3

El corazón del hombre bombea acelerado en la caja de resonancia en que se ha convertido su pecho. Estática dentro de su cabeza. A su espalda, la mujer permanece inmóvil. Desde su punto de vista parece muy distante, en la lejanía. Está agotada. Aterrada. Saben lo que tienen que hacer y lo han ensayado incontables veces.

Una vez, y otra, y otra, y otra.

Sin descanso.

Supervivencia. La necesidad de continuar viviendo es más poderosa que el miedo, o al menos eso es lo que se repite el hombre mientras le roba el color a los nudillos de sus manos al empuñar con más fuerza el cuchillo enastado en el palo de escoba.

Se vuelve hacia la mujer y suelta todo el aire de sus pulmones ahuecando el pañuelo que lleva anudado sobre el rostro. Cierra los ojos y siente como sus piernas tiemblan incontroladas. Es la adrenalina, dice para sus adentros.

En la puerta, la mujer ve el estado de agitación en el que se encuentra el hombre y pierde el poco valor que había conseguido reunir.

—No puedo hacerlo, es una locura. —Anuncia. Su boca temblorosa apenas puede articular correctamente las palabras. Ella ha elegido una bandana de color rosa para protegerse la nariz y la boca.

El hombre está de acuerdo en que todo el asunto era simple y llanamente una locura. No hay lugar para la duda. Pero tampoco tenían muchas más opciones.

—Yo también estoy aterrado pero no queda otra cosa. —Murmura el hombre con un hilo de voz.

La entrada de la calle se encuentra al final del estrecho pasillo. Enfrentada a ella, la puerta de la cocina cerrada a cal y canto, a su izquierda la puerta del salón, también cerrada y sellada.

El hombre contiene la respiración, intentando volver su cabeza de hielo seco. Aprieta un poco más el palo de escoba, su punta armada con el cuchillo de cocina y unas vueltas de cinta americana. Muy despacio, abre la puerta reforzada como si fuera a estallarle en las manos. Y está seguro que podría, cualquier cosa puede suceder a partir de ese momento.

Boomboomboomboom…

Su corazón se dispara y puede sentir la sangre palpitar en la punta de sus dedos. Oye a la mujer soltar un gritito de espanto y contener el aliento al mismo tiempo, como si tal cosa fuera físicamente posible. Luego un aullido. Feroz. Un gruñido de placer primigenio y el borrón de un feral abalanzándose sobre él.

El plan que habían concebido era sencillo. Abrir la puerta y dejar pasar tan solo a uno de ellos. Una vez dentro, matarle lo más rápidamente que pudieran. Lo dicho, sencillo, hasta un niño podía llevarlo a cabo. Sencillo y estúpido.

Con el monstruo casi a punto de arrancarle la garganta de cuajo, el hombre piensa en la ingenuidad de todo el asunto. ¡Van a morir! Es una certeza. La precipitación del ataque no le ha dejado tiempo para reaccionar.

Las manos engarfiadas del feral alcanzan su garganta, al mismo tiempo que se ensarta en la improvisada pica. Un rojo intenso mancha la espalda del feral y la punta del cuchillo queda a la vista entre sus ropas. La fuerza del choque ha arrancado el delgado palo de escoba de las manos del hombre mientras, el feral ensartado intenta revolverse para atacar de nuevo.

¿De dónde saca las fuerzas?, el hombre no tiene respuesta, tampoco tiene tiempo para pensar en ello. Sabe que desarmado es un blanco fácil. De esta no se libra.

¡Baaamm!

La cabeza del feral desaparece en una finísima lluvia roja pulverizada. La mujer aún sujeta la pesada lámpara con manos temblorosas. A sus pies, el cuerpo desmadejado del infectado yace inmóvil. El parqué del suelo se halla salpicado con sangre y materia cerebral que parece pegotes de papel mojado.

Agitado y sorprendido, el hombre se incorpora y suavemente la empuja hacia la cocina. No tienen tiempo que perder.

En un barreño han recogido algo de agua mezclada con lejía, busca los restos de sangre feral que hayan podido salpicarle y se los restriega.

A su lado, la mujer le imita en silencio.

Luego, casi sin aliento, vuelven al recibidor y arrastran el cuerpo sin vida hasta el fondo del salón y lo apilan allí.

El hombre se mira las manos y, de nuevo, ve rastro de sangre en ellas. Sangre infecciosa.

Tenemos que hacerlo mejor. ¡Piensa, piensa, piensa!, se recrimina.

Regresa al barreño y sumerge las manos en el líquido, ahora enrojecido. Le cuesta respirar.

La mujer también respira con dificultad. Años de vida sedentaria y la violenta naturaleza de lo que acaba de suceder son sin duda el motivo de que su boca se abra y se cierre sin cesar en un gesto casi reflejo. Con el pelo descolocado y gotas gruesas de sudor perlando su frente no es precisamente un buen retrato de la mujer que conoció. La mira y sabe que no hay marcha atrás. Echa de menos aquellos tiempos pero ya no hay pasado, solo presente. Ni siquiera los recuerdos serán suficientes para sostener el incierto futuro que les espera.

—Tenemos que seguir, recuperemos el aire por un segundo y luego a por el siguiente.

—¿Cuántos habrá? —Quiere saber la mujer.

—Cinco o seis en esta planta. —Miente, no puede saberlo con seguridad. Se coloca de nuevo junto a la puerta y espera unos instantes mientras la mujer ocupa su sitio, el pesado pie de lámpara aferrado con vigor, sus manos protegidas por unos guantes para fregar, la cara de nuevo cubierta por la bandana de color rosa.

La escasa luz que ilumina el recibidor proyecta destellos rojos en el rostro de la mujer. Reflejos del infierno.

El hombre aguarda con creciente excitación, tiene que esperar a que quede uno solo para dirigirlo al interior.

Como un toro de lidia, piensa.

Pero no se siente para nada un torero. El hombre respira profundamente y retiene el aire.

La mujer sabe que ha llegado el momento y se prepara para la acometida.

El nuevo feral penetra en el apartamento con más violencia que el anterior. El calor brutal de su cuerpo aplasta al hombre contra la pared. Con la rodilla consigue empujar la puerta y cerrarla antes de que un segundo feral traspase el umbral. Se gira, ha perdido de vista al depredador, los nervios tensados. Teme por la mujer.

Si fuera mordida o arañada…

El feral se abalanza en línea recta hacia la mujer. No parece existir nada más. Los brazos extendidos y las manos espoloneadas preparadas para desgarrar. La mujer balancea el brazo y la parte pesada de la lámpara alcanza al feral en pleno rostro, que se derrumba como un fardo en el suelo. Astillas de hueso y sangre atomizada quedan suspendidas en la atmósfera del recibidor.

Rápidamente, el hombre le clava el cuchillo enastado en la nuca. Todo ha terminado. Simple.

Sin embargo, el hombre no puede resistir el impulso de las arcadas y deja escapar el escaso contenido de su estómago sobre el suelo.

La mujer aguarda paciente a que termine y, sin hablar, repiten el proceso de lavarse con agua y lejía, de arrastrar el cuerpo sin vida hasta el salón y situarse en sus posiciones para dejar pasar al siguiente.

Le están cogiendo el tranquillo a todo el asunto.

Lo malo es que, el plan, como todos los planes, tiene grandes probabilidades de fracasar. Cientos de variables podrían ocurrir y uno de ellos o los dos, quedar infectados.

A pesar de ello, una resolución de origen tan animal como la de los propios ferales, les ayuda a abatir uno detrás de otro, cerrar la puerta y arrastrar los cuerpos ensangrentados hasta la pared más alejada, para luego volver a empezar todo el baile una vez más.

Resulta curioso ver cómo el ser humano es capaz de convertir en rutina cualquier acción repetida, sin importar que esta consistiera en preparar un café instantáneo, con el doble de agua para hacer durar las últimas cucharadas, o machacarle la cabeza a un infectado con lo primero que se tenga a mano.

Las arcadas no regresaron y el hombre es ahora tan diestro ensartando ferales como trasteando con ordenadores. Recapacita un instante sobre su vida anterior y sobre el hecho de que tiene la impresión de que ha pasado una eternidad. Se siente diez años mayor, no diez días. La epidemia parece no solo diezmar a la población sino también ejercer el efecto de envejecer rápidamente a los supervivientes.

—Einstein tenía razón y el tiempo es relativo. —Dice de repente.

No se da cuenta de que ha dejado de pensar para pronunciar sus reflexiones en voz alta, hasta que la mujer, con su fuerza recién descubierta, se mira las manos enrojecidas por la lejía y, sin molestarse en contestar, le empuja de nuevo hacia la puerta.

Está acostumbrada a las rarezas del hombre.

Descansan por un tiempo y permiten que sus cuerpos agotados recuperen algo de aliento. El hombre sabe que no pasará mucho tiempo antes de que la cristalización del ácido láctico, causada por el castigo al que han sometido a sus músculos, les provoque el típico dolor de agujetas.

Dentro de un rato, apenas podrán moverse.

Pero aunque parezca imposible, lo más difícil vendrá después. Es como el miedo sublime que inunda el pensamiento de los suicidas antes de apretar el gatillo, la incertidumbre de si saldrá la bala o no del cañón de la pistola. La misma incertidumbre que experimentarán al abrir la puerta de la calle y salir al pasillo exterior, desconociendo cuántos ferales quedan aún o si tendrán tiempo de atrancar la puerta de acceso a las escaleras antes de que los ferales que se encuentran en las otras plantas lleguen hasta ellos.

El hombre repite el plan en su cabeza, una y otra vez, mientras se dirige a la sala de estar para buscar su caja de herramientas.

Primero, limpiar su planta. Segundo, bloquear accesos: escalera y ascensores. Tercero, inspeccionar el resto de viviendas. Cuarto…

Un mantra en su cabeza.

La mujer ha regresado a su apatía anterior y se encuentra sentada en su silla, estudiándose las manos como si fuera la primera vez que las contempla. En su regazo reposa la bandana con la que se protegía la cara.

El hombre la ignora y sale de la habitación con la caja metálica en las manos.

En el salón, los cuerpos de ferales se amontonan junto a la ventana. Puede ver sus restos reflejados en la pantalla del televisor de plasma que descansa sobre el aparador, como si proyectase una película de terror de serie B.

¿Cuánto tiempo tardarán en hacer esa estancia inhabitable? ¿Y toda la casa?

Ya no hay vuelta atrás, todo está en movimiento.

Han cruzado el punto sin retorno, incluso sin saber que lo estaban haciendo, como tampoco saben hacia dónde les encaminará todo ello.

Bueno, eso no. El hombre lo sabe. El hombre tiene un plan.

Sobre la mesa ordena las herramientas precisas para continuar. Un hombre puede hacer casi cualquier cosa si está provisto de las herramientas adecuadas.

Segundo, bloquear accesos: escalera y ascensores.

De nuevo, el mantra. En realidad, una letanía que no ha dejado de repetirse a sí mismo durante todo el tiempo.

Coge un destornillador y siente contra la palma de la mano, el tacto áspero del mango. Se lo guarda en el bolsillo trasero de sus pantalones.

El cuchillo enastado reposa sobre el marco de la puerta. Está un poco curvado, maltratado por las anteriores peleas. Restos de sangre rezuman entre los pliegues de cinta americana.

—Es la hora. —Le dice a la mujer.

—¿No podemos esperar? Estoy muy cansada.

El hombre no contesta, se limita a desviar la mirada hacia los cadáveres acumulados en el salón. Sabe que lo que está a punto de hacer es terriblemente peligroso y que posiblemente sea un grave error, pero no tienen alternativa.

Pronto, los cuerpos de los ferales empezarán a oler y no podrán quedarse en el apartamento, aunque abandonarlo suponga enfrentarse a cara de perro con los horrores del exterior. Algo que seguramente signifique su muerte, o peor aún, la de la mujer.

En la penumbra del recibidor, el hombre empuña el cuchillo enastado que parece emitir luz propia. Toma aliento y abre la puerta de la calle con suavidad.

• • •

En el pasillo exterior, el silencio es tan denso que bien pudiera ser un muro sólido que tuviera que ser derribado para dejarlos salir. Se encuentra sumido en una oscuridad absoluta.

Aguanta la respiración, todos los sentidos alerta, intentando captar algún murmullo que indique la presencia de ferales.

Los segundos transcurren lentos y el hombre lucha con la urgencia de cerrar la puerta y dejar todo el asunto para otro día.

Junto a él, la mujer está como petrificada, tiene los ojos muy abiertos de expectación pavorosa, pero tampoco hace ruido alguno.

El hombre aguarda unos instantes más y se yergue para enfrentarse a la oscuridad del pasillo. Trata de buscar las agallas y pensar en ello de una manera razonable. No quiere usar una cerilla para iluminarse, sencillamente porque no tiene ninguna intención de alertar a los ferales que pueda haber en las otras plantas, pero puede seguir la pared con las yemas de los dedos hasta tocar el quicio de la puerta de acceso a las escaleras.

Avanza despacio, muy despacio. Un pie en frente del otro. Un soplo de aire le llega hasta el rostro.

Está abierta la ventana del rellano, imagina.

No quiere pensar en alientos de ferales que lo observan con ojos vidriosos muy cerca de su cara. Aferra con fuerza el palo de la escoba y da un paso que lo sumerge por completo en las fauces del pasillo.

A su espalda, la mujer suelta un gemido sordo y contiene la respiración.

Con los oídos aguzados como un perro de caza, el hombre puede escuchar la lluvia tamborileando sobre el suelo del rellano. El paño de la ventana se encuentra abierto, después de todo.

El hombre se detiene por un instante, indeciso y asustado, permitiendo que sus ojos se adapten a la oscuridad como boca de lobo. Está más negro de lo que había imaginado y entonces cae en la cuenta de que lo que ello puede significar. La puerta de acceso a las escaleras no permite pasar nada de luz por que se encuentra cerrada. ¡Nadie entrará por ahí!

El pensamiento alimenta su determinación y acelera un poco sus pasos mientras la claustrofobia se enrosca sobre su pecho y le roba la respiración. Avanza un poco más, la orografía rugosa del gotelé de la pared se desliza bajo las puntas de sus dedos. ¿Cuánto falta? Ya debería haber llegado a la puerta, ¿no?

El tiempo se alarga como una goma elástica en la oscuridad y parece transcurrir con una lenta cadencia casi sobrenatural.

El brazo que sostiene el cuchillo enastado se le está durmiendo y siente como miles de agujas le festonean la piel. Se detiene y cambia de mano el arma, mientras sacude la otra en el aire bruscamente para restituir la circulación.

¡Dios mío, cuánto se está alargando esto!, piensa mientras combate el deseo irracional de echar a correr hacia la escalera.

Recuerda que la mujer bromeaba siempre sobre la longitud de los pasillos de su bloque de apartamentos y la escasez de ventanas al exterior. Los comparaba a los decorados del Hotel Overlook, en la película El Resplandor, y cada vez que se apagaba la luz y los atrapaba a medio camino, imitaba la voz del actor Danny Lloyd, al grito falsete de redrum, redrum.

Curiosamente el terrorífico recuerdo sirve para calmar sus nervios y, de nuevo, tantea la pared mientras se pone en camino.

Entonces, uno de sus pies pisa sobre algo blando atravesado en medio del pasillo que le hace perder apoyo y caer sobre las rodillas. Una oleada de puro dolor le cubre los ojos con una pantalla blanca, mientras un calor abrasador le sube por los muslos. Suprimiendo un gemido de dolor, el hombre se dobla por la cintura mientras busca a tientas la naturaleza del bulto que lo hizo tropezar.

Un cuerpo humano yace con la espalda apoyada sobre la pared y las piernas despatarradas.

Con sus dedos sigue el perfil del muerto hasta llegar a los labios retraídos en una mueca fúnebre que deja sus dientes al descubierto. El hombre retira con la mano con repugnancia y se obliga a levantarse y a pasar por encima del cuerpo de una zancada larga. Cuando se sosiega lo suficiente como para que los atronadores latidos de su corazón bajasen la intensidad con la que golpeaban contra sus sienes, reanuda la marcha hasta que con un suspiro de alivio nota como sus yemas tocan la superficie de madera de la jamba.

Entonces, algo se mueve detrás de él, en la oscuridad.

El hombre se voltea, aterrorizado… Ha sentido una pisada. Empuña la pica de palo de escoba y escudriña la negrura en busca del origen de la pisada. Creé escuchar el susurro de una respiración y ello hace que se le erice el vello de la nuca.

Y ahí está de nuevo, una pisada furtiva, un poco más cerca.

Con los ojos desorbitados por el terror no puede aguantar más y pregunta en un susurro:

—¿Quién anda ahí? —No se le ocurre pensar que acaba de revelar su posición, convirtiéndose en un blanco perfecto.

Levanta hacia la oscuridad la punta del cuchillo. Otra vez la pisada furtiva, deslizándose. ¡Alguien viene a matarlo! Su mente dibuja imágenes de ferales avanzando lentamente hacia él con bocas ensangrentadas y maños de uñas como garras. Da un paso atrás y siente como su pie resbala sobre una viscosidad repulsiva. Desesperadamente intenta agarrarse a algo antes de caer sobre un costado, la improvisada lanza arrancada de sus manos y el hedor de otro cadáver inundando sus fosas nasales. Ha resbalado en la sangre coagulada que se escapa de una horrible herida en el pecho del muerto.

—¡Por el amor de Dios! ¿Dónde estás? ¡Deja de hacer ruido!

La mujer se encuentra sobre él, con el rostro crispado en una mueca de repugnancia, mirando hacia el cuerpo sobre el que el hombre está recostado.

—Jesús, ¿por qué no me hablaste? Podía haberte matado. —De improviso toma conciencia de ello—. Podía haberte matado

La mujer desecha la idea con un bufido, mientras le ayuda a ponerse en pie.

—Escuché un ruido sordo, como si alguien tropezase o se golpease contra algo y vine a investigar.

—Fui yo… Hay alguien ahí tirado… Muerto… Lo pisé. —Se estremece de manera convulsa pensando en los cadáveres y de repente siente unos deseos enormes de correr al cuarto de baño más próximo y echar hasta la primera papilla.

—Bueno, pero ahora estás bien, ¿no?

—Sí, ahora estoy bien. Acabemos con esto. —Y traga saliva.

• • •

La puerta de acceso a la escalera está bloqueada. El mango del destornillador sobresale por debajo de la madera como un tumor. Ningún feral entrará por ahí.

El pasillo está ahora iluminado por los restos de velas que quedaban en el apartamento y reina una penumbra amarillenta. El hombre piensa que parece más largo de lo normal.

Aprensión, miedo.

El hombre no cree que esté loco, sabe que el pasillo tiene la misma longitud de siempre pero a él se lo parece. Tampoco es que signifique gran cosa si está loco o no, medio mundo ya ha perdido la chaveta, así que no es como para acusarle de nada.

A su espalda, dos puertas. 4A, 4B. Luego, la suya, 4D, y su opuesta, 4C.

El hombre no reza. No sabe a quién hacerlo. Creé que la razón humana es maleable y caprichosa y, por tanto, no se puede estar seguro de nada. Un ejemplo: si hubiese nacido en otra ciudad distinta a la suya, pongamos como ejemplo Falullah, ahora estaría intentando rezar a otro Dios bien distinto al que le enseñaron en la infancia. Allah, Dios, Budha, Yavhe, todos son caras de una misma moneda. Claro que él no es muy religioso y parece algo insustancial debatir sobre a qué dios rezaría.

Sin embargo, plantado ante la puerta de su vecino, daría todo lo que fuera por poder rezar. Rogar porque no haya nada peligroso al otro lado y que el destino no le guarde una desagradable sorpresa.

El Destino.

Todo el mundo reza por dos motivos: piden que suceda algo que desean o que no suceda algo que temen. En definitiva, todo el mundo reza para intentar cambiar el destino. Rezan para que la mancha que apareció en la prueba de contraste no se traduzca en un cáncer o para que el bebé sea niño y nazca con todos los dedos. Rezan para cambiar su realidad.

Al otro lado de la puerta con el número 4C, el destino del hombre ya está escrito. Ninguna oración cambiará el hecho de que haya alguien muerto allí o, lo que sería mucho peor, vivo e infectado. Ninguna oración le protegerá. Sería una ilusión.

La palanca no funciona tan bien como hubiera esperado. Todos los apartamentos tienen su propia puerta reforzada con cerradura de borja y muy pronto el trabajo se convierte en un verdadero esfuerzo.

El hombre está utilizando un enorme escoplo sin mango que ha recogido de su caja de herramientas, no quiere armar mucho escándalo por miedo a atraer a los ferales que puedan encontrarse en las otras plantas y por eso se niega a usar un martillo para abrirse hueco, pero no hay manera de forzar la puerta de un modo más silencioso.

El escoplo de metal desolla dolorosamente la palma de su mano, los crujidos de la madera restallan por todo el pasillo, de continuar así, el resto de ferales no tardarán en acudir en masa, atraídos por el estruendo.

El hombre se detiene un momento. Resopla, le falta el aliento.

El vello de la nuca se le eriza. Un susurro, un leve roce de ropas. A su espalda.

Gira sobre sí mismo mientras las heridas de su mano envían punzadas de dolor a su cerebro agotado cuando aprieta con más fuerza el instrumento de metal. La mujer le observa desde el interior del pasillo.

—Se lo vi hacer a un cerrajero. —El hombre no consigue comprender.

—¿Cómo dices? —pregunta entonces.

La mujer le devuelve una mirada que parece abrir aún más el abismo universal entre ambos sexos y suspira.

—Un plástico, algo semi rígido, hará ese trabajo mejor que el escoplo. Si el vecino no ha echado el cerrojo, podremos abrir esa puerta. —Explica ella.

El hombre parpadea repetidas veces, trata de asimilar la información. ¿Cómo espera que vaya a abrir una puerta blindada con un trozo de plástico? Es ridículo y como tal, se encoje de hombros.

El dolor ardiente de las ampollas que se le están formando en sus manos es casi insoportable y muy pronto no podrá seguir trabajando.

Una vez más, su mente vaga muy lejos de allí. Si supiera rezar pediría encontrar unos guantes de trabajo en casa de su vecino. No sabe cuánto tiempo más sus manos aguantarán semejante castigo.

A su lado, la mujer aparece con una gruesa lámina de plástico rojizo. Parece la cubierta de una de las carpetas archivadoras de su trabajo.

La mujer desliza la lámina a la altura de la cerradura y la empuja al mismo tiempo que sacude la puerta reforzada con el hombro. El chasquido metálico es audible en todo el pasillo. La puerta está abierta.

Un golpe de suerte, piensa.

El dolor palpita como un ser vivo en la palma de sus manos. Pero, a pesar de todo, consigue sonreír.

La luz de una de las velas ilumina titilante una puerta cerrada. La cocina. La quietud se apodera de toda la escena, no parece haber nadie, ni vivo, ni feral.

El hombre exhala su tensión junto con una bocanada de aliento, ha cambiado el escoplo de metal por la pica improvisada con el mango de escoba y el cuchillo, la punta acerada abriendo el camino.

Afuera, en el pasillo, tras la puerta de comunicación con las escaleras, puede escuchar cómo se empiezan a acumular los ferales que fueron atraídos por todo el ruido. En su cabeza se inicia un diálogo interior que en otras circunstancias bien podría haber sido sintomático de un problema serio de cordura.

¿Cuántos esta vez? No puedo saberlo, más que antes. ¿No pueden entrar? No, no pueden entrar. ¿Y aquí? Aquí parece que estamos a salvo.

El hombre continúa con su inspección del apartamento 4C. Cocina, salón, dormitorio principal, sala de estar, cuarto de baño y dormitorio de invitados. Vaya, no sabía que su vecino tuviera un dormitorio más que ellos. Se vuelve hacia el umbral y le indica a la mujer que aguarde allí con un gesto de su mano.

Por las ventanas del salón entra un poco de luz que ilumina vagamente la estancia desierta. Es un día plomizo de noviembre y aunque el sol debería encontrarse en lo más alto, su débil luz es incapaz de atravesar el espeso manto de nubes que cubre el cielo y proporcionar una iluminación adecuada para lo que tenía que hacer.

La lluvia golpea pesada contra el cristal y el repiqueteo no ayuda demasiado a calmarle.

Según se acerca al comienzo del pasillo, el hombre se agazapa junto a la pared, la espalda contra la fría superficie y se asegura una vez más de que el cuchillo de cocina está fuertemente agarrado al palo de escoba. No querría que se le soltase en medio de una refriega con un feral.

Inseguro, repite el proceso dos veces más.

Entonces, muy lentamente, asoma la cabeza por la esquina y escudriña con intensidad la oscuridad del pasillo.

Nada, ni un solo movimiento en las sombras.

Tres puertas se encuentran a su derecha. Cocina, la sala de estar y el cuarto de baño, si se atiene a la distribución de su propio apartamento. Pero claro ellos tienen una habitación menos, así que no puede estar seguro del todo.

A su izquierda hay otras dos más. Dormitorio principal y segundo dormitorio.

De las cinco puertas, dos de ellas permanecen abiertas.

Decide empezar por ellas, aún a sabiendas de que dejará al menos una cerrada a sus espaldas. Confía en que ningún feral emerja de ella por sorpresa.

Comprueba por última vez el estado de la pica y se decide por fin.

Avanza con decisión hacia la ominosa abertura de la puerta más cercana y, una vez más, se agacha en el umbral antes de espiar en el interior. Es un gesto que ha visto hacer cientos de veces en los seriales de televisión americanos y en el cine. Claro que entonces era para evitar que el personaje de turno recibiera un disparo a bocajarro en los morros, algo del todo improbable en su situación. De todos modos, se siente con más confianza al hacerlo. Más… en control.

Como el salón, la sala de estar también está desierta. Nada más que hacer allí. Una habitación menos, todavía quedan cuatro más.

Repite el mismo procedimiento con la otra puerta. El dormitorio secundario. Despejado.

Satisfecho de no encontrarse con ninguna sorpresa desagradable, se encamina hacia la primera puerta cerrada.

Ahora incluso la mujer mantiene la boca cerrada.

El hombre siente sudar las palmas de las manos cuando agarra el picaporte y acerca su oreja a la puerta. Ningún ruido parece producirse al otro lado y ello le anima a abrir.

Mentalmente cuenta hasta tres y…

No hay nada que temer.

La cocina está desierta pero con síntomas de haber sido arrasada por un tornado. Todas las puertas de los armarios se hayan abiertas y el contenido de los cajones esparcido por el suelo. Sin duda el responsable de aquel desaguisado quería asegurarse en un último intento desesperado de que no quedaba nada comestible en su interior.

Se pregunta fugazmente dónde se estará su vecino. Quizás se marchó con unos familiares cuando todo empezó y esté a salvo en alguna parte.

Quizás no y esté muerto o peor.

Cochina suerte.

—Vivía solo. —Dice la mujer a su espalda.

El hombre le dirige una mirada interrogante. Al parecer, no quiere perder comba de los avances del hombre en el apartamento 4C y aunque se ha preocupado de no traspasar el umbral de la puerta, el hombre puede ver la totalidad de su cuerpo ocupando el espacio de la entrada.

—Digo que el vecino vivía solo. —Repite—. Era un cascarrabias solitario que no parecía feliz si no se enfurecía con alguno del vecindario por esto o por aquello.

El hombre no sabe qué decir o hacer con la información, así que se encoge de hombros y la manda callar llevándose un dedo a los labios.

Chiiiiist.

Al fondo de la cocina, puede ver la puerta acristalada de la terraza y que esta también se encuentra desierta.

Solo quedan dos. Si existe alguna amenaza para ellos en aquel apartamento, sin duda, se encontraría tras esas puertas.

El hombre siente como su cuerpo comienza a generar adrenalina anticipando el probable enfrentamiento y tensa los músculos de su cuello como alambres. Sobrecogido por el absoluto silencio que se ha apoderado del apartamento, el hombre aferra con firmeza el cuchillo enastado mientras que con la mano izquierda se dispone a abrir la puerta.

Lentamente gira el picaporte y desplaza unos centímetros el paño de madera.

Inmediatamente da un paso atrás, un nauseabundo olor asalta sus fosas nasales con la intensidad de un derechazo en el mentón. El hombre se retuerce sobre sí mismo y descarga el contenido de su estómago sobre el suelo de tarima flotante del pasillo. Bilis y poco más.

Al cabo de unos instantes se sobrepone a las nauseas y decide cerrar la puerta sin investigar que produce tal olor.

En ningún lugar está escrito que tenga que comportarse como un maldito héroe de película.

Un violento escalofrío recorre su cuerpo mientras su olfato termina de acomodarse al mareante tufo a muerte que le ha impregnado los pelos de la nariz.

—¿Hay alguien? —pregunta la mujer, alarmada—. Dime qué pasa.

—No te preocupes. No hay nadie. —Contesta el hombre, sombríamente—. Pero ahora sabemos con certeza que el vecino no se fue con ningún familiar. —Se cubre el rostro con las manos para intentar acelerar el proceso de quitarse la pestilencia de las fosas nasales y recorre la distancia hasta la siguiente puerta, los ojos humedecidos todavía por el hedor.

Pestañea con fuerza varias veces y abre la última puerta. El cuarto de baño. Nada, también está despejado de ferales y cosas muertas.

Relajado, sabiendo que el apartamento es un lugar seguro, el hombre se vuelve hacia la mujer sonriendo.

Entonces escucha un sonido inconfundible en el exterior.

Un sonido que lleva algún tiempo sin escuchar.

—¿Lo oyes? —La mujer se desliza como por ensalmo ante una de las ventanas del salón. Ha disminuido el volumen de su voz a un susurro como si temiera que pudieran escucharla. El hombre se apresura también hacia la ventana y espía el exterior tras las pesadas cortinas.

Un monovolumen asoma al comienzo de la calle y enfila hacia la rotonda del aparcamiento. El conductor maneja muy despacio como si estuviera oteando el panorama atento a cualquier amenaza.

El hombre se pregunta qué es lo que estarán buscando. La suya es una calle sin salida, en más de un aspecto.

—Podría ser ayuda. ¿Crees que deberíamos decirles algo? ¿Hacerles una señal? —Pregunta la mujer.

—No lo creo. Es un coche particular. Un Renault Scenic. Son supervivientes, como nosotros, y no sabemos en qué condiciones están, ni si tienen víveres. No tenemos nada para compartir y ya tenemos lo justo para nosotros como para pensar en dividirlo con otra gente.

—¡Pero los ferales están ahí abajo! ¡Morirán si no les avisamos! —Replica la mujer con un tono de nerviosismo.

El hombre asiente. Guarda silencio, sabe que no son necesarias las palabras para responder. La mujer cierra la boca muy despacio y también guarda silencio. Ha comprendido, mientras las lágrimas resbalan por sus mejillas.

El hombre vuelve la atención al exterior medio sorprendido de que la mujer haya utilizado la palabra feral, nunca antes la había oído referirse a ellos de tal manera. Contempla epatado como el monovolumen detiene la marcha y de su interior descienden tres hombres adultos y una mujer. Todos ellos, salvo la mujer, llevan armas de diversos tipos. Escopetas de caza y lo que parece ser un fusil de asalto del ejército.

Desde la distancia el hombre no puede estar seguro.

El monovolumen parece estar en excelentes condiciones sin arañazos o golpes evidentes y su zona de carga se encuentra repleta hasta los topes de bultos y enseres.

Asustado, sin saber qué hacer, el hombre no ve cómo puede avisarles del peligro sin delatarse así mismo y a la mujer. Lo cierto era que no esperaba ver a nadie conduciendo por el vecindario y no había anticipado las posibilidades que ello podría haber proporcionado. Ahora resultaba demasiado tarde. Una vez más se recrimina mentalmente por no ser más avispado, por dejarse sobrepasar por los acontecimientos en vez de controlarlos él mismo.

Los extraños todavía no se han percatado de la masa de ferales agolpada ante el portal, porque el conjunto de árboles que rodean el parque infantil los oculta de su vista.

Desde su ubicación el hombre tampoco puede verlos pero sabe que muy pronto los monstruos descubrirán a los cuatro adultos y se abalanzarán sobre ellos en tromba.

Uno de los hombres hace una seña a los otros dos y estos comienzan a rebuscar entre los coches aparcados. El hombre viste un chaquetón con estampado de camuflaje del ejército y tejanos. Parece ser el líder. Uno de ellos porta una manguera de un metro de largo y un bidón de color verde oliva que ha sacado de la parte de atrás del Scenic.

Gasolina.

Están buscando el combustible que todavía queda en algunos de los coches.

El que parece ser el líder, mientras tanto, descubre el coche de policía y se dirige hacia su posición sin dejar de espiar con nerviosismo a su alrededor.

El hombre siente una punzada de rabia. ¡El contenido de aquel coche era suyo! ¡Solo ellos tenían derecho a coger lo que sea que contuviera!

¡Hsssssss hsssssss hsssssss!

El dolor inunda su cabeza de improviso con un poderoso sonido de estática. Jamás había experimentado una tortura similar, siente como si los ojos quisieran salírsele de las órbitas. Llevándose la palma de la mano a la frente se dobla sobre sí mismo de puro y exquisito suplicio, aprieta duro la mandíbula y rechina los dientes con tal fuerza que amenazan con hacerse pedazos. De repente, el cuerpo se le empapa de sudor. Intenta calmarse pero sabe que no podrá pensar con claridad por algún tiempo. El dolor es tan intenso que resulta casi paralizante.

—¿Qué te sucede? ¿Qué pasa? —Chilla la mujer, visiblemente alarmada—. ¡Lo has pillado! Lo que sea que convierte a las personas en monstruos… ¡Lo has pillado y serás uno de ellos! ¿Ya estás satisfecho? ¿Era eso lo que querías?

—Estoy bien, no te preocupes. Es solo una jaqueca. —Miente a la mujer y hace un esfuerzo sobrehumano para erguirse y continuar espiando el exterior.

La mujer se le queda mirando inquisitivamente y siente la necesidad de esbozar una débil sonrisa para tranquilizarla. Mientras, los ojos se le llenan involuntariamente de lágrimas.

—No me pasa nada, de verdad. —Murmura y por el rabillo del ojo advierte un movimiento en el aparcamiento.

El hombre del chaquetón militar ya está casi encima del Ford blanquiazul de la Policía Municipal. Ha relajado su vigilancia y ahora tiene el fusil de asalto apuntando ligeramente hacia el suelo, aunque continúa sosteniendo el arma con las dos manos.

Mientras, sus compañeros han terminado de revisar los coches aparcados y parecen haber conseguido llenar el bidón de gasolina, a tenor de que uno de ellos está necesitando las dos manos para transportarlo. Una expresión de júbilo se refleja en sus rostros.

Entonces, la mujer suelta un alarido de puro terror. Un terror que suelta sus tripas al mismo tiempo que es engullida por una imparable marea de muerte, destrucción y ferales.

Ninguno de ellos tiene tiempo de reaccionar o de soltar un disparo para defenderse, pillados desprevenidos, son arrollados por los monstruos y despedazados en cuestión de segundos.

El hombre deja de mirar la escena, vuelto hacia la mujer, su rostro de ensombrece mientras una profunda tristeza humedece los ojos de ella.

Su jaqueca se encuentra en todo su esplendor, tiene la sensación de que su cerebro se está expandiendo en el interior de su cráneo.

El eco de un pensamiento que no puede discernir, se pierde entre la niebla de su maltratado cerebro como un puñado de arena que se desliza entre los dedos.

El pensamiento le reconforta y le aterra al mismo tiempo pero lo olvida casi al mismo tiempo de tenerlo.

Esforzándose en recuperarlo, un fuego abrasador se apodera de todo su cuerpo. Un calor furibundo de sorda ira que le invade por culpa de la frustración. A remolque de la ira llega también un sentimiento de culpa originado por la muerte de los ocupantes del Scenic.

Se pregunta si la mujer es capaz de intuir la furia que ha brotado en su interior. Él mismo no sabe de dónde viene pero si le ayuda a mantenerlos con vida, está dispuesto a recibirla con brazos abiertos.

—No podíamos hacer nada por ellos. ¿Lo sabes, verdad?

La mujer asiente en silencio pero no hace ningún ademán por retirar las lágrimas que corren libres por su cara.

El hombre piensa en las armas, en todo ese combustible y en todas la demás cosas que deben de llenar el espacio de carga del monovolumen y sabe que ahora tienen más razones que nunca para intentar salir a la calle.

• • •

La casa está vacía, pueden explorarla sin temor y buscar cosas que puedan aprovechar.

El hombre, además, decide que a partir de ahora vivirán en ese apartamento, dado que el suyo empieza a oler a causa de los cadáveres amontonados.

Una punzada de culpabilidad le cruza la cabeza. Se siente como un desalmado entrando por la fuerza en casa de su vecino, adueñándose de sus pertenencias, hurgando en su intimidad. Está cambiando. Endureciéndose. La epidemia acabó con su otro yo y lo barrió de su vida como una gamuza se lleva la mugre de la superficie de una mesa.

Adaptación y supervivencia son las nuevas reglas del juego.

Todo lo demás se puede ir por el retrete porque ya no importa una mierda.

Definitivamente, está cambiando.

La mujer, frente a él, frunce el entrecejo, ha debido sentir sus dudas. El hombre la tranquiliza con un ademán de la mano y la acompaña de vuelta a su propio apartamento. Con apresuramiento trasladan sus cosas al 4C y se acomodan lo mejor que pueden.

El hombre explora detenidamente el contenido de los cuartos; cuidadosamente evita la puerta cerrada de dormitorio. Alguna de la ropa de su vecino es ropa de caza, llena de bolsillos por todas partes, y les será muy útil cuando salgan. Piensa en la calle, en la pistola del policía y las armas de lo sintrusos, tiene que echar sus manos sobre esas armas cueste lo que cueste.

En la mesa del salón han ido reuniendo todos los víveres y las cosas útiles que fueron hallando en el apartamento.

Una linterna y baterías de repuesto, ropas de abrigo, una buena provisión de latas de conservas de pescado y sobres de fideos chinos, botellas de agua mineral de medio litro de esas que tienen el tapón con dosificador para deportistas y dos mochilas de tamaño considerable.

Está seguro que en el dormitorio cerrado todavía podrían encontrar algo de utilidad pero ni por todo el oro del mundo abriría esa puerta. Tiene gracia la expresión, como si el oro fuera a servirle de ayuda en estos momentos.

La mujer ha encontrado varias latas de perdiz estofada y está preparando el hornillo de acampada. No puede creer su suerte mientras guarda todo el material en una de las mochilas.

Esa noche tendrán un festín.

Y luego seguirán con el plan, si el cansancio se lo permite.

• • •

Más tarde. El hombre despierta. Silencio. Un silencio sepulcral que le oprime. Si hubiese electricidad pondría gustoso unos CDs, ha visto algunos sobre la repisa del salón. Resulta reconfortante pensar en ello. Escuchar música, volver atrás en el tiempo, pretender que la epidemia nunca sucedió.

Un sueño. Otra ilusión.

El hombre se ha despertado sobresaltado. Se incorpora en el sofá donde se tendió para descansar un rato, mientras se sacude de encima los últimos flecos de sueño.

Susurros deslizantes violan el silencio de tumba.

A su costado, semienterrado entre los cojines, el cuchillo enastado desprende un pungente olor a sangre que le produce picor en las fosas nasales.

En la tenue luz previa al amanecer, las paredes del salón son poco más que un borrón.

En el cuarto contiguo, la mujer duerme con la ayuda de sus últimos somníferos. Con amargura, el hombre se detiene un segundo recapacitando sobre lo que sucederá cuando ya no queden más pastillas. Interrumpe el pensamiento con una sacudida de cabeza.

Con la garganta reseca por la noche, aguza el oído para volver a captar el susurro ligero, deslizante que lo despertó.

Nada.

Todo el cansancio de los días anteriores cae sobre él como una losa y el codo sobre el que se apoya le devuelve una cacofonía de dolor que le obliga a cambiar de postura. El hombre se levanta del sofá y una sensación de caída libre le embarga. Controla la respiración para no desplomarse.

¿Qué fue lo que lo despertó?

De repente el miedo le sobrecoge. No puede moverse, está paralizado por el terror. Se siente como un conejo pasmado bajo los faros de xenón de un automóvil.

Pisadas, un inequívoco arrastrar de pies.

Se acercan.

Su corazón se dispara a más de doscientas pulsaciones por minuto, la adrenalina inunda su sistema circulatorio y, entonces reacciona.

El primer feral cae con la sien aplastada por la estatuilla de un matador y un toro de lidia enroscados en una verónica perfecta. Ni siquiera es consciente de en qué momento su mano la recogió de la mesita de cristal y latón.

¡Jeeeeeesus, hay dos más!, grita su mente mientras busca a tientas el cuchillo entre los cojines.

El segundo feral se abalanza sobre el hombre y le ensarta el ojo derecho con el cuchillo enastado.

El tercer feral está casi encima.

Por el rabillo del ojo, el hombre atisba a la mujer que ha aparecido en el umbral del salón, tiene los ojos abiertos como platos y la boca contraída en una silenciosa mueca de espanto.

¿De dónde salió? ¿Busca que la maten?

Detalles. Una polaroid en su cabeza que nunca olvidará.

El hombre agarra con fuerza las orejas del tercer feral mientras con los codos bloquea sus frenéticos intentos por arañarle la cara. Forcejea y consigue arrinconarlo contra la pared y golpear su cabeza contra la dura superficie con todo el ímpetu que puede reunir.

¡Chomp!

El cráneo de la criatura hace un ruido como de melón maduro y vuelve a golpearlo.

¡Chomp! Otra vez. ¡Chomp! Otra vez. ¡Chomp!

Hasta que el feral deja de moverse y la pared se oscurece con el icor que mana de la terrible herida. El hombre se aparta horrorizado y rebusca en las manos y cara sus propias laceraciones. El hombre y la mujer viven en un mundo sin médicos y sin antibióticos. Un mundo en el que un simple arañazo puede acabar con tu vida.

—¿De dónde salieron? Dijiste que habías bloqueado la puerta de las escaleras. —La voz de la mujer suena vibrante por la impresión. Buena pregunta. El hombre sale al pasillo y alumbra el final con su linterna. Nada. Y entonces, lo ve.

La puerta del apartamento 4A.

Abierta.

El hombre no puede pensar. Apenas si puede respirar. ¿Pueden abrir puertas? La pregunta formulada por la mujer queda suspendida en su oído.

Su voz es un hilo.

El hombre no sabe qué hacer a continuación y eso le aterra y le irrita al mismo tiempo. Puede ver la puerta como una herida abierta en la oscuridad del pasillo. Aguarda. Ningún movimiento.

La mujer da un paso y le toca levemente el brazo. Una indicación sutil que le arranca de su indecisión. Un efectista empellón que le hace adelantar una pierna, luego otra. Acercarse al foco de su pavor.

Cuidadoso de hacer ningún ruido que delate su presencia, el hombre avanza por el pasillo.

Nada sucede.

¿Pueden los ferales mantener un vestigio de inteligencia que les permita abrir puertas? ¿Pueden pensar?

No es mucho lo que el hombre sabe sobre la epidemia, ni sobre sus efectos en los infectados; salvo, claro está, que los convierte en criaturas sedientas de sangre.

Apenas sin darse cuenta cruza el pasillo y se encuentra en el umbral del apartamento 4A. Completamente aterrorizado por lo que pueda encontrarse dentro y demasiado asustado como para no mirar, empuja la puerta con extrema cautela.

La mujer, a su espalda, tiene las manos apretadas contra el rostro.

El vestíbulo está pintado de rojo sucio y el hedor es insoportable. Los restos de una mujer marroquí muerta —su vecina— están despatarrados en el suelo.

El hombre puede sentir la muerte en el vello erizado de su nuca. Opresiva.

La mujer aprieta con más fuerza su antebrazo, ella también la percibe.

Más allá, en la oscuridad del apartamento 4A algo se remueve. No pueden verlo entre los filamentos de negrura pero saben que está ahí. Lo que sea, es el causante del terrible espectáculo que les recibió junto a la puerta.

El hombre está paralizado. No avanza, ni retrocede. Su mente es un torbellino de imágenes inconexas, de ideas a medio esbozar sacudidas por el terror. La puerta estaba abierta, ¿por qué no salió? Como en un teatro de Guiñol la otra parte de su mente, disfrazada de polichinela de tela y paja, proporciona la respuesta. Es un feral y nos está acechando. La voz de falsete retumba en su cabeza. Es uno de ellos, agazapado, una paciente araña en su tela de cristal. La voz de polichinela, continúa. No es cierto, un feral no conoce la paciencia. Un feral simplemente, mata. Caza. Se dice así mismo.

De repente su cerebro hace la conexión, apenas transcurren trescientas milésimas de segundo, las sinapsis se cierran y su córtex genera un pensamiento vívido en su mente.

¡Ropa de caza! Estúpido, estúpido, estúpido. ¡Su vecino tiene ropa de caza con muchos bolsillos!

El hombre da un paso atrás. Luego otro, y otro. La presencia se hace más evidente, como si absorbiese el oxígeno a su alrededor. Silencio. Algún chasquido en los pisos inferiores del bloque de apartamentos pero nada más. Lo que sea puede esperar.

Cierra la puerta con suavidad y empuja a la mujer de regreso al apartamento 4C.

• • •

La encuentra sin mucho esfuerzo en lo alto del armario de la sala de estar, dentro de un largo maletín chapado en metal. Estaba empotrado en el espacio que queda entre la madera y el techo. Adhesivos de diferentes asociaciones de caza adornan su superficie. Titubea antes de abrir los cierres del maletín. El dibujo vectorial de un jabalí parece reírse de su inseguridad.

El hombre no sabe nada de armas, ni siquiera hizo el servicio militar. Objetor de conciencia. Sin embargo, piensa en todas las novelas de horror que ha leído a lo largo de los años y en todas las películas que ha visto y sabe que la imponente escopeta es un arma mucho más efectiva que la pistola del policía. Pero claro, en las películas y en los libros, los monstruos son zombis que se contentan con balancearse por ahí con la mente en blanco a la búsqueda de víctimas demasiado incautas o demasiado estúpidas para apreciar el peligro de andar cerca de esas descerebradas máquinas de comer carne.

La vida real es diferente.

En la vida real no hay zombis. Sí hay monstruos, pero son tus propios vecinos infectados. Tus padres, madres o hermanos, que te persiguen para sacarte las tripas.

La vida real es una putada.

La mujer parece adivinar sus pensamientos y le observa sin decir nada. No es necesario. El hombre está de acuerdo en que el arma parece arder entre sus manos y no termina de agarrarla con firmeza. Sin duda, su lugar se encuentra entre las manos de un héroe de acción y no en las suyas propias. En las suyas es una anomalía, como si una extremidad alienígena hubiese crecido de repente en su cuerpo.

Media docena de cartuchos de plástico rojo con una enorme bola en la punta se encuentran alineados a lo largo de la superficie de goma espuma que protege el arma. No parecen ser muchos. El hombre alarga la mano y extrae uno de ellos pero se detiene en el acto. No sabe cómo cargar el arma. Es una de esas semiautomáticas de una sola pieza que tiene un cerrojo metálico en el lateral y culata de tipo pistola para facilitar el agarre. Sabe que tiene que tirar del cerrojo hacia atrás pero hasta ahí le llegan sus conocimientos.

Hace girar el arma en sus manos mientras la estudia detenidamente. Beretta AL 391. El cartucho es alimentado por la parte inferior, junto a la guarda del gatillo. Empuja uno con el pulgar y observa mientras la escopeta lo engulle con avidez. El seco chasquido que produce el cerrojo al montar el arma no le provoca ninguna sensación de calma o de seguridad.

Una vez más, las novelas y las películas mienten.

Se pregunta cuántos cartuchos podrá almacenar. Sin duda, puede cargar más de dos disparos, ¿cinco, tal vez? ¿Qué estoy haciendo? De nuevo le asalta la inseguridad. ¿Qué estoy haciendo?

La mujer interrumpe sus pensamientos.

—¿No irás a volver a ese apartamento?

El hombre balancea el arma entre sus manos y sacude la cabeza afirmando.

—Necesitamos saber que hay ahí dentro. Quizás podamos salvar algo comestible o útil.

—No, no, no —niega ella, con insistencia.

La mujer no entiende porque tiene que enfrentarse a lo que sea que se oculte tras la puerta del apartamento 4A. Ni siquiera está seguro de que pueda ser un feral y eso le aterra. Le atenaza todos los músculos de su cuerpo como si llevara una camisa de fuerza. La muerte es una señora muy poderosa y el miedo el chófer que la pasea en su enorme coche fúnebre.

Termina de meter cartuchos por el alimentador de la Beretta AL 391 y se dirige a la puerta.

Al principio del pasillo, el hombre cierra los ojos y escucha. Silencio. Quizás la puerta abierta significa que los ferales aún mantienen alguna clase de instinto básico; una memoria residual de su vida anterior, su vida sin el virus.

No lo sabe. No puede saberlo. Bueno sí hay una manera de enterarse.

El sonido de estática se intensifica cuando la idea germina en su cabeza, pero algo más.

La voz de polichinela ha regresado.

Tienes que registrarlo.

El hombre recorre los metros del pasillo con cautela y se detiene ante la puerta cerrada. Su respiración silba ronca entre los dientes apretados. Intenta calmarse, sabe que si se deja dominar por el pánico nunca se atreverá a cruzar la puerta. ¿Y qué más dará? ¡A la mierda con toda esa palabrería de héroe! Dirige el cañón de la escopeta de caza hacia la oscura superficie de madera y espera.

• • •

En el exterior, los ferales se agitan, presienten que algo está pasando. Se agrupan ante el portal como insectos ante el olor que se desprende de un cadáver. La ferocidad que los embarga vibra frenética en su interior.

Los portadores del virus están alcanzando muy rápidamente el nivel máximo de su capacidad infecciosa, sus cuerpos funcionando a toda pastilla como incubadoras.

En su interior, las células virales ya se han replicado en toda su magnitud y alcanzan su grado de madurez, liberándose de las células humanas huésped, destruyéndolas y sustituyéndolas en el proceso.

El momento de soltar a los perros ha llegado.

• • •

Mientras, el incendio que comenzó en Guadalajara ha arrasado toda la dehesa de la zona nordeste de Madrid y, guiado por la especial topografía del terreno, su acerca inexorable hacia la localidad en donde viven el hombre y la mujer, engullendo con voracidad todo lo que encuentra a su paso.

La lluvia se ha convertido en su máximo enemigo, neutralizando buena parte de la reacción exotérmica del fuego. Sin embargo, en un fenómeno de la naturaleza tan destructivo como imponente, el agua de lluvia alcanza rápidamente su punto de ebullición, allí donde entrechoca su fuerza calórica con la de las llamas y una poderosa nube de vapor se eleva sibilante hacia el cielo.

Tras su paso, el impresionante incendio ha dejado una inmensa extensión de suelo carbonizado cuyo horizonte superficial se encuentra tan debilitado que no puede resistir los efectos de la erosión hídrica provocada por los litros de lluvia que caen sobre él.

Pronto la parte del terreno que no se encuentra sometida a la violación continuada de las llamas será arrastrada por la lluvia en forma de torrente de cenizas y barro que provocará una alteración imperecedera en la orografía de la zona.

Las consecuencias de la epidemia imprimirán su huella no solo en la población española sino también en su paisaje.