11

Alcanzaron los primeros bloques de casas de San Sebastián de los Reyes después de tres horas de caminata por el lodazal en que se habían convertido las vías tras las lluvias.

A pesar de todo, el hombre insiste en que se mantengan en ellas, alejados de los núcleos urbanos hasta que no les quede más remedio que cruzarlos o pasarlos de lado.

Tras levantarse la niebla, se había quedado una límpida y fría mañana de mediados de noviembre en la que la sucia nube de polución habitual que coronaba el área metropolitana cercana a Madrid había desaparecido. Tampoco se daba el caso de que hubiera mucho tráfico circulando como para volver a crearla.

El inmenso cielo azul estaba manchado, sin embargo, por un feo nubarrón gris oscuro hacia el noroeste de donde se encontraban. Villalba o El Escorial.

Otro incendio.

Ya no quedaba nadie para apagarlos, así que ardería hasta que no hubiera nada más que quemar.

¿Dónde se habría metido todo el mundo? Se preguntaba el hombre mientras camina mecánicamente, simplemente poniendo un pie delante del otro.

Resultaba extraño no cruzarse con nadie en el rotundo silencio que los rodeaba. De rato en rato, escuchan el sonido lejano de un vehículo inidentificable circulando por la carretera que corre paralela a las vías.

Del mismo modo, algún grito desgarrador o un disparo solitario reverberaba en la distancia.

Pero fuera de eso, estaban solos.

El sitio de mi recreo, la vieja canción de Antonio Vega le viene a la memoria. Aquellas calles vacías, aparentemente inofensivas, eran el nuevo sitio de su recreo. El lugar en donde les tocaría jugar el resto de su vida, en donde las reglas habían cambiado y un despiste podría serte fatal.

San Sebastián de los Reyes se encontraba a una distancia de unos veinte o veintidós kilómetros de la capital, en dirección norte, y su padrón listaba unas setenta y pico mil almas que, sin lugar a dudas, garantizaría un buen número de infectados aguardándoles en sus calles.

El hombre estaba seguro de ello. Y no habían caminado más de un par de kilómetros cuando descubre que no se ha equivocado y se encuentran con los primeros infectados.

Un nutrido grupo de ellos está intentando echar abajo la valla de seguridad que impide que se vagabundeé por las vías. Sus ropas y la proximidad del Hospital Universitario Infanta Sofía indican que se trata de pacientes y trabajadores que contrajeron la enfermedad en el lugar.

—¿Qué hacemos ahora? —Pregunta Laura, mientras intercambia miradas entre Lucas y los ferales. El joven ha caminado todo el rato en silencio, encerrado en sus propios pensamientos y Laura parece preocupada por él.

Por su parte, el hombre no se atreve a mirar a Lucas a la cara por no ver su propia culpa reflejada en el rostro del joven. Entendía el sentimiento de culpabilidad que lo embargaba. Lo entendía como propio. Deja escapar un suspiro. No puede dejarse vencer por ese tipo de pensamientos.

—Seguir caminando. —Responde sin dejar de espiar a los ferales que ahora sacuden con más rabia la valla metálica, pero ignorando completamente la verdadera cuestión: ¿Qué hacemos con Lucas?

—¿Hacia dónde? —Quiere saber la mujer—. Hay ferales por todas partes. No hay ningún lugar a salvo. ¿Cómo sabes que el lugar al que nos dirigimos no está infestado de ellos? —Espeta con voz ronca.

Esa sí que es una imagen para recordar. Un puñado de ferales agazapados esperando a que se acerque el próximo incauto para saltarle encima. Ni hablar, los ferales no planifican, no esperan. No saben donde están, no reconocen sus alrededores, tan solo actúan según los dictados del virus y se entregan a la ferocidad de su comportamiento. Si ya no queda nadie por infectar en la zona se marchan a otra parte en busca de nuevas víctimas.

—Porque lo sé y punto. Sigamos caminando.–Menuda respuesta, muy inspiradora. Se ha cubierto de gloria. El hombre no quiere seguir discutiendo y sigue caminando. Pero baja la cabeza, no le gusta hablar a la mujer de esa manera. Lo cierto es que no puede saber si el lugar hacia el que se dirigen es seguro o no. Su lugar seguro. Así es como lo llama. Nadie del grupo, salvo la mujer, saben hacia dónde caminan; simplemente, caminan. Confiando plenamente en él.

La migraña se acentúa en sus senos frontales, arañándole el hueso desde el interior de su cabeza. Extrañamente casi no tiene sensaciones en las manos, ni en los pies. Sabe que tiene que sentirlos doloridos por los cortes y las heridas; pero, en realidad, no nota nada más que una simple incomodidad.

Laura contempla la escena en silencio mientras juega distraídamente con el cordón de su bastón defensivo. Hay algo en el hombre que la inquieta. Algo que no puede precisar. Diferente.

Mientras decide no quitarle ojo de encima al hombre, Laura no puede evitar estar inquieta por Lucas, quien está plantado a su lado como ido y con la mirada vidriosa. Encontrar el cadáver de su novia en esas condiciones, había resultado demasiado para él. Y no era para menos. Aunque todos habían perdido algún conocido o algún ser querido, el joven había tenido en la punta de sus dedos la posibilidad de haber salvado a su novia y la había desaprovechado.

—¿Hacia dónde nos dirigimos, entonces? —Pregunta esforzándose para que la cuestión parezca inocente. El hombre la mira directamente a los ojos y ella puede ver la duda bailando en ellos. Parece debatir si hablar o callar. Entonces responde con voz seca:

—Lo sabrás cuando lleguemos. Por ahora, sigamos caminando por las vías hacia Alcobendas y allí descansaremos.

El nombre de la ciudad no dice nada a Laura, salvo que se dirigen hacia el sur, en dirección a Madrid. Y eso no le parece una idea muy inteligente.

—Pero ¡estamos caminando en dirección a Madrid! ¿No deberíamos alejarnos de la capital y de todos sus infectados? —Pregunta alarmada.

—Tranquila. —La apacigua—. No nos acercaremos demasiado. —Y cae en un hosco silencio.

La mujer no piensa como el hombre. Ella creé que es hora de decirle a los demás hacia dónde se dirigen y que entre todos compartan los riesgos del plan de él. Era inútil. Era un testarudo y nunca dará su brazo a torcer. El hombre se encuentra en ese punto en el que razonar ya no forma parte de la ecuación. Ella conoce las señales, han estado juntos muchos años y no puede engañarle.

La mujer recapacita sobre cómo se siente al respecto. ¿Enfadada? No. ¿Decepcionada? Sí. Confiaba en que cambiase de parecer antes de que fuera demasiado tarde y tanto Lucas como Laura decidieran que no merecía la pena seguir acompañándoles y les abandonasen.

El pensamiento provoca una oleada de pánico. Volverían a quedarse solos y Dios sabe cuándo encontrarían a alguien más o si llegarían a encontrarlo.

¡Pasarían el resto de sus vidas solos!

Ya habían perdido a Hugo y no iba a permitir que perdieran a nadie más. Se le hace un nudo en la garganta y decide que en cuanto tenga ocasión les contará a los otros a dónde se dirigían y por qué.

La mente de Lucas se ha cerrado por completo a lo que sucede a su alrededor. El recuerdo del cuerpo sin vida de Carmen es lo único que puede ver, fijo en su memoria como un fotograma congelado. La enorme herida en su costado, las costillas expuestas, la mirada vidriosa.

Experimenta una náusea vertiginosa y lucha contra las arcadas que se están formando en su garganta.

¡Jesús, se estaba volviendo loco!

Tiene en la boca un regusto como si hubiera estado chupando un puñado de monedas. Camina por inercia, sin pensar verdaderamente en lo que está haciendo. Cierra con fuerza los párpados, reprimiendo las lágrimas que se están formando en sus ojos y recuerda los últimos momentos en los que vio con vida a Carmen.

La estación de Nuevos Ministerios.

El puto peor sitio del mundo en donde toparse con una horda de psicópatas asesinos y un montón de pasajeros enloquecidos por el pánico.

Deja de llorar, mariquita, se recrimina mientras arrastra los pies. Puede escuchar, como un eco apagado, la conversación entre Laura y el hombre pero apenas sí le presta atención. Sea lo que sea, todos acabarán como Carmen. Sentados en el mismo retrete, con la vida escapándose de sus cuerpos como el tufo de un trozo de carne podrida.

Jesús, sí que se está volviendo loco.

Las vías del Cercanías yacen sobre una cama de arena y grava que cruje bajo sus pisadas. El hombre siente cada canto traspasar la suela desgastada de sus usadísimas botas Doc Martens y empieza a tener un notable dolor en las plantas. Es bueno volver a sentir algo. Sabe que cada uno de ellos, excepto quizás Laura, que calza las recias botas de su uniforme, deben estar pasando por el mismo calvario.

La mente del hombre divaga hacia un área comercial que se encuentra no muy lejos y en el que hay una tienda de material deportivo Decathlon. Sería estupendo si pudiesen parar allí y avituallarse con calzado más confortable y ropa de abrigo. Se acerca el mes de diciembre y las temperaturas bajarán a bajo cero. A la intemperie, eso es casi como una sentencia de muerte.

Sin embargo, desviarse de la ruta está fuera de toda discusión. Cada minuto que pasan en el exterior aumenta el riesgo de que sean avistados por uno de esos enjambres de ferales que recorren la ciudad y eso sí que sería su sentencia de muerte.

Caminan en silencio intentando pisar entre los gruesos travesaños de hormigón que conectan ambas vías. De vez en cuando, alguno pierde el pie y está a punto de caer, pero el tiempo que hacen es relativamente aceptable.

Sobre su cabeza una bandada de urracas con su plumaje blanquinegro sobrevuela en círculos, graznando sonoramente. El hombre se pregunta si lo hacen porque han divisado una amenaza más adelante o simplemente porque es su instinto natural.

—Esperad un segundo. —Alerta a los demás. El numero de córvidos ha aumentado y todo el asunto empieza realmente a darle muy mala espina—. ¿Habéis notado el numero de urracas que vuela tras esa ladera?

—Sí, ¿qué pasa con ellas? ¿No creerás que van a montarnos un numerito a lo Alfred Hitchcock, no? —El tono en la voz de Laura tiene algo de burlón. Al hombre le sorprende que después de todo siga teniendo fuerzas para bromear.

—No lo sé, pero no me gusta nada. ¿Y si hay algo ahí delante que las está atrayendo?

—¿Algo como qué? —Quiere saber la mujer que empieza a estar tan inquieta como él.

—Ni idea. Los pájaros no es lo mío. ¿Es posible que el virus les pueda también afectar a ellos? —El hombre reprime un escalofrío. La mera idea de pájaros ferales hiela la sangre en sus venas—. En nuestro apartamento ya tuvimos un encuentro con un perro infectado y no fue una experiencia muy agradable.

—¡Espera un momento! ¿Un perro infectado? ¿De qué estás hablando? No hemos visto perros infectados por ningún lado. —Laura está ahora visiblemente afectada y ya no queda ni rastro de burla en sus palabras—. Si el virus afecta a más de una especie, sí que estamos bien jodidos. ¿Cómo podemos saber qué está infectado y qué no?

—No lo sé. —Responde el hombre con sinceridad—. Pero te aseguro de que si es un perro no tendrás ninguna duda, al respecto.

—¿Y no podría ser simplemente que ahí delante hayan encontrado algo de comida? —Sugiere la mujer. Un terrible pensamiento cruza la mente del hombre y se siente enfermar.

—¿Alguien sabe qué comen las urracas? ¿Son carroñeras? —Para congregar a tal cantidad de aves ahí delante no se trataba tan solo de un par de cadáveres sino de una verdadera fosa común. Y dado que se encontraban caminando por las vías de la red de Cercanías, el hombre se está formando una sólida idea de lo que se trata.

—¡Es un tren! ¡Tiene qué serlo! Seguramente fue atacado por los ferales y las condenadas urracas están dándose el festín de su vida con los cadáveres y los despojos. —El hombre está mirando al suelo cuando habla, no se siente con fuerzas para cruzar la mirada con nadie del grupo—. Vámonos, abandonemos las vías. Yo por mi parte no tengo ningún deseo de ver lo que se encuentra tras esa curva.

—¡No podemos hacer eso! Quizás quede alguien con vida. —Sugiere la mujer con voz insegura.

—¿Qué estás diciendo? Solo hay dos posibilidades: que sea un accidente o que haya sido atacado por un enjambre. En cualquiera de ellas es altamente improbable que haya supervivientes.

—No, ella tiene razón. No podemos dejar de buscar. —Laura tampoco parece muy segura pero confía en la mujer y en su sentido de lo que es justo y lo que no.

—¡No me lo puedo creer! —Murmura el hombre que entrecierra los ojos tratando de escrutar algún atisbo de qué es lo que se encontrarán al torcer la curva. Sin conseguirlo—. ¡Vais a conseguir que nos maten! Tenemos que salir de aquí y evitar riesgos, mientras podamos. —Opina en voz alta, gesticulando con las manos para dar mayor énfasis a sus palabras.

—Ya estamos asumiendo riesgos únicamente por caminar a cielo abierto. —Replica Laura, con acritud.

—Es cierto, pero eso no es justificación para multiplicarlos por mil. —Responde el hombre, dispuesto a no dar su brazo a torcer. Y entonces se calla abruptamente, sintiendo como se le sueltan las tripas.

Una solitaria figura asoma por la curva, bamboleándose. Un feral. Y como dijo la película: el Infierno llegó tras él.

—¡Corred, corred! —El hombre chilla mientras se precipita en dirección contraria a la marea de infectados que se les echa encima desde el otro lado de la ladera tras la que permanecían ocultos a la vista.

Laura dispara su pistola reglamentaria en rápida sucesión, sin alcanzar ningún blanco.

—¡Ahórratelo! —Le grita el hombre—. Desde esta distancia no acertarías ni a una manada de elefantes y el ruido atraerá a más de ellos. ¡Corre!

La carrera dura unos minutos y todos están sin aliento, boqueando como peces fuera del agua, tratando de llevar la mayor cantidad posible de oxígeno a sus castigados pulmones.

El hombre, que ha tenido que empujar a Lucas para ponerlo en marcha, sabe que no podrán aguantar mucho tiempo con ese ritmo y busca desesperadamente una salida mientras siente su corazón latir como un caballo desbocado. Sería un buen momento para caer fulminado por un fallo cardíaco, piensa alejando inmediatamente la idea de su cabeza.

—Ahí delante hay una bajada de agua. —Les informa con voz entrecortada por el esfuerzo—. Sugiero que subamos por ella hasta el nivel de la calle. Los ferales no podrán seguirnos por ahí.

Era cierto. En todo ese tiempo no había visto a ninguno de los infectados hacer cosas tales como trepar o utilizar herramientas. Tan solo le limitaban a comportarse con impulsos rudimentarios como caminar, morder o arañar. Algunos incluso podían correr, pero no todos. No tenían movimientos coordinados precisos. ¡Podrían conseguirlo!

El hombre se impulsa con las dos manos en el refuerzo de hormigón que soporta la ladera de tierra y comienza a trepar a cuatro patas por los bloques que conforman el canalón para conducir el agua de lluvia hasta los desagües e impedir que se inunden las vías.

Tras él suben la mujer y Lucas, mientras que Laura aguarda al pie, cubriéndoles la espalda sin dejar de vigilar a la marabunta de ferales que los persiguen. Cuando los otros están a medio camino, se da media vuelta y les sigue.

No ha avanzado ni medio metro cuando algo obstruye su pie derecho haciéndola perder el apoyo.

El primero de los ferales ha llegado hasta su posición y la agarra por el tobillo.

Con un chillido de pavor, Laura resbala y se golpea en la barbilla con la rasposa superficie de hormigón. Un reguero de sangre y piel contrasta en el gris sucio de la piedra. Laura patalea intentando soltarse mientras con ojos desorbitados observa cómo el resto de infectados se acercan rápidamente.

¡Estoy perdida!, piensa con desesperación.

El estruendo del disparo suena dolorosamente cerca de su oído izquierdo. Pasará un buen tiempo hasta que pueda volver a escuchar por él.

La cabeza del feral ha estallado en un surtidor de masa encefálica y hueso.

Por encima de ella, Lucas empuña la humeante semiautomática con una mano y con la otra la ayuda a subir.

Aturdida, se libera de la garra inerte y continúa trepando.

—Gracias. —Murmura quedamente, aliviada porque el joven haya decidido salir de su ensimismamiento en ese preciso momento. Y trepa hacia el final de la ladera de tierra.

Al pie de la bancada, los ferales se amontonan contra el refuerzo de hormigón que les llega a la altura del pecho sin saber cómo subir por él.

Algunos han tropezado con las vías y son aplastados bajo las furibundas pisadas del resto.

Si continúan arremetiendo los unos contra los otros de esa manera, tarde o temprano, el volumen de ferales caídos formarán unas infernales escaleras que les permitirá trepar y alcanzar el desnivel de hormigón.

Mientras tanto, el grupo de supervivientes habrá ganado un tiempo precioso para escapar.

• • •

Deambulan por una calle desierta que corre paralela a las vías del tren.

El hombre no quiere perderlas de vista, necesitan sobrepasar el obstáculo que, ahora tienen la certeza, es un tren descarrilado y regresar a las vías en cuanto les sea posible. El hombre confía en que siguen siendo el camino más seguro para recorrer. Alejadas de miradas indiscretas y del alcance de los enjambres de ferales que inundan la ciudad.

En la lejanía, de vez en cuando, se escuchan esporádicos tiroteos. Columnas de humo se elevan desde los edificios.

La noche se les está echando encima.

—Necesitamos encontrar un lugar seguro para descansar y dormir un poco. No creo que sea una buena idea quedarnos en la calle. —Sugiere el hombre, mientras se limpia el sudor de la frente.

—¿Estás seguro de que conoces el camino? —Pregunta Lucas con voz débil. Todavía le falta el aliento después de la carrera de hace unas horas y persiste la quemazón en sus pulmones. Tiene la sensación de querer vomitar. La cabeza le da vueltas y ve imágenes de Carmen en cada reflejo, en cada escaparate.

Pero no son espejismos de una Carmen lozana y sonriente, sino instantáneas de la Carmen muerta. La misma que mostraba impúdicamente las costillas ensangrentadas por el enorme boquete de su costado.

Antes, mientras eran perseguidos por los ferales, había tenido un instante de lucidez. Parte de su mente había gritado ¡Detente, Lucas, deja de correr! Y a punto había estado de hacerlo.

¡Habría sido tan sencillo!

No seguir adelante, zafarse del empeño del hombre porque echara a correr y dejar que el destino siguiera su propio camino. Abrazar el final terrible e irremediable.

¡No lo hagas, Lucas, no sigas corriendo!, le había suplicado la voz en su cabeza.

Pero no hizo caso y entonces ya fue demasiado tarde.

—Estás de broma, sé lo que me hago. —Replica el hombre con tono de fastidio, devolviéndole a la realidad. Luego, mira alrededor y se dirige a la puerta de una sucursal bancaria—. Vamos, este lugar parece tan bueno como otro cualquiera. No creo que a nadie se le ocurra buscar nada en un banco, tal y como están las cosas.

—Ya no queda nadie preocupado por su hipoteca. —Gruñe Laura. Y, dirigiéndose hacia Lucas, pregunta—: ¿Crees que las cosas volverán alguna vez a ser como antes?

Lucas se encoge de hombros y niega sombríamente:

—No, no lo creo.

—Lo serán. —Los interrumpe el hombre—. Quiero decir que tiene que haber algún lugar seguro. Libre de ferales. Solo tenemos que encontrarlo.

—¿Es ahí hacia donde nos dirigimos? ¿Hacia un lugar seguro? —Pregunta Laura, sin mucho entusiasmo—. ¿Nos lo vas a decir alguna vez?

El hombre mira hacia el suelo y guarda silencio hoscamente.

—¿Habéis oído hablar de los Bancos de Alimentos? —Es la mujer quien ha contestado, aclarándose la garganta. Sabe que el hombre nunca lo hubiera hecho por desconfianza, pero estaban todos juntos en ello y era justo que lo supieran.

—¿Bancos de Alimentos? —Lucas parece confundido—. ¿Qué es eso? Ahora mismo suena como un sueño hecho realidad. No hemos comido nada decente en varios días.

—Si el lugar existe y si no está infestado de ferales, es un almacén donde se guarda toda la comida recolectada en las campañas de donación y destinada a ser repartida entre las personas más necesitadas. —Explica la mujer.

—¡El lugar existe! —Protesta el hombre, irritado.–Lo he visto con mis propios ojos. Estanterías del suelo al techo llenas de comida. Latas, legumbres, agua embotellada…

—¿Dónde lo has visto? —Replica la mujer con un ademán exasperado—. ¿En un reportaje de la televisión? ¿En un telediario? Además, ¿qué te hace suponer que no esté ocupado por otros supervivientes que tuvieron la misma brillante idea? ¿Crees que ellos querrán compartir la comida con nosotros?

—¡La Operación Kilo! —Exclama Laura, interrumpiéndolos—. Recuerdo que en la comisaría se colgaron algunos carteles y yo misma di una bolsa con legumbres y cosas así. Pero suena como el sitio al que primero acudirían las autoridades en caso de emergencia para abastecer a la población, ¿no? —Añade no muy convencida—. ¿Qué probabilidades hay de que la comida siga allí?

—¿Qué haremos entonces? ¿Qué respuesta tiene a eso tu maravilloso plan? —El reproche de la mujer golpea como un martillo en las sienes del hombre.

—No lo sé. —Atina a barruntar—. Ya lo pensaremos cuando llegue el momento.

—¡Esto es una puta mierda! —Sentencia Lucas. Empuja la puerta de cristal del banco con el hombro e ilumina el interior con la linterna.

La sucursal parece estar desierta. Con cautela y sin dejar de apuntar al frente con su pistola inspecciona el lugar.

Es una sala diáfana, separada por varios mostradores y unos cubículos acristalados que hacen las veces de despachos.

Al fondo, se encuentra un despacho más grande que Lucas supone debe ser el del director. Junto al mostrador de las cajas están extendidos varios cartones y capas de papel de periódico que empiezan a amarillear. Lucas levanta un dedo hacia sus labios y señala hacia el interior de la sala.

—Alguien ha dormido aquí. Abrid bien los ojos y tened cuidado. —Advierte—. Voy a inspeccionar la parte de atrás.

Laura y el hombre asienten.

Separándose, inspeccionan los despachos más pequeños.

El hombre recuerda que la gente que trabajaba en oficinas de ese tipo solía guardar algo de comida en los cajones de su mesa para sobrellevar mejor las largas jornadas laborales, así que revisa los cajones de las mesas. Nada. No han tenido suerte y tendrán que apañárselas con lo poco que les queda.

Cuando regresa Lucas, la agitación se refleja en su rostro.

—Al final de ese despacho hay una escalera. Hay alguien ahí abajo. No he podido ver cuántos son pero sí que no se trata de ferales. —Les informa en voz baja.

—¿Qué hacemos? ¿Has hablado con ellos? —Pregunta Laura—. Igual necesitan ayuda.

—Ni hablar, no quiero repetir la experiencia de los marroquíes. —Replica el hombre—. Si intentamos hablar con ellos y no tienen buenas intenciones, tendremos otra batalla entre manos. Busquemos otro sitio para dormir. Será lo mejor.

—No podemos dejarlos ahí. —Insiste Laura—. Lucas me contó lo que sucedió en vuestro edificio. Esa familia de magrebíes era conocida en nuestra comisaría. Eran criminales y sospechábamos que estaban relacionados seriamente con drogas. No el habitual trapicheo sino tráfico de volumen. Escucha, la gente de ahí abajo no tiene porqué ser violenta o peligrosa.

—No podemos estar seguros. —Responde el hombre tozudo.

—A la mierda con esto. —Suelta Laura y se dirige hacia el despacho—. ¡Hola, los de ahí abajo! No vamos a haceros daño, subid aquí arriba. Soy agente de policía. —Espera unos segundos pero por respuesta solo obtiene silencio—. ¡Hola! De verdad, no vamos haceros daño. Me llamo Laura y soy policía. —Insiste.

Y entonces una figura aparece al principio de los escalones.

—No dispare. No dispare. No estoy robando, ni nada, solo buscaba un lugar seguro para dormir.

El hombre tiene pinta de vagabundo. De edad indefinible, su rostro luce una barba desaseada después de no haber visto una cuchilla durante semanas y viste un batiburrillo inidentificable de ropas que no respeta ningún dictamen de la moda. Tiene las dos manos levantadas hacia el techo.

—Me llamo Marcos, agente. Soy inofensivo.

—Muy bien, Marcos. ¿Hay alguien más contigo ahí abajo? —Pregunta Laura.

—No, no. Estoy yo solo. —Tiene sentido pues solo encontraron un colchón de cartones y periódicos.

—Pues sube para acá, muy despacio, y hablemos.

• • •

Han despejado de mobiliario el vestíbulo de la sucursal y levantado con él una rudimentaria barricada ante la puerta. Al menos, durante esa noche nadie les sorprenderá con la guardia baja. Si alguien intenta entrar por ahí, lo oirán a tiempo.

Aunque el lugar está frío como una nevera, el suelo enmoquetado les proporcionará algo de aislante contra la humedad reinante.

El vagabundo llamado Marcos está sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, mirándoles con recelo.

—¿Qué vamos a hacer con él? —Pregunta Lucas indeciso. En los pocos días que le conocen parece haber envejecido. De muchacho a hombre en una semana.

—No lo sé, pero no me fío nada de él. —Contesta el hombre con el ceño fruncido—. ¿Laura, sigues llevando las esposas es ese uniforme tuyo?

—Ajá. —Se limita a contestar ella y luego, después de una pausa, añade—: ¿En qué estás pensando?

Ignorándola, el hombre se acerca con precaución al vagabundo y se arrodilla a su lado, la Beretta AL 391 a un costado. Toda la escena le recuerda a Lucas una de esas fotografías extraídas de la revista Caza y Pesca.

—Mira, Marcos. Vamos a pasar aquí la noche y, según lo veo yo, tienes dos opciones. Marcharte… —Marcos hace intención de protestar pero el hombre le detiene con un ademán de la mano—. Dos opciones, decía. Largarte por esa puerta y no volver la vista atrás o quedarte con nosotros. —El rostro de Marcos se ilumina con la segunda opción, evidentemente, no anticipa lo que va a decir a continuación el hombre—. Pero, en ese caso, tendrás que pasar la noche esposado a ese radiador de ahí.

—¡No puede hacer eso!

—Escucha, puedo y voy a hacerlo. No te conozco de nada. Por lo que yo sé, tienes intención de rebanarnos el cuello mientras dormimos y robarnos toda la comida.

—¡Yo no soy ningún ladrón! —Refunfuña Marcos para sus adentros—. ¡Ya os lo dije!

—Lo sé y por eso te voy a dar la oportunidad de demostrarlo. Eres bienvenido a unirte a nuestro grupo pero mientras que no confíe en ti estarás siempre bajo vigilancia y esposado por las noches. Esas son mis condiciones… —Se vuelve hacia el resto y corrige—: Nuestras condiciones. Las tomas o las dejas, pero no son negociables.

Y se incorpora para dirigirse hacia la mujer.

Al parecer, el hombre sí que se parece un poco a Hassan, el marroquí que mató en el Bloque B, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de sobrevivir. Tratar a otro semejante como si fuera un animal, no era muy diferente de encerrar a tus vecinos en un apartamento y darles de comer las sobras.

Se siente como un hombre que se acaba de encontrar a sí mismo. Inseguro. Sin duda estaba incómodo con su última decisión, pero la seguridad del grupo se encontraba por encima de ciertas cosas.

Y si tenía que ser como Hassan para garantizarla. Bienvenido sea.

—¿Estás seguro de lo que haces? —Pregunta ella en voz baja, una vez más con esa facultad sobrenatural para adivinar lo que está pensando, que parece poseer. Está desenvolviendo su fardo de mantas y extendiéndolo sobre el suelo enmoquetado.

—Ni puta idea pero qué otra alternativa tenemos, ¿meterle una bala entre los ojos? —Un escalofrío recorre el cuerpo del hombre. Los recuerdos de los asesinatos en la azotea se reproducen en su mente. Aquel día había matado a dos personas sanas, por no hablar del resto de vecinos prisioneros, a quienes no había podido salvar. Se culpaba así mismo por todas esas muertes y no quería repetir la experiencia. Añadir más fantasmas a su armario, por así decirlo—. ¿Y bien, Marcos, has decidido ya qué vas a hacer?

Marcos levanta la mirada del suelo, tiene los ojos como platos.

—¿Y los demás? ¿No tienen nada que opinar al respecto? —Pregunta a su alrededor. Centra su atención en Laura—: Tú eres policía, ¿no? ¿No deberías ser la autoridad aquí? ¿Vas a permitirle que se salga con la suya?

La joven no sabe qué decir. No está de acuerdo con el hombre pero sabe que no pueden correr riesgos. No es el fin, son los métodos lo que desapruebo, piensa entristecida, pero no se le ocurre qué otra cosa pueden hacer, así que mantiene la mirada pegada al suelo enmoquetado.

—Es solo durante la noche. —Trata de razonar, Lucas—. Si estás preocupado por los infectados, no lo hagas. Nosotros te protegeremos. Además es solo temporal.

—No tengo mucho donde elegir, ¿no? —El rostro de Marcos se ha ensombrecido. Laura se acerca a él y le coloca las esposas.

—Lo siento. —Se disculpa.

—Bien, vamos a pasar aquí la noche así que más nos vale que tratemos de dormir un poco. —Anuncia el hombre cuando todo el asunto queda zanjado—. Yo haré la primera guardia. Lucas duerme rápido porque luego iras tú. —Y dirigiéndose a Marcos, le advierte—: No hagas que me arrepienta.

Marcos no responde, lo observa con mirada torva y mueve la cabeza con aprensión. Después se hace un ovillo en el suelo.

Dolor. Siempre dolor.

Le ha acompañado desde el primer momento en el que todo el mundo se volvió loco de repente. A decir verdad, su vida anterior tampoco había sido un camino de rosas precisamente, pero nada comparada con la tortura en que se había convertido la de ahora.

La sociedad era un completo fracaso.

Siempre lo había sido y a él le había tocado experimentarlo en primera persona.

Antes de acostarse, Lucas se dirige hacia donde está el hombre, que se ha sentado con las piernas cruzadas, en un ángulo muerto con la puerta de entrada, y le susurra, lacónico:

—No creas que hemos terminado de hablar. Esa mierda del Banco de Alimentos es una estupidez y lo sabes.

—¿De qué coño hablas? —Había palidecido ante la fiereza que subyacía en las palabras de Lucas. Tampoco se le había escapado el hecho de que había empezado a tutearle, como si de repente hubiera aceptado que todos eran iguales ante la amenaza constante bajo la que vivían.

—Así que no sabes dónde está ese sitio, ni qué nos encontraremos allí, ¿verdad?

El hombre enmudece y por unos instantes permanecen sin hablar.

—Dímelo. —Insiste Lucas.

El hombre no contesta, simplemente se mantiene en la misma posición, con la cabeza baja.

—Mañana. —Contesta por fin—. Todos tienen derecho a saberlo. Ahora ve a dormir, te llamaré en unas cuatro horas.

Lucas se aleja hacia un rincón sin mirar atrás.

• • •

Cuando todo se volvió del revés, Marcos vivía en la calle. No siempre había sido un vagabundo pero la crisis económica y un precario trabajo como encofrador le habían llevado a perder su casa y su familia en la misma semana.

Habiendo jugado todas sus cartas; ni amigos, ni familiares, ni la cola del paro fueron capaces de proporcionarle una salida digna a la mendicidad.

Su mujer y su hijo se habían largado al pueblo con los padres de ella, a vivir en cual sea el agujero en que los viejos estuvieran pasando sus últimos días.

Él se había ido directamente a la calle y así había pasado los últimos meses… No, espera, el último año. Ya había transcurrido todo un año mientras visitaba asiduamente los comedores sociales y pasaba las noches en el cajero automático de la misma sucursal bancaria que le había embargado su casa y que era donde se encontraban en ese momento.

Supongo que, fin del mundo o no, aquel sitio había sido su hogar durante ese año y por eso, después de todo, regresaba todas las noches a dormir allí.

Vivir en la calle no había sido sencillo. Siempre te la estabas jugando por una cosa o la otra. Una pelea por un rincón donde descansar, llegar a tiempo a recibir el plato de sopa en el comedor social o impedir que te robasen hasta los calzoncillos mientras dormías.

Cuando llego la epidemia y los infectados se adueñaron de las calles, imaginad como se puso la cosa.

Las autoridades aconsejaron a todo el mundo que se quedase en sus casas, decretando un toque de queda para tratar de impedir a toda costa que la enfermedad se propagase.

Los policías y los soldados disparaban a matar a todo lo que se movía por la calle.

Marcos no tenía casa en donde refugiarse, así que se pasaba todo el tiempo asediado por los infectados y por las fuerzas del orden.

Fueron días de pesadilla. Si no te atrapaban los ferales, lo hacía una bala. Los vagabundos pasaron rápidamente a ser una especie en extinción y Marcos creía firmemente que él era el último de su clase. El último mendigo vivo.

Tumbado sobre la moqueta, esposado a un radiador y sintiendo la corriente de aire frío que entraba por la puerta rota de la sucursal, Marcos, sin embargo se sentía feliz. El hombre más afortunado de la tierra. Y todo porque había encontrado al grupo de supervivientes y no volvería a estar solo.

No le gustaba estar solo.

Desde que perdió a su familia, había caído en un profundo abatimiento, se había sentido muy cansado para seguir pero lo había hecho. Se apremió a ir a los comedores sociales porque allí se sentía en compañía y hablaba con los pocos mendigos que tenían ganas de hacerlo. Ellos le ayudaron a seguir y pasaron los meses, como estaciones del año.

Luego llegó la epidemia y volvía a estar solo otra vez.

—¿Cuánto tiempo has estado viviendo en la calle, Marcos?

La pregunta del hombre le pilla por sorpresa. Este tío es un gilipollas, piensa antes de responder, un poco aliviado porque en la penumbra nadie ha podido ver el respingo que ha dado.

La apariencia de ser un tipo duro es algo que se cuidaba mucho en la calle. No era tan importante serlo como parecer que lo eras. A uno no le convenía que le confundieran con un blandengue o lo tendría crudo muy rápidamente.

—Algún tiempo. Mi mujer y mi hijo perdieron la vida en un accidente de coche. —Miente, sin tener muy claro por qué lo hace—. Tuve algunos problemas para sobrellevarlo y acabé perdiendo el trabajo y la casa. La hipoteca, ya sabe. Fui embargado por esta misma sucursal.

—Justicia poética. —Sentencia Laura.

—¿Cómo dice?

—Este banco te quitó la casa y ahora duermes en él. —Explica la joven—. Eso se llama justicia poética.

—Si usted lo dice. —Responde, no muy convencido—. Yo no entiendo mucho de esas cosas. Necesitaba un sitio donde dormir y el cajero de este banco era un sitio tan bueno como cualquiera. Se está caliente en invierno, no te mojas cuando llueve y a partir de una cierta hora casi nadie viene a sacar dinero.

—Tuvo que ser muy duro, perder a tu familia de esa manera… —Dice la mujer sobrecogida.

—Sí, señora. Lo fue pero uno lo va sobrellevando como puede. ¿Qué otra cosa si no se puede hacer?

—¿Y el resto de tu familia? —Quiere saber Lucas—. ¿Padres, hermanos, tíos…? ¿No pudieron ayudarte?

—No tengo mucho de eso, tampoco. Solo un tío y su familia que vive en el campo, en algún lugar de Soria, pero no tengo ninguna relación. Pedirles ayuda estaba fuera de todo lugar.

—Bueno, supongo que ahora nosotros somos tu familia. —Añade la mujer, embargándole de una dicha inmensa—. Cada uno de nosotros somos la única familia que nos queda…

—Ok, dejaos de cháchara y todo el mundo a dormir. —Interrumpe el hombre.

Decididamente es un gilipollas, decide Marcos, obedeciendo al hombre y adoptando una posición fetal. Siente el radiador clavándose en su espalda.

Va a ser una noche muy larga.

Abre la boca para protestar, entonces se lo piensa mejor y la mantiene cerrada. No tiene importancia. Lo que importa realmente es que no volverá a estar solo nunca más. Ahora tiene una nueva familia.

• • •

Es relativamente temprano, alrededor de las siete, cuando se ponen en marcha. Es una mañana fría y el cielo despejado invita a caminar.

Cruzan un parque blanco por el rocío escarchado, en el que restos de otra vida se amontonan en las escasas mesas que quedan intactas. Envases de refrescos, vidrios rotos de las botellas de alcohol que se consumieron.

Mientras caminan, pisan viales que contuvieron drogas de diseño y alguna que otra jeringuilla.

Antes de la epidemia, los jóvenes madrileños se divertían como si no hubiera un mañana, ignorantes de que la premonición de miles de juerguistas se terminaría cumpliendo y adiós mañana.

Para ser un tipo que se había pasado buena parte de su vida tratando de entender el código que había detrás de las cosas, el hombre nunca había comprendido del todo el afán autodestructivo de los jóvenes españoles, ni su afición a aglomerarse para comprar vanos instantes de felicidad bajo el estupor del alcohol o de las drogas. Ambas cosas le convertían a uno en poco más que un zopenco y al poco rato te dejaban peor cuerpo que el que traías.

El parque era un buen ejemplo de los estragos que ese tipo de diversión ocasionaban. Había basura y orines por donde mirases. Algún que otro cadáver, también.

—Esta tarde voy a estar molido. —Marcos interrumpe el silencio, mientras se masajea la zona lumbar—. No recuerdo haberme pasado nunca toda la noche esposado a un radiador.

Laura sonríe y le contesta con tono inocente:

—Nada que no se arregle con un baño y algo de ropa limpia.

Marcos baja la mirada algo azorado. Ahora que está en compañía de otros es cierto que tendrá que pensar en mejorar su aspecto y cuidar su higiene.

—¡Buena idea! Esa debería ser uno de las tareas del día. —Declara Lucas, a propósito—. Otra, y no menos importante, sería hablar del dichoso plan.

—¡Por el amor de Dios! —Murmura el hombre con tono adusto.

—¡Lo prometiste! —Exclama el chico.

—Lo sé. Lo prometí y hablaremos de ello. —Admite el hombre bajando la voz—. Pero antes debemos hacer algo con el amigo Marcos, esta maldita peste me está matando.

—¡Hey! —Protesta Marcos, que camina despacio por el parque. Toda su atención puesta en no tropezar, no caerse, no romperse la crisma. Cuando se vive en las calles y no se tiene tarjeta de la Seguridad Social, uno se vuelve más precavido. Sonríe para sus adentros, las viejas costumbres son difíciles de matar.

—El olor puede esperar. —Insiste Lucas—. ¿Dónde está el almacén de alimentos? —Aún sabiendo que el hombre desconoce la respuesta, tiene curiosidad por saber si lo admitirá delante de los otros.

—Bueno… No sé exactamente pero… —Responde con incertidumbre—. Pero sé dónde puede estar.

¿Y por qué nos has arrastrado en tu mentira? Piensa Lucas pero en vez de preguntar eso, asiente y dice:

—¿Dónde crees que puede estar?

—Lo vi por primera vez en un reportaje de televisión y recuerdo que los alimentos se almacenaban en algún tipo de edificio académico, como un colegio o un instituto, y que este se encontraba muy cerca de unas vías de tren. —Responde el hombre más animado—. También recuerdo haber visto una carretera en dirección a la sierra, hacia el norte. Así que sumé dos más dos y calculé que debe de encontrarse en algún sitio a lo largo de la línea C4 de RENFE.

—Es la idea más estúpida que he oído nunca. ¿Y por qué estamos caminando? La C4 se dirige hacia la Universidad Autónoma de Madrid y esta no se encuentra a más de media hora en coche de donde nos encontramos. Busquemos un coche que funcione y estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Cierra el pico y escucha! —La voz del hombre suena de repente afilada y furiosa. Lucas pestañea rápidamente como si hubiera sido abofeteado.

—No sé… —Empieza a decir, pero el hombre le interrumpe impaciente.

—No, escucha. ¿Qué es lo que oyes? —Pregunta inquisitivamente.

—Nada, no oigo nada. —Responde el joven con un resoplido—. Solo silencio y el viento.

—Exactamente por eso no hemos robado un coche. Si lo hubiéramos hecho, cuánto tiempo piensas que hubiera pasado antes de que una horda de ferales hubiera escuchado el ruido del motor y se hubieran abalanzado sobre nosotros.

Lucas guarda silencio.

—Además las carreteras pueden estar bloqueadas por coches accidentados, detrás de una curva, por ejemplo, y puede que no veamos a tiempo los accidentes… —Deja la frase sin terminar—. No, Lucas, en estos días el método más seguro para viajar es caminar. Aunque se tarden diez horas en recorrer la misma distancia que en coche se hubiera hecho en media hora.

Lucas asiente y no dice nada. Tiene más cosas que preguntar pero pasan al lado de unos restos calcinados y al rodearlos descubren dos cadáveres carbonizados.

Un hombre y una mujer con el cuerpo doblado sobre sí mismo y los brazos levantados en una posición similar a la de los boxeadores, consecuencia de los tendones y ligamentos abrasados.

Una visión espeluznante.

—¡Dios mío, qué muerte más horrible! —Suelta la mujer llevándose las manos al rostro, horrorizada.

—No es tan malo como parece.

—¿Qué estás diciendo? ¿Cómo no puede ser tan malo? —Quiere saber Laura. Por lo visto esa mañana, el hombre no va a tener ningún amigo entre las filas.

—Lo más probable es que antes de morir abrasados lo hicieran asfixiados, es un mecanismo defensivo del cerebro para evitar al cuerpo la agonía de ser quemado. —Responde el hombre—. La tráquea se contrae para evitar inhalar el humo y se cierra impidiendo la entrada de oxígeno a los pulmones.

—¿Desde cuándo morir asfixiado es mejor que morir quemado? —Suelta Lucas, levantando la voz—. Al fin y al cabo, sea como sea están muertos. ¿Qué más da que sea de un modo u otro?

—Está bien, Lucas. —Dice el hombre en actitud apaciguadora. De repente, se siente muy cansado—. Lo siento, no quería parecer insensible.

—No lo eres. —Intercede la mujer—. Solo sucede que con todo lo que está pasando, todos tenemos los nervios a flor de piel. ¿No es así, Lucas?

—Supongo que… las cosas empiezan a… minarme. —Responde el chico, ajustándose mejor la mochila.

Marcos patea ausente una botella de ron Brugal y el sonido reverbera por todo el parque sumiéndolos en el silencio.

Caminan de nuevo en dirección norte, hacia las vías, que el hombre supone se encuentran al final del parque, seguidos por sus propias sombras que empiezan a estirarse a medida que avanza la mañana.

—¡Mierda! —Suelta entonces el hombre—. ¡Tenemos compañía!

Alertados por el límpido estruendo ocasionado por la botella de ron, un grupo de doce o trece supervivientes, todos hombres, han comenzado a seguirles.

Han aparecido de improviso, tras las ruinas de lo que antiguamente había sido un quiosco de música que no tenía mucha pinta de haber sido usado nunca. Ahora aparecía completamente cubierto de grafitis y dibujos obscenos.

Los hombres que les persiguen tienen la mirada desesperada del que no tiene nada que perder.

—Permanecer juntos y alerta. —Aconseja el hombre a los otros—. Hasta que no sepamos sus intenciones que nadie haga ningún movimiento brusco. Laura, Marcos, tened listas vuestras armas. —Con el pulgar, de manera subrepticia, libera el botón del seguro de la Beretta AL 391. La impresionante escopeta está lista para disparar.

Al otro lado del parque, el hombre puede divisar una urbanización de nueva construcción. Forma parte del plan de ampliación urbanístico de San Sebastián de los Reyes y consiste básicamente en modernos bloques de apartamentos para la clase media.

A su espalda, se extienden los límites del municipio de Alcobendas.

Desde donde se encuentran, el hombre distingue que todos ellos parecen abandonados y algunos han sido recientemente pasto de las llamas.

Al pie de los edificios hay varios locales comerciales, restaurantes y un par de sucursales de banco.

Si alcanzan a tiempo el lugar, pueden hacerse fuertes en el interior de alguno de ellos.

Adivinando sus intenciones, sus perseguidores aprietan el paso y se separan en dos grupos más reducidos. Tienen la intención evidente de rodearles y cortarles el paso antes de que puedan salir del parque.

Lucas y Laura, obedeciendo la orden del hombre, sacan las pistolas de sus cinturones.

El gesto no escapa al grupo de supervivientes y un gruñido de frustración se deja oír en el ambiente. Algunos incluso dejan de repente de caminar profiriendo sonoros insultos y haciendo gestos obscenos con las manos.

La vista de las armas les está haciendo pensar dos veces sus intenciones.

¡Que os jodan! ¿No os gustan nuestras armas?, piensa el hombre, triunfal.

Con gestos indica a los otros que aumenten la velocidad de su paso y traten de llegar al borde del parque con más celeridad. Si todo ello no sirve de disuasión, se verán obligados a pelear.

—¡Estad preparados! Parecen que se lo están pensando. Pero ¿quién sabe? —Informa mientras no para de echar miradas de soslayo por encima de su espalda.

Varios de los supervivientes portan palos y barras de metal. Los más osados no detienen su marcha.

Su grupo ya casi se encuentra en el límite del parque y tan solo tienen que cruzar la calle para llegar hasta los locales comerciales.

El hombre se detiene y se gira para enfrentarse a sus perseguidores. Aferra la escopeta con determinación, retándoles a seguir.

Uno a uno, los supervivientes van desistiendo y deteniendo su marcha. Hasta que el último de ellos se detiene por fin y les arroja impotente la enorme piedra que acarreaba en la mano.

Pero ellos ya están en el borde y cruzando la calle en dirección a los bloques de apartamentos y los locales comerciales.

—Me sorprende que ninguno de ellos estuviera armado. —Comenta Laura, mirando hacia atrás.

—Si hubieran tenido armas ya estaríamos muertos. —Responde el hombre sin aminorar la marcha—. Seguid caminando, ya casi estamos.

—Eso estuvo cerca. —Resopla Marcos, con el aliento entrecortado. Le está costando una barbaridad seguir el ritmo de los otros, su mente aterrada ante la idea de que la amenaza ya no es solo una exclusividad de los infectados sino también de los otros supervivientes que puedan encontrarse.

Un lever sudor cubre el cuerpo del hombre mientras cruza la calle. Marcos tiene razón, estuvieron cerca, muy cerca. De ahora en adelante, tendrán que tener más precaución y estar más atentos por dónde caminan.

—¡Mirad! Ahí delante hay un gimnasio. —Anuncia Laura, interrumpiendo sus pensamientos—. Quizás podamos encontrar algo de ropa limpia para Marcos y esperar que las duchas aún sigan funcionando.

—Merece la pena investigarlo. —Está de acuerdo Lucas, que mira de reojo buscando la aprobación del hombre. Este se limita a asentir en silencio, a pesar de todo no ha conseguido sacudirse la sensación de resentimiento que arde en su mente como un clavo al rojo vivo.

Hubiera sido extraño no sufrirla.

Por un lado, el grupo recelaba de él, piensa que eraun bastardo insensible, y sin embargo, Lucas le había buscado como… ¿su líder? ¿Era eso lo que significaba para ellos? No lo creía, tenía que haber algo más.

De nuevo, le asalta el resentimiento. No estaban siendo justos con él. ¿Y qué si no sabía exactamente dónde se encontraba el Banco de Alimentos? Al menos, tenía un plan, algo concreto que hacer en vez de quedarse agazapado en cualquier agujero esperando una ayuda que nunca iba a llegar.

Involuntariamente, su rostro dibuja una mueca de asco. Lo único cierto es que, con la ayuda de los otros o sin ella, estaba dispuesto a llevar a la mujer hasta la seguridad del Banco de Alimentos, sea como sea.

Al resentimiento le sustituye una nueva sensación.

Al menos, ellos entendían eso y confiaban en que les guiase a lo largo del camino. Aunque pensándolo bien, Lucas había buscado su aprobación.

Su líder.

Sopesa durante unos instantes lo que ello significaba y se descubre un tanto incómodo con la posición.

En el pasado, en su vida antes de la epidemia, rara vez había rechazado la responsabilidad sobre algo, pero sentía que para ejercer ese cargo uno debería pensar exclusivamente en el grupo y lo cierto era que a él solo le importaba la mujer. Mientras que los intereses de esta coincidieran con los del grupo todo iría bien, pero en el momento en el que se decantase por salvarla a ella en vez de a los otros, las cosas iban a ponerse pero que muy feas.

Y eso le daba miedo.

Él no quería ser su líder. Ni siquiera había querido reunir un grupo de supervivientes, eso era mérito de la mujer que había insistido en ayudar a Hugo. Él solo había querido ponerla a salvo a ella y descansar.

Sin embargo, se había convertido en el líder.

Y todavía no alcanzaba a comprender por qué.

Pero sí comprendía la aprensión que le atenazaba constantemente. Si su plan fracasaba…

Estarían perdidos.

Todos ellos.