quiero decir. —El marroquí cambia de tema como una cobra desvía la atención de su presa, bailando para ella.
El hombre aguarda. Tiene puesto un oído en lo que el marroquí está diciendo y otro en las escaleras de su edificio.
De un momento a otro, piensa. De un momento a otro.
—Al principio, pensamos que todo era una exageración de los periódicos. Algo para desviar la atención de la crisis económica o la mierda de país que es España.
El hombre aumenta la presión sobre el gatillo de la Beretta, no le gusta que hablen mal de su país y menos alguien que ni siquiera ha nacido en él.
Hassan, para quien el imperceptible gesto no ha pasado desapercibido, aprieta los labios en una tensa línea. El hombre está perdiendo la calma y un enemigo nervioso tiene tendencia a cometer errores.
—Luego, a la negación le sustituye la depresión. La realización de que la epidemia es real. ¿Qué voy a hacer? ¡No tengo comida, no tengo dónde acudir! ¿Qué será de mi familia? —Hace una pausa. Espera que el hombre tenga una familia por algún lado y le hagan mella sus palabras—. Por último, llegó la ira. ¿Por qué? ¿Por qué me ha tenido que pasar esto a mí y a los míos?
El hombre parpadea nervioso. Ha creído escuchar un ruido proveniente de las escaleras.
—Entonces te fijas en tu vecino. Él tiene de todo. Comida, herramientas, refugio. Todo lo que uno necesita. ¿Qué hacer? Simple. Se lo robas.
Hassan habla con frialdad, ha dejado de jugar. Sabe que el momento de terminar con aquello está próximo. Levemente, con un movimiento casi elegante, desvía el cañón de su pistola y lo dirige a la cabeza del hombre.
—Y si el vecino se opone, le matas. Matas a su familia. Su mujer, su hijo. ¿Quién va a impedírtelo? —Se encoge de hombros—. Finalmente, has aceptado. Eres un superviviente y harás todo lo que esté en tu mano para que siga siendo así. Para proteger a tu familia.
El hombre intuye que Hassan tiene razón. Es un monstruo sin escrúpulos, pero dice la verdad cuando afirma que uno haría cualquier cosa con tal de sobrevivir. El hombre es prueba viviente de ello.
—El resto es historia. —Continúa hablando Hassan—. La primera familia es un ejemplo para el resto. Corderos. Te obedecerán sin vacilar. El miedo es un motor muy poderoso.
El hombre se revuelve inquieto, eso sonaba demasiado a algo que él hubiera podido decir o pensar.
Pero él no era como el marroquí.
Para empezar, él no era un asesino. Cierto es que había matado al tal Najib, pero había sido en defensa propia. Najib le había atacado con un cuchillo.
Sin embargo, aquellos prisioneros eran otra cosa. No podía hacer nada por ellos y lo sabía, pero no podía quedarse cruzado de brazos.
—Déjalos marchar. —Ordena el hombre. El cañón de la Beretta apunta directamente al pecho de Hassan.
—¿Que los deje marchar? —Pregunta Hassan con voz amenazadora.
Un bolo de saliva se ha formado en el nacimiento de la garganta del hombre y trata de tragar para quitárselo.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa? Si disparas esa escopeta, estarás muerto antes de que te des cuenta. Nosotros somos tres y tú solo uno. Luego mataremos a los prisioneros. Sea como sea, tú pierdes.
El hombre mira nervioso a su alrededor. ¿De cuánto tiempo dispondría? Tiene que hacer algo antes de que los ferales terminen por echar la barricada abajo e inunden la azotea como un enjambre de avispas furibundas. Pero toda esa gente… Dios mío, toda esa gente inocente moriría con los marroquíes.
—He dicho que los dejes marchar. No lo repetiré más.
—Aguarda un minuto, amigo. Hablemos. Podemos resolver esto como gente civilizada, ¿no? Entiendo que mataste a Najib pero estoy seguro de que fue en defensa propia. Después de todo, él estaba armado con un machete. —Hassan puede ver la vacilación en los ojos del hombre. Su suposición sobre lo que sucedió en la azotea ha dado en el clavo y ahora el perro parece dudar. Si tan solo bajase unos milímetros el cañón de su maldita escopeta, le arrancaría el corazón con sus propias manos.
Lejos de hacer lo que Hassan desea, el hombre levanta un poco más la Beretta AL 391 y apunta a Hassan directamente a la cara.
Tras el marroquí, los prisioneros comienzan a inquietarse, algunos parecen estar bailando encima de un cable de alta tensión.
La situación se estaba complicando por momentos.
A su espalda, el hombre distingue el inequívoco sonido de la madera al resquebrajarse. Eso solo podía significar que los ferales ya habían echado abajo las mesas de comedor que levantaron como última barrera. Solo podían quedar unos pocos minutos antes de que llegasen a la azotea.
El hombre tiene que pensar deprisa lo que va a hacer a continuación o no saldrá de esta con vida.
Unos segundos más tarde el primer feral irrumpe en escena desde la puerta.
Entonces el corpulento Rachid desvía su pistola de los prisioneros para disparar contra el feral.
—¡Allahu akbar!
Esa vacilación es lo que necesita el hombre para descerrajar la Beretta AL 391 contra la cara de Hassan. Se trataba de la segunda vez que dispara contra una persona sana y esta vez no le afecta tanto como la primera.
Está evolucionando como asesino.
Hassan da una acrobática voltereta y se desploma como un fardo. Sus rasgos han desaparecido. Volatilizados.
Como en una ópera diabólica, el coro de prisioneros huye despavorido mientras Rachid y Mehdi elevan al cielo del amanecer un dueto de destrucción y muerte.
Las balas vomitadas por la semiautomática de Rachid vuelan junto al hombre sin acertarle.
A su espalda, por la puerta de las escaleras, un torrente continuado de ferales mana esparciéndose por la azotea. Dando caza a los prisioneros. Gritos de horror y dolor se unen al crescendo de los disparos.
El primer feral que arremete contra el hombre cae al suelo fulminado de un culatazo que le hunde la sien.
El hombre está en movimiento.
Mehdi, que acaba de degollar a uno de los prisioneros con su cuchillo, se yergue justo a tiempo para recibir el abrazo mortal de dos shaitatin que saltan sobre él.
El peso de los monstruos le hunde en el suelo y, en seguida, otros tres más se unen a la maraña de brazos y piernas como si fueran un grupo de futbolistas celebrando el gol de la victoria.
Sofocado bajo el peso de todos esos cuerpos, Mehdi apenas siente el dolor del primer mordisco. Tampoco el desgarro de su bajo vientre por dedos engarfiados como espolones.
Con la mirada fija en el sol recién nacido, susurra una plegaria de despedida.
Rachid grita enloquecido de furia cuando ve caer al último de sus hermanos.
A su lado, uno de los prisioneros llora de terror con parte de su mejilla colgándole de meros jirones de piel.
Es una visión de pesadilla, casi se distingue la totalidad del blanquecino globo ocular sobre el que se imprime una mirada de pánico absoluto.
El prisionero sobrecogido por el shock alza su mano para sujetarse la mitad de su rostro desprendido, cuando una pareja de ferales le clavan contra el suelo. Un tercero se abalanza sobre él y le desgarra con los dientes.
Los shaitatin son cada vez más numerosos y la puerta no deja de regurgitar nuevos enemigos.
¿Dónde estaba el perro que lo provocó todo? No puede verlo entre la marabunta de cuerpos peleando con ferocidad.
Lucas se ha separado del resto de prisioneros y corre hacia el hombre de la escopeta, que se encuentra rodeado de infectados, blandiendo el arma por el cañón y golpeando en la cabeza a todo el que se acerca. El joven no entiende por qué el hombre no la usa como es debido y se limita a disparar contra los dementes homicidas.
A sus pies, el machete de Mehdi yace olvidado junto a la montonera de asesinos que se ensañan con su cuerpo, ajenos a lo que sucede a su alrededor.
Un frenesí de violencia.
Rápidamente lo recoge y arremete contra el infectado que se encuentra más próximo. La hoja acerada le atraviesa el cuello.
El hombre de la escopeta fija su mirada en él tratando de averiguar si es amigo o enemigo, antes de hundir el pómulo de otro infectado de un formidable culatazo. Restos de sangre y pelos quedan pegoteados en la madera de la culata.
Lucas asesta dos machetazos seguidos a otro de los infectados y lo aparta de su camino. Pero lejos de detenerse, el asesino vuele a arremeter contra él.
—¡Las escaleras! —Le grita el hombre con voz entrecortada por el esfuerzo. Los brazos le pesan como si fueran de plomo. No podrá aguantar mucho más tiempo.
Lucas asiente con la cabeza y propina un último machetazo al infectado, cercenándole el brazo a la altura del codo y se abalanza hacia la puerta.
El enjambre de infectados ha dejado de brotar y ahora están centrados, sobre todo, en los supervivientes. Sus vecinos. Blancos fáciles.
A la carrera cruza la puerta, con el hombre pisándole los talones, unos pocos metros más atrás.
—¡Ayúdame a cerrarla! —Ordena el hombre al mismo tiempo que empuja el panel metálico de la puerta con el hombro.
Los cuerpos caídos de varios infectados se interponen en su trayectoria e impiden que la puerta pueda cerrarse del todo.
Sin pensarlo dos veces, Lucas agarra al primero por el cuello de la camisa deportiva y lo arrastra al interior del edificio. Espoleado por la adrenalina, el hombre hace lo propio con el segundo.
Rachid ha observado por el rabillo del ojo a los dos perros escapar por la puerta del Bloque B. Con un aullido de rabia, recarga la Astra 4000 Falcon y se lanza en su persecución. No permitirá que escapen. Tienen que pagar por la muerte de sus hermanos.
Demasiado tarde.
Antes de que se dé cuenta, una decena de shaitatin le rodea en silencio. Gira sobre sus pasos y contempla extasiado sus rostros contorsionados por la ferocidad.
El Día del Juicio ha llegado para él.
Alza el rostro hacia el cielo y deja escapar un alarido que rivaliza en fiereza con el que sueltan los propios shaitatin cuando se abalanzan sobre él para despedazarle.
Si antes el mundo se había detenido para Lucas, ahora todos los acontecimientos se suceden en una moviola que los reproduce a alta velocidad.
El hombre termina de tironear de las perneras del cadáver y con un grito de triunfo se dispone a cerrar la puerta de la azotea de un empellón. Entonces un nuevo demente traba con su brazo el quicio de la puerta. Lucas lo apuñala en la cara con tal fuerza que el machete se hunde hasta la empuñadura. Tras él, se acercan vertiginosamente otros dos monstruos. El machete está profundamente clavado en el rostro del asesino y no puede liberarlo.
—Olvídalo, es imposible. —Le grita el hombre para que ahorre esfuerzos—. Son demasiados nunca conseguiremos cerrar esta puerta. Tenemos que seguir. ¡Escaleras abajo, hasta el tercer piso!
El hombre parece valorar algo en su cabeza por unos instantes mientras sujeta la puerta con ambas manos para resistir los empujones de los ferales.
Es hora de moverse rápido.
El panel metálico de la puerta le golpea primero.
El olor cobrizo de la sangre coagulada, después.
Un instante más tarde, un feral con medio brazo colgando de sus propios tendones, se abalanza sobre él. El hombre retrocede y se golpea la cabeza con la base de las escaleras. Hinca una rodilla en tierra, aturdido. Desorientado por el tufo de la sangre y la fuerte concusión en la cabeza no reacciona a tiempo y el monstruo de un solo brazo se le echa encima mostrando los dientes como un perro rabioso.
¡Iba a morir!
Iba a morir antes de poner a salvo a la mujer. Había un inequívoco aire de inevitabilidad en todo ello.
Lucas se mueve con celeridad y golpea al monstruo en la cabeza antes de que remate al hombre. No es suficiente para matarlo pero sí para detenerlo por unos segundos. Tiempo justo para agarrar al hombre del brazo, obligarle a levantarse y empujarlo escaleras abajo en dirección a la puerta de la tercera planta.
• • •
En el Bloque B, Mohamed está subiendo los escalones de dos en dos cuando se topa con los primeros infectados que descienden desde la azotea.
Desde su puesto de vigilancia en el portal ha escuchado los gritos aterrorizados de su esposa Amina y de su hermana Fátima. Armado tan solo con una navaja de mariposa, el último miembro masculino de la familia Rami poco puede hacer ante la ferocidad de los shaitatin que se arrojan sobre él.
Una mujer con el abdomen abierto en canal y las entrañas colgándole como guirnaldas, se une a la horda de demonios que pugna por arrancarle la vida a mordiscos. Mohamed, antes de morir, creé reconocerla. Es una de las vecinas que tenían prisioneras en la última planta. Sus ansias de venganza la han unido al ejército de shaitatin.
Allah sea misericordioso.
• • •
Lucas y el hombre han conseguido atrancar la puerta de acceso a la tercera planta y ya están asomándose precariamente por el hueco de los ascensores.
La segunda fase de su plan de fuga está en marcha.
Tras ellos, un grupo de ferales comienza a golpear el paño de la puerta con saña. El cristal del tragaluz salta por los aires y brazos de manos engarfiadas se cuelan por el hueco, extiéndose en el aire como los tentáculos de un demencial kraken, tratando de atrapar a quien ya no se encuentra a su alcance.
El destornillador con el que han bloqueado la puerta parece resistir sus acometidas.
Sobre la caja del ascensor les esperan todas sus cosas recogidas en varias mochilas y bolsas de viaje que, previamente, el hombre había descolgado con la ayuda de Hugo.
Inicialmente, el plan consistía en que todos ellos se escapasen por allí pero esa idea la habían descartado casi inmediatamente debido al tamaño del colombiano.
Entonces se decidió que Hugo y la mujer aguardasen, ocultos en el tercer piso, hasta que el último de los ferales hubiera pasado, escaleras arriba, en busca del hombre. Como la zanahoria y los burros. Solo que en esta ocasión, la zanahoria era él y los burros una horda de infectados asesinos.
Una vez a salvo de los ferales, tenían que volver a levantar la barricada con muebles saqueados de la primera planta. Si todo iba según lo planeado, los infectados no podrían volver a bajar y ellos aguardarían en el portal. Ilesos. Un plan de dibujos animados, marca ACME, del que el propio Wile E. Coyote se sentiría orgulloso.
El hombre no había tenido ocasión de comprobar si la mujer y Hugo habían logrado cumplir su parte del plan. Solo podía confiar en que así fuera. Pero, de momento, estaba funcionado.
Gracias a Dios, estaba funcionado.
—Gracias por ayudarme. Me llamo Lucas Núñez. —Le agradece el muchacho al que acaba de rescatar.
El hombre le responde al saludo con un ademán de cabeza señalando hacia la puerta. El paño de madera, amenaza con salirse de sus goznes con cada empellón de los furiosos ferales.
—Dejemos las presentaciones para luego.
Sin perder un segundo, el hombre comienza a enrollarse a la cintura unos brazos de cuerda de tender. La verdad era que no esperaba tener compañía y no estaba seguro de si la cuerda de nylon que había encontrado sería suficiente para los dos. Tendría que bastar para el muchacho. Ya había dejado morir al resto de prisioneros y no pensaba cometer el mismo error con Lucas.
—Coge esa cuerda de ahí y dóblala al centro varias veces. ¿Llevas cinturón? —Lucas asiente con la cabeza, mientras sigue sus instrucciones—. Bien, úsalo y luego rodea con la cuerda cada uno de tus muslos.
Mientras habla, el hombre termina de anudarse su arnés. Sin saberlo, ha elaborado de manera tosca, lo que en escalada se conoce como silla suiza. Un arnés sencillo pero muy eficaz.
—Ten cuidado de no cruzar los chicotes… —Lucas le mira parpadeando, la confusión reflejada en su rostro. El hombre explica—: Los extremos de la cuerda. No los cruces o te quedaras sin pelotas.
Sonriendo, el joven obedece. Eso sí lo ha entendido. El hombre no deja de mirar por encima de su hombro espiando la puerta de acceso a las escaleras.
—Ahora viene la mejor parte. Tienes que pasar los dos cabos por detrás de ese riel de ahí y anudarlos a la espalda del arnés. De ese modo, quedarás atado como en una vía de escalada y no te caerás hacia atrás. ¿Comprendes? Luego empiezas a descender muy despacio, agarrándote al riel con las manos y los pies.
El hueco del ascensor por el que estaban dispuestos a descender tenía un riel vertical que les permitiría sujetarse con ambas manos, mientras apoyaban los pies en unas enormes cabezas de perno que tachonaban los laterales.
El riel estaba fabricado en acero, así que no tendrían demasiado problema con el peso mientras descendían las dos plantas que les separaban de la caja del ascensor. El único problema era la grasa y la suciedad acumulada que lo hacían terriblemente resbaladizo.
Lucas apenas había tenido tiempo de comprender el rudimentario sistema de escalada ideado por el hombre cuando ya está descolgado en el vacío.
Un metro más allá de sus propios pies, el hombre desciende con dificultad. Lucas apenas si puede deslizarse por la vía de acero y la cuerda se le traba continuamente. ¡No iba a conseguirlo!
—Espere, no consigo alcanzarle. La maldita cuerda no para de enredarse. —Le grita a su compañero de escalada. El hombre alza la mirada y le responde:
—No tires de ella. Si vuelcas todo el peso de tu cuerpo sobre la cuerda solo conseguirás aumentar la presión y la fricción acabará por romperla. —El aliento del hombre está entrecortado por el esfuerzo. Le cuesta una enormidad decir dos palabras seguidas—. Asegura los pies en los pernos, álzate con una mano para liberar el peso sobre la cuerda y después deslízala unos palmos con la mano libre.
Lucas hace lo que le indica el hombre y descubre aliviado que las instrucciones hacen el descenso más sencillo. Centra obstinadamente la vista en la pared de hormigón que tiene ante sí. No quiere mirar abajo y provocarse una sensación de vértigo que, en esos momentos, no le ayudaría en absoluto.
Y continúa descendiendo.
• • •
En el portal, la mujer y Hugo aguardan impacientes entre los vestigios que había dejado el paso del agua torrencial y los ferales.
Restos de jirones de ropa y partes del mobiliario destrozado de la primera barricada se diseminaban entre el lodo.
El plan ideado por el hombre había funcionado a las mil maravillas. Al menos en lo que concernía a su parte. Escondidos en la tercera planta, habían aguardado a que los ferales abatiesen las dos mesas de comedor que significaban el último obstáculo y a que el más rezagado de ellos se echase escaleras arriba.
Luego, habían descendido hasta la primera planta. Armado con el escoplo, Hugo había allanado uno de los apartamentos de la primera planta y utilizado sus muebles para levantar una nueva barricada.
Durante todo el proceso, la mujer no dejaba de rezar para que no se encontrasen en el interior con ningún feral oculto o un cadáver en descomposición. Todavía le costaba olvidar los restos de la mujer marroquí que habían hallado en el apartamento 4A.
Sin perder un instante, habían arrojado por las escaleras todos los muebles que encontraron en el salón, incluida una pesada librería que se había plegado sobre sí misma como si una mano invisible la hubiese presionado por los lados.
Luego, se habían descolgado los pocos metros que les separaban del suelo encharcado, deslizándose por el hueco de las escaleras, agarrándose al exterior de la barandilla.
Desgraciadamente, Hugo había tenido más dificultades de las esperadas y se había lastimado un tobillo cuando perdió el pie en el último instante, desplomándose desde una altura de un par de metros. Nada mortal pero sin duda doloroso para el voluminoso colombiano.
—¿Cómo está el tobillo? —Se interesa la mujer mientras combate su impaciencia frotándose continuamente las manos.
—El chingón duele como un condenado pero se me pasará. Después de lo bien fregado que fue lo que hicimos, un pinche tobillo dolorido no tiene mucha importancia. —Hugo bromea, pero la mujer puede ver la agonía de dolor reflejada en su rostro.
—¿Crees que lo habrá conseguido?
—Mire mija, ese esposo de usted es bien terco y me da la sensación a mí de que, cuando se le mete algo entre ceja y ceja, no va a detenerse hasta conseguirlo. ¿Me equivoco?
La mujer sonríe y menea la cabeza de un lado para el otro. El colombiano ha definido al hombre a la perfección. La obstinación. Esa era su virtud y también su mayor defecto. Algo que a menudo sacaba de quicio a la mujer y les conducía a más de una discusión.
Como el asunto del corazón.
El hombre nunca había querido reconocer su condición y no había hecho ejercicio físico, ni mantenido una dieta sana, como le habían aconsejado los doctores, enojándola como nunca antes se había sentido.
Sin embargo, quizás esa obstinación era lo que les iba a mantener con vida, ahora más que nunca, dado que el resto de la gente había perdido la chaveta.
—Esa puerta de ahí da al cuarto en el que el conserje guarda los productos de limpieza. Igual tiene un botiquín o algo parecido. Déjame que le eche un vistazo y quizás podamos vendar ese tobillo.
—Buena idea, mija. Creo que el maldito está empezando a hincharse.
La mujer asiente e inspecciona los alrededores para encontrar algo con lo que forzar la cerradura del cuarto del conserje. Encuentra una barra del armazón interior de un sofá. Tal vez eso sea suficiente.
Minutos más tarde, después de forcejear con la cerradura la mujer tiene la puerta abierta y está vendando el tobillo de Hugo con un paquete de vendas elásticas que había encontrado en el botiquín de primeros auxilios de una sociedad médica laboral.
En su afán por ayudar al colombiano no se ha percatado de la puerta semiabierta que se encuentra en la pared derecha de la conserjería.
El cuarto de contadores del agua.
• • •
El hombre está a punto de desfallecer. Le quedan unos escasos metros para llegar a la caja del ascensor pero las fuerzas le están abandonando con rapidez.
Todo lo que puede escuchar es el sonido de su corazón acelerado golpeando en sus oídos y el flujo de su sangre palpitando en sus sienes. El esfuerzo que está haciendo es sobrehumano.
Sobre su cabeza, el muchacho no se encuentra en mejores condiciones. Su trozo de cuerda era de una longitud inferior a la del hombre y estaba en peor estado por estar expuesta a las inclemencias, con kilos de ropa mojada colgando de ella.
Desde su posición el hombre puede ver las hebras deshilachadas a punto de romperse. Si terminaban de cortarse, el joven se precipitaría desde una altura de cuatro o cinco metros.
—Date prisa. Esta cuerda no va a durar mucho más. —Le grita el muchacho, histérico de pánico.
—¡Joder, hago lo que puedo! No soy un puto chaval. —Le grita el hombre de vuelta.
Más arriba, una planta por encima de sus cabezas, los ferales han conseguido echar la puerta abajo y se precipitan en oleada hacia las puertas correderas del ascensor.
La feroz determinación con la que se mueven cuando tienen una presa a la vista es tal que los primeros ferales en alcanzar el hueco del ascensor son empujados por el impulso de los que vienen detrás y acaban precipitándose al vacío.
El hombre y Lucas apenas tienen tiempo de apartarse cuando el primer cuerpo pasa como una bala junto a ellos para estrellarse contra el techo de la caja del ascensor, que acaba hundiéndose con un estruendo de cristales y aluminio.
• • •
La mujer sobresaltada por la explosión que proviene de la caja del ascensor, levanta la vista y ve dos cosas que le producen inmediatamente dos sentimientos que la paralizan.
La primera, un cuerpo desplomado entre los restos del techo del ascensor y sus propias mochilas. La congoja la invade y las lágrimas acuden a sus ojos al pensar que quizás el cuerpo sea el del hombre.
La segunda visión que hace que la adrenalina inunde su sistema nervioso es la de un feral irrumpiendo en el vestíbulo desde la puerta de la conserjería.
El cuerpo de la mujer se pone en movimiento antes de que su cerebro de la orden a sus extremidades. Su vida se ha convertido, de repente, en una especie de infierno. Un infierno personal donde, a pesar de todos sus esfuerzos, su vida no valdría un duro si no conseguía librarse de ese feral.
La mujer no sabe qué ha hecho para merecerlo pero, sin duda, su vida ha dado un giro demencial y siente que está perdida.
Y entonces, corre por su vida, alejándose de Hugo y deseando con todas sus fuerzas que el feral la siga a ella y no se ensañe con el colombiano.
Hugo no puede ayudarla, solo ella puede hacerlo.
Pero no parece correr lo suficientemente rápido.
Las garras de la cosa que se ocultaba tras la puerta del cuarto del conserje acarician su melena. Cierra los ojos con fuerza y rompe su carrera con un brusco quiebro a la izquierda. Es como un perfecto recorte de futbolista. Escucha un sordo estallido cuando el feral no puede detener su impulso y resbala en el lodo hasta golpearse contra la pared contraria. No será suficiente para detenerlo pero sí para ganar algo de tiempo.
Unas manos agarran a la mujer y la ayudan a levantarse. Hugo. Ahora están ambos corriendo por su vida, bailando para esquivar los restos de la riada esparcidos por el vestíbulo.
El ambiente está impregnado de una atmósfera que huele a humedad y al aroma metálico de la sangre.
Entonces escuchan una voz.
El hombre desde lo alto de la caja del ascensor les hace señas con el brazo. Está medio colgando de lo que queda del techo y tiene el rostro congestionado por la posición invertida de su cuerpo.
La mujer se dirige inmediatamente hacia él.
Tras ella, un fuerte sonido de cristales rotos.
El feral ha vuelto a la persecución.
Solo cabe esperar que ellos corran más rápido y no les atrape antes de que…
¡Blaaaam!
El feral interpreta una pirueta mortal para no volver a levantarse. Un enorme agujero se ha abierto en su pecho y pierde sangre a chorros.
La mujer parpadea repetidamente, aturdida. El pungente olor a cordita le hacer picar la nariz y los oídos le silban sordamente.
—¿Estás bien? —Le pregunta el hombre, aunque su voz le parece llegar desde el fondo de una piscina—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Solo un poco desorientada, nada más.
El hombre se descuelga desde el techo y comienza a recoger el material desperdigado por el lugar.
—Todo ha terminado. Los ferales están atrapados entre los dos edificios. Ya no pueden hacernos daño.
—¿Quién es el pelao? —Pregunta Hugo en cuanto ve a Lucas asomar por la abertura del techo del ascensor.
El hombre se vuelve para ayudarlo al tiempo que, mirándole de una forma curiosa, como si fuera la primera vez que lo viera, contesta:
—Buena pregunta.