5
La espalda del hombre le duele como si un herrero hubiera estado practicando su labor sobre ella. Le pitan los oídos de puro cansancio y aún así cree haber escuchado ceder la puerta de la calle bajo los envites de los ferales.
Por el momento ignora el dolor y se dirige con cautela a la puerta de acceso a la tercera planta. Se está convirtiendo en todo un experto en hacer caso omiso al dolor.
Su cabeza, por ejemplo, no ha cesado ni un solo instante de zumbar como un avispero, la perenne estática hace difícil concentrarse y congestiona sus sentidos. Una salmodia plana y gris que de vez en cuando parece despertar a la vida con un agudo repunte, que le hace saltar las lágrimas.
El hombre piensa que es el último canto de cisne de su mente, que se rebelaba contra el sobreesfuerzo al que la estaba sometiendo.
Además tiene la impresión de que le cosquillea la punta de los dedos. Algo que nunca había sentido y que achaca al cansancio extremo que sufre.
Pero no está muy seguro de ello.
Los últimos días no habían sido precisamente lo que se dice ordinarios; así que cualquier cosa que pueda sentir es tan anómala como todo lo que han vivido hasta ese momento.
Durante el tiempo que ha permanecido descansando el hombre soñó con la mujer. Un sueño lejano, con el océano de fondo y una atmósfera tenue que irradiaba paz por los cuatro costados.
Cuando despertó, había notado un cierto sabor salado en las comisuras de los labios y lágrimas calientes resbalaban por sus mejillas.
Lloraba porque el sueño había terminado.
Ground Control to Major Tom.
David Bowie le devuelve a la realidad como otras tantas veces.
Siempre que su mente se desviaba del trabajo que se traía entre manos o descuidaba su concentración en la oficina, se repetía esa estrofa a modo de alarma.
Pensar en el sueño era una de esas desviaciones.
No puede permitirse el lujo de no estar al ciento por ciento cuando accedan al tercer piso.
Ground Control to Major Tom. Control de tierra llamando al Mayor Tom. El Mayor Tom que termina perdido en la inmensidad del espacio, lejos de sus seres queridos, encerrado en la lata de aluminio que es su nave espacial.
El hombre se visualiza a sí mismo perpetrado como un astronauta presto a pisar por primera vez un planeta desconocido. La tercera planta.
Can you hear me, Major Tom.
El hombre ha planeado todo el asunto con la misma meticulosidad con la que un programador escribe un programa informático.
Los tres elementos más importantes con los que trabaja todo programador son las funciones, las instrucciones y los datos.
Con esos tres uno puede escribir casi cualquier cosa. Son la Santísima Trinidad de la programación.
Las funciones dictaban la acción a realizar, son el verbo. Como registrar el tercer piso. Los datos proporcionaban y almacenaban la información necesaria para que la función se lleve a buen término, son el complemento.
¿Había ferales atrapados en la planta? ¿Supervivientes? ¿Qué podrían aprovechar y qué no? Ese tipo de cosas.
Y por último, las instrucciones dictanban el curso a seguir por la función, el sujeto. Son las que toman las decisiones, por así decirlo.
Si había ferales ocultos entonces la instrucción puede optar por dos funciones: luchar o huir. Si había supervivientes, ayudarles o dejarles estar. Y así sucesiva y extenuadamente hasta completar el programa.
Era un trabajo que requería paciencia y obsesión por el detalle.
Detalles como saber que en esa planta viven una pareja de ancianos al fondo del pasillo y que es poco probable que hayan sobrevivido o tenido la oportunidad de marcharse a algún lugar seguro.
Así que los abuelos son fiambres o ferales.
Del mismo modo, sabe que el apartamento justo debajo del suyo lleva algún tiempo abandonado. Solo tendrán que preocuparse por dos apartamentos y muy probablemente no haya ningún feral en el pasillo.
Aún así piensa extremar las precauciones y no dejar nada al azar.
Sin olvidarse de los detalles.
Ground Control…
El hombre observa el interior del pasillo por el ojo de luz de la puerta pero no puede distinguir nada.
Está oscuro como boca de lobo.
Se vuelve hacia la mujer y levanta los hombros todo lo que puede para indicarla que está preparado.
Es hora de entrar en la tercera planta.
Deja escapar el aire lentamente de sus pulmones y empuña el picaporte, abre la puerta una mera rendija y espera. Los segundos se hacen minutos, los minutos parecen horas. Con el cañón de la escopeta agranda la hendidura hasta que puede pasar medio cuerpo.
Nada sucede.
El hombre respira hondo una vez más y toma aliento.
La tercera planta huele diferente a la suya. Huele a humedad y a rancio. A miedo y al olor dulzón de la muerte. Con la mano derecha aferra la Beretta y desliza el dedo índice en el gatillo, acariciándolo. Gira la escopeta entre sus manos para cerciorarse de que el seguro del arma está retirado.
Da un paso al frente. Y se deja engullir por la oscuridad. Entonces enciende la linterna permitiendo que la negrura sea devorada con avidez por la luz recién nacida. Nada al frente. Tampoco a su espalda. Ni rastro de ferales.
—Esto está despejado. Aquí no hay nadie. —Informa a la mujer quien rápidamente asegura la puerta con el destornillador, como antes hicieran con el piso superior, y se adentra en el pasillo.
No puede evitar mirar de soslayo el hueco de las escaleras, por él ascienden los gruñidos animales de la primera planta.
El hombre capta la mirada y toma nota mentalmente para hacer algo al respecto.
En el universo del lenguaje informático existe otro elemento también muy importante: las constantes. Los valores que no cambian nunca durante la ejecución de un programa informático. Por muchas funciones e instrucciones que se escriban, una constante siempre permanece inalterable, ajena a todo lo que sucede a su alrededor.
La mujer.
Su constante es la mujer y la necesidad perentoria de que pase lo que pase, ella tiene que sobrevivir.
A toda costa.
Añade a la nota mental que tiene que buscar un par de colchones robustos y dejarlos caer por el hueco de la escalera para amortiguar los gruñidos de los ferales y aislarlos por completo de los pisos superiores. Ya tendrá tiempo de pensar en cómo saldrán a la calle porque después de eso, la salida por las escaleras estará completamente descartada de la ecuación.
Encienden la lámpara de acampada y la bombilla de LED hace que la oscuridad huya por completo de aquella planta. Bajo la fría luz estudian las puertas de sus vecinos, mientras deciden que entrarán primero en el apartamento 3A. La pareja de ancianos. Es el que más probabilidades tiene de estar vacío y por tanto el que representa el riesgo más pequeño.
El juego comienza de nuevo.
El perturbador, aterrador juego.
De nuevo, el miedo le atenaza las tripas. El miedo es otra constante.
El hombre sacude la puerta ligeramente y comprueba que los cerrojos de seguridad están echados, entonces usa el escoplo y un martillo para forzarla. Una vaharada a cosas muertas le golpea como un derechazo al plexo solar en cuanto se abre. Al menos, ya tiene la certeza de que los viejos no fueron a ninguna parte.
Allí dentro no encontraron nada que pudieran aprovechar y se dirigen al siguiente apartamento. Una incógnita pues no tiene ni idea de quien vive en él. Hay algo raro en su puerta, algo diferente al resto. Lo presiente. Algo que no es capaz de identificar pero que enciende todas las alarmas en su cabeza. Hace un gesto con la cabeza a la mujer para que se acerque.
—¿Qué sucede?
—No lo sé, pero no me gusta —contesta dubitativo—. ¿A ti qué te parece?
Ella se encoge de hombros. Es una puerta como todas las demás.
El hombre sigue sin estar seguro, su instinto le grita a pleno pulmón que algo anda terriblemente mal. Durante lo que parece ser una eternidad, el hombre y la mujer se quedan donde están, sin hacer nada más que mirar idiotizados la puerta reforzada. Entonces el hombre descubre lo que le inquieta.
Un tenue resplandor asoma por debajo del panel de madera.
¡Una luz!
¡En el apartamento 3B hay alguien con vida!
Con un gesto silencioso indica a la mujer su descubrimiento y agarrándola del brazo la conduce al centro del pasillo donde se encuentra la lámpara de acampada.
—¿Y ahora qué hacemos? Estoy casi seguro de que tras esa puerta se oculta alguien.
—Pero si eso es verdad, ¿por qué no salió antes? Con todo el jaleo que montamos en las escaleras, es imposible que no sepa que estamos aquí. —La mujer tiene razón. Un superviviente habría asomado la cabeza nada más descubrir que no estaba solo en el edificio y que había más personas como él.
Aunque quizás tuviera miedo.
—¿Miedo de qué? ¿De quién? —La pregunta de la mujer lo sorprende, no se ha dado cuenta de que está pensando en voz alta. Se está convirtiendo en una costumbre.
—No sé. De nosotros. No puede saber qué clase de intenciones tenemos y lo más probable es que esté jugando la baza de la seguridad. Se esconderá hasta que sepa a ciencia cierta que no representamos ninguna amenaza.
—¿Cuánto tiempo permanecerá ahí encerrado? —Quiere saber la mujer.
—¿Y me lo preguntas a mí? ¿Cómo puedo saberlo? —Contesta el hombre irritado. Ella tiene ese don. El poder de irritarle con la frase más sencilla. Sacarle de sus casillas con la pregunta más inofensiva.
—¡Por el amor de Dios! —Replica la mujer y sin pensarlo dos veces se dirige hacia la puerta y la golpea suavemente con los nudillos. Un gesto tan cotidiano que le produce al hombre un profundo dolor. Dolor por todas las pequeñas cosas que han perdido y no podrán recuperar, como conversar con un vecino o visitar a un amigo.
La mañana se abre paso por el cielo nublado y tímidos pero inexorables rayos de sol comienzan a asomar inundando la zona del pasillo que queda bajo el ojo de luz de la puerta de entrada. Ajenos al horror y la destrucción que los rodea algunos torcecuellos dejan sonar sus nasales voces.
El hombre puede oírlos a través de las ventanas de las escaleras. Más dolor. De algún modo, escuchar el trino de los pájaros no parece ser algo de ese nuevo mundo que les toca vivir.
Un nuevo roce de nudillos sustituye un sonido con otro y atrae toda su atención. No existe ninguna posibilidad de que vayan a abrir la puerta, pero…
—¿Hola? Somos sus vecinos del piso de arriba. No queda nadie más. Le prometo que no estamos infectadosy que no queremos hacerle daño. ¿Hay alguien ahí?
La mujer habla con suavidad. Tiene los labios pegados a la puerta, casi rozando la madera. No obtiene ninguna respuesta.
—Olvídalo, no van a abrir. Tenemos que pensar en otra cosa.
La mujer le mira furibunda y le ordena callar con un gesto brusco de su mano. Desde la distancia y en la escasa luz que proporciona la lámpara parece que hubiese espantando una mosca o algo parecido. La luz del día aún no es lo suficientemente fuerte como para penetrar hasta el interior del pasillo y menos con la puerta cerrada.
—De verdad, no queremos hacerle ningún daño. No estamos infectados y solo estamos buscando comida y víveres antes de irnos del edificio. —Insiste la mujer.
El hombre suelta un sordo bufido. No tenía por qué contarle aquello, revelar sus intenciones no parece una buena idea. ¿Y si ahora quien sea que se oculta tras esa puerta decide matarles y apoderarse de su plan? Les torturará hasta obtenerlo y luego les matará y se irá con viento fresco. El hombre se siente algo mareado. Le está empezando a doler la cabeza de veras. Necesita terminar con aquello cuanto antes y descansar. Está exhausto. Han pasado cuatro horas desde que se levantaron para inspeccionar el piso tercero y sus músculos, denostados por el esfuerzo de echar abajo a martillazos la puerta de los viejos, comienzan a rebelarse demandando un descanso. Decididamente no se encontraba en buena forma física. ¿Quién lo estaba en una sociedad dictada por la comida basura y la falta de ejercicio? En aquellos tiempos, tan solo los deportistas y los gay tenían un cuerpo atlético, y dudaba de que estos últimos fueran algo más que simples fachadas levantadas a fuerza de esteroides y severas dietas alimenticias.
—¿Hola, hay alguien ahí? —Continúa la mujer, tozudamente. Nadie responde. Entonces, el hombre toma una decisión.
—Si hay alguien con vida ahí dentro, dejémosles que se quede donde están.
—¿Cómo dices? ¡No podemos hacer eso! —Protesta la mujer.
—No podemos obligarlos, tampoco. ¿Verdad? —La mujer se resiste a desistir, siempre hay algún tipo de causa perdida con ella. Situaciones en las que cualquier persona en su sano juicio abandonaría a las primeras de cambio—. Vamos, todavía tenemos otros dos apartamentos más por registrar. Luego decidiremos.
Caminando hacia el extremo opuesto del pasillo, el hombre experimenta una ligera palpitación de cólera pensando en la mujer y su obcecación con los vecinos del 3B. Se pregunta si habría también alguien refugiado en el resto de viviendas y entonces recuerda que en el 3D no vivía nadie. Lamentablemente de ahí no podrán sacar nada de provecho.
Detalles.
Se acerca a la puerta del apartamento 3C y acerca ligeramente el oído a la madera. Intenta averiguar si hay alguien en su interior. Nada. Entonces la empuja suavemente y la nota ceder, no tiene echado los cerrojos. Da un paso atrás y permite que la mujer abra la puerta con la lámina de acetato.
Mientras espera, en su cabeza rememora una estrofa de Lenny Kravitz. Welcome to the Real World. It might end up wrong. So you better be strong. En ella, el artista neoyorquino advertía del esperpento en el que se convertía la vida de un artista.
Bienvenido al Mundo Real.
El hombre no entendía el mundo real. La visión grotesca y deformada que estaban viviendo no parecía ser el mundo real. ¡Claro que iba a terminar mal! ¡Una sociedad subyugada bajo millones de infectados, víctimas de una epidemia que los había transformado en monstruos era el mundo real! ¡Por favor! ¿Cómo iba a terminar bien? Estaban viviendo en un mundo de pesadilla.
So you better be strong.
Tocaba ser fuerte, más fuerte que nadie. Palabra de Lenny Kravitz. Claro que Lenny no hablaba en ningún momento de viruses, ni epidemias, sino de las estrellas de rock y cucharadas de cocaína esnifadas por la nariz.
La verdad es que al hombre no le importaría cambiarse de lugar con el rockero, estar rodeado de alcohol y féminas solícitas a sus más pequeños deseos. Su mundo real era mucho más siniestro y más peligroso que el de Lenny Kravitz. Su mundo ya había terminado mal, y si tuviera que apostar quien dejaría antes un bonito cadáver estaba claro que no apostaría todo su dinero al negro.
So you better be strooong.
Tenía que aferrarse al plan. No desviarse de su curso, ni por un instante. Esa era su manera de ser fuerte. El plan era importante. Sabía a ciencia cierta que será lo único que los mantendrá con vida y no va a permitir que nadie lo ponga en peligro.
Los vecinos del 3B no entraban dentro de sus planes, así que a la mierda con ellos. Si salían y daban la cara, bien, y si no, era su maldito problema. Pero sabía que iba a ser una ardua tarea convencer de ello a la mujer.
Una vez que ella fijaba su atención en algo, resultaba imposible desviarla del tema.
Hacía tiempo que el hombre no escribía sus notas, pensaba que cada vez tenía menos sentido hacerlo. En breve, no quedará nadie para leerlas.
Sin embargo, de algún modo, plasmar en el papel todos sus pensamientos le ayudaba a ponerlos en orden.
Todos esos sentimientos reprimidos, todas esas cosas dejadas sin decir. Había algo deliciosamente catártico en escribir los secretos de uno y permitirles ver la luz.
Así había imaginado el plan y así ventilaba la mayoría de sus frustraciones.
De tener ahora la libreta entre sus manos escribiría algo como: El plan tiene que seguir adelante, cueste lo que cueste.
Estaba claro que tenía que hacer ver a la mujer ese punto de vista. Si eso significaba dejar atrás a otro superviviente, pues lo siento, la vida es así. Una hija de puta de mucho cuidado. O vigilas tu culo o te lo vuelan a la más mínima oportunidad.
La vida es una lucha continua y despiadada, esto lo ha tenido siempre claro. En una familia de cuatro hermanos, si uno quería algo tenía que pelear para conseguirlo.
Él estaba acostumbrado y ahora tocaba convencer a la mujer.
• • •
El apartamento 3C resultó estar vacío y no pudieron rescatar nada aprovechable de su interior.
Se está acercando el momento de enfrentarse definitivamente al asunto del apartamento 3B o dejarlo correr para siempre.
El hombre solo esperaba que la decisión que tomasen no fuera la equivocada y tuviesen luego que lamentarlo.
A través de la ventana, entra la luz del mediodía. En el exterior, la lluvia había amainado y también las torrenciales estampidas de agua sucia, dejando tras de sí regueros de destrucción y de barro.
Sentados a lo largo del sofá del piso que han elegido como cuartel de operaciones, lo discuten mientras dan buena cuenta de sendas latas de fruta en almíbar.
El hombre no tiene especial predilección por ese tipo de comida, pero tal y como estaban las cosas uno no podía mostrarse muy quisquilloso con ese tipo de dilemas. Arruga el rostro ante el dulzor de la pieza de melocotón que se acaba de meter en la boca y mastica deprisa antes de hablar.
—¿Qué vamos a hacer al respecto? Tenemos que tomar una decisión. —Habla a la mujer con suavidad, el mismo tono que empleaba cada vez que ha necesitado el apoyo de ella y sabía que era una misión imposible.
—No podemos dejarlos ahí. ¿Y si están enfermos y necesitan nuestra ayuda? —Hay un timbre agudo en su voz, el hombre lo conoce bien. Sabe lo que significa. Su decisión ya está tomada y tan solo está pensando en encontrar un razonamiento que haga que el hombre piense como ella.
—Si están enfermos, es poco lo que podremos hacer por ellos. De querer nuestra ayuda ya habrían salido de su escondite para buscarla, ¿no te parece? —De nuevo, la suavidad como un guante de terciopelo.
—¿Y si no pueden moverse?
El hombre dejar escapar un suspiro largo y prolongado, antes de replicar.
—Si no pueden moverse, entonces se convierten en peligrosos.
La mujer guarda silencio pero le devuelve una mirada furibunda que le asegura que aquella es una más de sus batallas perdidas.
Conocer exactamente las batallas que uno debía librar es una de las herramientas más eficaces para sobrevivir a más de quince años de relación.
Salir airoso de las decisiones que ello conllevaba resultaba vital para la supervivencia.
El hombre deja el tenedor que está usando en el interior de la lata de fruta y se limpia la boca con la manga. El gesto le hace ganarse una mueca de desaprobación de la mujer. Sonriendo para sus adentros ante la cotidianeidad del gesto, concluye:
—De acuerdo, les daremos una oportunidad más y si no dan señales de vida, clausuramos la planta y nos largamos con viento fresco. Sin mirar atrás.
El hombre agarra la escopeta y la lámina de acetato que están usando para abrir algunas puertas del edificio. Todavía no deja de asombrarse de que la mujer supiera cómo abrir una puerta blindada sin acerrojar.
—No perdamos más tiempo, entonces.
• • •
El vestíbulo del edificio ya se encuentra completamente anegado de agua y de infectados.
Las primeras capas de la barricada que crearon han sido rebasadas.
Restos de fibra sintética de los colchones de muelles flotan sobre la superficie de agua sucia que ya llega a la altura de los muslos de los ferales. Afortunadamente esto hace que no puedan moverse con comodidad y retrasa el momento en el que finalmente echen abajo los últimos muebles que arrojaron por el hueco de las escaleras.
El silencio con el que trabajan para conseguir su objetivo contrasta con la ferocidad con la que desgarran el último de los colchones.
Tras él, les espera una maraña de sillas, mesillas de noche y un par de pesados sofás.
Tan solo es cuestión de tiempo.
• • •
El hombre se detiene bruscamente en el umbral del pasillo del tercer piso.
Al final del pasillo, una enorme silueta se destaca en la oscuridad.
Una sombra entre las sombras.
Muy despacio y sin dejar de apuntar con la Beretta hacia la inmóvil figura, se inclina para encender la lámpara de acampada. Bajo la nueva luz que se adueña del pasillo la figura se protege los ojos con el brazo.
El tamaño del desconocido es descomunal. Quizás 130 o 140 kilos de peso condensados en un cuerpo que ronda el metro noventa de altura y en el que destaca una voluminosa barriga. Viste ropas limpias pero de confección barata, así que el hombre asume que no debía tener un trabajo de oficina sino más bien de mono azul. Un mecánico o un obrero, a juzgar por las enormes manazas con las que tapa sus ojos.
—¿Quién eres? —Le pregunta sin dejar de apuntarle con la escopeta. A su espalda, siente como la mujer contiene el aliento. Sin mirarla, el hombre le hace un gesto disimuladamente para que se quede donde está—. ¿Estás con alguien más? ¡Si hay alguien más en la vivienda pídele que se muestre inmediatamente!
El hombretón duda sin saber qué hacer y, por unos instantes, el hombre piensa que es un bobalicón aquejado de alguna minusvalía mental. Luego le observa mirar fijamente la negra boca de la Beretta AL 391 y descubre que simplemente está impresionado por el arma.
Bien, piensa, eso lo mantendrá a raya.
Sin bajar la escopeta, el hombre se acerca unos pasos y vuelve a ordenar:
—Dime quién eres y qué es lo que quieres o te mato aquí mismo.
Aquello parece ser suficiente para sacar al enorme vecino de su trance:
—Me llamo Hugo Londoño y no quiero nada, les oí trajinar en el pasillo y no supe qué hacer. No quería montársela pero al final me decidí a salir. —El fuerte acento colombiano desconcierta al hombre por unos segundos.
—¿Puede hacerme el favor, compadre, de apuntar esa cosa hacia otro lado? No es muy bacano estar parado ante una fea escopeta.
El hombre ignora la petición y mantiene firme el cañón de la Beretta en dirección al sudamericano.
—¿Estás solo? ¿Hay alguien más oculto en ese apartamento? —Quiere saber. Una sombra de tristeza cruza el semblante del hombretón y el hombre sabe que ha perdido a alguien recientemente.
—Estoy solo acá. Mi esposa no hizo caso al noticiero que pedía que nos quedásemos en los departamentos pero no teníamos nada para comer. Salimos a tomar la buseta para el centro y un grupo de esos hijuemadres lo asaltaron.
—¿Quién atacó qué? —Al hombre le cuesta seguir el hilo del relato y la espesa jerga colombiana se le hace insondable. Sin embargo, ya ha decidido que el vecino no representa ninguna amenaza y ha bajado el arma, dejándola reposar en el antebrazo.
—Mmmm, entiendo compadre. Una puñada de tipos muy agresivos se echó sobre el…, el… —Duda buscando la palabra correcta—, ¡…el autobús!
—Los ferales asaltaron su autobús. —Repite el hombre, más para sí mismo, tratando de no imaginar el horror de la escena.
—¿Qué fue eso? —El colombiano parece confundido.
—Ferales. Así es como llamo a los infectados. —Aclara el hombre.
—Entiendo, compadre. Yo los llamo hijuemadres o hijoputas según me venga, que seguro es más descomplicado. —Hugo se encoge de hombros, para entonces ya se ha olvidado de la escopeta y del temor a salir de su apartamento y está centrado en contar su historia.
Sentados en el salón del 4C, Hugo habla con voz cantarina mientras toma pequeños sorbos de una botella de agua.
—Nos abrimos paso como pudimos entre la multitud que huía del accidente de la buseta. Una cola de autos se habían quedado atrapados en el trancón que se formó. En el ataque ninguno supo qué pinches hacer y todo el mundo corría en direcciones opuestas. Yo y mi Mafe cosida a la mano, corrimos cuadras abajo, mientras uno de esos enloquecidos nos iba a los talones. El man agarró a Mafe del cuello y antes de que yo le echase las zarpas encima, ya la había degollado de un mordisco.
Hugo hace una pausa para recuperar el aliento y la compostura. Una lágrima trémula cuelga del rabillo de su ojo izquierdo.
El hombre y la mujer aguardan con paciencia a que reanude, mientras luchan contra la angustia que se destila de la historia.
—La sangre… —Le tiembla la voz un instante pero se rehace—. La sangre de mi Mafe se le escapó a correntadas. Yo me arrojé sobre el hijuemadre y lo bajé pensando que o me mata o lo mato, pero uno de los dos no salía vivo de aquella faena. Mi Mafesita era bien chévere y ese hijoputa me la había arrebatado. Mi vida…
El relato vuelve a ser interrumpido por los sollozos entrecortados del hombretón. La botella de agua mineral, olvidada en su regazo, derrama gruesos goterones con cada sacudida de sus hombros.
El hombre puede ver con congoja cómo las lágrimas acuden también al rostro de la mujer.
Ambos están mudos, no saben qué decir.
—Después de eso, abracé el cuerpo inerte de mi esposa y me olvidé de toda la locura que pasaba a nuestro alrededor. Lo mejor de mi vida me lo había arrebatado Dios. No sé qué pasó para que nadie me molestase mientras estaba arrodillado acunando el cuerpecito de mi Mafesita. Pero después de un rato regresé a mis sentidos y me descubrí arrodillado en medio de un parqueadero y rodeado de cadáveres por todas partes. Estaba a unas cuadras de casa, así que me paré y comencé a caminar.
—¿Y Mafe, tu esposa? —Quiso saber la mujer, que había recuperado el habla. Hugo la miró con una honda tristeza.
—La dejé allá. ¿Qué otra cosa podía hacer?
La mujer asiente, comprendiendo.
—La comida que quedaba en el departamento no daba para mucho, esa vaina no tardó en acabarse pero tampoco me importó demasiado. No sé cuánto tiempo ha pasado hasta que les escuché a ustedes en las escaleras.
—¿Porqué no saliste cuando llamamos la primera vez? —Esa era una de las preguntas que le habían rondado la cabeza al hombre desde que se toparon con el colombiano.
—Ay, compadre, no quise ponerle cuidado. Además qué sabía yo de quiénes eran, tenía que estar seguro. Al final supongo que el hambre pudo más que el temor y me decidí a salir. Ahora me permiten empacar mis cosas y ustedes me dicen qué vamos hacer después.